CAPÍTULO 3


PODER DE CURAR EN EL NOMBRE DE JESÚS (3,1-26).

III. LA ACTUACIÓN DEL ESPÍRITU POR MEDIO DE LOS APÓSTOLES (3,1-5,42).

Entre los «muchos prodigios y señales realizados por los apóstoles» (2,43) ahora se expone detenidamente uno de ellos con el estilo literario de los Hechos de los apóstoles. Como sucede con Jesús, también en la primitiva Iglesia las acciones de los apóstoles están estrechamente vinculadas a su mensaje. También su actividad es un testimonio por medio del cual los apóstoles cumplen el encargo de Jesús resucitado. Esta actividad no tiene en sí su razón de ser. sino que se convierte en ocasión para ilustrar la palabra del Señor glorificado.

El hecho de que san Lucas entre los «muchos prodigios» ponga en primer plano una curación milagrosa, corresponde al interés del «médico» (Col 4,14), que ya en su Evangelio se dedica con especial atención a las curaciones milagrosas de Jesús. Se puede notar que en la información sobre Pablo también se narra como primer milagro de éste la curación de un cojo de nacimiento (14,8ss). Se pueden observar en ambas historias correspondencias, que proceden de un cálculo literario. La Iglesia primitiva actúa con el encargo que Jesús ya confió a los «doce», cuando se dice: «Y los envió a predicar el reino de Dios, y a curar» (Lc 9,2).

a) Curación de un cojo de nacimiento (Hch/03/01-10).

1 En cierta ocasión, Pedro y Juan subían al templo a la oración de la hora nona, 2 en el momento en que era transportado un hombre, cojo desde el seno de su madre, al cual situaban cada día ante la puerta del templo llamada Preciosa, para pedir limosna a los que entraban en el templo. 3 Este, pues, viendo a Pedro y a Juan a punto de entrar en el templo, les pedía limosna. 4 Pedro fijó en él la vista, juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» 5 Él los miraba atentamente, esperando recibir algo.

El segundo plano en la escena de esta narración revela con viva claridad la situación de la Iglesia primitiva. Esta «puerta del templo llamada Preciosa» (que probablemente se identifica con la puerta llamada de «Nicanor», de la que da testimonio Flavio Josefo, y que conducía desde el atrio exterior hasta el atrio interior de la oración) viene a ser testigo de que la primera comunidad cristiana sabe que todavía está estrechamente vinculada a la ordenación del judaísmo en cuanto concierne a la religión y al culto. Los dos principales apóstoles atraviesan esta puerta. Lo hacen como todos los judíos piadosos que se congregan para el sacrificio vespertino. ¿Podían ya los apóstoles calcular en esta hora que en un tiempo no lejano la comunidad cristiana emprendería su propio camino, apartándose del camino del judaísmo? ¿Se daban cuenta del proceso incipiente que con una evolución dolorosa, pero inevitable, debía conducir a la separación de la Iglesia y de la sinagoga? Los Hechos de los apóstoles nos darán testimonio de esta evolución que cada vez se va haciendo más patente. Sin embargo, el mismo Pablo, este ferviente promotor de la unicidad del camino cristiano de la salvación, hasta su última estancia en Jerusalén se sintió siempre vinculado a la ordenación judía, como nos lo demuestra claramente participando en una purificación en el templo (21,22ss). Para el crecimiento de la nueva Iglesia, sin duda tuvo una especial importancia que al principio viviera en solidaridad con la ordenación religiosa del judaísmo. Y puesto que la Iglesia se desligaba cada vez más de dicha ordenación, ha tomado consigo una gran parte del patrimonio judío, para seguir con ella su propio camino. La «hora nona» era el tiempo del culto oficial divino. Dos veces en el transcurso del día, por la mañana y por la tarde, se congregaba en el templo una asamblea para la oración y el sacrificio. Privadamente los judíos solían dedicarse tres veces a la oración. En nuestra liturgia de las horas se ha conservado el recuerdo de esta costumbre. Está en correspondencia con la índole y el objetivo de una comunidad formada religiosamente, que sus miembros, además de la piedad personal y privada, se reúnan en común según el orden que está establecido para el culto de oraciones en la presencia de Dios.

La oración y las limosnas siempre se han juntado como ocupaciones fundamentales de los hombres de sentimientos religiosos. El sermón de la montaña (Mt 6,1ss) y muchas frases del Evangelio dan testimonio de ello. El mendigo puede calcular que allí donde los hombres oran, el corazón y la mano se abren con más prontitud para socorrer la necesidad de los pobres. Este cojo situado ante la puerta Preciosa era pobre sobre todo por causa de su cojera de nacimiento, considerada como incurable. En las personas de Pedro y Juan la Iglesia pone remedio a la indigencia humana. Los gestos suplicantes, la mirada expectante esperaban la ayuda en forma de lo que se tiene a mano, que en la mayoría de los casos también es lo más cómodo y lo menos oneroso que los hombres suelen darse unos a otros, es decir, en forma de una o de algunas monedas.

