CAPÍTULO 6


EL PAN DE VIDA (6,1-71)

1. LOS RELATOS DE SEÑALES Y TRANSICIÓN (6,1-24) 2. Juan introduce el discurso del pan mediante dos relatos de señales o milagros, dispuestos de forma parecida a como los encontramos en la tradición de Mc (cf. Mc 6,32-44.45 52 par; Mt 14,13-21.22-33). También la confesión de Pedro al final -6,67-71- apunta a la tradición sinóptica (cf. Mc 8,27-30 par; Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). Los duplicados en la historia de la multiplicación de los panes (cf. Mc 8,1-10 par; Mt 15,32-39) pueden en buena parte explicarse por si mismos.

Schnackenburg señala que aquí no se trata sólo de una semejanza en la exposición, sino también del mismo orden en los sucesos: multiplicación de los panes, Jn 6,1-13, Mc 6,34-44; caminar por las aguas del mar, Jn 6,16-21; Mc 6,45-52; retorno a la orilla occidental, Jn 6,24s (Cafarnaúm); Mc 6,53 (Genesaret); petición de señales, Jn 6,30; Mc 8,11; confesión de Pedro, Jn 6,68s; Mc 8,29.

No hay por qué discutir un contacto con la tradición, tal como subyace en Mc. El problema de un contacto oral con dicha tradición, cosa que a mí me parece más verosímil, o incluso de un contacto escrito, no me parece tan importante como el hecho de que Jn y su escuela hayan reelaborado esa tradición en el sentido de sus propios intereses teológicos. También aquí, como ya hemos podido observar, resalta claramente el carácter cristológico de las señales, subrayando de este modo la conexión objetiva entre los relatos de señales y el subsiguiente discurso del pan.

a) La multiplicación de los panes (Jn/06/01-15)

1 Después de esto se fue Jesús al otro lado del mar de Galilea, el de Tiberíades, 2 y lo iba siguiendo una gran multitud, porque veían las señales que realizaba con los enfermos. 3 Subió Jesús al monte y se sentó allí con sus discípulos. 4 Ya estaba próxima la pascua, la fiesta de los judíos.

5 Al levantar Jesús los ojos y ver que se acercaba a él una gran muchedumbre, dice a Felipe: 6 ¿Dónde podríamos comprar pan para que todos éstos coman? 6 Decía esto para ponerlo a prueba; porque bien sabía él lo que iba a hacer. 7 Felipe le contestó: Doscientos denarios de pan no les bastan para que cada uno reciba un pedacito. 8 Dícele uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: 9 Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente? 10 Contestó Jesús: Haced que todos se sienten en el suelo. Se sentaron, pues, los hombres, cuyo número era de unos cinco mil. Entonces tomó Jesús los panes, dijo la acción de gracias y los distribuyó entre los que estaban sentados en el suelo; igualmente hizo también con los peces. Y cada uno tomó lo que quiso.

12 Cuando quedaron saciados, dice a sus discípulos: Recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierda nada. 13 Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. 14 Cuando vieron los hombres la señal que Jesús había realizado, decían: Éste es realmente el profeta que iba a venir al mundo. 15 Entonces Jesús, conociendo que pretendían llegarse a él para llevárselo a la fuerza y proclamarlo rey, de nuevo se retiró al monte él solo.

El relato de la milagrosa multiplicación de los panes lo encontramos en seis variantes distintas, que sin duda se remontan a dos tradiciones: a) Mc 6,32-44 par; Mt 14,13-21; Lc 9,10-17; b) Mc 8,1-0 par, Mt 15,32-39. Esto permite suponer un gran interés en la Iglesia primitiva por tal tradición; un interés que probablemente estaba condicionado por las asociaciones a la eucaristía, como nos lo permite reconocer el texto en la forma final que aquí tenemos, cf. Mc 6,41: «Y tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, partió los panes y se los iba dando a los discípulos, para que los sirvieran a la multitud; igualmente dio a repartir los dos peces entre todos.» Tales asociaciones no pueden discutirse en modo alguno y menos aún si el texto ha de entenderse como un «documento de la primitiva cristología... judeocristiana y no como un documento de la historia de Jesús».

La historia de la «milagrosa multiplicación de los panes» tiene tras sí una complejísima historia de trasmisión, que afecta tanto a los motivos particulares como a su tradición en la comunidad cristiana. Según G. Theissen, se trata, como en el milagro del vino de Caná, de un «prodigio de obsequio», milagros que se caracterizan «porque sorprendentemente proporcionan bienes materiales, confieren dones supradimensionales y extraordinarios, víveres transformados, multiplicados y abundantes. Hasta se podría hablar de milagros de cultura materiales...». Para R. Pesch, Jesús aparece como un «nuevo Moisés», como el profeta escatológico en el que se hace presente la solicitud de Dios como pastor de Israel. «La imagen del pastor encaja preferentemente en el milagro de los panes, porque la solicitud del pastor es ante todo una solicitud por el alimento». A esto se añaden los milagros veterotestamentarios sobre alimentaci6n procedentes del ciclo de Elías y Eliseo (cf. lRe 17,7-16; 2Re 4,4244).

Jn ha dado forma completamente nueva a la tradición antigua. Esa nueva formulación y reinterpretación se caracteriza fundamentalmente por una concentración cristológica, frente a la cual retroceden por completo los «elementos eclesiológicos», como la eclesiología del pueblo de Dios, presentes en la tradición de Mc. En segundo lugar la teología joánica se enfrenta críticamente con la mesianología de la tradición antigua.

En el relato de Jn la iniciativa corresponde por completo a Jesús. «Se va al otro lado del mar de Galilea, el de Tiberíades», como se dice en una ampliación detallada del v. 1. Hasta allí le sigue una gran multitud del pueblo, «porque veían las señales que realizaba con los enfermos», v. 2. Es un relato compendiado. No se mencionan los elementos en cierto modo accesorios, como que ya era tarde, que la gente no tenía nada qué comer (cf. Mc 6,35ss; 8, 1s). Es Jesús el que echa una mirada sobre el pueblo y se vuelve a Felipe haciéndole esta pregunta: ¿Dónde podríamos comprar pan para que todos éstos coman?», v. 5. Es una pregunta que Jesús formula sólo «para probar» a sus discípulos; es decir, para poner a prueba la confianza que tienen en él, pues ya sabe de antemano lo que tiene que hacer, v. 6. Da indicaciones a los discípulos para que hagan acomodar a la gente, v. 10. De este modo Jesús es el personaje que domina toda la escena, el Señor que actúa de forma soberana, el anfitrión espléndido que reparte sus dones entre los invitados. La gente recibe los panes y peces como dones de Jesús y de su propia mano. A diferencia de lo que ocurre en Mc, los discípulos no participan activamente en el acontecimiento, sino que actúan como simples estadísticos y testigos. Sólo entran abiertamente en acción para recoger los restos, v. 12. La respuesta de Felipe: «Doscientos denarios de pan no les bastan para que reciba cada uno un pedacito» (v. 7; cf. Mc 6,37), y la de Andrés: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es esto para tanta gente?», v. 9, tienen poco que ver con un «sumo respeto», sino que entran de lleno en los equívocos joánicos, que señalan la absoluta perplejidad de los discípulos y su enorme distancia de Jesús y de su manera de actuar. Con ello se subraya la importancia de la persona de Jesús y del acontecimiento preparado por él intencionadamente.

La ingente multitud sigue a Jesús «porque veían las señales que realizaba sobre los enfermos», v. 2; es decir, por la pura atracción que ejercía la fe directa en los milagros, en lo que evidentemente subyace ya un posible equívoco de la señal. El «monte», al que Jesús asciende y donde se sienta con los discípulos, no tiene ningún significado especial, sino que responde más bien a un rasgo de la tradición galilea sobre Jesús, que menciona la enseñanza de Jesús en tal marco (cf. Mc 6,34 o bien Mt 5,1), cosa que falta en Jn. E1 relato apunta desde el comienzo al milagro.

La anotación del v. 4 «Ya estaba próxima la pascua, la fiesta de los judíos», puede ser muy bien el recuerdo de los acontecimientos del éxodo y los hechos gloriosos que Dios hizo en favor de su pueblo, entre los que estaba el milagro del maná. Sin duda que formaba parte del ambiente de la fiesta judía de pascua una expectación escatológico-mesiánica exaltada (1). Podría haber también una referencia subyacente a la pasión de Jesús, que pondría el milagro de los panes en relación con la pascua de la muerte.

El proceso de la acción de gracias y de la distribución de los panes está narrado en estilo eucarístico, v. 11. También la indicación de «recoger los pedazos que han sobrado para que no se pierda nada», v. 12, podría aludir a la eucaristía de la comunidad y entenderse como una norma práctica para el manejo del pan consagrado.

Los v. 14s describen la reacción de la multitud (dato que falta por completo en los sinópticos): «Cuando vieron los hombres la señal que Jesús había realizado, decían: Éste es, realmente, el profeta que iba a venir al mundo. Entonces Jesús, conociendo que pretendían llegarse a él para llevárselo a la fuerza y proclamarlo rey, de nuevo se retiró al monte él solo.» Se trata aquí de la exposición de un «equívoco mesiánico», en el que es perfectamente posible que Jn no sólo se defienda contra un equívoco judío sino también contra un equívoco cristiano. Éste podría consistir en el hecho de que en círculos judeocristianos se entendía a Jesús como un nuevo Moisés y Mesías, poniéndole en relación con las expectativas tradicionales.

Lo decisivo es que el milagro no se entiende como «señal» en el sentido joánico, sino como una «demostración mesiánica». El pueblo ve en Jesús al profeta escatológico, al «nuevo Moisés» (según Dt 18,15.18; cf. supra el comentario a Jn 1,21.25), yéndose así por las ramas toda vez que intenta poner a Jesús en el horizonte mesiánico-escatológico corriente. Para Jn el pueblo piensa así, porque todavía no ha llegado a una concepción clara (cf. 7,40). Más descaminado aún va el propósito de hacer rey a Jesús, convirtiéndole en el Mesías ben David nacionalista. Sin duda que con ello queda totalmente desfigurada la comprensión de la señal.

Que Jesús escape casi a escondidas a tales propósitos (cf. también 8,59) es una expresión tanto de su soberanía como de su voluntad de no plegarse en modo alguno a tales ideas y expectativas, a las que no puede corresponder. La expresión de «él solo» proclama la singularidad de Jesús frente a toda expectativa de salvación entendida de un modo terreno.

Podemos decir, a modo de conclusión, que la reproducción joánica de la tradición del milagro de los panes constituye a la vez una crítica de dicha tradición. El relato antiguo, tal como lo encontramos en Mc, tiene sin duda un sentido mesianológico altamente positivo. Nos muestra a Jesús como el buen pastor del nuevo pueblo de Dios, que extiende su solicitud salvífica y mesiánica a las ovejas que están sin pastor. Jn recoge ese tema en un marco completamente distinto. Pero tal concepción no era evidentemente inmune a la crítica. Se sabía muy bien que Jesús no había obrado precisamente aquellos milagros que de ordinario se esperaban del Mesías, como era la renovación del milagro del maná. El enfrentamiento con esa falsa expectativa mesiánica constituye, sin duda, el trasfondo de la narración de las tentaciones en Q (= Mt 4,1-11 par; Lc 4, 1-13) y parece que la crítica joánica se inserta por completo en esa línea. Así pues, la recepción de esa antigua tradición sobre Jesús por parte de Jn no es en modo alguno una recepción ingenua y crédula, sino más bien una recepción crítica. Se trata de una señal que podía ser equívoca y por ello requería una nueva exposición.
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1. Cf. E. STAUFFER, Jerusalem und Rom, Berna 1957, p. 82: «El Mesías tiene que manifestarse en una fiesta de pascua; por eso los mesías políticos y militantes de la antigua Palestina elegían preferentemente los días pascuales para sus acciones.
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b) Jesús camina sobre las aguas (Jn/06/16-21)

19 Cuando llegó la tarde, bajaron sus discípulos al mar; 17 y subiendo a una barca, se dirigían hacia el otro lado del mar, hacia Cafarnaúm. Ya se había hecho de noche, y Jesús todavía no se había reunido con ellos. 18 El mar estaba agitado por el fuerte viento que soplaba. 19 Cuando habían remado ya unos veinticinco o treinta estadios, ven a Jesús caminando sobre el mar y acercándose a la barca; y tuvieron miedo. 20 Pero él les dice: Soy yo; no tengáis miedo. 21 Querían, pues, recogerlo en la barca, pero la barca atracó inmediatamente en el lugar adonde se dirigían.

