CAPÍTULO 5


b) Perdonando, imitáis el amor de Dios y de Cristo (5/01-02),

1 Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados: 2 y andad en amor, como Cristo os amó y se entregó él mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios en olor de suavidad.

Con nuestro perdón podemos imitar a aquel que nos ha perdonado: Dios. Y esto lo hemos de hacer como hijos queridos. Efectivamente, mirar al padre para imitarlo es lo que demuestra la buena calidad de hijo. Sin querer, nos acordamos del punto culminante del sermón de la montaña: «Sed perfectos, como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48), y, según Lucas, todavía más cerca de nuestro contexto: «Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro padre» (Lc 6,36). Pero sobre todo esta concepción se expresa en el mandamiento: amad a vuestros enemigos «para que os mostréis verdaderos hijos de vuestro Padre del cielo» (Mt 5,44s).

Esta vida con la mirada puesta en el Padre es también la imitación de Cristo, en un sentido que, por otra parte, practicaba también Jesús como Hijo en una forma singular: «Nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no vea al Padre hacerlo; porque lo que éste hace, eso igualmente hace también el Hijo» (Jn 5,19). Así el hombre Jesús vivía lo más profundo de la «imitación de Dios», aunque en la Sagrada Escritura apenas se habla de «imitación», sino más bien de «obediencia» y de cumplimiento de la voluntad paterna. De la imitación del Dios perdonador se extiende la consideración a toda la anchura de la vida cristiana, que de nuevo se designa con la palabra «amor» y se fundamenta en el modelo de la entrega amorosa de Cristo. Que la expresión «en amor» realmente comprende toda la anchura de la vida cristiana, se desprende del hecho patente de que esta fórmula es frecuentísima a lo largo de la carta a los Efesios. No solamente se habla de «soportarse en amor» (4,2), sino que se dice que la vida se vive «en amor» (5,15); ciertamente, el último fundamento es Cristo mismo, que edifica su cuerpo «en amor» (4,16), en nuestro amor, en cuanto que realmente actúa en amor recíproco de los creyentes y por éste. Siempre nos tropezamos con el amor fraterno. Así hemos entendido al principio en el mismo sentido la primera actitud y hemos visto que el fin próximo de nuestra elección es precisamente «que seamos santos e inmaculados en amor» (1,4).

Prototipo de este amor es el amor del crucificado. Esto quiere decir que el amor es sacrificio, servicio, entrega de sí mismo hasta la inmolación: en este sentido es modelo y medida el sacrificio amoroso de Cristo: «Amaos unos a otros, como yo os he amado» (Jn 15,12). De aquí la consecuencia sencillamente contundente y de inmediata eficacia, que los discípulos sacaron del amor: «Él ha dado su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (IJn 3,16). No al azar usa Pablo para significar la muerte de Cristo en la cruz expresiones tomadas de la terminología sacrificial del Antiguo Testamento, como «entrega», «sacrificio», «a Dios en olor de suavidad». Y así la marcha del pensamiento en estos dos últimos versos se reduce a esto: la imitación de Dios es una consecuencia natural de la imitaci6n de Cristo, y ésta para Pablo consiste no en esta o en aquella virtud, sino en llevar hasta el fondo la perfecta repetición del sacrificio vital de Cristo, y de ese otro sacrificio que día tras día se renueva en las manos del sacerdote y que debe continuar en la vida de todos los que juntamente ofrecen y juntamente son ofrecidos.


V. LA NUEVA VIDA EN PUREZA Y EN LUZ (5,3-14)

Pablo toma ahora un nuevo rumbo. Esta vez pone en el centro el vicio capital del paganismo, la lujuria, y sigue con el tema en los próximos cinco versículos.

1. LAS OBRAS DE LAS TINIEBLAS Y SUS CONSECUENCIAS (5/03-08).

a) Los vicios capitales (5,3-4).

3 Fornicación o cualquier clase de impureza o codicia ni siquiera se nombren entre vosotros, como corresponde a santos; 4 lo mismo las groserías, estupideces y bufonadas, cosas poco convenientes; sino más bien acción de gracias.

Por «fornicación o cualquier clase de impureza» se entiende todo un sector humano que puede afectar a la vida cristiana: desde el pecado de obra hasta la conversación frívola y la concupiscencia interior, como se deduce del texto paralelo de la carta a los Colosenses: «fornicación, impureza, pasión, deseo malo» (3,5). De nuevo aparece aquí la codicia al lado de la impureza, como ordinariamente ocurre en san Pablo. En el citado texto de Colosenses se continúa así: «y la sed de lucro, que es una idolatría». Esta condenación de la codicia como culto idolátrico falta en nuestro texto, pero aparece inmediatamente (5,5), cuando junto al «lujurioso» y al «impuro» está el «codicioso», «que es un idólatra». Debido a esta estrecha vinculación conceptual entre fornicación y codicia, algunos han intentado ver, en la palabra griega, algún vicio que tenga que ver con la vida sexual, uniendo ambos conceptos en uno, como puede verse en 4,19; donde el término original que aquí traducimos por «codicia», se tradujo por «frenesí». En ambos casos el Apóstol aplica el término a expresar el deseo desmedido, ya de poseer riquezas, ya de gozar. Sin embargo, para ser justos con el lenguaje propio del Apóstol, hay que dejar a cada vicio en lo que es: la fornicación y la codicia; pero teniendo en cuenta que para Pablo lo decisivo entre ambos es la codicia: codicia en el gozar o codicia en el tener. Ésta es la que esclaviza al hombre de igual manera. El objeto de su codicia será su «dios» (Fil 3,19). Y si solamente es la codicia la que se llama idolatría y no la fornicación, esto se debe a que el codicioso es más dueño de sí mismo y realiza sus actos con más consciente reflexión e incluso con frialdad de cálculo.

