CAPÍTULO 5


5. LA PATRIA DEL CIELO (5/01-10).

Cuando Pablo hablaba en 4,7-18 del morir cotidiano, testificaba también la certidumbre de la vida imperecedera (4,14.18). Al mismo tema se refiere 5,1-10, en el que Pablo expone detalladamente la espera de los últimos tiempos. Pero aunque el tema es idéntico, se trata de muy diversa forma en cada uno de estos pasajes. En la perícopa 4,7-18 se habla de la vida y la muerte tal como las experimenta íntima y personalmente la fe y la piedad. En esta sección 5,1-10, por el contrario, se describen las realidades últimas mediante afirmaciones doctrinales y de fe, como una historia futura. Si Pablo había dicho antes que en el actual morir cotidiano se hace cada vez más íntima y más fuerte la unión con el Señor (4,11.16), ahora dice que la vida del cuerpo significa separación del Señor (5,6-10). En la primera perícopa, Pablo habla lleno de seguridad en la victoria -ya sabida, e incluso ya operada- sobre la muerte (4,16s). En la segunda, en cambio, habla con temor de la muerte todavía por vencer (5,2-5). Nadie podrá pensar que dentro de una línea de pensamiento y de afirmaciones tan íntimamente relacionadas se le hayan escapado a Pablo algunas contradicciones, sin que se diera cuenta. Pablo puede presentar diversas consideraciones y aspectos doctrinales sobre una misma cosa. Esta peculiaridad de los textos debe advertirnos que las cartas del apóstol no son catecismos, o libros didácticos, en los que se van enumerando, por su orden, las sentencias de fe. Al esforzarnos por entender el texto debemos preguntarnos siempre qué es lo que Pablo quiere decir propiamente y en definitiva al hombre concreto, cómo quiere llamar a este hombre y adónde le quiere llevar.

a) En la tienda terrena (5,1-4).

1 Pues sabemos que si nuestra morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los cielos.

Pablo compara la vida terrena con una tienda, como las que utilizan los beduinos para vivienda. Cuando la estancia en un lugar llega a su fin, se desmonta la tienda. Del mismo modo, cuando haya transcurrido el tiempo de permanencia del hombre -cuando llegue la muerte- se derriba la tienda en que habita, es decir, su cuerpo 43.

La muerte puede describirse también como traslado a otra casa. La que se menciona en este texto, no es el cielo. Ciertamente el Nuevo Testamento habla del cielo como de la casa eterna; así, cuando en Jn 14,2 se dice que en la casa del Padre hay muchas mansiones y en Heb 12,22 que los cristianos se encuentran en camino hacia la Jerusalén celestial. Sin embargo, en este texto la nueva casa es un nuevo cuerpo para el espíritu. Este cuerpo nuevo lo recibimos de Dios. Tiene, pues, un origen divino y participa de las cualidades del mundo divino. No se apega a nada terreno y corruptible. No ha sido fabricado por manos humanas ni por humano poder. Como todas las cosas del cielo, este cuerpo existe allí desde la eternidad. Alcanzaremos esta morada celestial, que existe ya en el cielo, cuando muramos 44.

Aunque hay algunas cosas obscuras en las palabras de Pablo, su espera final es la esperanza de la transformación de lo caduco en imperecedero, por obra de Dios. Y como Dios es libre en sus obras, tiene también libertad para dar el cuerpo celeste a quien quiere. Todas estas palabras son sólo una imagen al alcance del entendimiento humano. Sólo Dios conoce la realidad.
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43. Al oriental, que vivía frecuentemente en tiendas, o que conocía muy bien este género de vivienda, le resultaba familiar este lenguaje figurado. La tienda, la vivienda del hombre rápidamente alzada y rápidamente desmontada, es para el oriental una imagen de la fugacidad de la vida en el cuerpo. La imagen es ampliamente utilizada, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. Así /Is/38/12: «Mi morada es arrancada, se me quita como tienda de pastor»; y Sal 9,15: «Esta tienda de tierra oprime el espíritu fecundo en pensamientos.» También 2Pe 1,13: «Mientras vivo en esta tienda.»
44. La misma concepción impera en lCor 15,40.44, donde Pablo habla de cuerpos espirituales y celestes que Dios ha de dar a los resucitados después de la resurrección universal de los muertos.
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2 Y por esto gemimos, anhelando ser sobrevestidos de nuestra morada celestial; 3 puesto que así nos encontraremos vestidos, no desnudos.

