CAPÍTULO 8


LA MUJER ADULTERA EL BLOQUE SINÓPTICO, ERRÁTICO EN EL CUARTO EVANGELIO: (Jn/07/53-08/11)

El relato, que sigue, sobre la adúltera no pertenecía originariamente al Evangelio según Juan, y nada tiene que ver con él en el plano literario, de historia de la tradición y de las formas, ni tampoco en el plano teológico. En opinión de Schnackenburg «para el cuarto Evangelio representa un cuerpo extraño, que incluso estorba y rompe la conexión de los capítulos 7 y 8. Por tal motivo hay comentaristas que dejan de lado la narración o sólo la tratan al final del Evangelio. Si, pese a todo ello, yo abogo por presentarla y exponerla en este lugar, ello se debe principalmente a que la historia -que a todas luces está cercana a la tradición sinóptica, y más concretamente a la lucana- ofrece un buen contraste respecto del Evangelio y de la teología joánicos. Es como si nos hiciera bajar de las alturas teológicas de la abstracción joánica colocándonos en el plano del Jesús histórico de los sinópticos, haciendo así palpable la tensión que existe entre la imagen sinóptica de Jesús y la que tiene Juan. Nos recuerda, además, que tanto los sinópticos como el cuarto Evangelio tienen como punto de partida al mismo Jesús y, lo que es importante, que la cristología joánica ha de remontarse a la imagen sinóptica de Jesús, a fin de conectar las afirmaciones teológicas con la experiencia y la visión fundamental. Por ese motivo -tal es mi opinión- este bloque errático ejerce una función buena e importante en el Evangelio de Juan al recordarnos que en el Nuevo Testamento el único Jesucristo es más importante que las diferentes teologías y cristologías.

7,53 y cada uno se marchó a su casa. 8,1 Jesús se fue entonces al monte de los Olivos. 2 Pero, al amanecer, se presentó de nuevo en el templo; todo el pueblo acudía a él, y él, allí sentado, los instruía. 3 Los escribas y los fariseos le traen una mujer que había sido sorprendida en adulterio. Y poniéndola delante, 4 dicen a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 En la ley Moisés nos mandó apedrear a ésas; pero tú ¿qué dices? 6 Decían esto para tenderle un lazo, con el fin de tener de qué acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía en el suelo con el dedo. 7 Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que entre vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra contra ella. 8 E inclinándose otra vez, seguía escribiendo en el suelo. 9 Ellos, al oírlo, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta quedar solos Jesús y la mujer, que estaba allí delante. 10 Incorporándose entonces Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te condenó? 11 Ella respondió: Nadie, Señor. Díjole Jesús: Pues tampoco yo te condeno; vete, y desde ahora en adelante no peques más.

Historia del texto. «Los testigos más antiguos e importantes, griegos, sirios, armenios, georgianos, coptos y latinos, relativos al texto neotestamentario no conocen de manera uniforme la perícopa de la adúltera (EP). Se impone la conclusión de que tal perícopa sólo encontró acogida en un momento posterior, que aún hay que precisar, en Jn entre los capítulos 7 y 8, o en otro lugar del canon neotestamentario. En ello coincide la tradición posterior, en la medida en que nosotros hemos podido abarcarla, que en su mayor parte apoya la existencia de la historia de la adúltera, pero indicando también claramente que sólo muy lentamente, y de forma más rápida en Occidente que en Oriente, fue reconocida como relato canónico». Nos hallamos ante lo que se denomina una perícopa errática, que, como tradición oral independiente, se divulgó entre las comunidades cristianas, pero que durante largo tiempo no encontró un puesto en ninguno de los evangelios canónicos. Los grandes manuscritos egipcios ignoran la perícopa, mientras que fue aceptada en las ordenanzas eclesiásticas de la Didascalia siria y de las constituciones apostólicas. La antigua tradición textual latina (occidental) presenta la perícopa relativamente temprano. Pero son sobre todo Jerónimo y Agustín los principales testigos de la tradición occidental y ambos consideran el texto como canónico.

Este hecho singular se debe evidentemente al contenido mismo del relato. Refleja la tensión entre fidelidad a la tradición de Jesús y los intereses de la disciplina de la Iglesia. Como la Iglesia naciente propendía a un cierto rigorismo en el tratamiento del divorcio, el adulterio y los pecados de impureza, la clemencia que Jesús había demostrado hacia aquella mujer adúltera le resultaba incómoda. Por otra parte, la perícopa se presentaba como tradición de Jesús, y no se podía escapar fácilmente a tal autoridad. Si, pese a todo, acabó por ser recogida en el Evangelio de Juan, ello ha de considerarse como una victoria de la tradición de Jesús frente a los intereses de un ordenamiento eclesiástico severo. Lo cual constituye a su vez un argumento de peso en favor de que nos hallamos aquí ante una antigua tradición de Jesús auténtica.

Género literario. No es fácil determinarlo. Bultmann califica el relato como «apotegma apócrifo»: se requiere el juicio de Jesús y él responde con una palabra que enlaza estrechamente con la situación. Pero en el relato aparecen unos rasgos novelísticos, como el silencio de Jesús y su conversación con la mujer. Para Becker la historia habría que incorporarla a las discusiones sinópticas. «Representa una perícopa cerrada, en la que, dentro por completo del estilo de una exposición escueta con la aparición de los enemigos y la preparación del problema, sigue el diálogo propiamente dicho, provocado por una pregunta directa y precisa de los antagonistas y se cierra con una palabra singular de Jesús, que responde de manera sobria y cortante a quienes le interpelan. En esa palabra se centra todo el énfasis del relato». Schnackenburg subraya, por el contrario, el silencio de Jesús y la «acción simbólica» de escribir; el centro no lo ocuparía la discusión, sino la conducta de Jesús frente a una pecadora y frente a los hombres que la acusan. Aparecen diversos motivos, que se encuentran asimismo en otros pasajes de los evangelios, como el de que los enemigos de Jesús quieran ponerlo a prueba, le «tienten» (cf. Mc 12,13-17 y par), tendiéndole una trampa. El motivo de Jesús y la pecadora alude al relato de Lc 7,36-50; lo que, sin duda, ha inducido a situar la historia después de Lc 21,38. Un tercer motivo, el de Jesús que escribe en el suelo, es un hecho que ha de entenderse como una acción simbólica. Y. finalmente, la conclusión de la historia con la palabra absolutoria de Jesús. Como se ve, resulta difícil establecer de manera inequívoca el género histórico-literario. Pero debería quedar claro que la narración, así como por su contenido rompe el marco de lo habitual, tampoco literariamente se deja enmarcar de un modo satisfactorio en un género determinado.

El problema histórico. En su trabajo Becker alude, sobre todo, a tres puntos de vista que abogan en favor de encontrar el lugar histórico del relato en la vida misma de Jesús. 1º. La cuestión que ocupa el primer plano en la discusión era un tema vivamente discutido en el judaísmo de tiempos de Jesús; 2º. Jesús decide en este caso abiertamente en contra de la tora y de sus defensores; 3º. Jesús perdona incondicionalmente y con plena autoridad.

La observación «y cada uno se marchó a su casa» (7,53) constituye el comienzo de la historia de la adúltera y, en conexión con la afirmación siguiente, alude al hecho de que con anterioridad ya había habido otra discusión entre Jesús y sus enemigos. El versículo sirve de hábil transición a la nueva historia.

Jesús, por su parte, marcha al monte de los Olivos, sito al este del templo, al otro lado del torrente Cedrón, y que ofrecía una hermosísima panorámica de la explanada del templo. El texto recuerda inequívocamente una situación similar a la que refiere Lc 21,37s. Según este dato Jesús enseñaba durante el día en el templo, mientras que por la noche abandonaba la ciudad, pernoctando en el monte de los Olivos. Así es como, según Lucas, habría pasado Jesús su última semana después del domingo de ramos. Mediante esa indicación cronológica la historia habría que incorporarla al ciclo de las discusiones que sostuvo Jesús en Jerusalén. La introducción enlaza estrechamente con ese cuadro general que traza Lc 21,37s (8,1-2).

El v. 3 representa el comienzo propiamente dicho de la historia. Escribas y fariseos -una agrupación de enemigos de Jesús que el Evangelio según Juan ignora, pero que aparece frecuentemente en los sinópticos- conducen a una mujer que acababa de ser sorprendida en flagrante adulterio. La ponen delante, «en el centro», y efectivamente va a ocupar el centro de todo el episodio. En conexión directa con el hecho formulan a Jesús una pregunta. Empiezan por presentar el caso: esta mujer ha sido sorprendida in flagranti. Sigue luego el punto en litigio: «En la ley Moisés nos mandó apedrear a éstas; pero tú ¿qué dices?» El v. 6 advierte que se trataba de «un lazo», de tenderle una trampa. Esperaban enredar a Jesús en esa espinosa materia legal y que diera una respuesta siempre comprometedora ante los doctores de la ley. De mostrarse severo en exceso, se vería que su pretendida clemencia y humanidad no era más que mera apariencia; si, por el contrario, se mostraba demasiado laxo y liberal, la cosa no encajaría con su piedad. La pregunta insidiosa presenta semejanzas con el relato acerca de la moneda del tributo (Mc 12,13-17 y par). Los interpelantes cuentan con que cualquier tipo de respuesta sea una trampa para Jesús. Pero Jesús reacciona aquí con la misma grandeza soberana.

El adulterio es algo que el Decálogo condena expresamente (Ex 20,14) y que castiga con severidad en la línea de otros preceptos de la tora. El adulterio propiamente dicho sólo se daba cuando un hombre casado tenía relaciones sexuales con una mujer casada o prometida (en este sentido el noviazgo equivalía al matrimonio). El casado sólo podía violar el matrimonio de otro, no el suyo propio. La fidelidad conyugal absoluta sólo pesaba sobre la mujer, que en virtud del contrato matrimonial pasaba a ser propiedad del varón. El precepto, pues, tendía sobre todo a proteger el derecho del casado a la propiedad exclusiva de la mujer. Sobre el adulterio pesaba la pena de muerte (cf. Lv 20,10; Dt 22,22). Si no se determinaba el género de muerte, se ejecutaba al reo mediante estrangulación. Pero Dt 22,23s castigaba con la muerte por lapidación el acto de yacer con una prometida. Muchos autores concluyen que la mujer de marras debía ser lapidada por tratarse de una novia o prometida, mientras que otros opinan que se trataba de una mujer casada, remitiéndose al hecho de que en tiempo de Jesús el derecho penal de la Mishna todavía no estaba vigente en todo su alcance. La cuestión no tiene demasiada importancia, toda vez que en ambos casos se castigaba el adulterio con la muerte. Más importante es, en cambio, el que ya entonces los fariseos hicieran esfuerzos por aplicar la pena de muerte en el menor número posible de casos.

La observación «con el fin de tener de qué acusarlo» (v. 6b) incorpora la controversia al procedimiento contra Jesús. Se van reuniendo acusaciones contra Jesús a fin de poder plantearle un proceso. También esto ha podido ser uno de los motivos para colocar la historia en este lugar del Evangelio según Juan. El v. 6c describe la primera reacción de Jesús a la pregunta que se le hace. Empieza por no dar respuesta alguna, dejando plantados a los interpelantes con la mujer, se inclina y escribe con el dedo en el suelo. No es fácil la interpretación de tales gestos; pueden significar un desinterés por todo el asunto, y también pueden tener un sentido simbólico. Algunos expositores piensan en Jer 17,13s: «¡Tú, Señor, esperanza de Israel! Todos cuantos te abandonan serán destruidos; quienes de ti se apartan serán escritos en tierra, por haber dejado al Señor, la fuente de agua viva» (Según LXX). Es una interpretación muy verosímil; según ella, se trataría de una acción simbólica. En realidad Dios tendría que escribir a todos los hombres en el polvo. «Es una declaración de nulidad, como sugiere también un texto rabínico, un juicio punitivo contra los culpables y sabedores de su culpa». Pero los acusadores no cejan e insisten en su pregunta (v. 7a). Entonces se incorpora Jesús y pronuncia unas palabras, que, sin duda, se encuentran entre las más importantes de la tradición sobre Jesús y que, con razón, han alcanzado ia categoría de una sentencia insuperable: «El que entre vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra contra ella» (v. 7b).

En el fondo hay una referencia al uso de que en caso de ejecución de una sentencia de muerte mediante lapidación los primeros testigos tenían también el derecho a tirar la primera pedrada (cf. Lev 24,10-16; Dt 17,2-7, como cuando lapidan a Esteban en Act 7,54-60). Con ello asumían la plena responsabilidad de la ejecución capital. La afirmación indica que tal responsabilidad sólo podía asumirla quien se sabe personalmente libre de cualquier pecado y fallo. Sólo una persona por completo inocente podía tener derecho a declarar culpable y ejecutar a un semejante. Pero ¿quién es ese por completo inocente? Nadie (cf. asimismo las palabras de Jesús en el sermón del monte: «No juzguéis, y no seréis juzgados», Mt 7). En ese pasaje descansa la tradición sinóptica de Jesús, de que se hace eco Pablo al decir: «Todos han pecado y necesitan el perdón de Dios» (/Rm/03/23). No hay ninguna palabra de Jesús que expresa de manera tan categórica la corrupción de todos los hombres por el mal. Es una palabra lapidaria con la claridad cortante de una verdad que penetra hasta lo más profundo. Jesús la lanza sin ningún otro comentario, y vuelve a inclinarse para seguir escribiendo en el suelo. Y es esa palabra la que opera, afectando a todos hasta lo más íntimo (v. 9).

El efecto se pone de manifiesto en que los acusadores van desapareciendo uno tras otro, siendo los más ancianos los que con su mayor experiencia de la vida empiezan por desfilar. Nada tienen que oponer a la palabra de Jesús, y así se largan uno tras otro; incluso los más jóvenes, que todavía no conocen tan bien la vida ni a sí mismos, se sienten inseguros y desaparecen. Y quedan solos, la mujer, que estaba en el centro, y Jesús. «Relicti sunt duo, misera et misericordia)> (= sólo dos han quedado: la miserable y la misericordia) (·AGUSTIN-san, Tract. in Jo 33,5). Y es ahora cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer (v. 10), a la que mira cara a cara al tiempo que la pregunta: «¿Nadie te ha condenado?» La mujer había escapado al veredicto general de sus jueces. Ahora se encuentra frente a Jesús con su pobre humanidad, con su culpa y su vergüenza. Pero Jesús la saca de su aprieto e inseguridad, no planteando en modo alguno el problema de la culpabilidad ni pronunciando contra la mujer ninguna palabra de acusación, sino refiriéndose únicamente a la conducta de los acusadores. En la respuesta de la mujer se percibe en cierto modo su alivio y liberación: «Nadie, Señor.» Y sigue la respuesta de Jesús que resuelve en sentido positivo toda la situación problemática de la mujer: «Pues tampoco yo te condeno; vete, y desde ahora en adelante no peques más.» Se trata, en efecto, de una palabra de pleno perdón del pecado. Jesús no quiere condenar, sino liberar. Con su decisión asegura la vida a la mujer, dándole así un nuevo impulso vital, una nueva oportunidad. Cierto que con ello no declara Jesús por bueno lo que la mujer ha hecho. Propiamente no tenía por qué decirlo; lo que de verdad importa es este nuevo comienzo para la mujer. Con razón pertenece esta historia a las cumbres más altas del evangelio, pues en ella se hace patente toda la importancia de lo que Jesús ha realizado. Por el contrario, la primitiva historia literaria de la perícopa nos muestra también las dificultades que hubo desde el principio para hacer prevalecer la causa de Jesús en este mundo y en sus estructuras.
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Meditación

Uno de los textos más antiguos en que se menciona esta historia es la constitución de la Iglesia siria llamada Didascalia. Allí se dice: «Si no acoges al arrepentido porque eres de corazón inmisericorde, pecas contra el Señor Dios, porque no obedeces a nuestro salvador y Dios, para obrar como él ha obrado con aquella pecadora, que los ancianos pusieron ante él, y que desaparecieron dejando en sus manos el juicio. Pero el que escruta los corazones le preguntó y le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te condena?» Ella le respondió: "Nadie, Señor". Entonces le dijo Jesús: "Pues tampoco yo te condeno; vete."» Dice mucho que este texto se menciona en una ordenanza eclesial, en la que evidentemente se trataba de regular la conducta de los cristianos que se habían hecho reos de pecados graves. Cabe suponer también que en ese campo de la problemática y regulación de la penitencia en la Iglesia antigua hay que situar el verdadero Sitz im Leben para la tradición de la perícopa.

Desde sus comienzos el cristianismo fue una «religión del perdón de los pecados y de la conversión», una religión de penitencia. En Juan Bautista el «bautismo de penitencia», el «bautismo para conversión», que iba unido a una confesión de los pecados (cf. Mc 1,4s), era el verdadero signo de su predicación del juicio. Ese bautismo tuvo su importancia en conexión con la expectativa del inminente juicio final. La conversión era la actitud requerida para que los hombres pudieran escapar al juicio punitivo de Dios. Ya en Juan la conversión comportaba un cambio radical de manera de pensar y de conducta práctica y, como el tiempo se sentía como algo apremiante, también la conversión se consideraba definitiva. Para Jesús de Nazaret las cosas eran algo distintas. Su mensaje de la proximidad salvadora y soberana del reino de Dios inminente introducía también un cambio en la idea de conversión. «Dios es el señor de la historia y otorga con potestad soberana la salvación al hombre. Ese es el tenor del concepto de reino de Dios, que nos resulta extraño». Y desde esa nueva y liberadora experiencia de Dios, Jesús se sabe con plenos poderes para ofrecer esa salvación a todos los hombres y, precisamente a los pecadores, puede otorgarles el perdón de los pecados y posibilitarles una nueva vida.

Aquí ocurre, pues, algo nuevo. Mientras que para Juan Bautista la conversión (la metanoia griega no tiene una traducción muy feliz en nuestra «penitencia») es la condición para recuperar la comunión con Dios, para volver a ingresar en la comunidad de los piadosos, de todo el pueblo de Dios, Jesús va al encuentro de los hombres y los acoge, con su autoridad personal, en la comunión divina, en el ámbito del amor de Dios que otorga vida, y confía en que tal comportamiento, ese perdón de los pecados pueda tocar al hombre en lo más íntimo, a fin de moverle de esa manera a la conversión. El perdón de los pecados que Jesús otorga provoca la conversión; es la secuela del perdón, no su condición previa. En los profetas del Antiguo Testamento y en Juan Bautista la conversión es además el retorno al antiguo ordenamiento divino, a la alianza, y está marcada por la obediencia a la voluntad divina expresada en la tora. Ese orden salvífico fue violado por el pecado, y la conversión lo restablece. O dicho más exactamente: el perdón divino, que sin duda tiene también aquí la última palabra, acoge de nuevo a los convertidos, a los que se vuelven, en el antiguo orden divino.