6 Pedro le dijo: «Ni plata ni oro tengo; pero lo que tengo, eso te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret anda.» 7 Y tomándolo por la mano derecha, lo levantó. Al instante se fortalecieron sus pies y sus tobillos. 8 Y dando un salto, se puso en pie y andaba. Entró con ellos al templo caminando, dando saltos y alabando a Dios.

Se hace difícil pensar que suponga un menosprecio de los dones materiales el hecho de que Pedro no pueda dar «ni plata ni oro». El mismo Jesús parece haber auxiliado a los pobres con dinero a su debido tiempo (cf. Jn 13,29), y Pablo alaba la generosidad de los cristianos de Macedonia en la colecta destinada a los pobres de Jerusalén, y anima a los corintios a dar de buen grado (2Cor 8,1ss). Cuando Pedro habla de la plata y del oro, que por ser valiosas monedas raras veces se dejaban caer en manos del mendigo, ya señala aquel don que no se puede comparar con la plata y el oro: la curación del enfermo. ¿De dónde procedía esta conciencia de Pedro? Con frecuencia había presenciado cómo Jesús curaba enfermos con el poder de su palabra. Este Jesús ha entrado en la gloria de Dios y sin embargo está presente en el Espíritu Santo, que Jesús ha hecho que se manifestara el día de pentecostés. Solamente teniendo en cuenta este misterio, se puede adivinar esta fe en el poder de curar enfermedades, como veremos todavía más claramente. No tendría mucho sentido que intentáramos dar a todos los sucesos una explicación que se funde en la manera natural de pensar.

«En el nombre de Jesucristo de Nazaret, anda.» ¡Qué significado se contiene en esta frase! Pedro sabe que Jesús ha sido elevado a la diestra del Padre. En el discurso de pentecostés lo ha dicho claramente. Y sin embargo Pedro habla de Jesús como si todavía estuviese en la tierra, cuando al dirigir la palabra al enfermo para curarle incluso nombra el pueblo de Jesús, Nazaret. Pedro conoce la cercanía del «Señor» glorificado. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo», ha prometido Jesús resucitado en su último encargo (1,8). «Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos», son las últimas palabras que se leen en el Evangelio de san Mateo (Mt 28,20). Y en san Marcos se denota la misma convicción de la Iglesia, cuando se dice: «Estas señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos, y éstos recobrarán la salud» (Mc 16,17s). San Pablo entre los dones del Espíritu también nombra los «dones de curación» y el «poder de hacer milagros» (lCor 12,9s).

Las palabras de Pedro al cojo de nacimiento no son un testimonio esporádico en el Nuevo Testamento, sino que responden a la firme convicción de la Iglesia primitiva, de que el poder de curar enfermos que poseyó Jesús de Nazaret está a disposición de los creyentes, si éstos «en el nombre» de este Jesús y con fe en él ponen remedio a una necesidad humana. Sería contra el sentido de estas palabras que en la invocación del nombre de Jesucristo se quisiera ver un efecto de las ideas mágicas de la antigua hechicería. Solamente con fe viva en la omnipotencia de Dios y en la presencia de Dios en su Espíritu, que al mismo tiempo es el Espíritu de Cristo (Rom 8,9), podemos entender las intrépidas palabras de Pedro al inválido. El apóstol nos lo dirá todavía con mayor claridad, cuando escuchemos su testimonio delante del pueblo (3,16) y ante el sanedrín (4,9ss). Se obró el milagro. San Lucas reseña la curación con pocas palabras. Se adivina el ojo observador del médico, que describe la súbita reacción del inválido. Comprendemos la alegría que invadió al que se había curado, y le hizo mostrar su dicha ante todos los hombres en el santuario del templo. ¿Qué había hecho él para obtener su curación? ¿Se ha de suponer que él ya tenía una fe consciente en Jesús de Nazaret o que tenía conocimiento de sus curaciones milagrosas, cuando el apóstol le intimó la orden de andar? De las palabras posteriores en 3,16 se podría quizás sacar esta conclusión. Pero ¿se requiere realmente que lo deduzcamos? ¿No fue simplemente la obediencia confiada del enfermo, que vio en Pedro un poder misterioso que se le acercaba, y se abrió al llamamiento con espíritu de fe? ¿Se puede concebir en general todo el suceso desde el punto de vista de una experiencia humana? ¿No estamos ante el mismo misterio que también encontramos en la notable curación de Jesús en la piscina de Betzatá? De esta curación nos informa san Juan (Jn 5,5ss). ¿No debemos más bien admirar con profundo respeto la libre acción del Espíritu, que se funda en el misterio de la resurrección de Jesús, como Pedro procura exponerlo en su discurso que va a dirigir al pueblo que estaba asombrado?

