CAPÍTULO 6


2. HIJOS Y PADRES (6/01-04).

a) Hijos, obedeced a vuestros padres (6,1-3).

1 Los hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, pues esto es lo justo. 2 «Honra a tu padre y a tu madre» (éste es un primer mandamiento vinculado a una promesa), 3 «para que todo te vaya bien y vivas largos años sobre la tierra».

La adición «en el Señor» no es críticamente segura. Y precisamente cuanto más espontánea le sale al Apóstol, más extraña es la adición en una exhortación dirigida a los hijos. En el lugar paralelo de la carta a los Colosenses se da una motivación análoga, pero quizá más acomodada a la inteligencia infantil: «Pues esto es a Dios acepto en el Señor» (Col 3,20), que pudiera equivaler a «pues con esto causáis alegría al Señor». El texto de nuestra carta a los Efesios tiene una mentalidad más legal: «pues esto es lo justo».

«Honra a tu padre y a tu madre.» Este cuarto mandamiento no se presenta ahora simplemente en su conocida forma ni se incluye en la correspondiente formulación mecánica. Pablo se interrumpe a sí mismo, y añade: «éste es el primer mandamiento vinculado a una promesa». Esto no podría entenderse en el sentido de primer mandamiento del decálogo, al que se le añade una promesa. En este sentido sería mejor el único de los diez mandamientos. Tampoco se puede entender como el primero de la llamada «segunda tabla»33. Es un «primer mandamiento» en el sentido de su rango y categoría. Ya entre los rabinos el cuarto mandamiento era considerado como uno de los «difíciles», o sea de los importantes, aún más, como «el más difícil entre los difíciles».

En su calidad de «primero», este cuarto mandamiento está señalado por la promesa añadida. En un texto legal, en una enumeración de mandamientos, se puede indagar qué significa cuando el legislador, por así decirlo, se sale de su papel, como aquí, para añadir una promesa: «para que te vaya bien y seas longevo sobre la tierra». A Pablo aquí no le interesa directamente la promesa como motivación, sino que su intención es subrayar cómo por medio de esa promesa Dios mismo le ha dado al cuarto mandamiento un vigor singular. Por eso está fuera de lugar preguntarse aquí cómo entiende Pablo aquella promesa veterotestamentaria referente a la felicidad y a la longevidad. En todo caso el Apóstol estaba lleno de una esperanza completamente distinta y en pocos otros textos lo ha subrayado tanto como en nuestra carta (cf. 1,12.18).
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33. En ambos casos habría que esperar el artículo, que falta en el texto original (como también en Mc 12,28s).
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b) Padres, educad cristianamente a vuestros hijos (6,4).

4 Y vosotros, padres, no provoquéis a vuestros hijos, sino, por el contrario, formadlos en la educación y en la admonición del Señor.

En la carta a los Colosenses hay una exhortación paralela: «los padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se encojan de ánimo» (3,21). No hay más que leer los textos relativos a la educación, que se encuentran en el Eclesiástico y que son tremendamente unilaterales, para poder medir los progresos que la pedagogía de Pablo supone en cuanto a la consideración respetuosa del niño. Allí «educación» era equivalente a castigo corporal, y la motivación fundamental de una buena -o sea, dura- educación no era el bien del niño, sino procurar al padre una vejez tranquila y venerable 35. Desde aquello a la exhortación paulina hay gran trecho: «Los padres, no provoquéis a vuestros hijos». En el campo de la educación esto suponía como la primavera de una edad nueva.

El niño no tiene por qué ser el objeto de la excentricidad paterna. Esto es lo que irrita, provoca y amarga: un carácter no dominado y egoísta, tras el cual no hay más que un yo mezquino y ningún amor grande. En el niño, por el contrario, hay una fina sensibilidad para captar lo que es justo y lo que procede de un auténtico amor, aunque tenga apariencias duras.