Un signo visible de ello era el sacrificio cúltico por el pecado. Además, el judaísmo conocía y conoce la gran importancia de la reconciliación entre los hombres. Para Jesús, en cambio, no se trata de restablecer un orden divino ya existente ni un orden cúltico, sino de algo más radical: la revelación de un nuevo orden divino escatológico, verdadero y definitivo, del reino de Dios, que Dios lleva a cabo por su amor absoluto e incondicional. Ese orden nuevo consiste, pues, en que Dios a través de la acción de Jesús se manifiesta a los hombres fundamentalmente como el Dios del amor incondicional; lo cual se echa de ver en el perdón incondicional de los pecados, como el que Jesús practica. Ya no se trata de un retorno a otro ordenamiento legal mejor, sino de una conversión o vuelta que debería afectar al estrato más íntimo y profundo del hombre. Es un retorno del hombre al Dios del amor, a un Dios en quien se identifican amor y libertad.

Es un nuevo encontrarse a sí mismo y una nueva autoexperiencia, por cuanto que el hombre se sabe amado y acogido por Dios. Es una liberación de todas las prisiones y miedos; un suscitar y encontrar eco en la capacidad amorosa del hombre. Con su perdón Jesús no busca ya la «obediencia a la ley», ni el retorno a unas formas de vida convenientes ni tampoco la adaptación a un conformismo social, sino la capacidad de reacción del corazón humano, es decir, del amor mismo. Al amor «preveniente» de Dios ha de responder el hombre con su amor. O, como dice Schillebeeckx, Jesús «liberando al hombre lo devuelve a sí mismo en alegre vinculación al Dios viviente».

Según la concepción teológica del cristianismo primitivo, la muerte de Jesús, entendida como «muerte expiatoria y vicaria por todos los hombres», fue el sello de esos plenos poderes y práctica de Jesús como perdonador de los pecados. Con su muerte quedó sellada para siempre la nueva alianza del perdón de los pecados y de la gracia. El signo de la misma lo vio la Iglesia primera en el bautismo. Como sabemos, el bautismo como signo salvífico escatológico se remonta a Juan Bautista; ese bautismo no fue instituido por Jesús como sacramento. En el cristianismo primitivo recibió, sin embargo, un nuevo sentido como «bautismo en el nombre de Jesús para el perdón de los pecados». Ese «en el nombre de Jesús» significa «con la invocación a Jesús», es decir, al crucificado y resucitado y, «bajo la invocación de su nombre» pronunciar sobre el neófito el perdón de los pecados.

No hay por qué desarrollar aquí toda la teología bautismal del Nuevo Testamento. Digamos, no obstante, que los textos neotestamentarios coinciden en afirmar que el bautismo es el signo salvífico (sacramento), que confiere al hombre toda la salvación y en todo su alcance, tal como lo ha proclamado Jesús; se hace realidad con el poder y soberanía vivificantes de Jesucristo y de su Espíritu, incorporando al hombre a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia. Ese poder y soberanía de Jesucristo permanece como la potestad perpetua y eterna de Jesús para perdonar los pecados. En la confesión del Señor Jesucristo, crucificado y resucitado, está fundada la comunidad de los creyentes, la Iglesia, y consecuentemente también el cristiano individual, sobre el poder salvífico de la cruz, que perdona los pecados, redime y libera, entrando en la esfera vivificante divina de la gracia y del amor.

Del cristiano bautizado se espera también, como lo certifica además el Nuevo Testamento, que mantenga en su vida práctica de cada día la ruptura ya operada con el pecado, que permanezca en ese nuevo y definitivo estado de salvación hasta el día de la salvación definitiva que llegará con el regreso de Cristo. «Por consiguiente, no reine ya el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que cedáis a sus malos deseos... Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia», dice Pablo (Rom 6,12.14). Se trata ahora de mantener el «estado de salvación» obtenido en el bautismo mediante una forma de vida que ya no está sujeta al pecado ni a la apostasía de Dios, y ello durante toda la existencia. Que esto era aspirar demasiado alto iba a demostrarse bien pronto, y así lo demuestra de hecho la primera carta a los Corintios. Mientras los cristianos vivían en el mundo una y otra vez sucumbían al «Adán viejo» del pecado, a las situaciones y estructuras mundanas de la sociedad gentil. No encontraban tan fácil el mantener la nueva vida escatológica ni siquiera en la práctica. En los escritos tardíos del Nuevo Testamento (lJn, Heb y Ap) percibimos por ello exhortaciones cada vez más claras a no apartarse de la fe y a no volver a la vieja vida de pecado.

Así, pues, en las comunidades cristianas era preciso ayudar a la debilidad humana; y eso se hizo mediante la introducción de la disciplina eclesiástica, que poco a poco, y especialmente en determinadas regiones latinas, fue adoptando unas formas legales. Los hábitos y costumbres cristianas se perfilaron cada vez mejor, y muy pronto se llegó a un canon de pecados graves, entre los que se contaban ante todo la idolatría, el asesinato y la impureza (especialmente en la forma de adulterio). Con ello, se llegó al problema siguiente: Jesús había predicado el perdón de los pecados, y lo había practicado sin limitaciones ni condicionamientos de ningún género. Había acogido a los pecadores y los había devuelto a la comunión del amor divino. Sin duda que del discípulo, que había obtenido el perdón, Jesús había esperado también una ruptura definitiva con el pecado. Por otra parte, el Señor había proclamado una ética radical y había exigido de sus discípulos un compromiso adecuado (cf. el sermón del Monte, Mt 5-7). Además, la Iglesia primitiva había adoptado la tora del Antiguo Testamento, manteniendo los preceptos éticos, como los del decálogo. ¿Cómo podían compaginarse el perdón sin limite de los pecados y una ética radical sobre todo cuando se contaba con hombres corrientes y molientes? Necesariamente tenían que llegar las tensiones.

Y conviene advertir además que éste no era un problema ligado a una determinada época, algo que sólo hubiera tenido importancia en el cristianismo antiguo; aquí se trata más bien de un problema con el que en todas las épocas ha tenido que enfrentarse una y otra vez el cristianismo, y al que siempre ha sido necesario encontrar una nueva respuesta adecuada. Y conviene observar también que las ordenanzas eclesiásticas más antiguas -por ejemplo Mt 18, especialmente 18,25-35- otorgan una primacía evidente a la misericordia y al perdón de los pecados frente a la disciplina jurídica y a su forma más agudizada, que era la excomunión. El perdón tenía en principio la última palabra. Esto, sin embargo, fue cambiando por el hecho de que en la Iglesia occidental se impuso la práctica, que duraría hasta la Edad Media, de que sólo se podía contar con la penitencia eclesiástica una sola vez en la vida. Esta concepción singular y violenta constituía sin duda un ataque a la actitud fundamental de Jesús en favor de una disciplina eclesiástica rigurosa. Se abría así un camino peligroso, al tiempo que no se puede ignorar que la práctica de la confesión auricular, que se fue imponiendo cada vez más en la edad media, suponía un avance importante frente a la práctica antigua. Pero con la creciente institucionalización de la gran Iglesia y con su centralización en Occidente por obra del papado romano la disciplina eclesiástica, sobre todo en la forma del derecho canónico, se impuso de tal modo que el carácter fundamental de la potestad para perdonar los pecados se fue oscureciendo cada vez más hasta pasar a un segundo término. Se empezó, sobre todo en Roma, a administrar la gracia (las indulgencias) y se la hizo depender de una serie cada vez mayor de condiciones. El perdón de los pecados se convirtió a menudo en un ritual mágico de absolución dentro de la confesión, y muy raras veces se experimentaba como el alumbramiento de una nueva vida surgida del amor divino. Sobre el trasfondo de esa evolución la historia de la mujer adúltera resultaba bastante extraña al pensamiento institucional eclesiástico y a su práctica dominante.

Hoy muchas personas tienen la sensación de que el Jesús que aparece en esta historia nada tiene que decir en las instituciones eclesiásticas, sobre todo cuando se trata de la moral matrimonial y sexual. Este aspecto del evangelio ha quedado asimismo marginado de forma permanente a propósito de los problemas que hoy pesan hasta extremos insoportables sobre la existencia de un sinnúmero de sacerdotes.

Por todo ello el destino de esta pequeña historia es más que significativo. Es una historia que pone de manifiesto los fallos en la evolución eclesiástica, que podemos observar incluso en nuestros días; sobre todo el predominio de la razón de Iglesia institucional sobre al amor perdonador y la humanidad de Jesús. Hay, pues, que leer el texto de modo que la palabra de Jesús nos hable a todos, y no sólo respecto de la conducta privada, sino también y precisamente respecto de la actuación eclesial de los hombres de la jerarquía eclesiástica, empezando por el propio papa. «Quien de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra.» Sólo quien escucha esta sentencia y la toma en serio, puede contar con reformas cristianas dentro de la disciplina eclesiástica. Si tomamos en serio esas palabras, sin duda que las cosas cambiarán un poco.

YO SOY LA LUZ DEL MUNDO
JESÚS DA TESTIMONIO DE SI MISMO (8,12-29)

El capítulo 8 del Evangelio según Juan toca de lleno el enfrentamiento de Jesús, y respectivamente de la comunidad joánica, con el judaísmo coetáneo. El tema principal de ese enfrentamiento es sin duda la lucha acerca de la revelación y, estrechamente vinculada a la misma, la cuestión acerca del lugar de la presencia de Dios. Es significativo que tal enfrentamiento haya ocurrido en el templo de Jerusalén, el lugar de la presencia de Yahveh. Aquí hemos de referirnos a las explicaciones acerca de la purificación del templo (2,13-22) así como al diálogo con la samaritana (4,19-26). El bando cristiano está persuadido de que en Jesús de Nazaret hay que reconocer no sólo al revelador y salvador escatológico, sino que en él está además el lugar de la presencia de Dios, que ha hecho desaparecer la presencia de Dios en el templo. Hay que recordar a este respecto la situación histórica. Ambos grupos, tanto los cristianos como el judaísmo -que entre tanto se ha puesto bajo la dirección de los fariseos- vuelven los ojos a la destrucción del templo de Jerusalén. No hay duda de que al judaísmo le afectó profundamente esa catástrofe. Basta escuchar el lamento del 4 libro de Esdras: «Ves cómo nuestro santuario ha sido devastado, nuestro altar abatido, destruido nuestro santuario, nuestra arpa arrojada al polvo, nuestra canción jubilosa acallada, doblegado nuestro orgullo, la luz de nuestro candelero apagada, la tienda de nuestra alianza arrebatada, profanados nuestros lugares sagrados, deshonrado el nombre que llevamos...» (4Esd 10,21-22). También al judaísmo rabínico se le planteó la cuestión del nuevo lugar de la presencia de Dios, lo cual constituye un aspecto que, en general, apenas ha merecido atención. La expresión judía para designar la presencia de Dios es shekina.

«Muchos midrashim judíos hablan de ángeles vigilantes (o ángeles protectores) que hubieran debido vigilar el templo; éste era indestructible mientras ellos lo guardaran. Una versión un tanto distinta de esta haggada dice: Mientras la shekina habitó en el templo, éste era indestructible; pero poco a poco la shekina se retiró de su lugar, de entre los querubines, a su lugar originario del cielo, dejando sin protección al templo y a la ciudad santa». Los textos judíos se refieren con frecuencia en tal sentido a la destrucción del primer templo (586 a.C.) y al primer destierro (el babilónico). Un texto famoso del profeta Ezequiel, contemporáneo de los sucesos, habla de cómo el kabod de Yahveh (la gloria de Yahveh, sinónimo de la shekina) abandona el templo (cf. Ez 10, especialm. 10,18-22; 11,22-25). Para los rabinos el estudio común de la tora se consideraba, entre otras cosas, como el nuevo lugar de la presencia de la shekina. He aquí el tenor literal de una sentencia del rabi Jania ben Teradyón (+ ha. 135 d.C.):

Cuando dos se reúnen, sin que medien entre ellos las palabras de la tora (como materia de diálogo), eso es la sede de los escarnecedores, cf. Sal 1,1 «En la sede de los escarnecedores no se sienta.» Pero cuando dos se sientan juntos y las palabras de la tora están entre ellos, con ellos habita también la shekina, cf. Mal 3,16 «Entonces se hablaron los temerosos de Dios, el uno al otro (es decir, dos), y lo escuchó Yahveh, y lo ha oído, y se consignó en un memorial ante él para los temerosos de Dios y los que honraban su nombre»

La tora y su estudio son ahora los signos de la presencia de Dios. Para los cristianos, por el contrario, Jesús en persona es el nuevo lugar de la presencia divina, como lo certifica también la sentencia transmitida por Mateo, que sin duda alguna deriva de la tradición judeo-cristiana: Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo entre eLlos (Mt 18,20).

Este ejemplo muestra que la cuestión de la presencia de Dios después de la destrucción del templo segundo conmovía por igual a judíos y cristianos, aunque las respuestas fueran diferentes. Aste es presumiblemente el verdadero trasfondo de la discusión en que se sitúan las afirmaciones del capítulo 8.

División. Entendemos los v. 12.13-20.21-29 como una unidad textual mayor, frente a v. 30-58 cuya temática general es algo distinta. Para los v. 12-29 hay que recordar sobre todo los paralelos del kerygma joánico (Jn 3,31-36.13-15.1621) y de los discursos de despedida, cuyas afirmaciones y conceptos se recogen aquí, sobre todo aquello que afecta a la cristología de la glorificación. Nos encontramos, pues, aquí preferentemente con afirmaciones kerigmático-doctrinales (dogmáticas) del circulo joánico, incorporadas a la discusión, y que constituyen un indicio importante del apretado engranaje de estos textos, que afloran en diferentes pasajes del Evangelio según Juan. En nuestra división textual se suma además la conexión del kerygma con la afirmación: Yo soy; una prueba más de la cautela con que habría que proceder con las operaciones critico-literarias en Juan.

Proponemos, pues, esta división:

1º. La declaración: Yo soy (v. 12);
2º. El testimonio revelador de Jesús (v. 13-20):
3º. Partida y glorificación de Jesús (v. 21-29).

1. LA DECLARACIÓN: YO SOY (Jn/08/12) J/LUZ-MUNDO

12 Jesús les habló de nuevo:
Yo soy la luz del mundo:
el que me sigue, no andará en las tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida.

El texto empieza con la afirmación: Yo soy (Ego eimi). Jesús asegura: «Yo soy la luz del mundo.» Según Schnackenburg y otros autores, la metáfora de la «luz», recogida aquí, posiblemente está motivada por una reminiscencia de la iluminación con antorchas, que se celebraba habitualmente en la fiesta de los tabernáculos, y que proyectaba sobre el templo y sobre la ciudad entera un resplandor festivo. Tal referencia es posible, aunque no necesaria. Lo verdaderamente importante desde el punto de vista objetivo es que aquí se recoge la fórmula de revelación cristológica, enlazándola con la metáfora de la luz. Con ello vuelve a entrar en juego el problema del dualismo joánico y la cuestión del trasfondo histórico-religioso de ese dualismo.

A este respecto conviene recordar que la experiencia del contraste entre luz y tinieblas pertenece a las experiencias primarias de la humanidad y así lo expresa el lenguaje de muchas religiones y textos religiosos. Habitualmente la luz aparece como símbolo de la salvación, mientras que las tinieblas son el símbolo de la desgracia. Para el hombre y la existencia humana la luz tiene una significación totalmente positiva, hasta el punto de que aparece como algo connatural la conexión entre luz y vida. En el círculo del pensamiento joánico entran en consideración diversas posibilidades (Antiguo Testamento, Apocalíptica, Qumrán y gnosis), de modo que resulta difícil establecer un único trasfondo. Más importante es la cuestión de cómo el Evangelio de Juan recoge la metáfora de la luz y cómo la interpreta en el nuevo contexto. Y no cabe duda de que el elemento decisivo es la nueva impronta cristológica de la metáfora de la luz. Jesús es en persona la luz del mundo. En Juan la luz aparece en conexión con el Logos divino (cf. 1,4.5.7.8.9: «la luz verdadera») y con el Logos encarnado con un carácter estrictamente personal. La luz indica ahí una persona determinada; la luz se entiende, por tanto, como una metáfora de la revelación y de la salvación; además no se dice que Jesús sea simplemente el portador de la revelación como de una doctrina o conocimiento, sino que él mismo es la revelación y la salvación. «Revelador» y «revelación» son «la misma cosa», «la misma persona». Así, pues, la metáfora con su lenguaje simbólico pretende expresar la verdadera importancia de Jesús para el hombre. Y en concreto para todos los hombres. Jesús, en efecto, es la luz del mundo, del «cosmos». El «cosmos» tiene en este pasaje un claro significado universal, en el sentido de que abarca a todo el mundo humano, y no la significación restringida del «mundo hostil a la revelación», como el poder que se constituye siempre de nuevo en la incredulidad como hostil a Jesús. Por consiguiente, Jesús es en persona la revelación y la salvación, que en él se ofrece al mundo. Además, aquí hay que ver la oposición a la concepción judía con perfiles más vigorosos de lo habitual. En el judaísmo se entiende sobre todo como luz la tora, por ejemplo en Sal 119,105: «Tu palabra [es decir, la palabra de la toral es una antorcha para mi pie y una luz para mi sendero.» En el judaísmo pueden, además, designarse como luz del mundo a Dios, a distintos hombres, la tora, el templo y, finalmente, Jerusalén.

Ahora bien, lo importante es el singular giro ético de la afirmación: «Yo soy», en el v. 12b-c, el giro va ligado a la idea del seguimiento de Jesús como el «recto cambio de vida». La vinculación del creyente a Jesucristo se expresa aquí mediante el concepto de seguimiento, recibido de la tradición de Jesús. El concepto de seguimiento tiene su puesto originario en las relaciones maestro-discípulo entre los rabinos, y forma parte de la imagen del rabí Jesús. Los discípulos siguen al maestro a cierta distancia, mientras que el rabí les precede señalando el camino. El trazado de ese camino es la tora. En Jesús se suma algo nuevo: la vinculación a su persona y a su mensaje. En la tradición sinóptica se conecta de distintos modos el seguimiento con la misión divina de Jesús y su predicación del reino de Dios. El mathetes (= discípulo) «asume de una vez por todas, mediante la llamada a la comunidad de los seguidores de Jesús, la obligación de colaborar en la misión mesiánica de su maestro, se declara dispuesto a servir a la futura realeza de Dios».