Aquellos que conocen y esperan este nuevo cuerpo, tienden con anhelo hacia él, porque no será un cuerpo terreno e imperfecto, como el actual, sino celeste y perfecto. Pero ahora Pablo muda de imagen. En vez de una nueva casa, en la que entramos, habla de un vestido nuevo, con el que nos vestimos 45. Como el hombre, al morir, pierde su cuerpo viejo, queda desnudo, hasta tanto no recibe un cuerpo nuevo. Desea recibir el vestido nuevo, para no estar desnudo. Nosotros desearíamos -así interpreta Pablo el deseo humano de plenitud- sobrevestir el vestido nuevo antes de despojarnos del viejo, porque nos avergonzamos de nuestra desnudez. Si la muerte significa quitarnos el vestido y el estado de desnudez es, evidentemente, un estadio intermedio, entonces, dice Pablo, desearíamos que el cuerpo actual y terreno pudiera ser recubierto por el celeste, ahorrando el doloroso proceso de tener que desnudarnos, es decir, sin tener que morir.
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45. Es posible que Pablo utilice aquí conceptos antiguos, todavía vigentes en su tiempo, acerca de un vestido celeste que recibirán los bienaventurados. Cf. Ap 3,18; 4,4; 6,11.
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4 Porque, realmente, los que estamos en esta tienda, gemimos agobiados, por cuanto no queremos ser desvestidos, sino sobrevestidos, de suerte que lo mortal quede absorbido por la vida.

Aunque las palabras y las imágenes de Pablo son muy extrañas, comprendemos lo que quiere decir. Considera la muerte como el enemigo a cuya poderosa acción está sometido el hombre. La muerte es el enemigo que se resiste hasta el fin: «El último enemigo en ser destruido será la muerte» (lCor 15,26). Pablo expresa con estas palabras una verdad que los hombres sentimos instintivamente: que la muerte no es amiga del hombre sino que, como destructora de la vida, es siempre hostil. El hombre desearía, pues, anhelosamente, no perder nunca la vida, sino, antes de perder la terrena, conseguir ya la nueva e infinita, es decir, que, lo que es mortal, no muriera, sino que experimentara una transformación salvadora en vida.

b) Vivir junto al Señor (5,5-10).

5 Y el que nos dispuso para esto mismo es Dios, que nos dio la fianza del Espíritu.

Al miedo y la esperanza eternos del hombre frente a su destino mortal responde Pablo con la certeza de la fe. Dios ha creado al hombre para ser sobrevestido. La creación divina es siempre razonable y lo que comienza, lo lleva hasta su fin. También consumará este deseo. Garantía de ello es la donación, ya realizada, del Espíritu que, una vez más (como en 1,22), se designa aquí como fianza de la plenitud de los dones. El Espíritu eleva al hombre sobre lo terreno y pecaminoso. Espiritualiza el cuerpo y la naturaleza del hombre. La plenitud de esta donación actual del Espíritu llegará cuando el hombre reciba, por fin, el cuerpo correspondiente al divino Espíritu.

6 Por lo tanto, siempre tenemos ánimos y sabemos que mientras estamos domiciliados en el cuerpo, estamos exiliados lejos del Señor.

Pablo utiliza nuevas imágenes. Vivir significa estar lejos del Señor, en el exilio. Morir significa ir a la patria, junto al Señor. Cristo resucitado ascendió a los cielos. Como Señor celestial, se encuentra ahora en otro estadio del ser completamente diferente, que es, también, la otra patria permanente del cristiano, hacia la cual se encuentra en camino. Sobre la tierra el cristiano está en el exilio y y espera su partida hacia el Señor.

7 En la fe caminamos, no en la realidad vista.

Pablo repite con mucha frecuencia que ser cristiano significa, ya en este tiempo, estar en Cristo o con Cristo (2,14; 14,4). Pero el estar actual con Cristo es sólo un caminar en la fe. Un pleno «estar en Cristo» sólo se dará cuando contemplemos la realidad. «Ahora vemos mediante un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara» (lCor 13,12).

