CAPÍTULO 10


9. SOMBRAS E IMAGEN (10/01-04)

1 La ley, en efecto, por contener sólo una sombra de los bienes futuros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, con los sacrificios, siempre los mismos, que incesantemente ofrecen año tras año, perfeccionar a los que se acercan. 2 De otra manera, ¿no habrían cesado de ser ofrecidos, puesto que los que rinden ese culto, purificados de una vez para siempre, ya no tendrían conciencia alguna de pecado? 3 Sin embargo, en estos sacrificios, año tras año se hace mención de los pecados; 4 porque es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados.

La ley y el Evangelio se hallan en la misma relación que la sombra y el ser verdadero de los bienes de salvación, la realidad divina. Una comparación semejante hallamos en Col 2,17. Sin embargo, allí se distingue entre la «sombra de las (cosas) futuras» y «la realidad» de «Cristo»: nos hallamos, pues, ante una expresión basada simplemente en el hecho de una figura corpórea que proyecta su sombra. En la carta a los Hebreos tenemos en cambio una división tripartita en «sombra», «imagen» (eikon) y «cosas», que se halla también en Filón de Alejandría. En el filósofo judío de la religión se halla la eikon entre Dios y el mundo visible. Es no menos fiel imagen de Dios que arquetipo de la creación terrestre y se identifica, por tanto, con el Logos y con el mundo inteligible e invisible de las ideas. Este esquema platonizante sirve una vez más a nuestro autor para poner en claro frente a la ley la diferente modalidad esencial del hecho de Cristo. Este no pertenece al orden cultual de sombras y figuras de la antigua alianza (cf. 8,5), sino que en él apareció corporalmente el mundo celestial de los arquetipos divinos. En cambio, los sacrificios prescritos por la ley, siendo como eran una representación anticipada de los bienes cristianos de la salvación, no podían lograr su fin ni borrar para siempre los pecados. El mero hecho de tener que repetirse es para el autor una prueba de su ineficacia. Si los ministros del culto del Antiguo Testamento hubiesen estado convencidos de haber sido purificados de una vez para siempre de las manchas de los pecados, habrían debido dar por terminados sus sacrificios.

Desde luego, esta argumentación sólo es concluyente si se da por supuesto que los sacrificios por el pecado en el Antiguo Testamento pretendían causar una expiación perfecta y definitiva. Sin embargo, las finalidades del culto levítico, consideradas desde un punto de vista de historia de las religiones, eran incomparablemente más modestas. En realidad se trataba solamente de una expiación limitada temporalmente y referida a determinados objetos. La idea de una redención del pecado efectuada de una vez y definitivamente valedera sólo surgió en el marco de expectativas escatológicas. Dado que Cristo, como creían sus adeptos, había aparecido «al final de los tiempos» (9,26) para la salvación del mundo, también su muerte en la cruz debía en realidad quitar los pecados definitivamente y para siempre. A la sazón en que fue escrita la carta a los Hebreos comenzaba a plantearse el difícil problema de cómo es posible que muchos cristianos, a pesar de la redención habida definitivamente, vuelvan a pecar o incluso apostaten de la fe. A esto se añadía la dilación de la parusía y con ello la prolongación de la situación de peligro en el mundo. Así se explica que surgieran dudas sobre la eficacia del sacrificio expiatorio de Cristo. ¿Es que su sangre no tenía quizá la fuerza de purificar de una vez para siempre de los pecados? Pero también se comprende por qué el autor de la carta a los Hebreos, para demostrar la eficacia expiatoria de la muerte de Cristo no adujera únicamente el argumento escatológico tradicional, sino que también y sobre todo señalara el carácter celestial y arquetípico de este sacrificio. El esquema prestado por la filosofía alejandrina era independiente de toda cuestión de plazos. Por mucho que pudiera diferirse la parusía, ello no cambiaba nada de la eficacia única y eternamente valedera de la muerte de Cristo.

10. LA OBLACIÓN DEL CUERPO DE CRISTO (10/05-10).

5 Por eso, al venir al mundo, Cristo dice: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo; 6 holocaustos y expiaciones por el pecado no te fueron agradables. 7 Entonces dije: Aquí estoy; en el rollo del libro así está escrito de mí, para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (Sal 40,7-9). 8 Lo primero que dice es: Sacrificios y ofrendas, y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste ni te fueron agradables, a pesar de que se ofrecen según la ley. 9 Entonces declara: Aquí estoy, para cumplir tu voluntad. Así abroga lo primero, para poner en vigor lo segundo. 10 Y en virtud de esta voluntad, quedamos consagrados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre.

