CAPÍTULO 14


3. INVITACIÓN A CREER. JESÚS, REVELADOR DE DIOS (14,01-11)

La sección se mantiene por su forma literaria dentro por completo del estilo del discurso de revelación joánico. Se divide en cuatro pequeñas unidades, que sin embargo conservan entre sí una exhortación laxa mediante sucesivas palabras nexo. Empieza con una exhortación a creer (v. 1), trata después de las «muchas moradas en casa del Padre» (v. 2-4); los dos párrafos siguientes (v. 5-7 y 8-11), versan, desde puntos de vista distintos, sobre la doctrina de Jesús como el revelador escatológico de Dios.

1 «No se turbe vuestro corazón: creéis en,Dios, pues creed también en mí.»

Al comienzo de este discurso hay una triple invitación a creer, primero de forma negativa y luego positiva. La sentencia negativa reza así: «No se turbe vuestro corazón.» El consejo recuerda la exhortación que aparece en otros lugares de la Biblia: «¡No temáis!» Así en /Is/07/02, donde se describe la reacción del rey Acaz y de los habitantes de Jerusalén al anuncio del ataque de los ejércitos enemigos: «Tembló su corazón y el corazón de su pueblo como tiemblan los árboles del bosque sacudidos por el viento.» El temblor del corazón, tal como aquí se concibe, es pues lo contrario de la fe. El giro tiene en cuenta la situación de la comunidad de discípulos. ¿Cómo se puede llegar a semejante sacudida del corazón? Por el constante ataque de parte del «mundo» y por la ausencia de Jesús. La actitud del «mundo» frente a la comunidad representa para ésta una provocación continua, una turbación y sacudida que pueden ser tan violentas que afecten a lo más mínimo, al corazón. Si el corazón cede a esa turbación, surge el peligro de que el hombre pierda la fe. La conmoción procede «no de la debilidad humana... sino del choque entre mundo y revelación».

Hay un ataque a la fe, que no sólo está condicionado por el tiempo, como cuando cambian las circunstancias sociales, sino que pertenece a la situación histórica de la fe como tal. La ausencia de Jesús contribuye a su modo a esa turbación -la fe no puede mostrar a la vista su objeto y fundamento- y hay siempre que reelaborarla de nuevo. Pero los discípulos no deben dejarse condicionar por esa experiencia. Han de conocer la posibilidad de turbación, ni deben engañarse sobre lo precario -precario a los ojos del mundo- de su situación; mas pese a todo no han de acobardarse, sino creer.

En el lenguaje joánico no se emplea el sustantivo fe (pistis)) sino siempre el verbo creer (pisteuein). Ése es también nuestro caso. En armonía con la primitiva tradición cristiana, Juan designa con esa palabra la conducta humana fundamental que responde a las exigencias de la revelación, tal como las proclama Jesús. Ciertamente que la fe es la respuesta a la palabra del mensaje salvífico; pero al propio tiempo es una confianza firme, opuesta al «temblor del corazón»; es decir, una paz y firmeza del corazón, mediante la cual se supera y elimina la turbación. ¡En esta sentencia hay un alineamiento paralelo de la fe en Dios y la fe en Jesús!

Según la concepción veterotestamentaria y judía, la fe es un apoyarse del hombre en el fundamento vital divino, que le confiere vida y existencia; un entregarse sin reservas y confiado en la promesa, bondad y lealtad de Dios. Justamente en este sentido no es posible creer en todo. Más aún no se puede creer absolutamente en nada del mundo, sino sólo en Dios, porque solo él responde al anhelo de una fidelidad incondicional. En Juan el concepto «creer» tiene ya detrás de sí una historia cristiana, y ha experimentado por lo mismo una ampliación importante. Ahora la fe no se dirige tan sólo a Dios, sino también a la persona de Jesús. Para el cristianismo primitivo Jesucristo está tan estrechamente vinculado a Dios que él mismo se ha convertido en el «objeto de la fe». La fe en Dios aparece mediatizada por Jesús; es Jesús quien ha pasado a ser el fiador de la fe. Y, a la inversa, la fe en Dios se ha hecho fundamento de la fe en Jesús, de tal modo que, según Juan, fe en Dios y fe en Jesús constituyen una unidad indestructible. La razón precisa de todo ello se da en los párrafos siguientes.

2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no ya os lo habría dicho, porque voy a preparar un lugar para vosotros. 3 Cuando me haya ido y tenga ya preparado un lugar para vosotros, de nuevo vendré para tomaros conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. 4 A donde yo voy, ya sabéis el camino.»

Este párrafo no es tanto una instrucción sobre las «moradas» del cielo, cuanto sobre el «camino» de Jesús, que es válido, fundamental y normativo, y, justamente por ello, cargado de promesas para los discípulos. Enseña asimismo que la separación entre Jesús y los suyos no será una separación duradera. Juan ha ahondado en la primitiva idea cristiana del seguimiento de Jesús, que arranca del Jesús terrenal, y al propio tiempo la ha convertido en una fórmula cristológica: «EI que quiera servirme que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (/Jn/12/26). Ahora bien, el camino que Jesús recorre es el camino del Hijo del hombre, que a través de mundo, pasando por la cruz y resurrección, conduce hasta el Padre. Justamente ese camino es el que ahora se impone como obligatorio también para los discípulos; pues, pertenecer a Jesús equivale a estar con él, por fe y amor, en una especie de comunidad de destino.

La idea de las «moradas» del cielo34 aparece también en otros textos neotestamentarios: «Las moradas eternas», en Lucas (16,9) y sobre todo en Pablo: «Pues sabemos que si nuestra morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los cielos» (2Cor 5,1). Las representaciones de la «casa» y «morada» responden evidentemente a una elemental necesidad humana, que se puede calificar como una necesidad de protección definitiva, de «patria» y hogar, una necesidad de seguridad y paz en un sentido supremo. Cuando se piensa en la «casa eterna» o en la «patria eterna», se concibe la vida en el mundo como una vida en tierra extraña, o como una peregrinación terrena, como resulta evidente en la palabra de Pablo que distingue entre «la morada terrestre», «nuestra tienda» y «la casa eterna en el cielo». Las imágenes han entrado en el lenguaje de la tradición cristiana, encontrando múltiples resonancias.

Juan emplea esta imagen sin matizarla con mayor detalle. El acento recae en el hecho de que en la casa de Dios, del Padre, hay «muchas moradas». O, formulado de una manera abstracta: en Dios encontrará cada uno su plena posibilidad de amor, la felicidad eterna acomodada a su propia capacidad; nadie tiene, pues, que preocuparse de que no vaya a haber para el ninguna posibilidad, ninguna consumación. Como quiera que sea, allí ya no imperará ninguna «necesidad de vivienda». El giro «si no, os lo habría dicho...» (v. 2b) se relaciona bien con otros pasajes (por ej., 12,26; 17,24). La partida de Jesús -así lo ve Juan- tiene el significado de que él es en cierto modo el aposentador celestial que prepara la vivienda a sus amigos. Con ello, sin embargo, va aneja la idea de que para los hombres no hay otra posibilidad de llegar a Dios si no es por Jesús, que nos lo revela. Su camino es el camino modélico del hombre hasta Dios. En ese contexto ideológico está ahora inserto el giro del retorno de Jesús. Jesús, en efecto, vuelve para recoger a los suyos, a fin de que puedan vivir con él en una comunión eterna. Ese giro imprime a su vez un cuño peculiar a la primitiva esperanza cristiana del retorno 35. La fe, que ya ahora comunica la salvación y asegura al hombre una participación en la vida eterna, tiene también un futuro que queda abierto con el camino de Jesús. Ese futuro es «el cielo» como lugar de Dios. Las designaciones «casa de mi Padre» y «reino de Dios», en el mensaje de Jesús, según lo presentan los sinópticos, no significan exactamente lo mismo, no se recubren sin más ni más. En Juan aparece más bien la primera designación en lugar de la segunda. Para él no ocupa el primer plano la venida del reino de Dios, sino el paso desde el mundo terreno a] ámbito divino del Padre. Ciertamente que el evangelista conserva el giro del retorno de Jesús, pero incorporándola a otra concepción. Es probable que Juan haya pensado la cosa así: en cada caso Jesús viene en la muerte del discípulo para acogerlo en la casa del Padre. La sentencia colectiva «de nuevo vendré para tomaros conmigo» quiere decir que esa promesa cuenta para todos los discípulos.

El objetivo de la consumación se menciona en la última frase del versículo 3: «a fin de que estéis donde yo estoy». De modo parecido se dice en 17,24: «Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado y así contemplar mi gloria, la que me has dado, desde antes de la creación del mundo.» La consumación de la salud consiste en la eterna comunión con Cristo, en estar con Jesús junto a Dios. Esa es la promesa tal como aquí está formulada. El versículo 4 sirve para introducir la palabra nexo «camino» y provocar así la pregunta siguiente.
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34. En el fondo late una concepción mitológica que procede de la apocalíptica judía (Hen 41,2; Henesl 61,2s), pero que también era conocido en el mundo gnóstico (cf. las referencias en BULTMANN, Johannes, p. 464, nota 5). 35. Cf. al respecto SCHLATTER: «Difícilmente seguiremos a Juan, si identificamos la casa del Padre con el cielo. La partida de Jesús, que abre el camino a los discípulos, es ciertamente la ascensión al cielo; pero la introducción de los discípulos en la casa de Dios se realiza con la parusía. No hay que separar la casa del Padre y el reino de Dios. Al nombre de Padre corresponde la fórmula casa del Padre, mientras que al de rey corresponde la fórmula reino de Dios». A. SCHLATTER, Der Evangelist Johannes, Stuttgart (1930), 1948, p. 292. Tal formulación difícilmente refleja el auténtico pensamiento de Juan, pero plantea claramente el problema en cuestión. La escatología del cuarto evangelista con un fundamento cristológico, desarrolla en este pasaje de una manera consecuente y hasta el final la idea de la salvación que ya está presente en Cristo, y ello desde su planteamiento específico.
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5 Dícele Tomás: «Señor, si no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?» 6 Respóndele Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre, sino por mí. 7 Si me hubierais conocido, habríais conocido también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo.»

J/CAMINO/VERDAD/VIDA La pregunta acerca del «camino» hacia la meta prometida da al evangelista ocasión para esclarecer ese punto mediante una afirmación personal de Jesús particularmente solemne. En su pregunta, Tomás (v. 5) incurre nuevamente en una mala interpretación de las palabras de Jesús utilizando la palabra «camino»: «... ¿cómo vamos a saber el camino?» Dicho de otro modo, la cuestión acerca del camino es el tema del que se trata. En el lenguaje del cuarto evangelista, más bien figurado y poético (metáfora y símbolo), es importante escuchar los distintos ecos que se mezclan en sus conceptos fundamentales. La metáfora del «camino» incluye la idea de que el hombre busca una orientación, con lo que la vida toda puede designarse como camino, y justamente como camino de la vida. A esto se suma la cuestión del camino recto, porque se puede ciertamente errar el camino y perderse. Para los hombres piadosos del Antiguo Testamento la instrucción de Dios, la ley, es el camino de la verdadera vida, según el beneplácito divino (cf. Sal 119). También otras religiones preguntan por el camino, por el recto sendero, que conduce a la salvación y redención. Asimismo la expresión por «el camino» probablemente el cristianismo primitivo se designaba a sí mismo en oposición a la piedad legalista 36. «Camino» no ha de entenderse, pues, en sentido traslaticio, sino como algo humanamente obvio. Cuando el hombre pregunta por el camino está preguntando por el sentido y meta de su existencia.

Exactamente así se entiende la respuesta dada por Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre, sino por mí (v. 6).

La fórmula joánica yo soy (fórmula ego eimi) nos la hemos encontrado ya en 13,19; en este pasaje es conveniente adentrarnos un poco más en el problema de la fórmula de revelación cristológica según Juan.

Al lector del cuarto evangelio pronto le sorprende el que en ciertos conceptos, sobre todo en los grandes discursos, aparezca una fórmula con la que el Cristo joánico se expresa en un tono enfático y solemne sobre sí mismo y su importancia. La fórmula generalmente viene introducida con un «yo soy...», siguiendo luego a menudo, aunque no siempre, una afirmación particular, por ejemplo, «el buen pastor». Se distingue por ello, entre «sentencias Yo soy con metáfora» y el «yo soy absoluto». Las fórmulas con metáfora son más frecuentes: Yo soy el pan de vida (6,35.48); el pan vivo (6,51); el pan que ha bajado del cielo (6,41), la luz del mundo (8,12; cf. 9,5); la puerta (para las ovejas) (10,7.9); el buen pastor (10,11.14); la resurrección y la vida (11,25); el camino, y la verdad, y la vida (14,6); la verdadera vid (15,1.5). El empleo absoluto de la fórmula yo soy lo encontramos en 6,20; 8,24.58; 13,19; 18,5.6.8. Ante todo se reconoció que esa fórmula no sirve simplemente a la presentación personal, sino que está en conexión con un tipo de discurso difundido en el lenguaje religioso de la antigüedad, con el que una divinidad se da a conocer a su adorador y expresa su importancia salvadora para él.

En el Antiguo Testamento sobre todo nos hallamos con parecidas afirmaciones de Yahveh, como es el famoso «Yo soy el que soy» (Ex 3,14) y más especialmente en los discursos del segundo Isaías, como en /Is/43/10s: «Vosotros sois mis testigos, dice Yahveh, pues sois mi siervo a quien elegí, para que sepáis y creáis en mí y comprendáis que yo soy. Antes de mí ningún dios existió, y después de mí no lo habrá. Yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay salvador». En el Antiguo Testamento este absoluto «Yo soy...» es la forma suprema de la afirmación y del compromiso divinos, y en este sentido es la fórmula de revelación. Yahveh es el yo absoluto que habla al hombre, que jamás puede convertirse en un «ello» (M. Buber).

Si ahora Juan recoge esa fórmula y la aplica a Jesús, «no puede caber la menor duda de que el aplicársela atribuye a éste una dignidad inaudita para los oídos judíos»; pero ciertamente que no en el sentido de una mera equiparación con Dios mismo, sino más bien en el sentido de que «Jesús es el revelador escatológico de Dios en el que Dios se manifiesta personalmente». La fórmula sirve, pues, para expresar la exigencia suprema de la revelación de Jesús. Mas tal vez esto se concibe aún de una manera demasiado abstracta y externa. También aquí hemos de partir del hecho de que, en el evangelio de Juan, el Cristo glorificado habla como el Jesús terrenal. Y, si desde aquí seguimos preguntando por el Sitz im Leben de semejante revelación del Cristo presente, desembocaremos también aquí en la primitiva liturgia cristiana, y dentro de ese marco en la predicación profética. El profeta y heraldo dominado por el Espíritu se sabe como la voz del Cristo exaltado; por él habla Cristo como por su órgano humano terrestre, y en su estado pneumático formula tales afirmaciones. En el marco de la liturgia esas fórmulas tienen la función de hacer presente a Cristo y hay que entenderlas como la función del relato institucional en la celebración eucarística. Cuando se pronuncian se le asegura a la comunidad la presencia de Cristo en medio de ella.

Además de eso -y así lo prueba su conexión con las distintas metáforas- la fórmula «yo soy» tiene una función explicativa: con ayuda de dichas metáforas ha de articularse la transcendencia soteriológica de Jesús para el hombre.