8 Pero tenemos ánimos e incluso preferimos exiliarnos del cuerpo y vivir junto al Señor.

El apóstol -y el cristiano- desea salir del cuerpo para estar junto al Señor, en casa. En 5,3, Pablo habla de la aversión ante la muerte, que él explicaba como una aversión a la desnudez del estadio intermedio. Aquí parece que esa aversión -en principio natural- ha sido superada, en virtud del firme convencimiento de que morir es ir a «vivir junto al Señor». La comunión con el Señor se prolongará también en la muerte y así queda vencido todo temor ante la muerte. Esta misma seguridad prometía Pablo a los tesalonicenses. Aunque hay muchas cosas inciertas y escondidas respecto de la muerte, la exhortación definitiva de Pablo a los cristianos es: «Estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (/1Ts/04/17s).

9 Por eso también nuestra ambición es serle gratos, sea que estemos domiciliados, sea que estemos exiliados.

La esperanza cristiana no es una vana ilusión. Informa la vida cristiana, los afanes cristianos de cada día. La vida del cristiano debe estar siempre marcada por el impulso de ser gratos al Señor. Sólo cuando el cristiano consiga ser grato al Señor, puede esperar para sí, un día, la estancia en el cielo junto a el. Sólo cuando haya conquistado esta complacencia será para él la salida del cuerpo a la casa del Señor. En caso contrario, será caer bajo el juicio.

10 Pues todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba lo merecido de todo lo que hizo mientras vivió en el cuerpo: bueno o malo.

Conseguir agradar al Señor tiene una importancia decisiva, pues de esto dependerá la sentencia del juicio. El juicio consistirá en comparecer ante el tribunal de Cristo. En la fe veterotestamentaria, el juez del gran juicio universal es Dios, el Señor. Precisamente por eso demuestra que él es el Señor, porque será el juez. También el Nuevo Testamento mantiene con firmeza esta convicción: Dios juzgará al mundo (Rom 3,6). Pero en el Nuevo Testamento se llama juez tanto a Dios como a Cristo. Jesús, que se llama a sí mismo Hijo del hombre, dice de este Hijo del hombre que volverá de nuevo como juez del mundo (Mt 25,31). Entonces, Dios juzgará «por Cristo Jesús» (Rom 2,16). Aquí, en 5,10, Cristo es exactamente el juez universal. En el Evangelio de Juan se llega a decir: «El Padre no juzga a nadie; sino que todo el poder de juzgar lo ha entregado al Hijo» (Jn 5,22).

En el juicio, el hombre recibirá la recompensa de acuerdo con lo que haya hecho, bueno o malo. Que el juicio responderá a las obras, es para Pablo tan válido como esta otra afirmación, que él expone siempre en primer término: que el hombre nunca puede merecer la justificación con sus obras, sino que ésta es, para él, siempre un don de Dios. «Por gracia suya quedan gratuitamente justificados» (Rom 3,24). La obra de Dios y la del hombre se dan la mano. Que sea Dios quien hace la gran obra de la redención no significa que el hombre pueda permanecer inactivo. El don de Dios es para el hombre tarea y obligación, como Pablo dice enérgicamente: «Trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación. Pues Dios es el que obra en vosotros» (Flp 2,12s). El hombre no puede olvidar nunca que en la obra de la salvación Dios es su socio. Será abrasado por este socio, si llega a olvidarlo. La proclamación de la gracia no libera, pues, de la obligación de una conducta moral, sino que, por el contrario, exhorta a ello.


6. LA RECONCILIACIÓN ENTRE DIOS Y EL MUNDO (5,11-6,2).

Pablo vuelve al tema, repetidas veces tocado en la segunda carta a los corintios, de la defensa de su servicio apostólico y desarrolla con más amplitud la teología del ministerio en la Iglesia. En esta nueva sección expone Pablo el ministerio como servicio de reconciliación. Hace efectiva la reconciliación con Dios, que Cristo llevó a cumplimiento, en el mundo y para el mundo (5,18-20). Pablo expone una profunda doctrina sobre la obra salvífica de Cristo.

a) El celo del apóstol (5/11-13).

11 Sabiendo, pues, lo que es el temor del Señor, intentarnos persuadir a los hombres pero para Dios estamos al descubierto. Y espero que también lo estaré para vuestras conciencias.