Por tanto, si el seguimiento enraíza en el círculo histórico y concreto de los discípulos del Jesús terrestre, en Juan hay que consignar una clara desviación de sentido en su concepción del seguimiento. Es verdad que sigue designando la vinculación a Jesús y su camino, pero no ya al Jesús terrestre, sino al Jesús exaltado y glorificado. Con lo cual se convierte en «sinónimo de fe». Y desde luego en sinónimo de una fe, que determina todo el cambio de vida. Quien sigue a Jesús, «la luz», es decir, vive en la relación creyente fundamental, «no andará en las tinieblas». El «andar» o caminar (griego: peripatein; hebreo: halak) resume en la tradición judía todo el «cambio de vida» ético-religioso, todo el contenido de la halaka. Con ello queda claro que el criterio último de la halaka no es la tora para los seguidores de Jesús, sino que la «halaka» («el camino», 14,6) de sus discípulos es Jesús mismo.

Con ello reduce Juan a un denominador supremo un estado de cosas que ya se encuentra en los sinópticos. El lenguaje dualista indica claramente que aquí no se trata de prescripciones o preceptos particulares, sino de una orientación básica y total de la actitud de la vida en su conjunto. Es necesario oír que la tora ya no es la verdadera luz del verdadero camino vital, sino que lo es Jesús en persona. Sólo el que le sigue no caminará en tinieblas; sino que más bien «tendrá la luz de la vida» (v. 12c). Un cambio de vida creyente es vivir en una luminosidad que deriva de la revelación. Quien se deja guiar por la luz, que es Jesús mismo, ya no caminará en tinieblas; es decir, no se perderá en el callejón sin salida y oscuro de la existencia cósmica, en el que no sabe adónde va (12,35), porque todos esos caminos sin sentido ni dirección acaban en la muerte, sino que «tendrá la luz de la vida». Pero esa «luz de la vida» es la vida misma en su calidad salvadora escatológica, en su sentido absoluto y sin problemas. Lo que aquí se expresa como promesa futura, vale ya para el presente, porque quien cree posee ya la vida y la luz le ilumina ya. Ha dejado atrás las tinieblas; por la fe ha entrado ya en el seguimiento; su carrera vital que se desarrolla en el seguimiento de la luz, Jesucristo, es el camino que conduce a la vida.

2. EL TESTIMONIO REVELADOR (Jn/08/13-20)

13 Dijéronle, pues, los fariseos: Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es válido. 14 Jesús les contestó: Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido, porque sé de dónde vine y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. 15 Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie. 16 Y aunque yo juzgue, mi juicio es fidedigno, porque no estoy solo, sino yo y el que me envió. 17 Y en vuestra misma ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. 18 Soy yo quien doy testimonio de mí mismo, pero también da testimonio de mí el Padre que me envió.

19 Preguntáronle, pues: ¿Dónde está tu Padre? Jesús contestó: Ni a mí me conocéis ni a mi Padre; si a mí me conocierais, conoceríais también a mi Padre.
20 Estas palabras las dijo junto al Tesoro, mientras estaba enseñando en el templo; y nadie le echó mano, porque no había llegado su hora todavía.

Esta sección se cuenta entre las que mayores dificultades ofrecen al lector actual del Evangelio según Juan en razón de su lenguaje y mentalidad singulares; por lo que requiere un examen y consideración atentos. Aquí se trata de la comprensión básica de la idea joánica de revelación.

La afirmación de Jesús en el v. 12 era una afirmación de Jesús sobre sí mismo y su importancia. Por consiguiente, tenía también el carácter de un testimonio, en el sentido de una confirmación y ratificación personal. A lo cual reaccionan sus oyentes, que aquí comparecen como «fariseos», con una réplica que se entiende como un reproche: «Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es válido.» Es un testimonio interesado por lo que no merece crédito. Está claro que nos hallamos ante una argumentación de tipo jurídico; el concepto de testimonio y de sus condiciones de validez es, en efecto, un concepto jurídico, y en ese sentido ha de entenderse. Pues bien. el autotestimonio está sujeto a la sospecha de parcialidad, por lo que se requiere ponerlo bajo una luz mejor. Lo cual no quiere decir que un testimonio de sí mismo no pueda ser verdadero; sino que su verdad habitualmente sólo se demuestra, cuando otros testigos apoyan y refrendan las afirmaciones del interesado. Jesús niega de manera categórica que su testimonio no sea verdadero simplemente porque es autotestimonio. Y ése es el centro de la discusión.

En los v. 14-18 sigue la respuesta de Jesús a esa objeción de una manera escalonada. Primero, su testimonio de sí mismo es válido, al tiempo que se dice por qué. Segundo, el testimonio de Jesús responde precisamente a la exigencia legal de que son necesarios dos testigos que concuerden en su deposición. Este último argumento parece estar en contradicción con el primero; el hecho de reclamarse a la exigencia de los dos testigos parece artificioso, montado y dispuesto desde fuera. Pero se pondrá de manifiesto que tal exigencia, si bien se mira, es precisamente lo que pone bajo luz adecuada la peculiaridad del testimonio de Jesús como testimonio revelador.

La primera respuesta de Jesús suena así: «Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido, porque sé de dónde vine y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy.» Jesús aparece como el sabedor de su origen y meta, mientras que los fariseos aparecen como ignorantes. Tal conocimiento acerca del origen, camino y meta final se acerca mucho al conocimiento gnóstico. Jesús se conoce a sí mismo, de modo que sabe cuáles son su de dónde y su adónde. Sin duda que esa su procedencia y meta tiene para Jesús un contenido preciso: su origen es Dios, el Padre, que le ha enviado como a Hijo suyo. Y su meta última es asimismo Dios Padre, al que él se encamina (13,4; 16,27s; 17,8). Con lo que está claro que el conocimiento de Jesús acerca de su de dónde y adónde no es otra cosa que su conocimiento de la salida del seno del Padre y su retorno a él; es un conocimiento como origen y meta de sí mismo. Si los enemigos carecen de tal conocimiento está claro que tampoco reconocen la misión de Jesús por parte del Padre; de otra forma, sería perfectamente posible el entendimiento mutuo. Es su incredulidad lo que los separa de Jesús.

Jesús y sus adversarios se mueven en dos planos distintos. Por ello no se puede llegar a un entendimiento (v. 15s). Los enemigos de Jesús juzgan «según la carne»; es decir, de una manera anclada en lo terreno y mundano, que la determina. Su juicio responde a su horizonte existencial puramente cósmico y a sus correspondientes categorías, mientras que Jesús dice de sí mismo que ni juzga ni condena. En esta afirmación se confunden en cierto modo los papeles. Los fariseos juzgan, Jesús, por el contrario, no juzga, aunque tendría competencia para ello, como indica el v. 16. Mas, de querer juzgar, su juicio, su sentencia, sería conforme a verdad, porque no estaría él solo, «sino yo y el Padre que me envió». Lo cual quiere decir que su juicio tiene como apoyo y criterio el propio juicio divino. Así, pues, el juicio de Jesús se orientaría según el juicio de Dios y concordaría con él. Ahí descansaría su verdad, mientras que los enemigos, que juzgan «según la carne», seguirían prisioneros de lo mundano y aparente, estando sujetos, por tanto, a la problemática de todo juicio y veredicto humanos. Y para ello pretenden, desde luego, una alta competencia judicial.

Percibimos aquí un recuerdo de Is 11,3 donde se dice del Mesías venidero: «No juzgará por lo que vean sus ojos, no decidirá por lo que oigan sus oídos.» Pero también sobre la historia de la adúltera proyecta este pasaje una nueva luz. Es decir, que quienes en el fondo se orientan y sacan sus criterios únicamente de lo mundano tienen la audacia de emitir un juicio sobre Jesús, al que no afectan ni alcanzan tales criterios. Por el contrario, Jesús, que se orienta en exclusiva según Dios, se abstiene de cualquier juicio. Y así se echa de ver una vez más que al revelador no se le comprende desde lo mundano. Y ahora es Jesús quien pasa al ataque (v. 17s). Para ello se remite al principio jurídico de la ley de los judíos el testimonio coincidente de dos personas es verdadero. Pero ¿se puede aducir aquí ese axioma jurídico como argumento, cuando se trata del autotestimonio de Jesús? ¿Resulta aquí concluyente la referencia a esa precisión legal, o se trata de una «interpolación parodiando la exigencia judía», como piensa Bultmann?. Es evidente, desde luego, que el principio jurídico de los dos testigos experimenta una transformación tal como lo recoge Juan. Dos testigos, que han observado juntos un hecho o acontecimiento y que deponen un testimonio coincidente ante un tribunal, concuerdan entre sí, pero sólo de una forma externa y más o menos casual. La coincidencia, en cambio, de la que se habla aquí, es la coincidencia entre Jesús y su Padre, naturalmente que no puede darse de ese modo externo, porque uno de los testigos, Dios Padre, no puede estar presente de una forma externa ni tampoco se le puede interrogar. El problema decisivo en este pasaje es la afirmación siguiente:

«Soy yo quien doy testimonio de mí mismo, pero también da testimonio de mí el Padre que me envió.» Ya hubo otra referencia al testimonio del Padre (5,36ss), tratándose allí del testimonio de la Escritura. Aquí, evidentemente, la afirmación es más profunda. El giro «el Padre que me envió» va aquí más lejos: Jesús es el enviado de Dios al mundo, y como tal representa al Padre que lo envió. Ahora bien, ser enviado por el Padre constituye la existencia y función de Jesús en forma tan radical, que el ser enviado del Hijo, su presencia cn el mundo, manifiesta simultáneamente al Padre como su mandante. La existencia de Jesús como Hijo de Dios es de tal índole que no se puede entender en modo alguno sin el trasfondo del «Padre». Jesús es simple y llanamente el testigo de Dios. Lo cual quiere decir que Jesús no puede testificar de modo distinto respecto de sí mismo, que necesariamente concuerda con lo que el Padre certifica, al dar testimonio y acreditar a su Hijo. Eso es lo que subyace en la estructura objetiva de la afirmación testimonio, tal como aparece aquí. Jesús siempre se presenta a sí mismo como a Hijo y a Dios como a Padre; a sí mismo como a enviado y a Dios como a mandante. Es verdad que el testimonio del Padre, como testimonio independiente, externo y como tal demostrable, no se puede obtener en modo alguno si se le separa del testimonio de Jesús. En ese sentido no existe ninguna posibilidad de someter el testimonio divino en favor de Jesús a un análisis crítico, justo porque Dios no es una realidad objetiva a la que podamos referirnos en el mundo. Pero tal testimonio viene siempre implícitamente dado, emitido, en la afirmación reveladora de Jesús, y en ella está contenido necesariamente, porque a Jesús en su persona, en su palabra y en su acción histórica de salvación no se le puede entender más que como a Hijo del Padre, y enviado por Dios. La fe, que reconoce a Jesús, encuentra en él y por él presente a Dios, y quien no le encuentra en Jesús podrá tener una relación histórica con el propio Jesús, pero jamás una relación de fe.

Todo lo cual está perfectamente en línea con 14,9: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» Aunque también estas palabras son un testimonio tomado del testimonio divino de Jesús, que es necesario creer, pero no una tesis que pueda analizarse críticamente y que pueda reducirse a sus premisas.

La respuesta de los enemigos de Jesús confirma ese estado de cosas, cuando le dicen en el v. l9a: «¿Dónde está tu Padre?» No han entendido el lenguaje de Jesús, y por ello no proceden de forma adecuada ni aceptan el testimonio de Jesús. Y a ello aluden las palabras de Jesús en el v. 19b: «Ni a mí me conocéis ni a mi Padre; si a mí me conocierais, conoceríais también a mi Padre.» Lo cual indica que en la concepción joánica una cosa depende de la otra. El conocimiento creyente de Jesús como Hijo de Dios incluye directamente el conocimiento de Dios como Padre. Quien conoce a Jesús por Hijo reconoce a Dios por Padre. Para la concepción creyente cristiana ya no es posible en el fondo un conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Esa es justamente, según Juan, la importancia trascendente de Jesús: que revela a Dios Padre en el mundo (17,3). Lo que aquí se dice no es ciertamente algo específico de Juan, sino que responde de lleno a la afirmación que está en la fuente de los logia: «Todo me lo ha confiado mi Padre; y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (cf. Mt 11,27; Lc 10,22).

La sección concluye con un dato topográfico (v. 20): Jesús pronunció este discurso en el templo, y más en concreto, junto a la cámara del tesoro. Es probable que tal indicación se refiera al tesoro que estaba en la parte septentrional del atrio de las mujeres, donde se encontraban las «cajas de Dios» (las arcas de las ofrendas).

3. PARTIDA Y EXALTACIÓN DE JESÚS (Jn/08/21-29)

21 De nuevo les dijo Jesús: Yo me voy; vosotros me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado. A donde yo voy no podéis venir vosotros. 22 Decían los judíos: ¿Acaso se va a suicidar, puesto que dice: A donde yo voy no podéis venir vosotros? 23 Pero él seguía diciéndoles: Vosotros sois de aquí abajo; yo soy de allá arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. 24 Os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados. 26 Preguntábanle, pues: ¿Quién eres tú? Jesús les contestó: En resumen: ¿Para qué sigo hablando con vosotros? Muchas cosas tengo que decir y juzgar acerca de vosotros; pero el que me envió es veraz, y lo que yo oí de él, eso es lo que digo al mundo. 27 Ellos no comprendieron que les estaba hablando del Padre. 28 Jesús añadió: Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que yo soy y que nada hago por mi cuenta, sino que, conforme a lo que el Padre me enseñó, así hablo. 29 Y el que me envió está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado.

La sección se divide en dos unidades pequeñas: v. 21-24 y 25-29, unidas entre sí por la pregunta general del v. 25.

La primera perícopa (v. 21-24) trata el problema de la partida de Jesús y de sus consecuencias para la incredulidad. Con ello se roza el tema que será ampliamente tratado en los discursos de despedida (cf. sobre todo 16,4-11). De manera parecida a como ya lo había hecho en 7,33s Jesús habla de su marcha: Yo me voy; vosotros me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado» (v. 21a). La expresión «irse», partir, es equívoca. Se trata, en primer término, de la muerte de Jesús, de su ausencia completa del mundo. Pero en realidad se trata a la vez de la partida de Jesús al Padre (13,1; 14,3); y éste es el aspecto positivo de la marcha, que desde luego sólo la fe puede reconocer. Y así, cuando Jesús se haya ido, se le buscará; para los incrédulos, sin embargo, tal búsqueda será inútil, porque no tendrán más que la ausencia más completa de Jesús; nada más. En todo caso, incluso tras la muerte de Jesús, seguirán abiertos los interrogantes acerca de él: se le seguirá buscando. Ni él personalmente ni su causa habrán terminado por ello.

Del resto hay que decir que ni Jesús ni la incredulidad tienen algo que ver entre sí, sobre todo tras la muerte y resurrección de Jesús. La aseveración: «Moriréis en vuestro pecado», se refiere a la pérdida de la salvación. El pecado es la incredulidad, y ésta en la concepción joánica se identifica con la pérdida de la salvación, con la misma muerte. Así como la salvación está en la comunión de vida con Jesús, así la desgracia o condenación está en la separación definitiva de Jesús. Juan desarrolla el tema de la muerte y del pecado en estrecha conexión con el acontecimiento revelador. No desarrolla ninguna doctrina del pecado original. Más bien pecado y muerte se manifiestan como son en realidad, cuando el hombre se enfrenta al revelador Jesús. El v. 21c da una razón concluyente: «A donde yo voy no podéis venir vosotros.» Para la incredulidad no hay consumación alguna de la comunión con Jesús, como la que se da ciertamente para los que creen (14,1-3). Juan no conoce afirmación alguna sobre un castigo eterno en el infierno. Su palabra para designar la pérdida de la salvación se llama muerte, morir en el pecado es morir en la incredulidad. La incredulidad como actitud básica y permanente excluye al hombre de la salvación, de la «vida eterna» Esto responde una vez más a la alternativa radical de fe e incredulidad, vida y muerte. Y en este radicalismo no hay lugar para matices ni distinciones.

Los enemigos aludidos reaccionan prontamente con un equivoco joánico (v. 22). ¿Tiene quizá Jesús propósitos suicidas, cuando habla de la imposibilidad de encontrarle y de estar con él? También aquí ese equívoco sirve de base para la explicación siguiente (v. 23s). Y también aquí vuelven a expresarse ideas ya aparecidas en otros pasajes (cf. 3, 3 1-36). La afirmación: «Vosotros sois de aquí abajo; yo soy de allá arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo», corrobora la diferencia esencial y básica que media entre el revelador y el mundo, haciendo hincapié precisamente en el origen diferente. La idea de que el origen o procedencia determina toda la naturaleza del pensamiento y de la acción es algo que se encuentra con notable frecuencia en los textos gnósticos. Jesús, el revelador de Dios, pertenece por completo a la esfera divina, a la que tiene acceso la fe, mientras que la incredulidad queda excluida de la misma. Pero por sí misma la incredulidad no puede superar su origen «de abajo». Lo cual significa que la inteligencia de la revelación está cerrada a la incredulidad. Los equívocos tienen que darse con mayor o menor necesidad a partir de ahí. El v. 24 repite una vez más y refrenda la afirmación del v. 21 de que los oyentes morirán «en sus pecados» (esta vez en plural, que objetivamente no dice nada nuevo), si no creen que «yo soy». En este pasaje se encuentra el absoluto Ego eimi, que aparece repetidas veces en los textos siguientes, con lo que viene a ser el tema fundamental de las diferentes afirmaciones (cf. 8,24.28,58).

YO-SOY:Según las investigaciones más recientes todo parece indicar que la afirmación joánica «yo soy» habría que entenderla desde las afirmaciones similares de Yahveh en el Antiguo Testamento, y muy especialmente desde la famosa revelación del nombre divino de Yahveh a Moisés en la visión de la zarza ardiente (Ex 3,14), que ahora está correctamente reproducida en la nueva traducción unitaria:

Yo soy el que estoy aquí.

