CAPÍTULO 15


Parte cuarta

LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE 15,1-58

Se ha llegado ya al final de los dos grandes grupos de dudas a resolver. Ya se ha dicho cuanto había que decir a propósito del saneamiento de las situaciones nocivas en la comunidad y de la aclaración de los consiguientes problemas morales; se ha respondido a las preguntas sobre las circunstancias de la celebración litúrgica. Pero el Apóstol ha reservado para el final un grave asunto. Con sus 58 versículos, este capítulo es el de mayor extensión material. El peligro que en él asoma no estalló aún con toda su fuerza. Hasta ahora sólo de vez en cuando han brotado ante la mirada espiritual del Apóstol, como relámpagos, señales aisladas de su presencia. Pero su clara percepción advirtió muy pronto todo cuanto se ponía en juego. Precisamente en una comunidad de tan acentuado ritmo carismático y tan condicionada mentalmente por su medio ambiente helenístico, estas tendencias podían llevar rápidamente a vaciar la fe cristiana de su propio contenido. La tendencia espiritual gnostificante no pretendería negar el dogma de la resurrección, pues en este caso se chocaría demasiado abiertamente con la fe de la Iglesia. Pero había métodos más sutiles para hurtarse a sus exigencias: se interpretaba a su propia manera. Y así, este último capítulo temático brinda una nueva cumbre del encuentro entre la mente y la autointelección griega y la dedicación bíblica cristiana.

Si ya al comienzo de la carta se presentó al Crucificado como contenido del mensaje de salvación, ahora, en la predicación del Resucitado y Glorificado, se manifiesta cuán íntimamente vinculados están entre sí estos dos aspectos. Una lógica inmanente preside y domina todo el conjunto, que aparece ahora en la límpida superficie. En la primera parte se expuso la estructura fundamental de la fe para implantar el orden debido, que corrigiera las múltiples desviaciones; en el pasaje central se presentó al amor como principio vivificante y supremo; ahora, al final, se desarrolla todo el alcance y significado de la esperanza. Naturalmente, estas tres virtudes están siempre juntas y compenetradas, pues de lo contrario ninguna de ellas sería nada en Cristo. Pero esto no excluye que, para nuestro análisis, se destaque ya la una o ya la otra, del mismo modo que ocurre en el estudio de las tres divinas Personas. A ninguno de los temas estudiados ha faltado un acentuado y expreso aspecto escatológico (cf. 1,7s; 3,13ss; 4,4s; 6,2s; 7,29; 9,24ss, Il,26, 13,8-12). Pero en ninguno de ellos se desarrolla con tanta extensión como en estos pasajes (versículos 19-28.35-57).

1. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, FUNDAMENTO DEL EVANGELIO (15,1-11).

a) Predicación cristiana y tradición apostólica (1Co/15/01-03a).

1 Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié y que recibisteis, en el cual os mantenéis firmes, 2 y por el cual encontráis salvación, si es que conserváis la palabra que os anuncié; de lo contrario, es que creisteis en vano. 3a Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí:...

Ya en el mismo comienzo quiere llamar Pablo la atención sobre el hecho de que no estudia ahora una dificultad que le hayan planteado -como ha ocurrido otras veces en esta carta- sino que introduce el tema por propia iniciativa. Esto «os recuerdo, hermanos, el Evangelio» no significa que Pablo quiera decir aquí algo nuevo. Añade inmediatamente: «que os anuncié». De acuerdo con el sentido, se trata de recordar enérgicamente algo ya antes oído. Pero como algunos (¿muchos?) se entregan a un pensamiento o un lenguaje, a una tendencia o mentalidad que está en contradicción con lo que han oído, deben oír otra vez enteramente el mensaje, con tanta más atención cuanto que dicho mensaje es el fundamento de toda su existencia cristiana.

Debe observarse, desde una perspectiva puramente lingüística, cómo el Apóstol acentúa, mediante una serie sucesiva de breves frases relativas, la fuerza del Evangelio, que todo lo decide. Hasta el versículo 3b no empieza a hablarnos Pablo del contenido de lo que entiende por Evangelio. Antes de llegar a este punto, desliza una serie de frases, de sorprendente contenido y detallada exposición, cuyo carácter concatenado queremos poner bien en claro, para que se pueda conocer mejor la importancia de cada uno de sus eslabones.

El Evangelio que os anuncié y que recibisteis, en el cual os mantenéis firmes, y por el cual encontráis salvación, si es que conserváis la palabra que os anuncié; de lo contrario, es que creisteis en vano, porque os transmití, en primer lugar, lo que yo a mi vez recibí: que Cristo...

El que recibe el Evangelio se salvará, pues esto es justamente lo que ofrece la buena nueva: la salvación, la liberación (cf. Rom 1,16). Esta salvación se manifestará en el juicio futuro (lTes 1,10), pero actúa ya ahora, en el presente, y confiere al creyente una sólida posición. Será sacado del torbellino de las opiniones fluctuantes, de los temores, y puesto sobre un firme fundamento, tal como los salmos piden o reconocen con alabanzas.

Perseverar creyendo en el Evangelio equivale a perseverar en estado de gracia (Rom 5,2); se da por supuesto que también se mantiene con firmeza el Evangelio. Pero la verdad es que se da de hecho una caída de este estado de salvación, un «creer en vano», tal como el Apóstol ha venido recordando de diversas maneras y a lo largo de toda la carta38. Los motivos pueden ser varios. Aquí se trata del menosprecio y abandono del contenido de la fe, tal como la Iglesia lo propone para ser creído 39.

Pero ¿dónde se habla aquí de la Iglesia? Exactamente, al principio y al fin de la cadena, es decir, en los dos extremos de los que pende, según el pensamiento del Apóstol, aquella realidad que estos extremos abarcan como centro, esto es, la salvación. Hablan de la Iglesia de una manera clara y transparente aquellas dos expresiones tan inequívocamente relacionadas entre sí: «Os transmití... lo que a mi vez recibí», es decir, lo que también se me ha transmitido a mí.

Aunque Pablo se apoya muchas veces en su visión personal del Señor -como comprobaremos a continuación- se sabe también perfectamente testigo apostólico en la comunidad, junto con los demás testigos, y concede especial importancia, precisamente frente a los corintios, al hecho de que ellos no deben considerar el mensaje y la enseñanza del Apóstol como cosa propia y personal, sino como mensaje y enseñanza de la Iglesia apostólica (15,7.8.14). Si una comunidad llena de vida carismática tiene especial necesidad de ser bien cimentada en la común tradición apostólica y mantenerse fiel a ella, con mayor razón aun cuando esta comunidad se encuentra en peligro de diluir el contenido de la fe apostólica mediante unas ciertas interpretaciones, bien propias o bien surgidas de su medio ambiente.

TRADICION/ESCRITURAS: A esta tradición se atiene el mismo Apóstol, de acuerdo con la afirmación expresa aquí emitida. Cuando Pablo comenzó a misionar, había ya en la Iglesia un cierto número de fórmulas firmemente acuñadas. Este hecho de la existencia de una tradición oral ya mucho antes de la consignación de los Evangelios por escrito, es uno de los conocimientos más importantes de la ciencia bíblica actual. En esta tradición se apoyaba la unidad de la doctrina de la Iglesia, antes de que existieran los escritos apostólicos. Y estos últimos son, en buena medida, tal como se demuestra por nuestro pasaje, una explicación de la tradición oral 40.

Tanto las expresiones lingüísticas como la estructura jurídica en que se apoyaba esta tradición (en griego paradosis; en latín traditio), eran cosas usuales para los apóstoles, acostumbrados a la norma doctrinal judía, que ellos mismos se encargaron de transmitir en su justo alcance y significado a las comunidades cristianas de origen pagano. Anunciar y transmitir se emplean aquí equivalente e indistintamente. El auténtico Evangelio es tradición, y la tradición auténtica es Evangelio. No existe ningún otro Evangelio sino aquel que nos une con Cristo a través de la tradición de la Iglesia.
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38. 3.17; 6,9; 9,27; 10,12: 11.32; 16,22.
39. Hay muchos indicios que insinúan que aquí la «palabra» no se refiere tan sólo al contenido y sentido del Evangelio, sino a la literalidad, al kerygma formulado.
40. Por eso la Constitución dogmática sobre la divina revelación puede decir que la Escritura y la tradición se explican mutuamente.
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b) La tradición apostólica se apoya en los testigos de la resurrección (1Co/15/03b-08).

3b ...que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado, 4 y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras; 5 que se apareció a Cefas, después a los doce; 6 más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía; otros han muerto; 7 más tarde después se apareció a Santiago, a todos los apóstoles; 8 al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí.

Desde el punto de vista de la forma lingüística llaman la atención en esta perícopa las repeticiones formales, que responden concretamente a dos tipos: en la primera mitad aparece una serie de breves sentencias encabezadas sin excepción por un «que». Se trata, pues, de frases incidentales y subordinadas. En la segunda mitad hay una serie de frases principales e independientes: «más tarde después se apareció...». El versículo 5 ocupa una posición intermedia y, en cierto modo, pertenece a los dos tipos.

Llegamos así a la siguiente importante observación, que implica en sí todo un racimo de preguntas, a las que, por hoy, no se sabe dar una respuesta exacta. Es indudable que en este pasaje nos hallamos ante formulaciones, sólidamente acuñadas, que Pablo cita. Pero no es menos cierto que resulta difícil efectuar un deslinde seguro de tales fórmulas. Hemos hablado, a plena conciencia, de «fórmulas», en plural, pues una cosa es segura: que no se trata de una sola fórmula de confesión, sino de varias. Difícilmente pueden pertenecer a un mismo contexto, por poner un ejemplo, las frases paralelas del principio de los versículos 5 y 7, aunque los nombres de Cefas y de Santiago nos remiten, en ambos casos, a la comunidad primitiva de Jerusalén.

Es posible que la fórmula más antigua sea la contenida en los versículos 3b-5. Se enumeran en ella cuatro hechos salvíficos de Cristo: que murió, que fue sepultado, que resucitó y se apareció. Esto responde bien al núcleo de la confesión de fe apostólica. De hecho tenemos aquí sólo un estadio anterior de aquel proceso de cristalización que fue evolucionando, poco a poco, obedeciendo a los mismos fines con que, más adelante, y con alguna mayor riqueza de fórmulas, se formó la confesión de fe: conseguir una fórmula de confesión para aquellos que admitían y reconocían a la Iglesia de Jesucristo. En torno a este núcleo, pero también en virtud y fuerza de este núcleo, se fue amplificando la fórmula: se tuvo en cuenta el pasado, es decir, el origen de Cristo, mencionando así al Creador y Padre, y se añadió el futuro que, por su muerte salvífica, se abrirá a todos los hombres: la resurrección de la carne y la vida eterna.