Mientras que hasta aquí sólo se ha hablado de la sangre, ahora se menciona también el cuerpo de Cristo como don sacrificial. Cierto que a la mención del «cuerpo» ha dado pie la cita del salmo (Sal 40,7-9), pero creemos que hay también razón de preguntarse si el autor no eligió el salmo precisamente porque en él se hablaba del cuerpo44. La palabra «cuerpo» debía suscitar inmediatamente en los cristianos asociaciones eucarísticas, y una vez más llama la atención que la carta no establezca expresamente el enlace tan obvio con el banquete del Señor. Una razón de este silencio que a nosotros se nos hace tan extraño está seguramente en el hecho de que en la época del Nuevo Testamento todavía no se consideraba la eucaristía como una realidad en cierto modo aislada, como más tarde lo hizo con tanta frecuencia la devoción sacramental. En el banquete del Señor se anunciaba, como dice san Pablo, «la muerte del Señor» (1Cor 11,26); en otras palabras, se conmemoraba la virtud expiatoria y salvífica de la cruz de Cristo. Ahora bien, una finalidad semejante persigue ahora también la carta a los Hebreos, que quiere convencer a los fieles de la virtud purificadora, santificadora y consumadora del sacrificio de Cristo. Cierto que no lo hace en el estilo de la conmemoración litúrgica (anamnesis), sino como teólogo y pastor de almas que debe crear los presupuestos espirituales y morales para que su comunidad se acerque al altar de la gracia «con un corazón sincero y una fe plena» (10,22; cf. 4,16). La predicación de la carta tiene en cierto sentido carácter mistagógico y lleva a comprender la celebración de la eucaristía, por cuanto razona y profundiza teológicamente la fe en la virtud expiatoria de la muerte de Cristo. En nuestro pasaje tenemos una prueba de Escritura, que trata de presentar la «oblación del cuerpo de Jesucristo» como cumplimiento de una voluntad de Dios existente desde toda la eternidad. Según el autor, Dios no quiso en modo alguno los sacrificios prescritos por la ley, sino que sólo en la oblación que hizo Cristo de sí mismo se manifestó dónde tenía Dios realmente sus complacencias. Esta posición de la carta con respecto al Antiguo Testamento parece contradictoria. Por un lado se considera la palabra de la Escritura como notificación divina, inmediata, de la voluntad de Dios, como libreto de un drama celestial de redención. En el salmo habla el Hijo divino a su ingreso en el mundo, para explicar auténticamente el sentido de su vida, de su pasión y de su muerte. Por otra parte no reconoce la carta los sacrificios -que en el Antiguo Testamento se hacen remontar efectivamente a una ordenación divina- como expresión de lo que Dios había realmente querido y perseguido.

La crítica del culto expresada ocasionalmente por los profetas45 se entiende aquí como desestimación y condenación por principio de la entera institución sacrificial levítica. Hay por tanto dentro del Antiguo Testamento dos ordenaciones o esferas, la «primera» y la «segunda», formulación con la que sin duda se quiere traer a la memoria la distinción entre la primera y segunda tienda del tabernáculo, o entre la primera y la segunda alianza. Jesús, con su encarnación, con su entrada en este mundo, suprimió ya la primera tienda, la esfera de los ritos terrestres y carnales, poniendo en su lugar la segunda tienda, nueva y celestial, en la que él ofrece su cuerpo preparado directamente por Dios. Aquí se contempla de un golpe la encarnación y la pasión, el pesebre y la cruz, y esto vuelve a confirmarnos que en la concepción de la carta toda la vida de Jesús fue un único ofertorio o procesión sacrificial que a través de «un tabernáculo mayor y más perfecto» conducía al lugar santísimo de Dios: «Aquí estoy para cumplir tu voluntad».
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44. En el original hebraico se dice en cambio: «Me cavaste oídos». Quizá se trate de una lectura corrompida.
45. Cf. especialmente Jr 7,21-23.
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11. CARÁCTER ÚNICO Y DEFINITIVO DEL SACRIFICIO DE CRISTO (10/11-18).

