CAPÍTULO 3


Parte segunda

LA JUSTICIA PROCEDE DE LA FE 3,14,31

En los dos primeros capítulos de la carta, Pablo ha asegurado su autoridad apostólica, que estaba amenazada entre las gálatas por las acusaciones de los falsos maestros. Pablo ha demostrado que ha recibido su calidad de apóstol y su Evangelio inmediatamente de Cristo. Ahora puede dedicarse al contenido de su Evangelio, pues es éste el que desquician los innovadores de Galacia (1,7). Por eso intentan minar el prestigio de Pablo. Las gálatas debían apartarse no sólo de Pablo, sino también -y éste era el verdadero objetivo- del Evangelio de Pablo.

Pablo defiende ahora su mensaje. Lo hace por dos caminos. Primero, apela a la experiencia de los gálatas (3,1-5). Los cristianos han experimentado en sí mismas la eficacia del Espíritu Santo. Deben ser conscientes de que no han recibido el Espíritu por las obras de la ley, sino por la predicación de la fe. Si «experimentaron esas maravillosas vivencias» (cf. 3,4) fue únicamente porque Pablo les predicó la fe. El camino de la salvación es, pues, el camino de la fe, no el de la ley.

Pablo argumenta también por otro lado. Se dirige ante todo a aquellos que inducen a error a los cristianos de Galacia. Son judeocristianos. Creen en la ley como camino de salvación. Pablo les argumenta a un nivel admitido por ellas. Argumenta apoyándose en la Escritura del Antiguo Testamento. Pablo muestra, en la persona del justo Abraham, que ya en el Antiguo Testamento, si se entiende bien, el camino de la fe aparece como camino hacia la justificación. En torno al nombre de Abraham se teje la prueba de Escritura, que el Apóstol, siguiendo la costumbre judía, desarrolla en forma de midrash (3,6-4,31)32. Abraham y lo que la Escritura dice de él, como padre de Israel, hablan a favor del camino de la fe y contra las obras de la ley como posible camino hacia la justificación.

En la Escritura habla Dios mismo. La Escritura nos manifiesta el plan salvador y el camino salvífico de Dios. Pablo no se apoya en la Escritura sólo porque sus oponentes hacen lo mismo y porque así puede obligarles fácilmente a callar. Pablo no equipara la Sagrada Escritura a la ley. Mientras la Escritura es válida aún hoy y es palabra de Dios dirigida a nosotros, que nos manifiesta su voluntad (Rom 15,4), la ley, a partir de Cristo, ya no tiene validez, puesto que con él ha llegado la fe (Gál 3,23-25). «El fin de la ley es Cristo, para justificar a todos los que creen» (Rom 10,4). Con el ejemplo de Abraham muestra Pablo que, según el testimonio de la Escritura, la ley nunca fue camino hacia la justificación, ni debía serlo nunca por voluntad de Dios. La justificación se da al hombre por la fe. Es gracia, don gratuito do Dios.
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32. Por midrash se entiende la explicaci6n de la Escritura que hacía el judaísmo rabínico ajustándose al texto bíblico. Se guiaba fielmente por la siguiente exhortación: «Vuelve la torah de un lado y de otro, porque en ella está todo» (Abot 5,22). Aunque la midrash seguía determinadas normas exegéticas, su forma de argumentar nos parece hoy totalmente artificial. La prueba de Escritura que Pablo aduce aquí (3,6-4,31) no va directamente al objetivo, como hace el pensamiento occidental, sino que «vuelve la Escritura de un lado y de otro», vuelve al principio, cambia continuamente de punto de vista, da vueltas en torno a la cuestión que hay que probar. En una palabra: se ajusta a la forma biblicosemita de razonar.
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I. EL ESPÍRITU VIENE POR LA PREDICACIÓN DE LA FE (3/01-05).

1a ¡Oh gálatas irreflexivos! ¿Quién os ha fascinado...?

Probar el origen divino de su misión ha permitido al Apóstol llegar al tema específico de su carta: no hay justificación por la ley (2,15-21). Este tema le interesa muchísimo. Se siente impulsado a ir derecho al grano. Pero ahora ha de tocar el tema refiriéndose a los gálatas. Se dirige a ellos nominalmente. ¡Oh gálatas irreflexivos! Y no lo hace halagándoles ni dirigiéndoles palabras de alabanza. Les dice que son irreflexivos. Parece ser una expresión de extrañeza del Apóstol, que no entiende la forma de comportarse de los gálatas. El término no implica carencia de capacidad intelectual; no significa torpeza, sino falta de juicio. Los gálatas no ven lo que podían y debían ver. Aún no entienden que fe y ley son dos cosas distintas.

No es fácil atribuir lo que ocurre entre los gálatas sólo a persuasión humana. Hay que pensar en encandilamiento. ¿Quién puede haber hechizado a los gálatas? ¿A merced de qué mago han sido entregados? ¿Qué poder demoníaco les ha encantado? Pablo, el pastor de almas, se siente abatido cuando piensa cómo recibieron antaño su predicación...

¿... 1b a vosotros, ante cuyos ojos fue puesto públicamente Jesucristo crucificado?

Lo que hacen los gálatas es tanto más incomprensible cuanto que Cristo fue puesto públicamente ante sus ojos. Era de esperar que los gálatas quedasen hechizados por él, que le tuvieran siempre presente. Cristo, el crucificado, es una prueba palpable de la gracia que Dios nos dispensa. Cristo en la cruz es Ia prenda de la justificación que hemos recibido de Dios. Quien tiene ante sus ojos la imagen del crucificado está a salvo de toda irreflexión. No puede ser tan irreflexivo que espere ser justificado por sus obras.