Propiamente hablando, en nuestro capítulo sólo se toca un punto: la resurrección de Cristo, pero de tal suerte que, para entenderla, es preciso mencionar y admitir otros acontecimientos salvíficos. Y si para Pablo la fórmula total era tan importante como para recordarla aquí, también es lo suficientemente importante para que nosotros la examinemos con la mayor atención.

Toda la fórmula está afectada por el «en primer lugar» (os transmití). Toda ella debe ser considerada como corazón y centro medular del Evangelio, como el contenido básico y fundamental de lo que Pablo transmitía tanto a la comunidad de Corinto como, naturalmente, a las restantes comunidades fundadas por él.

«Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras.» El texto griego dice aquí simplemente «Cristo», no, como en otros pasajes, «el Cristo». Debe concluirse, pues, que ya en aquella primerísima época a la que se remonta nuestro texto, pocos años después de la muerte y resurrección del Señor, la palabra «Cristo» no se entendía ya como designación de un oficio o de un ministerio, como el Mesías, sino que era empleada como un segundo nombre propio de Jesús. Dicho de otra forma, que la persona y el oficio se habían ya identificado. Nadie más que Jesús podrá ser el Mesías esperado. De este Cristo se confiesa, en primer lugar, que murió, pero no que fue crucificado. En el Símbolo posterior se encuentran, una junto a la otra, las dos expresiones: crucificado, muerto y sepultado. «Posiblemente en los primeros tiempos de la primitiva cristiandad se hablaba simplemente de la muerte de Jesús, más que de la crucifixión».

Pablo, por el contrario, habla muchas más veces de la crucifixión, lo que invita a reconocer el origen prepaulino de este Credo. Con más razón aún cabe aplicar esta consecuencia a la expresión siguiente: «según las Escrituras», en vez de la cual Pablo emplea la fórmula «la Escritura dice» o «como está escrito».

En las tres partes de que consta esta fórmula se contiene toda la teología de la primitiva Iglesia sobre la muerte de Cristo. Según esta teología, la razón única de la muerte del Señor han sido nuestros pecados. En otros contextos se expone esta misma idea en forma pasiva: fue entregado por nuestros pecados, resaltando más el sentido de sacrificio expiatorio y vicario de Cristo. Por otra parte, acaso deba entenderse también en este sentido la forma activa «murió». En todo caso, el significado salvífico de la muerte de Cristo está expresado en el «por».

La adición «según las Escrituras» se refiere fundamentalmente a la muerte en cuanto tal, es decir, no en primer término al «por nuestros pecados». En efecto, la muerte del Mesías era el gran escándalo que sólo mediante el recurso a la Escritura se podía salvar, en cuanto que esta Escritura manifestaba que Dios ya lo había previsto así, y así debía ocurrir (cf. Lc 24,25). A esto se debe que todos los relatos de la pasión se esfuercen por demostrar, en sus diversos pormenores, que en ella, se cumplían las palabras de la Escritura. Y, desde aquí, sólo faltaba un paso para llegar a reconocer que también el «por nuestros pecados» estaba preanunciado en la Escritura, concretamente en Is 53, donde el Siervo de Yahveh «lleva nuestros pecados», «sufre por nosotros», «es castigado por nuestras maldades». Sobre todo cuando el mismo Jesús, en la celebración e institución de la cena, puso de relieve esta referencia: «la sangre por muchos» (Mc 14,24).

«Que fue sepultado.» Esta segunda afirmación no parece en sí tan importante como la primera y la tercera: murió y resucitó, que constituyen, sin duda, las partes necesariamente correspondientes de la primera confesión cristológica y soteriológica de que consta el núcleo de nuestro credo. Las expresiones pueden variar en su forma concreta: crucificado y glorificado; abatido y exaltado. Detrás de ellas hay un esquema de dos miembros, con el que ya la más antigua predicación cristiana expresaba el misterio de la redención, el misterio pascual. Ejemplo de ello son las predicaciones de Pedro de los Hechos de los apóstoles 42; pero también la carta más antigua de san Pablo encierra un precioso testimonio en este sentido porque, de manera similar a la de nuestro pasaje, alude a una protofórmula kerygmática: «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó...» (lTes 4,14). Muy pronto se comenzaron a reunir y colocar unas junto a otras estas expresiones, no en el sentido de una mera yuxtaposición de etapas, sino en virtud de la necesidad de hacer resaltar la importancia excepcional de este misterio salvífico a través de una plenitud de expresiones43.

Nuestro símbolo apostólico ofrece un estadio bastante evolucionado de este enriquecimiento. Y esto es tanto más significativo cuanto que, en él, se quiso conservar claramente la simetría de las dos series: crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos; resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios... Esta simetría se ha conservado también en nuestra fórmula, que duplica cada uno de los miembros del doble esquema: sepultado... apareció.

¿Qué significa, pues, este «sepultado»? Subraya la realidad de la muerte. Sólo después de enterrado está un hombre, por así decirlo, definitivamente muerto, separado del reino de los vivos. Hasta que no ha sido enterrado, está presente entre éstos, que tienen que ocuparse de él. La tumba es el corte, el adiós, la separación definitiva. De aquí que los cuatro evangelistas relaten detalladamente el entierro de Jesús, y que la tumba vacía desempeñe un papel tan importante en la narración pascual. Indirectamente, también aquí se reconoce la importancia de esta sepultura vacía, tal como está contenida en la realización simbólica sacramental de la muerte y resurrección de Jesús en el bautismo, ya que el bautizado emerge de la sepultura de las aguas a una vida nueva. «Por medio del bautismo fuimos juntamente con el sepultados en su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en la vida nueva» (Rom 6,4). La sepultura es el sello de la realidad de la muerte y, por lo mismo, el presupuesto de que, en la resurrección, interviene el poder de Dios, que deja muy atrás todas las posibilidades humanas. Así, en el relato de Abraham se establece primero con toda claridad que el cuerpo del patriarca y el seno de Sara estaban «muertos» para que se vea sin ningún género de dudas que para Dios, y sólo para Dios, no hay nada imposible (Rom 4,8; Gén 18,14).

«Y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras.» También este versículo consta de tres miembros, es decir, tiene exacto paralelismo con el versículo «murió...». Ambos contienen y abarcan el doble hecho decisivo de la redención.

El paralelismo, por no decir la equivalencia, de los dos aspectos del misterio pascual aparece con diáfana claridad en el «según las Escrituras», repetido con idénticas palabras.

Hemos traducido: «Fue resucitado.» Esta es la expresión corrientemente empleada en el Nuevo Testamento para designar este ser y acontecer enteramente nuevos. Para expresarlo no se ha echado mano, naturalmente, de una palabra totalmente nueva, pues en tal caso ¿quién la hubiera podido entender? El verbo original significa «hacer despertar», «hacer levantar», y es, en primer término, una expresión que se aplica a uno que está echado, a causa del sueño o de cualquier enfermedad, para indicar que debe o puede levantarse de nuevo (cf. Mc 1,31). Pero respecto de un muerto, una cosa así sólo puede acontecer mediante un poder divino, ya actúen profetas, como Elías y Eliseo, ya el mismo Jesús 44.

«Al tercer día.» También aquí encontramos este elemento de nuestro credo apostólico. La cosa no es tan evidente y natural como pudiera hacernos creer la circunstancia de que ha pasado a ser algo habitual a nuestros oídos, por la repetición continua de nuestro credo actual. Fuera de este pasaje, Pablo no menciona nunca el tercer día. Los evangelios relatan profecías de la pasión que incluyen la resurrección al tercer día, o después de tres días, de donde debe deducirse que en ningún caso se ha pretendido afirmar un período de tres veces veinticuatro horas, sino que el cumplimiento de la profecía tuvo lugar dentro de un breve espacio de tiempo. Pero ¿por qué se le ha dado tanta importancia a esta determinación cronológica, que se la ha querido incluir dentro de una fórmula tan concisa? Por una razón parecida a la que llevó a la mención de Poncio Pilato en el credo: se quería fijar, datar y resaltar así, en la historicidad del mundo y del tiempo, el carácter de acontecimiento realmente sucedido de los hechos mencionados.

¿Se refiere también a este detalle el «según las Escrituras»? No queda excluido, de acuerdo con la fórmula precedente. En este caso, la profecía se encontraría en Oseas 6,2: «Dentro de dos días nos dará vida, y al tercer día nos levantará y en su presencia viviremos.» Por eso se leía este pasaje en la liturgia del Viernes Santo. Con todo, esta invocación a la Escritura se refiere fundamentalmente a la resurrección en general. Entonces ¿a qué pasajes concretos de la Escritura se alude? No andamos muy equivocados si opinamos que se trata de aquellos mismos pasajes aducidos por los Hechos de los apóstoles al relatar las predicaciones de Pedro. Se cuentan, en primer término, los salmos 2,7 y 15,10. Pero es indudable que había otros muchos relatos que eran considerados típicos y, por consiguiente, en sentido amplio, como profecías de Cristo: Job, Susana, David, Noé, todos aquellos santos de la antigua alianza que fueron liberados de sus diversas angustias. Y, en primera línea, la historia de José. Es incluso probable que sea esta historia la que ha proporcionado el esquema bimembre, pues su teología culmina en la sentencia: «Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien» (Gén 50,20). En los sermones de Pedro nuestro kerygma retiene esta misma forma lingüística: Vosotros le habéis matado (entregado o algo semejante), pero Dios le ha dado la vida (o exaltado, o algo similar).

Aun cuando este «según las Escrituras» puede no tener ya tanta importancia para nosotros, es indudable que la tuvo, y muy notable, en la época antigua, cuando los enviados de Jesús se veían en la precisión de demostrar al pueblo de Dios de la alianza antigua la credibilidad de su testimonio y el carácter de cosa cumplida de lo que ellos testificaban. Y así, este rasgo contribuye a consolidar la gran antigüedad de nuestra fórmula de fe.

«Que se apareció...» Llegamos aquí a aquella parte del kerygma protocristiano que reviste máxima importancia, dentro de las modernas discusiones, en orden a determinar la recta intelección de la realidad de la resurrección. Y así, vamos a intentar abordar el tema con alguna profundidad.

De acuerdo con el texto original, podría traducirse también: «y que fue visto» (por Cefas...). Con todo, los escritos neotestamentarios (y ya antes que ellos la traducción griega del Antiguo Testamento de los Setenta) expresan con esta fórmula, ante todo, un hacerse visible ciertas realidades supraterrenas que sólo Dios puede conceder o causar. Pero en ningún caso se refiere esta expresión a «visiones». Por visiones entendemos experiencias internas en las que el experimentador «ve» algo que, fuera de él, no tiene realidad alguna. Tales visiones se han dado muchas veces en la historia de la revelación, sobre todo entre los profetas que, por eso mismo, reciben también el nombre de «videntes». El mismo Pablo las ha tenido y nosotros las enumeramos entre los fenómenos místicos de que disfrutó. Nos habla de «visiones y revelaciones del Señor» (2Cor 12,1ss), pero las distingue cuidadosamente de este otro ver al resucitado. De aquella experiencia nos habla como de mala gana y a más no poder, mientras que con este otro haber visto entra en la lista de los testigos oficiales, cuyo testimonio es fundamento obligatorio de la fe para toda la Iglesia.