9 Todo el pueblo lo vio andar por su pie y alabar a Dios; 10 y reconocieron que aquél era el mismo que, sentado, pedía limosna junto a la puerta Preciosa del templo, de modo que se llenaron de estupor y pasmo por lo que había sucedido.

El milagro causa el pasmo y suscita las preguntas del pueblo. Conocemos por los Evangelios escenas de esta índole. Leemos diversas frases como ésta: «Todos quedaron como fuera de sí y glorificaban a Dios, y, llenos de temor, exclamaban: ¡Hoy hemos visto cosas increíbles!» (Lc 5,263.

Este asombro no solamente pertenece al estilo usual de las narraciones de los milagros, sino también es debido a causas psicológicas, y por ellas se puede comprender. Piénsese en la situación. El inválido tenía más de cuarenta años (4,22). Desde hace decenas de años se debe haber sentado diariamente en su sitio. Para los visitantes del templo, el inválido formaba parte de la escena acostumbrada en la puerta Preciosa. ¿No tenía que producir una conmoción de asombro ver que el cojo andaba saltando y alababa a Dios? Este relato lo tomamos como verdadera historia. Lo extraordinario y lo inexplicable no nos obliga a pensar en una piadosa leyenda, que se podría haber puesto al servicio de la proclamación de la fe.

b) La curación es una señal de Jesús resucitado (Hch/03/11-16).

11 Mientras él retenía a Pedro y a Juan, todo el pueblo, lleno de asombro, concurrió junto a ellos al pórtico llamado de Salomón. 12 Al ver esto Pedro, habló así a la muchedumbre: «Hombres de Israel, ¿por qué os admiráis de esto, o por qué nos estáis mirando como si por nuestras propias fuerzas o por nuestra piedad hubiéramos hecho andar a este hombre?

El milagro se convierte en ocasión para la palabra reveladora. Así lo vimos en los acontecimientos de pentecostés, así lo encontramos en los Evangelios. El acontecimiento externo y las palabras que lo interpretan se unen para hacer visible la salvación. La escena se desarrolla en el pórtico de Salomón, en aquella columnata que se remonta a la construcción del templo de Salomón y que se levanta en el extremo este del recinto del templo. El sitio tiene una especial tradición para la primitiva comunidad. En este pórtico, el mismo Jesús había hablado al pueblo (Jn 10,23), y según los Hechos de los apóstoles la comunidad de discípulos solía reunirse en este pórtico (5,12). También allí vemos el comienzo de lo que es peculiar de los cristianos, pero siempre dentro del marco externo de las ordenaciones judías.

Pedro habla por segunda vez al pueblo. De nuevo es un discurso que se acomoda a la manera de pensar de los judíos. Es un testimonio de la obra salvadora de Dios en Cristo, una llamada que invita simultáneamente a la conversión y a la fe. Y el testimonio de la Escritura de nuevo se cita en favor de la causa de la salvación. Un apremiante deseo de la proclamación de la fe apostólica fue, como ya vimos, demostrar que el nuevo mensaje está íntimamente relacionado con la revelación del Antiguo Testamento. Pero en primer lugar Pedro rechaza -como es característico de la exposición de san Lucas- un error. Eso ya lo vimos en el discurso del día de pentecostés. Y más tarde Bernabé y Pablo, en la curación del cojo de nacimiento de Listra, igualmente tienen que refutar la falsa interpretación del milagro (14,9ss).

¿Qué dice Pedro? Rechaza todo lo que podría impedir a los hombres que abandonen las apariencias externas y conozcan la actuación divina. Pedro impugna la posesión de una fuerza personal, como por ejemplo se quería atribuir en Samaría el mago Simón (8,9ss). Pero Pedro tampoco admite que los dos apóstoles hayan obrado la curación con su «piedad». ¿A qué se refiere Pedro con estas palabras? ¿Quiere descartar el poder de la oración? ¿No conoce la promesa de Jesús, que dijo «Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán» (Lc 11, 9)? ¿No conocía el sentido de las palabras exquisitas y consoladoras: «En verdad, en verdad os digo que si algo pedís al Padre, os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23)?

Pedro ciertamente conoce la fuerza de la fe orante. Sabe que esta fuerza también ha influido en esta curación. Sin embargo, Pedro en esta situación quiere atestiguar tan exclusivamente la acción de Dios, que refrena todo lo que pudiese tener la apariencia de méritos personales. Aquí encontramos la actitud que pertenece al verdadero concepto del que tiene que orientar el mensaje salvador de Dios en Cristo Jesús. Sin tener en cuenta sus propios intereses, Pedro se ha entregado al testimonio que le está encomendado. Su mediación humana se retira ante la acción del Espíritu, a cuyo servicio está Pedro.