Pablo habla de su predicación misionera entre los gálatas. Es patente que entiende esta predicación como un manifestar públicamente a Cristo crucificado. Jesucristo fue puesto públicamente ante los ojos de los gálatas, como una proclama que se pega en la pared. Pablo ve en la predicación del misionero el desempeño ministerial y público de una actividad de heraldo. Proclama un mensaje que le ha sido confiado por Dios. El verdadero contenido de este mensaje aparece aquí de nuevo, compendiado en dos palabras: «Jesucristo crucificado» (cf. lCor 1,23). Para Pablo, el mensaje de la crucifixión y de la muerte de Jesús incluye también la pascua. La resurrección es el aspecto de la crucifixión que está vuelto hacia nosotros. Por eso, la intención del misionero Pablo no fue pintarnos al crucificado con tonos que muevan al corazón e impresionen plásticamente, sino proclamarle solemnemente, por encargo de Dios, como Señor.

Pablo lo hizo públicamente. Una proclama se coloca a la vista de los hombres, para que todos la vean. Nadie debe pasar de largo ante ella. Se la puede despreciar, pero no prescindir de ella. Así predicó Pablo. Los falsos maestros anónimos parecen haber llevado a cabo sus «fascinaciones» en la obscuridad. Realizaron su labor de agitación en secreto. Pablo, por el contrario, hizo su proclama públicamente. Por eso puede suceder que las obscuras gnosis que se introdujeron por caminos clandestinos parezcan al cristiano más fascinadoras que el mensaje que la Iglesia anuncia públicamente.

2 Esto sólo quiero saber de vuestra boca ¿recibisteis el Espíritu a partir de la práctica de la ley o a partir de la predicación de la fe?

Pablo les hace a los gálatas una sola pregunta. La respuesta a ésta les hará ver claro. Todos conocen la experiencia cristiana de la posesión del Espíritu. Es algo que también los gálatas admiten. En el bautismo han recibido el Espíritu Santo. Poseen las «primicias del Espíritu» (Rom 8,23), son «espirituales» (Gál 6,1). Pablo alude a la posesión del Espíritu porque el Espíritu Santo es el mayor regalo que el amor de Dios nos hace.

¿De dónde les viene a los cristianos el Espíritu? Pablo propone dos posibilidades. Es tan claro que la segunda posibilidad es la que vale, que Pablo no necesita responder: de la predicación de la fe. Cuando los gálatas recibieron el Espíritu en el bautismo no habían puesto antes en práctica las obras de la ley, sino que habían aceptado la predicación de la fe. En otro pasaje, Pablo llama a su predicación «palabra de fe» (Rom 10,8). La respuesta del corazón humano al mensaje de la cruz se apoya en la fe en la resurrección de Cristo; esta fe lleva a la justificación (cf. Rm 10,9s).

8 ¿Tan poco reflexionáis? ¡Habiendo empezado por el Espíritu, vais a terminar por la carne!

Pablo insiste y pregunta de nuevo: ¿tan poco reflexionáis? Los gálatas empezaron su vida cristiana por el Espíritu. Por el bautismo recibieron el Espíritu Santo, que habita en los bautizados, pero también puede decirse que el bautizado vive en el Espíritu 34. El Espíritu es el poder de Dios que crea al hombre de nuevo en el bautismo y que, al final, le resucita de la muerte. Pero el Espíritu es también el «viento» que «impulsa» la nave de la vida cristiana, sólo con que el cristiano se deje arrastrar (cf. Rom 8,14). Mediante el Espíritu el cristiano debe «hacer morir las obras de la carne»; en caso contrario, equivoca el objetivo de su vida (cf. Rom 8,13).

Los gálatas corren el peligro de terminar por la carne. No son consecuentes con el hecho de estar crucificados con Cristo (2,19). Al querer circuncidarse en su carne hacen algo que les convierte en ciudadanos de un mundo ya superado y condenado a muerte. No alcanzan la plenitud que quisieron alcanzar de la ley.
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34. Cf. Rm 8,9; Ga 5,25.
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4 ¿Habéis experimentado en vano tan maravillosas vivencias? Sí, todo sería en vano.

Pablo se resiste a creer que los gálatas hayan experimentado en vano el don del Espíritu. Tan maravillosas vivencias se refiere a la actuación del Espíritu. El pastor de almas, por su parte, cree en la fuerza creadora del Espíritu, que se despliega en el hombre aun después del bautismo. Si aquí habla así lo hace para que los que están en peligro reaccionen y se animen a continuar avanzando, en el Espíritu, por el camino salvador de la fe.

5 En una palabra: el que os prodiga el Espíritu y realiza maravillas entre vosotros, ¿lo hace a partir de la práctica de la ley o a partir de la aceptación de la fe?

La pregunta final contrapone de nuevo los dos caminos que podrían conducir a la justificación. Pablo da fuerza a su frase colocando la disyuntiva al final de ella: práctica de la ley o aceptación de la fe.

La llamada a la reflexión se apoya esta vez en la experiencia de la actuación actual del Espíritu en las comunidades. También actualmente da Dios el Espíritu a los gálatas. Lo experimentan en las actuaciones extraordinarias del Espíritu (carismas). Lo perciben en las obras divinas y en los signos que entre ellos se producen: expulsiones de demonios y curaciones. En todos ellos aparece la irrupción del mundo mesiánico. Es una confirmación del Evangelio que el Apóstol predicó como mensaje de Dios. Esta presencia poderosa del Espíritu no proviene de las obras de la ley. Los mismos gálatas pueden dar testimonio de ello: procede de la aceptación de la fe. Antes de que la escucharan no hubo entre ellos carismas. Pero con la predicación del camino salvador de la fe y con la aceptación, con fe, del mensaje vinieron las «señales» que confirmaban la palabra (cf. Mc 16,17.20).