11 Cada día, todo sacerdote, puesto en pie, oficia y ofrece repetidas veces los mismos sacrificios, a pesar de que éstos nunca pueden borrar pecados. 12 Este, en cambio, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó para siempre a la diestra de Dios 13 aguardando desde entonces a que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. 14 Así, con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los santificados. 15 Y un testimonio de esto nos lo da también el Espíritu Santo; porque después de haber dicho: 16 «Esta será la alianza que concertaré con ellos después de aquellos días -dice el Señor-: Mis leyes pondré en su corazón y las grabaré en su conciencia», 17 añade: «Y de sus pecados y sus iniquidades no me acordaré ya jamás» (Jer 31,33). 18 Y donde hay perdón de pecados, ya no hay más sacrificio de expiación por el pecado.

Las consideraciones sobre el ministerio de Jesús como sumo sacerdote se acercan rápidamente a su fin, y cada vez aparece más claro adónde quiere llegar la carta. Cristo, con su muerte sacrificial en la cruz, procuró a sí mismo y a los suyos la salud definitiva. Él mismo llegó a su meta celestial y ahora ya, compartiendo el trono con Dios, sólo tiene que aguardar en paz a que, como lo expresa el autor con una cita del salmo 110,1, «sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies». A lo que se ve, la carta no da tanta importancia a los acontecimientos dramáticos del final de los tiempos, en los que habían fijado toda su atención los autores de apocalipsis 46 El acontecimiento escatológico decisivo ha tenido ya lugar, y todo lo que puede ahora venir todavía, pueden aguardarlo los fieles con el mayor sosiego; porque también ellos han logrado la «consumación» o perfección: ya tienen abierto el camino que conduce al lugar santísimo de Dios. Cierto que todavía no han ocupado un puesto, como ya lo ha hecho Cristo, y todavía corren peligro de recaer en el pecado y en la infidelidad. A fin de desviar este peligro, inculca el autor a sus lectores asaltados por las dudas y la fatiga, que Cristo lo ha hecho ya todo por ellos. Pero caso que rechacen y hagan inútil el perdón que ya se les ha otorgado, deben saber que ya no hay otro medio con que poder borrar la culpa de sus pecados.
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46. El combate y la victoria del rey Mesías celestial sobre los poderes del infierno es también un tema central del Apocalipsis de san Juan.
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V. ESTÍMULOS Y PRECAUCIONES (10,19-31).

1. ACERQUEMONOS AL SANTUARIO (10/19-22).

19 Así pues, hermanos, tenemos entera confianza para la entrada en el lugar santísimo en virtud de la sangre de Jesús: 20 entrada que él inauguró para nosotros, como un camino nuevo y vivo, a través del velo, o sea, de su carne. 21 Y tenemos así un gran sacerdote al frente de la casa de Dios. 22 Acerquémonos, pues, con un corazón sincero y una fe plena, purificado el corazón, de toda impureza de conciencia y lavado el cuerpo con agua pura.

Una vez hemos oído ya el llamamiento procesional: «¡Acerquémonos!» (4,16), pero ahora sabemos ya por qué está patente ante nosotros el camino hacia el «trono de la gracia». La sangre de Cristo, es decir, su muerte cruenta como sacrificio en la cruz, nos ha facilitado la parrhesia (palabra difícil de traducir en nuestras lenguas) para la entrada. En primer lugar se quiere indicar el derecho objetivo, la autorización para entrar en el lugar santísimo celestial, pero al mismo tiempo también el estado subjetivo de gozosa seguridad y confianza que responde a la convicción de podernos acercar en todo tiempo gracias a la sangre de Jesús. El cuadro del gran día de la expiación se despliega de nuevo y se amplía convirtiéndose en símbolo de toda la vida humana. Todos nosotros estamos en camino. ¿Hacia dónde? En el ámbito terrestre se trata del camino de la muerte, que nos conduce solamente hasta el velo oscuro, hasta los muros infranqueables de nuestra prisión, que está custodiada por poderes demoníacos (cf. 2,14.15). ¿Hay quizá algo situado detrás, al otro lado del velo? ¿Un lugar santísimo concebido y fabricado por hombres, un campo de las ideologías y de los ensueños? A lo sumo una imagen de las cosas celestiales, un prenuncio negativo del verdadero santuario de Dios, el cual ha aparecido al mundo en Jesucristo. En él es donde el pueblo, la familia de Dios halla el camino del cielo nunca hollado, la vía procesional inaugurada con la sangre de Jesús, que conduce a la vida, al Dios viviente. Pero también este camino del cielo conoce un velo de muerte, que separa lo transitorio y provisional de lo definitivo: es el velo de la carne de Jesús sacrificada en la cruz. Ahora bien, mientras que el velo en el tabernáculo terrestre significaba recusación de la entrada y límites insuprimibles, el velo de la carne de Jesús facilita en todo tiempo a los creyentes el acceso a Dios. Una vez más sería sumamente obvio pensar en el culto eucarístico, en el que la comunidad gusta la carne y la sangre de Jesús, para que del «trono de la gracia... obtengamos misericordia y hallemos gracia para el socorro en el momento oportuno» (4,16). ¿Dónde, si no, podría verificarse este «acercarse» en el ámbito de la Iglesia? Por lo menos, toda otra manera de acercarse en la oración personal, en las obras de caridad o finalmente en la muerte, recibe un sentido luminoso de la celebración conmemorativa de la muerte de Cristo.