Recordemos la sencillez del que a la vista de la pesca milagrosa se arroja a los pies de Jesús y confiesa: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). Es el mismo Pedro que rechaza la demostración de honor del centurión Cornelio diciendo: «Levántate, que yo soy solamente hombre» (10,26). De ahí que en la primera carta de san Pedro leamos con especial conocimiento de causa la advertencia: «Ceñíos los lomos de vuestra mente, sed sobrios y poned toda vuestra esperanza en la gracia que os llegará cuando Cristo se manifieste», y notemos cuán exclusivamente el apóstol dirige su mirada a aquel de quien ve que solamente proceden la salud y la curación de los hombres (1,13).

13 »El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato, mientras éste se inclinaba a dejarlo en libertad. 14 Vosotros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, 15 al paso que disteis muerte al autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. 16 Pues por la fe en su nombre, a éste, a quien véis y conocéis, lo ha fortalecido ese nombre, y la fe que por él se nos da le ha otorgado esta curación total en presencia de todos vosotros.

Pedro expone el milagro de la curación a la luz del Dios que se revela. Con una visión emotiva de la historia de la salvación la mirada se dirige a la acción salvadora de Dios en Cristo Jesús. El que lee con atención, se da cuenta de la amplitud y profundidad de las ideas de Pedro. Es un llamamiento conmovedor a la manera de pensar de los judíos, una apelación vencedora a su conciencia religiosa. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el «Dios de nuestros padres». Se emplea deliberadamente esta designación de Dios. Es familiar a la manera como piensan y hablan los judíos y es muy significativa. Evoca el recuerdo de Moisés que por primera vez conoció esta denominación de Dios, cuando Dios le habló diciendo: «Este nombre tengo yo eternamente, y con éste se hará memoria de mí en toda la serie de generaciones» (Ex 3,15). En este Moisés, llamado por Dios para ser el salvador de su pueblo, está prefigurada la actualidad de la salvación, en él está anunciada la figura salvadora de Cristo Jesús, como nos lo hace ver el testimonio del Nuevo Testamento y como también nos lo testifican los Hechos de los apóstoles. Dios glorificó a su siervo Jesús. En la oración comunitaria también se llama a Jesús «santo siervo» de Dios (4,27). Pensamos en las palabras de Isaías que san Mateo (Mt 12,18) cita aplicándolas a Jesús: «He aquí a mi siervo, yo estaré con él; mi escogido, en quien se complace el alma mía; sobre él he derramado mi espíritu; él mostrará la justicia a las naciones..., de él esperarán la ley las islas» (ls 42,1ss). Apenas puede dudarse de que este discurso de Pedro quiera señalar a este siervo de Dios delineado por Isaías con rasgos siempre nuevos y así haga efectiva la igualdad (que resulta sorprendente para la mentalidad judía) de que este siervo de Dios ha aparecido en Jesús.

Pedro dice que Dios «ha glorificado a su siervo Jesús». Esta afirmación de Pedro está en armonía con el otro texto de Isaías: «Sabed que mi siervo prosperará, será ensalzado y engrandecido y llegará a la cumbre misma de la gloria» (Is 52,13). Y el que sigue leyendo el libro de Isaías, encuentra la figura del siervo sufriente en las palabras: «Al modo que fue el asombro de muchos, porque su aspecto parecía sin apariencia humana, y en una forma despreciable entre los hijos de los hombres, así la multitud de las naciones lo admirará» (Is 52,14s). Como hizo Isaías, también Pedro une la frase de la glorificación de Jesús con la figura de Jesús abatido y repudiado, que estuvo en presencia de Pilato y tuvo que experimentar en su humillación toda la ingratitud del propio pueblo.

Así pues, en estas pocas palabras se da una visión profunda y de gran alcance, que coloca a Jesús dentro del gran contexto de la revelación valedera para el judaísmo. Dentro de este contexto la queja dirigida al pueblo (que de nuevo hemos de tomar en su significado que sobrepasa la situación indicada) debió de producir un efecto impresionante. Obsérvense los agudos contrastes que se dan en la escena del proceso ante Pilato. Barrabás es preferido al santo y al justo. Un asesino, destructor de la vida, es liberado y se da muerte al autor de la vida. En la expresión «autor de la vida», en vez de la cual también se traduce «soberano de la vida», está incluido todo lo que mediante sus palabras y sus acciones Jesús obró y obra continuamente para la vida verdadera y auténtica.