No es necesario que Pablo resuma en una respuesta el resultado de su interrogatorio. Es patente para todo el que piense. La recepción del Espíritu y la actividad del Espíritu no provienen de la práctica de las obras de la ley. Provienen de la fe. Y como el Espíritu es la prenda de la plenitud de la justificación, la justificación proviene de la fe.

II. EL ANTIGUO TESTAMENTO CONFIRMA EL EVANGELIO DE PABLO (3,6-4,31).

1. LA BENDICIÓN DE ABRAHAM (3,6-14).

a) Los creyentes son hijos de Abraham (3/06-09).

6 Y así fue el caso de Abraham, que «creyó a Dios, y esto le fue tenido en cuenta para la justicia» (Gén 15,6). 7 Tened, pues, presente que los que proceden de la fe, éstos son hijos de Abraham.

La prueba escriturística que Pablo aduce ahora a favor de su Evangelio de la justificación por la fe comienza con un juicio de la Sagrada Escritura sobre el patriarca de Israel. Dios había prometido a Abraham que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo (Gén 15,5). Aunque, hablando humanamente, Abraham ya no podía esperar ningún hijo de Sara, su mujer, creyó en la promesa que Dios le había hecho. Creía en el poder creador de Dios, que no tiene fronteras. Por eso pudo creer en la promesa de Dios. La actitud de fe se manifestó en el acto de fe del patriarca. La fe -he aquí el testimonio de la Escritura- hizo a Abraham justo ante Dios.

Como es natural, también el judaísmo tuvo en cuenta la fe del patriarca. Pero prestó atención ante todo a cada una de las obras concretas con las que Abraham cumplió toda la ley. Se hablaba de hijos de Abraham, lo cual suponía algo más que la mera descendencia física. Se consideraba como verdadero hijo de Abraham a aquel que con sus obras cumplía las exigencias de la ley 35. Pablo lo concibe en forma totalmente distinta. El Apóstol no quiere decir que al patriarca le fuera tenida en cuenta su fe como se anota en un libro de cuentas una prestación positiva. Dios no tiene un libro de cuentas para cada hombre en el que al cabo del tiempo se llega a un total: «justificación»36. Dios atiende a la respuesta fundamental del hombre a la palabra de su promesa y a lo que él le pide. Esto es lo que la Escritura llama «fe» y esta fe es la que Dios quiere de los hombres, pues esa fe consiste en reconocer la divinidad de Dios. De esa fe brota la obediencia, en virtud de la cual el hombre cumple lo que el Señor le pide.

Debemos tener presente que los que proceden de la fe, ésos son hijos de Abraham. Ello se refiere a los hombres que viven en la fe. Ellos, y nadie más, pueden reclamar el título honorífico de hijos de Abraham. Son sucesores de Abraham, quien, por la fe, confió en Dios y le siguió. No son los hombres que viven de las obras de la ley los que merecen el título de hijos de Abraham, sino aquellos que, según el espíritu de Abraham, «proceden de la fe».
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35. En el Talmud babilónico esta escrito: «Quien tiene misericordia de los hombres no hay duda de que pertenece al linaje de nuestro padre Abraham» (Beça 32b).
36. Véase Rom 4,2-5.
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8 Y la misma Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles a partir de la fe, había anunciado de antemano a Abraham: «Todos los pueblos serán bendecidos en ti» (Gén 12,3). 9 Así, pues, los que proceden de la fe son bendecidos juntamente con Abraham el creyente.

Un nuevo texto escriturístico confirma lo que Pablo acaba de afirmar. La Escritura previó que Dios justificaría a los gentiles. La Escritura es para Pablo algo vivo, no un texto muerto. En ella habla el mismo Dios. Por eso previó lo que ahora acontece con los gentiles. Por eso pudo predecir a Abraham lo que hoy sucede por intervención de Dios: bendice en Abraham a todos los pueblos, los justifica.

Pablo no es, pues, el primero en hacer llegar a los gentiles la buena nueva. Comenzó ya en la promesa de que la bendición de Abraham caería también sobre todos los pueblos de la tierra. En Abraham empezó ya a realizarse el Evangelio de bendición sobre los gentiles. Abraham creyó en la promesa del Evangelio. Dios justifica también a los gentiles si, como Abraham, creen en Dios.

De esta perícopa saca Pablo la conclusi6n de que aquellos que, con Abraham, han puesto la fe como fundamento de su vida serán también, con Abraham, portadores de bendición. No son sólo hijos de Abraham, sino que participan además en la gran bendición de Dios a Abraham.

Se insiste una vez más en que se trata del Abraham creyente. Abraham es portador de bendición y mediador de ella por cuanto creyó a Dios, no por la práctica de las obras de la ley.

b) Quien vive de las obras de la ley está bajo la maldición (3/10-12).

10 En efecto todos los que parten de las obras de la ley están bajo el peso de una maldición. Pues está escrito: «Maldito todo el que no persevera en todas las cosas escritas en el libro de la ley, llevándolas a la práctica» (Dt 27,26).

La decisión que hay que tomar es una decisión entre vida y muerte, entre bendición y maldición. Pablo no se limita a mostrar el aspecto positivo, la bendición que recibieron los que creyeron con Abraham. Debe mostrarles también que no hay más que dos posibilidades. Frente a la posibilidad de bendición no hay más que la posibilidad de maldición. No hay una tercera. Quien tiene enraizado su ser en las obras de la ley, quien vive de ellas, está bajo la maldición.