Todavía hay otra razón para que nos presentemos con confianza gozosa ante la presencia de Dios. Tenemos un gran sacerdote al frente de la casa de Dios. Con esta breve fórmula compendia la carta todo lo que en los capítulos precedentes se ha dicho acerca de la ayuda misericordiosa, fiel y comprensiva que el sumo sacerdote celestial presta a su comunidad que se ve tentada y en peligro. Al «acercarse» de los fieles corresponde el «entrar» cerca de Dios, de su sumo sacerdote y mediador de la alianza, Jesús (cf. 7,25). Así resulta que los presupuestos que para este acercarse menciona la carta -un corazón sincero, una fe plena, la purificación de la mala conciencia, la limpieza del cuerpo- aparecen a la vez como sus consecuencias y frutos. Seguramente se piensa en primer lugar en el bautismo y en su eficacia purificadora, pero en su acercarse en el culto actualiza la comunidad el estado adquirido por el bautismo, de modo que vuelve a adquirir gozosamente conciencia del perdón que se le otorgó de una vez para siempre. Aquí tenemos las insinuaciones, desgraciadamente pasadas por alto con frecuencia, que la carta a los Hebreos hace de una penitencia posible en todo tiempo al cristiano, es decir, de la victoria sobre sus flaquezas y faltas cotidianas mediante la gracia de Dios siempre dispuesta a perdonar. Apenas si debe sorprendernos que los límites entre tales pecados «veniales» y el «pecado mortal», deliberado e imperdonable, no sean los mismos que más tarde fijará la teología moral.

2. MANTENGAMOS FIRME LA PROFESIÓN DE LA ESPERANZA (10/23-25)

23 Mantengamos firme la profesión de la esperanza, porque el que prometió es fiel, 24 y miremos los unos por los otros, estimulándonos al amor y a las buenas obras. 25 «No abandonemos nuestras propias reuniones, como acostumbran algunos, sino exhortémonos unos a otros, y esto tanto más, cuanto que estáis viendo que se acerca el día.

También la exhortación a mantener firme la profesión la tenemos oída antes (4,14). Pero ahora sabemos algo más acerca del contenido de la profesión, ya se refiera la carta a un símbolo bautismal -que es lo más probable- o a una profesión o fórmula de fe recitada en la liturgia. Se trata de dar expresión en común a nuestra esperanza de que por la carne y sangre de Cristo alcanzaremos la meta celestial de las promesas, la «herencia eterna» (9,15). La convicción de la absoluta fidelidad de Dios, de la que podemos fiarnos incondicionalmente, destierra toda duda y toda vacilación interior.

Uno de los medios más importantes para conservar o restablecer el buen estado de la comunidad era en los primeros tiempos de la Iglesia la corrección fraterna; (cf. 3,13). Este espolearse mutuamente al «amor y a las buenas obras» puede considerarse como una forma temprana del sacramento de la penitencia, sobre todo porque no le faltaba la paraclesis autorizada por el Espíritu Santo. Este consolarse, estimularse y corregirse mutuamente, de que también Pablo habla en sus cartas 47, respondía en cierto modo a lo que en la confesión llamamos hoy «exhortación y «absolución». Como se ve por el contexto, el servicio fraternal de corregirse y estimularse se prestaba principalmente en las asambleas cultuales. Aquí, en la anticipación litúrgica del «día» de Cristo, de la parusía, conservaba su valor permanente e intemporal el antiguo motivo de la expectativa del pronto retorno del Señor, que por lo regular no ocupa ya puesto destacado en la carta.
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47.Cf. 1Ts 5,11.
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3. A LOS APÓSTATAS LOS AMENAZA UN TREMENDO JUICIO (JUICIO).