La narración del «paseo de Jesús sobre las aguas» pertenece a «los milagros de epifanías. «Cada milagro puede entenderse como una epifanía, como manifestación de lo divino o de un dios. Las epifanías en sentido propio se dan cuando la divinidad se manifiesta a una persona no sólo por sus efectos o por unos fenómenos concomitantes, sino que se manifiesta personalmente a esa persona»; cosa que ocurre sin duda alguna en el relato de la caminata sobre el mar. A ello se añade que la experiencia de la divinidad cercana comporta para el hombre salvación y liberación de su necesidad. Y ello se da en todo su alcance en la tradición de Mc (Mc 6,45-62), que pone singularmente de relieve el contraste entre la necesidad de los discípulos y la aparición de Jesús. En Mc, y precisamente en el momento culminante del relato, encontramos también la importante fórmula Ego eimi («Soy yo»), y desde luego en sentido absoluto, con la que el desconocido se da a conocer a los discípulos confusos y desamparados. De esa forma, Jesús «se manifiesta (epiphan) como el Hijo de Dios, provisto de la fuerza y omnipotencia de Yahveh». No obstante habrá que preguntarse si se trata aquí simplemente de una «libre formación cristológica». En esta historia se expresa la experiencia fundamental de que en Jesús sale al encuentro de los discípulos el poder salvador de Dios en persona. En ese sentido se trata de una amplia interpretación de toda la experiencia de Jesús por parte de los discípulos. Queda, sin embargo, por advertir que precisamente esa experiencia con el Jesús terrestre va vinculada a una situación de necesidad concreta. Con el Jesús histórico era posible esa experiencia, que aquí se expone con los recursos estilísticos de la epifanía.

Comparada con la tradición marciana, la narración joánica posterior ha corregido la historia, concentrándola aún más en la fórmula «Soy yo» (Ego eimi). Según Jn la multiplicación de los panes tiene efecto a la plena luz del día, lo que encaja perfectamente bien con su carácter demostrativo de señal. Pero entre tanto se ha hecho tarde y los discípulos, que siguen estando solos, descienden del monte hacia el mar, a fin de embarcar hasta Cafarnaúm. Se caracteriza así sobre todo la situación espiritual de los discípulos, pensada desde la situación descrita. Están separados del pueblo y de sus ambiciones; pertenecen ya más de cerca a Jesús, aunque también están separados de su Maestro. Y así tienen que emprender solos la navegación nocturna. «Ya se había hecho de noche» (lit. «habían caído las tinieblas», v. 175. El concepto de tinieblas (cf. Jn 1,5; 6,17; 12,35.46; 20,1) conserva siempre en Jn un trasfondo simbólico, que también aquí es necesario tener en cuenta. Son las tinieblas en las que han quedado solos los discípulos, sin Jesús, expuestos a los peligros de la tempestad y de las olas. Mientras que durante el día el pueblo yace en un profundo equívoco de Jesús, el propio Jesús se descubrirá a los discípulos durante la noche. Mediante esa contraposición del equívoco de Jesús por parte de la muchedumbre del pueblo y de la revelación de Jesús a los discípulos adquiere su verdadero significado la conexión que Jn establece entre el milagro de los panes y el caminar sobre las aguas, anticipando ya el discurso del pan en que continuará dejándose sentir el mismo contraste. La multitud y los discípulos llegan desde distintos puntos de partida y de experiencias diferentes, por lo que también sus expectativas respecto de Jesús son diferentes. De este modo, ambos relatos preparan el discurso del pan.

El v. 18 describe la situación creada en el mar encrespado por un viento fuerte. Con lo que cabe pensar en los vientos huracanados, típicos del lago de Genesaret. Además, la tempestad y el naufragio representan una angustia extrema y un peligro inminente para la vida del hombre, que Jn desde luego no describe con más detalles. Se dice simplemente que se hallaban en medio del mar, de modo que en el caso de ocurrir algo grave cualquier ayuda humana llegaría demasiado tarde y sería imposible de hecho. En esa tribulación suprema sólo Dios puede ayudar. Y es en tal situación angustiosa cuando aparece Jesús caminando sobre las aguas y aproximándose a la barca. También aquí se trata de la epifanía de Jesús, que se manifiesta de un modo sobrehumano y aun divino. En esta escena se renuncia a una descripción realista, porque tal abundancia de detalles rompería el propósito del relato. Para entenderlo rectamente habría que aducir las narraciones epifánicas del AT para poder establecer un parangón con sus peculiares características histórico-formales. A la aparición de la divinidad corresponde el terror del hombre como una reacción espontánea. A ese terror responde Jesús a su vez con la fórmula «Soy yo (Ego eimi), no temáis», v. 20. Es una afirmación que contiene los elementos siguientes: primero, se trata de una presentación de la persona divina, que se manifiesta y que, por tal vía, se da a conocer al hombre afectado y aterrado; segundo, sigue una actitud de ayuda, la seguridad de una proximidad benéfica y salvadora; la cercanía de Jesús, su misteriosa presencia, significa el fin del miedo al tiempo que el fin de cualquier necesidad; finalmente, con ello se indica que los discípulos, que quieren acoger a Jesús en la barca, ni siquiera necesitan hacerlo, porque entre tanto han llegado ya a tierra. Precisamente la conclusión del relato simboliza la aseveración de que la proximidad salvadora de Jesús pone fin a todas las necesidades; necesidades que repentinamente han desaparecido por completo como una pesadilla.

Merece atención el que sea en esta historia donde aparece por primera vez en Jn el absoluto Ego eimi («Soy yo»). Es una fórmula que él ha recogido de la tradición -como lo demuestra el presente pasaje- y ciertamente que como una fórmula de revelación, pues ésa es la función que hemos de atribuirle dentro del contexto general del relato del caminar sobre las aguas. Según las investigaciones de los últimos años, hay que insistir, sin duda, en que el verdadero origen del Ego eimi en sentido absoluto ha de buscarse en las correspondientes fórmulas de autopresentación de Yahveh en el AT. Y ante todo en la conocida expresión «Yo soy el que soy», o mejor con Martín Buber: «Estaré presente como que estoy presente», «Aquí estoy yo», de Éxodo 3,14, dentro del contexto del relato que describe la aparición de Dios en la zarza ardiente y la vocación de Moisés.

En dicha presentación de Yahveh, ligada a la manifestación del nombre, no se trata -como ahora sabemos- de un enunciado ontológico-metafísico sobre el ser absoluto de Dios y su existencia necesaria, sino de una promesa de salvación, de la promesa de que Dios estará presente y asistirá a Moisés en el desempeño de su misión. Se trata ciertamente de la promesa de una presencia que no es posible apropiarse y manipular, sino de una «presencia elusiva», de una «presencia inasible». En la exposición judía del pasaje (/Ex/03/14) se dice a este respecto: «Las palabras quieren decir esto: Yo seré el que seré, es decir, se me nombrará conforme a mis actos», lo que alude a la misericordia de Dios, si tenemos en cuenta el contexto inmediato (cf. Ex 34,6). O bien: «Diles (a los israelitas): En esa esclavitud yo estaré con ellos, y en la necesidad que padezcan también yo estaré con ellos». Así pues, lo que vale sobre todo es la promesa de la presencia salvadora, benéfica y misericordiosa de Dios. Con razón dice por ello Franz Rosenzweig en su ensayo fundamental Der Ewige (= El Eterno) sobre Ex 3,14; «¿Qué sentido hubiera tenido para los infelices desesperados una exposición magistral sobre la existencia necesaria de Dios? Lo que ellos necesitaban ni más ni menos que el pusilánime caudillo era la seguridad de que Dios iba a estar con ellos, y la necesitan, a diferencia del caudillo que la recibe de boca del mismo Dios, en la forma confirmatoria de una declaración del viejo nombre confuso que asegura el origen divino de la promesa».

Entran también aquí las fórmulas probatorias, como las que se encuentran sobre todo en las aseveraciones del Deuteroisaías, cual su discurso forense de Is 43,8-15, en cuyo pasaje culminante se dice:

Vosotros sois mis testigos, dice Yahveh,
pues sois mi siervo, a quien yo elegí,
para que aprendáis y creáis en mí
y comprendáis que soy yo.
Antes de mí ningún dios existió
y después de mí no lo habrá.
Yo, yo soy Yahveh,
y fuera de mí no hay salvador.
Soy yo el que anuncié, salvé y declaré,
y no soy entre vosotros un extraño.
Vosotros sois mis testigos, dice Yahveh (Is 43,10-12).

«La unicidad de Dios no descansa en consideraciones teóricas, sino en la experiencia real de Israel: Dios se ha demostrado como el único salvador, y si en el futuro hay alguien que pueda ayudar, ese alguien lo será él únicamente». Lo que agrega el NT, y especialmente las fórmulas Ego eimi de Jn, es la confesión de que para la comunidad cristiana la antigua experiencia de la proximidad salvadora de Yahveh se concentra y condensa de nuevo en la persona y la actuación de Jesús. Por ello se ha podido tomar la fórmula absoluta del Ego eimi para aplicársela a Jesús de Nazaret.

c) Transición (Jn/06/22-24)

22 Al día siguiente, la multitud que se había quedado al otro lado del mar, se dio cuenta de que allí no había habido más que una sola barca y que Jesús no había entrado en ella con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían ido solos. 23 Pero otras barcas llegaron desde Tiberíades cerca del lugar donde habían comido el pan después de haber dicho el Señor la acción de gracias. 24 Al ver, pues, la multitud que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y llegaron a Cafarnaúm en busca de Jesús.

La pequeña perícopa 6,22-24 sirve para establecer la transición de los relatos de señales al discurso del pan. No hay por qué entenderla como una descripción realista; para ser así contiene demasiadas extravagancias que muestran a las claras lo que realmente interesaba al evangelista, a saber: la búsqueda de Jesús por parte de la multitud para motivarle. El v. 22 señala la situación de arranque. El pueblo se había quedado a pernoctar en el lugar de la multiplicación de los panes, bajando del monte hasta la ribera del lago, y allí continuaba al día siguiente, en la orilla frontal del lago mirando desde Cafarnaúm. La multitud se mantiene allí, porque no queda ninguna barca, sabiendo muy bien que no había habido más que una, la misma que la tarde anterior había zarpado sin Jesús a bordo. Lo importante es que ahora la cuestión se centra en Jesús: los discípulos habían partido sin él, y sin embargo Jesús ya no está allí. El v. 23 sirve como dato topográfico al tiempo que indica dónde toma la gente las barcas para dirigirse a Cafarnaúm. Desde Tiberíades, «cerca del lugar donde habían comido el pan después de haber dicho el Señor la acción de gracias», llega una flotilla. Parece que esta pequeña noticia topográfica estaba en la tradición que se ha filtrado hasta el evangelista; y él la aprovecha para, con ayuda de las barcas llegadas desde Tiberíades, trasladar a la muchedumbre a su reencuentro con Jesús. El v. 24 narra el desarrollo de la operación: suben a las barcas para buscar a Jesús en Cafarnaúm. Con esa búsqueda de Jesús tenemos una palabra clave, que anticipa ya el sentido teológico de lo que sigue.

2. EL DISCURSO DEL PAN (6,25-50)

a) «Yo soy el pan de vida» (Jn/06/25-35)

En la exposición del discurso del pan, como de los discursos de revelación en general, es conveniente establecer la mayor conexión posible entre texto y comentario. De ese modo al lector le resulta más fácil seguir exactamente el razonamiento teológico del discurso.

25 Y al encontrarlo al otro lado del mar, le dijeron: Rabino, ¿cuándo has llegado hasta aquí?

Los galileos encuentran, efectivamente, a Jesús en Cafarnaúm y al instante le hacen la pregunta: Rabino, ¿cómo has llegado hasta aquí? Pregunta que está motivada por los datos señalados en los v. 22ss: habían observado la partida de la barca con los discípulos solos, de ahí que les sorprenda la presencia de Jesús en Cafarnaúm. Pero de hecho, ése no es más que el dato externo; lo que en realidad late bajo dicha pregunta es la ignorancia de que Jesús ha caminado milagrosamente sobre las aguas, y el misterio que ello encubre. La pregunta está, pues, en la línea de otras similares en Jn relativas al «de dónde» de Jesús (cf. 7,27.28; 9,29.30; 19,9). Tales preguntas no reciben respuesta alguna, porque no llegan al misterio de Jesús, que sólo se alcanza por la fe, aun cuando puedan expresar un tipo inmediato de búsqueda de Jesús.

El v. 26 recoge el motivo de la búsqueda, para avanzar desde un impulso más bien vago, indeterminado y confuso, hasta las claridades del problema de la verdad:

26 Jesús les respondió: De verdad os aseguro que me andáis buscando, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros. 27 Trabajad por conseguir, no el alimento perecedero, sino el que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; porque éste es a quien el Padre, Dios, marcó con su sello.

El v. 26 explica la búsqueda de Jesús por parte de la muchedumbre, y desde luego en sentido negativo: buscan a Jesús, pero con falsos prejuicios y una expectativa falsa. Las palabras enlazan abiertamente con los v. 14s; no parece ser, pues, una simple insinuación, sino que pretende desvelar claramente la pretensión oculta y su motivación, para rechazarlas de antemano. Siguen alentando las falsas expectativas sobre el Mesías y se busca a Jesús con la esperanza de continuar gozando en forma duradera de la alimentación milagrosa. Se contraponen el «comer pan hasta saciarse» y el «ver señales». Son dos puntos de partida radicalmente distintos para una búsqueda de Jesús, que señalan caminos divergentes, que conducen a muy diversos resultados. «Ver señales» significaría la recta comprensión del milagro del pan, en el que no hay que quedarse sino que, siguiendo su indicación, hay que llegar a la fe en Jesús. Por el contrario, «comer pan hasta saciarse» significa la permanencia superficial en la saciedad inmediata. Aquí la búsqueda de Jesús no pasa de ser realmente la búsqueda de sí mismo, que querría poner al servicio de los propios intereses vitales el milagro y la persona misma de Jesús. Si ello logra imponerse, se termina necesariamente rechazando a Jesús. Queda así trazada la problemática fundamental del discurso del pan con sus principales alternativas ya desde la misma posición de partida.