Esto vale en general para todos los que parten de las obras de la ley. No es posible que un hombre se profese adepto a la ley y adepto al mismo tiempo a Cristo, porque el que quiere ser justificado por la ley está separado de Cristo (5,4). Quien piensa que el cumplimiento de las obras de la ley conduce a la justificación, se separa de Cristo. No quiere recibir su justicia de la mano de Dios; desprecia la gracia que viene por Cristo. LEY/MALDICION:A propósito de la maldición que caerá, sin duda, sobre los servidores de la ley, Pablo alude también a un texto escriturístico. Lo entiende como sigue: la maldición de Dios alcanza a aquel que no permanece dentro del ámbito de las exigencias de la ley. Quien deja de cumplir un solo precepto queda sometido a la maldición. Hay que cumplir toda la ley. Una sola falta implicaría ya desprecio y desencadenaría la maldición prometida. Por tanto, el que vive bajo la ley y vive a partir de las obras que ésta exige está bajo una maldición amenazadora. Obra por miedo. Quiere escapar a la maldición. Pablo muestra después, apoyándose también en la Escritura, que todo el esquema de la ley está bajo la maldición. Vuelve a preguntarse de nuevo por el camino hacia la justificación. Indirectamente ha respondido ya a esta pregunta al aludir a la fe de Abraham (3,6). Ahora responde a la pregunta en forma directa y, primero, negativa.

11 Pero es evidente que en la ley nadie es justificado ante Dios ya que «el justo vivirá de la fe» (Hab 2,4); 12 y la ley no procede de la fe sino que «el que hubiera practicado estos preceptos vivirá en ellos» /Lv 18,5).

En la ley nadie es justificado ante Dios. Esto es evidente para todo aquel que haya seguido hasta ahora la argumentación. Es una cosa clara. La sagrada Escritura confirma esta tesis. La maldición que cae sobre aquellos que parten de las obras de la ley sólo puede desaparecer si Dios justifica a esos hombres. Y eso es precisamente lo que la ley no hace.

La Escritura muestra el verdadero camino hacia la justificación cuando dice que el justo vive de la fe. El texto hebreo de la perícopa del profeta Habacuc habla de la «fidelidad» que mantiene en vida al justo. Cuando Pablo usa la palabra «fe», esta palabra implica la fidelidad del hombre que sabe que la seguridad de su vida no depende de nada más que del hecho de que se atenga a la palabra y a la obra de Dios. Por la fe recibe la justicia y ésta, a su vez, le hace capaz de resistir el juicio de Dios y, por tanto, de entrar en la vida. Pero esta fe, ¿no es una prestación? Pablo se opone a que se conciba la fe en el sentido judaico, como prestación que implique mérito. En ese caso, sería perfectamente posible unir la fe y la ley como camino de salvación. Pablo se opone decididamente a ello. La ley no procede «de la fe», no tiene nada en común con la fe. Su origen no hay que buscarlo en la fe; son mundos totalmente diversos. La ley pide actividad por parte del hombre (cf. 3, 10b), promete la vida a quien obre de acuerdo con la ley. Dentro del ámbito de la gloria de la ley, es decir, en el tiempo de la gloria de la ley, escribió Moisés que «el hombre que cumpliere la justicia que procede de la ley vivirá en ella» (Rom 10,5). Al que obre así, es decir, al que practique la ley, le prometió como recompensa la vida. Pero la fe dice otra cosa. «De la justicia que procede de la fe dice así: ...Cerca está la palabra en tu boca y en tu corazón: ésta es la palabra de la fe que predicamos» (Rom lO, 6.8). Allí donde el hombre vive inmerso en la ley no se puede hablar de fe.

c) En Cristo llegó a los creyentes la bendición de Abraham (3/13-14).

13 Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: «Maldito el que está colgado de un madero», ...

Por fin pasa el Apóstol a mostrar cuál es la acción divina positiva que hace posible la justificación ante Dios: Cristo nos ha rescatado. Esto es lo que ha hecho posible la bendición que desciende sobre los creyentes. Cuando Pablo dice que Cristo nos ha rescatado tiene ante sus ojos la imagen de la redención de los esclavos. Considerada en sí misma, esta imagen ofrece ya dos elementos importantes: un hombre pasa de esclavo a libre y hay, además, una persona que lleva a cabo el rescate. Pablo aprovecha esta imagen y la aplica a continuación. Muestra en qué consistía la esclavitud del hombre y cómo Jesucristo le rescató.

En el versículo siguiente muestra cuál es el verdadero objetivo de este rescate (3,14). La afirmación de Pablo no tiene el carácter vago propio de las generalizaciones; la insistencia «nos ha rescatado... por nosotros» hace a los gálatas conscientes de que también ellos pertenecen al grupo de los liberados por Cristo.

Estábamos bajo la maldición. Nuestro pasado, el de los judíos y eI de los gentiles, estaba sometido a la ley y, en consecuencia, a la maldición. Nuestra vida estaba condenada a muerte, pues la ley atraía sobre nosotros la maldición. Vivíamos en una auténtica esclavitud. Cristo nos adquirió por su muerte en la cruz, que Pablo describe con estas palabras: «haciéndose él mismo maldición». En la cruz, la ley se desencadenó contra el Mesías de Dios. Cristo fue juzgado y condenado según la ley. Del que es colgado dice la Escritura que está maldito. Así sucedió con el crucificado: la maldición de la ley se manifestó en él. Pablo evita con cuidado llamar maldito a Cristo: su persona no estaba bajo la maldición.

Se hizo maldición por nosotros. Esto no quiere decir sólo «por nuestro bien». Significa también «en lugar nuestro», substituyéndonos a nosotros, en los que la maldición de la ley no llegó a hacerse visible. Así «al que no conocía el pecado, Dios lo introdujo en el mundo del pecado» (2Cor 5,21). No tuvo vivencia del pecado, pero llevó los pecados del mundo. No es maldito, pero nos libró de la maldición de la ley, manifestando en sí mismo esa maldición.