Las palabras metafóricas tienen tanto en el judaísmo como en el mundo helenístico, un amplio trasfondo simbólico y, en parte, también mítico. Se trata de imágenes que encarnan importantes valores vitales del hombre, contenidos mítico-religiosos, que para la situación cultural de entonces designan lo que los hombres coetáneos entendían por salvación y redención. Son expresión de la salvación y esperanza humanas, lo que se echa de ver en que varios de esos símbolos como «pan de vida» o «luz» y «vida» aparecen -y desde luego, con absoluta independencia- en las más diversas tradiciones míticas; pertenecen en cierto modo al lenguaje religioso de toda la humanidad. En todas partes en que los hombres expresaban con un lenguaje religioso su idea de la salvación y su afán de redención, se sirvieron de tales símbolos y de otros parecidos.

Tal vez se pueda entender el universal anhelo humano de vida «eterna», «verdadera» o «auténtica», como el núcleo común de tales afirmaciones. O, formulado de otro modo, en los símbolos se expresa una última interpretación de la existencia humana, la idea fundamental que el hombre tiene de sí mismo. Ahí se manifiesta el sentido último de la religión, en cuanto que es la pregunta existencial del hombre, tal como se ha planteado en todos los tiempos; el deseo de darse razón de la vida es justamente la cuestión religiosa del hombre. Al tiempo del cuarto evangelista la cuestión se planteó en el helenismo de distintos modos y por grupos diferentes. Una corriente importante de esta índole fue también el movimiento gnóstico. Sotería, «salud», «salvación», «redención», es una de las grandes palabras clave de la época. Si Juan recoge esas imágenes, es porque evidentemente quiere decir que para él Jesucristo representa la respuesta definitiva a la cuestión planteada en los símbolos religiosos; es el cumplimiento del anhelo religioso de la humanidad, tanto por lo que respecta a la esperanza judía de salvación como al anhelo religioso de los gentiles. En Jesús se encarnan los valores e ideales supremos de la vida. En las metáforas aflora una y otra vez como concepto fundamental la idea de vida, de vida eterna. Jesús es el revelador que comunica al hombre la verdadera y eterna vida divina. De ahí deriva una doble relación. Ante todo, la de que Jesús de Nazaret, como personaje humano e histórico, es el revelador de Dios y el portador escatológico de la salvación; ése es el supuesto básico del mensaje soteriológico de Juan, como de todo el cristianismo primitivo. Eso significa, por una parte, que desde ese fundamento se contemplan críticamente todas las demás expectativas de salvación sin que puedan asegurar la salvación que prometen. Por otra parte, sin embargo, aflora una visión positiva de las religiones, que se puede formular poco más o menos así: con sus diversas formas de interpretar la existencia, las religiones son la expresión más profunda y vigorosa del deseo humano de salvación. Ese anhelo de salvación, el afán religioso no es una ilusión, sino una verdad humana existencial, que cada uno puede experimentar en sí mismo. En Jesucristo y en el Dios del amor universal a los hombres, al que Jesús llama Padre suyo, encuentra ese anhelo su consumación insuperable. Lo que se dice explícitamente del Antiguo Testamento, a saber, que ha de entenderse como una promesa de Cristo, cabe decirlo también analógicamente de todas las religiones. En la fe cristiana están sublimadas las religiones en el doble sentido hegeliano de la palabra: en ella se realizan y consuman.

El hombre -y así lo hemos dicho en conexión con el versículo 5- pregunta por el camino, el camino de la vida o el camino de la salvación, y consiguientemente por el sentido y finalidad de su propia existencia. Las religiones intentan, por su parte, dar una respuesta a esa pregunta acerca del camino. Aquí dice Jesús de sí mismo: Yo soy el camino. Lo cual significa de primeras, frente a todos los otros caminos, que Jesús personalmente es el camino salvífico del hombre hacia Dios, al lado del cual para la fe no cuentan para nada ni el camino soteriológico judío de la piedad nomista (la tora) ni el gnóstico de un conocimiento puramente interno de la salvación.

Pero la palabra dice aún más. Y así lo expresa R. Bultmann: «Al designarse Jesús a sí mismo como el camino, queda claro: 1.° que para los discípulos las cosas discurren de distinto modo que para él; Jesús no necesita para sí ningún camino en el sentido que lo precisan los discípulos; más bien es él el camino para ellos; 2.° que camino y meta no pueden separarse en el sentido que lo hace el pensamiento mitológico». En el encuentro con el revelador Jesús está la salvación del hombre. Respecto de Jesús el concepto «camino» abraza toda su historia, es decir, su actividad terrestre, su muerte y resurrección. Y todavía un paso más: su camino desde la preexistencia celeste hasta el mundo y de nuevo su retorno al Padre, su venida desde Dios y su ida a él. El hombre tiene ya un camino hacia Dios, porque en Jesús es Dios quien personalmente ha venido hasta el hombre, abriéndole así el camino. Con la revelación de Dios en Jesús queda resuelto el problema del hombre acerca del camino.

Simultáneamente late ahí también una referencia a la fe: si Jesús en persona es el camino, también la fe en cuanto respuesta humana a la revelación hay que entenderla ya como camino. La fe es asimismo algo vivo y dinámico, un movimiento que se adueña de la vida del hombre y la convierte en una «marcha» permanentemente. Ahí entra ciertamente la vinculación con Jesús, así como el buscarle de continuo. Su persona no resulta jamás superflua para la orientación de la fe, nunca queda superada.

Para nosotros no es tan fácil de comprender que Jesús se designe a sí mismo como la verdad; no, desde luego, porque nosotros hayamos ligado al concepto «verdad» unas representaciones muy distintas. Así, por ejemplo, se entiende como verdad (1) el que uno diga lo que piensa y quiere, la armonía entre pensamiento, propósito y lenguaje, en oposición al engaño o mentira. O bien (2) la concordancia de una idea o afirmación, o bien de una doctrina, con la realidad, en oposición al error. Hoy es frecuente sobre todo (3) entender la verdad como introducción a la práctica recta; y, finalmente (4), se entiende a menudo verdad en el sentido de que una afirmación o teoría responda a las reglas de la razón, de la lógica o de los métodos científicos. La verdad del presente texto no se deja encasillar en ninguna de las concepciones mentadas; buena prueba de que la idea de verdad es aquí distinta de la que emplean el lenguaje cotidiano y la ciencia. No se trata, por consiguiente, de que Jesús haya dicho la verdad, ni de que en él concuerden pensamiento y lenguaje, o incluso lenguaje y obrar, de que jamás haya mentido. Aquí se trata ciertamente de la radical búsqueda humana de la verdad como experiencia de sentido y certeza. En esa dirección fundamental podría apuntar la afirmación joánica.

A tiempo hay que pensar también especialmente en la idea veterotestamentaria de la verdad (heb. emet). El término hebreo emet en sentido teológico expresa la absoluta fidelidad de Dios en su obrar, en su revelación y en sus mandamientos. Verdad significa la credibilidad absoluta de Dios frente al hombre, de tal modo que éste puede confiar incondicionalmente en la palabra de Dios, en su promesa y lealtad. De esa fiabilidad, lealtad y verdad de Dios puede vivir el hombre; ahí adquiere la constancia y firmeza básica para su vida. El hombre, que se confía a la palabra y revelación de Dios y que cuenta con ella totalmente en la práctica, en cuanto que obra la verdad con fe, participará en la verdad de Dios. En esta concepción de la verdad, la visión y el obrar (teoría y práctica), conocimiento y experiencia, están en íntima relación.

Ahora bien, la afirmación central del evangelio de Juan está en que esa verdad de Dios sale al encuentro del hombre en Jesús; con él han venido la gracia y la verdad (1,17). Esa verdad que sale al encuentro, que es objeto de experiencia y que habla, es la que hace al hombre libre: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (/Jn/08/31). En contacto con Jesús y su mensaje el hombre encuentra la verdad y realidad liberadora de Dios; experimenta la verdad en Jesús como salvación y como amor; puede ser de la verdad. Cierto que esa verdad nunca se convierte en posesión disponible. Lo decisivo para la fe es que la verdad liberadora sólo se experimenta en el encuentro con Jesús y su palabra; tiene que ser otorgada al hombre. Pero en Jesús se nos da de hecho y de forma permanente. De ahí que hable al deseo humano de la suprema verdad y sentido de una manera insuperable. Finalmente, por lo que hace al concepto de vida, es difícil agotar el contenido transcendental de esa palabra en el marco de la teología joánica43. En conexión con el pensamiento veterotestamentario y judío la vida (o la vida eterna) se convierte en palabra clave para la salvación; es decir, para todo aquello que la revelación tiene que ofrecer al hombre. Si en la tradición sinóptica esa palabra clave para la salvación es el concepto «reino de Dios», en Juan lo es la palabra «vida».

Para una comprensión adecuada de la importancia que tiene esa palabra podemos recurrir al concepto moderno «calidad de vida». Según ese concepto, lo que le interesa al hombre no es simplemente un mínimo existencial, como es el disponer de alimento, vestido y vivienda, sino que para una vida humana plena hay otras cosas, como la participación en un cierto nivel de vida o en los bienes de la cultura. La fe dice que ni siquiera eso basta, sino que la vida humana sólo alcanza su plena consumación en la comunión con Dios. Podemos calificar esa concepción como una calidad de vida escatológica. Justamente eso es lo que preocupa al cuarto evangelista: la lejanía de Dios, como ausencia de sentido, de felicidad y alegría es lo que constituye el problema más grave y la auténtica enajenación de nuestra vida; mientras que la vida verdadera, como podría ofrecerla la revelación, consiste en que por Jesús se nos brinda la comunión divina. Jesús, el Hijo del hombre, es el donador de vida escatológica. Por él ha sido dada aquella posibilidad de vida, que supera toda otra calidad.

En Juan se suma como elemento decisivo el que esa vida eterna no se entienda sólo como algo futuro que sólo se nos otorgará en el futuro lejano o después de la muerte, sino que la fe es el comienzo de esa vida eterna. Con la fe el hombre alcanza ya, aquí y ahora, una nueva calidad de vida escatológica. La fe es el paso decisivo «de la muerte a la vida», porque es la participación del hombre en la comunión divina que se le ha abierto por Jesús (cf. al respecto 1Jn 1,1-4).

Camino y verdad y vida forman una unidad íntima y designa para nosotros los distintos aspectos de la revelación presente en Jesús. Todo ello lo encuentra la fe en Jesús mismo. Juan ha expresado la trascendencia de Jesús con conceptos nuevos y un nuevo modo, en cuanto que la interpreta como la respuesta de Dios al problema fundamental del hombre. Lo que nosotros llamamos problema no es en definitiva más que la cuestión del camino recto, de la verdad con una validez permanente para nosotros, de la vida cuya calidad ya no depende simplemente de los bienes disponibles, sino que nosotros podemos aceptar como incuestionablemente buena y cargada de promesas, porque en toda su plenitud supera incluso la frontera de la muerte y es la vida eterna en el sentido genuino. Todo esto puede encontrarlo el hombre en su encuentro con Jesús de Nazaret, que le abre la plena comunión divina. La sentencia: «Nadie llega al Padre, sino por mí» (v. 6b), se comprende sobre ese trasfondo. Expresa que las relaciones del hombre con Dios se fundan en Jesús; no hay más camino hacia Dios que el que pasa por el hombre Jesús.

Asimismo -como lo manifiesta el versículo 7- conocimiento de Jesús y conocimiento de Dios coinciden. Eso es justamente lo que significa «conocer a Jesús»: que por él y en él se conoce a Dios, al Padre. Mientras se pregunta y juzga a Jesús según su función humana o social, todavía no se le conoce adecuadamente; pero es que, además, tampoco se ha comprendido la cuestión soteriológica ni el problema del hombre en su última trascendencia. No porque tales funciones sean accesorias o indiferentes, sino porque todavía no constituyen lo último. Los conceptos de lo humano y de lo social experimentan por el conocimiento de Dios en Jesús una última profundización, que les presta sobre todo su vasta importancia.

Esta última dimensión de sentido nos ha sido dada ya «desde ahora», es decir, desde la aparición de Jesús en el mundo y en él se puede encontrar. El giro «ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo (a Dios)», alude una vez más a la validez definitiva de la revelación de Jesús. Con la venida de Jesús tiene lugar de una vez para siempre la revelación de Dios en la historia, de tal modo que siempre se puede encontrar al Padre, preferentemente en la palabra de Jesús. Lo que Jesús ha traído es, sin duda, pasado en el puro sentido histórico; pero en el sentido auténtico es un presente siempre nuevo, en cuanto que los hombres se dejan hablar por su palabra y condicionar por ella su vida mediante la fe. De cara al problema de Dios también ahí queda abierto el futuro. Mientras la palabra de Jesús continúe viva en la historia humana, mientras toque a los hombres y encuentre fe, tampoco el problema de Dios, cualquiera que sea la forma en que se plantee, puede quedar sin respuesta, aunque a menudo se considera de forma tan distinta.
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36.Cf. Act. 9,2; 16,17; 18,25.26; 19,9.23; 22,3; 24,14.22.
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8 Dícele Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.» 9 Jesús le contesta: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿Y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que yo os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que mora en mí es quien realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras mismas.»

La sección precedente había explicado que por Jesús se llega al Padre y que por Jesús se conoce a Dios. Con ello enlaza la súplica de Felipe, el cual formula su pregunta movido por la necesidad de que le aclaren un equívoco típicamente joánico; articula en cierto modo el creciente deseo del verdadero y definitivo conocimiento de Dios, de la contemplación de Dios, y desde luego como un problema que se plantea sin violencia en el contexto del discurso joánico de Jesús. También aquí ambigüedad despierta una reflexión en el creyente que le conduce al núcleo central de este discurso de revelación. Felipe, ante esta ambigüedad representa en cierto modo al hombre que todavía no ha captado por completo de qué se trata, al hombre piadoso, que tal vez entiende a Jesús como maestro de un nuevo conocimiento religioso, pero que es de opinión de que podría mantener ese conocimiento como un contenido doctrinal objetivo, como una especie de dogma acerca de Dios, y, en conexión con ello, renunciar al Maestro.

Objetivamente la súplica formula el deseo de una contemplación de Dios. En ese deseo de contemplar directamente la divinidad en toda su plenitud, se condensa la quintaesencia de todo anhelo religioso, el anhelo de que en el encuentro con Dios se nos abra el sentido del universo. Pese a toda la diversidad de sus respuestas, las religiones son las formas expresivas de un sentido último definitivo y que ya no puede superarse. También la Biblia conoce ese deseo del hombre de contemplar a Dios, pero alude una y otra vez a sus limitaciones. A Moisés, que dirige a Yahveh la súplica «Déjame contemplar tu gloria», se le da la respuesta: «No puedes contemplar mi rostro, pues ningún hombre que me ve puede seguir viviendo.» Lo más que puede otorgársele es que pueda contemplar «las espaldas» de la gloria divina, pero nada más (cf. Ex 34,18-23). También el evangelio de Juan mantiene esta concepción de que ningún hombre ha visto a Dios ni puede verle (1,18; 6,46; d. lJn 4,12). Ese principio de la invisibilidad de Dios por el hombre constituye precisamente un supuesto básico de la teología joánica de la revelación. Ciertamente que al hablar de Dios se tiene a menudo la impresión de que ese principio básico ha quedado en el olvido, pues de otro modo nos encontraríamos hombres con mayor inteligencia que no se contentan con la fe en Dios.

Según la concepción bíblica Dios se muestra sobre todo al «oyente de la palabra». La respuesta de Jesús se mantiene exactamente en ese cuadro. El reproche «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me has conocido, Felipe?», remite al lector una vez más al trato con el Jesús histórico. Conocer a Jesús equivale justamente a reconocerle como el revelador de Dios. Sobre Jesús se pueden decir muchas cosas. Cuando no se ha encontrado ese punto decisivo, es que aún no se ha dado con el lugar justo para hablar de Jesús, por seguir moviéndose siempre en preliminares y cuestiones acusatorias. Todo trato con Jesús, el teológico y el piadoso, así como el trato mundano con él, debe siempre plantearse esta cuestión.