Estas tres cosas -fornicación, impureza, codicia- «ni siquiera se nombren entre vosotros». El «ni siquiera» muestra claramente que el Apóstol tiene conciencia de lo exagerado de la expresión. Por ello son lícitas las traducciones con un toque de exageración: «ni por asomo...», «ni una sola vez deben ser oídas» o «...conocidas por su nombre». Deberá entenderse que tales cosas no deben ocurrir nunca entre vosotros.

Como fundamento de esta exhortación añade simplemente: «como corresponde a santos». Entre los cristianos surge una honda y viva conciencia de que el bautizado en Cristo y sellado, como una propiedad sagrada, por el Espíritu Santo, pertenece tan íntimamente a Dios en la esfera de lo sagrado, que todo lo que de profano y antidivino introduzca en esta esfera equivale a un robo divino y a una profanación del templo. En la primera carta a los Corintios se hace también referencia a los pecados de la carne y a la profanación del cuerpo humano, utilizando para ello un lenguaje bastante fuerte (lCor 6,12-20).

Otra nueva trilogía añade Pablo, y parece corresponder literalmente a la anterior. Después de haber dicho: «fornicación, impureza o codicia», añade ahora: «groserías, estupideces y bufonadas». No está claro qué se entiende por «grosería»: si una conducta desarreglada o una conversación sucia; algo análogo ocurre con las expresiones siguientes. En todo caso, esta segunda trilogía debe pertenecer al ámbito de la primera, que se reanuda otra vez en el versículo siguiente (5,5): «fornicario, impuro, codicioso». De las conversaciones sucias ha hablado ya Pablo en 4,29: «Todo lo que sea palabra mala no salga de vuestra boca». Pero allí predomina la atención al prójimo, y así lo contrario de la mala conversación es la buena conversación, que aporta utilidad a los que escuchan. Aquí, por el contrario, a la conversación sucia se opone la acción de gracias: se trata, pues, de la conducta moral del individuo.

Pablo parece sentir muy hondamente el abuso de los dones divinos, como son las valiosas capacidades humanas. Esto puede valer sobre todo con respecto a la lujuria y a la codicia, y se pone aquí de relieve, al tratarse de una cosa tan grave como es el abuso del lenguaje humano, que nos capacita para la pública alabanza divina, pudiendo realizar con ello su más noble y alta tarea. Verdaderamente, ¿quién hubiera imaginado poner la alabanza y la acción de gracias como reverso de las conversaciones sucias? ACCION-DE-GRACIAS: Es sorprendente que aquí surja de pronto la acción de gracias. Ésta es para Pablo la postura fundamental del cristiano. Compárese el texto correspondiente de la carta a los Colosenses en que habla de esta acción de gracias: los cristianos deben estar «arraigados y sobreedificados en él (= Cristo) y asidos a la fe... prodigando la acción de gracias» (Col 2, 7). Tomemos también Col 3,15 con la exhortación ex abrupto: «y poneos a dar gracias», y tantos otros pasajes 24, y con todo esto podemos realmente decir: la acción de gracias a Dios es una actitud esencial, tan importante para el Apóstol, que, encaje o no, la urge constantemente.
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24. Cf. sobre todo 1Ts 5,18.
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b) Consecuencias de estos vicios (5,5-7).

...5 Pues tened esto bien entendido: ningún fornicario, impuro o codicioso, que es un idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. 6 Nadie os engañe con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia. 7 No tengáis, pues, nada común con ellos.

Aquí surge una consideración -no muy frecuente en san Pablo, como motivación moral- sobre las consecuencias, no tomadas en serio suficientemente, de una vida inmoral: la exclusión del reino y de la herencia de Dios 25.

Del «reino de Dios» se había hablado ya en la carta a los Colosenses, cuando se decía: Dios «nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (1,13). Aquí también aparece el «reino de Dios» como el ámbito de la soberanía «de su Hijo muy amado» (cf. 1,6). Pero Dios es el que nos ha «redimido» y nos ha trasladado a este reino de su Hijo, como es también Dios el que «lo puso todo debajo de sus pies» (Ef 1,22). En este sentido hay que entender el «reino de Cristo y de Dios». En este ámbito de la soberanía de Cristo, tenemos parte en el reino de Dios, ahora ya de manera inicial y fundamental, aunque todavía oculta (Col 3,3s). Pero lo que ahora está oculto y más tarde se descubrirá en gloria, no es otra cosa en definitiva sino la vida de Cristo en nosotros. De ambos anuncia Pablo que serán excluidos los pecadores. No heredarán el reino de Dios, porque ya ahora no tienen tampoco ninguna participación en él. Así es como Pablo expresa la realidad de lo que en el lenguaje de la teología (con mucha menos fuerza) se llama el «estado» o la «pérdida de la gracia santificante».