Al exclamar: «Negasteis al santo y al justo», ¿pensaba Pedro en su propia negación? Sin duda en aquel momento tenía conciencia de su culpa. Habla como uno de ellos cuando encabeza su discurso con «el Dios de nuestros padres». El sentirse vinculado a su pueblo y al tener conciencia de su propio fallo le otorga el derecho de hablar tan abiertamente de la culpa contraída con Jesús. De nuevo experimentamos la tragedia del hombre, que de nuevo se nos recuerda nombrando a Pilato (cf. 4,27; 13,28).

Aunque a causa de la inculpación no se marque de una forma tan trágica el rechazamiento de la acción humana, también en este discurso, como en el discurso de pentecostés, se da testimonio.

Pero aquí no se trata de recordar de un modo conmovedor el fallo cometido, para poder acusarse, sino que en este discurso, como en el de pentecostés, se trata de atestiguar la acción salvadora de Dios en Jesús. Por tanto también en este discurso el mensaje esencial y decisivo consiste en la frase: «Dios (lo) resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos.» Esta frase es una oración subordinada en el fragmento del discurso redactado con maestría estilística. Sin embargo esta oración es suficiente para el lector de los Hechos de los apóstoles. El lector ya conoce por el discurso de pentecostés el curso modelado de las ideas del mensaje apostólico de la resurrección de Jesús, pero también sabe, por dicho discurso, que el indispensable fundamento para la fe de la Iglesia radica en estas breves palabras: «De lo cual nosotros somos testigos.»

Pedro en esta hora tenía que hablar de la resurrección de Jesús. La resurrección no sólo es el testimonio de Dios en favor de su «siervo» Jesús para confirmarle expresamente en su misión, no sólo es la «glorificación» del «autor de la vida» entregado por los hombres, también es el verdadero fundamento de la curación milagrosa del paralítico. Esto se advierte en una afirmación que parece algo pesada, pero que precisamente por eso tiene una resonancia transcendental (3,16). Dos veces se expresan en la frase las nociones de «fe» y «nombre». Lo decisivo se debe percibir de una forma tan duradera como sea posible. La curación no es el efecto de un trabajo humano, sino que ha sido obrada por aquel a quien Dios ha resucitado y glorificado como siervo suyo. El «nombre» de este siervo ha enderezado al paralítico. Pedro le había curado en el «nombre de Jesucristo».

Este nombre comprende todo el misterio de Cristo Jesús, su índole y su poder. La fuerza de este «nombre» se abre a la «fe» que confiesa a este Jesús y conoce confiadamente su cercanía; porque esta fe se vuelve eficaz por medio del Espíritu de Cristo, que se nos otorga. Hay un misterio en torno de esta fe, que parece ser la acción del hombre, y sin embargo al mismo tiempo es un don del Espíritu Santo (lCor 12,9).

Podemos una vez más preguntarnos a qué fe alude Pedro en esta frase. Sin duda, a la fe por la que Pedro ha pronunciado las palabras curativas. El texto no nos revela nada de lo que sucedió en el paralítico. Probablemente al principio solamente había esperado recibir las limosnas que se acostumbraban a dar. O bien en el contacto con la mano del apóstol y en sus palabras ¿se suscitó algo que produjera también en él el efecto de una fe espontánea? Estamos ante el misterio del hombre y de Dios que se encuentran en la intimidad del alma. Solamente podemos hablar de este tema con presentimientos. Cuando Pedro declara tanto la fuerza del nombre de Jesús y de la fe en él, y la puede mostrar de una forma tan impresionante en el que ha sido curado, lo hace para conducir al pueblo asombrado desde la mera admiración a la fe salvadora.

c) Conversión y fe (Hch/03/17-26).

17 »Ahora bien, hermanos, yo sé que obrasteis por ignorancia, como asimismo vuestros jefes; 18 pero Dios cumplió así lo que ya tenía anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías había de padecer.

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», suplicó Jesús moribundo en la cruz (Lc 23,34). Recuerdan esta oración las palabras de Pedro en el versículo 17, las cuales se dirigen a los oyentes judíos con el tratamiento familiar de hermanos. Incluso a los jefes se les concede la atenuación de la ignorancia. También Pablo expresa esta idea, cuando en la sinagoga de Antioquía de Pisidia dice a los oyentes judíos: «Los habitantes de Jerusalén y sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado» (13,27).Y en la primera epístola a los Corintios afirma: «Un lenguaje de sabiduría de Dios en el misterio, la que estaba oculta, y que Dios destinó, desde el principio, para nuestra gloria; la que ninguna de las fuerzas rectoras de este mundo conoció; porque, si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria» (lCor 2,7s).