De acuerdo con ello el v. 27 señala la dirección en que deben desarrollarse el esfuerzo y la recta búsqueda de Jesús: «trabajad por conseguir», es el imperativo adecuado que resuena. ¿Y qué es lo que merece el esfuerzo? Respuesta negativa: «no el alimento perecedero»; respuesta positiva: «el alimento que permanece para vida eterna». Ahí está indicada la antítesis básica. Y esa mentalidad antitética (la expresión me parece más atinada que la designación de «mentalidad dualista») será determinante para todo el discurso del pan. Los dos alimentos, distintos en calidad, apuntan a una calidad diferente de vida. El «alimento perecedero» corresponde a la vida caduca, sujeta a la muerte, mientras que del otro alimento se afirma ante todo en sentido muy general que «permanece para vida eterna», o séase, que comunica «vida eterna», la salvación escatológica, porque participa de esa naturaleza. Indirectamente parece indicarse también que ya en el puro deseo de vida natural y terrena, el hombre se orienta a otra consumación. Lo que le interesa, aunque sea de forma obscura e inconsciente, en el problema del pan y de la vida, es la vida completa, su sentido y significación permanente. Esto se advierte también en el motivo que alienta en numerosos mitos sobre un «alimento de vida maravilloso», que proporciona al hombre una vida inmortal semejante a la de Dios. «Pues es fácilmente comprensible que la fantasía atribuya la vida eterna, como la que viven los dioses y los hombres desean, a un alimento, que proporciona, de modo completo, lo que cualquier alimento terreno sólo confiere en parte: la vida». Cierto que en nuestro texto nos encontramos con la interpretación judía, fuertemente transformada, de este mito. Aquí se dice claramente que al hombre debe interesarle la vida eterna en su calidad salvífica y escatológica, entendida en su pleno sentido radical, y no sólo un futuro feliz, concebido y montado sobre imágenes puramente terrenas.

La salvación escatológica no puede entenderse como un más allá, prolongado hasta el infinito y proyectado hacia adelante, como una especie de «país de jauja», o como «un mundo siempre más humano y mejor». Se agrega quién es el dador de ese alimento «que permanece para vida eterna»: lo dará el Hijo del hombre. En el trasfondo está la señal de la multiplicación de los panes, en la que Jesús actuó de anfitrión generoso. Ahora se abre el sentido de la señal, cuando el Hijo del hombre aparece como donador de la vida escatológica. La imagen de la multiplicación de los panes resulta transparente sobre su trasfondo escatológico. A ese Hijo del hombre Dios «le marcó con su sello»; le ha autenticado y legitimado personalmente con su autoridad y acción poderosa convirtiéndole en donante de la vida escatológica. Hay que pensar así en la resurrección de Jesús de entre los muertos, en su exaltación y glorificación. Con ello se dice hacia quién hay que dirigir la mirada, según la voluntad y la acción de Dios, en el problema de la vida eterna y hacia quién hay que volverse: hacia el Hijo del hombre. A quien busca la vida eterna, Dios mismo lo remite a Jesús.

28 Ellos le preguntaron entonces: ¿Y qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? 29 Jesús les respondió: Esta es la obra de Dios: que creáis en aquel a quien él envió.

Enlazando con el «trabajad para conseguir» parece ahora perfectamente lógico preguntar por la voluntad de Dios: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28). «Los galileos respondieron como verdaderos judíos. La idea de un don de Dios se les escapa; sólo piensan en las obras que deben realizar...» (LAGRANGE). Por contra, Jesús se refiere a la única obra de Dios, y define esa obra única como la fe en el enviado y revelador de Dios, en Jesús. Sin duda que está elegido de propósito el contraste entre «hacer las obras de Dios» (en plural) y «ésta es la obra de Dios» (en singular): a las muchas obras en el sentido de la ley judía se contrapone la única obra de la fe. Dios no pide una multiplicidad de obras en cuya realización el hombre se dispersa sin lograr la meta; requiere una sola y vasta obra, que sin embargo no puede entenderse como una realización humana, a saber: la fe en el enviado de Dios, en Jesucristo. Con la fe el hombre realiza la obra de Dios; es la «obra realizada en Dios» (cf. 3,29s), cuyo verdadero fundamento y autor es Dios mismo «Por ello no quiso separar la fe de la obra, sino que designó la fe misma como obra. Y desde luego, aquella fe que opera a través del amor» (Agustín). De modo parecido dice Martín Lutero:

La primera y más noble obra buena es la fe en Cristo, como dice él mismo en Jn 6, cuando los judíos le preguntan: ¿Qué tenemos que hacer para hacer buenas obras divinas? Respóndeles: Esta es la buena obra divina: que creáis en aquél a quien él ha enviado. Ahora bien, cuando oímos o predicamos esto, resbalamos por encima y prestamos muy escasa atención pasando fácilmente a la acción, cuando deberíamos insistir largamente sobre ello y meditarlo a conciencia. Pues, a esa obra deben converger todas las obras y recibir la influencia de su bondad como una especie de vida; tenemos que subrayarlo con fuerza, para poder entenderlo.

Como quiera que sea, ahí tenemos indicada la unidad de fe y moral. Con la fe empieza el debido esfuerzo y trabajo por la vida eterna. La fe es el pórtico para la vida eterna.

30 Entonces ellos le replicaron: Pues, ¿qué señal vas a dar tú, para que, al verla, creamos en ti? ¿Qué vas a realizar? 31 Nuestros padres comieron el maná en el desierto, conforme está escrito: Pan del cielo les dio a comer (Sal 78,24). 32 Díjoles Jesús: De verdad os aseguro que Moisés no os ha dado el pan del cielo, sino que mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo; 33 porque pan de Dios es aquel que baja del cielo y da vida al mundo. 34 Respondiéronle ellos: Señor, danos siempre ese pan. 35 Jesús les contestó:
Yo soy el pan de la vida;
el que viene a mí, jamás tendrá hambre;
el que cree en mí, no tendrá sed jamás.

La exigencia de la fe, planteada por Jesús de forma absoluta y radical, provoca ahora la petición de señales (v. 30s). Al mismo tiempo sirve para poner en juego la tipología del maná con la expresión clave «pan del cielo». Los oyentes formulan a Jesús la contrarréplica: ¿Qué señal haces tú? Así pues, frente a la exigencia de creer, los galileos reclaman una señal que pueda legitimar a Jesús como el profeta escatológico y Mesías. El sentido que se desprende del contexto es: Solicitas de nosotros la fe como «obra de Dios», pero antes de que actuemos al respecto, empieza tú por demostrarnos con qué derecho puedes legitimar tal exigencia y legitimarte a ti mismo. ¿Qué obra es la que tú haces? Y añaden en seguida cuál es la señal en la que piensan exactamente, a saber, la renovación del milagro del maná. Con ello se ofrece la ocasión de introducir la expresión clave «pan del cielo» sirviéndose de una cita escriturística, la del Sal 78,24: «Pan del cielo les dio a comer.»

La exigencia de una señal no representa contradicción alguna a la exposición precedente. Más bien pone en claro que los oyentes no habían entendido el signo de la multiplicación de los panes justamente como una señal; lo que se explica por qué solicitan la señal como prueba palpable, autenticación, garantía y acto previo. Con ello se piensa evidentemente en la renovación del milagro del maná en el sentido de un alimento permanente; es decir, en la irrupción plena y visible de la era mesiánica. Con ese carácter visible y palpable se eliminaría la fe, que en el fondo resultaría superflua. Pero con ello desaparecería asimismo la señal, ya que se entiende como el cumplimiento inmediato y además permitiría al hombre establecer por su propia cuenta las condiciones para la actuación de Dios. Así podría disponer de la revelación, que sólo puede ser realidad como un don. Por tanto la reserva que se hace con la petición de una señal es, en realidad, una expresión de incredulidad y no de voluntad de creer. Jesús no puede ceder en modo alguno a tales condiciones, porque la fe bajo unas condiciones estipuladas por el hombre no es precisamente la fe incondicional y absoluta a la que se llega decidiéndose por Jesús. Más que fe es incredulidad.

Tipología del maná. /Ex/16:El libro del Éxodo, c. 16 (cf. también Núm 11,4-9.31-33) relata que el pueblo de Israel, o el grupo que seguía a Moisés, después de la salida de Egipto hubo de emprender una marcha a través del desierto del Sinaí, donde conoció las fatigas de aquel camino, y especialmente el hambre y la sed. «Toda la asamblea de los hijos de Israel se puso a murmurar contra Moisés y Aarón; los hijos de Israel decían: ¿Por qué no hemos muerto a manos de Yahveh en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan? Nos habéis traído al desierto para matar de hambre a toda esta muchedumbre» (Éx 16,2s). Entonces acudió Dios en auxilio de su pueblo, «haciendo llover pan del cielo», el maná, cuyo nombre deriva de la pregunta que la gente se hacía man hu, qué es esto (Ex 16,15). La historia ha sido transmitida repetidas veces, y muy pronto se creó una tradición autónoma.

Según M. Noth la narración consta de un estrato antiguo (Éx 16,4-5 y v. 28-31), que él atribuye al Yahvista (J), y de un estrato más reciente, que es del Códice sacerdotal (P). «Los relatos de las codornices y del maná se relacionan con fenómenos objetivos que todavía hoy pueden observarse en la península del Sinaí». Se trata, pues, en origen, de unos procesos marcadamente naturales; en efecto, durante la primavera y en otoño suelen aparecer en la península del Sinaí bandadas de codornices que, cansadas del vuelo, se dejan caer, por lo que es fácil cazarlas a mano, y de ese modo puede encontrarse inesperadamente carne en el desierto. Con el maná, en cambio, se trata de una formación en forma de gotas que aparece en las hojas de un tamarisco, la tamarix manifera, que a través del aguijón de una cochinilla mana como secreción de ese insecto cayendo de las hojas al suelo. Tiene un sabor dulzón, que todavía hoy consumen gustosas las gentes del lugar en un paraje tan escaso de alimentos como es el desierto. Así pues ¿en qué consiste el milagro? Simple y llanamente en que la multitud que sale de Egipto camino del desierto, donde se halla expuesta al hambre vive unos fenómenos hasta entonces desconocidos y se encuentra con un alimento que le permite sobrevivir. «Yahveh alimentó entonces con el maná del Sinaí a Israel, un alimento que para los israelitas que llegaban del país cultural de Egipto representaba algo nuevo y sorprendente».

La antigua tradición israelita interpretó esa experiencia en el sentido de la fe en Yahveh. Se vio que el Dios, que había sacado a Israel de Egipto, continuaba estando cerca de su pueblo durante la marcha por el desierto para asistirle en sus necesidades. Con su solicitud divina no dejó a su pueblo en la estacada, ni siquiera por el desierto. Israel pudo confiar en su Dios. De ese modo el milagro del maná muy pronto se convirti6 en un símbolo explicativo de la bíblica «fe en la providencia», en el sentido de que Yahveh asegura a los suyos el pan cotidiano aun en medio de las mayores tribulaciones. La petición del padrenuestro: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», tiene sus raíces en esa fe concreta en la providencia. La tradición P ha recogido precisamente esa idea y se la ha inculcado a los oyentes, al tiempo que la ha vinculado a una instrucción sabática. En dicha historia subyacen incluso algunos puntos de vista ético-sociales, como cuando se dice que todos obtenían lo mismo para comer, sin que uno tuviera más y otro menos.

El material se presta por sí mismo sin esfuerzo a ciertos adornos propios de la predicación. Así, por ejemplo, dice Dt 8,3: «Él te humilló, te hizo pasar hambre y te alimentó con el maná, que no conocieron tus padres, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto procede de la boca de Yahveh»; es decir, que el hombre vive de la «palabra de Yahveh», de la tora y de su cumplimiento. Véase asimismo la historia de las tentaciones de Jesús en Mt 4,4 par y Lc 4,3.

El Sal 78,24s canta así:
Y llovió sobre ellos el maná, para que comieran,
dándoles un pan del cielo.
Pan de los ángeles pudo comer el hombre,
y les dio comida hasta la saciedad
(cf. también Sal 105,40).

En este texto el maná pasa a ser un alimento milagroso, un manjar celeste, que normalmente está reservado a los ángeles. LXX y la Vulgata traducen: «Pan de los ángeles comió el hombre», una fórmula que ha entrado en la liturgia de la fiesta del Corpus Christi. En un lenguaje más amplio y detallado dice /Sb/16/20s: «En lugar de esto (las plagas y desgracias) diste a comer a tu pueblo un alimento de ángeles, y sin trabajo les enviaste del cielo un pan preparado, que teniendo en sí todo sabor se acomodaba a todos los gustos. Y tu comida sabrosa mostraba tu bondad dulce hacia tus hijos; ajustándose al deseo de cada uno de los que lo comían, se transformaba en lo que cada uno deseaba.» Aquí el maná es ya un pan cocido y preparado en el cielo, que responde al gusto y deseo de cada uno que lo come.