«Nadie os engañe con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia». Hay, pues, otras voces, que proclaman que la lujuria y la codicia no tienen importancia. No la tiene en sí, pues se trataría simplemente de la forma como la naturaleza del hombre se desarrolla; y tampoco la tienen por las eventuales consecuencias: «Comamos y bebamos, pues mañana moriremos» (ICor 15,32). El mismo Pablo les da la razón a estas voces del mundo, «si realmente los muertos no resucitan». Las «palabras vanas» son palabras detrás de las cuales no hay ninguna realidad, sino un pensamiento que se pierde en el vacío 26. Este es el pensamiento que «el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la rebelión» (2,2), exige con todos los medios a su alcance; el espíritu, que presenta el mundo como un ser autónomo, como si fuera un fin para sí mismo, igualmente que el hombre. «Nadie os engañe», advierte el Apóstol, pues son voces de sirena, tanto más peligrosas cuanto más propenso es el hombre a aceptarlas.

«...estas cosas», que el mundo toma tan a la ligera, son aquellas por las cuales «viene la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía». El que endereza su vida en esta direcci6n, se desvía automáticamente del reino de la luz, en cuyo ámbito salvador había entrado, para caer de nuevo en el poder de las tinieblas y sufrir consiguientemente la condena que sobre estas cosas recaerá. «No tengáis, pues, nada común con ellos»: tan grande es el peligro que los amenaza.

Al mismo tiempo, esta ira de Dios no es solamente futura, sino que ya está actuando desde ahora. Pablo describe esta situación en la carta a los Romanos: «por eso Dios los ha entregado», a saber, en su propio ser y en sus concupiscencias, hasta desembocar en una esclavitud peor y más vergonzosa (cf. Rom 1,21-32).

El Apóstol se está refiriendo claramente a la concepción libertaria en asuntos morales, sobre todo en lo concerniente al sexo. Se trata del libertinaje moral 27. Éste puede dar origen a una postura tanto moral como inmoral, según como se tome. Una interpretación gnóstica de lo espiritual puede llevar a considerar a la materia como algo que marcha solo e independiente: ella puede seguir el camino que quiera; lo que cuenta es el espíritu. A un resultado parecido puede llevar una falsa comprensión de la postura del Apóstol frente a la ley y a las «buenas obras». La justificación por la fe sola podría ser mal entendida así: mientras menos obras, mayor es la fe (antinomismo). Lutero experimentó las consecuencias de su paulinismo unilateral en la vida moral del pueblo creyente, y sufrió bastante por ello. ¿Qué reacción produce en nosotros la insistencia incansable con que la Iglesia, a contrapelo de la incomprensión del mundo, nos predica que la lujuria, la impureza, la codicia son cosas por las que aviene la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía»? ¿No tenemos la tentaci6n de echar en cara a la moral católica (moral del sexo, del matrimonio) que nos propone concepciones ya anticuadas? Habrá que recomendar a veces un desplazamiento del acento, pero lo que esta moral dice, debe permanecer intocable. La ira de Dios viene, y viene por estas cosas: «No tengáis, pues, nada común con ellos.»
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25. Cf. para esto también 1Co 6,9; 15,50; Ga 5,21.
26. Además de 4,17.
27. Habría que comparar los vivos coloquios con esta gente en la primera a los Corintios (6,12-14: 10,23).

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2. VIVID COMO HIJOS DE LA LUZ (5,8-20).

a) Producid frutos de luz (5/08-10).

8 Pues antaño erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz, 9 pues el fruto de la luz consiste en toda suerte de bondad y de justicia y de verdad. 10 Discernid lo que es agradable al Señor...

Pocas veces amenaza Pablo con el castigo de Dios, como en el pasaje precedente; lo normal en él es que haga derivar la vida moral del cristiano del mismo ser cristiano. Así también aquí. Empieza subrayando, por medio de un tiempo pasado («erais»), que ya no son lo que eran. No solamente se ha verificado un cambio de ambiente, sino que ellos mismos, que eran tinieblas, se han convertido en luz. Ha surgido una nueva creación: «Andad, pues, como hijos de la luz...» «Hijos de la luz» se llaman los cristianos ya en la primera de las cartas paulinas: «Todos sois hijos de la luz e hijos del día» (lTes 5,5). Este empleo de «hijos» es una expresión semítica para indicar la íntima pertenencia, y será muy útil recordar su origen: el hijo se parece al padre. Con la vida y la existencia recibe también una mentalidad y un estilo de vida. Su procedencia es visible. Lo mismo ocurre aquí. Proceder de la luz, ser luz uno mismo: esto impone una responsabilidad. La luz debe alumbrar, y esta iluminación consiste en todo lo que pueda llamarse «bondad» y «justicia» y «verdad».

Se trata de las tres expresiones más comunes para indicar la perfección moral. Cada una de ellas bastaría ya para abarcar el conjunto. La verdad es la vida que corresponde a la realidad 28. Cuando esta realidad íntima, este ser del cristiano que lo impulsa a su propia afirmación se comprende y se realiza como voluntad de Dios, como ley, entonces lo que antes se llamaba «verdad», ahora se llama «justicia». Finalmente, la expresión «bondad» se refiere de nuevo a la rectitud, con un subrayado al amor y a la misma bondad. Y así estas tres cosas son realmente, no «frutos», sino, como expresamente se dice en nuestro texto, «el fruto» de la luz.