Ahora el lado positivo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». En el encuentro con Jesús encuentra su objetivo la búsqueda de Dios. Pues ése es el sentido de la fe en Jesús: que en él se halla el misterio de lo que llamamos Dios. Por lo demás, el «ver a Jesús», de que aquí se trata, no es una visión física, sino la visión creyente. La fe tiene su propia manera de ver, en que siempre debe ejercitarse de nuevo. Pero lo que en definitiva llega a ver la fe en Jesús es la presencia de Dios en este revelador. Y es evidente que, así las cosas, huelga la súplica de «¡Muéstranos al Padre!»

Se da ahora la razón de por qué la fe en Jesús puede ver al Padre: «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?» Hallamos aquí una forma de lenguaje típica de Juan (fórmula de inmanencia recíproca), para indicar que Jesús está «en el Padre» y que el Padre está «en Jesús». En esa fórmula, que no debe interpretarse mal como una concepción espacial, se manifiesta la íntima relación y comunión entre Dios y Jesús. Que Jesús «está en el Padre» quiere decir que está condicionado en su existencia y en su obrar por Dios, a quien él entiende como su Padre; y, a la inversa, que Dios se revela a través de la obra Jesús, hasta el punto de que «en Jesús» se hace presente. Se comprende que la verdad de esta afirmación sólo se manifiesta en la fe, y no en una especulación sobre Dios que pueda separarse de la fe. Y que la fe pone al hombre en una relación viva con Jesús y, justamente por ello, en una relación viva con Dios, asegurando una participación en la comunión divina. La fórmula de inmanencia no es una afirmación teológico-especulativa sobre el ser de Jesús y la relación inmanente del Padre y del Hijo, sino descripción de un ser para el otro, de una relación de un encuentro, que como expresión de revelación descubre el «espacio abierto», al que la fe logra acceso. Se comprende mejor esa fórmula, cuando se entiende como descripción de una relación de amor. Eso es lo que vuelve a subrayarse mediante las sentencias siguientes: Jesús obra y habla única y exclusivamente desde su comunión con Dios, desde su dependencia del Padre, que en el fondo es su inaudita libertad. Más aún, en él habla y obra Dios mismo (v. 10b.11). En las obras de Jesús -y en el concepto «obras» las palabras y las señales forman una unidad- se manifiestan las obras de Dios. La fe es la experiencia vívida de todo ello.

También aquí conviene recordar que el evangelio de Juan es una meditación teológica sobre Jesús, la explicación de la figura de Jesús para la fe, no una especulación teológica. Las distintas afirmaciones que conocemos se refieren por completo al hombre histórico Jesús de Nazaret. Sin duda que interpretan a Jesús en determinado aspecto, cuando le entienden como el revelador de Dios, como el «lugar» en que el hombre se encuentra con Dios y en el que puede encontrar gracias a la fe el sentido de su existencia. De modo distinto vienen a decir lo mismo los evangelios sinópticos, así como Pablo y todo el Nuevo Testamento. Pero es necesario que esa única y misma cosa se diga de manera diferente, en un lenguaje siempre distinto y con otros conceptos.

La pluralidad de voces de los testimonios neotestamentarios, sin duda, llama nuestra atención sobre el hecho de que al lenguaje humano, incluso al de la revelación, sólo le es posible una forma de aproximación para describir el misterio de Jesús. Todo lenguaje teológico tiene ese carácter de afirmación aproximativa, sin que nunca llegue a ser la expresión totalmente adecuada al contenido. Nos pone sobre la pista, abre caminos, muestra aspectos, sin que jamás logre captarlo todo. Además, Jesús aparece aquí como el cumplidor del anhelo religioso de la humanidad. Lo que las religiones barruntan e intentan exponer encuentra en Jesús de Nazaret su núcleo inconsciente. Pues, él es «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (1,9). El revelador escatológico de Dios es el revelador y salvador de todos.


Meditación

Jn/14/01-11 La sección que comentamos nos permite conocer, a través de sus distintas afirmaciones y temas, algo de la amplitud del pensamiento teológico del evangelio de Juan. Continuamente se expresan unos contactos fundamentales de la fe.

Sobre el v. 1: La fe es siempre una «fe humana», y por tanto nunca es independiente de la situación histórica, personal y social en que nos hallamos cada vez, y justamente por ello es también siempre una «fe combatida». Puede constituir una ayuda para nuestra inteligencia de la fe el que sepamos por Juan que esto realmente siempre fue así; más aún, que el ataque por parte de todo el complejo del mundo -es decir por la oposición de la incredulidad y de la polifacética experiencia de absurdo, desesperanza, frustración y resignación- pertenece a la situación de la fe en el mundo y en la historia. A través de esa visión se relativiza también el lenguaje de una peculiar crisis de fe, en el que supuestamente estamos. Cabe suponer más bien que esa idea de la fe no combatida sea falsa, o al menos problemática, pues según ella no debería haber ataques ni dudas contra la fe, ni crisis de ningún tipo. La fe que se centra en Jesús nada tiene que ver con un mundo noble y sano en el que no puede haber conflictos.

Para la fe, que en medio de la crisis mantiene una actitud de confianza y una base inconmovible -eso es lo que puede y debe hacer ciertamente- no se le ofrece en definitiva otra base que la palabra, el mensaje de Jesús. Esa fe no encuentra su sentido en una tranquilidad externa, ni siquiera en la «corrección y el orden», que hoy gustosamente se imponen contra la confusión, ni tampoco en una esperanza vaga de que las cosas vuelvan a ir mejor. Su sentido lo encuentra única y exclusivamente en sí misma y en su «objeto», en Jesús y en Dios. De hecho ese sentido no se lo puede dar el mundo, ni tampoco quitárselo. A la fe le incumbe siempre un problema de sentido, no la cuestión del éxito externo o del progreso. Pero si se dejase arrastrar hasta ahí, volvería a estar en posición de poder alcanzar una nueva certeza. Ese sentido no es posible demostrárselo a nadie; lo que sí se puede es vivir del mismo y testificarlo vitalmente, y eso es lo que importa en definitiva.

Sobre los v. 2-4: Con ello quedaría también aclarado el problema del «más allá». Juan responde de forma breve y rotunda a esta cuestión, inquietante para muchos hombres: quien se orienta según Jesús y en él ha encontrado la salvación, no tiene ya en definitiva por qué seguir cavilando acerca del «más allá», acerca de las «moradas» del cielo. A las preguntas de ¿qué ocurre después de la muerte?, ¿concluye todo con la muerte?, Juan da la respuesta siguiente: la realidad del Dios del amor es mayor. Quien durante esta vida confía en Dios, puede y debe mantener esa confianza. No caerá en el vacío. Dios es el amor que abraza a todos los hombres, todos los tiempos y la historia toda; y, por ende, también nuestra pequeña vida que alcanza su verdadero significado sobre el trasfondo de ese amor. Todos los caminos del hombre acaban por desembocar ahí. Con esa idea se puede vivir y morir. Tal vez sea importante decir que ¡con eso solo se puede vivir! No es necesaria ninguna otra respuesta ni se necesita tampoco ninguna «geografía del más allá».

Sobre los v. 5-7: La autoafirmación personal: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos ha llevado hasta el centro de la teología joánica de la revelación. Según ella, Jesús es la respuesta al anhelo religioso de la humanidad. Con esas afirmaciones Juan nos proporciona una interpretación positiva de las religiones de la humanidad, así como del fenómeno religioso en su conjunto. Sólo una respuesta cristológica, que enlaza con éstas y otras afirmaciones similares del Nuevo Testamento, podría hacer realmente justicia al problema de las religiones. Nos enseña a tomar las religiones muy en serio y a rastrear el anhelo que en ellas se pone de manifiesto, el deseo de la vida verdadera, del sentido que todo lo llena. También ellas son auténticos caminos de salvación, sobre los que brilla la luz de la revelación, aunque a nosotros se nos oculte.

Como tales no pueden ser destruidas brutalmente, según ha ocurrido muchas veces. También podría ser equivocado pretender imponerles, de modo autoritario, un reglamento de la Iglesia latina, como sería, por ejemplo el derecho canónico romano con todas sus sanciones. El cristianismo latino, y sobre todo el latino romano, está hoy sin duda abocado por lo que se refiere a este punto a una reflexión crítica sobre sí mismo y a una revisión de actitudes. Esa revisión afecta muy especialmente a las propias pretensiones absolutistas. Con una comprensión de sí mismo demasiado ingenua se ha llegado a una determinada acuñación de lo cristiano que no se comprende en absoluto sin sus bases sociales e históricas, haciéndola pasar por lo simplemente cristiano, encasquetando a los «pobres paganos» no sólo formas legítimas, sino también otras que son discutibles. Mas es preciso diferenciar netamente esta falsa absolutización del cristianismo latino y el testimonio de Jesús acerca de Dios con su amor absoluto a los hombres.

Hay algo cierto en la antigua concepción a menudo condenada, de que las religiones de la humanidad son diferentes caminos hacia la misma meta. No necesitamos entrar aquí en el análisis de si han alcanzado esa meta en el único amor divino que abraza a toda la humanidad, en aquella vida divina que encarna Jesús como el revelador. De ahí se deriva al menos esta consecuencia: los métodos de conversión, que pretenden facilitar y hasta conseguir esa meta de un modo violento, desamorado y falto de comprensión, son ciertamente falsos. No se trata, sin embargo, de una tolerancia superficial, en la que no se tomase en serio el problema religioso de la verdad. Por el contrario, se trata de una tolerancia que responda al Dios del amor según el testimonio neotestamentario. Esa fe no debe confirmarse permanentemente, no debe pensar de un modo triunfalista, por ejemplo mediante grandes cifras de éxitos. Puede aguardar, esperar y colaborar a la salvación de la humanidad entera mediante un amor operativo, como el que se manifiesta también en el compromiso social a favor del tercer mundo.

Sobre los v. 8-11: El Dios de Jesús, el Dios de la salvación, no está todavía en modo alguno acabado para la fe. Todavía no se ha terminado con él. Mientras la palabra de Jesús llegue a los oyentes y encuentre reconocimiento, habrá también esperanza de que ese Dios nos salga al encuentro y de que nos llegue su voz, de modo que nuestro corazón se vuelva a él. Por lo demás, la cuestión de si en Jesús podemos encontrar al Padre y «verle», no se puede tratar ya con la seguridad dogmática con que se trató en épocas precedentes. El Dios viviente, del que ningún ministerio eclesiástico ni teología alguna puede apropiarse, no tiene obligación de hablar, puede también callar, puede ocultarse, como puede asimismo volver a revelarse y a proclamar su palabra.

Se trata aquí de una interpretación crítica para las iglesias, para los creyentes. Hoy la Biblia ya no es para nosotros, sobre todo en sus afirmaciones acerca de Dios un manual de soluciones y recetas infalibles, que sólo es necesario recitar, sino que es más bien una invitación a la reflexión critica. Las sentencias joánicas sobre la presencia de Dios en la figura de Jesús son justamente las que suscitan numerosísimas preguntas, y no podemos actuar en modo alguno, cual si ya hubiéramos resuelto, aunque sólo fuera de un modo aproximado, las sentencias aquí expuestas. No estamos en esa situación y debemos confesar nuestra propia insuficiencia.

Así, nuestro lugar propio en estos textos es más bien el de quienes preguntan: ¿Cómo podemos nosotros saber el camino? ¡Muéstranos al Padre y eso nos basta! También nuestras preguntas son suscitadas por numerosas ambigüedades. ¿Quién lo negaría? Si reconocemos, pues, nuestra perplejidad, es decir, que en este campo del problema de Dios a menudo no sabemos mucho más que nuestros coetáneos a los que gustamos juzgar como una «generación incrédula», tal vez los textos joánicos pueden volver a decirnos algo. Quizá nos pongan sobre las huellas del Dios oculto, por cuanto que nos señalan el camino de la fe.

PRIMER DISCURSO DE DESPEDIDA (CONCLUSIÓN)

4. PROMESA DE «OBRAS MAYORES». CERTEZA DE QUE LA ORACIÓN SERÁ ESCUCHADA (Jn/14/12-14).

12 «De verdad os aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores las hará, porque yo voy al Padre. 13 y lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. 14 Si me pedís algo en mi nombre yo lo haré.»

La pequeña unidad textual (v. 12-14) se divide en dos puntos: v. 12 que contiene una promesa para los creyentes, Y v. 13-14 con una afirmación sobre la oración en nombre de Jesús, a la que se promete la seguridad de que será escuchada. También se puede establecer una relación interna entre ambas afirmaciones, cuando se pregunta por la conexión entre fe y plegaria.

El versículo 12 empieza con la fórmula solemne de aseveración: «De verdad...», (amen, amen), que encontramos en Juan una y otra vez, y que confiere un énfasis particular a la afirmación siguiente. Ésta tiene aquí la forma de una promesa para el futuro; se piensa en la situación de la comunidad de los discípulos después de la partida de Jesús. Recordemos una vez más la situación de actualidad en que habla el evangelista, dirigiéndose ante todo a la comunidad joánica, con lo que la promesa adquiere un doble carácter notable. Aparece así, por una parte, como una profecía formulada con posterioridad (vaticinium ex eventu), y, por otra, como una afirmación sobre la importancia de la comunidad postpascual, en cuanto que vive de la fe. En este aspecto y en conexión con la palabra inmediata sobre la oración, el texto presenta una cierta similitud con la palabra sinóptica sobre «la fe que traslada montañas» (Mc 11,23-24; Mt. 21,21-23), donde hay asimismo una afirmación sobre la eficacia de la fe vinculada con una promesa acerca de la oración. La posibilidad de que en los versículos 12-14 nos hallemos con la interpretación joánica de la sentencia de Mc no hay, pues, que excluirla.

La promesa dice que quien cree en Jesús realizará las mismas obras que Jesús hizo; más aún, llegará a realizar obras mayores que él.

En el lenguaje joánico se sobreponen los conceptos «la obra» (en singular) y «las obras» (plural), aunque puede decirse en líneas generales que el singular carga el acento preferentemente sobre el conjunto de la obra soteriológica de Jesús, mientras que el plural puede incluir también los milagros, que según Juan tienen el carácter de señales salvíficas y de revelación; por lo cual siempre hay que verlos en su relación con la única obra soteriológica. Desde ese lado el plural puede señalar a veces toda la obra salvadora de Jesús. A esto se suma la mutua coordinación de «obras» y «palabras», de tal modo que las «obras» comprenden o conllevan muy frecuentemente las «palabras». Estas connotaciones peculiares del lenguaje hay que tenerlas en cuenta precisamente para el versículo 12. Entre las «obras de Jesús» no sólo entran sus señales, sino también, y sobre todo, sus palabras, es decir toda su obra, el conjunto de su actividad reveladora... Esas obras de Jesús las realizará, pues, también el verdadero creyente y cristiano. Con ello no puede... pensarse en una simple repetición de cada una de las obras de Jesús en palabras y hechos, sino más bien en la prolongación y consumación de la actividad reveladora de Jesús en palabras y obras dentro de la Iglesia postpascual de discípulos y por ella.