Y continuó:

Así hablarás a los hijos de Israel:
«Yo estoy aquí» me envía a vosotros.

En el sentir de la mayor parte de los comentaristas modernos, tal enunciado no es ninguna definición metafísica de la esencia divina. No se trata, por tanto, de designar a Dios como el ser absoluto, ni como el existente sin más; sino que la afirmación apunta a la proximidad y presencia auxiliadora de Dios en medio de su pueblo. Moisés debe confiar en la ayuda de Dios, mas no ha de pensar que puede disponer de Dios. Y es precisamente en ese sentido como debe entenderse la expresión joánica del «yo soy» como fórmula de revelación cristológica. Tampoco aquí se trata de una definición metafísica ni ontológica de Jesús, ni de una equiparación ingenua y simplista de Jesús con Dios, sino más bien de la respuesta cristológica a la pregunta acerca del «lugar de Dios». Jesús en persona es ahora el sitio de la presencia divina, el lugar en que el hombre puede encontrar a Dios en el mundo. Como hilo conductor hermenéutico de esta interpretación nos puede servir el enunciado de 14,9. Jesús, pues, exhorta a los hombres a encontrar en él mismo al Dios escondido, que aquí asegura al hombre su proximidad salvadora, su salvación. Quien escapa a esa proximidad salvadora,. escapa también a la verdadera vida y cae en la muerte.

Mas lo que ahora agrega de nuevo la perícopa de los v. 25-29 es una referencia explícita a la «exaltación» de Jesús, de la que ya se había hablado en el kerygma joánico (3,13-21), y por ende es una referencia a la cruz. Mediante la conexión aquí establecida entre la cruz y la afirmación «yo soy» queda definitivamente claro dónde hay que buscar y encontrar, según Juan, el lugar de la presencia salvífica de Dios: en Cristo crucificado. No es, pues, insignificante que en este marco aparezca una teología joánica de la cruz.

Con su pregunta: «¿Quién eres tú?» (v. 25a) los enemigos de Jesús declaran que no han entendido la afirmación de Jesús acerca de su origen, ni tampoco su afirmación «yo soy». El abismo entre el revelador y sus oyentes es manifiesto. Pero a esa pregunta ya no hay propiamente una respuesta ulterior, pues por la misma naturaleza del tema no podía darse. El problema, en efecto, de si Jesús es el nuevo lugar de la presencia de Dios, en el que Dios sale al encuentro del hombre dándole la salvación y la vida, no es un problema que pueda resolverse con algún dato externo y complementario; aquí se trata de la fe, del reconocimiento y no reconocimiento. Por ello en la pregunta habla la renuncia a creer. La respuesta de Jesús saca la consecuencia de todo ello cuando dice: «¿Para qué sigo hablando con vosotros?». Realmente Jesús no puede decir acerca de si mismo más de lo que ha dicho hasta ahora. Si los enemigos no quieren creer ni comprender, eso es cosa suya.

Desde ahí hay que entender también el v. 26. Jesús responde: «Muchas cosas tengo que decir y juzgar acerca de vosotros» para descubrir vuestra culpa. Juzgar tiene aquí la significación de «establecer y descubrir con sentencia judicial»; es decir, desenmascarar la negativa a creer. Pero Jesús renuncia a ejercer su función judicial aquí como lo ha hecho en otras ocasiones. Jesús no hace más que decir al cosmos lo que ha escuchado de su Padre, y entre esas cosas se encuentra también el «yo soy». En cierto aspecto ese «yo soy» describe la afirmación esencial del prólogo: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros». Pero tampoco ahora comprenden los enemigos de qué está hablando Jesús.

Los v. 28s constituyen el climax final con la referencia a la «exaltación»:

Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre,
entonces conoceréis que yo soy,
y que nada hago por mi cuenta,
sino que, conforme a lo que el Padre me enseñó, así hablo.

Con el lenguaje típico de la concepción joánica de la «exaltación» (cf. 3,14s así como la exégesis) sigue la referencia a la cruz. Que sobre todo se piensa en ello lo indica claramente el hecho de que la actividad de los enemigos en la exaltación se describe con el giro «cuando levantéis en alto...». Naturalmente, Juan sabe que Jesús fue crucificado por los romanos, pero sabe asimismo que también las autoridades judías participaron en el acontecimiento. Mas no es de eso de lo que aquí se trata en primer término, sino de que el proceso de la exaltación tiene un carácter de revelación y de que, como tal, representa asimismo el punto culminante del acontecimiento revelador y salvador. Porque justamente esa elevación mostrará que Jesús puede aspirar con toda razón al «yo soy», ya que la cruz es el lugar en que se ha revelado al mundo el amor de Dios (3,16). Habrá que pensar también en la cita escriturística mencionada en 19,37: «Mirarán al que traspasaron.»

Queda asimismo claro que Jesús mediante su muerte en cruz proclama su obediencia a la voluntad del Padre, y que, por tanto, el que «nada hago por mi cuenta», definidor exacto de la conducta de Jesús, se confirma y realiza de una manera perfecta. Jesús se sabe vinculado en todo y siempre al Padre. ¡Precisamente en esta hora, el Padre está con Jesús y no le deja solo! Tal afirmación puede casi entenderse como una polémica de Jn contra la tradición sinóptica del abandono de Jesús en la cruz por parte de Dios (cf. Mc 15,34; Mt 27,46). Tampoco en la historia joánica de la pasión ha encontrado lugar semejante afirmación del abandono, tanto menos cuanto que Jn presenta la pasión como la historia del triunfo de Jesús. Posiblemente se responde así también a una objeción judía, según la cual la crucifixión de Jesús constituiría una prueba decisiva de que Dios había abandonado a Jesús rechazándole. Y aquí replicaría enfáticamente Jn: Eso no es verdad; el Padre no ha abandonado a su Hijo ni siquiera al ser izado en la cruz Y la razón está en que «Yo hago siempre lo que es de su agrado»; es decir, cumplo siempre su voluntad. Bien puede decirse que en este pasaje se vislumbra como trasfondo una cristología del Siervo de Dios en el sentido de Is 53, como la que subyace en general -a nuestro entender- bajo el enunciado de la exaltación.
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Meditación

Jesús es el revelador y el testigo de Dios en el mundo. «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Sólo que ese testimonio en favor de la verdad de Dios fue discutido desde el principio y lo sigue siendo hasta el día de hoy. «¿Qué es la verdad?» replicaba el procurador Poncio Pilato a la afirmación anterior de Jesús. El problema, acerca del cual versa la pretensión cristiana de verdad y revelación, difícilmente se puede precisar mejor que en este contraste, en que un preso -entregado a los poderes públicos y sin grandes probabilidades de escapar- se proclama a si mismo como «testigo de la verdad», y en que el representante del poder mundano, del imperio de Roma, le hace constar el total absurdo de su empeño. ¿Qué puede significar «la verdad» en las relaciones políticas, económicas y de cualquier otro tipo de poder de este mundo? El hecho de que el cristianismo y la Iglesia después de dos mil años se hayan desarrollado hasta constituir un poder mundano, lejos de facilitar el problema lo han hecho más confuso y, por ende, más difícil.

No obstante, la verdad del cristianismo y lo que Jesús tiene que decir es ante todo él mismo. Él es el único que puede traer la luz a las tinieblas humanas. La fe, que quiere tener luz, que quiere obtener claridad sobre sí misma y su lugar, tiene por tanto que ser animosa y hacer gala de una gran paciencia, para analizarse a sí misma frente a todas las experiencias superficiales en el mundo e incluso dentro de la Iglesia y de sus instituciones, hasta llegar a Jesús. La Iglesia no se identifica con Jesús: el sacerdocio no es Jesús, ni siquiera lo es el papa, ni tampoco lo es el dogma; todas esas personas y realidades no pueden ser jamás algo sustitutivo de Jesús mismo. La fe cristiana en una Iglesia a la que se le han confiado los testimonios auténticos de Jesús en los cuatro evangelios, no puede quedarse en la superficie; no puede contentarse con superficialidades ni con cosas externas. Debe intentar una y otra vez penetrar hasta el núcleo vivo del cristianismo, hasta el origen y fuente de la vida cristiana, es decir, hasta la persona misma de Jesucristo. Sólo en esa única fuente se encuentra la verdadera agua viva, que la fe necesita para vivir. Sólo allí se encuentra la verdadera luz, que ilumina sus tinieblas terrenas e históricas. Ahí encuentra la sabiduría que le posibilita el hallazgo del recto sentido para sí y su vida y el no perder la esperanza frente a la historia humana, incluida la historia de la Iglesia. Preguntarse por sí mismo hasta llegar a Jesús es la única oportunidad para la fe cristiana y su futuro, y, por tanto, también su necesidad única.

Y ello es tanto más necesario cuanto que la misma Iglesia, después de una historia que pronto va a cumplir los dos mil años, en modo alguno facilita o garantiza siempre los accesos a Jesús, sino que también los obstruye. La miseria presente de la Iglesia y del cristianismo puede condensarse en la fórmula siguiente: Esta Iglesia, sobre todo en su jerarquía, ha ocupado en buena medida el puesto de Jesús (es su constante tentación en el sentido de la Leyenda del gran Inquisidor de Dostoievski). En el curso de su historia ha asumido unas ínfulas de poder que en el fondo no le competen. Además, un concepto rígido de tradición, ministerio y realidad institucional han hecho que esa Iglesia en su forma oficial haya llegado a ser incapaz en buena parte de la autocrítica, una autocrítica que no viene de fuera. de los enemigos de la Iglesia, sino del mismo evangelio. La Iglesia tiene que enfrentarse de continuo con semejante crítica que procede del evangelio, del Nuevo Testamento y, en definitiva, de la palabra de Dios, que es «una palabra viva... más vigorosa y cortante que espada de dos filos» (Heb 4,12); y todo ello si es que no quiere convertirse en sal insípida, que ha perdido su fuerza. Esa autocrítica sigue faltando todavía hoy en buena proporción.

Pero la autocrítica, la honestidad y veracidad a la luz de Jesucristo y del evangelio son absolutamente necesarias no sólo para la Iglesia en su conjunto, sino también en concreto para cada uno de los miembros, incluida la jerarquía con sus manifestaciones, porque sólo así se alcanza la credibilidad de la Iglesia ante el mundo, que es imprescindible para el testimonio de Jesucristo. La debilidad decisiva de la Iglesia frente al mundo moderno está en su falta de credibilidad, en su infatuación, en su incapacidad para convencer a los hombres, sobre todo a los jóvenes, en la fuerza deficiente de su testimonio.

Donde, por el contrario, la Iglesia tiene el valor de realizar esa autocrítica -como ocurre en muchos países de Sudamérica y del tercer mundo-, de distanciarse de las oligarquías dominantes, y desarrollar un nuevo estilo de vida cristiana, defendiendo la causa de los pobres, de los desheredados e indefensos, entonces encuentra de repente la credibilidad pese a todas las dificultades. Es entonces cuando un varón como el arzobispo Romero de San Salvador se convierte en mártir, y por tanto en testigo de Cristo, como lo fueron los de la Iglesia primitiva, cuya muerte reveló a todo el mundo la causa de Cristo en toda su vigencia.

Da la impresión de que en los países del tercer mundo, en los que la economía marcha peor que entre nosotros, la fe se vive con mayor intensidad, veracidad y fuerza que en nuestros países, marcados por el dinero y el consumismo del desarrollo moderno. Estamos apegados en exceso a nuestros sistemas (sistema jerárquico, sistema de impuesto eclesiástico, etc.), y ello impide la necesaria autocrítica en el sentido del evangelio.

JESÚS ES MAS QUE ABRAHAM LA DISPUTA ACERCA DE LA DESCENDENCIA DE ABRAHAM (8,30-59)

La unidad de la presente sección (8,30-59) puede defenderse con buenos argumentos, ya que los diferentes temas de las distintas perícopas enlazan entre sí mediante palabras clave, como veremos en la exégesis. Dividimos así la sección

1. Libertad, filiación abrahámica, el Hijo (v. 30-36);

2. La disputa acerca de la filiación abrahámica (v. 37-47);

3. Jesús es más que Abraham y es el lugar de la presencia divina (v 48-59)

1. LIBERTAD, FILIACIÓN ABRAHAMICA, EL HIJO (Jn/08/30-36 )

30 Mientras él decía estas cosas, muchos creyeron en él. 31 Decía Jesús a los judíos que le habían creído: Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: 32 Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. 33 Ellos le respondieron: Nosotros somos descendientes de Abraham, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú eso de seréis libres? 34 Jesús les contestó: De verdad os aseguro: Todo el que comete el pecado es esclavo del pecado. 35 Pero eI esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí que queda para siempre. 36 Pues si el hijo os hace libres, libres seréis realmente.

El v. 30 ciertamente que puede entenderse bien como conclusión del discurso de los v. 21-29 como comienzo de una nueva sección; en todo caso representa una buena transición. Alude al hecho de que muchos creyeron en Jesús en virtud de lo que les había dicho anteriormente. Hay que suponer que tales creyentes eran judíos. Así parece imponerlo la continuación del v. 31a, ya que ahora Jesús se dirige de manera explícita «a los judíos que le habían creído». «Quiere dirigirse a los judíos, que ya están en la fe desde largo tiempo atrás (part. perf.); para ellos cuenta la palabra de Jesús y deberían permanecer en su palabra. El evangelista necesitaba, para expresar esta idea, una observación de transición... Así se puede sospechar con razón que el evangelista está pensando en los judeocristianos de su tiempo, los cuales -probablemente sobre la base de la contrapropaganda judía- están en peligro de volver a apostatar de la fe cristiana». Con ello viene también dada la perspectiva desde la que se ha de ver este texto, a menudo de una gran dureza polémica.

Se trata a todas luces una vez más del enfrentamiento entre el judeo-cristianismo y la sinagoga que se va formando; de ahí que la cuestión de la verdadera descendencia abrahámica siga desempeñando un papel decisivo. Es patente la tendencia de que el texto pretende negar a los judíos la verdadera descendencia abrahámica, pues da la impresión de que quiere meter una cuña entre Abraham y los judíos. Personalmente Abraham no está del lado de los judíos sino del lado de Jesús! Se pretende hacerle testigo de Cristo. Por lo demás, aquí no podría tratarse únicamente de un puro judeo-cristianismo, sino de un grupo totalmente abierto, del que forman parte también los cristianos de origen no judío. Lo decisivo es que en el efecto final se anticipan unas delimitaciones. Los v. 31b-32 contienen una promesa a los judíos creyentes. Tienen que permanecer «en mi palabra». Ese permanecer «en...» es una típica expresión joánica, que aparece sobre todo en los discursos de despedida, aunque también en la primera carta de Juan (Cf. especialmente 15,4.5.6.7.8.9.10). La más cercana es sin duda la afirmación que se encuentra en el discurso metafórico de la verdadera vid: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo a vosotros; permaneced cn mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (15,9-10). De modo similar ha de entenderse aquí el permanecer en la palabra de Jesús. La formulación contempla esa palabra de Jesús como el espacio vital en que el hombre ha de mantenerse siempre, en el que debe permanecer de continuo como el «en donde» de toda su vida y conducta.

«Permanecer» subraya además la continuidad duradera y definitiva de la decisión creyente. La vinculación a Jesús debe ser. en efecto definitiva. Jamás hay que abandonarla, una vez que se ha entrado en ella, pues tal vinculación significa la salvación escatológica. «Permanecer» tiene un significado escatológico y decisivo. Cuando se abandona esa vinculación, como puede ser por apostasía o deserción, se abandona también el espacio salvífico de la fe, cayendo en el ámbito nefasto de la muerte y del mundo. Ese «permanecer en la palabra de Jesús» es asimismo la característica del verdadero discipulado. El discípulo de Jesús, en sentido joánico -y las cosas discurren de manera similar en la tradición sinóptica acerca de Jesús, que aquí se transparenta- consiste fundamentalmente en que el discípulo se orienta por la palabra de Jesús como la señalización única y definitiva. También, según Mateo, convertir a un hombre en discípulo de Jesús equivale ni más ni menos que a «enseñarle a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,30). La permanencia habitual en la palabra de Jesús es, pues, el signo del verdadero discípulo. ¿Y cuáles serán las consecuencias? De ellas habla el v. 32: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.» Esta es la sentencia proverbial de la verdad que hace libres y que ya forma parte del mejor patrimonio de la humanidad. Pero ¿qué es lo que aquí significa esa frase? Y. sobre todo ¿cuál es aquí el concepto de «verdad»?. Es evidente que el deseo de verdad o de conocimiento (de gnosis, naturalmente de la verdad) constituye una necesidad especial del hombre. Y esto no sólo en el sentido de un saber práctico o de un puro conocimiento intelectual de la verdad, sino también de una necesidad religiosa básica. Se trata aquí de aquella verdad que proporciona al hombre el sentido último y la claridad suprema acerca de sí mismo, que porta por consiguiente un conocimiento salvífico. Teológicamente aquí sólo pueden entrar en juego la verdad divina o la verdad de Dios. Esa verdad ofrece a su vez una última fiabilidad al hombre, el suelo firme en el que se puede estar y permanecer.

En el Evangelio según Juan se suma además el que la verdad aparece vinculada total y absolutamente a la persona de Jesús. Jesús no es sólo el maestro de unos principios verdaderos, ni es sólo el portador de una verdad de revelación objetivable y distanciable, que pudiera exponerse como una doctrina objetiva de su persona; sino que, según la famosa afirmación de 14,6, es personalmente «el camino, la verdad y la vida». Ello quiere decir que en el Evangelio según Juan hay que hablar de un concepto cristológico de la verdad. No se trata, por consiguiente, de una verdad abstracta con la que el hombre se encuentra, sino de la máxima verdad concreta en la persona misma de Jesús. Si, según la concepción joánica, la libertad pertenece también a la esencia de la verdad, ello significa que la verdad se ordena a la ética, a la vida y el amor.

El concepto de libertad aparece aquí sin una mayor determinación. De un modo totalmente universal se dice que la verdad, o lo que es lo mismo la revelación de Jesús, «hará libres» a los creyentes, que aceptan y experimentan esa verdad.