J/RSD/APARICIONES: Es ciertamente difícil determinar con exactitud el género y modo de aquellas apariciones, de aquel ver al Señor, establecer el elemento objetivo y apreciar en su justo valor el carácter especial de este ver, que se distingue del modo de ver las realidades terrenas y tiene, por consiguiente, algún parecido con la «visión». El resucitado pertenece a un nuevo orden del ser para el que, en principio, no le han sido dado órganos al que vive en este mundo. Por lo mismo, hay que comenzar por abrirle los ojos. Y así, pudiera muy bien ocurrir que -como en las visiones- uno vea y otro, que está a su lado, no vea. Con todo es muy importante para la realidad de estas apariciones que no sea un individuo aislado, sino varios, y aun muchos, los que vieron al Señor.

«...a Cefas, después a los doce». Sólo aquí, en este documento, se nos menciona una aparición de Jesús a Pedro tan destacada y fundamental. Probablemente se trata de aquella misma que se menciona de pasada en el relato de Emaús, donde los discípulos que se habían quedado en Jerusalén dicen a los que regresaron: «¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Evidentemente, llamar a Simón con el nombre de Cefas es también indicio de que en la primitiva Iglesia se sabía y se acentuaba la misión de fundamento que, con este nombre, asignó Jesús al apóstol Pedro. No es tan absolutamente cierto que la aparición al jefe de los apóstoles haya sido la primera en orden cronológico, pero sí lo es que se le reconoció rango de primera categoría. Lo probable es, desde luego, que ambas cosas se dieran a la vez.

Después del jefe, se nombra el «colegio». Fuera de este pasaje Pablo no utiliza nunca la expresión «los doce». El carácter oficial y ministerial de este número se confirma en esta aparición, tanto más cuanto que no hubiera tenido ninguna importancia que en aquel momento hubieran sido, por ejemplo, sólo once.

«Más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía; otros han muerto.» El lenguaje y el ritmo permiten conocer claramente que hay aquí un nuevo planteamiento. Se abandona la forma subordinada «que» y se sigue el discurso con frases principales. ¿Qué es lo que responde a la fórmula primitiva, las frases relativas o las frases absolutas? El problema no tiene fácil solución. Hay ejemplos en los dos sentidos. Es probable que Pablo haya reunido varias fórmulas, pero sin vacilar en insertar sus propias adiciones. En efecto, difícilmente puede haber formado parte de la fórmula la afirmación de que la mayoría viven y algunos ya han muerto.

Llama la atención el elevado número, aun teniendo en cuenta que las cifras grandes no tienen en los escritos bíblicos la misma exactitud que las cifras pequeñas, ya que el hombre antiguo se comportaba, en este terreno, un poco así como nuestros niños de hoy, para quienes, ante una magnitud que supera sus medidas, desaparecen las diferencias. En todo caso, esta aparición no debió ocurrir en los primeros días pascuales, porque presupone una comunidad de discípulos bastante numerosa. Téngase en cuenta que las mujeres no entraban en este número, ya que aquí se da la lista de los testigos oficiales. Y aunque esta cifra tan notable pudiera parecer algo sospechosa, esta sospecha pierde fuerza si se tiene en cuenta la afirmación de que todavía viven muchos de estos testigos, a los que se puede buscar y encontrar.

Más tarde se apareció a Santiago, «después a todos los apóstoles.» Esta línea, con su doble elemento constitutivo, se parece en mucho al versículo 5. El «hermano del Señor», Santiago, tuvo o alcanzó, junto a Cefas, una posición cada vez más destacada en la Iglesia de Jerusalén. En el concilio Apostólico son ellos dos los que dirigen la controversia y los que toman las decisiones.

¿Quiénes son estos «todos los apóstoles»? Desde luego, no sólo los doce. El concepto de apóstol puede ser tomado en sentido amplio. Y entonces no se puede ya determinar exactamente a cuántos se aplica. En aquel círculo en el que se acuñó la fórmula, el concepto debía estar indudablemente vinculado a una idea determinada.

«Al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí.» La frase procede, sin género de duda, del mismo Pablo, que se une así, con entera conciencia, a la precedente cadena de testigos. Y esto es sumamente extraño para nosotros, porque estamos acostumbrados a pensar que las apariciones pascuales acabaron con la ascensión al cielo y que, en todo caso, no se prolongaron durante tantos años como parece exigir el contexto de la carta.

Ahora bien, ya el hecho mismo de la aparición a más de quinientos hermanos nos obliga a salir de aquellos límites. Por otra parte, la exposición lucana en que se apoya nuestra idea del plazo de cuarenta días, concluido con la ascensión al cielo, no debe ser necesariamente considerada como la única posible. Hoy podemos contemplar más claramente, como en una especie de estereovisión, la peculiaridad de cada uno de los diversos escritos neotestamentarios, y hemos aprendido a considerar como legítimas, unas junto a otras, diversas concepciones de una misma realidad. En todo caso, debemos tomar nota aquí de la convicción personal de Pablo de que la aparición de Cristo de que participó en el camino de Damasco entra en la serie de apariciones pascuales de que participaron los otros apóstoles. Y tal convicción viene justificada por el hecho indiscutible de que, al ver a Jesús en aquella aparición quedó convertido en apóstol. Ahora bien, también se incluye aquí la idea del Apóstol de que, con ella, se ha cerrado ya la lista de apariciones oficiales que fundamentan el testimonio y el apostolado. Se sabe el «último de todos» los llamados. La idea queda reforzada por la inaudita y fuerte expresión que Pablo añade: aborto 45. ¡Qué vergüenza debió experimentar cuando se le apareció Jesús a él, el perseguidor de la Iglesia!
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42. Hch 2 22ss; 2.36; 3,13ss; 4.10.
43. Donde más claramente se advierte esta tendencia es en Flp 2,5ss.
44. La forma egegertai puede entenderse en voz pasiva y en voz media. En el primer caso, el que hace levantar es Dios, es decir, el Padre. En el segundo, es Jesús quien se resucita a sí mismo, como Hijo, en virtud de su propio poder. Ambas cosas son posibles dentro del sentido de la totalidad de las afirmaciones neotestamentarias, sobre todo si se tiene en cuenta que la misma forma verbal se usa cuando se trata de los demás resucitados. Pero no por ello debemos evitar sistemáticamente la expresión común «resucitar». Es importante advertir, frente a la intelección estrictamente apologética, todavía predominante, de la resurrección como prueba de la divinidad de Jesús, que también la otra versión es digna de crédito. Por otra parte, debe señalarse que aquí aparece el verbo en perfecto, junto a otros tres verbos griegos, que están en aoristo. Con este recurso no sólo se acentúa un acto y en un proceso único, sino que se insiste en el resultado permanente del estar resucitado. «La resurrección no puede abarcarse en un punto como las otras tres acciones de los tres aoristos: el verbo en perfecto expresa un estado alcanzado, es decir, un hecho que permanece y sirve de fundamento a nuevas manifestaciones de vida». LICHTENSTEIN, citado por K. KREMER, p. 44.
45. El término «aborto» debe entenderse como «cosa abortada», no como «acción de abortar».

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c) Con Pablo se cierra la lista de los testigos (1Co/15/09-11).

9 Yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. 10 Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí; al contrario, trabajé más que todos ellos, no precisamente yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo En conclusión, tanto ellos como yo así lo proclamamos y así lo creisteis.

Nunca puede olvidar, nunca quiere olvidar que persiguió a la Iglesia, que fue enemigo y aborreció aquella voluntad de amor y de salvación de Dios, que tenía ya un cuerpo en la tierra, que es su Iglesia. Pero, que lo mereciera o no, que fuera digno o no, ahora es apóstol y sabe que lo debe exclusivamente, y con mayor razón que nadie, a la gracia libérrima de Dios. Y porque debe a esta gracia su apostolado, también todos los frutos de su ministerio apostólico. Puede afirmar ya con toda objetividad -aunque se halla todavía en la mitad de su carrera- que ha trabajado y se ha fatigado más que ningún otro. Esta afirmación no anula en nada el carácter de gracia de sus trabajos; y, a la inversa, tampoco la intervención de la gracia anula la fatiga del Apóstol. La gracia no desvaloriza lo personal, las cualidades humanas. Aunque Pablo sabe que todo es gracia, y quiere tributar a esta gracia la gloria, con todo, no debe olvidarse que la gracia ha podido hacer todas estas cosas «con él», con su disposición, con todas aquellas cualidades espirituales que recibió de la naturaleza, que adquirió con el estudio y con el agradecimiento de que se sabe deudor, desde aquel día, a Cristo.

Involuntariamente o de propósito, el Apóstol nos habla aquí con algún mayor detalle de sí mismo. De este modo, restablece, al terminar, el justo equilibrio, tal como había sido planteado en el versículo 3: «Os he transmitido lo que yo mismo recibí.» La fe de los creyentes no se apoya, en última instancia, en personalidades aisladas, sino en el testimonio de la totalidad. Incluso el testimonio más personal debe concordar con la tradición apostólica. En ella se apoya la predicación de los que predican y la fe de los que creen.

Si consideramos ahora en su conjunto toda esta sección, en la que cada detalle tiene su importancia, merece la pena destacar un hecho: la sólida y densa conexión entre lo totalmente oficial y público y lo totalmente personal. En ninguna parte se afirma su apoyo en una común tradición apostólica, en un kerygma, en un Credo, casi podríamos decir en un dogma protoapostólico, con tanta formalidad y solemnidad como aquí, donde, por otra parte, su confesión aparece evidentemente en la dimensión más personal. Y confesión puede tomarse en su doble sentido: confesión de fe y confesión de pecados.

Justamente en nuestros mismos días se ha podido comprobar todo el valor y el alcance permanente de estos versículos. Cuanto más y mayores eran los problemas y dificultades con que topaba la investigación sobre los Evangelios en lo concerniente a los relatos de la resurrección y, consiguientemente, de las apariciones, y cuanto más paso se abría la idea de que dichos relatos son, al menos en parte, más una forma narrativa que un relato protocolario de experiencias o vivencias personales, más valor histórico se concedía al testimonio del apóstol Pablo y, por tanto, al testimonio- por el mismo Pablo ofrecido- de aquella antiquísima tradición ya formada algunos decenios antes de la composición de nuestros Evangelios y, con entera seguridad, sólo unos pocos años después de la muerte y resurrección de Jesús.

El hecho es rico en consecuencias, debido concretamente a que en este sencillo y repetido «se apareció» tenemos, en cierto modo, el punto de partida de dos grupos detallados de relatos: la experiencia de san Pablo en Damasco, por él mismo varias veces mencionada con palabras cortas, pero plenas de contenido y significación (Gál 1,13; lCor 9,1; 2Cor 4,6), se relata nada menos que en tres lugares de los Hechos de los apóstoles de Lucas (capítulos 9, 22 y 26); lo que se tenía que ver y oír se nos ha transmitido con mayor o menor detalle. En este punto puede comprobarse que las variantes corren a cuenta del escritor Lucas.