Pablo pone también en guardia contra el comportamiento que pudiera causar en los niños un hastío del padre, predisponiéndolo contra él y contra todo lo que huela a padre. La pérdida es más catastrófica de lo que pudiera aparecer a primera vista. El «padre» debe ser para el niño no un concepto, sino un mundo, un mundo de bondad, de calor, de fuerza, de seguridad en esta fuerza. Lo que para el niño es el propio padre, lo será también el Padre del cielo, cuando aprenda a rezar «Padre nuestro...». ¿De dónde sabría lo que significa «padre», si no es de la propia experiencia profunda en el tiempo de la mayor sensibilidad?

«...por el contrario, formadlos en la educación y en la admonición del Señor.» Ambas expresiones tienen en el lenguaje de la Sagrada Escritura un acento particularmente fuerte. Se podría traducir «en la educación y en la reprensión», se podría pensar en «educación con mano dura y con palabras de reproche». Pero lo decisivamente nuevo está en la adición «del Señor». Esto quiere decir: educad a vuestros hijos con pedagogía cristiana, con una pedagogía, en la que Cristo, su obra, su persona sean motivo predominante, ideal decisivo y finalidad absoluta.

Algunos echarán de menos que aquí no se habla de la madre. ¿Cómo imaginar una educación de los hijos sin que a la mujer, precisamente como madre, no le toque una gran parte?

Efectivamente la posición de la mujer no era para Pablo, procedente del judaísmo, la misma que ha resultado después en el curso de muchos siglos de cultura cristiana. Esta posposición de la mujer, que, por otra parte, extraña en san Pablo, está condicionada por las circunstancias de la época.

Sin embargo, hay que reconocer que en nuestro texto no falta la madre, ni mucho menos. Al principio (v. 1) aparece bajo la denominación común «padres»: «Hijos, obedeced a vuestros padres». Y cuando después (v. 4) la palabra del texto original correspondiente a «padres» no incluye la madre, seguramente se hace así porque para la madre es mucho menos urgente la recomendación de no provocar a sus hijos. Cuando al final se recomienda a estos padres un estilo cristiano de educación, se debe sin duda al hecho de que la educación paterna está más dominada por la rigidez y la dureza. Por el contrario, la mujer, que en su aceptación de la voluntad del marido se hace una cosa con él, no dejará de colaborar con su talante maternal, que es para ella un puro don. Y ¡cuánto realmente se ha ganado con ese servicio, lleno de cristiana generosidad y silenciosamente sacrificado, que la madre rinde al hijo! De esta manera la mujer garantiza la paz de la familia y es la primera en crear para los hijos un verdadero hogar.
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35. Eclo 30,1-13.
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3. ESCLAVOS Y AMOS (6/05-09).

a) Esclavos, obedeced a Cristo en vuestro amo (6,5-8)

5 Los esclavos, obedeced a vuestros amos según la carne con temor y temblor, en la sencillez de vuestro corazón, como a Cristo, 6 no con un servicio meramente para ser vistos, como quienes agradan a hombres, sino como servidores de Cristo que hacen la voluntad de Dios con toda el alma, 7 sirviendo con buena voluntad como al Señor y no como a hombres, 8 sabiendo que cada cual, conforme al bien que hiciere, recibirá del Señor, sea esclavo, sea libre.

Queda todavía una palabra para los esclavos y los amos, y así con esto se completa el cuadro doméstico, o sea la instrucción familiar (en el sentido de los antiguos). De los esclavos sólo exige Pablo una comprensión de su «vocación» desde una altura y profundidad equivalente al nivel desde el cual los fundadores de órdenes religiosas exigieron más tarde a sus subordinados voluntarios con respecto a sus superiores puestos por Dios. Sin embargo, en esta situación hay que hacer serios esfuerzos para admirar la naturalidad con que Pablo presupone un espíritu de fe en aquellos cristianos, sencillos y muy poca maduros todavía. Así como la mujer debe ver a Cristo en su marido y sólo así someterse a él, así también el esclavo debe obedecer a Cristo en su amo, no solamente en lo bueno. sino en las contrariedades (cf. lPe 2,18). El apóstol pide un santo respeto. Esto es lo que quiere decir en el lenguaje bíblico la expresión «con temor y temblor», y la adición «en la sencillez de vuestro corazón» 36.