También ·Filón-de-Alejandría se ha ocupado ampliamente del milagro del maná, dándole diversas interpretaciones. Interesante sobre todas resulta su exposición alegórica: «Pero que el alimento del alma no es terreno sino ce]este lo certifica con mayor amplitud aún la Sagrada Escritura en el pasaje siguiente: «He aquí que hago descender pan del cielo para vosotros, y el pueblo saldrá y recogerá cada día según su necesidad cotidiana, a fin de que yo los ponga a prueba de si caminan o no según mi ley" (Ex 16,4). Puedes ver cómo el alma no se alimenta de lo terreno y caduco, sino de las ideas que Dios deja instilar desde la esencia soberana y pura, que se designa como cielo. De este modo puede el pueblo, es decir, el alma en toda su composición, salir y recoger y con el conocimiento establecer el comienzo, pero no de una vez por todas, sino conforme a la necesidad cotidiana de cada día. El midrash judío se ha ocupado asimismo con detenimiento del milagro del maná y de su interpretación.

Repetidas veces nos hemos ya referido a la expectativa escatológica de la renovación del milagro del maná por obra del Mesías. En líneas generales la historia de la exposición muestra estas tendencias: una explotación homilética para afianzar la fe en la providencia; una creciente espiritualización y divinización del maná; el hombre «vive de la palabra de Dios», o el maná se convierte en «el pan de los ángeles» y en «alimento del alma», finalmente se suma la interpretación mesiánica. En Jn será ésta la que ocupe el centro del enfrentamiento.

La tipología joánica recoge ese trasfondo de representaciones, aunque estructurándolo en forma antitética. En Jn no aparece Jesús como un nuevo Moisés, sino como el donante escatológico de la vida en una forma radicalmente distinta y superior. Difícilmente puede incluso hablarse de una prolongación de la tipología del Éxodo. El motivo determinante es una superación de principio. Los oyentes judíos son sometidos así a una nueva prueba, justamente con su expectación escatológica; para ellos se repite en cierto modo la situación de Éxodo 16 en la forma de esta disyuntiva: ¿quieren vivir o no realmente del don escatológico de Dios? ¿o quieren mantenerse anclados al pasado sin poder concebir el futuro más que con unas imágenes estereotipadas? Aquí entra también la murmuración como expresión del escándalo que representa para los oyentes la exigencia de la fe; con lo que la analogía radica no en la murmuración contra Moisés y Aarón, sino contra el mismo Yahveh. De este modo se transforma radicalmente en Jn la expectativa mesiánica de una renovación de la época del desierto. Así como Jesús, personalmente, no responde a la expectación mesiánica corriente, así tampoco sus señales se pueden entender desde el horizonte de esa expectativa.

En la respuesta de los v. 32s se corrige ante todo la expectación que alentada bajo la solicitud de una señal, con lo que se corrige asimismo esa petición: «Moisés no os dio pan del cielo.» Es como si dijera que para nada cuenta la expectación mesiánica que se orienta a Moisés y al milagro del maná. El pasado de la historia de salvación no se debe entender cual si constituyera un firme criterio para la actuación futura de Dios. No se puede prescribir a Dios cómo debe actuar en el futuro. Cuando el pasado con sus imágenes se convierte en un criterio tan fijo del futuro, es que de hecho el hombre dispone de Dios, «mientras que la revelación de Dios rompe todas las imágenes que se ha forjado el deseo humano, y la prueba precisamente de un auténtico deseo de salvación está en creer que Dios nos sale al encuentro en forma completamente distinta de la que corresponde a la expectación humana» (BULTMANN). Además, el principio «como Moisés, así el Mesías» olvida que incluso en el desierto el donante era Dios mismo y que será también él el que en el tiempo final otorgue el maná escatológico. Él es el que da el pan del cielo, «el verdadero pan». Con lo cual vuelve a subrayarse la calidad singular y realmente divina del pan del cielo escatológico.

Desde Dios se define también el genuino carácter de ese pan: «porque el pan de Dios es aquel que (en griego, como en castellano, pan tiene género masculino, con lo que aquí es posible la transición directa entre "pan" y el enviado» baja del cielo, y da la vida al mundo», v. 33. El razonamiento discurre de forma lógica y consecuente: un pan del cielo (v. 32) -que no es el maná del tiempo del desierto, sino el pan verdadero que Dios da (v. 32)- y ese pan es realmente de origen celeste. En la formulación del v. 33 se señala ya el paso a la interpretación personal. De momento el tema queda pendiente y sólo se dice que no es la historia la que define qué tipo de pan tiene que dar Dios, sino que lo decide Dios mismo. Ahora bien, el Dios, que asegura el cumplimiento, sobrepasa con su don todas las expectativas humanas, que justo cuando se representan la salvación con trazos y colores humanos resultan sorprendentemente tímidas y cortas.

Con las últimas palabras se abre desde Dios una posibilidad, que empuja a los oyentes a formular su petición: «Señor, danos siempre ese pan» (v. 34). La petición suena casi como una oración en la que, aunque todavía de una manera confusa, se expresa el deseo de vida y de salvación que alienta en el hombre, y en la cual se hace patente asimismo la actitud fundamental con que el hombre ha de recibir el don divino: como el que suplica y recibe (cf. también 4,15). La petición se dirige a Jesús, que es tratado como «Señor», prueba de que también aquí se deja sentir la concepción cristiana. Aunque una vez más puede flotar un equívoco, que en ningún caso desaparece por completo, como se echa de ver por el hecho de que en seguida se convierte en una oposición abierta. Lo decisivo es que en nuestro texto con tal petición puede formularse la aseveración que constituye el primer climax con que se cerraba la primera parte del discurso:

Yo son el pan de la vida;
el que viene a mí jamás tendrá hambre;
el que cree en mí, no tendrá sed jamás.

Aquí hay algo que queda definitivamente claro: el pan de vida que, como realidad del eskhaton (= las cosas últimas) que irrumpe en el mundo, otorga la vida eterna, no es un don terreno como en tiempos pasados, no es un maná milagroso con una determinada sustancia, sino la persona misma de Jesús, Con su persona, Jesús entra en lugar de la expectativa de salvación, sea cual sea la forma que adopte. La afirmación significa que Jesús mismo es el lugar y fundamento de la donación de la vida que Dios hace al hombre. En la palabra metafórica «pan» se señala ya de forma inequívoca, enfática y gráfica el carácter del don. Y como la vida eterna, otorgada por ese pan, es la vida radical, también ha de entenderse como un don y no como una posesión de la que el hombre pueda disponer a su arbitrio. Y hay que decir, además, que en ese don, que es el revelador, se realiza a la vez la donación, la comunicación que Dios hace de sí mismo al hombre. No se trata ciertamente sólo de la pretensión absoluta y exclusiva de la revelación de Jesús; lo que está más bien en juego es su carácter de comunicación. En Jesucristo Dios está por completo a favor del hombre, de tal modo que en él se le abre su comunión vital, su salvación y su amor, y en tal grado que Dios quiere estar al lado del hombre como quien se da y comunica sin reservas. Y ello porque, de otra manera, la metáfora del pan no tendría sentido alguno.

En dicha metáfora entra ineludiblemente el gesto de la comunicación, de la dádiva. Pero esa comunicación no apunta simplemente a un enriquecimiento exterior del hombre, ni apunta tampoco a un nuevo haber multiplicado, sino más bien a un nuevo ser, que consiste en la comunión entre Cristo y el creyente. De no ser así, también el «Soy yo» resultaría inútil y absurdo; sólo desde Jesucristo es real la vida prometida. Mas para el hombre esa vida sólo obtiene su realidad dentro de la relación de fe. La fe es el elemento sustentador de tal realidad, o una mera designación diferente. En la comunión con el revelador se calma tanto el hambre como la sed de vida que agitan al hombre. El «ya no tendrá hambre ni sed» promete la superación de la mortalidad humana, y el]o como una realidad presente ya en la fe. Dicha realidad se funda, no obstante, en Jesucristo, que como Hijo del hombre es el donador de vida y aun el mismo pan de vida escatológico.

b) El enfrentamiento a Jesús como el revelador y el que trae de Dios la salvación (Jn/06/36-50)

Si en la primera sección del discurso del pan se ha tratado antitéticamente la idea del pan de vida con el maná del desierto, ahora la sección segunda enlaza con la afirmación cristológica personal. Ahora queda claro, y ello constituye el punto firme de esta sección, que lo que se discute no es ya el maná, sino la persona misma de Jesús como el revelador y el que trae de Dios la salvación. La cuestión de cómo se llega al pan de vida se transforma ahora en la cuestión de cómo se llega a Jesús, es decir, en la cuestión de la fe en Jesús. Se entra así inflexiblemente en el enfrentamiento entre fe e incredulidad; es algo que no se puede evitar.

36 Pero ya os dije: Vosotros [me] (*) habéis visto y, sin embargo, no creéis. 37 Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que viene a mí, no lo echaré fuera; 38 porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. 39 Y ésta es la voluntad del que me envió: que nada de aquello que me ha dado se pierda, sino que yo lo resucite en el último día. 40 Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y que yo lo resucite en el ultimo día.
...............
*
El «a mí» no es críticamente seguro.
...................

La perícopa empieza en el v. 36 con una observación sobre la incredulidad. Los oyentes no creen, aunque han «visto». El reproche enlaza sin duda con la petición de la señal del milagro del maná. Tal petición, sobre todo después del milagro de la multiplicación de los panes, era expresión de incredulidad. Aunque los galileos habían visto la señal, no querían creer. Les faltaba la buena disposición para creer incondicional- mente. Se da por supuesto que el milagro podía ser visto como señal, y que en su visibilidad contenía una primera y clara referencia a Jesús mismo. La visión debería haber culminado en la fe, y entonces se hubiera convertido en una visión creyente que contempla en Jesús la revelación de Dios. Pero como se ha dado ese paso hasta la fe, el hecho de haber visto se trueca en un punto de acusación por la incredulidad.

Los v. 37-40 tratan ahora explícitamente de la fe como de «un ir a Jesús».

La fe está contemplada en su vinculación con todo el acontecer de la salvación y de la revelación. La perícopa tiene un fuerte carácter kerygmático (cf. 3,14-21.31-36) y contiene la idea fundamental del kerygma joánico. Se dice que en la fe se cumple la voluntad salvífica de Dios, porque Jesús en persona es el salvador enviado por Dios, que cumple esa voluntad en el mundo. En la fe, al igual que en el proceso por el que se llega a ser creyente y se llega a Jesús, no existe en definitiva ninguna obra humana. Ya no se trata de la opinión y del querer del hombre, lo que ahí se da es la obra de Dios Padre. Vista así, esta perícopa no es más que el desarrollo de lo que se da a entender en el v. 29 con la fe como «obra de Dios». Al comienzo del movimiento de fe como un ir a Jesús está el Padre, que «da» y entrega los creyentes a Jesús, dirigiéndolos hacia él (v. 37a; d. 17,2). Y Jesús no «echará fuera» a ninguno de los que llegan hasta él; es decir, no lo repudiará ni entregará a la condenación eterna (v. 37b), sino que lo recibirá como remitido y entregado por el Padre, a fin de que lo conduzca a la salvación. Por parte de Jesús no hay razón ni posibilidad alguna de despachar a nadie que pregunte por él en serio. Que Dios entregue a los dispuestos a creer en manos de Jesús es una consecuencia de los plenos poderes de salvación confiados al mismo Jesús (cf. 3,35; 5,21ss.27; 13,3; también 6,2;), según subraya explícitamente el v. 38.

La argumentación corre mediante una referencia a la cristología del Hijo del hombre. Jesús es ese Hijo del hombre, bajado del cielo, que cumple la voluntad del Padre y que está y actúa por completo a las órdenes de Dios. El destino de Jesús es llevar a término la voluntad salvadora de Dios. El concepto «voluntad de Dios», como resulta del presente pasaje, no se refiere sólo al destino personal de Jesús. No se entiende primordialmente en un sentido ético-religioso, sino más bien soteriológico, como se desprende del v. 39: la voluntad de Dios es la salvación de los hombres confiados por el Padre a Jesús. La plena potestad salvadora de Jesús es universal e ilimitada: la salvación toda y para todos los hombres procede de él. Y siempre que se opera la salvación se opera por él, según el querer de Dios. La misión salvadora de Jesús está vista de un modo total y absolutamente positivo. Jesús no puede dejar que se pierda nadie, no puede entregar a nadie a la condenación escatológica, sino que ha de conducir a todos hasta la meta suprema y definitiva del plan salvífico de Dios, es decir, hasta «la resurrección en el último día». La realización completa de la voluntad de salvación por parte de Dios desde el principio al fin es la voluntad divina para cuyo cumplimiento ha sido Jesús enviado al mundo.

El v. 40 acentúa una vez más el carácter cristológico de la fe salvadora. Es la voluntad del Padre que «todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna»; es decir, que realmente alcance la salvación, participe de ella; y ello ya ahora, al presente, y también en el futuro que ha de llegar todavía al consumar la salvación «en la resurrección del último día».