¿Ocurre lo mismo con las otras apariciones que aquí sólo son brevemente enumeradas y que los Evangelios narran -al menos en parte- con mayor detalle? La pregunta tiene, desde luego, su razón de ser. Pero puede comprobarse que en los mismos Evangelios se ha dado cabida a otras tradiciones, de tal modo que no se pueden considerar como meras ampliaciones libres. Resolver el problema en sus puntos concretos es tarea de los investigadores de los Evangelios. Aquí sólo interesaba mostrar la gran importancia de la norma primitiva que Pablo nos ha transmitido con su propio testimonio y con el testimonio de la Iglesia primitiva, kerygmáticamente formulado.


2. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, GARANTÍA DE NUESTRA PROPIA RESURRECCIÓN (1Co/15/12-19).

a) La resurrección es indivisible (12-13).

12 Y si se proclama que Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, ¿como es que algunos de vosotros dicen que no hay resurrección de muertos? 13 Porque, si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado.

Al llegar aquí sabemos, por primera vez, la razón de la desusada insistencia que Pablo ha puesto en fijar bien los fundamentos de la fe en la resurrección: porque algunos decían que no había resurrección. En el fondo, tiene poca importancia para nosotros establecer el origen y las vinculaciones espirituales de esta errónea opinión o peligrosa tendencia. No parece que se tratara de una negación formal de la doctrina de la Iglesia, de un movimiento de rebeldía en contra, pues en este caso el Apóstol no hubiera podido hablarles a todos como a hermanos.

Por otro lado, Pablo ha debido considerar, en conjunto, muy peligrosa esta tendencia -que acaso haya sintetizado y resumido él mismo en este pasaje- ya que aborda el tema con todo detalle. Es posible que estas gentes no negaran de plano la resurrección de Cristo. Más bien debían interpretarla en un sentido cuyas consecuencias -en opinión del Apóstol- equivalían a una negación práctica. Según 2Tim 2,18 había algunos que afirmaban que la resurrección de los muertos había acontecido ya. Podría tratarse en nuestro pasaje de estas mismas gentes o más exactamente de gentes de similar opinión. Entendían la resurrección de una manera meramente espiritual. ¿O deberíamos decir acaso existencial? Este modo puede compararse muy bien a la manera de explicar la resurrección de aquellas escuelas teológicas que parte del modo actual de concebir la existencia humana. Todo lo que Pablo dice en las líneas siguientes sobre la resurrección corporal es considerado como una grosera, ingenua y errónea interpretación judía, que podía pasar en la época de Pablo, pero que no puede afirmarse seriamente en nuestro tiempo.

Por todo ello, es menester prestar atención a la línea de pensamiento y de argumentación paulina. Si ha subrayado tan decididamente el dogma de la resurrección de Cristo es porque le interesaba no sólo lo que le aconteció a Cristo, sino la resurrección de los muertos en general. Puede decirse muy bien que la resurrección universal de los muertos será una consecuencia de la resurrección de Cristo. Pero a Pablo le interesa ahora la conclusión inversa: hay una resurrección de Cristo porque hay una resurrección general de los muertos, es decir: debe haberla. De lo contrario no tendría ningún sentido que Dios hubiera hecho con Cristo una excepción. Toda la economía de la salvación de Dios tiende más bien a esta creación enteramente nueva, a esta vida excepcionalmente plena que hay más allá de toda muerte. Al sacar Dios a Cristo del reino de los muertos, ha comenzado ya a entrar en vigor esta victoria divina. Ambos aspectos están indisolublemente vinculados entre sí. Quien no comprenda esta dimensión de la resurrección de Cristo, no ha comprendido en absoluto la resurrección y, en última instancia, está abocado a la negación del misterio. Esta lógica incisiva y constringente se expresa lingüísticamente con las siete proposiciones empezadas por la conjunción «si» que caracterizan esta sección.

b) La resurrección de Cristo, fundamento de nuestra fe (14-16).

14 Y si Cristo no ha sido resucitado, vacía es entonces nuestra proclamación; vacía también nuestra fe, 15 y resulta que hasta somos falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio en contra de Dios, afirmando que él resucitó a Cristo, al que no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. 16 Porque, si los muertos no resucitan, ni Cristo ha sido resucitado.

Estas gentes no saben realmente lo que hacen cuando -de una u otra manera- interpretan ya sea lo acontecido en Cristo o lo que ha de acontecer a todos los muertos de una manera tal que Pablo la condena como un alejamiento de la predicación y de la tradición apostólica.Disuelven la fe: la convierten en una ideología, en un humanismo. Predicación o Evangelio por un lado y fe por otro serían palabras vacías. Y tanto más vacías cuanto que -bien consideradas- más deben reducirse a la norma terrena de la experiencia general humana. Ya no hay aquí anuncio alguno de otro mundo, ni se da ninguna situación fuera de nosotros mismos.

Pero todavía habría algo peor respecto de los anunciadores de este mensaje. No sólo han sido víctimas de una interpretación errónea, ingenua y grosera, sino que han comprometido con sus palabras al mismo Dios. Todo el ahínco de la predicación apostólica, toda su urgencia incomparable, toda su tensión y presión aparece aquí como dimanante de la seguridad de que saben que anuncian este mensaje al mundo en nombre de Dios.

Tienen ciertamente otras muchas cosas que decir y enseñar, pero todo su valor depende de que este mensaje de la resurrección sea verdadero. «La pascua es como la reserva en oro de toda la doctrina cristiana» (W. Meyer). ¿A qué se vería reducida esta autoridad de Cristo, en la que Pablo se apoya desde el principio al fin de la carta? ¿En qué se convertiría el ministerio apostólico? ¿Qué sería, en último término, la totalidad de la realidad cristiana a la que Pablo vincula tan incesantemente su propia persona y la comunidad entera? ¿Qué querría decir la fórmula «en Cristo»? ¿Qué sería la celebración de la cena del Señor? ¿Qué sería su cuerpo, si se trataba simplemente del cuerpo de un muerto?

c) La resurrección de Cristo, fundamento de nuestra esperanza (17-19).

17 Y si Cristo no ha sido resucitado, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados. 18 En este caso, también los que durmieron en Cristo están perdidos. 19 Si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres.

Un nuevo argumento pondrá ante los ojos de los que vacilan toda la magnitud del desastre, de su modo equivocado de entender la fe, cuyas consecuencias no han advertido todavía. Si no se da una resurrección real, auténtica, corporal, entonces la fe -y todo cuanto se ha hecho de acuerdo con la fe- es inútil, es trabajo perdido. «Aún estáis en vuestros pecados.» Para Pablo se da una conexión indisoluble entre pecado y muerte. La muerte no es sólo castigo del pecado, sino su expresión más perfecta. Y no se puede escapar a ella aceptando la existencia de una parte inmortal del hombre. Es decir, no es bastante -contra la muerte- la salvación del alma. El hombre es indivisible, e indivisible es su salvación. Lo cual no quiere decir que el perdón de los pecados deba acontecer sólo en el último día; pero sí que el perdón acontece ya ahora de tal modo que tiene algo que ver, desde este instante, con la resurrección. A través del perdón somos ya creación nueva (2Cor 5,17). MU/RS: Que todavía tengamos que morir no significa un corte, una cesura esencial. Estamos ya «en Cristo». En él pasamos al otro lado. Estamos ya «con Cristo» allá, tal como Pablo afirmará más tarde (Flp 1,23). Pero si Cristo no ha sido resucitado, si no se ha abierto en él la nueva creación ¿adónde vamos? Pablo puede recordar a los corintios algunos casos de personas ya difuntas, que debieron ocurrir en la comunidad por aquellos mismos días. A estos tales ¿de qué les habría servido «dormirse en Cristo»? Estarían perdidos en aquella obscura región de los muertos en la que se pone de manifiesto la lejanía de Dios.

Y respecto de los que todavía viven ¿qué podría significar, cuál podría ser su alcance? Pablo parece querer decir para sí: sabría hacer algo mejor que atormentarme por este mensaje y esta fe. Con esta idea quiere poner en juego un motivo que, en definitiva, puede aportar luz a todos, pero que debería hacer temblar a aquellos cristianos que andan enredados en conceptos e interpretaciones de las que, más pronto o más tarde, se deducen semejantes consecuencias.

3. VISIÓN PANORÁMICA (1Co/15/20-28).

a) El principio de la resurrección (20-22).

20 Pero no: Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que están muertos. 21 Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos: 22 pues, como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vueltos a la vida.

Con este «pero no» liberador y triunfal pasa Pablo de la prolongada argumentación negativa («si no») a la explanación y exposición positiva de la certeza de la redención. A la luz de la resurrección ilumina toda la historia del mundo y de la salvación. La forma verbal en perfecto de la primera mitad de la frase equivale a la confesión de algo que ha sucedido y que muestra, a partir de ahora, su actividad y su eficacia: Cristo es y sigue siendo el Resucitado. La frase añadida a modo de aposición «primicias de los que están muertos» encierra ya en sí todas las consecuencias que Pablo irá descubriendo en las líneas que siguen. La palabra «primicias» procede del antiguo lenguaje cúltico veterotestamentario y se refiere a las primeras gavillas o frutos de la cosecha, que eran consagrados y presentados a Dios como reconocimiento de su supremacía, de la que se recibe toda bendición. Con esta ceremonia se abría la recolección y podía considerarse como santificado todo cuanto se recolectaba (cf. Rom 11,16). Con esta imagen se nos quiere decir que la resurrección de Cristo atrae hacia sí la resurrección de todos los hombres. Es algo que no tiene nada de excepcional y único. Se trata, por el contrario, de un «comienzo».

El Apóstol hace luz sobre esta conexión, sobre esta panorámica general de la historia de la salvación, que sirve de base a su pensamiento y le presta toda su lógica convincente, mediante la comparación con la conexión de la humanidad adamítica (cf. Rom 5,12.21, donde san Pablo alude a que todos nosotros hemos sido sometidos al pecado y a la muerte). Él ve aquí un paralelo universal, puesto evidentemente por la libre voluntad de Dios, entre la situación de condenación introducida por Adán y la situación salvífica que se apoya en Cristo. La situación de condenación sólo pudo llegar a ser conocida desde la situación y el contexto de la salvación. Y sólo así pueden trasladarse y aplicarse, por vía analógica, las categorías propias del contexto de la situación salvífica a la vinculación adamítica, no sólo en el «por», sino también en el «en».