También el apóstol tendrá que responder de sí en el juicio futuro (5,10). Por eso, el fundamento y el matiz de su servicio, tanto ante los hombres como ante Dios, es el temor del Señor. Y así, se esfuerza por persuadir a los hombres y ganarlos mediante la predicación. Pero ante Dios, a cuyo examen Pablo se sabe siempre sometido, su más íntima esencia está al desnudo. Por tanto, tiene que desempeñar su servicio con sinceridad y franqueza. Pablo espera que también los corintios conocerán y reconocerán esta sinceridad y franqueza del apóstol, si de buena fe, se esfuerzan en hacerlo.

13 Y no es que volvamos a justificarnos ante vosotros, sino que os damos la oportunidad de que os mostréis orgullosos de nosotros, para que tengáis qué responder ante los que se glorían de las apariencias y no del corazón.

Pablo parece escuchar de nuevo (cf. 3,1) la acusación de que se recomienda a sí mismo, y la rechaza. Eran los corintios los que debían recomendar a Pablo y gloriarse de él, y esto es lo que Pablo quiere posibilitar. La iglesia de Corinto debería gloriarse de él como de su Apóstol, debería festejarlo y anunciar así que no tienen la menor intención de separarse de él. Esto es lo que deberían hacer los corintios frente a aquellas personas -evidentemente adversarios de Pablo- que se glorían de sí tan gustosamente en toda ocasión. Pero se glorían de méritos y de cosas extrínsecas, de cosas que entran por los ojos, pero que son meras apariencias. Acaso se gloriaban -como puede deducirse por lo que sigue- de su origen judío y de la observancia de la ley, o de sus relaciones con los primeros apóstoles, o acaso del talento y arte de su elocuencia. Pero no pueden gloriarse de valores internos del corazón, entre los que se incluyen, por ejemplo, la probidad, el desinterés, la unión con Cristo, el don del Espíritu.

13 En efecto, si perdimos el juicio, fue por Dios; si somos sensatos, por vosotros es.

Parece ser que los enemigos de Pablo le achacaban también que, algunas veces, perdía eI juicio. Podían afirmarlo apoyándose quizás en aquel su entusiasmo religioso, tan fuera de las normas acostumbradas, y en su incansable celo misionero, y también, acaso, en una maligna interpretación de sus maravillosos dones carismáticos, de sus éxtasis y visiones 46. Pablo no niega estas experiencias y estos dones. Pero si alguna vez perdió el juicio, fue por Dios. De Dios ha recibido estos dones extraordinarios, a él le pertenecen, a él sirve con ellos. Por tanto, el apóstol se encuentra sometido al juicio de Dios. En todo caso, Pablo no es únicamente un hombre que ha perdido el juicio. Pablo es, ante todo, un hombre de juicio claro y sereno. No es un mero extático que sólo se pertenece a sí mismo y a Dios, y que no se preocupa de nada más. Es también un hombre de visión sensata y clara, un hombre de acción, que sirve sin cesar a la Iglesia y, en especial, a la comunidad de Corinto. De una u otra forma, Pablo nunca se ha servido o se ha recomendado a sí mismo. Su vida no le pertenece a él, sino a Dios y a la Iglesia.
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46. Según lCor 14,18 Pablo tiene el don de lenguas. En 2Cor 12,1-5 habla de sus éxtasis.
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b) La obra de reconciliación de Cristo (5/14-17).

14 El amor de Cristo nos apremia, al pensar esto: que uno murió por todos. Por consiguiente, todos murieron.

Si el Apóstol se nos muestra incansable, es porque está poseído por una fuerza extraña. Efectivamente, el amor de Cristo, es decir, Cristo, lo ha captado con su amor, le sostiene y le impulsa. Y así dice: «Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí... que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20).

EI amor de Cristo se reveló en todo su poder cuando Cristo, el «uno», murió por todos. Este por puede significar que El entregó su vida en favor de los hombres y para la salvación de ellos: su sangre «es derramada por muchos» (Mc 14,24). Pero el «por» puede significar también una sustitución, en el sentido de que murió en lugar de aquellos que eran reos de muerte. Así, Pablo dice de Cristo, que, muriendo en la cruz, llevó sobre sí los pecados de los hombres, culpables por haber transgredido la ley: «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). También este «por» de sustitución está insinuado en este pasaje.