La razón «porque me voy al Padre» subraya la situación en que se encuentra la comunidad de discípulos, que debe continuar la obra de Jesús en su ausencia. Con ello se da también el motivo que sustenta la promesa: es Cristo glorificado, que está junto al Padre, quien obra a través de la comunidad. De ahí que las «obras» realizadas por los creyentes no sean en modo alguno aportaciones y proezas de señales, sino que es la acción de Jesús que se prolonga en la comunidad. Así como Jesús no realizó sobre la tierra más que la obra de Dios, su Padre, así los discípulos creyentes cumplan simplemente la obra de Jesús. Es la fe, como «fundamento de las obras» la que las hace posibles, de ta] modo que en sentido estricto se trata de una promesa sobre la operatividad de la fe. Entre los expositores se discute lo que ha de entenderse exactamente por «obras mayores» 48. No puede excluirse de las mismas la misión postpascual: mientras la actividad de Jesús estaba limitada por el tiempo y el espacio, la Iglesia de después de pascua se extiende y dilata tanto geográficamente como por el número de sus miembros más allá del marco originario judeo-palestino. De modo parecido se dice en 4,36-38: «Ya el segador recibe su salario y recoge el fruto para vida eterna, de suerte que lo mismo se alegren el que siembra y el que siega. Porque en esto se cumple el proverbio: uno es el que siembra y otro es el que siega. Yo os envié a cosechar lo que vosotros no habéis trabajado; otros realizaron su trabajo, y de él os habéis aprovechado vosotros.» De conformidad con ello la palabra ilumina las relaciones entre la obra del Jesús histórico y la que es propia de la comunidad postpascual, así como la maravillosa experiencia de la Iglesia primitiva de que la acción propia de Jesús sólo empezó con su partida de este mundo. Entre la obra de Jesús y la obra de la comunidad existe, según Juan, un paralelismo o correspondencia; volveremos a encontrarnos frecuentemente con esta concepción. Afirma que entre la actividad de Jesús y la comunitaria no existe ninguna diferencia esencial y de principio. La acción de la comunidad, incluida su experiencia en contacto con el mundo, no tiene una estructura distinta de la acción de Jesús. Continúa ligada al modelo de su maestro.

Y otro punto de vista más: la acción de Jesús y su determinación, tal como viene dada definitivamente con su ida al Padre, no sólo es un final, sino justamente la condición de un nuevo comienzo. La acción de Jesús fundamenta su prolongación en la comunidad y por ella fundamenta por lo mismo el futuro comunitario. En su esfuerzo por la causa de Jesús la comunidad cuenta con la promesa de un futuro mayor. También habrá que decir que en el futuro la importancia de la obra de Jesús adquirirá siempre un nuevo relieve; será necesario justamente el futuro, incluso en el sentido de la subsiguiente historia de la Iglesia, a fin de que la obra de Jesús alcance toda su trascendencia.

En los discursos de despedida se habla repetidas veces (15,7; 16,23) de la oración, y muy en especial de la «oración en nombre de Jesús» (v. 13-14); señal de que el cuarto evangelista ha concedido a este tema una importancia peculiar. La fórmula «en mi nombre», «en nombre de Jesús» tiene en primer término el sentido de «bajo la invocación de Jesús». Es evidente que, con ello, se piensa en la peculiar función mediadora de Jesús en el cielo; concepción que era habitual en la Iglesia primitiva (cf. Rom 8,34; lJn 2,1-2). Según ella, Jesús intercede junto a Dios en favor de los creyentes. La fórmula de plegaria litúrgica «por Cristo, Señor nuestro» (per Christum Dominum nostrum) es la consecuencia directa de la oración «en nombre de Jesús»; viene a decir, perfectamente en la línea del evangelio de Juan que con la relación divina queda también impregnada cristológicamente toda la liturgia cristiana, el culto (cf. asimismo la constitución litúrgica del Concilio Vaticano II).

Sorprende que en nuestro texto el propio Jesús aparezca como el destinatario de la oración en nombre de Jesús, en lugar de Dios. Él mismo hará aquello que se pide, es decir, cumplirá la petición. El carácter teocéntrico aparece con toda su importancia en el versículo 13b, cuando se dice que, en definitiva, lo que está en juego una vez más es la glorificación del Padre por el Hijo. No hay, pues, ninguna contradicción objetiva cuando Jesús aparece aquí como el cumplidor de la plegaria, mientras que en otros pasajes es el Padre en persona quien escucha la oración. El versículo 14 repite y generaliza la afirmación una vez más: sea cual sea la petición de los discípulos, su oración siempre hallará acogida.

La oración, como aparece en todas las relaciones, es la manifestación viva de la religiosidad. Pertenece, sin duda, a la esencia del hombre religioso el que ore, aun cuando la forma y contenido de la oración -como no podía por menos de ser así- respondan en cada caso al espíritu y grado de desarrollo de la respectiva religión. Los salmos del Antiguo Testamento despliegan en su amplitud y abundancia todo el mundo de fe del Israel antiguo, y de modo singular también la oración cristiana en su forma pura es expresión de la actitud creyente de los cristianos. «Orar es únicamente obra de fe... ¿Qué es la fe sino una simple plegaria? Con ella, la fe se provee sin cesar de gracias divinas. Pero si se provee de ellas, es que las desea de todo corazón. Y el deseo es en realidad la verdadera plegaria», hay que decir con Martín Lutero. Es importante lo que aquí subraya justamente Lutero: la conexión intrínseca entre fe y oración (cf. también Mc 11,23-24). Ahí podemos descubrir el punto decisivo de la interpretación neotestamentaria y cristiana de la oración. Todo lo demás o está en conexión directa con ello o pertenece más bien a las manifestaciones marginales, que también se dan naturalmente en la tradición cristiana de la Iglesia. La fe sabe de su radical vinculación con Dios, de la orientación total del hombre a Dios. No es una postura particular, como podría dar la impresión de acuerdo con una práctica religiosa, y para la cual la religión es un campo separado especial junto a otras parcelas, al que en ciertas ocasiones se rinde el tributo debido. Creer afecta siempre a todo el hombre, de conformidad con su dinamismo se trata de la totalidad de la vida humana.

En la oración auténtica se expresa la fe, en ella hablan la acción de gracias, la alegría, aunque también la tribulación, la necesidad y la pobreza de la fe. Cuando la oración está sostenida por la actitud creyente y está incorporada a ella ya no es ninguna magia ni el intento de una influencia mágica sobre Dios. No está en contradicción con ello la promesa del cumplimiento ni la invitación a pedir todas y cada una de las cosas. El que la fe ose pedir todo lo posible no es sino la expresión de que la fe se extiende e influye en los asuntos y negocios de la vida cotidiana. Con ello se afirma simultáneamente que el recto orar no se hace sin reflexión. Desde luego que no consiste sólo en pensamiento y reflexión; contiene también el deseo apremiante y asimismo la buena disposición para obrar. Pero lo decisivo sigue siendo su inserción en la fe y, por ende, también su conexión con la idea de Jesús acerca de Dios, que está marcada por el amor.
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48. Según BULTMANN el «mayores» se refiere a la predicación postpascual de la comunidad, que puede califi- carse así porque la acción de Jesús estaba limitada por el tiempo e incompleta, sin haber colmado todavía todo su sentido. Se trata, sin embargo, de la palabra revelada «en su constante novedad y en su presencialidad respectiva», no de una complementación o superación cuantitativa.
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Meditación

En el versículo 12 se trata, como hemos visto, de la promesa hecha por Jesús a la fe, se trata del futuro de la fe. En ese futuro, que abraza a la vez el futuro de la comunidad de los discípulos, continúa la causa de Jesús; ello debe mostrarse en «obras mayores». La mirada retrospectiva a la historia del cristianismo primitivo -la cual nos enseña que el Jesús histórico fracasó, pero que después del viernes santo y de pascua empezó realmente y se puso en marcha su acción- nos debería hacer sin duda más reflexivos y precavidos. Los primeros cristianos vieron justamente la acción de Dios y de su Espíritu en el hecho de que se llegase a creer en Jesucristo glorificado.

También desde ahí puede proyectarse alguna luz sobre la cuestión, hoy tan candente, del futuro del cristianismo. Al lado de la difundida consideración histórica y sociológica. Habrá que poner de relieve sobre todo el lado teológico. Un sociólogo piensa a propósito de este problema: «No sabemos cuál será el futuro de la religión en nuestra sociedad. Si pretendemos, pues, fundamentar nuestra actuación sobre una supuesta ciencia acerca del mismo, estaremos edificando sobre arena... Si creemos tener en las manos un jirón al menos de verdad religiosa, pienso que deberíamos confesar esa verdad, aunque las oportunidades sociales de éxito se nos antojen desfavorables. Y si creemos saber los imperativos que se derivan de nuestro compromiso religioso tanto de cara a la actuación social como en el campo político o en cualquier otro, me atrevería a proponer que sigamos tales imperativos, aunque no veamos claramente las consecuencias resultantes para la religión o la Iglesia». Estas palabras remiten el problema -y ciertamente que con razón- a la fe y a la teología.

La Iglesia primitiva vio en Jesús y en su mensaje el acontecimiento escatológico de salvación; justamente lo que Juan designa con el concepto «obras». Ahí entra asimismo la convicción de que ese acontecimiento contiene de una manera radical su propio futuro; va siempre muy por delante del futuro entendido en sentido mundano, de tal modo que, junto a la fórmula «la causa de Jesús continúa» -que propiamente sólo consigna un simple acontecer con resonancias casi fatalistas-, debe aparecer esta otra fórmula: «La causa de Jesús» no está lograda por completo, todavía no se ha impuesto, aún no se ha cumplido. Se habría propiamente cumplido y consumado desde el momento en que sus grandiosas promesas del reino de Dios, de la justicia auténtica y del amor, de la verdadera humanidad y de la paz definitiva entre los pueblos ya se hubieran realizado. Todas las realizaciones del cristianismo logradas a lo largo de la historia no pasan de ser fragmentarias y a menudo incluso muy problemáticas. Esto vale también para la Iglesia. La promesa de Dios está aún lejos de realizarse; no estamos más que en camino hacia ella. El retorno de Jesús está todavía por llegar en cada época. En el aspecto de promesa, la cuestión del futuro del cristianismo es una cuestión problemática, más bien una cuestión de poca fe. Se trueca sobre todo en el problema de si estamos preparados para plantearnos el gran futuro que late en el mensaje de Jesús y afrontarlo audazmente. Las «obras mayores» aparecen así en cierto modo como una promesa pedagógica, al igual que el adulto se hace pequeño y reduce frente al niño, a fin de que cobre ánimo para moverse. La «causa de Jesús» apunta a ese futuro mayor, porque el horizonte escatológico es el más vasto que pueda darse. Por lo que hace a la oración, hemos alcanzado ya un plano más alto al no preguntarnos si tiene algún sentido orar. ¿Es la oración una forma de afirmarse a sí mismo o (de un modo menos optimista) una forma piadosa de engañarse? En ella ¿habla uno a una pared vacía o a sí mismo? ¿no es el orar renunciar de antemano a la acción, un consuelo de gente débil que no sabe cómo actuar? Estas y otras objeciones parecidas pueden formularse. Por importantes que puedan ser en su lugar estas objeciones, en definitiva sólo podrán rebatirse, si se entiende la oración desde su raíz cristiana, y esa raíz es la fe. La fe tiene que expresarse y se expresa siempre verbalmente, y la oración es una de sus formas de expresión más importantes: «Yo creo, y por eso hablo» (Sal 116,10; cf. 2Cor 4,13). Por consiguiente, las dificultades en la oración hay que considerarlas sin duda como el indicio de una conducta desviada de la fe. Hay que considerar ciertamente que tal perturbación se da también allí donde se reza de modo habitual, pero donde la oración se ha convertido en una carrerilla ritual, donde falta una relación auténtica con lo que se dice, donde se piensa poder regular sólo con prescripciones la oración incluso en la liturgia, y de este modo se niega a la espontaneidad del lenguaje creyente cualquier posibilidad de manifestarse, donde al orar no se cambia nada. Ahora bien, orar es esencialmente una manifestación vital de la fe, por lo que no puede realizarse de espaldas a Dios, al hombre y al mundo; siempre es el comienzo de una inserción abierta y amplia de los campos de la vida.

Desde este punto de vista habría que obtener también criterios para el orar recto y el falso. Así habría que pensar hoy, cuando ya no se puede orar, porque ello equivaldría a una renuncia a Ia propia responsabilidad, a una cómoda huida de las obligaciones a las que hemos de hacer frente. Tampoco se nos permite hoy en la oración una visión simple, crítica y carente de ilustración. Cuando se trata, por ejemplo, de las crisis y catástrofes provocadas por los hombres y que los hombres han de superar, el recto orar no puede consistir más que en reconocer nuestra propia responsabilidad y culpa, y en ser capaces de cambiar de pensamiento y de conducta. Hay, pues, una práctica oracional que deberíamos calificar como menor de edad, porque ya no responde al estadio actual de nuestra conciencia del mundo. Desde ahí se entiende, en cierto modo, la idea de que la oración es algo infantil. Hay que procurar, por el contrario, una forma de oración o de meditación creyente madura, adulta y responsable, una forma de reflexión delante de Dios, que al mismo tiempo realiza la vinculación con los hombres y con el mundo. Aquí se trata fundamentalmente de la fe, que justo necesitamos para nuestra actuación social y política. La palabra «en nombre de Jesús» debería señalar el camino a esa oración: «Cuando yo actúo, cuando poetizo, da tú orientación a mi camino» (Goethe). En este caso designa la conformidad suprema del hombre orante con la causa de Jesús, que debe imponerse en el mundo y apunta así a las «obras mayores» que se atribuyen a la actuación creyente.

5. EL AMOR A JESÚS. PROMESA DEL «PARÁCLITO» Y DEL «RETORNO» (14, 15-24)

Se puede considerar perfectamente la sección 14,15-24 bajo el tema «el amor a Jesús»: «El amor dirigido al revelador... se convierte ahora en el tema explicito». El tema se introduce sin rodeos en el versículo 15. En los versículos 16-17 sigue la primera sentencia sobre el Paráclito, y luego una afirmación sobre el retorno de Jesús a los suyos (v. 18-20). La sección siguiente recoge el tema del amor y le da la máxima hondura teológica. En conjunto se trata de la respuesta a la pregunta de en qué relaciones está la comunidad creyente con Jesús, que también hemos calificado como el tema central de los discursos de despedida: ¿Qué significa para la comunidad su vinculación a la persona de Jesús? ¿Cómo ha de entenderse esa vinculación?

15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.

El versículo trata del amor a Jesús y en qué consiste: amar a Jesús equivale a guardar sus mandamientos o también sus palabras. Aquí se encuentra por primera vez la expresión típica de Juan, terein (griego): guardar, prestar atención, observar, mantener; giro que aparece frecuentemente en el Antiguo Testamento. Allí designa sobre todo la cuidadosa observancia de la ley mosaica, la tora. En Juan aparece en lugar de la ley la «palabra» de Jesús o su «mandamiento», que es necesario observar o guardar 53. El giro subraya el elemento de la duración de la posición observadora... Se trata de la obligatoriedad permanente de la palabra o mandamiento de Jesús y, en todo caso, también de la forma operativa de semejante constancia, en el sentido de un practicar la fe, especialmente en el amor. Creer y amar se entienden como una unidad, como un todo completo y vivo. De ahí que puedan intercambiarse el singular y el plural (la palabra, el mandamiento, las palabras, los mandamientos), sin que en nada cambie el sentido. Así pues, los «mandamientos de Jesús» no pueden referirse en modo alguno a los «diez mandamientos», sino en primer término al «amarse mutuamente», en que según Juan se compendia toda la práctica cristiana.