Aquí se plantea, naturalmente, el problema de saber hasta qué punto el paralelismo retiene su fuerza demostrativa respecto del «todos». ¿Se puede, a partir de la certeza de que todos los hijos de Adán participan del destino de muerte, concluir con idéntica certeza y universalidad que todos los descendientes de Adán participan de la vida en Cristo? ¿O se refiere, por el contrario, este «todos» únicamente a los que están en Cristo? Dado que la atención de Pablo se centra aquí sólo en los creyentes (y primariamente de los creyentes de Corinto) habría que admitir que la afirmación del Apóstol se refiere al segundo caso. La idea de una redención universal que se bifurca en cierto modo en el segundo acto: «para la vida eterna aquellos que hicieron el bien, para el fuego eterno los que hicieron el mal» (símbolo atanasiano) es algo que ciertamente puede hallarse dentro del pensamiento del Apóstol. Sabe que algunos se condenarán (cf. 11,32). Pero los conceptos de resurrección de ser viviente están para él tan determinados desde Cristo que sólo se pueden tomar en sentido positivo. Y, sin embargo, en este mismo paralelo (Cristo y Adán) se da un planteamiento que va mucho más allá de lo que el Apóstol piensa expresamente. Nosotros, a quienes la salvación de los (al parecer) infieles nos quema el alma más que a las generaciones precedentes, podemos ver confirmada en este planteamiento una esperanza que incluye a «todos». No sólo podemos, sino que debemos partir de la idea de que todos los descendientes de Adán están destinados a ser en Cristo hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Y, por lo mismo, podemos también pensar que los límites del ser en Cristo son mucho más dilatados de cuanto nosotros podemos determinar, sin que esto signifique, por otra parte, que podamos excluir la posibilidad de que algunos se puedan perder.

b) Las etapas de la resurrección (23-24).

23 Cada una en el orden que le corresponde: las primicias, Cristo; después, los de Cristo en su parusía; 24 después, será el fin: cuando entregue el reino a Dios Padre, y destruya todo principado y toda potestad y virtud.

Aunque los versículos 21 y 22 ofrecían un gran paralelismo, de modo que el uno se explica por el otro, y por muy pequeña que pueda parecer la diferencia entre el «por» del versículo 21 y el «en» del versículo 22, con todo, merece la pena observar que en el primero de los dos versículos no hay ningún verbo (en el texto original griego), es decir, que se enumera simplemente el principio, mientras que en el versículo 22 hallamos varios verbos: uno de ellos en presente: «todos mueren» y otro en futuro: «todos serán vueltos a la vida». Lo cual se explica perfectamente si admitimos que los heresiarcas de Corinto explicaban la resurrección como algo espiritual existencial y ya acontecido. Frente a ellos debe acentuar Pablo el hecho de que lo decisivo está todavía por venir, y debe explicar asimismo el sentido de esta prolongación temporal. Lo hace así en los versículos siguientes, que precisan un poco más lo que se entiende bajo el concepto de «primicias de los que están muertos». Pablo comienza por reasumir el concepto. Se da un orden, tanto cronológico como categorial. En ambos aspectos compete a Cristo el primer lugar 47. En el segundo miembro se encuentra el puesto de todos aquellos que pertenecen a Cristo por la fe y el bautismo. Es indudable que cuando Pablo escribió estas líneas no contaba con que se daría un intervalo temporal tan prolongado entre la resurrección y la segunda venida, pero esto no cambia en nada las líneas y relaciones esenciales.

Se ha planteado, con razón, la pregunta de si aquí se habla de una doble o de una triple etapa en el acontecimiento: 1º Cristo; 2º los cristianos; 3º los demás, el resto. La frase «cada cual» se entiende mejor contando con más de una etapa. Un atento análisis inclina a decidirse por una doble etapa, por lo menos en cuanto a los tiempos (sobre todo porque no hay testimonios a favor del significado «resto» para la palabra griega telos = fin). El contenido del versículo 24 es más amplio, más general. En la venida de Cristo se patentizará en qué consiste positivamente el fin, no solamente el final de toda la historia, sino también su finalidad. La expresión lingüística de este versículo está fuertemente condicionada por las profecías del libro de Daniel (capítulos 2 y 7). Según estos pasajes, serán desplazados los reinos de la tierra, los principados y las potestades por el futuro reino de los santos del Altísimo y del Hijo del hombre. En nuestro texto bajo aquellas fuerzas adversas deben entenderse no sólo los poderes demoníacos (cf. 2,8), sino también los factores -difícilmente definibles, pero infinitamente eficaces- que obstaculizan de tan múltiples maneras y en medida creciente a lo largo de la historia los deseos de la voluntad humana.

Que Cristo entregue el reino al Padre es el reverso de la profecía de Daniel. En las líneas que siguen se examinará esta cuestión con mayor detalle.
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47. La expresión tagma, emparentada con lo táctico, y que nosotros hemos traducido un poco descolorida- mente por «cada cual en el orden que le corresponde», proviene del vocabulario militar. Con todo, un atento análisis demuestra que sería inadecuado traducir por rango, fila, sección o algo por el estilo, porque dentro de la frase se incluye también a Cristo, que no pertenece a ninguna sección ni rango.
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c) La plenitud final (25-28).

25 Porque él tiene que reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. 26 EI último enemigo en ser destruido será la muerte. 27 En efecto, todas las cosas las sometió bajo sus pies. Pero al decir que todas las cosas están sometidas, está claro que será con excepción del que se las sometió todas. 28 Y cuando se le hayan sometido todas las cosas, entonces también se someterá el mismo Hijo al que se lo sometió todo; para que Dios lo sea todo en todo.

Los elementos en cierto modo político-militares de los versículos 23 y 24, enunciados en palabras tales como «orden» y «reino», aparecen aún más acentuados en los versículos 25-28. Pero ahora la imagen se hace más universal: nada menos que seis veces encontramos la idea de sometimiento de los enemigos: «Él tiene que reinar,» En estos versículos se desarrolla una teología del reinado de Cristo y, al mismo tiempo, una especie de teología de la historia. Y así, vuelve a insistirse, una vez más y con mayor ahínco, en el «fin» (15,24) y en el traspaso del dominio. El tiempo tiene una meta. Debe ser posible un proceso de avance en el tiempo. Y aunque el tiempo, en el horizonte de los apóstoles y de los escritos neotestamentarios, está, en conjunto, muy poco caracterizado por la idea de progreso, en este versículo puede verse, con razón, un planteamiento en este sentido progresivo.

No resulta empresa fácil hacer visible y tangible en la historia la realización de este pensamiento teológico. Al igual que en las parábolas de Jesús, también aquí los únicos elementos claramente expresados son el principio y el fin: la resurrección de Cristo y la victoria final sobre la muerte 48 Lo que sucede -o debe suceder- en el tiempo intermedio se insinúa sólo mediante un «hasta». Se aluden aquí dos salmos, uno de los cuales es mesiánico en sentido propio y pleno (Sal 110,1); también el otro (Sal 8,7) fue entendido, ya desde muy pronto, en sentido mesiánico, sobre todo porque los versículos que se citaban de él tenían un gran parecido con los del salmo anterior. El hecho de que ambos salmos hayan sido repetidas veces empleados en los escritos neotestamentarios en sentido cristológico indica que constituyen una de las pruebas de Escritura de la Iglesia primitiva. Es notable el intercambio o reciprocidad del sometimiento49. Según los salmos, es Dios quien hace que los enemigos queden sometidos al Mesías o, quien somete, todas las cosas al Hijo del hombre. Pero para el Apóstol no puede ser éste el estado definitivo. Los salmos -como todo el Antiguo Testamento- se siguen manteniendo en la perspectiva de un reino en algún modo terrenal. Pablo ve más lejos. Este reino -que se ha iniciado ya como reino del Hijo- no cederá su puesto a ningún otro dominio, sino que será llevado a la fase de plenitud final cuando se haya alcanzado la meta de la historia. El dominio del Hijo no cesará nunca, del mismo modo que nunca dejará de ser Hijo. Tampoco ocurrirá que sea el Hijo quien comience a conquistar el reino para el Padre y a implantar su dominio. Acaso podamos expresarlo así: entonces aparecerán nuevos rasgos de este reino. Todo el universo, toda criatura podrá ver que lo único que ha interesado a Jesús es la gloria de Dios. Aquellos que están cercanos a Jesús, que han vivido de su espíritu, experimentarán con mayor viveza aún hasta qué punto aquello que les unía a Jesús desemboca finalmente en Dios.

A todo cuanto existe, a toda criatura que ha entrado en el círculo del ser, se le ha reservado una participación en Dios, a cada cual según su capacidad receptiva. En la medida en que existen, participan de Dios. Pero esto sólo era, o es, un comienzo, una promesa de algo superior, que aquí se expresa con la fórmula: para que Dios lo sea todo en todo. Aunque también en este punto se darán grados. En todo caso, todas las capacidades de cada ser alcanzarán su plenitud. Si el hombre pudo ser definido como una capacidad de Dios, como la esencia que puede conocer a Dios, lo seguirá siendo siempre; sólo que sabemos demasiado bien cuán escasamente nos impele ahora, nos llena ahora, este Dios. Pero «entonces» estaremos «llenos de toda plenitud de Dios» (/Ef/03/19). El camino que lleva a esta plenitud de Dios es el Hijo, «pues Dios tuvo a bien que en él residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Por eso quiso que «fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29) para que pudieran ser, junto con él, «herederos de Dios» (Rom 8,17). Sin embargo, nunca debe olvidarse que todo cuanto el Hijo tiene lo tiene del Padre y que con su misión y su obra no puede querer otra cosa sino la glorificación del Padre. Juan confirma esta idea de Pablo: «Pues de su plenitud todos hemos recibido; gracia sobre gracia» (Jn 1,16) y así es glorificado el Padre en el Hijo 50.

En el concepto paulino del Hijo no se acentúa tan fuertemente el elemento (metafísico óntico) que destacaron los padres de Nicea: engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios. Pablo insiste más en su plenitud de poder divino como lugarteniente de Dios para llevar a cumplimiento el plan, la voluntad y el dominio divinos. Y a esto se debe que, en nuestro contexto, se citen preferentemente los salmos regios, ya que en este sentido se entendió en todo el Antiguo Testamento el reino y la filiación divinos. De esto depende, además, el hecho de que todo el vocabulario de estos versículos tenga tan acusado matiz político-militar. Convida a reflexión que aparezca tan raras veces en Pablo el concepto de reino, predominante en la predicación de Jesús. A partir de nuestro actual pasaje podría ofrecerse la explicación siguiente: lo que Jesús anunciaba como reino de Dios, ya presente o inminente, se ha extendido a lo largo de un espacio temporal.

Existe ya un reino en el que domina Cristo como rey y en el que hace partícipes de los poderes de resurrección en el mundo futuro a aquellos que se adhieren a él. Pero la mirada se remonta más allá, hasta aquella meta en la que Cristo -a quien el Padre ha entregado la comunidad total de los elegidos- después de haber derrocado todos los poderes enemigos, entregue este reino al Padre. No se dice que «devolverá el reino». El Padre no ha entregado el reino al Hijo sólo durante un cierto tiempo.