Semejante liberación es, pues, el efecto inmediato de la experiencia creyente de la verdad, el elemento decisivo de la fe en Jesús y la presencia de la salvación, tal como la palabra de Jesús y su Espíritu la transmiten. Desde ahí hay que entender también la liberación. Como quiera que sea, no se trata en primer término de una liberación política o social, sino de la liberación definitiva frente a las potencias de la muerte, del pecado, de las tinieblas, a las que el hombre sucumbe. O, expresado de otro modo, se trata de la liberación del hombre de sí mismo. Es la libertad radical otorgada al hombre por la fe en Dios y en Jesús. En el fondo, pues, se identifican experiencia de salvación y experiencia de libertad. Pero si la condenación se identifica con el poder cósmico de la muerte, el creyente a través de la verdad libertadora de la palabra de Jesús experimenta que ya no puede dominarle el poder de la muerte en todas sus formas y manifestaciones. Creer y amar es el permanente paso de la muerte a la vida. Según ello, tampoco la libertad es un estado adquirido de forma definitiva, sino un tránsito constante de la esclavitud a la libertad, que sólo es posible a través de Jesús, «el camino».

Replican los judíos remitiéndose a su filiación abrahámica: «Somos descendientes (literalm. «semilla») de Abraham. Esta idea de sí mismos incluye evidentemente para quienes escuchan a Jesús la libertad; con lo que indirectamente rechazan la oferta de libertad que les hace Jesús. Como «descendientes de Abraham» nunca habían sido esclavos; siempre habían sido libres, y la promesa de una liberación la entienden como un intento implícito de definir su estado presente como falta de libertad y como esclavitud (v. 33). La expresión clave «descendencia de Abraham» y quién puede con razón aspirar a la misma (o, dicho con mayor precisión, a cuál de las partes pertenece Abraham) son las ideas que van a dominar toda la perícopa siguiente hasta el final (v. 58).

La importancia de Abrahan como patriarca del pueblo judío la subrayan cada vez más los escritos del judaísmo primitivo y del rabinismo. Así se dice en el libro de Jesús Sirá, al elogiar los antepasados del pueblo judío:

Abraham fue el gran padre de multitud de naciones;
nadie fue semejante a él en gloria.
Guardó la ley del Altísimo y entró en alianza con él.
En su carne estableció la alianza,
y en la prueba fue hallado fiel.
Por eso Dios le aseguró con juramento
que las naciones serían bendecidas en su descendencia,
que lo multiplicaría como el polvo de la tierra,
que como las estrellas ensalzaría su linaje,
que los haría herederos de uno a otro mar,
del río hasta los extremos de la tierra.

Eclo 44,19-21

Los puntos de vista decisivos de esta imagen de Abraham son los siguientes: Abraham observó ejemplarmente la torá; cerró una alianza con Dios; esa alianza la refrendó en su propio cuerpo mediante la circuncisión, confirmándola una vez más con la prueba a que fue sometido para que sacrificara a su hijo Isaac. Sus méritos pasaron a sus descendientes; la «semilla de Abraham», es decir, los israelitas, «es exaltada hasta las estrellas». Que con la filiación abrahámica va también vinculado un status especial, una especie de nobleza, lo asegura claramente una sentencia del rabino Aqiba (+ 135 d.C.) que dice: «En Israel hasta los pobres parece como si fueran nobles primogénitos, que hayan venido a menos en su hacienda, porque son hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob» (1).

En muchos textos se atribuye al gran patriarca una significaci6n soteriológica: la filiación abrahámica asegura la participación en la salvación final. En su Diálogo con el judío Trifón, ·Justino-san dice de los maestros judíos: «Enseñan doctrinas y preceptos humanos; además se engañan y os engañan con la idea de que en todo caso quienes descienden de Abraham según la carne obtendrán el reino eterno, aunque sean pecadores incrédulos y desobedientes a Dies» (Dial. 140,2). O bien: «Os engañáis al pensar que vosotros, por ser descendientes de Abraham según la carne heredaréis en todo caso el bien que Dios ha prometido dar a través de Cristo» (Dial.44,1). La certeza de la salvación que se funda en la filiación abrahámica deriva, según otros testimonios, del convencimiento de que Dios mantendrá la alianza con Abraham en todas las circunstancias y que tendrá en cuenta los méritos de Abraham a favor de sus descendientes. No es, pues, en modo alguno tan temeraria y arreligiosa como se la suele presentar.

La idea de libertad va ligada al recuerdo de la filiación abrahámica: «Jamás hemos sido esclavos de nadie.» Tal concepción deriva del convencimiento de que la descendencia del gran patriarca constituye una especie de nobleza de nacimiento, asegura una categoría nobiliaria (eugeneia). A este respecto dice K. Berger: «La doble pretensión de los judíos, de ser hijos de Abraham y por ende libres, se funda en la identidad tradicional de nobilitas y libertas, pues quien posee la eugeneia es libre... Se trata, por consiguiente, de la pretensión habitual de poderse contar por justificado y salvado por poseer la eugeneia de Abraham».

No se puede establecer con certeza hasta qué punto se refleja aquí la concepción zelota de la libertad. No hay duda alguna de que la idea de libertad en el sentido político-religioso desempeñó un papel decisivo entre los zelotas y en la guerra judía. Describiendo a ese grupo de patriotas Flavio Josefo destaca su «insuperable amor a la libertad». «Quieren reconocer a Dios como al único Señor y rey». La idea de libertad se inserta ahí en la idea de la exclusiva soberanía regia de Dios sobre Israel. En esa misma línea Eleazar, último comandante de la fortaleza de Massadá, dice en su último discurso antes de que la roca cayera en poder de los romanos: «Hombres esforzados, desde hace mucho tiempo decidimos que no serviríamos ni a los romanos ni a ningún otro señor, más que a Dios, porque él es el único Señor, verdadero y justo, de los hombres. Pero ahora ha llegado la hora que nos impone demostrar con hechos ese sentimiento. Antes ni siquiera quisimos doblegarnos a una esclavitud, que no comportaba ningún peligro de muerte. Pero ahora tendríamos que aceptar libremente una servidumbre, que se convertiría en una venganza inexorable tan pronto como cayéramos con vida en poder de los romanos» (FLAVIO JOSEFO, Guerra judía VII, 322 ss.).

Los documentos prueban que entre los judíos de la época latía una precisa conciencia de libertad; la cual tenía, por una parte, sus raíces en el hecho de que Israel estaba sujeto únicamente a la soberanía regia de Dios y, por otra, se fundaba en la alianza divina con Abraham y en la idea de la filiación abrahámica; cosas que no tienen por qué excluirse. La respuesta de Jesús opone a todo ello otro concepto de libertad. En la aseveración del v. 34, empieza Jesús señalando que la verdadera esclavitud del hombre no consiste en una servidumbre externa, sino en la esclavitud del pecado. Quien comete pecado es esclavo del pecado. La verdadera falta de libertad, la verdadera esclavitud está en que, al cometer el pecado, uno se esclaviza y somete a su dominio. La servidumbre resultante define la «existencia» del cometedor de pecados en el sentido de una «esfera efectiva y fatídica», que ata a la falta de libertad. Y ciertamente que el motivo último que subyace al acto de cometer el pecado es la incredulidad. Con esa afirmación empieza en nuestro texto la nueva definición de lo que es ser hijos de Abraham y del papel del gran patriarca.

Pero el Evangelio según Juan da un paso más. Recoge una imagen del mundo patriarcal, la imagen de la comunidad doméstica (oikos), en la que estaba perfectamente establecida la posición de los siervos y siervas así como la del círculo de personas que pertenecían a la familia de los señores. Los criados podían ser despedidos en cualquier momento, mientras que los miembros de la familia estaban firmemente vinculados a la casa. Esa es la relación que señala el v. 35 cuando dice: «El esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí que queda para siempre (eternamente).» La expresión absoluta «el hijo» designa a Jesús.

El razonamiento adopta un nuevo giro. Se quiere decir que sólo «el Hijo» aporta la salvación definitiva y con ella la verdadera libertad. Si el v. 34 insiste todavía en el problema de reínterpretar el concepto de esclavitud, el v. 35 insiste en el concepto de «esclavo» contraponiéndolo al «Hijo». Se percibe una reminiscencia de la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12 y par). La afirmación pretende decir además que los judíos han de considerarse como «esclavos» que no pertenecen de manera estable a la casa, aunque lo importante aquí es que Jesús en persona es «el Hijo», contrapuesto así a los judíos y al antiguo Israel. En él se funda la nueva familia de Dios, como lo dice el v. 36. Es «el Hijo» el que trae la verdadera «libertad» y el que la otorga a los creyentes. «Si el hijo os hace libres, libres seréis realmente.» Esta afirmación, que contempla la mediación cristológica de la libertad, queda en todo caso muy cerca de las afirmaciones paulinas.

Desde los comienzos debió de ser muy vivo en la primitiva Iglesia judeocristiana el enfrentamiento con el concepto de la verdadera filiación abrahámica, el «verdadero Israel» y el verdadero sentido de la Escritura, del «Antiguo Testamento»; en todo caso debió de serlo desde el instante en que se tuvo conciencia clara de las diferencias que mediaban entre la comunidad cristiana y la judía o, dicho de manera más precisa, el problema del «verdadero Israel» fue en principio un problema interno al judaísmo, acaloradamente discutido por los diferentes partidos religiosos judíos, y muy en especial por los partidos reformistas de fariseos y esenios (Qumrán), que enarbolaban la pretensión de ser el verdadero Israel. Después se sumó el cristianismo primitivo como otro partido religioso, que tomó parte en la discusión desde su nuevo planteamiento. Según Juan los judíos se enfrentan al problema de cuál es su posición frente al propio origen. El problema de una filiación abrahámica entendida de un modo puramente étnico-biológico y de dicha filiación entendida más bien en un sentido cristológico-espiritual representó una verdadera dificultad al menos desde el establecimiento del cristianismo.

Por otra parte, la idea de la filiación abrahámica contiene para la concepción judía, más allá de la concepción gentil, una exigencia ético- religiosa, a saber: la exigencia de una obediencia perfecta a Dios, como la que practicó el propio Abraham. Ese es el otro aspecto que los cristianos deberían ver mucho más claramente. Que la verdadera esclavitud del hombre está en su servidumbre al pecado, en la esclavización al mal, podían también decirlo los judíos. La diferencia está en que, como dice el Evangelio según Juan, sólo «el Hijo», por tanto Jesús, trae la verdadera libertad.
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1. También se atribuye a distintos rabinos, Yishmael y Aqiba, la sentencia de que: «Todos los israelitas son hijos de príncipes.»
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2. LA DISPUTA ACERCA DE LA FILIACIÓN ABRAHÁMICA (Jn/08/37-47)

37 Ya sé que sois descendientes de Abraham; sin embargo, pretendéis matarme, porque mi palabra no cala en vosotros. 38 Lo que yo he visto estando junto al Padre, eso hablo; y vosotros haced lo que habéis oído a vuestro padre.

El v. 37 recoge y amplía la afirmación del v. 33. Jesús responde: «Ya sé (o «naturalmente que sé») que sois descendientes de Abraham.» La referencia a Abraham y a la filiación abrahámica se reconocen en cierto aspecto como justas y consistentes. Pero en esa afirmación Jesús no ve solo el hecho y la pretensión inherente al mismo, sino sobre todo la obligación que desarrolla de forma explícita el v. 39b. Por ello se trata ante todo de descubrir una contradicción. El reproche claro es que los judíos han tramado matar a Jesús. Y la razón es que su palabra no ahonda en los oyentes, «no cala» en ellos ni encuentra espacio vital para su desarrollo (*). Esa palabra de Jesús no tiene virtualidad en ellos. Eso es lo que caracteriza la resistencia interna de la incredulidad y el correspondiente rechazo. Y ahí radica también, según Juan, el motivo decisivo del propósito homicida, que a continuación se menciona o supone de continuo. El punto de partida para tal razonamiento es la mirada retrospectiva a la historia de Jesús y a su final trágico en cruz. Juan pretende dar una respuesta al problema de cómo se llegó a ese final, de cuáles fueron los motivos que provocaron el asesinato de Jesús. En la concepción joánica el motivo determinante del homicidio está en la incredulidad, en la resistencia a creer, en el rechazo interno de la palabra de Jesús; constituyendo todo ello un conjunto cerrado en sí.

El v. 38 descubre una nueva contradicción, que prepara la afirmación de la filiación diabólica de los judíos. Los enemigos de Jesús, que acarician tales propósitos contra él, ¿pueden ser en modo alguno «hijos de Abraham»? ¿Está justificada su reclamación al gran patriarca? ¿No es más exacto pensar que Jesús y sus oyentes tienen padres muy distintos? Las dos partes del v. 38 (a y b) representan otros tantos contrastes: Jesús habla de lo que ha visto junto a su Padre, y los judíos hacen lo que han oído de su padre respectivo. La diferencia está en los dos padres. Y ese origen diferente marca el ser, el pensamiento y la actuación de los diferentes hijos. El Padre de Jesús es Dios. Pero ahora cabrá preguntar: ¿Y cuál es el padre de los judíos? Y ello tanto más cuanto que no se enjuicia el origen por la pretensión, sino más bien por las obras. Tal afirmación hace, por tanto, problemática la pretensión de reclamarse a la filiación abrahámica. Los oyentes judíos parecen intuirlo, cuando ahora de forma directa insisten en su filiación abrahámica.
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SCHNACKENBURG Il. p. 281: «EI verbo khorein expresa un movimiento, la fuerza vital de la palabra divina traída por Jesús, que quiere meterse en los hombres para morar y obrar en ellos».
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39 Ellos le respondieron: Nuestro padre es Abraham. Contéstales Jesús: Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. 40 Pero ahora pretendéis matarme a mí, un hombre que os he dicho la verdad, la verdad que he oído estando junto a Dios. Eso no lo hizo Abraham. 41a Vosotros haced las obras de vuestro padre.

La afirmación de los judíos induce ahora a Jesús a discutir abiertamente la filiación abrahámica de sus adversarios. La verdadera descendencia de Abraham hay que demostrarla haciendo las obras del patriarca. El prestigio del padre del pueblo resplandece con sus distintas obras. «Para los judíos Abraham era el fundador del culto a Dios, al que reconoció como creador del mundo sirviéndole con fidelidad. Estaban orgullosos del monoteísmo y lo destacaban en su propaganda religiosa». Pero Abraham pasaba también por ser quien había cumplido toda la tora, aun antes de ser entregada a Moisés en el Sinaí (*). En ningún aspecto se discutía la piedad de Abraham; aquí entra además en juego la idea de que Abraham tampoco quiso matar a nadie. Eso es lo que expresa claramente el v. 40. Los judíos quieren matar a Jesús, «un hombre, que os ha dicho la verdad, la verdad que he oído estando junto a Dios». Que el texto original subraye con tanta fuerza «un hombre» está en relación, sin duda alguna, con el v. 44 y, dentro del contexto, significa también que la revelación se encuentra en ese hombre precisamente y que los enemigos están dispuestos a matarle. La acusación apunta a los asesinatos de los profetas. Y eso es algo que Abraham no hizo nunca. Una conducta tan radicalmente distinta descubre asimismo una actitud radicalmente diferente y desde luego un origen distinto, hasta el punto de hacer problemática la filiación abrahámica de los judíos. El v. 41a pone en tela de juicio, siempre con la vista clavada en las obras, que pueda justificarse tal filiación. Por el contrario, «Vosotros haced las obras de vuestro padre», de modo que cada vez resulta más apremiante la pregunta acerca de tal padre del que proceden tales obras. Los judíos lo intuyen y reaccionan con una contraafirmación tajante:
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«Descubrimos que nuestro padre Abraham ha observado toda la tora antes de que fuese dada...» (Qiddushim 4,14).
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41b Ellos le dijeron: ¡Nosotros no somos hijos de fornicación! ¡Un solo Padre tenemos: Dios!

Al reclamarse a su filiación divina, los judíos ocupan la altísima posición que les corresponde según la idea que tienen de sí mismos. La filiación divina representa, sin duda alguna, el supremo escalón frente a la filiación abrahámica. Primero, sin embargo, salen al paso con un equívoco, al entender la afirmación de Jesús en el v. 41a como atribución de un padre distinto de Abraham, cual si hubieran nacido de una relación ilegítima. También cabe la posibilidad de que se refleje aquí y se estigmatice la idea frecuente de entender la idolatría como impureza. Lo cierto es que se trata, en efecto, de la relación divina, en tal manera que es correcta la reclamación a la paternidad divina. La fórmula: «Un solo Padre tenemos, Dios»; o no tenemos más que un Padre que es Dios, recuerda también sin duda la confesión judía reconociendo al Yahveh único, tal como aparece en la oración principal judía de la shema. Pero el Jesús joánico pone ahora en tela de juicio incluso esa suprema idea que sus adversarios tienen de sí mismos, cuando dice:

42 Respondióles Jesús: Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí; porque yo salí y vengo de Dios; pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió. 43 ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Es que no podéis escuchar mi palabra. 44 Vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre, y son los deseos de vuestro padre los que queréis poner en práctica. Él fue homicida desde el principio; y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo suyo propio, porque es mentiroso y padre de la mentira. 45 Pero a mí, porque os digo la verdad, no queréis creerme. 46 ¿Quién de vosotros puede dejarme convicto de pecado? Si yo digo la verdad, ¿por qué vosotros no queréis creerme? 47 El que es de Dios escucha las palabras de Dios. Por eso no escucháis vosotros, porque no sois de Dios.

El contraste se agudiza cada vez más, y ello con ayuda de un pensamiento dualista, cuyas huellas más antiguas se encuentran ciertamente en el dualismo iranio, y que nosotros encontramos de una forma marcada en los escritos de Qumrán, aunque en conexión con diversas imágenes hostiles. Ahí se encuentra también, aunque desde luego en textos de mayor influencia gnóstica, el modelo mental: la conducta determina el origen y, a la inversa, el origen condiciona el comportamiento. Según esa concepción, la conducta aparece tan inexorablemente establecida por el origen, que apenas si quedan otras alternativas posibles. Todo aparece más o menos predestinado, encontrando ahí un firme apoyo la doctrina predestinacionista de concepción similar. Mas hay que proceder con cautela en tales elucubraciones y contar más bien con una lógica primitiva, cuya capacidad psicológica de diferenciación deja mucho que desear. Vaya esto por delante.