.., 14 y esto para que la bendición de Abraham pase a los gentiles, en Cristo Jesús, de suerte que por medio de la fe recibamos la promesa del Espíritu.

Al liberarnos de la esclavitud, Cristo abrió el camino a dos acontecimientos de la historia de la salvación. Esa era su intención al rescatarnos. La bendición de Abraham puede llegar ahora a los gentiles, en la persona del Mesías Jesús. Si la maldición de la ley había impedido hasta ahora que la promesa de bendición hecha a Abraham se hiciera realidad, ahora la bendición de Abraham tiene abierto ya el camino hacia todos los pueblos. La bendición llega a toda la humanidad en Cristo Jesús, gracias a su acción salvadora. «En Cristo» se puede entender aquí también en el sentido de que Cristo representa y significa la bendición de Abraham. Aquel a quien Cristo le sale al encuentro en el Evangelio recibe la bendición de Dios. Los creyentes «son bendecidos juntamente con Abraham el creyente» (3,9). Desde que se cumplió la acción salvadora de Cristo, la promesa de Abraham pasa a realizarse, se cumple también. Nosotros -eso es lo que Pablo les dice a los gálatas- participamos en este acontecimiento de la historia de la salvación aI recibir, por medio de la fe, la promesa del Espíritu. Con Jesucristo ha venido a nosotros el Espíritu, su Espíritu (4,6). Si las características de la época de la ley eran el pecado y la muerte, la característica del nuevo tiempo mesiánico es el Espíritu de Cristo. Al hombre de esta nueva era puede decirle Pablo: «La ley del Espíritu de vida que está en Cristo Jesús me ha libertado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2Cor 3,17).

El Espíritu del Señor lo recibimos por medio de la fe. Pablo quiere dar fuerza especial a estas palabras y por eso las coloca al final del pasaje que había comenzado con la cita escriturística relativa a la fe de Abraham. La fe fue lo que justificó a Abraham delante de Dios. También por medio de la fe hemos recibido nosotros la bendición de Abraham, el Espíritu Santo. Cristo nos ha abierto el camino de la fe; la fe ha venido con Cristo (3,25). Abraham creyó en la promesa y nosotros creemos que en Cristo se ha cumplido la promesa.

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2. LA HERENCIA DE ABRAHAM (3,15-29).

En la perícopa precedente (3,6-14) la fe aparecía como mediadora de la bendición de Abraham; en ésta se muestra que la herencia prometida pertenece a Cristo. Se contrapone la fe a la ley, describiendo a ambas como fuerzas objetivas. Se desvela la finalidad de la ley en la historia (3,19-25). El bautismo muestra el fundamento sacramental de la fe (3,26-29).

a) La ley no puede invalidar la promesa hecha a Abraham (3/15-18).

15 Hermanos, os voy a hablar con un lenguaje tomado de la vida humana aun tratándose de un testamento humano, si está debidamente otorgado, nadie se atreve a quitarle o añadirle algo.

Pablo, dirigiéndose fraternalmente a los gálatas, pasa a considerar un ejemplo tomado de la vida humana. Lo toma del ámbito de la vida jurídica. Jesús, cuando tomaba sus parábolas del mundo de la creación y de la vida cotidiana del hombre, presuponía cierta correspondencia entre el acontecer terreno y el orden salvífico de Dios; también Pablo está convencido de esto. Lo que Dios hace tiene puntos de contacto con el modo de obrar de los hombres.

El ejemplo intenta aclarar la relación que existe entre la promesa y la ley. Cuando un hombre ha otorgado testamento debidamente, nadie puede anularlo ni añadirle algo. Es intocable, por ser manifestación de la última voluntad. Dios otorgó testamento a favor de Abraham. Le hizo las promesas, que representan su voluntad última. Para designar esta disposición de Dios Pablo emplea la palabra usual en la Biblia griega para designar la alianza: diatheke 37. Dios hizo una alianza con Israel en el Sinaí, pero ya antes la había hecho con Abraham. Propiamente, la palabra significa una «disposición» (unilateral), un «testamento», pues es Dios quien ha hecho una «alianza» con los hombres.
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37. La Biblia del judaísmo griego se ha esforzado por evitar el peligro de que la alianza de Dios apareciera como un contrato entre iguales.
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16 Ahora bien, las promesas fueron precisamente dirigidas a Abraham y a su descendencia. La Escritura no dice: «y a sus descendencias», como si fueran muchas; sino que se expresa en singular: ay a su descendencia», es decir, a Cristo.

Pablo vuelve de nuevo a la Escritura. Las promesas que Dios hizo a Abraham al hacer alianza con él no eran válidas sólo para el patriarca, sino también para su descendencia (Gén 17,7ss). Pero la palabra «descendencia» -así interpreta Pablo el hecho de que la palabra esté en singular- no se refiere a la descendencia corporal, a las generaciones posteriores a Abraham, sino a un descendiente del patriarca: a Cristo. Cristo es el heredero universal de las promesas hechas a Abraham. Este es el sentido oculto y no percibido por los judíos 38 de la palabra «descendencia».

17 Pues bien, he aquí lo que yo digo: a un testamento, otorgado ya de antiguo por Dios, no lo va a anular una ley que ha aparecido cuatrocientos treinta años después, haciendo, en este caso, vana la promesa.

Y ahora viene la aplicación de la comparación. El Apóstol puso el ejemplo en el v. 15; en el 16 preparó su aplicación diciendo que Dios hizo las promesas a Abraham y a su descendencia, otorgó testamento a su favor.