En este pasaje tropezamos con el problema de las afirmaciones escatológicas de futuro, sobre el cual ya hemos dicho algo. A nuestro entender difícilmente puede separarse del texto general el v.39 con su final escatológico de futuro, que aquí parece ser de hecho originario. La afirmación «para que nada de aquello que me ha dado se pierda» pide, desde luego, una contrapartida positiva, como es la que sigue: «sino que le resucite en el último día.» Las cosas discurren de otro modo en el v. 40, que tal vez puede ser por completo un apéndice, ya que vuelve a recoger el comienzo del v. 39 con el mismo giro de «ésta es la voluntad de mi Padre...» Sin embargo, tal reasunción encaja en la línea de la teología joánica. Véase o no en las aseveraciones escatológicas de futuro una apostilla posterior, lo importante debería ser que tales añadidos no cambian la escatología de presente, y ni siquiera la «corrigen», sino que a lo más la «completan», quizás con el propósito explicito de salir al paso de quienes negaban la resurrección (cf. 2Tim 2,18). Así pues, no se trata de una acomodación a las concepciones de la gran Iglesia, sino más bien de unas aclaraciones antiheréticas.

VD/CONDENACION Los v. 37-40 trazan, pues, con toda brevedad, los perfiles fundamentales de la obra salvadora y escatológica de Dios; obra que tiene su origen en Dios Padre, su centro en el envío de Jesús, y que alcanza su meta en la fe de los hombres. Una vez más también aquí todo el acento carga sobre la salvación. La voluntad de Dios consiste en creer y salvarse en el Hijo, según se le denomina aquí en sentido absoluto. De una voluntad divina por la que los hombres deban perderse Jn no sabe ni una palabra. Ciertamente que existe la posibilidad y aun el hecho de la incredulidad, que por si misma se expone a la condenación y al juicio; pero ello ocurre en contra precisamente de la voluntad explícita de Dios. No es una posibilidad prevista y querida por Dios, sino el misterio de la existencia humana establecida en la libertad, y cuya suprema impenetrabilidad está en que el hombre es criatura y no el creador. Con ello la pretensión del revelador resulta inaudita. Los v. 41-46 describen el escándalo que tal pretensión suscita y la oposición y resistencia que encuentra:

41 Entonces los judíos se pusieron a murmurar de él porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo, 42 y decían: ¿Acaso no es éste Jesús, el hijo de José, de quien nosotros conocemos el padre y la madre? Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo? 43 Jesús les contestó: No andéis murmurando entre vosotros. 44 Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo atrae; y yo lo resucitaré en el último día. 45 Escrito está en los profetas: "Todos serán instruidos por Dios» (Is 54,13; Jer 31,33s). Todo el que oye y aprende la enseñanza del Padre viene a mí. 46 No es que nadie haya visto al Padre; pues sólo el que viene de Dios, éste es quien ha visto al Padre.

«Los judíos» -que aparecen por primera vez en este pasaje del discurso del pan como designación global de los verdaderos enemigos de Jesús- «murmuran» de Jesús. Con ello adoptan, a los ojos del evangelista, la actitud del pueblo de Israel, durante su peregrinación por el desierto, en contra de Yahveh (1). La murmuración que se alza contra la dirección de Yahveh, y que en el fondo considera la salida de Egipto como una fatalidad desgraciada, es la expresi6n de la resistencia suprema, del simple «no querer seguir colaborando»; exactamente lo contrario de la voluntad de creer. Los murmuradores persisten de manera tenaz en rescindir el seguimiento y obediencia de Dios. El haber recogido aquí la murmuración está condicionado ante todo por el recurso a la tradición del Éxodo (Ex 16). Pero hay que decir al mismo tiempo que los judíos, ni más ni menos que como hicieron sus padres, protestan contra el designio de Dios tal como aparece en las palabras de Jesús, y niegan el asentimiento creyente a sus pretensiones. Por ello no tardará en llegar la renuncia a su seguimiento (cf. 6,66).

Que la «generación del desierto» aparecía ya en el judaísmo como un ejemplo negativo y escarmentador, lo demuestra este texto del Sal 106,24-27:

Desdeñaron la tierra de las delicias,
y no creyeron su palabra;
murmuraron en sus tiendas
y no obedecieron la orden del Señor.
Levantando su mano él les juró
humillarlos en medio del desierto,
arrojar su descendencia entre las gentes,
dispersarlos en medio de las naciones.

Según el tratado Sanhedrin 10,3, la generación del desierto no tiene participación alguna en el mundo venidero. En la primitiva tradición cristiana ya Pablo recogió esa tradición, poniéndola ante los ojos de los cristianos como un ejemplo que debía servirles de aviso, cf. /1Co/10/01-11. También la carta a los Hebreos la hace suya, cf. /Hb/03/04-07/11. Tampoco los cristianos tienen una seguridad absoluta de salvarse; también ellos pueden correr el peligro de la inseguridad, la resistencia y la apostasía, de modo que se alcen contra Dios y pongan fin a su fe.

Motivo de la murmuración son las palabras de Jesús: «Yo soy el pan bajado del cielo»; aunque la verdadera razón es que un hombre histórico totalmente normal diga de sí mismo tales cosas. Y entonces la resistencia se ceba en el hecho de la humanidad de Jesús, v. 42: «¿Acaso no es éste Jesús, el hijo de José, de quien nosotros conocemos el padre y la madre? ¿Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo?»

A propósito del v. 42 conviene comparar el relato sinóptico de la aparición de Jesús en Nazaret, según Mc 6,1a par; Mt 13,53-58; Lc 4,16-30. He aquí lo que dice Mc 6,3: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José, de Judas y de Simón? ¿Y no viven sus hermanas aquí entre nosotros? Y estaban escandalizados de él» (cf. Mt 13,55s; Lc 4,22: «¿No es éste el hijo de José?»). Jn recoge este motivo que conoce por tradición, cf. 4,44. ¿Coincide también con esta tradición el motivo de la predicación en la sinagoga, en analogía con la sinagoga de Nazaret (Mc 6,2; Mt 13,54; Lc 4,16)? En Jn 7,3-5 se encuentra también la observación, que objetivamente pertenece a ese ciclo motivacional, de que ni siquiera los propios parientes de Jesús creían en él.

En Jn todo esto alcanza el máximo relieve mediante la conexión con el aserto revelador, que ya no será superado de hecho. Que en ese hombre Jesús, cuyo origen histórico-terreno se conoce, tenga que hacerse presente la revelación y que en él se decida el problema de la salvación del hombre, y que ello ocurra además de una manera definitiva para todos los hombres en todos los tiempos y lugares, es algo realmente escandaloso y provocativo por parte de Jesús; pero lo es asimismo por parte del mensaje cristiano de la salvación y del cristianismo en general. No es la divinidad de Jesús, sino su humanidad la que provoca la sublevación. Incluso con los conceptos de revelación y de paradoja se podría llegar a un cierto entendimiento, pues cabe entenderlos de un modo general y preguntarse por el principio que subyace en los mismos.

Pero en este Jesús, el hijo de José de Nazaret) cesa todo. En su historicidad concreta Jesús se convierte en el centro indispensable del problema de la fe. Lo que Jn pone aquí de relieve hasta sus últimas consecuencias es la unidad de revelación y revelador de Dios en el Jesús histórico. La postura que se adopta frente a Jesús es la que se adopta frente a Dios en su revelación, y quien pregunta por la revelación de Dios, se ve remitido a Jesús. Aquí, en la confesión cristiana de Jesús, como el Mesías y revelador de Dios, subyacía desde el primer momento un escándalo incomprensible e insuperable, incluso para todos los cristianos.

Y esto vale también precisamente para el judaísmo tradicional, que en ese Jesús del obscuro Nazaret, hijo de José y de María, no podía descubrir al revelador y salvador escatológico, enviado por Dios. También resulta interesante que la tradición joánica ignore (todavía) la afirmación del nacimiento virginal. El texto no permite suponer, en modo alguno, que semejante tradición se encontrara en el trasfondo, ni que la idea de que Jesús fuera el hijo de José y de María sea simplemente falsa. Así pues, el origen humano de Jesús de unos padres terrenos parece perfectamente conciliable en la cristología joánica con la peculiar filiación divina de Jesús. Como quiera que sea el escándalo radica en que con el hecho de remitirse al origen humano de Jesús se rechaza su pretensión reveladora. La fe conoce también ese origen; pero mira más alto.

Frente a dicho escándalo los versículos siguientes (v. 43-46) insisten una vez más en la pretensión reveladora de Jesús, presentándola como querida por Dios y conforme a las Escrituras. El supuesto fundamental es la unidad de la voluntad divina en la Escritura y en el designio sobre Jesús. Jesús, por su parte, no puede más que rechazar la resistencia obstinada que se manifiesta en la murmuración, v. 43. La fe sólo puede desarrollarse mediante un asentimiento libre y amistoso. A primera vista el v. 44 parece no ser más que una repetición del v. 37: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo atrae; y yo lo resucitaré en el último día.» En realidad las dos expresiones «el Padre da» y «el Padre atrae» dicen lo mismo. En el «ir a Jesús», es decir, en la fe, Dios tiene la prioridad básica; sin el impulso precedente por parte de Dios, la fe no es posible ni efectiva. Queda así expresada la idea de elección. Lo cual significa que aun en el acto de hacerse creyente hay que reconocer la acción de Dios y la libertad de su gracia. El hombre no puede disponer soberanamente de la fe, como lo señala Jn a propósito de Jesús; en modo alguno puede hacerlo. Incluso en la incredulidad respeta Jesús la todavía impenetrada decisión del Padre y la libertad del hombre. Lo cual recuerda una vez más la plegaria de Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así lo has querido tú» (Mt 11,25s; Lc 10,21). A la larga, sin embargo, la incredulidad no deja de ser rebatida. Hay, en efecto -como lo indica el v. 45- una importante prueba a favor de Jesús, y es la Escritura. Allí, y concretamente en los profetas, puede leerse: «Y todos serán instruidos por Dios» o bien «Todos serán discípulos de Dios».

Dos son los pasajes que cuentan al respecto: Is 54-13 y Jer 31,33s. Por su tenor literal, la cita de Is 54,13 sigue el texto griego de LXX. En el original hebreo se trata de una palabra de consolación con la que se pretende infundir ánimo a los que regresan del exilio para que emprendan la reconstrucción, y suena así: «Todos tus constructores son discípulos del Señor; grande es el bienestar de tus hijos.» La cita habría sido sacada de su contexto general y acomodada por el evangelista para su propósito.

Jer 31,33s es el anuncio de la nueva alianza; v. 34 «Ya no tendrán necesidad de enseñarse unos a otros, ni un hombre hablará a su vecino ni a su hermano diciéndole: Conoced a Yahveh, porque todos me conocerán, de los pequeños a los grandes.» En la nueva alianza todos serán instruidos personalmente por Dios; el conocimiento divino será el estado general, porque Dios mismo pondrá la ley en el interior del hombre.

La cita joánica de la Escritura en su redacción actual no corresponde a ninguno de los textos existentes, por lo que cabe suponer que los ha reelaborado para su propósito. Está claro lo que se quiere decir. Ha llegado ya ahora el tiempo del conocimiento escatológico de Dios, que no requiere ninguna instrucción externa, porque Dios mismo se encarga de enseñar al hombre; conocimiento que estaba prometido en la Escritura. Que ese tiempo ha llegado efectivamente es algo que se hace patente en Jesús. El «oír y aprender la enseñanza del Padre» (v. 45b) se refiere en concreto a la Escritura, al AT. Aquí el Padre ha hablado hace largo tiempo a su pueblo, por lo que Jn puede entender el AT como un testimonio del Padre a favor de Cristo (cf. 5,37ss). Para Jn el verdadero discípulo es el que ha oído hablar a Dios en el AT. Ese tal «ha oído y aprendido del Padre»; y ello, a su vez, se demuestra en que se allega a Jesús, de modo que el sentido de la cita escriturística se cumple con la fe en Jesús. Desde ahí ha de entenderse también la «atracción» del Padre. También esto tuvo ya su inicio en la historia de Dios con Israel, certificada por el AT, cf. Os 11,4 donde se dice: «Los até con ataduras humanas, con ataduras de amor.» Así como Dios, según esa palabra, quiso atarse a su pueblo «con ligaduras de amor», así quiere ahora realizarlo en Jesús. El resultado es que los judíos murmuradores no sólo están en oposición a Jesús sino en oposición con la misma Escritura y, por consiguiente, con su propio pasado. Si realmente estuvieran instruidos por Dios, seguirían la Escritura y creerían en Jesús.

El «principio joánico de revelación» (cf. 1,18; 5,37; lJn 4,12), que aquí se cita de propósito sin duda alguna, pretende recordar el hecho de que la revelación plena y completa sólo se da ahora por Jesucristo. En que ningún hombre ha visto jamás a Dios concuerdan el AT, el judaísmo y Jn. La diferencia está en que, según la concepción joánica, sólo «el que está en Dios y ha visto al Padre», aporta la revelación definitiva, y en que, vista desde tal perspectiva, la revelación veterotestamentaria de Dios sólo puede ser provisional. Ahí entra en juego la idea de la preexistencia: porque Jesús procede del ámbito divino y pertenece por esencia al mismo, porque «ha visto al Padre», como se dice en el lenguaje mitológico, es decir, porque está en una relación suprema e inmediata con el Padre, por eso aporta el conocimiento supremo y auténtico de Dios.