26 Porque, si pecamos deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio expiatorio por los pecados, 27 sino la terrible perspectiva del juicio y el fuego ardiente que está para devorar a los enemigos. 28 Si el que ha rechazado la ley de Moisés, muere sin compasión ante la declaración de dos o tres testigos, 29 ¿de cuánto más duro castigo pensáis que será reo el que ha pisoteado al Hijo de Dios, y ha tenido por impura la sangre de la alianza con la que fue santificado, y ha ultrajado al Espíritu de la gracia? 30 Pues bien conocemos al que ha dicho: «La venganza es cosa mía; yo daré lo merecido.» Y en otro lugar: «El Señor juzgará a su pueblo» (Dt 32,35.36). 31 ¡Terrible cosa es caer en manos del Dios viviente!

El cristiano de hoy que oiga estas palabras conminatorias se verá inducido a dudar de la inerrancia de la Escritura o de la gracia de Dios. ¿Cuántos de nosotros no tenemos que reconocer haber pecado deliberadamente después del bautismo y haber perdido, por tanto, la gracia santificante? Pero aunque nosotros hayamos «pisoteado al Hijo de Dios» y «ultrajado al Espíritu de la gracia», por lo menos en el sacramento de penitencia tenemos siempre abierto el camino hacia el corazón de Dios. ¿Ha abandonado, pues, la Iglesia el riguroso punto de vista de la carta a los Hebreos e introducido una práctica más suave? En este caso, ¿cómo podrá ser la recusación de una segunda penitencia, como parece expresarse en nuestra carta, una palabra de Dios eternamente valedera? ¿O es que -como segunda posibilidad- la Iglesia se ha apartado del ideal primigenio de la santidad de los últimos tiempos y ha rebajado la gracia del perdón otorgada de una vez para siempre, degradándola y reduciéndola a la condición de «mercancía», que se puede enajenar una y otra vez a discreción para volver a adquirirla después? Vamos a tratar de hallar una respuesta que satisfaga tanto a la evolución histórica del sacramento de penitencia como también a la doctrina teológica de la carta a los Hebreos.

En primer lugar hay que tener presente que el autor, en su calidad de pastor de almas, quiere prevenir y poner en guardia contra el peligro de una apostasía irreparable. Todavía no le preocupa el problema, que más tarde proporcionará a la Iglesia tantos quebraderos de cabeza, de si los cristianos que en la persecución habían abjurado la fe y luego, una vez pasado el peligro, querían de nuevo incorporarse a la comunidad, habían de ser recibidos en gracia o no. No menos difícil de enjuiciar era el caso de cristianos que habían cometido uno de los llamados delitos capitales (homicidio, adulterio) y querían hacer penitencia. Si el autor hubiese tenido que pronunciarse sobre este problema, quizás habría hallado una respuesta diferenciada y matizada, pero en la situación en que se hallaba habría sido sumamente imprudente, desde el punto de vista pastoral, presentar como posible una segunda penitencia a los cristianos que se veían tentados a apostatar.

Además, para comprender debidamente la aserción de la carta no hay que perder de vista que los pecados cometidos «deliberadamente», contra los que se pone en guardia con tanto empeño, no son sencillamente los pecados «graves» o «mortales» de que hablará más tarde la teología moral. Como lo muestra el ejemplo tomado del Antiguo Testamento, se piensa en primer lugar en la apostasia de la fe y en la idolatría 48. En el sentido de nuestra carta se podría decir, por tanto, que el cristiano no peca «deliberadamente» y, por tanto, irremediablemente en tanto mantiene en vigor su unión con Cristo y con la Iglesia. Ahora bien, como pecadores por debilidad y por ignorancia (cf. 4,15), debemos siempre apoyarnos en la ayuda misericordiosa de nuestro sumo sacerdote celestial. Así pues, comparada con la actual práctica penitencial de la Iglesia, no parece, en modo alguno, tan rigurosa la actitud de la carta, como con frecuencia se supone. Al contrario: si tomamos en serio la doctrina del carácter único e irrepetible del sacrificio expiatorio de Cristo y de su permanente poder santificante, no hay lugar para apreturas de conciencia ni para ansiedades con respeto a la confesión. Ni siquiera el pecado mortal más grave según las normas morales ha de significar necesariamente un «apartarse del Dios viviente» (3,12), supuesto que nosotros mismos nos confiemos a sus manos misericordiosas. Entonces todo lo tremendo de la quiebra moral que induce a desesperación a los incrédulos, puede convertirse en una «profesión de la esperanza» (10,23), una profesión que no tiene por qué temer el juicio de Dios.
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48.Cf. Dt 17,2-6.
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Parte tercera