Esta «sencillez» hay que tomarla en el sentido estricto de la palabra. Es la postura del hombre interior, que solamente conoce un único objetivo, al que sirve sin segundas intenciones con toda su fuerza y con plena entrega. Así también debe el esclavo ver en su señor sólo a Cristo, al que entrega todo su esfuerzo y actuación. Deben tenerse por esclavos de Cristo y hacer la voluntad de su señor tan «de corazón» como únicamente se puede hacer la voluntad de Dios de lo más profundo del alma. Lo contrario de esto sería servir «para ser visto», es decir, para agradar a los hombres, servir mientras está encima el ojo vigilante del amo. Estos son los hombres dobles (lo contrario de un corazón sencillo), divididos entre el servicio ficticio y los deseos del propio corazón. No así el esclavo de Cristo.

Pablo repite la idea fundamental y reconoce con ello que no es tan simple lo que él exige: «con buena voluntad» deben servir, porque sirven al Señor y no simplemente a los hombres. Y aquí vuelve otra vez la idea de la recompensa: en el fondo trabajan para sí mismos, por mucho que parezcan ser instrumentos de una voluntad extraña. Para ellos vale igual que para los otros el mismo principio: «Cada cual, conforme al bien que hiciere, recibirá... »
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36. Cf. 2Cor 7,15; Fil 2,12.
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b) Amos, pensad en el único amo-verdadero (6,9).

9 Y vosotros, los amos, haced lo mismo con ellos. Dejad de lado las amenazas, sabiendo que en los cielos está el Señor tanto de ellos como de vosotros, y en él no hay acepción de personas.

«...haced lo mismo con ellos.» Aquí es patente la incongruencia e insuficiencia de la expresión. Los esclavos deben rendir a sus amos servicio y obediencia. ¿Tendrán que hacer lo mismo los amos con respecto a los esclavos? De ninguna manera: Pablo no piensa en la actuación diferencial de esclavos y amos; está obsesionado por la idea que a unos y a otros es común: o sea, que su obrar y actuar tiene validez ante el Señor y no ante los hombres. Tan profundamente domina esta idea a san Pablo, que involuntariamente exige de ambos «hacer lo mismo». Y así no debe haber entre ellos ni riñas, ni amenazas, ni gritos, puesto que deben ser conscientes de que en realidad sólo uno es el Señor, al cual pertenecen esclavos y amos, y de que ante su tribunal sólo cuenta el bien y el mal que cada uno haya hecho, «sea esclavo, sea libre».

Pablo se ha dirigido a la mujer y al marido, a los hijos y a los padres, a los esclavos y a los amos. A primera vista, parece inconsecuente la ordenación de la serie, y nos resulta difícil hablar de «mujer y marido» en vez de «marido y mujer». Lo mismo vale para las otras dos parejas. Y es que la ordenación de la serie no se ha hecho según la dignidad y el rango, sino según la mayor urgencia de la exhortación que Pablo ha dirigido a toda la familia y que pudiera resumirse en este principio: «estad sumisos».

De las tres parejas, siempre se dirige el Apóstol a la parte subordinada. Esto conecta con su predicación de la nueva libertad, de la supresión de toda diferencia en Cristo, donde no hay ya «circunciso ni incircunciso, bárbaro, escita, esclavo, ni libre, sino solamente Cristo todo en todos» (Col 3, 11). O más todavía en consonancia con nuestro texto, en la carta a los Gálatas: «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3,28).
 

VII. REVESTfOS DE LA ARMADURA DE DIOS (6/10-22).

1. HACE FALTA LA ARMADURA DE DlOS (6,10-13).

10 En definitiva, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. 11 Revestíos de la armadura de Dios, para que podáis resistir contra las maniobras del diablo; 12 porque no va nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de estas tinieblas, contra los espíritus de maldad, que están en los cielos. 13 Por lo cual, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, tras haberlo cumplido todo, quedar dueños del campo.