El Padre, en este tiempo del reino, somete los enemigos al Hijo, mientras el Hijo, por su parte, envía a sus propios mensajeros (cf. 1,17) para hacer presente y eficaz este reino en el mundo mediante la proclamación del dominio de Dios. Para aquella otra época del reino ya en su plenitud deberá decirse que no por entregar el reino al Padre perderá su importancia el Hijo. Más bien sucede lo contrario: así como el Hijo lo es todo en el Padre, también entonces se evidenciará ante los ojos de todos, al contemplar esta gloria de Dios en todo, que Dios lo es todo en todo 51
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48. Dado que la muerte, que ya no tendrá ningún ser, no quedará nada de ella, podría haberse empleado la expresión «aniquilar».
49. Hemos mantenido aquí la traducción «sometido» aunque para lo que acontece entre Cristo y el Padre -a diferencia de lo que ocurre entre Dios y sus enemigos- es indudable que la afirmación paulina sólo puede entenderse en el sentido de «subordinación». Pero de hecho el Apóstol emplea la misma palabra en las dos ocasiones. Pablo está muy lejos de la sensibilidad alérgica que hoy nos dificulta por todas partes la visión y percepción objetiva de las circunstancias reales. Esta subordinación no significa en modo alguno -como en el caso de los enemigos- una especie de semianiquilación, sino más bien todo lo contrario: una plena autoapertura para recibir la plenitud. Así es como reciben los creyentes, mediante su entrega a Cristo, la vida del Pneuma y así es como Cristo, en cuanto Hijo, recibe la gloria y la majestad del Padre.
50. Cf. Jn 13,31s; 14,13; 17,15s.
51. «Todo en todo.» La frase no puede en modo alguno ser interpretada en sentido panteísta. Se trata de una «expresión de la plenitud» que, objetivamente, no quiere indicar sino el dominio pleno de Dios. En la frase final «para que Dios lo sea...», este «sea» no indica primariamente un ser estático en Dios. Debe entenderse, ante todo, en un sentido dinámico: para que Dios, con su poder, actúe como Señor en todo, tanto respecto de nosotros como de las cosas todas. «En todo» debe interpretarse, pues: «respecto de todo». Por tanto, este «en todo» tiene un sentido neutro, aunque en primer término se refiere a los hombres, que pertenecen a Cristo, y, por amor a los hombres, a la creación entera, a cada criatura según su propio modo (Rom 8,19ss).

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4. CONSIDERACIONES HUMANAS (15,29-34).

a) El bautismo por los muertos (1Co/15/29).

29 Además, ¿qué harán los que se bautizan en atención a los muertos? Si los muertos no son resucitados en absoluto, ¿por qué siguen bautizándose en atención a ellos?

Considerado en su conjunto, este gran capítulo está construido según una estructura sistemática. Pero, en definitiva, Pablo es más un orador que un escritor y después de haber expuesto, en una sección relativamente larga, una serie de difíciles pensamientos, se siente ahora obligado a presentar -a unas gentes de las que presiente que están en peligro de no marchar de acuerdo con él y de «desconectarse»- algunos argumentos que les impulsen a mantenerse alerta, porque se sitúan en un nivel que les afecta directamente. Por eso en esta parte se recogen algunos hechos tangibles, en los que importa menos el rigor lógico que la fuerza expresiva.

Se menciona en primer lugar la extraña práctica del llamado bautismo vicario, es decir, la costumbre de hacerse bautizar en favor de un pariente o amigo ya difunto. Aunque este uso nos resulta totalmente desconocido, el caso no es del todo incomprensible . ¿No hacemos nosotros algo parecido en la misa y en las indulgencias cuando las aplicamos a los difuntos, o en general, con todo aquello que sabemos hacer en favor de las personas fallecidas, en parte reconocido por la Iglesia y en parte más de acuerdo con un sentido piadoso? Responde esta costumbre a una necesidad humana universal de poder seguir haciendo algo en favor de los ya desaparecidos. Por lo que respecta al bautismo, los primeros concilios prohibieron rigurosamente esta costumbre, mientras que algunas sectas han prolongado esta práctica.

Aquí Pablo ni lo aprueba ni lo reprueba. Le basta con aducir esta costumbre como argumento de que sólo tiene sentido si la resurrección de Cristo puede prolongar su eficacia también en favor de estos difuntos. Para poder ver en su dimensión exacta el rigor de esta prohibición por una parte y, por otra, la permisión de otras costumbres, puede decirse que, para aquellos que están en Cristo, se abre la posibilidad casi ilimitada de representarse y sustituirse entre sí los creyentes, de tal como que la Iglesia no debe ser fácil en poner límites al amor, cuando este amor se atreve a tanto. Con todo, se imponía, en aquellos siglos, la necesidad de proteger los sacramentos frente a todo abuso de tipo mágico.

h) La arriesgada vida del Apóstol (1Co/15/30-32a).

30 Y nosotros mismos ¿por qué nos estamos arriesgando a cada momento? 31 Cada día me estoy muriendo: os lo juro, hermanos, por el orgullo que tengo de vosotros en Cristo Jesús, nuestro Señor. 32a Si sólo por motivos humanos luché en Éfeso con fieras, ¿de qué me serviría?

Un ejemplo más directo y real ofrece la vida misma de Pablo, a través de su actividad apostólica, que le sitúa constantemente al borde de la muerte. ¿Para qué llevar este difícil género de vida, si no hay resurrección de los muertos? Se advierte que no entra en el horizonte del pensamiento paulino la idea de la inmortalidad del alma. La dicotomía a que tan acostumbrados estamos y en virtud de la cual el alma puede existir separada del cuerpo no significa nada para Pablo. En este punto, nuestros conceptos actuales se vuelven a acercar lentamente a la mentalidad bíblica, aunque, como es natural, no queramos abandonar tan fácilmente las conquistas adquiridas sobre el concepto del alma, gracias a los pensadores griegos.

Hasta ahora no se ha podido poner en claro a qué clase de experiencias se refiere Pablo cuando menciona sus luchas de Éfeso. La expresión de combate de fieras que emplea aquí pertenece al lenguaje técnico del anfiteatro. Pero prescindiendo de que un ciudadano romano no podía ser condenado ad bestias (es decir, a combatir con fieras), en la enumeración que nos hace de sus trabajos y sufrimientos (2Cor 11,21-33) no se halla ni la menor alusión a este caso que, de haberse dado, difícilmente hubiera sido omitido. Y así, la expresión debe entenderse en sentido figurado, para significar graves peligros que fácilmente hubieran podido acarrearle la muerte. De esta clase fue el motín provocado por el platero Demetrio, que, por lo demás, también se desarrolló en el anfiteatro. Acaso haya aquí influencias del lenguaje de los salmos, en los que los perseguidores de los justos son muchas veces comparados a las fieras, toros, leones, búfalos... (Sal 21) 52.
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52. También el mártir san Ignacio, obispo de Antioquía. escribe, en su viaje marítimo a Roma: «Desde Siria hasta Roma sostengo un combate con fieras salvajes, encadenado a diez leopardos», aludiendo con ello a los soldados que le custodiaban.
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c) Manojo de motivos y exhortaciones (1Co/15/32b-34).

32b Si los muertos no son resucitados «comamos y bebamos que mañana moriremos». 33 No os dejéis engañar: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres.» 34 Sed sobrios, como es justo, y no sigáis pecando; pues hay algunos que tienen desconocimiento de Dios. Para vergüenza vuestra lo digo.

Al parecer en la segunda parte del versículo 32, Pablo no sigue hablando ya de su propio concepto de la vida, sino que, abandonando sus experiencias personales, pasa a un terreno más general. La filosofía práctica a que se entregan los incrédulos de una manera particularmente rápida en los tiempos adversos, ha encontrado en el profeta Isaías (22,13) esta expresión ya clásica. Aquí el Apóstol echa mano de aforismos, aduciendo además uno que parece haber formado parte de la instrucción del mundo antiguo. La frase procede de una comedia de Menandro. Pero la advertencia que añade el Apóstol no previene tanto respecto de los paganos cuanto respecto de aquellos «hermanos» cuyo desvío en la fe ponía en peligro la fe de los demás.

¿Cómo debe entenderse la exhortación a la sobriedad aquí de nuevo bruscamente introducida? ¿Quién está aquí ebrio? Precisamente esta exhortación hace pensar que todo el debate ha sido suscitado por una interpretación espiritualista de la resurrección, que se apoyaba en los fenómenos «entusiásticos» y era, por consiguiente, atemporal. Dado que estas gentes creían haber alcanzado la plenitud, por una sobreestimación de su «conocimiento» (gnosis) les dice ahora Pablo -de esta manera tan punzante- que algunos no tenían ningún conocimiento de Dios 53.

Mientras que en otras ocasiones, cuando lanza fuertes ataques, añade: no lo digo para avergonzaros (cf. 4,14), aquí acentúa expresamente: para vergüenza vuestra lo digo. Lo cual demuestra, una vez más, la gran importancia que concedía el Apóstol al peligro de vaciar el contenido total de la fe precisamente desde este punto.
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53. Es muy difícil verter en una traducción toda la riqueza de la densa frase agnosis theou. «Algunos no tienen ninguna idea de Dios» no estaría mal, pero entonces se pierde el importante juego de contraposición con el concepto de gnosis. Y lo que Pablo intenta es precisamente ofrecerles a los corintios el reverso de esta palabra, predominante entre ellos. Este aspecto hemos intentado mantener en nuestra traducción.
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5. MODO DE RESUCITAR (1Co/15/35-44a).

a) Símil de la transmutación de las semillas (15,35-38).

35 Pero dirá alguno: ¿cómo resucitarán los cuerpos? ¿Con qué cuerpo vendrán? 36 ¡Necio! Lo que siembras no es vuelto a la vida si no muere. 37 Y al sembrar, no siembras el cuerpo que ha de ser, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo o de cualquier otra cosa; 38 y Dios le da un cuerpo según quiere: a cada semilla su cuerpo correspondiente.

La discusión sobre el problema de la resurrección se ha cerrado ya a nivel lógico, psicológico y retórico. Pero, exactamente, hablando, todo el problema se ha centrado en el «qué». Por eso puede plantearse otra vez el problema desde la perspectiva del «cómo». Este aspecto de la cuestión es tan importante hoy para nosotros como podía serlo para los griegos de aquel tiempo. Al igual que éstos últimos, también el hombre actual está inclinado a admitir un cierto género de resurrección, pero no, desde luego, en un sentido macizo, grosero, corporal. Al llevar ahora Pablo el problema de la resurrección a su punto culminante, aplicándola al cuerpo, cierra el camino a toda intelección de tipo espiritual existencial. La forma en que plantea el problema es la acostumbrada en aquel tiempo, es decir, en diálogo abierto (diatriba); por eso mismo, la respuesta se inicia con un tuteo directo y popular.