En el v. 42 recoge Jesús la palabra clave de la filiación divina para rebatirla. El criterio decisivo al respecto es la conducta frente a Jesús, al igual que en otros pasajes del cuarto Evangelio las relaciones del hombre con Dios se deciden según la conducta observada frente al revelador Jesús. Si Dios fuera su Padre, como afirman los judíos, amarían a Jesús. En este pasaje «amar» designa la actitud ilimitadamente positiva frente a Jesús, que se manifiesta en una conducta adecuada. Lo que sorprende es que aquí no se hable de la fe, sino del «amor a Jesús», lo que rarísimas veces ocurre en el Nuevo Testamento (cf. 1Pe 1,8: «Le amáis [a Jesucristo sin haberle visto; ahora creéis en él sin haberle contemplado»); aunque es evidente que el amar a Jesús incluye el creer en él.

Puesto que aquí se trata de la relación con Dios, en este pasaje bien puede subyacer de nuevo un recuerdo de la gran plegaria judía de la shema, que cita explícitamente el precepto de amar a Dios con todo el corazón. El verdadero amor de Dios, como el que entra en la filiación divina, se manifestaría también en el amor de Jesús, porque él es ciertamente el enviado de Dios, que de Dios «ha salido» y «viene» al mundo. Esa venida tiene tal vez una significación particular. «Era la expresión para indicar la aparición salvífica de una divinidad o las aspiraciones de hombres que se atribuían una función salvadora».

El v. 42c define el mismo estado de cosas con la expresión joánica «por mi cuenta» y con la idea de la misión. Ambas ideas expresan la vinculación radical de Jesús con Dios y con la misión divina. No es posible invocar a Dios y al mismo tiempo rechazar a su enviado.

El abismo entre Jesús y sus enemigos se ha agrandado tanto, que éstos ya ni siquiera entienden su lenguaje (v. 43a). El enviado de Dios y los representantes del mundo hablan lenguajes distintos; tienen, como diríamos hoy, códigos diferentes, de modo que no pueden entenderse mutuamente. Discuten sin resultado, lo cual produce cada vez mayores equívocos. Así, pues, los equívocos, que aparecen una y otra vez, tienen en el panorama del cuarto evangelio un motivo profundo y de principio: la diferencia radical entre el revelador y el mundo. El dato se formula en forma de pregunta: «¿Por qué no entendéis mi lenguaje?» Y la respuesta es: «Es que no podéis escuchar mi palabra.» Incredulidad significa cerrazón frente a la palabra de Jesús. La actitud de rechazo conduce a una escucha selectiva, que sólo escucha lo que quiere escuchar y según quiere escucharlo, dejando de lado todo lo demás con la actitud de «por un oído me entra y por el otro me sale». El escuchar y no escuchar como formas de conducta humana tienen algo que ver con la disposición íntima; es decir, con el creer y el no creer, con la apertura y la cerrazón. Ahora bien, esta última depende de la manera de ser y del origen de los enemigos de Jesús.

El v. 44 destaca sin ningún tipo de reserva el reproche de la filiación diabólica de los judíos. «Vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre, y son los deseos (lit. las «concupiscencias») de vuestro padre los que queréis poner en práctica» (v. 44a). Con ello da Juan una explicación mítica de la incredulidad, de la cerrazón y del propósito resultante de matar a Jesús. La maldad, que ahí se hace patente es tan grande, que de alguna manera supera la responsabilidad humana y sólo puede atribuirse al poder sobrenatural del Maligno, es decir, al diablo (diábolos).

La figura del diablo como antagonista de Dios es algo que aparece relativamente tarde en la tradición veterotestamentaria. El hombre moderno empieza habitualmente por hacerse la pregunta de si realmente existe o no el diablo. Según ello, nosotros preguntamos: ¿Dónde y cuándo aparece la figura del diablo en la tradición bíblica? Segundo, ¿qué función tiene esa figura diabólica? ¿En qué contexto y con qué propósito se habla del diablo? Tercero, ¿cuáles son los motivos y experiencias, como podría ser la experiencia de un maligno suprapoderoso frente al cual el hombre se halla indefenso, que han conducido a la introducción de la figura del diablo o de Satán? Y cuarto, y finalmente, ¿cómo ve el Nuevo Testamento la singular misión de Jesús frente al diablo?

Hay que partir del hecho, reconocido por todos como válido, en la exégesis veterotestamentaria, de que en las tradiciones y en los testimonios más antiguos (hasta aproximadamente el s. V a.C.) no aparece ningún diablo, que pudiera entenderse como antagonista de Yahveh en la historia de la salvación ni como tentador y enemigo de la salvación humana. Ello puede también deberse a que los colectores y redactores de las viejas tradiciones israelitas han silenciado y excluido de manera consciente aquellos elementos de la fe popular que eran inconciliables con la fe en Yahveh, cosa que evidentemente ocurría. Yahveh, el Dios único de su pueblo Israel, no tiene junto a sí otros dioses que puedan equiparársele; tampoco tiene ningún antagonista que pueda discutirle el puesto. Su acción es universal, pudiendo atribuirsele incluso el mal y la desgracia, entendidos como efecto de su ira o como el castigo merecido que Dios impone. Se sabe de la santidad celosa de Yahveh, de su poder numinoso, que se experimenta y reconoce en su incomprensibilidad enigmática, sin que se pueda demostrar racionalmente. Así se dice aún en el Deuteroisaías (ha. 545 a.C.):

«Yo, Yahveh, y nadie más.
Yo, que formo la luz y creo las tinieblas,
que hago la felicidad y creo la desgracia.
Soy yo, Yahveh, quien hace todo eso» (/Is/45/06-07).

Las doctrinas teológicas sobre el pecado y el destronamiento de Lucifer y de sus secuaces al comienzo de la creación son interpretaciones posteriores, o mejor falsas interpretaciones -que, según los resultados de la exégesis moderna, no pueden ya sostenerse- de unos textos bíblicos. La serpiente en el relato del pecado original (Génesis 3) no es Satán, sino un mero símbolo de la tentación, que de manera enigmática sale al paso del hombre o surge en su interior y le lleva a la caída. Su identificación con el diablo se debe al primitivo pensamiento judío, según aparece también en la afirmación del Apocalipsis de Juan: «Fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua, el que se llama diablo y Satán, el que seduce al universo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12,9). Aquí, sin embargo, se trata de una afirmación neotestamentaria con un contexto diferente. En la narración del sacrificio de Isaac, mejor llamado la prueba de Abraham (Gén 22,1-19) se dice al comienzo, todavía del modo más natural, que es Dios mismo quien pone a prueba a Abraham, que le «prueba» o le «tienta» (Gén 22,1). En el Libro de los Jubileos, a comienzos del judaísmo (ha. 100 a.C.), la prueba de Abraham ya no se atribuye a Dios, sino al «príncipe Mastema» (Satán) quien, al igual que en el libro de Job, manifiesta sus dudas acerca de la piedad de Abraham e induce a Dios para que le ponga a prueba (Jub 17,16). Más tarde, ya en el Nuevo Testamento, la carta de Santiago declara en forma categórica: «Nadie, al ser tentado, diga: "Soy tentado por Dios". Pues Dios no puede ser tentado por el mal; y por tanto, él a nadie tienta. Cada uno es tentado por su propio deseo, que lo atrae y lo seduce» (/St/01/13s).

El texto probablemente más antiguo, en el que aparece Satán como un personaje perfectamente definido y como antagonista, es el relato introductorio del libro de Job (Job c. 1-2). El nombre de Satán deriva de la raíz hebrea stn, que se traduce como «ser hostil», «oponerse». «Personas o personajes, que se comportan de una manera hostil o contraria pueden, por tanto, denominarse como "satán", adversario o enemigo, son enemigos militares o políticos.... pleiteantes..., personas que con su conducta hostil o con su oposición pretenden impedir un determinado proyecto...» (WANKE). También en el campo religioso hay que partir de esa significación de adversario o impugnador. En el libro de Job, Satán entra todavía de lleno en «la corte celestial» de Dios. Regresa de una correría por la tierra. Dios en persona le interroga acerca de su «siervo Job», de su piedad y honradez. Satán pone en tela de juicio los méritos de esa vida piadosa con la contrarréplica de ¿Acaso Job teme a Dios de balde?» (Job 1,9). ¿No se trata acaso de una piedad egoísta a todas luces encaminada al propio provecho? Y eso es justamente lo que han de demostrar las pruebas a que Satán va a someterle con la permisión divina. Se empieza por las posesiones y los hijos de Job, que le son arrebatados uno tras otro con terribles golpes del destino. Pero después las pruebas afectan al propio Job, a su persona: «De acuerdo, pues disponer de él (lit. «está en tu mano») pero respeta su vida» (/Jb/02/06). Satán es aquí el antagonista por antonomasia, el adversarius, y desde luego el enemigo de Job, al que acosa con sus golpes. Pero en cierto aspecto es también el antagonista de Dios, ya que pone en entredicho la honradez y del temor de Dios y la honestidad de Job. Al final Job resiste todas las pruebas, porque en definitiva no le interesaban los bienes materiales ni la prosperidad, sino Dios mismo, cuyo gobierno parece resultarle extraño hasta lo irremediable. En todo ello Satán aparece al igual que en Zac 3,1s «como una figura sometida a la voluntad de Dios; de esa voluntad depende que Satán pueda imponer o no su conducta radicalmente hostil al hombre».

Una ojeada a cuanto llevamos dicho pone de manifiesto que en el desarrollo teológico de la figura de Satán se advierte una función exonerativa. La reflexión teológica cada vez más profunda no podía soportar el atribuir a Dios ningún tipo de actos o sentimientos, que le hicieran aparecer como causa directa del mal. En la medida en que se le entendía cada vez más a Dios como defensa y salvaguardia del bien y de la justicia, tanto más intolerable resultaba verle como el «tentador» activo del hombre o incluso como su inductor al pecado. En la figura de Satán se encarna cada vez más el enigma del mal, en la medida en que supera la comprensión humana y se personaliza más y más. Pero en toda la tradición bíblico-judia, incluida la primera apocalíptica, se mantiene siempre un rasgo fundamental: el antagonista Satán permanece, en todos los aspectos, incorporado y sometido a la esfera de poder del Dios único. Dios sigue siendo el Señor de la creación y de la historia. Es verdad que el poder del mal puede adoptar formas pavorosas, pero jamás puede convertirse en un «anti-Dios» autónomo e independiente. Sólo puede actuar dentro de los límites señalados por Dios. Cuando esa figura llega a ser un «anti-Dios» en un dualismo radical, nos encontramos de lleno en el pensamiento gnóstico.

De hecho la irrupción y elaboración decisiva de la doctrina de los ángeles y los demonios se da en la primitiva apocalíptica judía, en que la influencia irania debió de ser determinante (dualismo). Si originariamente Satán era todavía una figura aislada sin secuaces de ningún género, en las primitivas representaciones judías se convierte ya en el jefe supremo de todo un ejército de demonios, que debe llevar a término sus planes y propósitos malvados, dañinos y destructores contra el mundo y el hombre. Se convierte en el «príncipe de los demonios», recibiendo distintos nombres: Mastema, Beliar o Belial, como ocurre sobre todo en los textos de Qumrán y la literatura influida por los mismos. Aquí las novedades son sobre todo dos: primera, la fe en el diablo y en los demonios aparece en una forma radicalmente dualista, a los espíritus malos se contraponen los buenos; los espiritus buenos pertenecen al mundo celeste de Dios, mientras que los malos espíritus pertenecen al mundo terreno o, mejor dicho, «a este tiempo mundano malo», al «eón malo», a cuyo final se apresuran. En la tradición bíblica -como lo demuestra una vez más Qumrám- el dualismo está limitado. Dios es el creador del que procede todo el ser y acontecer, y que ha establecido asimismo el curso del mundo y de la historia. Pero también ha instituido los dos espíritus, de la verdad y de la injusticia, a los que corresponden dos clases diferentes de hombres: los «hijos de la luz» y los «hijos de las tinieblas». «Dios los estableció en partes iguales hasta el último tiempo y puso enemistad eterna entre sus clases». El segundo elemento es la masificación de los poderes demoníacos. El presente eón es tan malo, porque está sometido a incontables poderes diabólicos, que persiguen su destrucción con las catástrofes naturales, la guerra, las enfermedades y todo tipo de desgracias.

En el fondo la doctrina del diablo y de los demonios no representa ningún elemento originario ni decisivo en el marco general de la fe bíblica; es más bien algo incorporado, cuya aceptación sólo fue posible con muchos retoques. Dios no tiene ningún «anti-Dios»; el demonio y sus ejércitos tienen un poder limitado, que llega hasta donde lo permite Dios, soberano Señor del mundo y de la historia.

Esa es también la situación de la que parte el Nuevo Testamento. Jesús de Nazaret encuentra esta creencia popular y corriente, que acabamos de exponer, y la comparte como una realidad social. En tal sentido abogan las expulsiones de demonios, bien atestiguadas según relatan los sinópticos. Pero Jesús no ha desarrollado ninguna doctrina acerca del diablo ni ha difundido la creencia en el mismo. Su atención se centra únicamente en el lado práctico y en sus consecuencias. Su mensaje de la inminencia apremiante del reino de Dios, del Dios del amor, que quiere la salvación completa del hombre, apunta precisamente a la aniquilación del poder del maligno. Su culminación está señalada por la palabra del propio Jesús: «Pero, si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; Mt 12,28). El poder de la soberanía de Dios quebranta todo el poder satánico y prepara su destrucción final. Según Mc 3,23-27, Jesús es «el más fuerte» que arrebata el botín al «fuerte» (Satán). Aquí entran asimismo otras palabras de Jesús: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18). Es decir, que con su propia actuación Jesús ve llegado el final del dominio satánico. Vemos que la acción de Jesús no apunta a la difusión de la creencia en el diablo sino a la superación del poder y dominio del mal. En Jesús aparece el poder salvador de Dios con su plan, al que el hombre debe entregarse con nueva confianza y que, a su vez, le capacita para luchar contra el mal en sus diferentes manifestaciones. El Evangelio según Juan recoge, evidentemente con más fuerza aún que la tradición sinóptica, la creencia dualista en el diablo, pero dándole un giro específico. El diablo se convierte aquí en el auténtico adversario de Jesús, y como «poder del mal», se encuentra detrás de los enemigos de Jesús y los empuja en su acción hostil al mismo. Así se dice en 6,70: «¿No os escogí yo a los doce? Sin embargo, uno de vosotros es un demonio» (diábolos), refiriéndose a Judas Iscariote, que le traicionará. Su conducta se atribuye a influencia diabólica, cuando en 13,2 se asegura que el diablo «se había metido en su corazón», precisamente para traicionar a Jesús. A esto se suma la típica designación joánica del diablo como «señor de este mundo» (ho arkhon tou kosmou toutou, 12,31; 14,30; 16, 11). El «mundo» es este mundo malo, que globalmente está dominado por el poder del maligno, con un soberano en su vértice más alto. Es interesante que, fuera de tales pasajes, nada diga el Evangelio según Juan acerca de los demonios; ni siquiera habla de sus expulsiones. Lo realmente decisivo es la afirmación de que Jesús, con su muerte en cruz y su resurrección, reduce a la impotencia al «señor de este mundo». Frente a Jesús no puede hacer valer ningún derecho, ya que Jesús pertenece por completo a Dios. De ahí que en la cruz tenga lugar el juicio contra el «señor de este mundo», siendo ése el significado decisivo de la exaltación de Jesús. Y con ello se realiza la expulsión definitiva del mal. «Para esto se manifestó el Hijo de Dios: para destruir las obras del diablo» (/1Jn/03/08). Pero en el fondo esto representa la superación de la creencia en el diablo.

La idea de la filiación diabólica se encuentra en Qumrán, donde se enfrentan y contraponen los «hijos de la luz» y los «hijos de las tinieblas». En este sentido habla el pasaje siguiente:

Y cuando Él dice a David: Yo te he dado descanso de todos tus enemigos (2S 7,11), asegura que él le procurará el descanso frente a (todos) los hijos de Belial, que quieren llevarlos a la ruina, de modo que (por sus pecados) sean aniquilados, al igual que erraron en las maquinaciones de Belial, para así hacerles tropezar (en ellas)... y tramar maquinaciones malignas, a fin de que sean aprisionados para Belial por sus equivocaciones (4Qflor. 7s).

Lo que aquí cuenta sobre todo es que los enemigos proceden «del diablo, su padre», y que tal origen marca también su conducta, cosa que se repite a continuación. Quieren llevar a término los «deseos», las «concupiscencias» de su padre. Que la acción del mal, y en consecuencia también la del diablo, se manifieste sobre todo en las «concupiscencias», es algo que responde a la concepción coetánea. Según la concepción gnóstica, las «concupiscencias» de la psique tienen la función de encadenar al hombre al mundo tenebroso del mal, de someterle por completo al poder del mal para que disponga de él. Es la idea que parece resonar aquí, donde se subraya sobre todo ese «parentesco esencial y negativo» de la filiación diabólica.

Las afirmaciones que siguen en el v. 44b-d determinan la esencia del diablo en dos aspectos. Es un «homicida desde el principio»; expresión «desde el principio» o «desde el comienzo», que muy probablemente alude al pecado original. De modo parecido se dice en las Actas de Felipe.

«Pues, la concupiscencia procede de la serpiente desde el principio, y ésta es también la que combate contra los creyentes». El giro «desde el comienzo» no pretende indicar sólo el «comienzo histórico», sino también el «comienzo cualitativo» del mal, que sin duda continúa siendo un enigma, sobre el que no cabe seguir haciendo más preguntas. El mal empieza con el mal; es decir, con la voluntad maligna y con la acción malvada. «Desde el principio» el diablo trae la muerte para los hombres y no la vida. El asesinato es el verdadero negocio del diablo, de modo que sus «hijos» se reconocen en la voluntad homicida.

La segunda característica del diablo está en que no se «mantiene» en la verdad sino en la mentira. La verdad es la nota distintiva de la esfera divina, la esfera de la revelación y de la vida. Así como en el lado positivo verdad y vida coinciden y concuerdan, así concuerdan también en el lado negativo la mentira y la muerte o el asesinato. Se dice que el diablo ha abandonado el campo de la verdad, aunque no se nos cuenta la manera en que lo ha hecho. La razón dada de que «no hay verdad en él» no es una verdadera razón sino simple tautología. Lo que se pretende indicar es que el diablo está «fuera por completo de la verdad», y eso es lo que le caracteriza. Nada tiene que ver en absoluto con la verdad. Lo cual vale tanto más cuanto que la mentira constituye toda su esencia. Realmente no puede hacer nada más que mentir; la mentira es su elemento específico, «porque es mentiroso y padre de la mentira». Las cosas se presentan de tal modo que la naturaleza y función del diablo se definen con los dos conceptos de asesinato u homicidio y mentira. Esas son las dos experiencias básicas y negativas que se refieren al diablo como compendio del mal. Lo cual significa a su vez una cualificación ética negativa del ámbito diabólico.