Ya que Cristo ha muerto por todos y en lugar de todos, todos han muerto. Cristo, en la cruz, los encerró a todos en sí mismo y representó a todo el género humano. La muerte de Cristo es, pues, al mismo tiempo, la muerte de toda la humanidad. En Cristo ha recaído sobre todos, como pecadores perdidos, el juicio condenatorio de Dios. Y en la muerte de Cristo se cumplió la sentencia sobre todos. De todos puede decirse: «Con Cristo estoy crucificado» (Gál 2,19).

15 Y por todos murió, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y fue resucitado.

Cristo fue resucitado de la muerte. La comunión de muerte con él crea también la comunión de vida. Al ser resucitado Cristo de entre los muertos, vivimos también nosotros. «Si hemos muerto con Cristo, tenemos fe de que también viviremos con él» (Rom 6,8). Pero aquellos que ahora tienen una nueva vida, no pueden ya vivir para sí mismos, sino que deben ponerse, con toda su vida, al servicio de aquel que murió y resucitó por ellos. Así como Cristo vivió por otros, eso mismo deben hacer también los cristianos. La vida ejemplar de Cristo obliga y reclama siempre la vida de los cristianos. «En efecto, ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo... Tanto, pues, si vivimos como si morimos, pertenecemos al Señor» (Rom 14,7-8).

16 Así que nosotros, desde ahora en adelante, a nadie conocemos por su condición puramente humana y, aunque hubiéramos conocido a Cristo por su condición puramente humana, ya no le conocemos así ahora.

Pablo saca nuevas conclusiones del principio fundamental de que todos han muerto. La vida anterior ya ha muerto y pasado para todos. Por lo mismo, Pablo ya no puede juzgar a nadie por su pasado. Y por eso, tampoco conoce ya a nadie por su condición humana. La condición humana no se refiere aquí a los pecados, sino a la transitoriedad del mundo terreno, con todas sus relaciones y circunstancias, tales como el origen racial, la posición, el prestigio ante los hombres, la historia, las riquezas. Todo esto no significa ya nada. Y esto vale también respecto de Cristo. Pablo se dirige contra sus adversarios, que afirmaban que el ministerio apostólico de Pablo era inferior al de los doce, elegidos personalmente por Jesús mientras vivía aún en la tierra, mientras que Pablo había sido llamado en Damasco, después de la resurrección y ascensión del Señor. También en la carta a los Gálatas (1,11-17) tuvo que defenderse Pablo contra un parecido intento de rebajarle. Y en este sentido dice ahora: todas las relaciones con el Jesús terreno son ya accidentales. No encierran privilegios ni ventajas de ninguna clase. No tiene ningún valor invocar estas relaciones frente al hecho de pertenecer a Cristo resucitado, que opera como el Espíritu en la Iglesia (3,17).

17 De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nuevo.

En la muerte de Cristo han muerto todos. Pero de la muerte de Cristo surge la nueva vida, de la que participan todos aquellos que han muerto con Cristo, es decir, los cristianos. La Iglesia es una nueva creación. El cristiano es el hombre nuevo. El viejo mundo, el tiempo del mundo con sus miserias, sus pecados y su enemistad con Dios han desaparecido. La renovación del mundo prometida por Dios y tan deseada por todos, es ya una realidad. Ahora bien, ¿puede afirmarse todo esto con verdad, frente a la evidente realidad en la que siguen existiendo faltas, defectos y pecados? ¿No habla el mismo Pablo con frecuencia de un modo diferente? ¿No dice que «la apariencia de este mundo pasa» (lCor 7,31)? Así pues, el mundo sólo pasará en una plenitud futura. Mientras tanto, sigue existiendo totalmente como mundo antiguo. Todavía domina la muerte, porque «el último enemigo en ser destruido será la muerte» (lCor 15,26). Todavía anda Satán con sus maquinaciones (2Cor 2,11). Todavía domina este maligno mundo presente (Gál 1,4). En la misma Iglesia hay demasiados pecados. Por eso es preciso exhortar sin descanso y amonestar recordando el juicio.