Este testamento de Dios, la manifestación de su voluntad, no puede ser anulado por la ley. Un testamento tiene valor definitivo. Si la ley fue posterior a las promesas, no puede anular la promesa, que es un testamento. También en este punto Pablo está contra la tradición judía que, empapada de la significación de la ley del Sinaí, sostenía que Abraham ya conocía y observaba la ley39. Con eso se destruía en el judaísmo la primacía de la promesa sobre la ley. Pero si la ley surgió sólo cuatrocientos treinta años después de Abraham 40, no puede anular el testamento y la promesa hecha a Abraham.
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38. El judaísmo estaba convencido de que los herederos de las promesas eran los padres y el pueblo de Israel; cf. Sab 12,21.
39. «En aquel tiempo (el de Abraham), la ley, sin estar escrita, era conocida por todos y se ponían en práctica las obras de los preceptos» (Baruc sirio 57,2); cf. Libro de los Jubileos 24,11. La Mishná, aludiendo a Gén 26,5, dice: «Abraham, nuestro padre, cumplía toda la ley antes de que hubiera sido dadas (Kiddushin 4,14).
40. Cf. a propósito del tiempo Ex 12,40s.
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18 Pues si la herencia se recibiera en virtud de la ley, ya no lo sería en virtud de la promesa. Ahora bien, fue precisamente a través de una promesa como Dios otorgó su favor a Abraham.

LEY/PROMESA: Pablo afirma de nuevo que no puede haber dos caminos para alcanzar la herencia de Abraham. La ley no puede conducir, junto con la promesa, a la herencia de Abraham. La ley no puede incluir y encerrar en sí la promesa. Ley y promesa son dos realidades fundamentalmente diversas. No pueden ser mediadoras de un mismo bien salvador, de la herencia y de la bendición.

La promesa de bendición hecha a Abraham muestra que Dios se decidió por el camino de la promesa. Esto significa que no se puede anular la promesa. La promesa es una prueba de la benevolencia y de la amabilidad de Dios; fue proclamada antes de que la ley exigiera que el hombre pusiera en práctica las obras de la ley.

b) La ley ha sido nuestro ayo (3/19-25).

19 Entonces ¿a qué viene la ley? Fue añadida para dar su verdadero sentido a las transgresiones, hasta que viniera la descendencia a la que es taba destinada la promesa. Esta ley fue promulgada por ministerio de ángeles, a través de un intermediario.

El problema de cuál es el significado y la tarea de la ley es inevitable, una vez que Pablo ha afirmado que la herencia no procede de la ley (3,18). Queda, pues, planteado el problema de cuál es la función de la ley en la acción soteriológica de Dios.

La primera respuesta a este problema ya está dada, en el fondo, al decir que la ley ha sido añadida a la promesa sólo cuatrocientos treinta años más tarde (3,17). Pablo lo repite una vez más. La misión de la ley está condicionada temporalmente. No es, como opinaban los judíos, una de las cosas que existían incluso antes de la creación del mundo. No pertenece a la esencia del camino salvador que Dios ofrece a los hombres; es sólo un episodio. Con la promesa no sucede lo mismo.

La ley -ésta es la segunda respuesta- fue añadida para dar su verdadero sentido a las transgresiones. Eso no quiere decir que su misión fuese la de impedir las transgresiones, como una valla42. La idea del Apóstol es que la ley debía promover los pecados. Según el plan de Dios, había de promover lo contrario de la justificación. ¡La ley fue causa de las transgresiones! «Adonde no hay ley tampoco hay transgresión» (Rom 4,15b). Es la ley quien da al pecado su fuerza funesta.

La respuesta de Pablo encierra aún otra idea. El tiempo de la ley está limitado. Debía ejercer su función hasta que viniera la descendencia. Esta descendencia es Cristo (3,16). A él, como a Abraham, le fue hecha la promesa. La herencia prometida se dará a aquellos que pertenecen a Cristo, pues en Cristo son descendencia de Abraham (3,29). También aquí, al oponerse a la duración eterna de la ley, Pablo va contra la tradición judía. La ley ha de encontrar su fin dentro de la historia.

Para terminar, Pablo dice que la ley ha sido promulgada por ministerio de ángeles, a través de un intermediario. La intención de Pablo al afirmar esto es privar a la ley de su rango. Su Evangelio lo ha recibido directamente de Dios; también Abraham recibió directamente de Dios la promesa. La ley, en cambio, no procede directamente de Dios: fueron ángeles quienes la promulgaron a los israelitas; Moisés fue intermediario del pueblo. Para mostrar la colaboración de los ángeles en la promulgación de la ley del Sinaí recurre Pablo a las tradiciones judías; para mostrar la mediación de Moisés, a la Escritura. La promesa y el Evangelio difieren esencialmente de la ley.
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42. Ésa sería la forma judía de pensar.
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20 Pero el intermediario no lo fue de uno solo, y Dios es uno solo.

Una frase de carácter generalizador pone fin a la última parte de la respuesta, cuya intención era mostrar la inferioridad de la ley frente al Evangelio y la promesa. Se introduce un intermediario cuando es una multitud quien se dirige a otra, pero no cuando se trata de uno. Cuando uno promulga algo frente a otros, lo hace él mismo. Dios, como todos reconocen, es uno. La ley, por tanto, no puede proceder (directamente) de él. Fue promulgada por un grupo de ángeles, y Moisés les sirvió de peón.

21 ¿Es, pues, la ley contraria a las promesas de Dios? ¡De ningún modo! Pues si hubiera sido dada una ley con capacidad de dar vida, entonces sí que la justicia vendría de la ley.