«Discernid lo que es agradable al Señor». Se trataba del «fruto» de la luz. Pero este «fruto» tiene una peculiaridad: no crece por sí mismo en la bondad del árbol, que lo sostiene; sino, al contrario, tiene que intentar la forma de mantenerse, tiene que optar, tiene que discernir lo que es «acepto al Señor». Así pues, la medida de esta opción no es agradarse a sí mismo o a los otros, sino sólo al Señor.
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28. Además de 4,15.
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b) Llevad a la luz los que están en las tinieblas (5/11-14).

...11 y no comulguéis con las obras infructuosas de las tinieblas; antes bien, ponedlas en evidencia; 12 pues las cosas que ellos realizan en oculto, resulta vergonzoso aun el decirlas; 13 pero, una vez puestas en evidencia todas ellas, por la luz quedan al descubierto: pues todo lo que queda al descubierto es luz. 14 Por eso dice: «Despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo brillará sobre ti.»

«...las obras infructuosas de las tinieblas». Aquí no se habla de los «frutos» de las tinieblas, como antes se ha hablado de los «frutos» de la luz, ya que sería demasiado honor el uso de esta metáfora. El Apóstol habla sólo de «obras» de las tinieblas y añade que son «obras infructuosas». Desde una perspectiva humana, pueden ser grandes realizaciones y proezas, pero, dado que proceden de las tinieblas, sólo tinieblas propagan, y todo supuesto logro es apariencia engañosa. Que aquí se hable de obras «infructuosas» demuestra que, al hablarse antes del «fruto» de la luz, no se pensaba solamente en su procedencia de la luz, sino en su calidad de «fruto» beneficioso para los demás. Procediendo de la luz, él mismo difunde luz.

«...una vez puestas en evidencia todas ellas, por la luz quedan al descubierto: pues todo lo que queda al descubierto es luz». Partimos del presupuesto de que esta traducción no es muy clara y mucho menos el texto original; lo único posible, pues, es intentar sacar el sentido general partiendo de lo que es seguro, o sea: se nos exige «poner en evidencia» (5,11b), y al final (5,13b) se indica expresamente la finalidad que se intentaba: «pues todo lo que se pone en evidencia es luz». Y este objeto es luz precisamente porque al poner en evidencia queda al descubierto por la luz. Si esta manera de entenderlo tiene sentido, lógicamente con la expresión quedar al descubierto por la luz o llevar a la luz no se quiere decir simplemente que la conversación «convincente» del cristiano abre la oculta vergüenza a la luz del día, poniendo así al descubierto todo su alcance. Efectivamente, ¿quién se atrevería a decir que la vergüenza, por el hecho de haber sido interpelada, se convierta precisamente en luz? Por tanto, parece que la expresión, excesivamente abreviada, se refiere a un poner en evidencia de cuyo resultado la luz -Cristo- aparezca victorioso, conduciendo a la conversión. En esta perspectiva se presenta a Cristo como luz (5,14b). Ciertamente, todavía nos resulta oscuro por qué Pablo pudo formular todo el pasaje en el sentido de que «todo lo que es puesto en evidencia, por la luz queda al descubierto». En todo caso, este sentido es exigido por la explicación que a continuación se añade: «pues todo lo que queda al descubierto es luz». Que Pablo realmente piensa en la conversión de los pecadores, queda definitivamente claro por la cita final:

«Por eso dice: "despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo brillará sobre ti".» Se sospecha que esta estrofa pertenece a un himno cantado en la liturgia bautismal y en el que se apostrofaba al neófito. Éste sabía que, con el bautismo, entraba en una vida nueva, que se diferenciaba de la existencia anterior como el claro despertar del sueño sepulcral, como la vida resucitada de la muerte, y que todo esto se vivía en un nuevo mundo, a la luz de un nuevo sol, Cristo.

c) Buscad en la sabiduría la voluntad de Dios (5/15-17).

15 Mirad, pues, con cuidado cómo andáis, no como necios, sino como sabios, 16 aprovechando el tiempo, porque los días son malos. 17 Por eso no os volváis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor.

La conjunción «pues» puede muy bien referirse a la experiencia de iluminación que trae consigo el bautismo, y de la que se acaba de hablar. Una vida nueva en una nueva luz, es verdad; pero hay que realizarla con conciencia y responsabilidad. Ya anteriormente se proponía la tarea de decidirse conscientemente a «lo que es acepto al Señor». También aquí ahora el primer pensamiento apunta a una recta comprensión de lo que concretamente es la voluntad del Señor. De aquí la apremiante exhortación: «mirad con cuidado». La cosa no es tan simple. Hay fuerzas de dentro (2,3) y fuerzas de fuera, que están operando para oscurecer la luz, turbar la mirada e impedir o dificultar la recta opción.

Y ya no deben vivir como «necios», puesto que han dejado de serlo al recibir en sí abundantemente la riqueza de la gracia de Dios como suma de toda sabiduría e inteligencia a través de la revelación del misterio de la voluntad de Dios (1,8s). Por el contrario, deben vivir como «sabios». Hay que estar atentos a esta vida, ya que en ella está la verdadera sabiduría. Esta no consiste en una descuidada e irreflexiva improvisación al día, sino en un consciente «aprovechar el tiempo». La palabra griega kairos dice más que «tiempo»: se refiere al contenido de este tiempo, a la situación que este tiempo trae consigo, a las posibilidades que ofrece. Y «aprovechar el tiempo» quiere decir sacar ventaja de estas posibilidades con vistas al fin último, entresacando de cada situación lo mejor.