Por contra, Jesús representa el campo de la verdad y de la vida. A los enemigos judíos se les hace el reproche de que no creen en Jesús, porque les dice la verdad. Lo cual responde al «no poder creer», una especie de incapacidad para la fe, que a su vez está relacionada con la índole y el origen negativos. Si la hostilidad del diablo a la verdad se deja sentir en la falta de fe de los judíos, quiere decir que la revelación de la verdad en la palabra de Jesús provoca abiertamente la hostilidad y con ella la incredulidad. Esto recuerda la teoría de la obcecación o endurecimiento, de la que volverá a hablarse en un contexto posterior. No obstante, dicha hostilidad es totalmente gratuita e insostenible, pues se dirige contra el «justo». Aquí hallamos el motivo de los justos perseguidos sin razón, como aparece, por ejemplo, en Sabiduría 2,13-20, donde se dice:

Proclama que tiene la ciencia de Dios
y se llama a sí mismo hijo del Señor.
Se ha convertido en reproche de nuestros pensamientos;
su sola presencia nos molesta;
porque su vida es diferente de la de los demás
y son distintas sus sendas.
Nos tiene por falsa moneda,
y de nuestros caminos se aparta como de impurezas.
Proclama dichoso el fin de los justos
y se gloría de tener por padre a Dios.
Veamos si sus palabras son verdaderas
y examinemos lo que al fin será de él.
Pues si el justo es hijo de Dios,
Dios lo acogerá lo librará de manos de adversarios...
Condenémoslo a muerte afrentosa
pues, según sus palabras, Dios lo visitará.

Dentro por completo de esta línea dice Jesús: «¿Quién de vosotros puede dejarme convicto de pecado?» Es evidente, a todas luces, que nadie puede hacerlo. Jesús nada tiene que ver con el pecado. Es inocente por esencia (compárese la actuación ante Pilato 18,29.38; 19,4.6, en que el motivo de la «inocencia» desempeña un papel esencial). El tema de la «inocencia de Jesús» ha sido también importante, sin duda alguna, en la discusión de la comunidad cristiana con el judaísmo ya en los comienzos. Jesús es «el justo», que ha padecido sin motivo alguno; ahí se funda el convencimiento de la «muerte expiatoria y vicaria» de Jesús. Pero si Jesús no es evidentemente un mentiroso, sino que dice la verdad, ¿por qué no se le cree? (v. 46). Ésa es precisamente una pregunta angustiosa para el campo cristiano. Y no se puede responder de forma empírica ni superficial. Por ello en el v. 47 sigue otra respuesta que encaja en el pensamiento joánico del origen dualista. Quien es de Dios escucha la palabra de Dios. Lo cual significa precisamente que quien escucha «las palabras de Dios» en la revelación de Jesús y las cree, muestra con ello su origen divino; así como, a la inversa, en el no escuchar de la incredulidad se da a conocer lo contrario: un no proceder de Dios. Es ésta una argumentación dura que hoy deberíamos analizar, por buenas razones, con un sentido de reserva.

3. JESÚS ES MAYOR QUE ABRAHAM Y TAMBIÉN ES EL LUGAR DE LA PRESENCIA DE DIOS (Jn/08/48-59)

Fácilmente se comprende que un ataque tan fuerte y masivo tenía que provocar una adecuada reacción violenta:

48 Los judíos le respondieron: ¿No decimos, con razón, que tú eres samaritano y que estás endemoniado?

Los judíos tildan, pues, de samaritano y de poseso a Jesús; le devuelven con ello el reproche de la filiación diabólica. También en los sinópticos se encuentra la incriminación de que Jesús está personalmente poseído por el diablo y que actúa bajo influencia diabólica. Allí dicen de Jesús los escribas: «Éste tiene a Beelzebul» y «por arte de Beelzebul, príncipe de los demonios, arroja éste a los demonios» (Mc 3,22s). Posiblemente se trata de un reproche que corría entre los círculos judíos. Por el contrario, el apodo de samaritano no era habitual como insulto ¿Pretenderá sobre todo calificar a Jesús de hereje? Es poco probable. «El acento cae sobre la acusación de la posesión diabólica, que se hacía en conexión con la idolatría y los encantamientos; los samaritanos habían llegado a todo ello (cf. Justino, Apol. 26)» (Schnackenburg).

49 Contestó Jesús: Yo no estoy endemoniado, sino que honro a mi Padre, mientras que vosotros me quitáis todo honor. 50 Pero yo no busco mi gloria; ya hay uno que la juzga y la busca.

Rechaza el insulto; no está en modo alguno «endemoniado», como piensan sus enemigos; y justamente no porque se entiende a sí mismo como «Hijo de Dios». Por el contrario, lo que le apremia sobre todo es la «gloria del Padre». Pero los enemigos niegan a Jesús la gloria y honra que le corresponde como a enviado de Dios (cf. 5,23) La afirmación ha de entenderse una vez más desde este principio: «El enviado de un hombre es como él mismo» Jesús es el representante de Dios en este mundo, por lo que le corresponde la honra adecuada. El v. 50 refrenda tal afirmación. Sus oyentes deberían haber advertido ya que Jesús no busca realmente su propia «gloria»; eso es algo que deja más bien en las manos de Dios, el cual acabará honrando y glorificando a Jesús.

Mas el Padre es también quien «juzga», y lo hace sobre todo mediante la glorificación y exaltación de Jesús, pronunciando sentencia contra el cosmos incrédulo. La expresión recuerda además la invocación del juicio divino, especialmente frecuente en los salmos. El hombre piadoso y justo, oprimido y sin encontrar ninguna ayuda entre sus semejantes, presenta su causa ante el tribunal divino, porque espera la ayuda de Dios (cf., por ej., Sal 7,9; 22; y también Sab 3,1-8). De modo similar, en este enfrentamiento Jesús confía su causa a Dios, que al final pronuncia el fallo verdadero.

La afirmación siguiente aporta una nueva idea:

51 De verdad os aseguro: El que guarda mi palabra, no morirá jamás.

El versículo introduce toda una serie de afirmaciones nuevas, que ahora desarrollan de manera positiva la importancia de Jesús como revelador de Dios y portador de su salvación. La afirmación: «De verdad os aseguro...» (texto original: amen, amen) califica la sentencia siguiente, incluso de manera formal, como un texto de revelación. Quien guarda la palabra de Jesús con fe y la convierte en algo determinante para sí, no verá la muerte jamás; frase que no es sino el giro negativo de la expresión positiva «vida eterna», que ya hemos encontrado repetidas veces. Es una afirmación en la que se escandalizan los judíos:

52 Dijéronle los judíos: Ahora sí que estamos seguros de que estás endemoniado. Murió Abraham y los profetas. Y tú dices: El que guarda mi palabra, no experimentará la muerte jamás. 53 ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, que murió? Y también los profetas murieron. ¿Por quién te tienes tú?

Los judíos han entendido perfectamente la pretensión que late en la afirmación de Jesús, a saber: que él confiere la vida eterna. Y en ello ven la confirmación de su reproche de posesión diabólica. Un hombre, que asegura poder dar vida eterna con su palabra, no puede ser, en modo alguno, una persona «normal», puesto que se atribuye una facultad que compete sólo a Dios. Si el gran patriarca del pueblo judío hubo de pagar tributo a la muerte y si los emisarios de Dios en el Antiguo Testamento, los profetas, murieron asimismo, no cabe duda de que en la pretensión hay una valoración excesiva de sí mismo. Jesús se contrapone de una manera irritante sin ningún género de duda a los grandes hombres piadosos del pasado, cuando asegura que quien guarde su palabra «no saboreará la muerte jamás». La expresión «experimentar la muerte» (lit. «saboreará» o gustará) es una metáfora judía y recuerda el «amargo sabor de Ia muerte».

Es verdad que tampoco era extraña a la tradición judía la idea de que algunos hombres piadosos, como Henoc o el profeta Elías, habían sido arrebatados directamente de la tierra al cielo. Pero aquí el acento recae en que el hombre Jesús promete la vida eterna. ¿Acaso es Jesús mayor que Abraham y los profetas, todo los cuales hubieron de morir? (cf. también 4,12). En todo caso se impone la pregunta. Y la idea se entiende desde luego como una pretensión inaudita. Cuando los enemigos le preguntan: ¿Pero tú por quién te tienes?, en sus palabras late el convencimiento de que la pretensión de Jesús sólo puede apoyarse en una supervaloración infundada e insostenible de sí mismo. A una persona así sólo le interesa una exaltación desmedida.

54 Respondió Jesús: Si yo me glorificara a mí mismo mi gloria no valdría nada; es el Padre el que me glorifica, de quien vosotros decís que es vuestro Dios, 55 pero al que no conocéis. En cambio, yo sí lo conozco. Y si dijera que no lo conozco, yo sería, al igual que vosotros, un embustero. Pero sí lo conozco y guardo su palabra. 56 Vuestro padre Abraham se llenó de gozo con la idea de ver mi día, y lo vio, y se llenó de júbilo.

Jesús rechaza el reproche de la desmesurada supervaloración de sí mismo. Lo que afirma de sí no es ningún «hacerse pasar por», sino la pura verdad, que debe proclamar en virtud de su radical vinculación a Dios. Jesús no se da gloria a sí mismo; si lo hiciera, tal gloria sería realmente nada, ya que no pasaría de una pretensión hueca. Es el propio Padre el que «honrará» y «glorificará» (ambos conceptos resuenan en el original griego doxazein) a Jesús. Lo cual significa que no es Jesús el que hace valer una pretensión personal, sino una pretensión de Dios. Vista desde ese Dios glorificador, la pretensión de Jesús, que le hace aparecer superior al patriarca Abraham y a los profetas, no es un fatuo «hacerse pasar por», sino la verdad por la que Jesús trabaja. Dios mismo glorificará a Jesús, ese Dios al que se reclaman los judíos en su confesión de fe al decir que «es nuestro Dios», referencia a las fórmulas de bendición judías (*).

Entre el Dios de los judíos y el Dios de Jesús no hay diferencia alguna. Pero en el fondo, el reproche proclama que los judíos no han conocido a ese Dios; su deficiente conocimiento divino se refleja, según Juan, en el desconocimiento de Jesús: al no admitir al revelador, ignoran a su propio Dios. Jesús, por el contrario, conoce a Dios, porque de él ha venido como Logos hecho carne. La afirmación vuelve a formular el principio joánico de revelación de que sólo Jesús es el revelador definitivo de Dios, porque de algún modo conoce la esencia más íntima de Dios, ya que le conoce y proclama como Padre. Si afirmara algo distinto, Jesús sería de hecho un «mentiroso». Es, pues, todo lo contrario de cuanto piensan sus enemigos. Jesús sería mendaz, si cediendo al deseo humano rebajase su propia pretensión o si quisiera negarla. Pero no hace más que guardar fielmente la palabra de su Padre, permaneciendo fiel a su mandato hasta el fin. Con ello queda respondida con propiedad la pregunta de los judíos de si Jesús era acaso mayor que Abraham y los profetas. En definitiva, Dios mismo dará la respuesta con la glorificación de Jesús.

Y ahora puede Jesús avanzar un paso más y decir que el patriarca Abraham había esperado «mi día» (v. 56). Es una afirmación que recoge la esperanza judía de que los patriarcas participarán del mundo futuro en el tiempo escatológico y, muy especialmente, en los días mesiánicos. «El día de Jesús no es naturalmente sólo el tiempo de su aparición en el puro sentido cronológico, sino a la vez y sobre todo... el día escatológico, el día de la llegada del Hijo del hombre». Con Jesús ya está presente el Mesías, el salvador, que abre el tiempo de la salvación. Ese es el día que ha deseado ver Abraham, que lo ha visto y que, en consecuencia, le ha llenado de alegría escatológica, la alegría por la presencia de la salvación.
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Aquí has que referirse especialmente a la fórmula litúrgica «Yahveh nuestro Dios», por ej. «Alabado seas tú, Yahveh nuestro Dios, rey del mundo», etc.
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57 Contestáronle los judíos: ¿Todavía no tienes cincuenta años, y has visto a Abraham? 58 Respondióles Jesús: De verdad os aseguro: Antes que Abraham existiera, yo soy. 59 Entonces tomaron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.

Los judíos reaccionan a la afirmación de Jesús, entendida en sentido escatológico (v. 57) con un equívoco joánico, ya que argumentan con la cronología. Ese Jesús, que todavía no ha cumplido el medio siglo, ¿cómo puede haber visto a Abraham? ¡Eso es un absurdo! Pero ello revela una ligera inversión de los términos. Lo que Jesús había dicho es que «Abraham vio mi día», mientras que en el equívoco esa afirmación se traduce por la afirmación de que Jesús ha visto a Abraham. Frente a lo que Jesús ha dicho, este equívoco se revela como un absurdo. Pero de ese modo se prepara la afirmación siguiente, que constituye la cima absoluta del discurso joánico de revelación.

La sentencia reveladora del v. 58 está, en el texto original, una vez más introducida con el doble amen, amen, más justificado aquí por tratarse de algo realmente definitivo y supremo entre lo que pudiera decirse. La sentencia es ésta: «Antes de que Abraham existiera, yo soy.»

Los expositores cristianos han advertido desde siempre el cambio de verbos y de tiempos que se da en la misma. Al existir (genesthai = empezar a existir) de Abraham se contrapone el absoluto «yo-soy» (ego eimi), que implica una presencia absoluta. Abraham pertenece al histórico mundo humano del devenir temporal. Es verdad que también Jesús habla y se pronuncia en este mundo histórico; pero su palabra, más aún él mismo, viene del mundo divino que está por encima del tiempo; llega desde la eternidad presente. En ese sentido el absoluto «yo soy» trasciende asimismo el momento histórico presente.

La paradoja está en que un hombre histórico asume esa fórmula con la pretensión de definirse. En el fondo lo que Jesús dice aquí es: Yo soy la revelación de Yahveh. Yo soy el lugar de la presencia y de la revelación divinas en la historia. Así, esta formulación convierte el kairos terrestre en eternidad, y la eternidad en el histórico kairos terreno de la salvación. Para los adversarios judíos de Jesús semejante pretensión es una blasfemia, una ofensa a Dios, que en la concepción de la época merecía la pena de muerte. Y quieren apedrear a Jesús. Pero Jesús escapa a su intento y abandona el templo (v. 59). ¿Quizás que con la marcha de Jesús abandona también el templo la shekina de Yahveh? ................................

Meditación

1. La verdad os hará libres /Jn/08/32

En el Evangelio según Juan la sentencia «...y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres», así como la continuación «...si el Hijo os libera, seréis realmente libres» indica que no ha de entenderse en la cognoscitiva línea teórica en general, sino de un modo cristológico y soteriológico. La verdad, que libera, es Jesucristo en persona. Y la libertad es la salvación de los hombres, que a través de Jesús han conocido a Dios como a su Padre y que ahora pertenecen a la casa de Dios como miembros en pleno derecho. Según Tomás de Aquino, el logro de la libertad es el bien supremo que produce en los creyentes el conocimiento de la verdad. Para el Aquinatense el «liberar» no sólo asegura la libertad contra el miedo, es decir, un mero sentimiento psíquico de libertad, sino un auténtico «hacer libre» de cualquier tipo de error, de la esclavitud del pecado y de la corrupción de la muerte (1).

Pero en el curso de la historia, sobre todo a partir de la Ilustración, la sentencia «la verdad os hará libres» ha sido interpretada en el sentido de que toda clase de verdad (nueva) tiene un carácter liberador y emancipatorio: Verdad, en este caso, es la verdad filosófica, científico-natural, la verdad histórica y la político-social, cuyo carácter ilustrado se pone de manifiesto en contra del oscurantismo de la religión popular y de la fe en los dogmas, y también contra las injustas e injustificadas pretensiones dominadoras de las monarquías absolutistas. Es, además, la verdad de la razón libre y de la libre investigación, que trabaja sin los supuestos dogmáticos, es decir, indemostrados e indemostrables, frente a un sistema autoritario, que pretende para sí un conocimiento de la verdad no cuestionable y su plena posesión. Desde la revolución francesa de 1789 ahí entran también los modernos derechos de libertad de la persona humana, libertad de conciencia y de religión, libertad para exponer en público las propias opiniones, la tolerancia y todo el complejo de los «derechos humanos».

Al ritmo de esa evolución las iglesias, y sobre todo la Iglesia católica, fueron adquiriendo cada vez más la reputación de enemigas de la verdad y la libertad así entendidas. Durante el siglo XIX y comienzos del XX la Iglesia oficial se opone al desarrollo de los modernos derechos de libertad. «Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno», se dice en la encíclica MIRARI-VOS de Gregorio-XVI (15 de agosto de 1832). Asimismo en su Syllabus o «colección de errores modernos», de 8 de diciembre de 1864, Pío IX polemizaba contra el liberalismo y sus exigencias de libertad religiosa y de tolerancia pública.

Se trata ahí del problema del trauma del «mundo moderno» sin resolver. A contrapelo de las consecuencias de la Reforma y de los diversos movimientos de la Ilustración, el catolicismo -sobre todo en sus representantes más altos, los papas y la curia romana- se va haciendo cada vez más cerrado, autoritario y apologético.

En el fondo lo que aquí se discute es la «legitimidad del modernismo» en una dependencia romántica de las ideas medievales. Se conjuran muy especialmente «los peligros» de los modernos y del «espíritu de la época». El caso de Galileo hace que la moderna ciencia de la naturaleza, con sus métodos empíricos, se desarrolle en contra de la Iglesia y del dogma eclesial. La medicina y la biología -esta última sobre todo en la forma de la teoría evolucionista de Darwin- aportan una enorme contribución a la concepción moderna del hombre; lo que conduce a una nueva y positiva concepción del cuerpo humano y, en ese contexto, también de la sexualidad. La filosofía moderna y la moderna concepción científica -valiendo esto de manera muy particular para las ciencias histórico-críticas- se alían con la Ilustración y la libertad de conciencia. Finalmente, en la línea de la Revolución francesa y la conmoción del sistema estatal europeo a comienzos del siglo XIX, cuando también las gentes de visión amplia podían ya prever el final de los Estados Pontificios, se llega a la «angustia» altamente neurótica de los dirigentes eclesiales, que se echan en brazos de la reacción.