CONSTANCIA BN LAS PRUEBAS Y EN LA PERSECUCIÓN 10,32-13,25

La parte tercera de la carta no parece tan homogénea como las precedentes. Preferimos elegir como leitmotiv la exhortación formulada así: «Necesitáis constancia, para que, después de cumplir la voluntad de Dios, obtengáis lo prometido» (10,36; cf. 13,21). De esta manera, los justos del Antiguo Testamento y Jesús mismo dieron testimonio de su fe en Dios y en su ciudad invisible, la patria celestial, y así llegaron -por lo menos en Jesús, «promotor y consumador de la fe»- a la meta de la promesa (11,1-12,3). Tentaciones, combates, sufrimientos y persecuciones no son motivo para desanimarse, pues entran en el plan de la sabiduría educativa de Dios (12,4-11). Una vez más confronta el autor la revelación del Antiguo Testamento y del Nuevo para exhortar a una seria responsabilidad en el empeño moral y a una gratitud reverente por los bienes de la salud (12,12-29). El último capítulo da una serie de exhortaciones particulares y termina en forma epistolar el discurso de exhortación (13,22).

I. INVITACIÓN AL COMBATE DE LA FE (10,32-12,1).

1. RECUERDO DE TRIBULACIONES PASADAS (10/32-39).

32 Acordaos de aquellos primeros tiempos, cuando, después de haber sido iluminados, sostuvisteis el duro combate de los sufrimientos, 33 unas veces como objeto de públicas injurias y tribulaciones, otras veces como solidarios de los que sufrían aquel trato. 34 Porque, realmente, compartisteis los sufrimientos de los presos y aceptasteis con gozo el despojo de vuestros bienes, conscientes de poseer un patrimonio mejor y permanente. 35 No perdáis, pues, vuestra segura confianza, ya que ésta lleva consigo una gran recompensa. 36 Porque necesitáis constancia, para que, después de cumplir la voluntad de Dios, obtengáis lo prometido. 37 Pues todavía «un poco, un poco nada más, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. 38 Mi justo vivirá por la fe; pero, si vuelve atrás, no pondré yo en él mi complacencia» (Hab 2,3S). 39 Y nosotros no somos de los que se vuelven atrás, para su perdición, sino de los que permanecen en la fe, para poner a salvo su vida.

Parece como si el autor mismo estuviese asustado de lo tajante de su discurso conminatorio, y así cambia de repente el tono y comienza de nuevo a animar bondadosamente. Como pastor de almas que es, no quiere condenar y reprobar, sino ayudar y sanar. Por eso conoce todavía un camino para los cristianos que se ven tentados y en peligro. Como buen terapeuta, aconseja que se acuerden. Hubo en su vida un período en que estaban dispuestos a todo sacrificio por la fe. Entonces, cuando estaban recién convertidos, soportaron «con gozo» las pérdidas terrenas, porque estaba viva ante sus ojos la meta de la promesa. Después se fue evaporando el primer fervor y fueron palideciendo las luminosas imágenes de la vocación celestial. A los fieles de la época postapostólica les falta la virtud tan estimable de la hypomone, de la constancia, paciencia y perseverancia. En lugar de soportar con constancia y valentía las molestias a que necesariamente está expuesta en este mundo la fe, querrían los lectores de la carta abandonar su parrhesia, es decir, su «segura confianza» para poder acercarse en todo tiempo a Dios, y desertar. ¿Es que no saben que la fuga que aparentemente salva conduce con toda seguridad a la perdición, mientras que la constancia y la fe, a través del sufrimiento y de la muerte, acarrea el premio y corona de la vida?

Este pasaje es uno de los pocos de la carta que da algunos datos concretos sobre la situación de la comunidad en cuestión. A causa de la expresión «como objeto de públicas injurias...» (10,33) ha pensado más de uno que el autor aludía a la persecución de Nerón 499, aunque no se puede decir nada concreto, por lo cual, en una «lectura espiritual» será más conveniente atenerse a la idea general de que al fin y al cabo en toda comunidad y -como es de esperar- también en la vida de todo cristiano haya habido un tiempo del «amor primero» (cf. Ap 2,4), del que conviene acordarse.
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49. Así debían, por ejemplo, los cristianos servir de antorchas vivientes para iluminar las orgías nocturnas del emperador.