Esto es sabiduría, y sabiduría urgente, «... pues los días son malos». En la tradición judía y después en el Evangelio, domina la idea de que los últimos tiempos, en su calidad de dolores de parto de un nuevo mundo, traen consigo dolores, necesidades y angustias de toda clase. El maligno es el que con la última proclama de su ya decadente soberanía hace que estos días sean «malos». Este mal, que tan amargas consecuencias puede traer, significa para el hombre impugnación, tentación y peligro. Ver a todo trance la cruz en este mal, ver en esto, que lleva a la aniquilación, el camino para la vida, no puede realizarse sin la ayuda de la sabiduría. El Apóstol exhorta instantemente. De aquí la repetición: «no os volváis insensatos». ¡Sólo la voluntad de Dios! Conocerla es lo contrario de la insensatez. La voluntad de Dios es decisiva para todo lo que hay que hacer, permitir o padecer. ¿A dónde irá el cristiano por este conocimiento de la voluntad de Dios y por la disponibilidad para cumplirla, y cómo podrá afianzarse en ella?

d) Dejaos llenar por el Espíritu (5/18-20).

18 Y no os embriaguéis con vino, pues en él está la perdición, antes bien dejaos llenar por el Espíritu, 19 hablándoos mutuamente con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones; 20 dando constantemente gracias de todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a Dios Padre.

La exhortación a no embriagarse con vino no deja de ser sorprendente. Al continuarse aquí la lista, comenzada anteriormente (4,25), de exhortaciones individuales, cabría esperar que a la embriaguez se le opusiera la templanza; pero lo que se considera como su anverso es la «embriaguez en el Espíritu», y en los versículos siguientes se trata de comunicaciones que difícilmente encajarían sino en la comunidad reunida para celebrar el culto. Pero realmente ¿es posible que una exhortación a dejar la embriaguez del vino pueda llevar a la idea de la «inspiración» de la comunidad reunida? Posiblemente sí. Y precisamente al tratarse de una embriaguez que iba ligada a las comidas comunitarias de los primeros cristianos. En este mismo sentido ya había apuntado Pablo a ciertos inconvenientes en la Iglesia de Corinto: «Mientras uno tiene hambre, otro se embriaga» (lCor 11,21). Así se explica la vinculación entre una embriaguez corporal y una embriaguez espiritual. Así se confirma la sospecha de que aquí Pablo realmente está pensando en la vida comunitaria litúrgica, y precisamente -como se desprende del contexto- en su calidad de espacio en el que el individuo partiendo de la fe de la comunidad, debe renovarse en el Espíritu de su mente (4,23), y en el que igualmente alcanza aquella inteligencia de la voluntad de Dios, que lo capacita para interpretar «los días malos» de una manera sabia, o sea realmente cristiana.

De la embriaguez se dice que en ella hay asotia, que puede significar ausencia de salvación o de salud, pero también libertinaje, prodigalidad. Habría que pensar en la primera significación, teniendo en cuenta la tentación del hombre a buscar en la embriaguez refugio y salvación en sus necesidades y angustias. Realmente, desaparecen así por un momento las preocupaciones de cada día, proyectándolas a la vida «en otro mundo». Esto es lo que ocurre verdaderamente en el mundo, del que el Espíritu nos arrebata en diversas maneras y grados, como primicias de la vida en Dios, a cuyo encuentro vamos. Aquí, en la reunión cultual, el Espíritu llena los corazones, pero éstos tienen que abrirse a él («dejaos llenar por el Espíritu»), y el mismo Espíritu desata las lenguas en salmos, himnos y cánticos, a través de textos conocidos o quizá en un libre intercambio de aclamaciones y réplicas, en santa rivalidad por una alabanza divina cada vez más alta. Esta manera de cantar se llama «espiritual» en el pleno sentido de su proveniencia del Espíritu, del cual está lleno y cuyo objeto propio constituye.

Pero Pablo no se olvida de añadir: lo que a esta alabanza divina proporciona su verdadero valor no es ni la voz ni la recitación, ni la perfección de la forma. Es el «cantar con el corazón», que presupone la expresión exterior y la acompaña, el cantar interior, que apunta sólo al Señor: «Cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones». Y como si se tratara de comenzar el himno y el cántico, el mismo Pablo da el tono y el tema: «Dando constantemente gracias de todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a Dios Padre».

¿Tiene que ver el verbo eukharistein (dar gracias) aquí con la gran oración eucarística (el prefacio de nuestra misa) y, por consiguiente, con la celebración de la cena? Es muy posible, sobre todo tratándose, como se trata, de una reunión comunitaria y de la celebración del culto. Sin embargo, parece que el pensamiento del Apóstol vuelve aquí a la vida diaria de los cristianos y al talante fundamental de la existencia cristiana, que tan profundamente le preocupa: la postura de acción de gracias y alabanza siempre y en todas partes, y por todo.