Del contenido negativo de la respuesta anterior (3,19b. 20) se podría deducir que la ley se opone a las promesas divinas. No es ésa la conclusión a que llega Pablo. La ley no puede competir con las promesas. Es algo manifestado mediante un rodeo, promulgado por ángeles. Las promesas, en cambio, son promesas de Dios. Así explica Pablo cuál es la razón de su negativa. Pero aún da otra razón expresa: la ley no puede dar vida ni produce la justicia. No puede, pues, competir con las promesas. Las promesas siguen siendo el camino salvador de Dios. Ellas son las que traen el bien prometido que se espera, el Espíritu vivificador. La experiencia muestra que la ley, en cambio, es «ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). Ni siquiera es capaz de producir la justicia, pues cuando se trata de justificar al hombre ante Dios, Dios debe crearlo de nuevo, debe darle una nueva vida.

22 Pero la Escritura ha encerrado todas las cosas bajo el imperio del pecado, para que la promesa sea dada a los creyentes a partir de la fe en Cristo Jesús.

La ley no podía traer la justificación. La era de la ley se caracterizaba por el hecho de que todas las cosas estaban encerradas bajo el imperio del pecado. Todos los hombres estaban sometidos al dominio del pecado. La ley no podía darles la libertad. Se atribuye este estado de cosas a la Escritura porque ella manifiesta y realiza la voluntad de Dios. No sólo afirma que todo está sometido al imperio del pecado; la afirmación es, al mismo tiempo, causa de esa sumisión. La palabra de Dios no es un mero reflejo de la realidad, sino que la crea.

El objetivo de esta voluntad de Dios que se cumple en la Escritura está claramente determinado: la promesa debe ser dada a los creyentes. Ahora, en el tiempo de la plenitud, aparece claro que Dios tenía ya en cuenta este objetiva al dar la ley. Lo que Dios ha prometido es la herencia (3,18). Ahora la recibimos como don del Espíritu, por medio de la fe (3,14).

El creyente es, pues, quien recibe la herencia de Abraham. La herencia prometida la da Dios a partir de la fe en Cristo Jesús. La fe en Jesucristo no es, pues, sólo la forma y modo en que se concede el bien prometido, sino el principio a partir del cual nos llega la herencia de Dios. La fe está ahora a nuestro alcance como bien salvador. La fe de cada uno es la condición indispensable para que Dios le conceda el bien prometido.

Pablo responde ahora positivamente a la pregunta de cuál es la tarea de la ley. Negativamente había dicho que no podía producir la vida esperada, que no conducía a la justicia. Positivamente, el papel de la ley consiste en que ha sido nuestro ayo hasta Cristo (3,23-25).

23 Antes de que viniera la fe, estábamos encerrados bajo la custodia de la ley, hasta el día en que se manifestara la fe.

El acontecimiento decisivo de la historia de la salvación es la llegada de la fe. Ha llegado al mundo con Cristo, como fe en Jesucristo. Es cierto que Abraham creyó, pero no era más que un individuo; la era de la fe empieza con Cristo. Lo que le precedió fue la era de la ley. Pablo sabe que la promesa precedió a la ley y que continuó existiendo en tiempos de la ley, pero ahora va a considerar sólo el punto decisivo y por eso deja en segundo plano el tiempo anterior a la promulgación de la ley. La ley nos custodiaba, a judíos y a gentiles, es decir, nos tenía en prisión o en arresto. Éramos prisioneros de la ley; todos estábamos sometidos al pecado y a la muerte, pues «el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley (ICor 15,56). El hombre estaba aprisionado, impotente, dentro del círculo mortal de la ley.

La revelación de la fe trajo la liberación. Desde hacía mucho tiempo la fe era, en el plan de Dios, el camino de la salvación. Ya en tiempos de la ley preexistía esta revelación de Dios como acontecimiento futuro. Siendo un secreto del cielo, había de ser revelado por Dios. Así, la fe aparece como un rayo de la gloria divina, que Dios nos revelará plenamente al final de los tiempos (Rom 8,18). Ahora, en la fe, esta gloria se nos ha hecho ya visible en Cristo Jesús. Las tinieblas del período de prisión han pasado. La libertad ha llegado por medio de la fe que Dios reveló. Vino de Dios.

24 Así pues, la ley fue para nosotros el ayo que nos ha conducido a Cristo, para que obtuviésemos, por la fe, nuestra justificación, 25 Pero una vez que ha venido la fe, ya no estamos sometidos al ayo.

Con ese «así pues » Pablo saca la consecuencia de lo que ha dicho sobre la finalidad de la ley. La llegada de la fe coincide con la llegada de Cristo. Hasta que llegó Cristo la ley ha cumplido su misión de custodiarnos: fue nuestro guardián.

AYO/LEY: Pero las palabras el ayo que nos ha conducido a Cristo tienen un sentido más profundo. El ayo (paidagogos) era en el mundo grecorromano el esclavo que estaba encargado de controlar, con reprimendas y castigos, la conducta y el comportamiento de los hijos de la familia. Su actividad era diversa de la del profesor. Los niños estaban sometidos a este ayo sólo entre los seis y los dieciséis años. El paidagogos gozaba, por lo general, de poca consideración, y no se le apreciaba 44. Trataba a los niños con dureza
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44. El aspecto sombrío del ayo era proverbial. Según Oepke, el paidagogos debía cuidar de que «uno anduviera por la calle en actitud decidida y desenvuelta, de que al sentarse no cruzara una pierna sobre otra o apoyara la barbilla en la mano, de que, en la mesa, cogiera la salazón con un solo dedo, el pescado cocido o asado, la carne y el pan con dos, de que se rascara así o asá, de que se pusiera la capa de esta o de aquella forma». «En conjunto, no era apreciado, sobre todo por los muchachos vivarachos. El vultus paidagogi, pedantemente sombrío, era proverbial. No se ahorraban golpes... De ordinario no sólo se cogían esclavos para desempeñar esta labor, sino que se escogía a aquellos que no servían para otra cosa».
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c) Quien pertenece a Cristo es descendiente de Abraham (3/26-29).