Pablo empieza esta sección con una fórmula que nos sugiere el final («en definitiva»). Por eso su lenguaje toma vuelo: hay que despedirse y sabe Dios hasta cuándo. «Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.» Con toda la fuerza de Dios quiere el Apóstol que se armen sus fieles. No tienen por delante tranquilidad y seguridad, sino lucha, y para ella hay que estar armados. Pero la armadura tiene que venir de Dios, para que todo tenga un final feliz. Si se tratara de una lucha de hombre a hombre, cabría esperar algo de las fuerzas humanas. Pero es una lucha con adversarios completamente distintos.

Aquí aparecen otra vez las «potestades», los «principados» y las «dominaciones», de las que ya se hablaba al principio de nuestra carta, cuando Pablo celebraba la elevación de Cristo, el resucitado, sobre todas las potencias angélicas (1,21). Pero allí todavía quedaba en duda de qué clase eran aquellas potencias angélicas. Aquí, por el contrario, se presentan claramente como potencias enemigas de Dios, que están al servicio de Satán y por eso se llaman expresamente «espíritus de maldad» 37. Irrumpen contra los adeptos de aquel que en la cruz las derrotó radicalmente. Y tanto más salvaje es su desesperado bramido, cuando más corto saben que es el tiempo que les queda y mientras más vano es su esfuerzo, ya que arremeten contra aquel que los ha dominado de una vez para siempre. Y en último término, Cristo mismo es la «armadura» de Dios, como puede verse por la enumeración detallada de sus elementos componentes: coraza, escudo, casco o espada. La armadura de Dios está preparada, pero hay que ponérsela, y esto es cosa de cada uno. Por eso se exhorta otra vez: «tomad la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo -o sea los últimos tiempos, en los que hay que contar con un recrudecimiento de los enemigos de Dios derrotados 38- y, tras haberlo cumplido todo, quedar dueños del campo». Quiere decir: después que hayáis vencido a todos los enemigos. O también: después que hayáis realizado todo lo que estaba en vuestro poder. La victoria es, en definitiva, de Dios, pero él vencerá una vez más por medio de Jesús y con vosotros.
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37. Se trata de la misma potencia angélica, que en un lenguaje metafórico de la época se llama en 2,2 «el eón de este mundo», «el príncipe de la potestad del aire». A esta «potestad del aire» se hace referencia, cuando en nuestro texto, como también en 3,10, se hace mención del «cielo» como la residencia de estas potestades angélicas, que desde ahí irrumpen sobre sus victimas.
38. Para 5,16
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2. EN QUÉ CONSISTE LA ARMADURA DE DlOS (6,14-17).

14 Manteneos firmes, ceñidos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia, 15 calzados con la prontitud del evangelio de la paz, 16 embrazando, en todo momento, el escudo de la fe, con el que podréis apagar los dardos inflamados del maligno. 17 Tomad también el casco de salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios.

Por tercera vez insiste Pablo en la misma exhortación. Por ello se puede rastrear cuán grande piensa él que es el peligro y cómo teme que se le eche poca cuenta. Son potencias invisibles que actúan realmente; son maniobra del diablo, que hay que deshacer. Su manera de luchar se distingue por la astucia y por la insidia. Estas potencias espirituales son dominadoras «de las tinieblas», que actúan en lo invisible, en lo impalpable, y no hay nada que más les guste que pasar inadvertidos, y quedar ocultos bajo máscaras de todo género.

No es correcto preguntarse por qué, en los siguientes versículos, se compara la verdad con el ceñidor, la justicia con la coraza, la paz con el calzado, la fe con el escudo, la salvación con el casco y la palabra de Dios con la espada. Pablo sólo piensa en la metáfora global de la armadura de Dios. En todo caso se trata de dones de Dios al presentar la verdad, la justicia, la paz y la fe como partes constituyentes de la armadura de Dios. «...ceñidos con la verdad», se refiere a aquella verdad, de la que se trata en 1,13: «En él, también vosotros, tras haber oído la palabra de verdad, la buena nueva de vuestra salvación», aquella verdad, que el cristiano tiene que vivir en el amor como tarea especifica (4,15).