J/AMARLO/QUE-ES: La idea del amor de los discípulos, o de los creyentes, a Jesús, se encuentra en el Nuevo Testamento muy rara vez; los sinópticos y Pablo todavía no conocen semejante giro, y fuera de Juan54, sólo aparece en un lugar notable de la primera carta de Pedro, en que se dice: «Sin haberlo visto, lo amáis; y sin verlo por ahora, pero creyendo en él, os regocijáis con gozo inefable y glorioso, al lograr la finalidad de la fe: vuestra salvación» (lPe 7,8s). La formulación es valiosa porque traza exactamente el problema, que alienta también en Juan: ¿Qué significa amar a Jesús, cuando no se le ha visto, y cuando respecto de él no se pueden establecer unas relaciones de amor como las que son posibles entre personas que viven simultáneamente? En este pasaje se echa de ver una vez más cómo el carácter «ficticio» de los discursos de despedida sirve para formular un problema que preocupa a la comunidad de Juan. No se trata simplemente de «si quien ha nacido después, y no tuvo ninguna relación personal con él» puede amar a Jesús; pues esto evidentemente es posible, incluso puede uno entusiasmarse emocionadamente con todo el corazón por ese Jesús; se le puede amar. El problema es lo que de ahí se sigue. ¿Se reduce todo a un entusiasmo sentimental, o se pide algo más? El texto da a la pregunta una respuesta cara: Amar a Jesús quiere decir guardar sus mandamientos.

Ello indica ante todo que la «palabra» o la doctrina de Jesús sigue siendo obligatoria para la comunidad de los discípulos. La vinculación a Jesús, según la crea y acuña el amor a él, significa siempre un estar obligado a su palabra. Justamente esto es lo que certifican también los otros evangelios, y por ese motivo han transmitido las palabras de Jesús. La fe no es un reconocimiento alegre y sin compromiso de Jesús, como el que se tributa a otros personajes históricos importantes y que ellos mismos pudieran ambicionar; es más bien la aceptación obligatoria de sus «mandamientos» como norma de vida. Se trata de la aceptación de la forma de proceder de Jesús, y ahí justamente se demuestra el amor a él. La afirmación hay que entenderla, pues, en consonancia con lJn 4,20: «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.» Esa es también la idea aquí presente: quien no guarda el mandamiento de Jesús tampoco puede amarle.
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53. Cf. 8,51.52.55; 14,15.21.23.24; 15,10.20; 17,6; 1Jn 2,3.4.5. 54. 8,42; 14,15.21.23.24.28; 21,15.16.
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16 «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre: 17 el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis porque con vosotros permanece y en vosotros estará.»

Aquí se encuentra la primera sentencia sobre el Paráclito. Jesús promete a los discípulos un asistente o ayudador, un paráclito. En este pasaje no se puede pasar por alto de ningún modo la fórmula «otro Paráclito...», con la que se da a entender que el primer abogado, que debe ser sustituido o completado, es Jesús en persona. De hecho en la primera carta joánica se le aplica una vez a Jesús la designación de «Paráclito», cuando dice: «Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Y si alguno peca, abogado (o Paráclito) tenemos ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es sacrificio de purificación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (/1Jn/02/01-02). La frase alude a la función celeste de intercesor o mediador que Jesús ejerce junto al Padre, que él hace suya como exaltado al lado de Dios.

Pero es evidente que en el evangelio de Juan el término «abogado» no encaja para el Espíritu Paráclito, hasta el punto de crear dificultades a la exégesis. La explicación habitual la da aproximadamente Bultmann con estas palabras: «Lo que Jesús ha sido para ellos (los discípulos) va a serlo ahora el Espíritu... un auxiliador». Mas si de una manera consecuente se parte del hecho de que en el ficticio discurso de despedida no habla el Jesús terreno sino el Cristo presente, se llega a una concepción distinta. Así las cosas, Jesús es también realmente un Paráclito, pero en su función mediadora celeste junto a Dios, y el otro Paráclito es el Espíritu, que actúa sobre la tierra en la comunidad, en la Iglesia, como su asistente y auxiliador. Por consiguiente ambos Paráclitos no están en una relación mutua de sucesión temporal, sino en una relación paralela y simultánea. En todo caso el elemento temporal sería secundario. De esta forma se explicaría también perfectamente la curiosa función paralela que en Juan se le atribuye al Espíritu Paráclito. Según esto el Espíritu no es tanto el sucesor de Jesús, cuanto aquella realidad que opera la presencia actual de Jesús, y por lo mismo la manera con que el Jesús glorificado actúa en la comunidad.

Espíritu (hebreo ruah; griego pneuma) reviste en el lenguaje tradicional de la Biblia una importancia peculiar, que es necesario tener en cuenta si se quiere entender rectamente el sentido de las afirmaciones sobre el Espíritu Santo. A este respecto, el lector actual debe guardarse de malas interpretaciones: en la acepción bíblica «espíritu» no designa la capacidad mental del hombre, pero la designación de la tercera persona de la Trinidad divina, por comprensible que pueda resultar a quien conoce la doctrina teológica trinitaria, conduce hoy casi inexorablemente a una falsa interpretación. Lo más práctico sigue siendo el atenerse al significado fundamental hebreo de ruah, que designa al viento que se mueve, al aire que vivifica, apuntando así, de antemano, al dinamismo y movimiento. Mas también habría que pensar en lo inasible del viento, que expresa muy bien la fórmula joánica: «El viento (el pneuma) sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le sucede a todo el que ha nacido del Espíritu (del pneuma)» (/Jn/03/08). Hay que añadir, además, los elementos de apertura, comunicación y fuerza creadora.

La Biblia habla de «espíritu», sobre todo, cuando ha de afirmar algo sobre la relación mutua entre Dios y el hombre. El concepto no sirve sólo como designación unilateral del ser divino, sino que espíritu indica también el modo y manera con que Dios se encuentra con el hombre y está a su alcance, la forma con que el hombre experimenta en sí a Dios y la acción divina, a saber como realidad inabarcable. Cabría recordar una palabra de Holderlin: «Dios está cerca, y es difícil de abrazar.» Esta experiencia religiosa fundamental la expresa el vocablo «espíritu».

La fórmula «Espíritu de la verdad» tiene modelos judíos (Qumrán): en Juan, «verdad» significa la realidad divina que sale al encuentro del hombre en Jesús. Así pues, es evidente que, si Juan habla del Espíritu de la verdad, quiere decir en qué manera Jesús y su revelación divina están ahí para el hombre, cómo se hacen presentes: están presentes en la comunidad de fieles para ayudarla. La designación «Paráclito» subraya, ante todo, esa función especial de la presencia.

En la sentencia del versículo 16 aparece Jesús como el intercesor junto al Padre, que «ruega» al Padre para que otorgue a los discípulos ese «Paráclito». La presencia de la revelación de Jesús mediante el Espíritu se entiende como un don divino, que nunca es independiente del dador y que, por lo mismo, nunca puede pasar a ser posesión humana.

El don aparece ciertamente como un don definitivo y duradero. El «estar con vosotros» indica bien que la revelación no se concibe como un sistema de verdades o afirmaciones, sino que es la permanente comunión divina. Si a la comunidad se le promete el Paráclito «para siempre», quiere decir que para ella perpetuamente está abierta la comunión con Dios, con Jesús y por Jesús. Gracias a la presencia del Espíritu la comunidad de Jesús jamás se verá ya privada de la comunión divina. Pero si el Espíritu es la presencia de Dios y de Jesús en la comunidad creyente, también se comprende la sentencia de que el «mundo» no puede recibir al «Espíritu de la verdad», porque «ni lo ve ni lo conoce». Con ello no se hace ninguna definición negativa sobre el ser del mundo hostil a Dios, sino únicamente sobre el hecho de estar cerrado frente a la exigencia espiritual y presente de Dios. La sentencia vale en la medida exclusiva en que el «mundo» permanece prisionero de su cerrazón. En el instante en que se abriese al Espíritu habría dejado de ser «mundo». Pues el Espíritu significa precisamente apertura, comunicaci6n, campo de encuentro para la verdad, mientras que «mundo» equivale a cerrazón y empecinamiento, que en cualquier momento puede romper el Espíritu. Ese sería el milagro de la regeneración, el paso de la incredulidad a la fe.

A la inversa, también se puede decir que, si la comunidad de los creyentes es la comunidad de Jesús, y de Dios, del Padre, lo es por la presencia del Espíritu; así es justamente, y en un profundo sentido teológico la comunidad abierta en que cada vez más puede realizarse la verdad como un encuentro con Jesús y con Dios. Allí se reconocerá al «Espíritu de la verdad» que «estará con vosotros». Quizá cabría decir mejor: porque él estará «en medio de vosotros»; no se trata sólo de la posesión personal del Espíritu por parte de cada uno, sino que el Espíritu ha de ser «acontecer», «poder« o «dinamismo», es decir, acontecimiento abierto que funda la comunión. Sólo de esa manera estará presente «el Espíritu de la verdad».

«No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. 19 Dentro de poco, el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis. 20 En aquel día, comprenderéis vosotros que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros.»

La presencia del Espíritu afirma la presencia de Dios y de Jesús. Por el Paráclito, Jesús sigue viniendo a su comunidad. Vista así, la afirmación sobre el retorno de Jesús no es más que una nueva faceta del mismo acontecimiento, según quedó expresado en la sección precedente. En este texto se trata de un desplazamiento de interés, repetidas veces mencionado, que advertimos en la escatología joánica. La frase «No os dejaré huérfanos» reaviva la conciencia sobre la situación de despedida, o lo que es lo mismo, sobre la experiencia capital de la ausencia del Jesús histórico, que determina la existencia de la comunidad de discípulos de Jesús en el mundo. La imagen de los niños huérfanos, que al morir sus progenitores han de quedarse en el mundo sin protección ni amparo, se emplea frecuentemente en la literatura, cuando el maestro (por ejemplo, Sócrates) debe separarse definitivamente de sus discípulos por la muerte. El punto de comparación es el abandono y desamparo.

Ante vosotros se abre una promesa soberanamente esperanzada: regreso a vosotros. Así pues, el abandono sólo durará breve tiempo. El versículo 19 dice de un modo explícito que dentro de poco Jesús va a morir y desaparecerá para el mundo. Este ya no volverá a verle y se obstinará en su idea de que también la causa de Jesús ha terminado para siempre. La muerte, en efecto, constituye para el mundo y su manera de pensar un final definitivo; para él no existe nada más allá: no así para la fe. Lo que cuenta para la comunidad de discípulos es que «vosotros me veréis, porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis.» Se trata de la experiencia pascual: «Que quien ha sido entregado a la muerte viva es el mensaje pascual del cristianismo primitivo, y junto con ello que la vida de los creyentes se fundamenta en su vida de resucitado... Pero lo peculiar de esa promesa en Jn, y en este pasaje es entender la experiencia pascual como cumplimiento de la promesa de la parusía...». Si la formulación «porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis» expresa de hecho la experiencia pascual, no sólo habrá que entender a esta luz los relatos pascuales joánicos (capítulos 20-21), sino que también llegaremos a conocer cómo entiende Juan la fe pascual. La vida es la vida escatológica, eterna y divina, en la que Jesús ha entrado ya. En esa vida divina participa la fe, hasta el punto de que el mismo encuentro creyente con el revelador Jesús puede entenderse como una participación en la vitalidad de Jesús. Considerándolo desde el punto de vista del mundo no habría ya que seguir hablando de la pascua, por tratarse de algo que en modo alguno se puede entender con los conceptos del mundo. Si con la pascua puede empezar algo, nos encontramos ya del lado del Jesús resucitado y viviente, quedando ya afectados por su presencia en Espíritu. Pues eso es justamente la pascua para la fe: no que Jesús viva en algún sitio, sino que él se muestra entre los hombres de un modo siempre renovado, mediante la palabra y el Espíritu, como el poder vivificador. La comunidad de los creyentes es el testimonio duradero de la presencia del resucitado. Desde esa interpretación de la pascua puede también Juan enlazar la primitiva espera cristiana del retorno (=parusía) con la experiencia pascual. Ahí radica asimismo su peculiar logro teológico con el que ciertamente responde a una pregunta apremiante de su comunidad. La pregunta venía planteada con el «retraso de la parusía». La comunidad primitiva, y el propio Pablo, vivían en la espera anhelante del pronto retorno de Cristo. Sabemos por el Nuevo Testamento (2Tes, 2Pe) que su retraso provocó crisis profundas en algunas comunidades. El autor de la carta segunda de Pedro responde así al problema: «Una cosa no debe quedaros oculta, queridos hermanos: Que un día es ante el Señor como mil años y mil años como un día. No demora el Señor la promesa, como algunos piensan; sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (/2P/03/08-09). La eternidad y la paciencia de Dios frente al hombre constituyen aquí los argumentos pastorales. En su comparación la respuesta joánica al problema es radical. Brota del núcleo mismo de la fe joánica en Cristo: la pascua representa ya el comienzo de la parusía; el resucitado en persona está ya, por medio de su Espíritu, con los suyos, a los que no abandonará nunca más. Para la fe el futuro ha empezado ya en Jesús, de tal modo que las dificultades escatológicas «sobre el término» no plantean en adelante ningún problema serio. El Espíritu es ya la presente llegada y el futuro que no conoce fin. La fe vive simplemente en ese futuro abierto. Simultáneamente es el alumbramiento del escatológico «día del Señor», como lo evidencia el giro «en aquel día», en que irrumpen sobre el mundo la apertura y la claridad de Dios y en que comienza la plena comunión divina. Si los discípulos reconocen que «yo estoy en el Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros», el empleo de la fórmula de inmanencia mostrará que con la presencia de Jesús en Espíritu ha empezado ya de hecho la comunión de Dios con los hombres. Que la comunidad en la fe esté al tanto de ello es el gran don que se le ha confiado y en favor del cual debe ella dar testimonio.

21 «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y también yo lo amaré y me manifestaré a él.» 22 Judas, no el Iscariote, le pregunta: «Señor, ¿y cómo es eso de que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?» 23 Jesús le contestó: «Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él para fijar morada en él. 24 El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.»

Esta sección recoge la palabra nexo del versículo 15, para desarrollarla ahora de un modo más profundo. El versículo 21a reafirma ante todo: sólo quien observa los mandamientos de Jesús, quien se sabe ligado al modelo del proceder de Jesús -y cómo se presenta ese modelo lo sabemos por el lavatorio de los pies-, ése es quien ama a Jesús no sólo de un modo verbal, sino «en obra y verdad». Quien se conduce así entrará también en las relaciones divinas de Jesús, hasta el punto de que el amor del Padre cuenta para él como para el Hijo Jesús. También Jesús le amará «y me manifestaré a él». La fórmula resulta comprensible a la luz de la idea defendida por Juan sobre la unidad entre el Padre y el Hijo; más aún, a la fe se le abre ahora por Jesús la plena comunión por Dios; quien entra en ese «circuito» divino del amor, queda incorporado a él de manera total y absoluta; con lo que vuelve a quedar claro que en la revelación de Jesús, tal como Juan la presenta, en definitiva se trata de la plena comunión con Dios, de la comunicación, y desde luego de una comunicación en el amor inmenso por él y con él en que se da a conocer el auténtico ser de Dios. La palabra del mensaje está de lleno en conexión con la revelación como hecho comunicativo; por tanto no tiene primordialmente el sentido de una doctrina, sino de participación, y no por supuesto de la simple participación de una información nueva, sino de la abierta comunicación personal de Jesús y, a través de su palabra, de la comunicación personal de Dios. Que el hombre Jesús es mediador de la revelación divina constituye el contenido de la sentencia «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). De ahí que también sea iluminador que al obrar de Jesús siga la revelación de Jesús. «El que quiera cumplir la voluntad de él (de Dios), conocerá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta» (7,17). No se trata aquí sólo de la adecuada postura moral, como condición para el conocimiento o comprensión de la doctrina de Jesús, la revelación. Lo que aquí se dice más bien en general, es que fe y amor, en su inquebrantable unidad, representan el primer paso, el comienzo, por el que se alcanza el «conocimiento de la revelación».