SV/YA/TODAVIA-NO: Y, sin embargo, el Apóstol dice también: «Habéis muerto y vuestra vida está oculta juntamente con Cristo, en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces también vosotros seréis manifestados juntamente con el en gloria» (Col 3,3s). La nueva creación existe realmente, aunque está todavía oculta en Cristo. Pero la fe lo sabe con certeza y vive de ella. Cuando Cristo se manifieste en su gloria, también se manifestará gloriosamente esta nueva creación. Hasta aquel día, hay que realizar la nueva vida día a día, como una tarea. «Así como fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rom 6,4). Pablo no es un soñador que pase por alto o que olvide la realidad. Pero tampoco es sólo un profeta que alude a una salvación lejana y futura. Al contrario, debe anunciar una salvación que ya se ha realizado. «Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Es posible gozar de esta salvación. La plenitud está todavía por llegar, pero es segura y próxima. Pablo debe predicar ambas cosas: el ahora de la salvación y el todavía no de su plenitud.

La misma palabra de Dios dice: «Mirad que todo lo hago nuevo» (Ap 21,5). La renovación del mundo en la salvación no es sólo el recuerdo excepcional de un hecho pasado, es un presente constante. Dios es siempre aquel que supera lo pasado en el perdón y en la nueva creación, y que recomienza siempre de nuevo la obra de la salvación en el hombre, a pesar de las incesantes negativas de éste. «... Aun cuando nuestro corazón nos reprenda, porque Dios es mayor que nuestro corazón» (IJn 3,20).

c) El servicio de la Iglesia (5/18-06/02).

18 Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos confió el servicio de la reconciliación.

La grandiosa nueva creación no puede ser el término de una evolución natural, ni obra del hombre. Sólo es posible como obra de Dios, que es creador desde el principio. La nueva creación tiene su más honda razón de ser en el hecho de que ahora es otra la relación entre Dios y el hombre. El pecado, que hasta ahora se interponía entre ambos y separaba el cielo de la tierra, ha sido eliminado. Al crear el estado de paz, Dios lo ha echado fuera. Esta obra salvífica es reconciliación.

El Apóstol toma esta idea del Antiguo Testamento. En él existía un anhelo profundo y una honda necesidad por reconciliar, con oraciones y ritos siempre renovados, al Dios santo con el mundo inmerso en el pecador y por ofrecer expiación. La ley de Moisés prescribía, para ello, un día especial, el día anual de la gran expiación, cuyas ceremonias regulaba con todo detalle. Cuando Pablo toma la palabra y el concepto de reconciliación, quiere decir que la esperanza veterotestamentaria de reconciliación y de paz entre Dios y los hombres se ha cumplido. Y se ha cumplido en la muerte expiatoria de Cristo (5,21).

La reconciliación no se consigue como si el Dios irritado se dejara convencer por las oraciones y sacrificios de los hombres. Esto sería considerar a Dios en una perspectiva demasiado humana e indigna de él. Es, más bien, Dios mismo quien actúa, estableciendo una nueva relación entre él y el mundo, al justificar a los pecadores desde la plenitud de su justicia: él es «justo y el que justifica» (Rom 3,26). Una vez más, esto no ocurre en el sentido de que Dios, siempre benévolo, se limite a perdonar y olvidar. No; el perdón se concede en virtud del sacrificio de la vida de Cristo que, como Dios y hombre, se interpone entre los hombres y Dios, y ofrece el sacrificio de su vida como expiación: «Cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo» (Rom 5,10). El hombre ha sido llamado a recibir la salvación ofrecida por Dios y a dejarse reconciliar con él.

El mismo Dios que ha llevado a cabo la reconciliación y la paz, ha instituido en la Iglesia el servicio de la reconciliación. Al Apóstol se le ha encomendado la tarea de hacer que sea siempre realidad aquella obra salvífica de Dios en el mundo, oprimido por sus propios pecados. La Iglesia desempeña el servicio de la reconciliación al proclamar, en su predicación, la gracia de Dios y al procurar a los creyentes la reconciliación por medio de los sacramentos (el bautismo, la penitencia).

19 Como que Dios es quien en Cristo estaba reconciliando consigo el mundo, sin tomar en cuenta a los hombres sus faltas, y quien puso en nosotros el mensaje de la reconciliación.