«...revestidos con la coraza de la justicia». La misma metáfora de la justicia como coraza aparece también en el Antiguo Testamento 39, pero allí es Dios mismo el que se arma con su justicia para la lucha. En nuestro texto la referencia bíblica es patente, pero la justicia significada es completamente distinta.

Aquí se trata de la justicia que Dios proporciona y que es la única que para él cuenta, no la justicia que se apoya en la propia fidelidad a la ley. Pablo hace esta distinción en la carta a los Filipenses: «No reteniendo una justicia mía, que proviene de la ley, sino la justicia por la fe en Cristo, la justicia que proviene de Dios y se apoya en la fe» (Fil 3,9). Y si en la primera carta a los Tesalonicenses aparece como coraza no la justicia, sino la fe y el amor (5,8), esto demuestra la libertad con que Pablo utiliza las imágenes y lo poco que hay que tomarlas al detalle.

«...calzados con la prontitud del evangelio de la paz». Pablo se está refiriendo claramente a un texto de Isaías: «Bienvenidos sean sobre los mentes los pies del mensajero de paz que anuncian la paz, que traen la buena nueva, que anuncian la salvación» (Is 52,7). Esta clara alusión al texto del profeta obliga a entender por prontitud del evangelio no la disposición a comprender lo que ofrece el evangelio, sino la disposición a proclamar el evangelio de la paz por medio de la predicación de aquel que es «nuestra paz», porque ha unido en un nuevo hombre a dos hermanos enemistados y los ha reconciliado con el Padre (2,14-17). Y tanto más clara es la alusión de Pablo a esta básica institución de la paz, cuanto más patente está en las palabras de Isaías: «Y él ha proclamado paz a los que están lejos y a los que están cerca» (Is 57,19).

Esta prontitud para la proclamación del evangelio es en toda la armadura la única pieza que denota espíritu de ataque y deseo de conquista; todas las demás se refieren más bien a la defensa. Ello quiere decir que esta paz se considera como un recurso bélico contra las potencias de las tinieblas. Su tendencia se dirige a la enemistad y a la desavenencia; cada pieza de paz y de unidad en el mundo humano es para ellos una derrota.

«...embrazando en todo momento el escudo de la fe». La palabra usada para «escudo» no indica el pequeño escudo redondo, sino el escudo grande que cubre completamente al guerrero. Con la expresión «en todo momento» se piensa en la significación universal y básica de la fe. Ello recuerda a 2,8: «Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe, y esto no proviene de vosotros: es don de Dios».

Ahora viene una alusión a la eficacia de las armas: con el escudo de la fe «con el que podréis apagar los dardos inflamados del maligno». Uno esperaría que el escudo hiciera rebotar los dardos. Sin embargo, al decir «apagar», Pablo, descuidando la fidelidad a la metáfora, quiere indicar dónde está el peligro: los dardos pueden estar encendidos, y hay que apagar el fuego.

La salvación, figurada en el casco de salvación, se refiere al mismo contenido de la salvación: la esperanza de la salvación completa, a la cual hemos sido llamados. Esto es lo que a Pablo le preocupa especialmente en esta carta. Recuérdese cómo pedía para las suyos «iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada» (1,18), es decir: la esperanza a que Dios mismo nos ha llamado. Y el mismo hecho de que toda la exhortación a llevar una vida cristiana está imperada por este pasaje: «Os exhorto a portaros de una manera digna de la vocación a que habéis sido llamados» (4,1), demuestra que para Pablo esto significa conducirse como hombres cuya vida entera está proyectada hacia un encuentro vital con la gloria. Y así realmente la esperanza, la alegría agradecida del corazón, es una defensa contra la tentación y el ataque, que muy bien puede compararse con un casco duro y firme.