De este modo explica Juan el dato notable con que se tropieza una y otra vez en las cuestiones de fe y revelación: el solo conocimiento lógico teórico nunca basta para llegar a la fe y comprensión de Jesús. Ciertamente que en la Biblia se entienden muchísimas cosas, aun sin la fe. Frente a una conclusión demasiado precipitada, hay que decir que la Biblia es un libro, cuyos textos son accesibles a un análisis crítico racional en toda su amplitud, que no es una colección de doctrinas secretas y esotéricas. Hay, no obstante, una comprensión más profunda que sólo se abre a la fe; esa fe descansa en una apertura existencial del hombre, en un compromiso que osa adentrarse en un personal experimento con la palabra, en un experimento práctico. Mas esta decisión al ejercicio en el cristianismo ya no es teorizable, sino más bien la condición ineludible para entender la revelación de Jesús. Da amantem et scit quod dico, «dame un amador y entenderá lo que digo» (·Agustín-san).

La mala inteligencia del v. 22 subraya una vez más, con su referencia negativa, la peculiar naturaleza de la revelación de Jesús, que en definitiva continúa inaccesible para el mundo. La circunstancia de que la pregunta como tal no es escuchada ni respondida confirma que no se trata de una verdadera pregunta, sino de un recurso literario para llamar la atención sobre la diferencia entre el mundo, que permanece sin la revelación de Jesús, y el ámbito de los creyentes. De hecho vista desde la fe, la incredulidad del mundo es el problema difícil y sin solución en que la misma fe tropieza de continuo. Quizás late en la pregunta la reflexión familiar: ¡En realidad Dios debería darse a conocer de tal modo que hasta los «incrédulos» comprendieran! Se expresa en esa pregunta la angustia y tribulación del pequeño rebaño, que ciertamente no deja de ser peligrosa. Pues, desde esa reflexión hasta la idea de que es preciso forzar y meter la verdad en el mundo incrédulo sólo hay un paso pequeño. Si se busca una respuesta por ese camino, en la práctica no se andará muy lejos del resentimiento y de la voluntad de poder. Vistas así las cosas, resulta perfectamente lógico que Jesús haya pasado por alto la pregunta; hay que guardarse seriamente de entrar por ese sendero tortuoso.

En lugar de eso se recoge y vuelve a enlazarse el hilo: la fe, el amor y la revelación tienen en definitiva su certeza en sí mismos; no dependen de confirmaciones exteriores por parte del mundo, y no podrían inquietar ni poner en tela de juicio ni a éste ni a la sociedad. Y en tal caso tampoco serían la victoria de Dios lograda sobre el mundo, victoria que debe testimoniarse renovadamente. Lo cierto es que la fe se mantiene referida a la palabra de Jesús. Ahí descansa el fundamento de su obligatoriedad, así como de su esperanza y seguridad soberanas. Esa palabra introduce al creyente, como ya hemos dicho, en el «circuito» del amor divino. Justamente en este sentido la vinculación con la persona y la palabra de Jesús es de importancia capital para la fe cristiana.

El acoplamiento, pues, no tiene sólo un sentido «histórico», de tal modo que la fe mediante la vinculación con su origen insoslayable mantiene siempre su identidad. Conviene repetir una y otra vez que lo cristiano específico e inamovible no se deja definir por un criterio «objetivo» y funcional, sino en exclusiva por el criterio del propio Jesús. Justamente la pregunta acerca de Jesús, como fundamento permanente y condición normativa y siempre válida de toda identidad cristiana, figura misma de Jesús, se amplía curiosamente hasta transformarse en la pregunta acerca de Dios, del amor divino como el sentido y trasfondo inamovible de la persona de Jesús. Ahí precisamente radica lo singular e insustituible de Jesús para la fe. A la pregunta que hoy se formula a menudo: ¿por qué realmente ese Jesús?, ¿no se pueden mantener todas las afirmaciones cristianas, o al menos aquellas que son importantes y esenciales al cristianismo sin necesidad de Jesús? ¿por qué en definitiva hay que creer en Jesús?, de hecho sólo cabe dar una respuesta: porque Jesús es el revelador de Dios. Esta respuesta tiene siempre el carácter de un testimonio creyente, la fe confiesa así a Jesús e invita a entrar en la experiencia creyente de la que parte. Y, por consiguiente, habrá que decir que en tanto no se haya entendido la significación de Jesús como el único y exclusivo centro de interpretación para la fe cristiana, no se puede comprender el cristianismo, sino que uno se mueve en el «atrio de los gentiles». Juan lo subraya a su modo cuando hace ahora a la fe esta promesa: «Vendremos a él para fijar morada en él.» Se recoge aquí una vez más la cuestión de las moradas celestiales y podríamos decir que se le da una respuesta en sentido inverso: la venida de Jesús a los suyos comporta simultáneamente la llegada de Dios. Con el giro «hacer morada» se llama la atención sobre lo permanente y definitivo de la presencia y revelación divinas.

Así pues, según esta palabra, la comunidad de los creyentes es la nueva mansión divina escatológica, es el templo de Dios en el mundo. Pero lo es justo en cuanto la comunión de los creyentes ha encontrado en Jesús el centro de su fe. Se responde simultáneamente en este pasaje a una cuestión que se arrastra a lo largo del evangelio de Juan, a saber: la cuestión sobre el lugar de la presencia de Dios, del nuevo centro de culto. Ese culto ya no está ligado a ningún espacio físico. A la luz de la revelación cristiana queda superada la idea de un particular «lugar santo» (cf. cap. 4). Ahora es la comunidad creyente el único lugar de culto legítimo. Más aún, por la fe el mismo individuo se convierte en morada de Dios en Espíritu. Hablando metafóricamente, por Jesús el cielo ha bajado a la tierra; y la comunión divina, que se inicia con la fe, juzgada según su dinámica interna, es una comunión sin fin. Lo que Juan ha experimentado en su trato con Jesús y lo que ha testificado en su Evangelio es la maravilla sorprendente de la venida de Dios al hombre. Esto es para él el núcleo del cristianismo: que el misterio divino se ha desvelado hasta ese punto en Jesús, que Dios ha entrado en el hombre y por él en la humanidad, de modo que se ha hecho aquí presente y lo estará por siempre en el futuro.

Pero una parte ineludible de esa presencia es la acción de Jesús. Si sólo se habla de esa verdad en afirmaciones dogmáticas, sin vincularlas con la acción de Jesús, tales afirmaciones resultan increíbles. La misma comunidad de Jesús corre el peligro constante de contentarse con la «gracia barata» (D. Bonhoeffer) para propagar con celo y fanatismo una fe dogmática o abstracta y sin amor. En tal caso también para ella resulta problemática la promesa. Acerca de ello podría advertir el versículo 24: «El que no me ama, no guarda mis palabras.» Esto es una advertencia contra la falsa seguridad. Cierto que detrás de la palabra de Jesús está toda la autoridad divina, pues la palabra de Jesús es a la vez la palabra de Dios, del Padre. Esa autoridad fundamenta la obligatoriedad de la palabra de Jesús. Mas como esa autoridad está ligada a la práctica del amor, tampoco es manipulable. Pues, dígase lo que se quiera de la manipulación, una cosa habría que mantener: cualquier manipulación contiene una renuncia a la libertad y al amor. De ahí que en el comportamiento frente a los demás se excluyan la libertad y el amor, siendo objeto de burla consciente o inconsciente. Por el contrario, la palabra de Jesús presenta sus exigencias a todos cuantos se reclaman a ella, y crea a la vez de este modo el espacio de libertad y amor sólo en el cual puede alcanzar su plena vigencia.


Meditación

Con el tema del amor a Jesús, el texto plantea la cuestión de las relaciones de la fe con Jesús, e intenta responder a la misma desde distintos planteamientos. La fe cristiana está apremiantemente interesada en esta cuestión porque para ella está conectada con el problema de «la identidad de lo cristiano». Ello equivale a preguntar: ¿en qué forma conserva la fe cristiana su identidad y autenticidad con el cambio de los tiempos y de la historia? La historia del cristianismo nos muestra que cristianismo y fe cristiana han podido entenderse de modo muy diferente en el curso de la historia.

Hoy la cuestión es singularmente apremiante. De conformidad con su origen y naturaleza, en conexión además con la experiencia creyente veterotestamentaria y judía, el cristianismo es una religión histórica, a diferencia de otras religiones de la naturaleza o del pueblo. Lo que equivale a decir, ante todo, que el cristianismo sabe muy bien de su fundación histórica. La fórmula de los Hechos de los apóstoles: «Ya que todo esto no ha sucedido en ningún rincón» (Act 26,26), se justifica en su amplio y profundo sentido. De hecho no hay ninguna religión comparable, si exceptuamos tal vez el islam, acerca de cuyos condicionamientos históricos, orígenes y fuerzas, pese a todas las limitaciones, estamos casi tan exacta y ampliamente informados como sobre el cristianismo. También considerado desde la historia de la cultura, el cristianismo aparece en un estadio evolucionado; llegó «en la plenitud de los tiempos». Pero también son históricos los medios peculiares con que el cristianismo da expresión a su manera peculiar de ser y que debió establecer para su propia permanencia. Los miembros de las primeras comunidades cristianas no se reclutaban ciertamente del elemento rural de la sociedad existente; todavía no existía una Iglesia popular con el regular bautismo de niños. Había que ganar miembros libres mediante el proselitismo misionero. Hubo que formar poco a poco una tradición de fe; era necesario encontrar una continuidad, que descansase sobre todo en la doctrina común y en la vinculación externa de las comunidades. De esta forma existió desde el principio el problema de encontrar una identidad histórica.

Ese dato lo reflejan también los escritos neotestamentarios, sobre todo los cuatro evangelios canónicos. Aquí resulta claro que la fe cristiana se halló desde el comienzo ante el problema de que la identidad cristiana no era sólo el elemento resultante de unos principios dogmáticos formulados, de que en consecuencia lo cristiano no era un fenómeno establecido y claramente delimitado, sino que a la vez era una tarea que cada generación debía emprender de nuevo. Jesús no ha presentado una base de nuevas doctrinas con una formulación sistemática. No ha fundado una Iglesia como una institución acabada, que estuviera dotada de todas las funciones, misterios y asignaciones, capaz de funcionar a la perfección en todos los aspectos en su avance por el tiempo. Lo que Jesús ha hecho ha sido más bien proclamar el mensaje de la proximidad del reino de Dios. Él ha esperado su llegada en el más breve tiempo, aunque no señaló para ello ningún plazo fijo y tal vez contó incluso con un cierto intervalo. Toda su actividad y enseñanza se sustenta sobre la certeza del final inmediato; no estaba planeada para un plazo largo. Tras su muerte violenta en cruz la comunidad de discípulos de Jesús se vio de nuevo remitida al comienzo. La fe pascual contiene el giro sorprendente de que ese nuevo comienzo después de la muerte de Jesús ha de entenderse como un nuevo principio creador. Para los discípulos la pascua fue el encargo divino de proclamar ante el mundo a Jesús de Nazaret, crucificado, como «Señor y Mesías» (cf. Act 2,29-36). Mas tampoco aquí se pensaba en una historia que se prolongaría largo tiempo. Por el contrario, se aguardaba la parusía de inmediato, el retorno de Cristo y el alumbramiento del nuevo mundo divino.

Así pues, sólo después de pascua debió resultar familiar el problema de una larga duración histórica. Es probable que este problema se afrontase con toda su acritud sobre todo a través de la muerte de la primera generación de los discípulos de Jesús y de los apóstoles. A la Iglesia primitiva el futuro no le caía sin más ni más en el regazo, sino que debía conquistarlo. De ahí que en la perspectiva de la Iglesia primera entrase de un modo completamente nuevo la importancia eminente de la figura de Jesús, del «Jesús histórico» en conexión con la tradición sobre el mismo en la(s) primera(s) comunidad(es); ciertamente que de un modo más notable hacia el año 70 d.C. (destrucción de Jerusalén por Tito) y en los años inmediatos, cuando empezaron a debilitarse cada vez más los lazos con la antigua tradición judeocristiana. Se advirtió con toda claridad que el problema de una historia prolongada no se podía resolver simplemente con la espera inmediata ni con el entusiasmo pneumático. Era necesario volver al origen histórico, y ese origen era justamente la persona de Jesús.

Los documentos más importantes de esta conexión con la persona de Jesús son nuestros cuatro evangelios canónicos. En el marco de la historia fundacional esos libros desempeñan la función de pilares de soporte sobre los que descansa la obra principal del cristianismo. Son los que aseguran en primera línea el acoplamiento del cristianismo con su origen histórico. Pero al propio tiempo lanzan el puente hacia el futuro, y eso justamente porque presentan a Jesús y su tradición en el marco de la predicación de Cristo. Es el Cristo glorioso que se anuncia en los evangelios y, por tanto, se proclama la identidad del Jesús terreno con el celeste Hijo de Dios y del hombre, la identidad del crucificado y del resucitado, del «Cristo ayer, hoy y siempre». Los evangelistas no persiguen un interés histórico en el sentido de que quieran saber o exponer lo que realmente ocurrió una vez. El epicentro de su interés estuvo más bien en la proclamación del Cristo presente. Mas para lograr ese objetivo se remiten a la tradición existente de Jesús. Para ellos la verdad y obligatoriedad de su propia predicación enlaza con la obligatoriedad de la predicación de Jesús. Para ello los evangelistas han establecido conscientemente los dos polos de ese «arco voltaico»: el polo de la tradición histórica de Jesús y el polo de la predicación presente de esa tradición para la comunidad.

Con esta doble orientación -la búsqueda retrospectiva del Jesús histórico, por una parte, y la actualización de la predicación, por otra-, los evangelistas han expuesto probablemente la estructura fundamental de la predicación cristiana, proporcionándonos una importante indicación de cómo habría que responder a la cuestión de la identidad cristiana. Y es que jamás se puede dar una respuesta al problema de la identidad de lo cristiano sin volver a los comienzos, y en concreto a la persona y causa de Jesús. Esto se expresa en la canonización de Jesús y de los escritos neotestamentarios. Tanto la teología como la predicación permanecen ligadas a la primitiva norma (canon) cristiana. No hay posibilidad alguna, cristiana o histórico-eclesiástica, de volver a empezar en el punto cero. Justamente los propios textos neotestamentarios orientan la mirada de una pura consideración histórica, vuelta hacia atrás, en la otra dirección que apunta hacia adelante. Aquí se deja sentir el otro polo, el de la exposición de presente y actualizada. En definitiva se trata de la cuestión de qué sentido tiene hoy y podría tener el hablar de la revelación de Dios en Jesús. Dado que la argumentación de la fe y de la teología cristianas se realiza en el ritmo de esa doble estructura fundamental con sus dos polos queda indiscutiblemente marcada de un carácter histórico. Vista así la identidad cristiana no es un concepto firme, cerrado en sí y estático, sino que se trata siempre de una identidad en movimiento, en trance de realizarse renovadamente, una identidad en proceso. La pieza ejemplar en este sentido es el evangelio de Juan.

Para la realización de la identidad cristiana entra en primera línea obrar como obraba Jesús, es decir, observar sus mandamientos. Esto se había ya señalado en 13,35 como característica de los discípulos de Jesús. No basta con llevar el amor de Jesús en el corazón o confesarlo con la boca. En el lenguaje actual de las obras, que se pueden encontrar por todas partes, no se deberá olvidar que el modo de actuar de Jesús es mucho menos espectacular y sensacionalista que muchas otras formas de actuar. Pues se interesa ampliamente por lo humano y comprensible, para potenciarlo donde deba ser potenciado. La motivación fundamentadora de dicho proceder será en todo caso un amor, que es concreto, referido y regulado por la realidad.