La imagen de la sementera era muy socorrida en aquella época, como se advierte en varias de las parábolas de Jesús (la semejanza más cercana cuanto al contenido es la de Jn 12,24). Mientras que las palabras de Jesús se mantienen fieles a la concisión profética y es más lo que sugieren que lo que dicen, Pablo da muestras tanto de su amor pastoral como de su dominio del arte del lenguaje, en su modo de poner bajo luz más clara los tres puntos de la comparación: el punto de partida, o la siembra de un simple grano; el punto final, o nacimiento de un nuevo cuerpo; y entre el punto de partida y el punto final, el punto central, el eje, el morir. ¿No es algo que todo el mundo sabe, aunque no se ocupe de campos y huertas? Lo que nos importa siempre es lo nuevo que se espera, pero por amor de esto nuevo es preciso primero sepultar lo viejo en tierra y entregarlo así a un morir misterioso.

«Dios le da un cuerpo según quiere.» Diríamos, sin vacilar, que Pablo recurre a una comparación de la naturaleza. Y diríamos más aún: es la naturaleza la que produce este fenómeno, aun cuando nos sentimos inclinados a darle el nombre de milagro, sobre todo cuando en la primavera surge por doquier ante nuestros ojos el renacer de los nuevos frutos. Nuestro pensamiento científico natural se para en estos aspectos que llamamos naturaleza. Pero, al menos el hombre espiritual, sabe maravillarse ante este acontecimiento que se produce bajo su mirada, mucho más silenciosamente, pero también mucho más poderosamente que las más poderosas «creaciones» humanas. Tenemos aquí un excelente punto de partida para seguir el pensamiento del Apóstol que, de acuerdo con la mentalidad bíblica, ve tras las fuerzas de la naturaleza la acción divina; precisamente por ello no se trata sólo de fuerzas globales, uniformes, tales como las que el hombre puede poner en marcha, sino de fuerzas infinitamente diferenciadas, que provocan una inagotable diversidad de formas y de modos: a cada una de las semillas su propio cuerpo.

b) Variedad de seres naturales (15,39-41).

39 No toda carne es la misma carne; hay carne de hombres, carne de animales, carne de aves y de peces. 40 Y hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el esplendor de los celestes y otro el de los terrestres. 41 Uno es el esplendor del sol; otro el de la luna y otro el de las estrellas, y una estrella se diferencia de otra en esplendor.

Pablo expone y explica ahora la idea, o mejor dicho, Ia comparación de cada uno de los cuerpos de las cosas creadas, para hacer más accesible, a base de aproximaciones, al vacilante pensamiento humano la nueva corporeidad de la resurrección. Despliega ante el hombre el libro en imágenes de la creación visible y le hace ver, en primer lugar, las clases de seres vivientes que le rodean. Para designar estos seres cambia la expresión «cuerpo» por la de «carne». Esta segunda palabra se aplica al modo general y universal de aparecer y ser que es común al hombre y a los animales. Y sin embargo, cuán múltiple la diversidad, la adaptación al medio y la belleza de las infinitas clases de peces, de aves, de animales y, finalmente, del hombre. Cierto que Pablo no utiliza muchas palabras para describir esta visión positiva de la naturaleza, pero en este versículo y en su contexto se contienen muchos elementos de esta idea.

A continuación dobla otra página de este libro en imágenes. Vuelve a recurrir aquí a la expresión «cuerpo», aunque aplicada a un caso distinto que el de los versículos anteriores, porque con ella se refiere, en los dos versículos siguientes, a los «cuerpos celestes». Una vez más, es imprescindible notar que -bien o mal- Pablo reconoce a los cuerpos terrestres algo así como gloria, ya que lo que es cierto respecto de los celestes vale también de los terrestres, aunque, en cuanto al grado, la de estos segundos esté muy por debajo de los primeros. Y con esto -indudablemente sin advertirlo- Pablo ha reconocido la realidad astronómica tal como nosotros la concebimos hoy. Nosotros sabemos que los cuerpos celestes son, fundamentalmente, de la misma materia que nuestra tierra, que su resplandor y el nuestro son, en definitiva, de la misma clase, aunque de muy diverso grado. Y así podemos admitir sin reservas lo que se dice en el versículo 41.

Independientemente de la idea concreta que Pablo haya podido tener sobre los cuerpos celestes, de acuerdo con el concepto de sustancia de sus contemporáneos, el Apóstol puede apoyarse en esta idea, porque lo único decisivo aquí es que estos cuerpos, como supremas criaturas de Dios, son una ilustración de la riqueza y de la amplitud del poder creador divino.

c) Resumen en antítesis (15,42-44a).

42 Así también será la resurrección de los cuerpos: se siembra en corrupción, se resucita en incorrupción; 43 se siembra en vileza, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en fortaleza; 44a se siembra cuerpo psíquico, se resucita cuerpo espiritual.

Al llegar aquí se echa de ver que en la enumeración precedente lo importante no eran las diferencias en cuanto tales, sino únicamente la contemplación clara del ilimitado poder creador de Dios, siempre capaz de más altos niveles, de modo que cada uno de éstos alude a una maravilla mayor. Con el «así también será» se responde a la pregunta sobre el cómo, que subyace en toda esta sección aludiendo al poder creador divino, para quien nada es imposible y que proclama su gran gloria precisamente allí donde parece estar perdida. Por eso se inserta a continuación un pequeño himno que canta, mediante una serie de antítesis, esta maravilla. El hecho fundamental de morir es descrito cuatro veces recurriendo a categorías accesibles a nuestra experiencia, para contraponerlas, in crescendo, a la gloria de la resurrección de los cuerpos. Cada par de elementos se encuentra en mutua contraposición. La salvación responde a la creación, pero remediando sus necesidades y superándolas. Entre esta primera creación y la segunda se encuentra el destino del tener que morir; pero esta muerte se ha convertido, por Cristo, en el principio de la transformación, de la glorificación. Lo que se inició en la creación será llevado a plenitud en la redención. Aquello que la muerte amenaza arrebatar será elevado por Cristo a más alta esperanza, para llegar a completarse, en aquel día, en la gloria corporal.

El último de estos cuatro miembros necesita un análisis especial. La verdad es que acaso presente más dificultades al traductor que al intérprete. En efecto, la idea que quiere expresar está perfectamente clara y explicada mediante su conexión con los miembros precedentes54. Con la expresión «cuerpo-psíquico» quiere significarse nuestra corporeidad actual, tal como nos viene de Adán. Ésta acaba con la muerte. Pero en la resurrección podemos esperar una corporeidad nueva. Lo que nosotros llamamos cuerpo glorificado es en Pablo cuerpo espiritual. Las expresiones contrapuestas «psíquico» y «espiritual» no deben entenderse en el sentido (aristotélico escolástico) de substancias, sino en sentido bíblico (cf. 2,14). Es «psíquico» aquel principio vital que hace al cuerpo capaz de una vida humana terrena, pero nada más, de tal modo que con la muerte se disuelve. «Sembrar» no significa sólo sepultar el cuerpo en la tierra, aunque desde aquí recibe su claridad, sino la entrada del hombre todo en el obscuro misterio de la muerte. En todas estas expresiones bíblicas, con las que Pablo describe el misterio de la resurrección corporal, deben notarse dos cosas: que se trata de imágenes; y que deben tomarse siempre en su totalidad. Ambas cosas están íntimamente vinculadas entre sí. Nada hay más evidente para el pensamiento bíblico, y nada más absurdo para el pensamiento actual, que este expresarse en imágenes y esta totalidad, que dejan el misterio de Dios en Dios, sin perderse en preguntas curiosas o descaminadas. Una pregunta de este tipo sería la siguiente: ¿Cómo ha de ser posible que el resucitado reciba de nuevo aquellos mismos elementos que constituían su cuerpo, después que éstos han sido destruidos por todos los vientos, e incluso han entrado a formar parte de otros cuerpos? La identidad de los cuerpos resucitados no es algo que dependa de átomos, partículas y moléculas. En todo caso, tiene validez también aquí aquella sentencia según la cual es el espíritu el que crea o edifica un cuerpo, sólo que hoy nosotros, en virtud de un uso lingüístico más apurado, precisamente en este campo, en vez de «cuerpo» en general deberíamos decir «cuerpo humano». Es el espíritu el que se forma el cuerpo y le convierte en la expresión más perfecta de sí mismo.
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54. «Cuerpo psíquico»: después de madura reflexión se ha traducido literal- mente. La expresión está justificada en una época como la nuestra en la que ya no sólo la psicología ha cobrado gran importancia, sino en ella que comienza a entenderse también, en su sentido bíblico, la unidad del cuerpo y alma del hombre.
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6. OJEADA GENERAL (15,44b-58).

a) El primer Adán y el último (1Co/15/44b-49).

44b Si hay cuerpo psíquico, hay también cuerpo espiritual. 45 Así también está escrito: El primer hombre, Adán, fue ser viviente (Gén 2,7), el último Adán, espíritu vivificante. 46 Sin embargo, lo primero no fue lo espiritual, sino lo psíquico; después, lo espiritual. 47 El primer hombre, hecho de tierra, fue terreno; el segundo hombre es del cielo. 48 Cual fue el hombre terreno, así son también los hombres terrenos, y cual es el celestial, así también serán los celestiales. 49 Y como hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celestial.

¿Podemos dar nuestro asentimiento a esta lógica del Apóstol del versículo 44b? Acaso sea posible responder a esta pregunta planteándola a la inversa: precisamente desde ella debemos medir nuestra fe, porque es la lógica de la fe la que marca la línea de pensamiento. Tenemos aquí un ejemplo de lo que Pablo llama «sabiduría de Dios en el espíritu»: «El hombre psíquico no capta las cosas del Espíritu, porque son para él necedad y no puede conocerlas, porque sólo pueden ser examinadas con criterios de Espíritu» (2,14). Ciertamente, si contáramos tan sólo con nuestra experiencia del mundo visible, no podríamos concluir en absoluto que ya por eso deba darse un mundo glorificado, una corporeidad a través de la que el Espíritu pueda realizar mayores cosas que a través de nuestro cuerpo actual. Pero dado que sabemos de la existencia de una creación más alta, realizada por Cristo, podemos no sólo aceptar en fe el hecho, sino reconocer su lógica, su adecuación, su intercorrespondencia, ya que, como el concilio Vaticano I ha declarado, los misterios de la fe se iluminan mutuamente.