Así como Pablo dijo antes que Cristo es la imagen eterna de Dios (4,4), ahora dice que Dios está en Cristo. Dios se reveló al mundo en Cristo. Se reveló como el santo y el justo, que exigía por los pecados la expiación que el Hijo ofreció en la cruz. Pero se reveló también como lleno de gracia y de amor, que, en atención a esta expiación, perdonó los pecados y aceptó, a través de su Hijo, a los hombres en calidad de verdaderos hijos. «Pues en él tuvo a bien residir toda la Plenitud, y por él reconciliar todas las cosas consigo... ya las cosas de sobre la tierra, ya las que están en los cielos» (Col 1,20). «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó su Hijo único» (Jn 3,16). Él es sacrificio de purificación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1Jn 2,2).

20 Hacemos, pues, de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os exhorta: «En nombre de Cristo os lo pedimos: reconciliaos con Dios.»

El servicio de reconciliación ha sido confiado a la Iglesia. Pablo describe este servicio con palabras solemnes. Los apóstoles son mensajeros por encargo de Cristo, más aún, en lugar de Cristo. La palabra mensajero tenía en aquel tiempo el mismo significado, la misma resonancia y contenido que en el nuestro. Un mensajero es el alto representante de un gran señor. Cristo es quien llama en la palabra del apóstol. Y como Dios estaba y está en Cristo, en última instancia lo que aparece en la palabra del apóstol es la palabra de Dios. A través del servicio del apóstol actúa el dedo salvífico de Dios. El mensaje de la palabra de Cristo, así prolongada en el mundo y en el tiempo, es: reconciliaos con Dios.

Es Dios quien habla en la palabra del apóstol: «Habiendo recibido vosotros la palabra de Dios predicada por nosotros, la acogisteis, no como palabra de hombres, sino -como es en realidad- como palabra de Dios, que ejerce su acción en vosotros, los creyentes» (lTes 2,13). Y esto es válido, sin ninguna duda, no sólo respecto de los apóstoles de entonces y de su palabra, sino del ministerio apostólico que sigue existiendo en la Iglesia, y cuyos servidores son, hoy, los obispos y los presbíteros. Decimos de la predicación de la Iglesia, que anuncia la palabra de Dios y que en ella escuchamos nosotros esta divina palabra. De hecho, ésta es la profunda afirmación del Nuevo Testamento.

21 Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios.

Con graves y profundas palabras anuncia Pablo, una vez más, el Evangelio de la acción salvifica de Cristo. Explica por qué es hoy posible la reconciliación entre Dios y el mundo, y por qué nosotros, los pecadores, podemos aparecer ahora justificados ante Dios. Cristo fue juzgado inocente, pero fue hecho pecado por nosotros, y, por tanto, en la cruz recayó el pecado sobre él. Por eso estamos nosotros justificados ante Dios. «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: Maldito el que está colgado de un madero» (Ga 3,13 y Dt 21,23). Se lleva a cabo un trueque maravilloso: el pecado de los hombres se hizo pecado, y la justificación de éste se hizo justificación de los pecadores. Esto fue posible porque uno de nuestra misma raza era al mismo tiempo hermano nuestro e Hijo de Dios. Por eso pudo ocupar el puesto de sus hermanos. Y como era Hijo de Dios, su expiación fue absolutamente válida ante el mismo Dios (Rom 3,22-26).

No pretendemos haber puesto ya en claro, con estas paráfrasis, el misterio de la muerte de Cristo. Sigue siendo un misterio que lo que le acontece a Cristo en la cruz deba tener una importancia decisiva de vida o muerte para todos los hombres que han aparecido después de este acontecimiento, y más aún, para todos los hombres en general, sean de antes o de después. En todo caso, el mismo Cristo ha entendido y explicado en este sentido su vida y la entrega que hizo de ella: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). En la última cena -sabiendo que su sangre sería derramada para perdón de los pecados- funda una nueva alianza entre Dios y los hombres (Mt 26,28).

Todo esto significa que ninguno de nosotros está solo. Somos miembros de una gran comunidad, cuya culpa -acrecentada con nuestra personal participación- llevamos sobre nosotros. Así pues, o nos perdemos con la comunidad, o con ella somos salvados. Pero en esto consiste la buena nueva, en que también nosotros somos llevados a la salvación por la comunidad y con ella, cuya cabeza, Cristo, es nuestro hermano y Señor.