En la determinación de la identidad cristiana desempeña un papel destacado la cuestión del Espíritu Santo. Por consiguiente se trata ante todo de entender la naturaleza y acción del Espíritu de acuerdo con los textos joánicos. El «Paráclito, el Espíritu de la verdad» aparece según 14,16s como el sucesor y representante de Jesús de cara a la comunidad. No es un elemento difuso, sino que debe entenderse en su significado y función a partir del propio Jesús. La persona y el mensaje de éste determinan, pues, por lo que respecta al contenido, de qué Espíritu se trata.

A ello se suma la otra afirmación de que el Espíritu Paráclito permanecerá para siempre en la comunidad. Se ha prometido a ésta para siempre; existe una continuidad de la fe y de la comunidad cristianas operada en definitiva por el Espíritu. Además es importante que aquí no se designan como portadoras del Espíritu determinadas instancias singularmente destacadas, sino la comunidad entera: el Espíritu ha sido dado a toda la Iglesia de modo que todos participan de él. Los distintos ministros y carismas hay que entenderlos además en un sentido similar a 1Cor 12, como distintos dones y servicios de ese único Espíritu. La presencia del Espíritu es también lo que distingue entre la comunidad y el mundo. Así, visto desde dentro es el propio Espíritu quien garantiza la identidad cristiana de la comunidad. Y es también el Espíritu la fuerza que opera en la palabra de Jesús y, por ende, en la predicación de la comunidad, la que produce en los hombres la fe, la esperanza y el amor.

6. SEGUNDA SENTENCIA ACERCA DEL «PARÁCLITO» (Jn/14/25-26)

25 «Os he dicho esto mientras permanezco con vosotros. 26 Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo, y os recordará cuanto os he dicho.»

La sentencia primera sobre el Paráclito (14,16s) había afirmado que el Padre, a petición de Jesús, daría el Espíritu Paráclito. Mediante su presencia en la comunidad «el Espíritu de la verdad» fundamenta el ser de esa comunidad en oposición al mundo incrédulo. Crea en cierto modo la comunidad como el espacio de la presencia permanente de la revelación de Jesús en el mundo.

La sentencia sobre el Paráclito desarrolla esa idea. Contrapone las dos épocas de la historia de la salvación: el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia, que es el post-pascual. Asimismo las dos épocas se enlazan y relacionan entre sí mediante la acción del Espíritu. La frase «Os he dicho esto mientras permanezco con vosotros...» (v. 25), se refiere a la actividad del Jesús terrenal, que Juan entiende como un destacado tiempo de la revelación, de la presencia de la luz en medio de las tinieblas (cf. 12,35s; 12,44-50), y al que el texto se refiere como un todo concluso. Ahí se echa de ver una vez más hasta qué punto piensa Juan desde su perspectiva eclesial y teológica. El tiempo de Jesús ha llegado, pues, a su fin, lo cual introduce en una nueva época de la historia de la salvación. Esa nueva época se caracteriza por la presencia del Espíritu Paráclito, mencionado aquí explícitamente como el «Espíritu Santo». Ese Espíritu será enviado por Dios Padre y, desde luego, «en mi nombre», dice Jesús.

El concepto «enviar» tiene en Juan importancia suma. Expresa, ante todo, el encargo y misión divinos, la acreditación de Jesús como Hijo revelador de Dios. Si el Paráclito es «enviado», del mismo modo que Jesús, por el Padre, también aquí se advierte un paralelismo: el Espíritu ocupa el lugar de Jesús. Así como Jesús como revelador era el representante de Dios Padre, así también el Espíritu es el representante de Jesús. Como el envío se realiza «en nombre de Jesús», quiere decir que Jesús participa activamente en el mismo por su función de intercesor celeste ante Dios. Más aún, el Padre y el Hijo cooperan cada uno a su modo en el envío del Espíritu. En conexión con esto se destacan, de manera singular, dos funciones del Espíritu: la de «enseñar» y la de «recordar», referidas ambas especialmente a la palabra de Jesús, «... todo cuanto yo os he dicho». El Espíritu Paráclito no aportará revelaciones nuevas en su contenido sobre la revelación de Jesús, sino que hará presente y patente esa revelación.

En la comunidad el Espíritu actúa como maestro (cf. también 6,45), afirmación que frecuentemente se ha entendido cual si en la comunidad el propio Espíritu Santo instruyese interiormente, en sus corazones, a los creyentes. La idea se remite desde luego al famoso pasaje de /Jr/31/31-34, que habla de la nueva alianza y continúa después: «Pongo mi ley en su interior y la escribo en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrá que enseñarse uno a otro, ni una persona a otra, diciendo: Conoced a Yahveh, porque todos ellos me conocerán desde el más pequeño al más grande -oráculo de Yahveh-, cuando perdone su culpa y no recuerde más su pecado» (Jer 31, 33s). Si se invoca el Espíritu como maestro de la comunidad, entonces queda destacada la autoridad de Jesús como el maestro permanente de esa misma comunidad (cf. también Mt 23,2-12). La autoridad docente del Espíritu no es otra que la permanente autoridad magistral de Jesús. A la pregunta de en qué manera se desarrolla la enseñanza por parte del Espíritu, hay que pensar ciertamente no sólo en una iluminación interior, sino que habrá también que contemplar aquellos procesos de enseñanza y aprendizaje que fueron habituales desde el comienzo dentro de las comunidades cristianas. La enseñanza ha desempeñado desde el principio un papel decisivo en las comunidades y también fue importantísimo el modelo de la actividad docente en las sinagogas judías, frente a la enseñanza antigua y, muy en especial, la filosófica. Las primeras comunidades cristianas tuvieron un sello bien marcado de comunidades de maestros y discípulos, en las que ocupaba el primer lugar la enseñanza de los adultos. Es probable que el autor del evangelio de Juan fuera uno de esos maestros, dotados a menudo del espíritu profético. Como característica específica se añade el que para las comunidades la norma determinante era la doctrina de Jesús o simplemente el evangelio (Pablo). En las comunidades el centro lo ocupa Cristo como maestro, cuya autoridad supera la de todos los otros maestros. Frente a ese Cristo todos los cristianos son discípulos y, desde luego, en aquellos primeros tiempos, con una equiparación perfecta. En Juan esa situación es completamente clara: la referencia al Paráclito como maestro es para él idéntica a la vinculación de la comunidad a la exclusiva autoridad docente de Jesús. Todavía no cabe referirse al Espíritu como igual o complementario de Jesús64.

La segunda función que se atribuye al Espíritu Paráclito es la de «recordar». El concepto se entiende de una manera activa: traer algo al recuerdo, hacer algo presente recordándolo. El objeto de esa recordación se describe exactamente: «todo lo que yo os he dicho». La comunidad debe recordar las palabras de Jesús. El concepto «recuerdo» desempeña en el cuarto evangelio un papel importante65. El recuerdo, tal como lo fomenta el Espíritu, no es un simple memorizar el pasado, sino un hacerlo presente junto con una determinada explicación. Así pues, «recuerdo» no equivale sin más a una repetición literal de lo que Jesús ha dicho, sino que significa el proceso vivo de aplicación actual y de nueva apertura de la historia de Jesús. La teología pneumática en el sentido del evangelio de Juan está, pues, radicalmente al servicio de la memoria de Jesús, como aplicación productiva y continuada de la revelación de Jesús. Se trata de un recuerdo creativo. El mejor ejemplo de ello es el propio evangelio de Juan que compendia en conceptos nuevos el contenido del mensaje de Jesús para el círculo de sus oyentes y lectores, y presenta una exposición autónoma de Jesús. Está enlazado con la tradición de la Iglesia primitiva sobre Jesús; pero va más allá, configurando una imagen peculiar de Jesús.
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64. En este punto resulta interesante que, a mediados del siglo II, el fundador de la herejía montanista, Montano (Frigia), se presentase con la pretensión de ser él personalmente el Paráclito prometido, atribuyendo a la profecía pneumática una función reveladora independiente, que iba más allá de la revelación de Jesús, al igual que haría después en la edad media el abad Joaquín de Fiore. Por el contrario, Juan representa claramente la tendencia de enlazar la enseñanza cristiana con la palabra de Jesús. 65. Cf. 2,l7,22; 12,16; 15,20; 16,4.
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Meditación

No es fácil en modo alguno establecer la relación auténtica entre vinculación, y la libertad en que se encuentra la Iglesia postapostólica con respecto a su origen, Jesús de Nazaret. Si volvemos a plantearnos la pregunta acerca de la identidad cristiana, cabe decir en este pasaje que esa identidad ha de buscarse en el equilibrio recto y armónico de ambos factores, aun cuando en el curso de la historia ese equilibrio parece haberse visto amenazado con frecuencia por la preponderancia de uno de ellos. Cabe decir asimismo que, en consecuencia, hay que buscar y hallar siempre de nuevo este equilibrio. Cuando la conexión se acentúa de forma unilateral y en la exposición de lo cristiano se posterga el elemento de la libertad creativa, o incluso se llega a calificarlo de herético, se desemboca en un tradicionalismo estéril y hasta reaccionario, que no sólo pierde el contacto con la propia época sino que aplasta la misma vitalidad de la fe. Sin la libertad para reflexionar sobre la tradición de Jesús y sobre toda la tradición cristiana la fe no llega a su vida plena, y no puede convertirse en una convicción responsable, personal y propia. Si, por el contrario, se acentúa la libertad de un modo unilateral, surge el gran peligro de perder el contacto con la tradición y, por ende, con la historia, el peligro de que con ello también resulten demasiado cortos los contenidos de la fe cristiana y de que la libertad entusiástica se convierta en una acomodación irreflexiva a las novedades del momento o de que se hunda en el vacío de sus propias concepciones. Es evidente que en el curso de la historia el peligro del tradicionalismo reaccionario ha sido a todas luces mayor de tal modo que es más necesario el estímulo a la libertad del propio pensamiento cristiano.

Pero es probable que sea necesaria una consideración radical y simultánea de ambos conceptos: vinculación y libertad. En una visión más profunda constituyen una unidad, como dos aspectos de la misma cosa. Pues la vinculación a Jesús no es sólo la aceptación de una doctrina ya dada; es también y siempre la acogida prestada a la actuación del mismo Jesús, que a cuantos se comprometen con ella los invita a una mayor libertad e independencia. En la doctrina de Jesús hay una fuerza liberadora, desconocida para cualquier fórmula de catecismo. Si hoy el «aprender» se entiende como un «cambio de las disposiciones de conducta (facultades, actitudes) motivado por unas influencias externas», el mensaje de Jesús llega a una meta similar. Es la libertad adecuada la que puede y debe aprenderse en Jesús.

Mas, como se trata de un proceso discente de vasto alcance, difícilmente se le puede dirigir mediante unas reglas particulares. Hay ahí muchos elementos imponderables, inefables y abiertos que cabe atribuir al Espíritu y a su acción. Importa mucho poner en marcha ese proceso. De este modo la doctrina cristiana recupera su función mayéutica (mayéutica, literalmente significa «el arte de la comadrona», que según Sócrates era el arte decisivo de la enseñanza). Por consiguiente, en ese proceso se trata de poner al alumno en una relación personal con la causa de Jesús. Para Juan, como ya hemos consignado, la autoridad docente de Jesús sigue siendo determinante y categórica dentro de la comunidad, pues no hay maestro alguno cristiano que pueda pretenderla para sí, ni ocupar el puesto de Jesús. Tampoco el magisterio cristiano puede tener otra misión que la de servir desinteresadamente a la autoridad de Jesús y hacerla visible. En resumidas cuentas tiene siempre una función directiva, indicativa, en modo alguno autoritaria.

Esto vale sobre todo cuando se piensa que, de cara al evangelio y la causa de Jesús, todo maestro es y sigue a lo largo de su vida un discípulo de Jesús. La alusión al Espíritu, como único maestro de la comunidad, pone claramente de relieve esa relación. San Agustín (354-432) ya la había visto cuando, en su teoría del Espíritu Santo como maestro interior, es siempre consciente de que sólo con su magisterio episcopal no es capaz de llegar a la fe viva y responsable. Considerar al Espíritu Santo, como verdadero maestro de toda la Iglesia, si se toma en serio, supera al esquema de las dos clases en que se divide la Iglesia, la docente y la discente (como antes se decía y como, en la práctica, se sigue todavía entendiendo a menudo). Dentro de la comunidad enseñar y aprender son conceptos mutuamente subordinados, que sólo unidos representan todo el proceso doctrinal. La enseñanza incluye el aprendizaje, y éste debe capacitar para la labor docente, por cuanto libera en la fe para la autonomía cristiana. En una comunidad cristiana todos son a la vez maestros y discípulos. En definitiva también a eso debe contribuir el recuerdo de Jesús. Tampoco ahí se trata de fomentar un pío recuerdo, aun cuando no deba subestimarse la capacidad humana de la evocación. Toda la historia bíblica tanto la del Antiguo Testamento como la del Nuevo, puede verse bajo el signo de esta evocación, y la exhortación de Jesús «Haced esto en memoria mía» se encuentra en un pasaje importante: en el relato institucional de la última cena. Recordar o evocar hay que verlo, sobre todo, en el hecho de convertir en una realidad presente la pasada historia de Jesús. Bajo la guía del Espíritu el recuerdo de Jesús se convierte en un proceso creador al tiempo que siempre crítico. También aquí son decisivos los estímulos mentales, los cambios desencadenados por el recuerdo de Jesús, y que en último término empujan hacia la salvación y la renovación del género humano. Se trata del recuerdo inquietante y «peligroso» de Jesús.

7. LA PAZ, DON DE JESÚS EN SU DESPEDIDA. FINAL DEL PRIMER DISCURSO (Jn/14/27-31)

27 «La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni sienta miedo. 28 Habéis oído que os dije: Me voy, pero volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis. 30 Ya no hablaré mucho con vosotros, porque llega el príncipe del mundo. Contra mí nada puede; 31 pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre, y que, conforme el Padre me ordenó, así actúo. ¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!»

La sección 14,27-31 introduce la conclusión del discurso primero, que, como prueba con claridad la exhortación final «¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!» (v. 31b), era en su origen una unidad independiente.

Después empezaba, sin duda, el relato de la marcha hacia el monte de los Olivos. Los versículos 27-31 forman desde luego una unidad literaria, que ciertamente permite reconocer una estructura temática: el versículo 27 expresa el deseo de paz de Jesús; en los versículos 28-29 sigue una vez más la reflexión explícita sobre la situación de despedida de Jesús, en tanto que los versos 30-31 preparan la partida hacia el monte de los Olivos y con ello el relato de la pasión.

Según el versículo 27 Jesús deja a los suyos la paz como un regalo de despedida. El hecho en sí indica ya que la palabra ha de entenderse en un sentido pleno y singularmente importante, como don y como promesa que abarca cuanto Jesús reserva a la fe.

En el lenguaje bíblico el concepto de paz (hebr: shalom; gr. eirene) comprende un campo tan amplio y vario, que no puede reducirse a una fórmula unitaria. El significado básico de la palabra hebrea shalom «es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado físico» (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el requisito previo, para la shalom-, sino que comprende además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra de salud los hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice: «Que los montes mantengan la paz (shalom; otros traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la luna, de generación en generación. Descienda como la lluvia sobre el césped, como los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar la luna» (/Sal/072/02-07). La paz aparece aquí, como en la conocida poesía mesiánica de Is 11,1-11, casi como un estado cósmico de seguridad exterior, prosperidad, fecundidad y bienestar general, como una gran reconciliación de la sociedad humana y la naturaleza. No hay duda de que la era mesiánica, el tiempo futuro de salvación será una época de paz universal. También dentro en este sentido ha de entenderse el mensaje angélico al nacer el niño Mesías, según el evangelio de Lucas: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres, objeto de su amor» (Lc 2,14).