47 De verdad os aseguro que el que cree tiene vida eterna. 48 Yo soy el pan de la vida. 49 Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. 50 Este es el pan que baja del cielo, para que quien coma de él ya no muera.

Los v. 47-50 recogen una vez más Ios motivos determinantes del discurso del pan, tal como han sido enunciados hasta ahora.

V. 47: el que cree tiene vida eterna, no sólo como una promesa de futuro, sino como una realidad presente ya. El creyente vive ya en el nuevo eón. Las raíces de su existencia se hunden en la realidad vital del Cristo resucitado y presente.

V. 48: Y ello es así, porque Jesús en persona es el pan de vida. En él palabra y persona constituyen una unidad indestructible. No sólo es el donante, es asimismo el don. Se comunica personalmente con el creyente, por cuanto le otorga «vida eterna». Desde ese fundamento se puede ya tender un puente hasta el discurso de la eucaristía, en el sentido de una relación mutua entre palabra y sacramento. Si la palabra es señal y símbolo, y lo es precisamente en la metáfora del pan, también a la inversa la señal es una palabra.

V. 49s: Como pan de vida, Jesús es el verdadero «pan del cielo», el alimento para vida eterna. Y lo es en una forma radicalmente distinta de como lo era el maná y de las expectativas cifradas en el mismo. Los padres comieron el maná y murieron sin embargo, no alcanzando por consiguiente la vida eterna. Sólo el pan de vida escatológico, el Hijo del hombre, Jesucristo, es el pan que realmente ha bajado del cielo y que en razón de su origen pertenece al ámbito de la vida divina. Y ha bajado de allí a fin de que quien lo coma ya no muera.

c) Transición (Jn/06/51)

51 (a) Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo:
(b) quien coma de este pan vivirá eternamente;
(c) pues el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo.

Conviene no seguir conectando el v. 51 con el discurso del pan, sino considerarlo más bien como transición al discurso de la eucaristía. No sólo establece un nexo literario entre el discurso del pan y el de la eucaristía, sino también una conexión objetiva, y lo hace de manera tan sorprendente que es difícil imaginar algo mejor pensado. Si bien el discurso de la eucaristía podría atribuirse a un redactor o considerarse como un apéndice de la escuela joánica, hay que conceder en todo caso que la conexión con el discurso del pan es una pieza maestra de composición. Por ese simple motivo tiene muy poca probabilidad la hipótesis de que pueda tratarse de una corrección posterior del discurso del pan.

Merecen atención las transformaciones lingüísticas del v. 51a/b, que poco a poco preparan la transición al discurso eucarístico. En vez de hablar, como hasta ahora, del «pan de vida», se dice «el pan vivo», que no tiene necesariamente que representar una diferencia objetiva muy grande, pero sí que desvía con mayor fuerza la mirada de la persona de Jesús al símbolo del pan. El dato lo acentúa aún más el v. 51b, por cuanto que aquí ya no se habla de la «fe» sino de «comer el pan» (recogiendo el v. 50). A ello se suma el carácter futuro de la promesa de vida. En lugar de (ese tal) «tiene vida eterna» se dice ahora «vivirá para siempre». Son sin duda pequeños desplazamientos de acento, pero comportan una aclaración algo diferente.

Ese desplazamiento de acento resulta sin duda muchísimo más claro en el v. 51c, que se considera en general como el paso decisivo del discurso del pan al discurso eucarístico. Aquí ya no se habla del pan que es el propio Jesús, sino del pan que «él dará», y ese pan «es mi carne para la vida del mundo». Tampoco aquí es todavía decidida y resuelta la referencia a la eucaristía, a la cena del Señor, sino ante todo a la entrega de sí mismo de Jesús en la cruz. «Si la carne designa la vida entregada por la vida del mundo, no hay duda alguna de que se piensa en la entrega de Jesús a la muerte, que según la primitiva visión cristiana es... una muerte vicaria» 465 H. Schurmann ha demostrado además, en su detallado estudio sobre el v. 51c, que Jn utiliza en este pasaje la tradición de la cena del Señor. «En Jn 6,51c, de una parte, y 6,(52)53-58, de la otra, se encuentran peculiaridades, que no sólo delatan un lenguaje eucarístico firmemente establecido, sino que también permiten reconocer la dependencia de un relato tradicional de institución». Se trata sobre todo de las palabras de la consagración del pan, que en la redacción de Mc y Mt suena así: «Esto es mi cuerpo» (cf. Mc 14,22; Mt 26,26; también Lc 22,19), mientras que en la redacción «helenística», ya difundida, de Pablo se decía probablemente: «Esto es mi cuerpo por vosotros», estando firmemente establecido el pro (= «por» soteriológico) que expresa y responde a la muerte salvífica y vicaria de Jesús. Como receptor del acontecimiento salvador se designa en Jn al cosmos, al mundo entero.

Que la muerte de Jesús tenga que ocurrir en favor del cosmos es algo congruente con la soteriología de Jn (cf. l, 29; 3,16s; 12,47), interesada plenamente por la universalidad de la salvación, que mantiene en firme. Tenemos, pues, en el v. 51c un perfecto ensamblaje de la tradición sobre la cena del Señor y de la soteriología joánica. En qué estadio de esa tradición haya tenido efecto la transformación de «mi cuerpo» en «mi carne», es algo que no puede establecerse con seguridad. Sabemos que el lenguaje de la cena del Señor en Ignacio de Antioquía (+ ha. 105 d.C.) está muy cercano a la concepción joánica, y allí se emplea gustosamente el vocablo «carne» mientras que falta por completo el término «cuerpo». Así se dice en Ign, Rom 7,3:

No tengo satisfacción alguna en un manjar perecedero ni en los deleites de esta vida. Quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, el cual procede del linaje de David, y por bebida quiero su sangre, que es amor imperecedero (Cf. D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, BAC, Madrid 1950, p. 479).

De inmediato descubrimos la proximidad de tal lenguaje a la redacción joánica en su tenor presente. Pero hay un rasgo de singular importancia: en esa tradición la eucaristía y la encarnación aparecen estrechamente unidas y apoyándose mutuamente. La intención antiherética (antidocetista en concreto) bien puede haber sido aquí determinante.
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1. Cf. Ex 15,24; 16,2.7.8.9.12; Nm 11,1; 14,2.27.29; 16,41; Sal 106,25; K.H, RENGSTORF: La «murmuración» significa «siempre una actitud del hombre contraria o alejada de Dios y no sólo de insatisfacción por alguna aspiración que no se le ha cumplido.
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3. EL DISCURSO DE LA EUCARISTÍA (Jn/06/52-59)

52 Pusiéronse entonces a discutir los judíos entre sí diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? 53 Pero Jesús les contestó: De verdad os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. 54 El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día. 55 Pues mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. 56 EI que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él. 57 Lo mismo que el Padre que me envió vive, y yo vivo por el Padre, así el que me come, también él vivirá por mí. 58 Este es el pan que ha bajado del cielo: no como aquel que comieron los padres, que, sin embargo, murieron; quien come este pan vivirá eternamente.  59 Todo esto lo dijo enseñando en una sinagoga, en Cafarnaúm.

«Con un cambio perceptible en la manera de hablar, esta última parte del discurso del pan se refiere a la recepción de la eucaristía». Son palabras de Schnackenburg con las que expresa un consenso ampliamente dominante. Lo que se discute es si en esta perícopa se trata de un apéndice posterior al discurso del pan o si el discurso de la eucaristía iba originariamente ligado al discurso del pan.

«El argumento principal sigue siendo la permanente interpretación «simbólica» del discurso del pan (6,31-51), con la que contrasta el «realismo sacramental» de los versículos eucarísticos. En el lenguaje figurado Jesús es el «pan» personal bajado del cielo, del que hay que «comer» mediante la fe. Ahora se habla de la "carne" y de la "sangre" del Hijo del hombre, que es necesario asimilarse mediante una "comida" y "bebida" reales. El don universal de Dios se ha convertido en unos dones especiales de Jesús, la revelación cristológica en una doctrina sacramental».

En efecto, la singularidad de esta perícopa viene determinada por el hecho de que aquí se recoge la tradición de la cena del Señor, probablemente la que tenía el círculo joánico, conectándola con el discurso del pan. La influencia mutua puede reconocerse. El autor toma elementos del discurso del pan y los modifica, para interpretar así la tradición de la cena del Señor, Por otra parte, sin embargo, también el lenguaje de su tradición de la cena del Señor está definido y probablemente fijado con una relativa estabilidad, de tal modo que su presencia se advierte en nuestro texto. El propio Bultmann, que ve aquí «una aplicación secundaria del discurso del pan a la cena del Señor», no puede negar que ello ocurre «acomodándose al lenguaje y estilo del texto original».

En el v. 52 se menciona una polémica suscitada entre los judíos a propósito de la afirmación hecha por Jesús de que les «daría su carne». Por enésima vez se trata de un equívoco, que ciertamente presupone ya la interpretación eucarística del v. 51c. La discusión recoge la murmuración del discurso del pan y la prolonga. El contenido de la discusión versa sobre los modos posibles con que Jesús pudiera dar a comer su «carne». Cabe suponer que las palabras indicativas de la eucaristía: «Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre» indujeron en una época relativamente temprana a múltiples equívocos y los correspondientes enfrentamientos acerca de una recta «comprensión de la cena del Señor». Sobre todo los extraños, al estar mal informados, no podían saber qué pensar de todo ello, como lo confirman las difamaciones posteriores. Aquí puede muy bien suceder que la polémica sea de origen judío o judeocristiano. También resulta interesante que en nuestro texto no se haya hecho la menor tentativa por aclarar el equívoco, sino que se repita con toda su dureza la interpretación cristiana de la cena del Señor. Esto permite suponer un auténtico enfrentamiento, que no era puramente teórico; se trata de una apologética como la que se da de ordinario en los conflictos agudos en los que se intenta afianzar la propia posición. Así se explica magníficamente bien la reacción del v. 53, en que la comida y la bebida de la carne y de la sangre de Jesús se presentan como absolutamente necesarias: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.» Lo cual significa simple y llanamente que quien quiere participar en la «vida» ha de tomar parte en la eucaristía (1). ¿Hubo tal vez en el entorno de la escuela joánica gentes que lo discutían? En su carta a la comunidad de Esmirna Ignacio de Antioquía menciona de hecho algo parecido; dice así:

«Poned atención a los defensores de opiniones disidentes respecto de la gracia de Jesucristo, que ha llegado hasta nosotros, los cuales se encuentran en oposición al sentido de Dios. No se preocupan del deber del amor, ni de la viuda, ni del huérfano, ni del oprimido, el encarcelado o el liberto, ni del que padece hambre o sed. Permanecen alejados de la celebración eucarística y de la oración; porque no confiesan que la eucaristía es la carne de nuestro redentor Jesucristo, carne que padeció por nuestros pecados y que el Padre resucitó en su bondad. Ahora bien, quienes discuten el don de Dios mueren en su discusión. Pero les sería provechoso dar pruebas de amor, a fin de que también ellos resuciten» (Ign, Smirn 6,2-7,1) (Cf. RUIZ BUENO, p. 492).

El v. 54 subraya una vez más el efecto salvífico de la eucaristía. Asegura la vida eterna al tiempo que garantiza la consumación salvífica futura, expresada con el giro «y yo le resucitaré en el último día». Que en este pasaje se abra una perspectiva de escatología de futuro, no resulta sorprendente, justo por la conexión que existe con la tradición de la cena del Señor, puesto que la perspectiva escatológica tiene un sitio firme en tal tradición. Dice, por ejemplo, Marcos: «Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25 y par; Mt 26,29; Lc 22,17b). En Pablo encontramos ya una transformación de esa «perspectiva escatológica» pasando de la expectación del reino de Dios a la expectación de la parusía, cuando dice: «Porque cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que él venga» (lCor 11,26). Por todo lo cual cabe suponer que la fórmula «y yo lo resucitaré en el último día» (v. 54b) sea la formulación joánica de la perspectiva escatológica de la tradición de la cena del Señor, en la que tal perspectiva tiene su puesto propio y tradicional.

El v. 55 pone de relieve que la carne y la sangre de Jesús son respectivamente «verdadera comida» y «verdadera bebida». ¿Qué quiere decir eso? ¿Que no se trata simplemente de una comida y bebida simbólicas? Entonces lo que está en juego es la realidad de la cena del Señor, que se trata de una comida real, y que en tal comida se participa realmente de la carne y de la sangre de Cristo.También aquí tenemos la impresión de que la proclama se dirige contra otro tipo de concepción que al parecer discute de algún modo esa realidad. El texto joánico parece defender, en contra de esas interpretaciones, una concepción realista de la cena del Señor. Los «enemigos» podrían ser también aquí algún grupo gnóstico-doceta.