La espada es la «palabra de Dios», y es el Espíritu el que la convierte en un arma eficaz. Él ha sido el que nos ha dado la palabra de Dios, él solo puede hacer que se convierta en una fuerza para nuestra vida. La palabra de Dios es comparada frecuentemente, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, con una espada 40. San Juan contempla a Cristo en una grandiosa visión: «...de su boca salía una aguda espada de dos filos» (Ap 1,16), y en la carta a los Hebreos está el célebre texto: «La palabra de Dios es viva y operante, y más aguda que una espada de dos filos; penetra hasta el mismo límite del alma y del espíritu, de las articulaciones y de las junturas, y discierne las intenciones y cavilaciones del corazón» (4,12).

Para nosotros es «palabra de Dios», ante todo, la Sagrada Escritura. Y si es una espada, hay que manejarla con la mano; por tanto, se necesita mucha resistencia y un incansable entrenamiento. La palabra de la Escritura tiene que estar a nuestro alcance, o sea tenemos que conocerla; tiene que convertirse en una íntima y vital posesión. Con ella conoceremos las artimañas de Satán, y la correspondiente receta para superar cada una de ellas. El mismo Señor nos ha dado ejemplo de ello en aquel duelo con Satán del que hablan nuestros Evangelios (Mt 4,1-11).
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39. Is 59,17; Sb 5,18.
40. Cf. Is 49,2; Sb 18,15s
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3. EXHORTACIÓN A ORAR CON PERSEVERANCIA (6,18-22).

a) La oración es necesaria para todos (6/18-20).

18 Con toda clase de oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu y vetad unánimemente en toda reunión y súplica por todos los santos; 19 y también por mí para que Dios ponga su palabra sobre mis labios y me conceda anunciar con valentía el misterio del evangelio, 20 Cuyo embajador soy aun entre cadenas, para que pueda confiadamente hablar de él como conviene.

En íntima conexión con lo precedente (no empieza una nueva perícopa) llega Pablo a pedir a sus fieles ayuda de oraciones. Esta original conclusión hace suponer que para Pablo en la armadura de Dios también la oración desempeña un importante papel. Por otra parte, si deja por ahora la metáfora militar, hay que tener en cuenta que en la exhortación a «velar» queda todavía un eco de ella. Pablo es exigente: el luchador cristiano debe mantenerse en la lucha como quien se entrena «con toda clase de oración»: acción de gracias, alabanza, súplica; como quien «en toda ocasión», en toda situación, siempre está orando; como quien no tiene bastante con el día entero y emplea la noche para orar con perseverancia. Quizás el mismo Pablo no sepa el alcance de su exhortación: sencillamente urge, con la expresión «toda» tres veces repetida, a que el cristiano quede totalmente comprometido: todo su tiempo, toda su fuerza, toda su capacidad.

Pablo subraya frecuentemente en sus cartas la necesidad de esta oración insistente. Él mismo la practica: «...orando insistentemente día y noche» (lTes 3,10). Velar por la noche lo une al esforzarse y al ayunar (2Cor 6,5). Insistentemente se acuerda de Timoteo «día y noche en sus oraciones» (2Tim 1,3). Y no es ciertamente una fórmula vacía cuando tan frecuentemente encabeza así sus cartas: «No ceso de dar gracias por vosotros haciendo mención en mis oraciones» (1,16). Esto mismo desea él del cristiano: «Estad siempre alegres, no dejéis nunca de orar. En toda circunstancia celebrad la acción de gracias: esto es lo que de vosotros quiere Dios en Jesucristo» (ITes 5,16-18). Así ocurre también en nuestro texto.