Con la aparición del Mesías empieza el verdadero tiempo de paz escatológica. La paz no se entiende, por tanto, sólo como una realidad interna, como paz del corazón, si bien este aspecto es importante según aquello que dice Pablo: «Y la paz de Dios, que está por encima de todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7). La amplitud del concepto paz va, pues, desde el saludo cotidiano de «¡todo bien!» hasta la paz y salvación del hombre y del mundo entero. En el fondo late la idea de que en definitiva la paz es un don divino en todos los órdenes. En el Nuevo Testamento, que también aquí recoge y desarrolla el pensamiento veterotestamentario, la paz va vinculada al mensaje cristiano de salvación, al evangelio. Sorprende, por lo demás que Jesús personalmente haya empleado raras veces el vocablo «paz». Más aún, a él se debe esta palabra: «No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada» (/Mt/10/34; /Lc/12/51); palabra que posiblemente se endereza contra un lenguaje superficial y falso acerca de la paz (cf. /Jr/06/14; «Curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: «¡Paz, paz!», pero ¿dónde está la paz?). Así pues, no se puede tomar el concepto de paz en una forma negligente o superficial. Sin embargo, los discípulos en su trabajo misionero deben ir al encuentro de la gente con su saludo de paz (Mt 10,13). Cuanto más fuerte es la conciencia de la Iglesia primitiva de que con Jesús de Nazaret ha irrumpido la salvación mesiánica, tanto más convencida se muestra de que la paz escatológica ha sido ya otorgada con la fe (cf. Rom 5,1ss). En la carta a los Efesios (2,14), que está ya muy próxima a la concepción joánica, se encuentra la fórmula: «Pues él es nuestra paz» (se refiere a Jesucristo).

Formalmente la afirmación joánica enlaza con el saludo de paz habitual y cotidiano, pero va mucho más allá. Se piensa en la paz como don escatológico, como promesa de salvación y de vida. «La paz os dejo» entra aquí en un sentido definitivo; se trata del bien escatológico por excelencia, que Jesús no puede dar más a los suyos; pero quien entiende lo que en ese don se oculta, tampoco deseará nada más.

Si todavía se añade: «Mi paz os doy», se subraya, una vez más, que esta paz, por su índole, adquiere contenido a través de Jesús. El don de la paz pertenece también al donante y no cabe separarlo de la persona de Jesús. En tal sentido, la paz es primariamente, y ante todo, un don del resucitado (cf. 20,19.21.26, donde claramente se indica que el perdón de los pecados queda implicado en esta paz). En este mismo contexto habla el resucitado. Finalmente, en la noción de paz se evoca la presencia del mundo nuevo, que es dado a la comunidad con el propio Jesús.

Esa paz de Jesús está en oposición con la paz «como el mundo la da». Descubrimos aquí de nuevo la distancia que separa a Jesús y sus discípulos, de un lado, y el mundo del otro. Ciertamente que también el mundo tiene su paz; tiene su propia manera de hacer la paz y de garantizarla, si es necesario con la fuerza de las armas, y hasta le incumbe la tarea constante de preocuparse por la paz y de implantarla. Mas esa paz es radicalmente distinta de la paz de Jesús, pertenece a un campo diferente. Pero es gracias a Jesús que la paz, que no es de este mundo, está presente en ese mundo. Y ciertamente que el lugar de esa nueva paz es sobre todo la comunidad cristiana, por cuanto que es el espacio de la presencia de Cristo; es decir, en la medida en que se deja definir por la palabra de Jesús. Al respecto se siente en oposición a un mundo que se le enfrenta hostilmente. Por lo mismo su paz nunca deja de ser combatida. Su exhortación a no dejarse turbar y a no acobardarse, es siempre necesaria, porque la paz, como Jesús la ha prometido, no conduce a la gran vivencia triunfalista frente al mundo. Ni la fe ni la comunión de los creyentes viven en una zona libre de tormentas; permanecen expuestas al conflicto con el mundo; y no desde luego aunque crean, sino precisamente porque creen. Pese a lo cual existe la posibilidad de que la promesa de paz de Jesús se realice y verifique justo en medio de esa permanente agitación, en medio de todos los asaltos y peligros.

La referencia al trance de la despedida (v. 27-28) vuelve a recordarnos la situación de los discursos literariamente ficticia aunque con un fundamento teológico. Jesús se va, pero vuelve; los discípulos, si en realidad, aman a Jesús y están unidos a él por la fe, deberían alegrarse por su partida, ya que Jesús se va al Padre; y se añade la razón: «Porque el Padre es mayor que yo.» Es ése precisamente un tema constante de los discursos de despedida, que debe quedar claro para los discípulos y, respectivamente, para los oyentes y lectores del texto: la partida de Jesús no era sólo su retirada del escenario del mundo y de la historia, sino su regreso a Dios. Y ese su retorno ha empezado ya con la pascua; tiene además como consecuencia la constante venida de Jesús a su comunidad. Dicho en forma general: para la comunidad postpascual Jesús ocupa en cierto modo un doble lugar: está presente en la comunidad por medio del Espíritu Paráclito y por su palabra, y está también junto al Padre, junto a Dios. Ambas cosas no se excluyen, sino que son elementos complementarios; más aún, la ida de Jesús al Padre es justamente la condición para su presencia permanente en la comunidad.

Por lo que hace a la razón «porque el Padre es mayor que yo», responde al talante de la doctrina joánica sobre Cristo, que, por una parte, acentúa la estrecha intimidad de Jesús con Dios y, por otra, mantiene una jerarquía o subordinación de Jesús, como «Hijo», a Dios Padre. Aquí se pone de relieve ese sometimiento de Jesús a Dios; más aún, el sentido de la revelación de Jesús es glorificar a Dios y darle a conocer como el Padre. La alegría de que Jesús se va al Padre es la alegría escatológica, porque abre así el camino hacia Dios de una vez para siempre (14,1-6): «En Dios tiene el género humano su lugar» (J.S. Bach). El versículo 28 determina, pues, una vez más, y como conclusión, el lugar de la comunidad. Ese lugar está marcado por sus relaciones con Jesús, que como resucitado está junto al Padre y que al propio tiempo está viniendo de continuo a la comunidad y opera en ella. La fórmula: «Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis» (v. 29), se refiere a la comunidad presente y a su situación. Es invitada a creer, sin que deba ver nada anormal en ese presente estado de cosas. Si reflexiona sobre sus relaciones con Jesús es que ya está largamente preparada para ello.

Los versículos 30-31 representan la conclusión del primer discurso de despedida y conducen de hecho al relato de la pasión. Ahora ha pasado ya definitivamente el tiempo de hablar. Al igual que otros escritores neotestamentarios, también Juan ve en la pasión de Jesús no sólo el lado superficial del acontecimiento histórico, sino además el trasfondo de un enfrentamiento histórico-salvífico entre Jesús, Hijo y revelador de Dios, y Satán, «príncipe de este mundo». La designación «príncipe de este mundo» para referirse a Satán es típica de Juan (12,31; 14,30; 16,11). En la pasión de Jesús tiene lugar el destronamiento de Satán como «príncipe de este mundo», de tal modo que en la persona de Jesucristo el mundo obtiene su nuevo Señor. Juan entiende el hecho redentor como un cambio cósmico de señorío, que introduce una nueva situación mundial como un cambio de eón. Esa nueva situación está definida por la voluntad salvífica de Dios; en la cruz y resurrección de Cristo se impone definitivamente la voluntad amorosa de Dios. Desde ese trasfondo ideológico debe entenderse el texto. Según el versículo 30 en la hora del episodio de la cruz tiene lugar el ataque decisivo de Satán contra Jesús. Pero Satán no encuentra en Jesús nada, sobre lo que pudiera esgrimir una pretensión, que pertenezca a su esfera de dominio, es decir, a la muerte, el pecado, la mentira, el odio, etc. Entre Jesús y Satán no hay planos comunes de contacto, ni siquiera parentesco alguno natural. Por lo que fracasará cualquier pretensión satánica sobre Jesús. En esta batalla Jesús aparece de antemano como El vencedor. EL versículo 31 da la razón de por qué en Jesús se quiebra el poder del maligno: «Pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre, y que, conforme el Padre me ordenó, así actúo.» Es la plena vinculación de Jesús a Dios su Padre, el «amor perfecto» que separan radical y esencialmente a Jesús del maligno. «Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (4,34). Con ello se cierra el círculo. A través de su camino hacia la cruz en obediencia a la voluntad divina, Jesús se convierte ahora definitivamente en el revelador del amor divino. Así ha entendido Juan la muerte de Jesús. Y eso es precisamente lo que el «mundo» debe entender de Jesús.

Con la exhortación «¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!» concluye, pues, este discurso de despedida.


Meditación

La palabra paz goza, al presente, prestigio universal. Se trata con ello, ante todo, de poner un dique a las guerras y sus desoladoras consecuencias y evitarlas en lo posible. Una ojeada al acontecer político de nuestros días nos enseña ciertamente lo difícil que es el empeño y los escasos progresos que se han hecho en este campo pese a las amargas experiencias de las grandes guerras mundiales. Pero la importancia de la idea de paz, y menos aún de una paz universal para el mundo y la humanidad, tal vez no haya de enjuiciarse sólo por sus consecuencias palpables. El hecho de que exista esa idea de paz universal y de que se sienta como una llamada político-moral para orientar de acuerdo con ello la actuación política, es ya en sí de bastante importancia y muestra simultáneamente hacia dónde apuntan las esperanzas de millones de hombres.

Pero esta paz universal, que hoy aparece como el único objetivo lógico y razonable de la política mundial, ¿no es la contrapartida de la paz escatológica de Jesús? ¿No es precisamente esa paz «como el mundo la da», en la que según parece no hay confianza alguna? ¿Qué tienen en común esas dos concepciones de la paz escatológica celestial y divina, y la de una paz política universal?

Hay una tradición cristiana que aquí establece de hecho una distinción tajante y en favor de la cual se alinean grandes nombres, como los de Agustín y Martín Lutero. Según esa tradición, la paz prometida por Jesús es en primer término una realidad espiritual e interior, que ciertamente se le ha prometido al hombre, pero que sólo encuentra su pleno desarrollo en el más allá o al final de los tiempos. Así dice ·Agustín-san en la exposición de este pasaje: «Nos deja la paz, en trance de partir; nos dará su paz cuando llegue al final. Nos deja la paz, en este mundo; pero nos dará su paz en el mundo futuro. Nos deja su paz, y si permanecemos en ella, venceremos al enemigo; nos dará su paz, cuando reinemos ya sin enemigo... Tenemos, pues, cierta paz, porque nos deleitamos en la ley de Dios según el hombre interior; pero no es una paz completa porque vemos otra ley en nuestros miembros, que contradice la ley de nuestro espíritu» 73.

Quienes se atienen a estas y parecidas interpretaciones son también en buena medida del parecer de que en modo alguno se puede compaginar esta paz religiosa del corazón, entendida sobre todo en un sentido individualista, con las proposiciones y los esfuerzos políticos de paz. La religión, según ellos, tiene que ver con la salvación del alma, y cualquier consecuencia política o social que se saque de aquélla se les antoja una falsificación.

Por otra parte, y a causa precisamente de esa concepción, al cristianismo se le ha lanzado el reproche de que en su historia bimilenaria haya hecho tan poco por impedir o eliminar las guerras y otros conflictos sociales. Los hombres del occidente cristiano no han podido evitar los grandes conflictos y han emprendido sus conquistas colonialistas, con las que han impuesto la opresión y la esclavitud en lugar de la paz del evangelio. Esta crítica justificada ha provocado en los últimos treinta años una reflexión más intensa del lado cristiano sobre la importancia política del concepto bíblico de paz. Con su encíclica Pacem in terris el papa Juan XXIII propuso un proyecto de labor política pacificadora, muy estimado incluso por el mundo no católico, y en parte acogido incluso con gran entusiasmo. También el Concilio Vaticano II en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, ha dedicado todo un capítulo 74 al problema de la paz: «Por ello, desearía el Concilio esclarecer el verdadero y soberano concepto de paz, condenar la monstruosidad de la guerra y hacer una ferviente llamada a los cristianos, para que, con la ayuda de Cristo, en quien se funda la paz, cooperen con todos los hombres, para afianzar la paz en la justicia y el amor místico y para disponer todo cuanto sirve a esa paz.»

Esa inteligencia se fundamenta aproximadamente en estos términos: es cierto que la paz escatológica no se identifica con la paz política; ambas no cubren el mismo campo. Es necesario de todo punto ver las diferencias. Hay que conceder asimismo que en este mundo no puede darse el reino mesiánico de la paz, la plena realización del reino de Dios. La paz escatológica en todo su alcance sólo puede entenderse como una realidad divina. Pero la fe en la reconciliación operada por Cristo puede y debe ser efectiva hasta el punto de que los cristianos, que creen en esa reconciliación, se esfuercen con todas sus energías por el establecimiento de la paz en el mundo. La paz de Cristo, que debe reinar en los corazones, impulsa a instaurar la paz en todos los ámbitos humanos y en el terreno sociopolítico, y se esfuerza en lograrlo. A ello contribuye también el conocimiento de que las guerras las hacen los hombres y no son catástrofes naturales inevitables. Cabe investigar las causas, y es también posible, al menos en principio, evitarlas. Los cristianos, que conocen la paz de Dios, deberían estar particularmente dispuestos a ello. Sin duda que de ahí deriva una de las tareas más importantes para un pensamiento y una acción políticos de responsabilidad cristiana. Las dificultades concretas, que se dan en este campo, no deben desconocerse o postergarse. Mas dado que hoy la humanidad debe aprender la paz de un modo nuevo y fundamental, si es que no quiere llegar a su aniquilación, el propósito cristiano de paz para el mundo es en sí mismo sensato, y lo es también el contar con un planteamiento de las tareas a largo plazo.

Pero precisamente frente a las dificultades la fe en la paz escatológica, otorgada ya por Jesucristo, adquiere nueva importancia. En efecto, el hombre creyente puede apoyar con vigor un largo esfuerzo; puede contribuir a elaborar desengaños y a prestar ánimo para continuar en la lucha cuando en razón de los fracasos podría parecer una locura seguir en la brecha. No se deja confundir ni desanimar por los fracasos. Puede ayudar a un realismo crítico, aunque al mismo tiempo digno de crédito. Por ello, puede hoy justificar el legado de Jesús, cuando aparece como la paz escatológica. Pues el cristianismo -o más exactamente los cristianos- no pueden permitirse hoy el cultivo de un jardincillo acotado del alma, cuando en derredor los hombres luchan con los más graves problemas.

De este modo el compromiso socio-político de los cristianos se convierte en un testimonio de la presencia de Cristo en la comunidad. La defensa de la paz, de la humanidad, de la justicia y la libertad sociales y políticas, así como la lucha contra el hambre, la miseria y la opresión de toda índole, adquiere aquí un peculiar valor de testimonio. Una comunidad cristiana que no se encadena a los poderes dominantes, para asegurar así su propio dominio, no tiene, por el contrario, ningún valor testimonial, aun cuando pueda seguir hablando abundantemente de Dios y de Cristo. El camino, por el que Jesús ha enviado a la comunidad de sus discípulos, es el camino del seguimiento libre y responsable.
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73. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 77,3-4.
74. Cap. 5. «El fomento de la paz y la creación de la comunidad de pueblos»; la cita está tomada del nº 77.