Los versículos siguientes describen el efecto sacramental de la cena del Señor, recurriendo para ello a la «fórmula de la inmanencia». El que come la carne de Jesús y bebe su sangre, «permanece en mí y yo en él». Esa «fórmula de la inmanencia», que también se encuentra en la comparación de «la vid verdadera» (/Jn/15/01-07) (2), sirve para expresar la intensidad y persistencia de la comunión de los creyentes con Jesús. «Permanecer» subraya la duración de dicha comunión, que según la primitiva concepción cristiana tiene además carácter definitivo. Quien ha sido acogido en la comunidad y ha participado en la cena del Señor, lo ha hecho de manera definitiva y para siempre. Se puede muy bien pensar que el trasfondo experimental para la «fórmula de la inmanencia» hay que buscarlo realmente en el hecho de la cena del Señor. Y ello porque no puede ponerse en duda que la experiencia de una comunión intensa y hasta entusiástica en la cena del Señor no sólo afectaba a la unión de los miembros entre sí, sino también a la de cada uno de ellos con el Señor glorificado. La permanente comunión con Jesús, tal como se expresa por medio de la eucaristía, o más claramente aún, tal como se realiza en la eucaristía y por la eucaristía, sirve también de base para la persistencia de la comunión de vida escatológica entre el creyente y Jesús. El enviado y revelador de Dios, Jesús, «vive» por el Padre, por su participación en la vida divina, y él a su vez transmite esa vida a los creyentes. La manducación sacramental de la cena del Señor está al servicio de la comunicación de esa vida. Con razón dice F. Mussner: «Quien disfruta del don eucarístico, de la carne y sangre del Hijo del hombre, alcanza también una comunión con Cristo paciente; es decir, que el creyente se apropia en el banquete eucarístico la virtud salvadora de la muerte de Cristo».

Como ampliación del v. 50, se subraya en este pasaje que el alimento eucarístico es la verdadera contrarréplica del maná. Es el pan que ha bajado del cielo, mientras que no lo era el maná que comieron los padres. El que come ese pan vivirá eternamente. La conclusión del discurso de la eucaristía está claramente configurada con el final del discurso del pan, y demuestra que el discurso eucarístico depende del discurso sobre el pan. Con el v. 59 concluye todo el discurso.

Si nos preguntamos brevemente por la peculiar estructura de la doctrina joánica de la eucaristía, destaca ante todo su consecuente enfoque cristológico-soteriológico. Se puede calificar como una doctrina que se desarrolla en conexión con el discurso del pan. Y adquiere en ella importancia singular principalmente la vinculación con la cruz de Jesús, como se da en el v. 51c. Es el Hijo del hombre, crucificado y exaltado, el que como «pan» da su «carne por la vida del mundo». Es una aseveración que expresa el específico carácter cristiano de la cena del Señor. Aparece además Jesucristo en persona como el verdadero sujeto activo en el acontecimiento de la cena del Señor. Se trata de comer y beber de la carne y sangre del Hijo del hombre glorificado. El efecto del sacramento consiste en el establecimiento y profundización de la comunión con Cristo, entendida de un modo personal, tal como se expresa mediante la «fórmula de la inmanencia». A ello se suma el realismo sacramental, con probable intención antidoceta, y que sin duda ha conducido también a la recepción del concepto «carne» en lugar de «cuerpo». Con ello se entrelazan estrechamente la idea de encarnación y la concepción de sacramento. La cena del Señor, entendida de un modo realista y hasta casi «materialista» refrenda, por su parte, el materialismo de la encarnación. Y es ésta una tendencia que se prolonga entre los padres apostólicos.
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1. En este contexto opina BULTMANN: «AI que no goza de la cena del Señor, se le niega la obtención de la vida; la cena del Señor se entiende, pues como... pharmakon athanasias...: el participante de la comida sacramental lleva en sí la potencia, que le garantiza la resurrección», p. 175. Y se refiere también al pasaje de Ign,Ef 20,2 en que se dice: «cuando os reunís... en una fe y en Jesucristo, que según la carne desciende del linaje de David, Hijo del hombre e Hijo de Dios, para mostrar al obispo y al presbiterio obediencia con sentimiento indiviso y para partir el pan, que es una medicina de inmortalidad, un antídoto, pues no se muere, sino que se vive para siempre en Jesucristo.»
2. Para la «fórmula de inmanencia» y su problemática cf. R. BORIG: «EI Hijo es la figura central en torno a la cual gira la inmanencia y en quien tiene su fundamento. Aquí se manifiesta el esencial principio cristológico de la inmanencia; siempre se trata de un estar en el Hijo y con el Hijo y sólo por el Hijo y en el Hijo pueden los discípulos llegar a la comunión con Dios, al igual que Dios sólo se comunica a los discípulos en el Hijo, a fin de permanecer (en él) y con él en ellos.
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4. LA GRAN DECISIÓN. APOSTASIA DE LOS DISCÍPULOS Y CONFESIÓN DE PEDRO (Jn/06/60-71)

La última perícopa trata del efecto del discurso del pan en los oyentes. Se llega así a la crisis, al enfrentamiento, a la decisión tanto en sentido negativo como positivo. Una y otra son efecto de la palabra de Jesús.

60 Muchos de sus discípulos, al oírlo dijeron: ¡Intolerables son estas palabras! ¿Quién es capaz de escucharlas siquiera? 61 Pero Jesús, conociendo interiormente que sus discípulos estaban murmurando de ello, les dijo: ¿Esto es un tropiezo para vosotros? 62 Pues, ¿y si vierais al Hijo del hombre subiendo a donde estaba antes? 63 El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida. 64 Pero hay entre vosotros algunos que no creen. Efectivamente, Jesús sabia ya desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. 65 Y añadió: por eso os he dicho: Nadie puede venir a mí, si el Padre no le concede ese don.

Los oyentes califican de «intolerable» el discurso de Jesús. Es un discurso que, sobre todo por la conexión que se establece entre el discurso del pan y el discurso de la eucaristía, plantea a los oyentes una grave exigencia, como exigencia de la fe en Jesús y también como exigencia de una concreción de esa fe en la participación en la mesa del Señor. Ello pone de manifiesto una vez más que la fe no es algo autónomo e independiente, sino más bien una decisión personal, que incluye la aceptación personal de Jesús por parte del hombre. Jesús no priva a los oyentes de su decisión. Así lo demuestra la pregunta: «¿Esto constituye un tropiezo (o escándalo) para vosotros?» Jesús articula con ello el asentimiento del círculo de los oyentes, que comprende también a quienes hasta ahora han pertenecido al grupo de los discípulos de Jesús. También ellos, como antes los judíos, empiezan a murmurar, con lo que manifiestan su mala disposición para creer. FE/ESCANDALO: El «tropiezo», o el escándalo como antes se prefería decir, no se puede evitar. «La posibilidad del escándalo es la encrucijada o significa lo mismo que hallarse en un cruce de caminos. Uno se inclina hacia el escándalo o hacia la fe; pero jamás se llega a la fe sino a través de la posibilidad del escándalo» (S. ·KIERKEGAARD).

El v. 62 pretende evidentemente significar una escalada del escándalo, con la que la fe puede resultar aún más difícil. La frase habla de la subida de Jesús «a donde antes estaba». Esta subida corresponde al descenso tantas veces mencionado y completa la cristología del Hijo del hombre que late bajo el discurso del pan y de la eucaristía. Se trata del mismo complejo que en los discursos de despedida se expresa como «irse al Padre». Aquí se indica asimismo que la marcha de Jesús al Padre agrava en cierto modo la dificultad de la fe. De todos modos la ausencia de Jesús sólo agranda el tropiezo para la incredulidad. Pero ése es solamente un lado de la cuestión. Para la fe no existe tal dificultad, porque se mueve en un plano diferente, en una dimensión cualitativamente distinta: en la dimensión del pneuma, del espíritu. En cierto aspecto la afirmación del v. 63 anticipa a este pasaje la temática de las palabras sobre el Paráclito en los discursos de despedida. Así pues, partiendo del contexto, será bueno dar la preferencia al sentido hermenéutico de la afirmación.

Permanecer prisionero en el plano de la «carne», que es como decir en el plano del horizonte existencial terreno-mundano y de la indisposición para creer, no puede ayudar a superar el tropiezo. En ese sentido también afecta al aspecto cristológico, pues una «manera incrédula de ver» en el sentido de la «carne», también contempla de forma diferente al «objeto de la fe», al mismo Jesús, al no contemplarle justamente como glorificado. Aquí vale rea]mente el principio de que «el espíritu es el que da vida», porque opera la fe en Jesús, posibilitando por lo mismo la recta comprensión de Jesús y de sus palabras. Pero al creer el oyente de Jesús vivirá también la experiencia de que las palabras del mismo Jesús pertenecen a la dimensión pneumática, que son «espíritu y vida». Lo cual responde al viejo axioma clásico de que «lo semejante sólo puede ser conocido por lo semejante». Indirectamente las afirmaciones de los v. 62s contienen una exhortación a la fe.

Mas no todos secundan tal exhortación, como Jesús sabe muy bien y se lo dice claramente a quienes le escuchan (v. 64). El que Jesús conozca a los maldispuestos para creer, y entre ellos sobre todo al traidor, encaja bien en la imagen joánica de Jesús. Según ella Jesús conoce perfectamente el interior del hombre, como se conoce a sí mismo y su propio destino. El v. 65 aporta una nueva referencia retrospectiva al v. 37, de modo que puede entenderse como una interpretación auténtica del mismo. Confirma de nuevo que aquí se trata del misterio de la fe y de la incredulidad, misterio que en definitiva sólo Dios conoce, porque sólo él puede poner a salvo la fe del hombre sin herir su libertad.

66 Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban más con él. 67 Jesús entonces preguntó a los doce: ¿Acaso también vosotros queréis iros? 68 Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! 69 Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el Santo de Dios. 70 Jesús les contestó: ¿No os escogí yo a los doce? Sin embargo, uno de vosotros es un demonio. 71 Se refería así a Judas, el de Simón Iscariote, porque éste, uno de los doce, lo iba a entregar.

Jn habla aquí de una defección masiva de muchos discípulos en Galilea. «La apostasía de muchos discípulos galileos se concibe como un alejamiento permanente de Jesús; a estos galileos ya no se los menciona más» (SCHNACKENBURG). Así pues, la tradición joánica sabe de una crisis del movimiento a favor de Jesús en Galilea, que termina con un fracaso estrepitoso. Jesús, en efecto, ha fracasado realmente con su mensaje en Galilea. Según la exposición de Jn, no fueron muchos efectivamente los que continuaron al lado de Jesús. Aquí puede haber un recuerdo histórico fiable, por lo que no hay razón alguna para situar la perícopa al final del ministerio de Jesús en general. Existe también una cierta coincidencia con la imagen histórica marciana que no podemos ignorar, por cuanto que también en Mc la actividad de Jesús en Galilea se cierra con la confesión de Pedro. Jesús no priva a nadie, ni siquiera a sus discípulos, de la decisión de fe. La apostasía masiva no es, por ello, motivo para que Jesús se retracte un ápice de lo dicho ni para que facilite de cualquier otra forma la decisión. De ahí que no nos sorprenda la pregunta de Jesús a los discípulos: «¿Acaso también vosotros queréis iros?» Sus palabras se dirigen al grupo de los doce, que como tal sólo aparece en este pasaje de Jn (6,67.70.71; 20,24). E1 evangelista conoce el circulo de los doce sólo como una realidad cerrada. Aunque menciona nominalmente a varios discípulos, no da ninguna lista completa de sus nombres (cf. Mc 3,16-19; y par Mt 10,2-4; Lc 6,14-16; Act 1,13). El circulo de los doce aparece en él como una entidad conocida por tradición y que formaba parte del acompañamiento del Jesús terreno.

En nuestro contexto parece que la pregunta de Jesús sobre la decisión se dirige a los discípulos al tiempo que constituye el pretexto para la confesión de Pedro. En Mc la confesión del apóstol está motivada por la pregunta de Jesús acerca de lo que la gente piensa sobre él (Mc 8,27). Como en Mc, y en el famoso texto paralelo de Mt (Mc 8, 29; Mt 16,16-19), también es Pedro el que aquí responde como portavoz del círculo de los discípulos, con una fórmula que responde por completo al estilo de la teología joánica. La respuesta de Pedro en los v. 68s consta de tres partes. Primero contesta Pedro a la pregunta de Jesús con una contrapregunta: «Señor, ¿a quién vamos a ir?» Es una fórmula interrogativa que subraya la importancia única de Jesús. Para el creyente, que ya ha comprendido quién es Jesús de Nazaret y cuánto le afecta, ya no existe realmente ninguna otra posibilidad equiparable. Y la razón de por qué no existe ya ninguna otra posibilidad es ésta: «Tú tienes palabras de vida eterna»; expresión que tiene un sentido claramente exclusivo: sólo tú, y nadie fuera de ti. Las palabras de Jesús son «palabras de vida eterna», porque hacen partícipe al creyente de la palabra de vida de Dios mismo, la cual sale al encuentro del hombre en la historia con la persona de Jesús. Y sigue ahora la confesión propiamente dicha: «Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el Santo de Dios», v. 69. Hallamos aquí la típica subordinación joánica de fe y conocimiento, elementos ambos que se completan. Lejos de excluirse mutuamente, deben considerarse como complementarios. Creer es a la vez conocer, una fe ilustrada y reflexiva, y a la inversa; el conocer comporta simultáneamente un movimiento de fe, de confianza y de reconocimiento.