¿De qué conocimiento se trata? A fin de cuentas se trata del conocimiento del misterio divino de Cristo, del conocimiento de su misión que procede de Dios. Esta confesión de la ignorancia no quita la parte de culpa humana en la muerte de Jesús. Sigue siendo válida la precedente acusación: «disteis muerte al autor de la vida». Esto ya se ha dicho sin restricción alguna en el discurso de pentecostés (2,23.36), y los Hechos de los apóstoles hablarán de ello aún con mayor frecuencia.

Sin embargo -como en el discurso de pentecostés- también aquí la frase sobre la culpa humana se enlaza con el testimonio de la divina resolución, que se cumplió en la pasión de Cristo. Dios hizo que el vaticinio de la revelación profética viniera a ser realidad en la pasión de Jesús. Como ya vimos, esta interpretación que da la historia de la salvación a la muerte de Jesús pertenece esencialmente a la predicación apostólica. De nuevo recordamos las palabras de Jesús a los dos discípulos de Emaús: «¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todas estas cosas para entrar en su gloria?» (Lc 24,26). Y el mismo pensamiento volvemos a encontrar en la última conversación que refiere san Lucas y que tuvo Jesús resucitado con sus discípulos: «Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer, que, al tercer día, había de resucitar de entre los muertos» (Lc 24,46). En tales palabras notamos el esfuerzo con que la naciente Iglesia procuró hacer comprensible y razonable el hecho de la muerte afrentosa de Jesús, que exteriormente parecía infame. Cuán necesario era este esfuerzo nos lo dice Pablo en la primera epístola a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles» (lCor 1,23).

También Pedro se escandalizó por lo que Cristo moribundo en la cruz con la máxima humillación tenía que significar para la idea del Mesías que prevalecía en el judaísmo. Y por eso es tan importante para Pedro precaver este escándalo testificando la glorificación de Jesús en su resurrección, y al mismo tiempo mostrando que la muerte y resurrección de Jesús están conformes con la Escritura. Y para Pedro también es una señal de Jesús resucitado la curación del cojo de nacimiento, que tuvo lugar gracias a la fe en el nombre de Jesús. Así este milagro y su interpretación quedan incorporados de una forma significativa en el testimonio que la primera comunidad dio de Cristo, como un ejemplo demostrativo de lo que se nos dice en 2,43: «El temor se apoderaba de todos, y eran muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles.»

19 »Arrepentíos, pues, y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, 20 para que lleguen, de parte del Señor, los tiempos de refrigerio, y él envíe al que para vosotros ha sido constituido Mesías, que es Jesús, 21 y a quien el cielo debe retener hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde antiguo. 22 Dijo en efecto Moisés: Un profeta como yo os suscitará Dios, el Señor, de entre vuestros hermanos; lo escucharéis en todo lo que os hable. 23 Todo el que no escuche a tal profeta será exterminado del pueblo (Dt 18,15.19s). 24 y todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos hablaron, anunciaron también estos días.

Como en la predicación de pentecostés, también aquí se exhorta a la conversión al hombre sorprendido por un acontecimiento lleno de misterio y por las palabras del apóstol. Arrepentíos, pues, y convertíos, se dice en la exhortación. ¿Por qué Pedro esta vez tampoco nombra el bautismo como la señal de haber conseguido la salvación? Sin duda el bautismo, como indispensable camino para salvarse, está incluido en el doble llamamiento a la conversión. Parece que por razones de la exposición -por la proximidad del relato de pentecostés- san Lucas de propósito no ha vuelto a nombrar el bautismo. Pedro puede suponer que el lector lo conoce. Tenemos derecho a entender también los relatos de los Hechos de los apóstoles bajo este aspecto. Porque el estilo literario del evangelista lo podemos ver reflejado en la estructura de los discursos de los apóstoles, de la misma manera como lo aceptamos para los discursos de Jesús en los Evangelios.

También se puede deducir de la promesa del perdón de los pecados que el bautismo está incluido en las palabras de Pedro. Para el mensaje del Nuevo Testamento la conversión y la remisión de los pecados están inseparablemente unidos con el bautismo en el nombre de Jesucristo.

La teología judía también hablaba de la conversión y del perdón de los pecados. Pero la novedad en la proclamación de la Iglesia es el enlace del arrepentimiento y de la remisión con la obra salvífica de Jesucristo. Cuando la fe se vuelve a Cristo y al bautismo en su nombre, se hace efectivo el fundamento de la justicia que sostiene la salvación. En los escritos de san Lucas la importancia de la obra salvífica de Jesús puede estar expuesta con una teología que no sea tan penetrante como la que encontramos en san Pablo y en san Juan; sin embargo también san Lucas testifica formal y claramente que el perdón de los pecados y el logro de la salvación están vinculados al sacrificio expiatorio de Jesús. Piénsese tan sólo en la manera como san Lucas redacta las palabras de la cena eucarística: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros... Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19s).