¿Cómo hay que orar? «En el Espíritu», dice Pablo, y en la carta a los Romanos se explica en qué consiste esto: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra incapacidad: pues nosotros no sabemos qué hay que hacer para orar como Dios manda; sino que es el Espíritu mismo el que aboga por nosotros con clamores inexpresables; y el que sondea los corazones sabe muy bien cuál es la tendencia del Espíritu, ya que aboga por los santos según las exigencias de Dios» (8,26-27). Se trata de una oración, que no procede de la propia iniciativa, una oración que penetra en las mismas intenciones de Dios, una oración que escucha hacia dentro, que sigue todas las exigencias del Espíritu y que, por tanto, pone su confianza en esta divina oración que se realiza en nosotros, pero que no renuncia a nuestra propia oración.

El objeto de esta oración debe ser «todos los santos» y el mismo Apóstol. «Por todos los santos», o sea por el pueblo de Dios, por la Iglesia, el cuerpo de Cristo, para que crezca hacia fuera y hacia dentro hasta llegar a su madurez. Este crecimiento, como hemos visto (4,16), procede de la cabeza, de Cristo; pero él construye su cuerpo a través de la aportación de cada miembro en beneficio de los otros y del conjunto. Pablo está convencido de que esta aportación consiste, en gran parte, en la oración intercesora. Él mismo sabe que necesita de ella. Podría parecer extraño que a pesar de la gracia apostólica, que se le ha concedido, tenga que acudir a la oración de los fieles; pero es así, sin duda: aquí como en otras partes se dirige a los fieles, como si se sintiera indefenso sin sus oraciones, como si de sus oraciones dependiera que a él se le conceda la palabra justa en la proclamación del evangelio y -lo que aún es más sorprendente- que se le abra la boca para hablar como Dios y su misión le exigen (Col 4,2-4). Este temor angustioso de que le faltará ánimo ¿tendrá que ver con su situación de prisionero? No lo sabemos. En todo caso, hace mención de esta situación suya, pero insistiendo con orgullo en que «aun entre cadenas» es «embajador» del misterio, que es el mismo Cristo.

Pero esta perícopa nos demuestra ante todo lo que para Pablo significa realmente vivir con y en la Iglesia, tal como él se imagina a sus cristianos: en constante comercio de oración con Dios, comprometidos en su pensamiento, en sus deseos, en sus preocupaciones, unificados con el gozo y el dolor de la Iglesia, con plena conciencia de ser sus miembros. Pablo presupone aquí una profunda conciencia de mutua pertenencia, una comunicación, realmente viva, de cada uno con todo lo que en el conjunto está por encima de él, un pensamiento comunitario que debiera avergonzarnos a los actuales miembros de la gran Iglesia. Lo que en ella contaba era: cada uno para todos y todos para cada uno; y no había quien pensara sólo en sus pequeños intereses personales. Si tan grandes son las exigencias, ¿cómo no habría que llegar en ellas hasta el final? Todo esto hace grande e importante esta pequeña vida individual: importan para este tiempo y para la eternidad que debe venir, importante para nosotros y para los otros, que son nuestros hermanos, importante -y esto es lo más sublime- para aquel al que nosotros lo debemos todo y al que por eso pertenece todo nuestro amor.

b) Tíquico les llevará noticias de él (6/21-22).

21 Y para que también vosotros sepáis lo referente a mí, cómo me encuentro, de todo ello os informará Tíquico, el querido hermano y fiel ministro en el Señor, 22 a quien he enviado a vosotros para eso mismo, para que sepáis cómo vamos por aquí, y conforte vuestros corazones.

Pablo envía a Tíquico 41 no como su querido hermano, sino como «el querido hermano», pues debe serlo también para los destinatarios. Y ser «un fiel ministro en el Señor», uno de aquellos en los que Pablo puede confiar que lo arriesgarán todo por la causa del evangelio. Llevará noticias del Apóstol y con ellas aliento a sus corazones, aliento del que el corazón cristiano necesita cada vez más; aliento que consuela y exhorta, estimula y anima. El Apóstol ha hecho en este sentido lo mejor que ha podido en la carta que está para terminar. Él mismo no puede ir, pero uno de sus colaboradores íntimos, que estaba allí cuando Pablo estaba elaborando la carta y que quizá la ha escrito al dictado del maestro, como es el caso de Tercio con la carta a los Romanos, éste añadirá ahora a la palabra escrita algo de viva voz, en la que vibrará el latido del Apóstol.
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41. Casi con las mismas palabras anuncia también Pablo a los colosenses a este mismo Tíquico (Col 4,7s). La casi literal coincidencia de esta presentación de Tíquico es tan grande, que este hecho, juntamente con las numerosas semejanzas entre Ef y Col, hacen pensar en una casi simultaneidad de la redacción de ambas cartas.
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CONCLUSIÓN DE LA CARTA