El «constantemente» parece referirse a que el recuerdo de la celebración eucarística domina y condiciona esta actitud de acción de gracias. Recuérdese lo que se dice en lTes 5,16-18: «Estad siempre alegres. No dejéis nunca de orar, dad gracias en toda ocasión.» También es dudoso si en nuestro pasaje hay que traducir «por todo» o «por todos». Ambas traducciones encierran un profundo significado. Dar gracias «por todos» sería la manera de expresar la conciencia de mutua pertenencia entre los cristianos: la alegre posesión de la salvación inclina a dar gracias por la misma salvación, que se realiza también en el hermano. Pero también la otra traducción «dar gracias por todo» sería la expresión de algo profundamente cristiano: la fe en que detrás de todo está el Padre (nuestra acción de gracias va hacia «Dios Padre»), y en que «para aquellos que aman a Dios, todo redunda en lo mejor» (Rm 8,28).
 

VI. LA CASA CRISTIANA (5,21-6,9).

De la reunión cultual pasa Pablo a hablar de la familia cristiana. «Familia», según la manera de concebir de la antigüedad, comprendía la comunidad doméstica de marido y mujer, hijos y esclavos. Para todos ellos vale una ley fundamental, que Pablo pone como título de su exhortación:

21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.

Esta exhortación es tan sorprendente como significativa: este epígrafe constituye literalmente el último miembro de la sección anterior. Allí predomina esta idea en forma imperativa: «dejaos llenar por el Espíritu». Esto se especifica más: «hablándoos mutuamente... cantando... dando constantemente gracias...» Y ahora, en la misma línea de pensamiento, se añade: «someteos los unos a los otros». Sin darse cuenta, se pasa del culto a la vida diaria de la familia. No podía Pablo mostrar más claramente cómo casi sin darse cuenta presupone que la vida cristiana es solamente una; que no hay dos esferas diferentes: Iglesia y casa, domingo y días laborables, liturgia y vida. Del culto parte siempre nueva la comprensión de la voluntad de Dios y la fuerza para llevarla a cabo. Y viceversa, la vida vivida -alegría y dolor, éxitos y fracasos, esperanza y preocupación- es lo que el cristiano lleva consigo, cuando juntamente con sus hermanos celebra la liturgia en la presencia de Dios.

En la carta a los Colosenses tenemos un pasaje muy semejante, de suerte que ambos textos se complementan y explican mutuamente: allí la mención de un sentimiento de acción de gracias lleva igualmente a la reunión comunitaria, en la que esta actitud cristiana se exterioriza de forma especial: «enseñándoos mutuamente en toda sabiduría y amonestándoos con salmos, himnos y cánticos inspirados, en la gracia, cantando en vuestros corazones a Dios». Y termina con una alusión, más explícita aún, a toda la anchura y longitud de la vida diaria: «Y todo lo que hagáis en palabra u obra, todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (3,16s). Para Pablo la familia cristiana se construye sobre la recta sumisión de sus miembros. Esto vale también para toda otra familia bien ordenada. Lo específicamente cristiano es que esta sumisión natural o, mejor, exigida por la naturaleza, debe prestarse «en el temor de Cristo», o sea en el santo y respetuoso temor ante la presencia de Cristo el Señor. Este hecho da a toda la vida una nueva consagración y hace que la sumisión, que antes les resultaba tan pesada a los hombres, parezca más ligera. Reconcilia, además, la sumisión con la dignidad de la persona, y da a la recta ordenación un fundamento básico, sobre todo allí donde la cortedad de la parte poseedora del mando pondría en peligro esta ordenación.

1. MUJER Y MARIDO (5,22-33).

a) Las mujeres sométanse a los maridos (5/22-24).

(21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.) 22 Las mujeres sométanse a los propios maridos, como al Señor. 23 Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, su cuerpo, del cual es también salvador. 24 Ahora bien, como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.

Las mujeres deben estar sometidas a sus maridos, como al Señor. Esta conjunción «como» -según el uso del griego- tiene un empleo de analogía de proporción, que aquí está condicionada por la frase «en el temor del Señor»: la mujer se somete al marido precisamente porque, actuando así, se somete al Señor.

«Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, su cuerpo, del cual es también salvador.» El matrimonio debe imitar la relación de Cristo con su Iglesia. Así como Cristo es la cabeza de su Iglesia, así también el marido lo debe ser de su mujer. Con la palabra «cabeza» se quiere indicar ante todo la postura de señor y amor. Cristo es ciertamente, en su calidad de cabeza de la Iglesia, mucho más que eso 29: es fuente de su vida, fundamento y fin de su crecimiento, cosa que no lo es el marido con respecto a su mujer.

Ciertamente Pablo quiere limar esta actitud dominadora del marido, excluyendo toda clase de egoísmo y de abuso de suficiencia. Por eso añade esta sorprendente perícopa: «Cristo, salvador de su cuerpo». La autoridad del marido debe estar toda ella dirigida a la «salvación» de la mujer, en la misma medida en que Cristo adopta esta actitud con respecto a su Iglesia 30.

Así ve Pablo esta relación por parte del marido. Ahora intenta colarse en la perspectiva de la mujer. «Ahora bien, como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo». Indudablemente, al formularse la proposición fundamental por partida doble, se quita la posibilidad de todo equívoco. Al marido atribuye el Apóstol el papel moderador y directivo del matrimonio, mientras que a la mujer la considera como subordinada. Y esta relación vale «en todo», o sea en todas las circunstancias de la convivencia del matrimonio.