Con la exhortación a convertirse se enlaza una idea importante para la manera de pensar de los judíos. Se dejan entrever los tiempos de refrigerio. Como en la predicación de pentecostés también aquí se hace referencia a la expectación que el judaísmo tenía del fin de los tiempos, a su esperanza (que ya asoma en los primeros conceptos de la revelación) de que el tiempo actual del mundo sea relevado por la era mejor. En visiones fascinadoras los profetas han anunciado la dicha de este tiempo de la salvación, pero simultáneamente también han vinculado a estos anuncios la severa llamada a la conversión y a la penitencia. Pedro alude a esta expectación del judaísmo, cuando relaciona «los tiempos de refrigerio con su invitación al arrepentimiento y a la conversión. Pero el verdadero deseo que siente Pedro, está orientado a dirigir esta esperanza que Israel tiene del fin de los tiempos, a aquel que en su muerte y resurrección, y en último término por medio de la revelación del Espíritu fue acreditado por Dios de ser el verdadero y único Salvador. También la curación del cojo mendigo como señal del «glorificado» siervo de Dios se conforma con esta revelación. Por consiguiente el arrepentimiento y la conversión de los hombres tienen que orientarse hacia Cristo. Por él se borran los pecados. En la segunda epístola de san Pedro se nos recuerda: «¡Cómo conviene que observéis una conducta santa y practiquéis obras de piedad, aguardando y apresurando la parusía del día de Dios!» (2Pe 3,11s). El último perfeccionamiento de la salvación en los «tiempos de la restauración» está vinculado a la disposición y a la preparación para salvarse. Se manifiesta una profunda ley de la historia de la salvación. Se nos hace recordar la misteriosa relación entre el hombre y las criaturas, tal como la indica san Pablo, cuando dice: «La creación con anhelante espera aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios... esta creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,19.21). El que lee con atención el Apocalipsis, experimenta esta verdad historico-teológica en las visiones expectantes, todas las cuales tienden hacia la imagen de la Jerusalén celestial.

Así pues, el mensaje cristiano se diferencia de la expectación judía en que este mensaje está orientado hacia aquel, que el mismo Dios ha «glorificado» como su siervo. Ya en el relato de la ascensión a los cielos hemos escuchado la promesa transcendental: «Este mismo Jesús que os ha sido arrebatado al cielo volverá de la misma manera que le habéis visto irse al cielo» (1,11). Por consiguiente, el judaísmo, mirando al futuro, espera al Mesías del tiempo final. Así también la nueva comunidad de Jesús sabe que está colocada entre el tiempo pasado y el futuro, entre el principio y el último perfeccionamiento de la salvación. Ha presenciado, en Jesús de Nazaret, la primera venida del Salvador enviado por Dios, pero al mismo tiempo espera del cielo al que ha de venir. Esta es la situación llamada «escatológica», la situación de la Iglesia de Jesucristo en el tiempo final.

Así pues, Jesús vendrá del cielo, que le ha acogido provisionalmente, como el dechado de la gloria de Dios, al tiempo de la restauración de todas las cosas. ¿Qué significa este concepto? También se podría traducir «restauración de todo» o «consumación del universo». El sentido de la frase probablemente no es que Jesús en cierto modo tenga que esperar en el cielo hasta que se haya cumplido todo aquello «de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde antiguo». Antes bien se piensa en el estado postrero del fin del mundo, como se delinea en la parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13,39) o como se refiere en el discurso de Jesús sobre el tiempo final, cuando los discípulos preguntan: «¿Cuál será la señal de tu venida y del final de los tiempos?» (Mt 24,3). También podemos pensar en lo que dijo Jesús resucitado: «Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).

Los «tiempos de refrigerio» y esta «restauración de todas las cosas» en el decreto de Dios están asociados a la disposición de los hombres para salvarse. Esto es lo que Pedro quiere decir según la interpretación más indicada. El llamamiento del apóstol en primer lugar se dirige al pueblo judío. Ve que en Cristo Jesús ha venido el nuevo Moisés. Sabe que en Jesús se han cumplido las palabras (que los judíos tenían muy presentes) sobre el profeta del tiempo futuro (Dt 18,15). Por tanto en él se decide la salvación y la desdicha del pueblo. Ya en el Evangelio se alude a estas palabras de Moisés, cuando la delegación judía pregunta a Juan el Bautista: «¿Eres tú el profeta?» (Jn 1,21) o cuando, en otros pasajes, el pueblo, asombrado, repetidas veces lo llama profeta.