Desde que ha llegado la fe ya no estamos bajo la vigilancia del ayo. Siendo «hijos de Dios» estamos libres de la ley. En el bautismo nos hemos revestido de Cristo y somos «uno solo en Cristo» (3,26-28). Quien «pertenece a Cristo» de esta forma, es descendencia de Abraham en el sentido de la Escritura (3,16). Es también heredero de la promesa (3,29).

26 Todos vosotros, en efecto, sois hijos de Dios a través de la fe en Cristo Jesús.

Pablo se dirige de nuevo a los gálatas personalmente. Les recuerda que son hijos de Dios. Lo son por la fe. Desde que ha llegado la fe han dejado de estar sometidos al ayo. Pablo abandona ya la metáfora del ayo. Los niños estaban sometidos al esclavo hasta que, un día, quedaban libres de él. Lo único que Pablo quiere decir es que el tiempo de estar sometidos a la ley ha pasado ya. La ley privaba de libertad, convertía en esclavos, porque sometía a la obediencia de un esclavo. La fe, en cambio, nos hace libres. No estamos ante Dios como esclavos, sino como hijos ante su padre.

Ahora estamos en Cristo Jesús. Con estas palabras describe Pablo la situación del cristiano bautizado, la relación del bautizado con su Señor. El bautizado está incorporado a Cristo. Está, como dice el versículo siguiente, «incorporado a Cristo» por el bautismo, se ha «revestido de Cristo». Cuando el Padre celestial mira al bautizado reconoce en él a Cristo, su Hijo. «Todo cristiano es una nueva creación» (2Cor 5,17). El bautismo pone los cimientos de una vida nueva.

27 Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. 28 Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra; pues todos sois uno solo en Cristo Jesús.

Sólo aparentemente se aparta Pablo de la línea fundamental de su discurso. A propósito del bautismo muestra que éste une a los hombres tan estrechamente con Cristo, que se puede decir que están «en Cristo Jesús» (3,26), que son «uno solo en Cristo Jesús» (3,28). Pero si los bautizados pertenecen a Cristo tan estrechamente por la fe, se les puede aplicar lo que se aplica a Cristo: son descendencia de Abraham. Son herederos de la promesa que fue hecha a Abraham y a su descendencia.

Los bautizados han sido bautizados en Cristo 45. En el bautismo el hombre es «incorporado a Cristo». El baño bautismal es signo activo de la consepultura con Cristo (cf. Rom 6,4). El bautizado ha sido crucificado juntamente con Cristo (2,19). Mediante la muerte del hombre viejo se hace posible la resurrección de un hombre nuevo. Al abandonar su existencia anterior, el hombre recibe la existencia «en Cristo».

Todos los cristianos, al ser bautizados en Cristo, se han revestido de Cristo. Es ésta una metáfora tomada del vestido que uno se pone para desempeñar el papel de otro. Los cristianos se han revestido de su Señor. Se han despojado del hombre viejo y se han revestido del nuevo. Si Cristo es su vestido, están, podemos repetirlo, «en Cristo». Pueden decir de sí mismos: «ya no vivo yo, sino que es Cristo el que vive en mí» (2,20). Tienen un nuevo ser participan del ser de Cristo, son nueva criatura.

La consecuencia de este acontecimiento sacramental es que todos los bautizados son uno solo en Cristo. Esto significa que pertenecen a Cristo estrecha y esencialmente (3,29). Son miembros de Cristo, a quienes acontece lo mismo que a Cristo. También a ellos les corresponde la herencia de la promesa que fue hecha a Cristo como descendencia de Abraham.

Esta unidad con Cristo constituye el fundamento para la desaparición de las diferencias, que eran decisivas en el mundo antiguo, incluso en lo relativo a la posibilidad de salvación de los hombres. Las diferencias religiosas de antes han desaparecido. Ya no importa que el bautizado sea judío o gentil. Su posición social no tiene ninguna importancia. También la mujer tiene acceso a la salvación y a la herencia prometida. Las diferencias han sido borradas por el baño bautismal, han sido sustituidas por el estar «revestido de Cristo». El cristiano es un hombre nuevo en Cristo. La nueva humanidad de los bautizados ya no está dividida. Así es como la ve Dios y la mirada de la fe. A los ojos del «mundo antiguo» estas diferencias, que han sido borradas en secreto, siguen pareciendo importantes.
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45. Es imposible decidir con certeza si esta expresión es una abreviatura de la fórmula del bautismo: «en el nombre» de Jesús, que significa que el cristiano, en el bautismo, pasa a pertenecer a Cristo. La interpretación podría ser mas simple, entendiendo la expresión a partir del significado fundamental de las palabras, como sucede más adelante.
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29 Y si sois de Cristo, sois, por tanto, descendencia de Abraham, herederos en virtud de la promesa.

Los bautizados son de Cristo no sólo porque confiesan su divinidad y porque son discípulos suyos, sino que le pertenecen de un modo esencial. El Espíritu de Dios, que hemos recibido en el bautismo, ha puesto en nosotros el requisito necesario para que estemos unidos estrechísimamente con Cristo, para que seamos de él, pues el Espíritu de Dios es el Espíritu de Cristo.

La argumentación del Apóstol ha alcanzado su objetivo. Cuando la Escritura hacía destinataria de las promesas a la única descendencia de Abraham (3,16), se refería a Cristo. Pero el que es de Cristo está incorporado a él, que es descendencia de Abraham, y, por esa razón, también quien es de Cristo es descendencia de Abraham.

La herencia se da en virtud de la promesa. Con esta afirmación cierra Pablo la perícopa. Quiere insistir una vez más en que no es la ley el camino hacia la justificación. La herencia de la promesa está ligada a Cristo. Sólo quien pertenece a él, quien es coheredero con Cristo, participa en su glorificación.