Lo nuevo que hay aquí es la perspectiva religiosa. A ambas partes se exhorta a vivir esa ordenación a partir de la fe. El marido debe entender su papel directivo como un camino para la salvación, según el modelo de Cristo; y la mujer debe prestar su obediencia como si fuera un servicio de sumisión hecho directamente a Cristo.

Una verdad religiosa valedera y permanente debemos verla en el hecho de que la vida común en el matrimonio se considera como realización de la fe y de la vida de la gracia. Pero la comparación que Pablo toma de la relación de los sexos y de los cónyuges, debemos entenderla en su condicionamiento histórico y temporal. Corresponde generalmente a la precaria posición de la mujer en el mundo antiguo, y especialmente a la educación rabínica del propio Pablo. Ciertamente en aquel tiempo se abría ya paso una más alta e igualitaria estima de la mujer. En el mismo Jesús aparecen, como podemos fácilmente reconocer, ciertas cosas francamente claras: el hombre y la mujer son, por su propia creación, del mismo valor esencial a los ojos de Dios. Esto, sin embargo, no había sido llevado completamente a la vida práctica en la época apostólica. Pero los versículos siguientes demuestran que Pablo estaba ya en esa dirección.
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29. Para 1,22 y 4,16.
30. Así puede entenderse esta expresión («salvador del cuerpo»). Pero es discutible si con ello queda suficientemente explicada esta fórmula sorprendente. Pues, aunque para nosotros es tan frecuente tratar a Cristo como «Salvador» (soter), en el NT es muy raramente designado con este título; en san Pablo, aparte de las tardías cartas pastorales, solamente aparece en Flp 3,20. Allí es el salvador de los fieles (como Lc 2,11) o el «salvador del mundo» (como Jn 4,42), resultando completamente única la determinación «salvador de su cuerpo».
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b) Maridos, amad a vuestras esposas (5/25-32).

25 Los maridos amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella, 26 para santificarla, purificándola con el baño de agua en la palabra, 27 para presentársela a sí mismo toda gloriosa, sin mancha, sin arruga o cosa parecida, sino, por el contrario, santa e inmaculada.

Así como para las mujeres Pablo solo tenía una exhortación: «Estad sumisas», así para los maridos no tiene más que una también, fundamental y que lo abarca todo: «Amad a vuestras esposas». Y otra vez Cristo es el modelo: «como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella». Pero aquí también tiene que haber algo más que una simple comparación. La actuación de Cristo por su Iglesia tiene que constituir la base del amor del marido por su mujer: porque Cristo se ha entregado por su Iglesia en amor, y el matrimonio es como la reprodución de la relación de Cristo con su Iglesia, por esto precisamente deben los maridos amar a sus mujeres, y por su parte comunicar este amor en una entrega dispuesta al sacrificio.

El fin, al que debe apuntar la entrega de Cristo en la cruz, es precisamente la liberación del poder de las tinieblas, y del juicio de la ira de Dios, o sea, en una palabra, el perdón de los pecados (Gal 1,4). Aquí se subraya fuertemente el lado positivo de esta obra redentora: la santificación 31; y no tanto la santificación de los individuos, cuanto la santificación de la Iglesia en su conjunto. Esta santificación se logra por el bautismo constante de sus miembros siempre nuevos. Es al mismo tiempo purificación y santificación.

La expresión «baño de agua en la palabra» es equivalente a lo que la teología llama «sacramento»: una «materia», el baño de agua, a la que sobreviene la palabra -la fórmula bautismal- como «forma» que da sentido. «En la palabra» significa según la manera de hablar semítica «juntamente con», «acompañado de».

Ahora se describen los detalles de la santificación. Cristo se ha entregado en la cruz de la Iglesia, «para presentársela a sí mismo toda gloriosa». La palabra «presentar» puede considerarse como expresión técnica del acto de «llevar» a la novia. Así lo emplea también san Pablo cuando se describe como padrino, que «lleva a Cristo la Iglesia de Corinto como una virgen pura» (2Cor 11,2). Ahora bien, este «padrinazgo» lleva consigo una tarea de formar, perfilar, perfeccionar y embellecer, como se pone de manifiesto en la manera como Pablo, en la carta a los Colosenses, habla de su trabajo apostólico como un «presentar a todo hombre perfecto en Cristo» (1,28).

En nuestro pasaje se pone de relieve que Cristo es su propio padrino, o sea que él mismo lleva a la Iglesia como novia gloriosamente. Él mismo es el que prepara a la novia, el que hace que esté «sin mancha, sin arruga o cosa parecida, sino, por el contrario, santa e inmaculada».

Pero ¿en qué sentido es realmente la Iglesia tan gloriosa, tan pura, tan inmaculada y virginal? ¿Se quiere indicar con ello a la Iglesia de los últimos tiempos, completamente purificada por las bodas eternas del cordero? Ni mucho menos; por el contrario, siendo ya obra maestra de su esposo, la Iglesia es ya ahora gloriosa e inmaculada. Y lo que después quedará manifiesto, no será más que la belleza, que ya ahora posee escondida. Aún más: Pablo piensa en la Iglesia, tal como surge del bautismo: siempre nueva, radiante y pura. Lo que ella hace por sí misma, no lo dice el Apóstol aquí, ya que está tratando de la comprensión de la entrega sacrificial y del amor de Cristo.
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31. Purificación y santificación juntamente: Tit 2,14.
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28 Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. 29 Pues nadie odió jamás a su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también Cristo con la Iglesia, 30 porque somos miembros de su cuerpo.

«Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos.» El pensamiento no es completamente nuevo, ya que se reduce a destacar una dimensión de la actuación ideal de Cristo, de la que se dijo algo antes al presentar a Cristo como salvador de su cuerpo, que es la Iglesia. Aquí emerge claramente la consideración del amor de la cabeza por su propio cuerpo. Esto es lo que debe también valer para los maridos: «el que ama a su mujer, a sí mismo se ama.» Esta consideración le sirve al Apóstol de motivaci6n esclarecedora, que a pesar de la brevedad de su expresión invita a ser llevada a sus más pormenorizadas consecuencias.

«Nadie odió jamás a su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también Cris?o con la Iglesia.» «Odiar» no hay que tomarlo en el sentido fuerte que tiene la palabra en castellano: para los semitas «odiar» era lo mismo que «amar menos a uno que a otro»32. Y así uno «odia» en la medida en que no ama, o que descuida a alguno a quien debiera amar, tratándolo fría e indiferentemente. Ahora es cuando vendría bien, como un grado superior, lo que nosotros entendemos propiamente por «odiar»: aversión propiamente dicha, que desea el mal para los otros. Verdaderamente lo único que hace falta es que el marido cultive a su mujer, como cada uno se preocupa por su propio bienestar y su propia salud, evitando el dolor, curando las heridas y eliminando toda incomodidad.

Otra vez Cristo se presenta como ideal de este cultivo y cuidado de su cuerpo (que es la Iglesia). Por tercera vez se emplea la expresi6n fundamental y apremiante: «como también Cristo». Qué quiere Pablo con ese alimentar y calentar, podemos deducirlo de lo que se dice en 4,16: «...del cual todo el cuerpo recibe unidad y cohesión...» En esa obra de unificación y de ajustamiento está él presente actuando y procurando únicamente que el cuerpo crezca y llegue a su madurez en el amor.

Y al tratarse aquí de «alimentar», es posible que se haga alusión al hecho de que Cristo alimenta a este cuerpo consigo mismo, con su carne y sangre eucarísticas, expresión visible y tangible de una vida en Cristo, que nos vitaliza y nos mantiene a todos, «pues somos miembros de su cuerpo».
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32. Cf. Lc 14,26 con el paralelo Mt 10,37.
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31 «Por lo cual dejará el hombre al padre y a la madre, y se unirá a su mujer, y resultarán los dos una sola carne.» 32 Este misterio es grande; me refiero a que se aplica a Cristo y a la Iglesia. 33 En todo caso, también vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer respete a su marido.

Sin una fórmula de introducción, como es corriente cuando aduce una cita de la Escritura, Pablo pone por delante el texto del Génesis: «Por lo cual dejará el hombre al padre y a la madre...» (Gén 2,24). Ordinariamente se entiende este texto del matrimonio natural. No así Pablo. Él ve ahí expresado un profundo misterio («este misterio es grande») y añade la razón por qué lo considera tan grande: «...se aplica a Cristo y a la Iglesia.» O sea: yo entiendo esta obra de Dios como realizada en Cristo y en la Iglesia. Directamente se trata de la primera pareja humana. Pero para Pablo Adán es figura de Cristo, el segundo Adán. Lo que vale para el primer Adán, encuentra en el segundo su sublimación y cumplimiento. Así entiende Pablo el texto del Génesis: Cristo y su matrimonio con la Iglesia, y por eso lo presenta verdaderamente como un misterio «grande».

El texto trata también, ciertamente, del matrimonio humano, aunque como dependiente de aquel fundamental matrimonio de Cristo con su Iglesia, al que se refiere esencialmente como trasunto suyo. Siendo esto así, el matrimonio humano es algo más que una mera figura, cuando se realiza entre miembros de Cristo: debe realizar la unión amorosa de Cristo con su Iglesia. Así pues, el matrimonio no es solamente figurativo, sino que es una participación real en lo que Pablo llama el gran misterio: Cristo esposo, un solo cuerpo con su esposa la Iglesia. Esto es lo que hace que el matrimonio sea entendido como un misterio de participación, un instrumento de la gracia y, por lo tanto, un sacramento. Y el que sea un trasunto de la unión de Cristo, el esposo, y de su esposa la Iglesia, esto es lo que diferencia este sacramento de los otros y constituye su cualidad específica.

Desde esta profunda visión del misterio del matrimonio cristiano -ya que se sitúa solamente en una perspectiva- vuelve Pablo finalmente a su exhortación inicial dirigida a los casados. Lo natural sería que después de todo lo dicho la exhortación final empezara con un «por eso» o «por tanto», en calidad de resultado o de consecuencia. Sin embargo, el Apóstol comienza con un sorprendente «en todo caso», con que se prescinde de lo que antecede, como si Pablo quisiera decir: lo hayáis entendido o no, lo decisivo es que obréis rectamente: «En todo caso, también cada uno de vosotros, que ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer respete a su marido».