El liberalismo, el socialismo y el nacionalismo -en menor escala, aunque no menos peligroso- se convierten en los fantasmas espantosos citados de continuo, en las potencias demoníacas que sacan al mundo de sus cimientos. Pero entre tanto va desarrollándose la sociedad burguesa, surge la moderna sociedad industrial, esencialmente impulsada y sostenida por el «cuarto estado» del «proletariado», del mundo obrero que la Iglesia pierde en su mayor parte. Lo cual impide durante largo tiempo una comprensión positiva de la técnica moderna así como del mundo moderno del trabajo.

Con el paso del tiempo, sobre todo a partir de León XIII (1878-1903), se llega a las primeras aperturas cautas a la modernidad, aunque siempre mermadas y estrechas (crisis «modernista»), hasta que bajo Juan XXIII (1958-1963) se da una primera apertura decisiva. Una visión de conjunto descubre cómo el profundo «miedo a la modernidad» y la alianza con los poderes reaccionarios del siglo XIX condujeron a la enfermiza desconfianza contra las ciencias modernas y su concepción de la verdad así como contra las libertades individuales y sociales de la burguesía moderna por parte de la Iglesia católica, sumida en un retroceso histórico-cultural, que además le impidió una colaboración profético-crítica en la configuración de la sociedad moderna. Las cosas empezaron a cambiar poco a poco en la primera mitad del siglo presente. Y ha sido el concilio Vaticano II, el que con la aceptación de los modernos derechos humanos de libertad, ha representado una primera cima en esa dirección.

«Los hombres de nuestro tiempo son cada día más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de quienes exigen que los hombres, en su actuación, gocen y usen de su propio criterio, y de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» (2). «El concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Dicha libertad consiste en que todos los hombres han de estar libres de cualquier violencia, tanto por parte de grupos aislados o sociales, así como de cualquier tipo de presión humana; de manera que en las cosas religiosas nadie se vea forzado a actuar en contra de su conciencia, ni se vea impedido ni en privado, ni en público, como individuo o en unión con otros de obrar de acuerdo con su conciencia dentro de los límites adecuados. Declara, además, el concilio que el derecho a la libertad religiosa se fundamenta realmente en la dignidad de la misma persona humana, tal como es conocida por la palabra revelada de Dios y por la propia razón. Ese derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el orden jurídico de la sociedad, de manera que se convierta en un derecho civil» (3).

La gran importancia de los derechos humanos se subraya repetidas veces en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual hoy (Gaudium et spes). Baste un solo ejemplo: «De la conciencia viva de la dignidad humana surge ciertamente en diversas partes del mundo el deseo de crear un nuevo orden político-jurídico, que asegure en la vida pública una mejor protección de los derechos de la persona humana; como son el derecho de reunión, la libertad de asociación y de opinión, así como el derecho a una confesión privada y pública de la religión. La garantía de esos derechos de la persona es, en efecto, la condición necesaria para que los ciudadanos, individualmente o asociados, puedan tomar parte activa en la vida y dirección del Estado» (4).

Con ello la Iglesia católica se ha pronunciado en principio a favor de los derechos humanos y de los modernos derechos de libertad, sin los que no pueden prosperar la verdad científica y social, ni tampoco la verdad de la religión. Cierto que el asunto presenta dos aspectos. Primero, se trata de las afirmaciones que la Iglesia formula frente al mundo, la sociedad moderna y los Estados modernos. La Iglesia desea comparecer ante ellos como defensora de los derechos humanos y también desde luego de los modernos derechos de libertad. Esto último, sobre todo, en razón de su propia actuación pública en un Estado y en una sociedad modernos. Lo cual no es falso, aunque redunde en su propio interés; porque, de hecho, en la misión y tarea de la Iglesia entra el predicar abiertamente el evangelio así como el de defender su realización privada y social. Es incluso su obligación.

Por otra parte, las afirmaciones acerca de la libertad y de los derechos humanos crean problemas dentro de la propia Iglesia. Con conciencia tranquila se puede decir que aquí estamos todavía lejos de conocer todos los problemas y de haber sacado todas las consecuencias. Más bien se abre aquí una evidente contradicción entre las pretensiones que la Iglesia y sobre todo el papa que enarbolan «hacia fuera», frente a la opinión pública del mundo político, y la conducta «hacia dentro», en la que no siempre se tienen muy en cuenta los derechos humanos y la libertad del cristiano. Aquí sigue dejándose sentir muy poco aquello de que «la verdad os hará libres». En todo caso los derechos humanos, la libertad de conciencia y la libertad del trabajo científico en todos los campos y de acuerdo con los métodos de la crítica moderna tienen que estar garantizados de tal modo que ningún miembro de la Iglesia, cualquiera sea su estrato y grado, tenga el sentimiento de estar expuesto dentro de la Iglesia a un capricho autoritario. En una palabra, si la Iglesia quiere realmente merecer credibilidad como abogada de la verdad de Jesús en el mundo, debe empeñarse con todas sus fuerzas por llevar a cabo en su interior lo que defiende fuera de su ámbito y exige a los demás. De otro modo se corrompe a sí misma. Sólo resulta digna de crédito como un lugar en que el hombre puede experimentar una mayor libertad interna y externa y una humanidad mayor que en cualquier otra parte del mundo. Y de ello son responsables todos los cristianos.
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1. TOMAs DE AQUINO, nº. 1199. Cf. También J.O. Tuñí, La verdad os hará libres (liberación y libertad del creyente en el 4.° ev.), Herder, Barcelona 1973.
2. Declaración sobre la libertad religiosa, del Concilio Vaticano II, art. 1.
3. Libertad religiosa, del Concilio Vaticano II, art.2.
4. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. art. 73.
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2. El problema del demonio

Como hemos dicho anteriormente, a mí me parece que el problema de la existencia del diablo es una cuestión ociosa que en el fondo no hay por qué responder. No se puede poner ciertamente en duda que existe toda una serie de fenómenos, que se han relacionado con el poder del diablo; ahí radica propiamente el verdadero problema. Por ello interesa analizar esos fenómenos y buscar explicaciones mejores y más comprensivas, como las que ofrece, por ejemplo, la psicología moderna. A veces se argumenta así en la Biblia, y más en el Nuevo Testamento que en el Antiguo, se habla del diablo; por consiguiente, el diablo pertenece a la revelación; existe en virtud de la palabra divina revelada y hemos de admitir su existencia. Y ése es un buen argumento tradicional. Hoy sabemos ciertamente que también los textos revelados de la Biblia dependen en muchos aspectos de la imagen del mundo entonces dominante, reflejando las huellas del tiempo en que surgieron. Conocemos mejor las diferentes influencias histórico-religiosas, que se dejaron sentir sobre tales textos. Y, finalmente, sabemos que es preciso distinguir entre lo que pretenden afirmar los textos bíblicos realmente y los recursos de la presentación literaria. Los textos bíblicos tal como están no son dogmas fijos e inmutables, sino que es necesario interpretarlos.

El diablo es una importante figura simbólica del controvertido poder del mal. En ciertas épocas de la historia humana reaparece la experiencia de que el mal es tan poderoso en el mundo que supera toda la capacidad imaginativa del hombre, especialmente en tiempos de guerra o en épocas de un injusto gobierno tiránico. Basta pensar en las experiencias del tiempo de Hitler y de la segunda guerra mundial. A ellas va indisolublemente unida la aniquilación de los judíos. A nosotros no sigue pareciendo inconcebible que los hombres puedan ser tan malvados; y ello por razones que a nosotros se nos antojan ciertamente ridículas, pero que tuvieron unas consecuencias absurdas y fatídicas, como la idea de que los judíos eran una raza inferior. Se vio en ellos el chivo expiatorio de todos los problemas posibles, incluido el del paro durante la crisis económica mundial de 1929. «Los judíos son nuestra desgracia», se repetía entonces. ¿Dónde estaba aquí el diablo? El diablo, los demonios, eran los nazis; pero con nuestra indiferencia, pereza y cobardía tampoco nosotros fuimos por completo inocentes en todo ello. Por otra parte, los nazis identificaron a los judíos con el diablo, ellos hicieron de los judíos el demonio para los «verdaderos alemanes». ¿Qué ocurrió con ello? Que trasladaron a los judíos el mal y lo que de una manera abiertamente primitiva y arcaica consideraban como tal. Pasado el fantasma diabólico de los doce años, se vio que nosotros, los alemanes, no estábamos exonerados de nuestra responsabilidad histórica. Estábamos afectados por ella, y así fue de hecho.

Hemos quedado en que el «diablo» hubo de asumir una función exonerativa. Dios, creador y señor de la historia, no es responsable del mal que acontece en el mundo; no es él quien obra el mal, sino el diablo. Pero aquí hemos de seguir preguntándonos: ¿Es tal vez la creencia en el diablo también una exoneración para el hombre? ¿Porque el hombre no quiere entenderse a sí mismo como causa del mal, porque no quiere identificarse con el mal en su propio interior ni tampoco con el mal en las circunstancias, situaciones y estructuras externas, ni afrontarlo seriamente? Hoy ya no podemos atribuir al diablo y a sus catervas de demonios las catástrofes, desgracias, guerras, matanzas populares en todos los rincones del mundo, las dictaduras insensatas, la brutalidad de los Estados totalitarios, la carrera de armamentos, el hambre y tantas otras calamidades. Incluso si lo hacemos de un modo puramente simbólico, ya no nos sirve. Tenemos que asumir personalmente la responsabilidad de nuestros actos y sus consecuencias así como de nuestras omisiones. El diablo está en cada uno de nosotros.

Así las cosas, es ciertamente importante que Juan caracterice al diablo mediante los dos conceptos de homicidio y mentira, de hostilidad a la vida y a la verdad. Son dos caracterizaciones generales que pueden resultar instructivas. Homicidio y mentira son de hecho las potencias ocultas y manifiestas, que destruyen la vida y la hacen imposible. Mas también aquí conviene empezar diciendo que siempre hay hombres que se matan unos a otros, y hombres que se engañan mutuamente. Las cosas no eran muy diferentes en tiempos de Jesús. Y damos un segundo paso, por cuanto que en nuestra época tampoco las cosas han cambiado mucho. Ya nos hemos referido varias veces a Auschxvitz. También allí actuaron el gusto de matar, el sadismo y la mentira; y todo ello en forma de antisemitismo. HiJos que tienen por padre antiespiritual al diablo, homicida y mentiroso desde el comienzo, son todos los que se abandonan sin resistencia al odio y la mentira. Pero quien ha descubierto que todas esas posibilidades las lleva en sí mismo, de manera consciente o inconsciente, se horrorizará profundamente, será sensato y desterrará de su lenguaJe el concepto de filiación diabólica.

3. La cuestión de la presencia de Dios

¿Dónde se puede encontrar a Dios? Juan defiende resueltamente la idea de que a Dios se le encuentra en Jesucristo. Esa es la respuesta de la fe cristiana, que el cuarto Evangelio expone al enfrentarse con la concepción judía. Aquí conviene ver con toda sencillez que los cristianos están realmente convencidos de que el Dios oculto e invisible nos sale al encuentro en la persona de Jesús. El reconocimiento de esa verdad equivale a creer, y ello en el sentido de un asentimiento que no requiere ulteriores demostraciones.

Viene a cuento la historia judía de El arbusto despreciado:

Un pagano pregunta a Rabban Gamaliel: ¿Por qué el Santo -bendito sea- se ha revelado a Moisés en la zarza? Y él le responde: Porque de habérsele revelado en un algarrobo o en una higuera, yo podría pensar que en la tierra existe un lugar libre de la shekina; pero se le manifestó en la zarza, para enseñarte que no hay lugar alguno en la tierra, libre de la shekina.

A mí me parece que ambas afirmaciones tienen mucho que decirse entre sí. ¿Por qué la revelación de Dios en el miserable zarzal? ¿Por qué la revelación de Dios en el hombre pobre y despreciado que fue Jesús de Nazaret?

Y de ambas afirmaciones siguen emanando escándalos. Pues que incluso la fe en Jesús tiene que enfrentarse con un Dios oculto, y la historia entera del cristianismo no ha podido impedir que todavía hoy sigamos viviendo en una época atea en buena medida, en una época que no es simplemente la del ocultamiento de Dios, sino la de su ausencia. Nuestra seguridad teológica para hablar de Dios produce a veces una impresión de fantasmal. Pues en ocasiones se habla de una realidad total y absolutamente amundana en forma tal que parece tratarse de una carga de patatas o de hortalizas en un mercado. Las cosas pueden discurrir de forma tan ruda y crasa, sobre todo cuando se pretende imponer ciertas exigencias o apelaciones morales en nombre de Dios. Nosotros -teólogos, eclesiásticos, etc.- hablamos ciertamente de Dios como profesionales, y deberíamos reflexionar a fondo una y otra vez sobre nuestro lenguaje, para ver si es o no el adecuado. Pero muchas veces existe una necesidad interna para hablar de Dios. La fe o la emoción del corazón pueden no diferenciarse en ciertas situaciones, que desde luego no son las de cada día. Y es necesario saber cómo hacerlo y en qué contexto.

ATEISMO/RAZONES: Hoy, en nuestro mundo, se da el hablar de Dios en unas condiciones totalmente secularizadas de una época atea. El ateísmo moderno es un fenómeno social a escala planetaria, con el que han de enfrentarse todas las religiones. Marca no sólo a los incrédulos; también los creyentes harán bien en reconocer su propia participación en esa atmósfera común. Ya no vivimos en la edad media, en la que Dios era, por así decirlo, una «realidad pública». Son muchas las razones de ese ateísmo. La emancipación del hombre moderno, a la que ya nos hemos referido, tiene no pequeña parte. A Dios -que equivale a decir el Dios que presentan las Iglesias cristianas- se le siente cada vez menos como liberador, como el Dios de mi libertad; más bien se le experimenta como enemigo y obstáculo de la libertad humana y de la capacidad de autorrealización del hombre y de la configuración del mundo.

Agreguemos en seguida que en esa experiencia negativa de Dios como enemigo de la libertad humana no ha influido tanto la idea bíblica de Dios como la mediatización de ese mismo Dios por sus representantes humanos. El hombre debería llevar a cabo el arriesgado experimento de su autorrealización moderna en la ciencia y en la transformación técnica del mundo a una con los cambios pertinentes de conciencia, y renunciar para ello a la hipótesis de Dios. En definitiva, el gran descubrimiento de Ludwig ·Feuerbach es que Dios no es más que el ser del hombre, proyectado hacia fuera, objetivado y por ende alienado. «La personalidad de Dios es, pues, el medio por el que el hombre convierte las determinaciones y representaciones de su propio ser en determinaciones y representaciones de otro ser fuera de sí mismo. La personalidad de Dios no es sino la misma personalidad del hombre proyectada fuera y objetivada». Para Feuerbach se trata, por consiguiente, de que el hombre vuelva a hacer suyas esas propiedades enajenadas de su ser. y de que en adelante sea el hombre, y no Dios, el ser supremo para el hombre (·Marx-Karl).

El hombre ya no necesita la hipótesis de Dios para la explicación científica del mundo; pero tampoco lo necesita para su propia realización histórico-política y social. En ese paisaje histórico resuena la famosa expresión de Nietzsche sobre el hombre loco que proclama a los hombres de entonces, todavía un poco consternados, la «muerte de Dios» y que introduce la era del nihilismo. La apologética cristiana tradicional se ha enfrentado de manera demasiado simplista con el ateísmo, y especialmente con su significación determinante en lo científico, lo social y lo político. La teología de la muerte de Dios cierto que no era la respuesta adecuada; pero sí que comprendió atinadamente las condiciones presentes que habían de tenerse en cuenta para poder hablar de Dios en forma responsable.

A ello se suma el que en círculos eclesiales apenas se ha planteado la cuestión de si la eclesialidad tradicional no ha tenido una parte importante de culpa en el ateísmo moderno. «Está escrito que el nombre del Señor es blasfemado entre los gentiles por vuestra causa» (/Rm/02/24; cf. Is 52, 6). Lo que Pablo no tuvo inconveniente en achacar a los judíos de su tiempo, deberían también achacárselo a si mismos los cristianos de hoy. Con sus cruzadas, llevadas a cabo contra los infieles de Oriente y contra los herejes del Sur de Francia, con su inquisición, sus guerras de religión, sus quemas de brujas y, finalmente, con sus persecuciones de judíos, su desprecio al hombre y su legalismo, han contribuido de manera decisiva hasta el día de hoy a que Dios, en cuyo favor tienen hoy que testificar, se haya trocado para muchas personas en un fantasma torturarte y no en la fuente y origen de un amor creativo. De hecho, ¿cómo se puede creer en un Dios del amor, como le ha proclamado Jesús, cuando sus fieles no sólo no han impedido hasta ahora las numerosas guerras que ensangrientan la historia europea, sino que con mucha frecuencia las han justificado?.

Antisemitismo y aniquilación de los judíos, con su larga prehistoria cristiana han puesto en tela de juicio la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, en el Dios y Padre de Jesucristo, en forma mucho más radical que los intelectuales todos de la Ilustración. Muy pocas veces se menciona ese trasfondo del ateísmo moderno en los libros de teología; mientras que podría ser uno de los motivos principales.

A ello se debe también que la cuestión del lugar de Dios en el mundo actual se haya convertido en un problema práctico. El Dios del amor y de la liberación del hombre, si es que ha de ser creído, tiene que tener el refrendo de sus testigos mediante una práctica de amor. Esa conexión interna la ha entendido perfectamente sobre todo la teología de la liberación, y ahí radica su gran importancia. Cristianismo e Iglesia tienen hoy un deber de reparación histórica; en los países del tercer mundo, por ejemplo, que celebran el nombre de Dios, tenemos que reparar las injusticias de la historia universal mediante un servicio claro y humilde. Y entonces también se hará visible para los hombres el lugar de Dios:

Y cuando un hombre se inclina sobre su compañero de camino,
al que vio tirado en la cuneta, desnudo y herido,
y le cura con vino y aceite,
entonces se derrama sobre nosotros el amor de Dios
y nos invade el aliento de su Espíritu;
entonces le descubro dando un testimonio de amor.

 SOHNGEN