BENDICIÓN (6/23-24).

23 Paz a los hermanos, y amor con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo. 24 La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible.

La carta, como todas las otras, termina con una bendición, pero aquí hay una particularidad. Ordinariamente hay saludos personales, gestos mutuos de antiguos conocidos. Aquí falta este conocimiento personal y el deseo de bendición es más bien serio y contenido, pero realmente esencial y profundo.

A la comunidad le desea paz. Como hemos visto, ésta es la fórmula oriental de saludo. Este concepto de paz fue madurando en el judaísmo a través de la esperanza en los tiempos del Mesías, y en el lenguaje de la Iglesia primitiva esta paz de Cristo se densificó como la salvación cumplida. De esta paz de Cristo -de Cristo, que es «nuestra paz» (2,14)- ha hablado nuestra carta expresa e insistentemente. Ahora bien, esta paz tiene que actuar en los hermanos con toda su secuela de bendiciones.

Para eso desea el Apóstol amor con fe. El amor es el que debe «conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz» (4,3). Un amor que debe proporcionar la fuerza para soportar y perdonar (4,2). Un amor que es, en rigor, la fuerza creadora en la construcción y remate del cuerpo de Cristo 84,16). Pero esto sólo lo puede un amor que crece desde la fe y en ella encuentra siempre su apoyo; un amor que en el fondo no es otra cosa que la fe transformada en vida (4,15). Esta fe es un don de Dios (2,8) y no menos el amor, en el que solamente se realiza el amor mismo de Cristo (4,16). Por eso se dice con razón: «amor con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo».

Finalmente Pablo, para abarcar de una vez todo lo que puede desear, acude a la gracia, en la que hemos sido salvados (2,8), que nos conduce en el Espíritu Santo a la redención definitiva, y que se manifestará finalmente como gloria para honra de Dios (2,7). Esto es lo que el Apóstol desea para aquellos «que aman a nuestro Señor Jesucristo». Esto es como un rodeo para decir «cristiano». Este pensamiento final sobre el amor de los fieles a Cristo tiene un valor especial, ya que es muy raro en san Pablo. Del amor de Cristo a nosotros están llenas sus cartas. Del amor del Apóstol a Cristo numerosos pasajes de sus cartas dan testimonio, pero sin que el verbo «amar» se refiera expresamente a Cristo como objeto del amor (cf. Fil 1,23). Del amor de los fieles a Cristo hay en san Pablo, a más de este pasaje, solamente el final de la primera carta a los Corintios: «El que no ama al Señor sea anatema» (16,22). De toda la literatura epistolar del Nuevo Testamento habría que citar solamente la primera carta de san Pedro. Es el pasaje más cercano al nuestro: «Sin haberlo visto lo amáis» (1,8).

Ahora queda aquí todavía una palabra final. Lástima que nos resulte oscura: «en la vida incorruptible». La expresión equivale a vida eterna. En un primer momento, se puede aplicar a los que aman a Cristo, que según nuestra carta tienen ya parte en la vida eterna y «...nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús», como Pablo se atreve a decir (2,6). Pero también se puede aplicar a Cristo, a quien los creyentes aman en su gloria. En ambos casos tendríamos -muy propio para el final de la carta- un reanudamiento del comienzo, donde había alabado a Dios porque «nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo» (1,3), a nosotros, sí, pero -no lo olvidemos- «para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado» (1,6).