De hecho con penetración más profunda se pueden reconocer significativas correspondencias entre Moisés, el jefe de Israel que le salvó de la esclavitud y de la indigencia, y Jesús, el Salvador y jefe del nuevo pueblo de Dios. Jesús también sabe, como Moisés, que está unido a su pueblo, como a sus «hermanos» (Mt 12,48), e incluso a los más pequeños de la humanidad los llama sus «hermanos» (Mt 25,40). Sin embargo se dice en la epístola a los Hebreos: «No se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,11). Pero para Pedro el verdadero deseo consiste en el llamamiento de Moisés a su pueblo: «Lo escucharéis en todo lo que os hable.» Notamos la suma gravedad de esta frase, si pensamos que se dejaron oír desde el cielo palabras semejantes sobre Jesús en la transfiguración del monte Tabor en presencia de Moisés y Elías: «Este es mi hijo, el elegido, escuchadlo» (Lc 9,35).

Lo que Moisés vaticinó sobre el profeta, ahora se ha cumplido. En Jesucristo se decide la salvación y la desventura del mundo. Póngase este mensaje del apóstol en la situación que se supone, en el pórtico de Salomón, en el recinto del templo judío, para percibir la audacia y eficiencia de las palabras del apóstol. Todos los profetas del Antiguo Testamento desde Samuel en adelante son llamados a dar testimonio de que los días de la salvación están llegando con Cristo Jesús.

25 «Vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con nuestros padres cuando dijo a Abraham: Y en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra. 26 Para vosotros, los primeros, ha suscitado Dios a su siervo y lo ha enviado a bendeciros con tal que se convierta cada uno de sus propias maldades.»

Según la manera de hablar de los judíos Pedro se vuelve a los «hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con nuestros padres». Al principio del discurso se ha nombrado al «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Él ha «glorificado» a su siervo Jesús. En los hijos, en el actual pueblo de Israel, debe ahora cumplirse lo que se prometió a los padres. En Jesús, «descendencia de Abraham», reciben la bendición prometida todos los que se vuelven a él con fe. Con palabras de la Escritura tomadas del Gén 22,18 se nos recuerdan con vivacidad los pensamientos de la epístola a los Romanos y de la epístola a los Gálatas en que san Pablo con una teología apasionadamente agitada se esfuerza por interpretar la nueva filiación de Abraham, para mostrar en Cristo Jesús la venida de la bendición prometida al patriarca 46.

¿Cuál es el contenido de esta bendición?: «Convertirse cada uno de sus propias maldades», dice Pedro. ¿Eso es todo? ¿No es una desilusión? Así podríamos preguntar al recibir la primera impresión. Sin embargo, no olvidemos que -como podrá indicarnos la próxima frase-, a causa de la intervención de la autoridad, el discurso del apóstol no ha llegado a su conclusión. Aunque tuviese que ser considerado como concluido, seguiría teniendo un gran sentido la singular frase final. ¿No se ha concluido también el discurso de pentecostés con una frase áspera (2,36)? Convertirse del pecado y de las malas acciones es para el mensaje de salvación el primero y mayor deseo. Con todo, el apóstol ha empezado sus palabras con la invitación al arrepentimiento y a la conversión, para añadir en seguida la gran promesa de que «lleguen, de parte del Señor, los tiempo de refrigerio, y él envíe al que para vosotros ha sido constituido Mesías, que es Jesús». ¿No es suficiente esta bendición? Es una síntesis y plenitud de bendición. Verdaderamente éste es un motivo suficiente para que el pueblo se convierta «de sus propias maldades». No pasamos por alto la breve expresión los primeros, cuando dice: «Para vosotros, los primeros, ha suscitado Dios a su siervo y lo ha enviado a bendeciros.» Se hace referencia a la vocación de Israel en la historia de la salvación.

El conocimiento de esta vocación se atestigua en toda la literatura del Nuevo Testamento. San Pablo se da cuenta de esta primacía del pueblo escogido, pero también conoce su recusación y se esfuerza por hacerla comprensible con pensamientos muy profundos (especialmente en Rom 9-11). En este discurso de Pedro todavía estamos al principio de la misión entre los judíos, la Iglesia todavía procura, en la solidaridad con la sinagoga, ganar al pueblo judío para la fe en aquel de quien no solamente dan testimonio las voces del tiempo pasado, sino que el mismo Dios también lo ha acreditado y glorificado en el tiempo presente como el esperado de Israel. Pero en la expresión «los primeros» también se indica que la oferta de la salvación no solamente va dirigida a Israel, como en el fondo pensaban los judíos. A ellos se les ha ofrecido, antes que a ningún otro pueblo -gracias a su especial posición en el plan de salvación-, la posibilidad de decidirse para la salvación. Pero los Hechos de los apóstoles también conocen las palabras que Pablo tuvo que pronunciar en su primer gran discurso misional en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «A vosotros teníamos que dirigir la palabra de Dios; pero, en vista de que la rechazáis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, nos volveremos a los gentiles» (13,46).
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46. Cf. Rom 4,1ss; Gál 3,15ss.