Para Jn no existe un recto conocimiento de Jesús sin la fe. De ahí que, mediante la expresión «hemos creído y sabemos»... se indique la plena orientación de la fe a Jesús. Pero esa fe se articula en la confesión: «Tú eres el Santo de Dios.» Fuera de este pasaje y como atributo personal de Jesús, tal designación sólo se encuentra en el relato de la expulsión de un demonio, Mc 1,24 (Lc 4,34), y parece tener un carácter singular. La expresión «el Santo de Dios» designa a Jesús como una persona que pertenece total y absolutamente a Dios y a la esfera de la santidad divina. «Santo» es un concepto que califica de modo especial la «divinidad de Dios», aquello que constituye la «esfera divina» en su singularidad específica y contrapuesta a todos los otros campos no divinos. Pues bien, Jesús pertenece esencialmente a esa esfera. Él representa la realidad de Dios en el mundo. Según Bultmann, la confesión de Pedro muestra «el carácter de una auténtica confesión, por cuanto que (1.°) brota de la situación y en consecuencia no es un asentimiento general a una doctrina, sino que es un acto de decisión, y (2.°) porque es la respuesta a la pregunta que plantea la revelación, no el resultado de una especulación». La respuesta de Jesús en Jn se distingue con toda nitidez de la que aparece, por ejemplo, en Mt 16,17ss con la conocida bienaventuranza «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás...». Al contrario, la respuesta joánica tiene un matiz de reserva, escepticismo y misterio. Subraya, por una parte, la idea de elección: «¿No os he elegido yo a los doce?», y subraya ya en este pasaje el gran enigma de que uno de los doce elegidos, Judas, hijo de Simón Iscariote, va a traicionar y entregar a Jesús. «Que Jesús haya sabido de antemano la traición es uno de los motivos importantes en la primitiva apologética cristiana». La aserción «y, sin embargo, uno de vosotros es un demonio», un diablo, no hace más que vincular la traición de Judas al gran antagonista, que es el poder demoníaco (cf. 13,2.21-30). Judas Iscariote aparece aquí como un instrumento del diablo, cuya naturaleza encarna. Con la observación «porque éste, uno de los doce, le iba a entregar», que subraya algo inaudito, cual es esa terrible mezcla de confesión y traición, se cierra con un gran efecto la perícopa del discurso del pan.
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Meditación

El capítulo 6 del Evangelio según Jn se nos presenta como un texto, que contiene toda una serie de problemas de distinta índole. Aquí aparecen en forma concentrada diversos e importantes temas de la teología joánica, como son: la concepción de la señal o signo, la cristología y la teología de la revelación, los problemas escatológicos, la fe y, finalmente, toda la problemática de la cena del Señor. El lector participa en un proceso espiritual en el que evidentemente se trata de cómo una comunidad cristiana o un grupo -el círculo joánico- va adquiriendo su propia identidad en el enfrentamiento con las concepciones recibidas y tradicionales, así como con otros grupos y corrientes. Es importante no entender las afirmaciones del Evangelio según Jn como una teología de la revelación dogmática y firmemente establecida y fija, sino más bien participar en un proceso de pensamiento teológico, que mediante el asentimiento y la delimitación conduce paso a paso hasta una dogmática cristiana.

Hemos visto cómo el cuarto Evangelio no recoge sin más ni más tradiciones precedentes, como el relato de la multiplicación milagrosa de los panes o el caminar de Jesús sobre las aguas del lago, sino que las somete a una reinterpretación crítica. La tradición de la multiplicación milagrosa de los panes pertenecía sin duda a una corriente judeo-cristiana que había visto en Jesús de Nazaret al Mesías en el sentido de la expectación mesiánica popular y ampliamente difundida. Es una corriente que se expresa en este principio: «Al igual que Moisés así el Mesías.» A ese complejo iban ligadas, sin duda, ciertas concepciones bastante objetivadas y estereotipadas del reino mesiánico y de su «abundancia materialista», concepciones que respondían a un reino de la justicia y de la paz de índole terrena y mundana.

Ahora bien, la tradición de los evangelios también permite reconocer ciertamente que en ciertos círculos cristianos predominaban notables reservas respecto de tales ideas de la salvación apocalíptica-mesiánica, reservas que, en definitiva, bien podrían remontarse al propio Jesús, que se distanció del mesianismo social religioso-político, si es que no lo rechazó de una manera frontal. Pero era inevitable que el cristianismo primitivo debiera ajustarse desde el comienzo a la escatología y apocalíptica judías existentes.

Por una parte, la primitiva fe cristiana con su confesión de Jesús de Nazaret como Mesías se entendía a sí misma como el cumplimiento de las esperanzas futuras del AT. Lo cual significaba una aceptación positiva de las expectativas mesiánico-escatológicas tradicionales y admitidas. Cabría además referirse a las esperanzas de la llegada del reino mesiánico con su paz universal, que en modo alguno se habían cumplido todavía, pero que deberían llegar a término cuando ocurriera la parusía de Jesús. Que tales esperanzas de una reinstauración del reino de Israel continuaron desempeñando, durante largo tiempo, un cierto papel, lo demuestra claramente un texto como Act 1,6. Cabe muy bien suponer que la catástrofe de la guerra judía contra Roma con la destrucción del templo el año 70 d.C. no sólo significó para el judaísmo sino también para el cristianismo primitivo una gran depuración y una nueva reflexión respecto de «]as concepciones y esperanzas mesiánicas». El verdadero perdedor en aquella catástrofe lo fue el mesianismo político. Y se imponía someter a una crítica y diferenciar, en la medida de lo posible, sobre todo aquellos elementos que iban ligados a dicha ideología mesiánica.

Este rechazo del mesianismo político se da en el Evangelio según Jn con gran énfasis. Jn interpreta la concepción político-mesiánica del milagro de los panes simplemente como un craso equívoco. Las gentes que querían hacer de Jesús el rey Mesías no le habían entendido en modo alguno. Habían pasado por alto el meollo de la cuestión, y Jesús no pudo más que escapar a tales intentos. Lo cual representa una severa corrección de la antigua tradición judeocristiana. La crítica se hace con ayuda de la teología de las señales, que espiritualiza pura y llanamente las concepciones materialistas predominantes. Las explica como señales, es decir, como símbolos, con lo que las priva de su contenido explosivo.

A ello se suma además el proceso de personalización cristológica de la escatología. Ese proceso consiste en que sólo se puede entender la persona de Jesucristo como el cumplimiento escatológico exclusivo, y como tal ha de mantenerse. Todas las representaciones y símbolos materialistas no significan en el fondo una alteración y cambio de la situación mundana, no significa una era mesiánica con sus bendiciones teñidas de colores e imágenes apocalípticas; lo único que sigue contando es él, la persona de Jesús, crucificado y resucitado, el Hijo del hombre que otorga la vida. Jesús no es sólo el portador y donante de la salvación, sino que él mismo es la salvación, donante y don. Asimismo la salvación ya no es para el hombre una circunstancia externa en un mundo transformado, sino la apertura de la vida eterna plena y sin mermas para el propio hombre. Aquí se puede hablar, en efecto, de una desmaterialización, de una descosificación; o, dicho en forma positiva, cabe hablar de una personalización y humanización, de una concentración en la existencia humana y en sus actos fundamentales de fe y de incredulidad.

El beneficio de ese proceso mental teológico está a la vista, cuando ha marginado de forma radical o ha desvirtuado todo ese lastre de representaciones e imágenes apocalípticas. Pues no puede negarse que la apocalíptica con su potencial de esperanzas utópicas, con su acentuación de las actividades humano-políticas encerraba en sí grandes peligros. Esos peligros se pusieron de manifiesto con toda evidencia en la guerra judía; y las reacciones consiguientes no sólo se pueden descubrir entre los cristianos, sino también entre los rabinos del fariseísmo, que van excluyendo cada vez más la herencia apocalíptica o que la reducen para que en la medida de lo posible no pueda originar ningún perjuicio. La concentración cristológica joánica, con su tendencia simbolista y su espiritualización de la imaginería escatológica, bien puede entenderse como una respuesta cristiana al mesianismo utópico-apocalíptico.

Mas tampoco se puede pasar por alto ciertamente la pérdida que esa evolución comporta. Consiste en una espiritualización consiguiente de la salvación, de la redención, por obra de aquella interiorización, que se ha reprochado, no sin cierta razón, al pensamiento joánico. Cierto que Jn sostiene firmemente que la salvación traída por Jesús tiene como destinatario al mundo entero. En 6,33 se dice: «El pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo.» Pero la nueva vida escatológica, precisamente porque se entiende como un don presente ya, es una realidad no mundana, que sólo se comunica por la fe. Ahora bien, la fe sólo se apoya en la palabra, o en las señales; pero su íntimo contenido real no puede demostrarse que sea en definitiva intramundano y de aquí. La fe no puede representar de un modo intramundano su contenido, su objeto. Lo cual pone a la fe en una grave tensión existencial frente al mundo. Soportar dicha tensión no es obra al alcance de cualquiera, por lo que no cabe maravillarse de que en el curso de la historia se haya llegado a toda clase de compromisos, y sobre todo a peligrosas compensaciones, principalmente en el campo del poder terreno mundano.

Y ha sido precisamente por esa vía por la que la cristología joánica del cumplimiento ha conducido al arrinconamiento cada vez mayor en la gran Iglesia cristiana de la tensión escatológica, y también de la tensión frente al mundo, tal como se mantiene todavía claramente en Jn expresándose sin lugar a dudas como escándalo. Se ha llegado así a la funesta y peligrosa idea de considerar la salvación como una realidad disponible en la institución eclesiástica, realidad que consiguientemente se puede «administrar».

De acuerdo con ello hoy volvemos a cobrar conciencia cada vez más clara de la parcialidad de la teología joánica. Vemos que la crítica al mesianismo político y a sus concepciones era entonces comprensible y necesaria, como quiera que ello fuese, cuando se habían tenido las fatídicas experiencias de una ideología política. Una ideología, cuyas funestas consecuencias están a la vista, no podía seguir manteniéndose como tal; los hombres no podían por menos de sacar las consecuencias necesarias. Lo cual cuenta también naturalmente de cara a las fatales evoluciones cristiano-eclesiásticas. Si se debe consignar el hecho de que varias concepciones dogmáticas han llevado a consecuencias falsas y funestas -como en el caso del comportamiento cristiano frente a los judíos- también aquí hay que preguntarse por las causas y, en caso necesario, sacar las consecuencias. Puede importar a su vez que tampoco el «pan de vida» se siga entendiendo sólo simbólicamente y concebir asimismo la fe salvífica cristiana como una exigencia, que comporta unos postulados sociales y políticos, y sobre todo la gran exigencia de compartir los recursos humanos más importantes. Hoy sabemos que los cristianos ya no pueden ni deben retirarse al rincón puramente religioso; no pueden abandonar a su suerte al mundo y a los hombres sus hermanos en medio de sus múltiples necesidades; más bien deben contribuir a la solución de los innumerables problemas. Pero quizás en este punto vuelva a ser necesaria la corrección y crítica joánica, en el sentido de que la acción cristiana en el mundo tiene siempre que orientarse a Jesús y su Espíritu. ¿Y qué significa esa orientación? Significa indiscutible y absolutamente la primacía del hombre y de la persona humana frente a los valores objetivos y utilitarios de cualquier tipo. Lo cual significa, a su vez, poder descubrir la salvación presente en numerosas y pequeñas señales como un acto y un poder presentes del amor aquí y ahora.

En este contexto también la liturgia cristiana alcanza su función permanente e importante. Desde sus comienzos la asamblea con fines litúrgicos, y sobre todo para celebrar la cena del Señor, representó para los cristianos un factor decisivo de su vida comunitaria. La reunión habitual, que ya en época bastante temprana, tenía efecto el primer día de la semana, llegó a ser en el cristianismo primitivo un significativo factor institucionalizador. El grupo vive de reunirse en forma regular, y en la cena del Señor experimenta su comunión con el Señor glorificado. La asamblea regular para la liturgia con lecturas de la Escritura, predicación y celebración de la cena constituye sin duda el elemento más importante de la experiencia sensible y de la formación de la conciencia cristiana. Aquí conviene ver la mutua subordinación de la liturgia, por una parte, y del servicio al mundo, por otro. Lejos de excluirse, se condicionan mutuamente. La experiencia de la fe en la liturgia es necesaria, porque la fe ha de nutrirse constantemente de su centro sustentador, de palabras y sacramento; ahí tiene que renovarse en su auténtica explicación. Pero, a su vez, tiene que probarse siempre en el servicio al mundo. Y, a la inversa: si las actividades cristianas en el campo social y político no se realizan bajo el criterio de la búsqueda del sentido cristiano, de la orientación a Jesucristo y su evangelio, perderán a la larga su motivación cristiana y se deslizarán por la carrera vacía de un puro accionismo. Ambos aspectos se necesitan mutuamente.

Por ello se trata siempre de evitar los peligros de la simplificación unilateral. Cuando la utopía apocalíptica conduce a la postergación y desprecio del hombre presente o incluso a su aniquilación, hay que oponerle el derecho a la consumación presente del sentido de la vida humana. Pero cuando la consumación presente se entiende de un modo puramente interno y espiritualista, de un modo puramente religioso, y conduce por ende a una autosatisfacción eclesiástica y a la indiferencia respecto del bienestar social y terreno del hombre, en ese caso hay que contraponerle la utopía mesiánica concreta, como una crítica necesaria.