Pablo nos facilita inmediatamente una mirada a la fuente de donde dimana su superior conocimiento: la iluminación que recibe el relato de la creación desde Cristo y en cuanto ordenado a Cristo. En varias de sus cartas comprobamos que, para él, los dos primeros capítulos del Génesis contienen en sí una posición clave verdaderamente universal. Se puede agrupar toda una serie de rasgos cuyo conjunto permite ver con entera claridad que Pablo ha encontrado en el paralelismo entre Adán y Cristo la verdadera medida de la grandeza de Cristo y de la obra redentora que llevó a cabo. Ya vimos, dentro de este mismo capítulo, la interpretación cristológica del Salmo 8, que es también, en cierto modo, un salmo de la creación. La importante idea sobre la Iglesia como esposa de Cristo en la carta a los Efesios ha surgido, esencialmente, de este mismo principio de conocimiento, según el cual al Adán de la nueva creación le correspondía también una nueva Eva. Aquí, en nuestro contexto, tiene mucha importancia para el Apóstol la frase del segundo relato de la creación: «El hombre resultó un ser viviente.» El autor veterotestamentario quiso decirnos, con su peculiar manera, que el hombre, creado del barro de la tierra, ha recibido un principio vital procedente de Dios. Se le puede llamar «alma» a condición de que no se le entienda necesariamente en el sentido de una substancia metafísica, espiritual y, por lo tanto, inmortal, ya que esta idea no estaba en el horizonte del pensamiento y del lenguaje del autor bíblico.

En virtud del principio que, según Pablo, se puede aplicar constantemente a Cristo y Adán, los dos elementos constitutivos de esta narración se interpretan desde Cristo. Y así, ambos son espiritualizados a un mismo tiempo. Cristo está animado no sólo de aquella vida (perecedera) que da la psykhe, sino también del (imperecedero) pneuma o espíritu -y más aún-, él mismo es el principio que puede comunicar esta vida a la creación entera, él es el Espíritu vivificador. Con él se inicia esta nueva creación. Él es el segundo Adán -Pablo dice el «Adán último»- porque sólo puede darse una única correspondencia respecto del primero. Sólo hay un acto que se equipare a la creación, que la resuma y que la supere: la nueva creación en Cristo. Pablo está tan convencido del rigor de su lógica de la revelación que no se detiene ni una sola vez a marcar claramente el tránsito de este citado versículo del Génesis a sus consecuencias 55.

Con Jesús comienza la nueva humanidad. Si alguien quisiera preguntar dónde está exactamente este comienzo, si en la encarnación o en la resurrección, la respuesta no seria demasiado fácil. En efecto, para Pablo la realidad espiritual de Jesús llegó a su expansión plena sólo en la resurrección; pero no por eso excluye ya esta realidad en la encarnación. Lo que Jesús era ya para sí mismo desde la encarnación, se hace participable a todos los casos sólo a partir de su resurrección (cf. Rom 1,4).

Es sorprendente la insistencia que se pone en el «lo primero». Parece que esto era algo que no resultaba tan evidente para todos en aquel tiempo. De hecho, el judío platonizante Filón de Alejandría defendía especulaciones de este tipo. Aparte esto, se daba entonces, y se sigue dando siempre, una cierta tendencia a entender la historia de la humanidad como la caída de un protohombre celeste. Pero prescindiendo de la polémica contemporánea, ¿tiene acaso este orden importancia también para nosotros? A través de él se reconocen los derechos y la necesidad de lo natural. Aunque lo sobrenatural es más importante, no debe pasarse por alto lo natural. Debe ceder el paso a lo sobrenatural, debe acaso sacrificarse a él; pero precisamente aquí radica su propia e imperecedera dignidad, en que puede servir y preparar aquello que es más elevado, más pleno y más copioso. Se puede incluso recordar aquí el viejo axioma: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y la eleva a su plenitud. Lo cual sucede ciertamente de una manera que supera en gran medida todo cuanto la naturaleza sabe o puede hacer.

Al llegar aquí se desarrolla más ampliamente la idea de la correspondencia de los dos niveles de la realidad y de su inserción en el relato de la creación. Esta vez se alude al hecho de que el primer hombre, tomado de la tierra, es terreno. Adán, vale pues, tanto como terreno, hombre de tierra. Frente a esto, el segundo hombre (aquí segundo equivale a último, ya que sólo puede darse este segundo, sin que haya nunca un tercero), es del cielo, es decir, celeste. Ya los mismos evangelios han expresado algo acerca del modo y origen celeste del Jesús terreno en sus relatos sobre la concepción por obra del Espíritu Santo y su nacimiento virginal. La humanidad adamítica forma una unidad, hondamente caracterizada por su modo terreno, mientras que la humanidad redimida se caracteriza por su modo celeste que, ciertamente, todavía no se ha manifestado, porque nuestra vida propia y auténtica está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3). Esta idea de un futuro todavía pendiente y en el horizonte se expresa con mayor claridad en el concepto de «imagen» del versículo 49. Aquí la «imagen» se refiere a aquella manifestación en la que lo que aparece es la esencia. También esta expresión le viene sugerida al Apóstol por el Génesis: «Adán engendró un hijo a su imagen y semejanza» (Gén 5,3), mientras que Cristo es, una vez más, la «imagen de Dios» (2Cor 4,4), según la cual somos renovados (Ef 4,23s) 56.
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55. Esta correspondencia entre el primer Adán y el último y, en consecuencia, entre lo que ambos encierran en sí, era para Pablo mucho más acuciante e iluminadora de lo que puede ser para nosotros. Adán en hebreo no indica tan sólo el nombre del primer hombre, sino que, al mismo tiempo, significa «hombre» en general, especie humana. Confiere, por tanto, a la definición que Jesús da de sí mismo como «Hijo del hombre» una orientación cósmica.
56. Los manuscritos llegados hasta nosotros vacilan entre el futuro «llevaremos» y el subjuntivo -que debería ser entendido como imperativo- «debemos llevar». Tenemos un caso parecido en Rm 5.1 y también en 6,4, donde esperaríamos una afirmación en indicativo (aquí indicativo futuro, allí indicativo presente), en vez de la cual debemos aceptar un imperativo, no como si Pablo quisiera negarnos la realidad de la gracia que ya se nos ha concedido, sino provocado por la preocupación de que queramos entender esta realidad como una cosa ya seguramente poseída. De parecida manera debemos recibir la realidad de la resurrección. La poseemos, desde luego, pero debemos tener siempre en cuenta que por ahora debemos llevarla a través del tiempo.

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b) La transformación universal (1Co/15/50-53).

50 Pero os digo esto, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. 51 Mirad: Os voy a decir un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, 52 en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta; porque ésta sonará, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros transformados. 53 Pues esto corruptible tiene que ser vestido de incorruptibilidad, y esto mortal tiene que ser vestido de inmortalidad.

Si, por un lado, Pablo ha mostrado el estrecho vínculo que existe entre la pertenencia a Cristo y la gloria de la resurrección, para poner en evidencia la falta de lógica de los negadores de la resurrección, ahora debe acentuar, por el otro lado, con idéntico vigor, que entre nuestra actual condición cristiana y aquella corporeidad gloriosa existe una barrera que hay que salvar, para no dar pábulo al mismo error de aquellos que creen que ya la han salvado. Con «la carne y la sangre» no se indica otra cosa sino el cuerpo psíquico, pero ahora se subraya el aspecto de corruptibilidad. El mismo Jesús ha dejado tras sí esta carne y sangre en la cruz y en el sepulcro.

Pablo tiene que mantenerse con destreza a igual distancia de dos concepciones erróneas: por una parte existía la idea grosera y sensual -nacida en ciertos círculos judíos (cf. Mac 12,18ss)- de una simple prolongación de la vida actual; por la parte contraria, se daba la esperanza -más acorde con la mentalidad griega- de una inmortalidad puramente espiritual. La carne y la sangre experimentarán una profunda transformación, pero seguirán siendo ellas mismas. Cuatro veces se dice: «esto corruptible», «esto mortal» (15,53.54). ¿En qué consiste, pues, este «misterio» tan solemnemente anunciado? No puede radicar en el hecho de que algunos vivirán en la parusía. Y tampoco en que aquellos acontecimientos apocalípticos irrumpirán súbitamente, precedidos de tan extraordinarias manifestaciones, porque todos estos elementos forman parte de las descripciones generales de los últimos acontecimientos (cf. lTes 4,16; Mt 24,31). Tampoco debió aludir aquí Pablo a la idea de que él, personalmente, con algunos de sus contemporáneos, estaría presente cuando aquéllos se produjeran, aunque ciertamente contaba con ello. El misterio está en la transformación que todos, de una u otra forma, experimentarán 57.

Con la perspectiva de esta transformación responde Pablo a la pregunta que podía, y debía incluso, suscitarse cuando proclamaba con tanta fuerza que la carne y la sangre no podrán entrar en la plenitud. En este caso ¿no quedan automáticamente excluidos aquellos que vivan aún en el momento de la parusía? La gracia de esta transformación supera o sustituye en cierto modo a la muerte. Y para los que sean afectados por ella será tan sin dolor como ponerse un vestido nuevo. Pablo recurre con mucha frecuencia a esta imagen del vestido, pero nunca en el sentido de un mero cambio externo, que dejaría intacta la naturaleza del hombre, sino siempre para indicar un cambio, una transformación en Cristo enteramente esencial, personal y debida a la gracia 58
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57. La traducción latina de la Vulgata sigue aquí (con algunos manuscritos) una lectura divergente que, a primera vista, parece enteramente opuesta: Todos moriremos, pero no todos seremos transformados. Puede comprenderse muy bien la razón de este cambio: al perderse de vista la parusía, ganó terreno la convicción de que todos tenemos que morir. En la transformación -en la que ya entonces no participarán todos- se veía la diversa suerte que correrían los bienaventurados y los condenados. También esta lectura da buen sentido, pero, indudablemente, no es lo que Pablo quiso decir en este pasaje.
58. Cf. 2Co 5,3; Ga 3.27; Rm 13,14; Co 13,10; Ef 4,24.

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c) Canto anticipado de victoria (1Co/15/54-57).

54 Cuando esto corruptible sea vestido de incorruptibilidad, y esto mortal sea vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá 1u palabra escrita: «La victoria se tragó a la muerte. 55 ¿Dónde está, ¡oh muerte! tu victoria? ¿Dónde, ¡oh muerte! tu aguijón?» 56 El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. 57 Pero ¡gracias a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!

Así, pues, unos serán arrancados a la muerte y otros serán trasladados a un nuevo ser bajo una modalidad que, por hoy, nos es imposible imaginar. Pero todos experimentarán una auténtica transformación. Jesús dijo una vez: «Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquearla si primero no logra atarlo; sólo entonces le saqueará la casa» (Mc 3,27). Algo parecido ocurría, a modo de iniciación y de insinuación, con la expulsión de los demonios. Esta victoria se completará el día en que «el último enemigo» sea destruido. Por este enemigo se entiende aquí la muerte, personificada. Por eso entona Pablo una especie de himno de victoria, con elementos de la predicación de los profetas. Las palabras han sido combinadas tomándolas de Is 25,8 y Os 13,14. Al parecer, la cita se introduce con la primera palabra «se tragó» (la victoria a la muerte), en la que se continúa y se completa la tendencia general y radical del absorber. Tragar, devorar, significa que todo lo antiguo desaparece por completo. Hasta ahora las fauces de la muerte lo habían como devorado todo, pero ahora será devorada la misma muerte. Aquel que viva «en aquellos días» mirará en torno a sí y no encontrará en parte alguna ni un vestigio siquiera de lo que ahora se expande por doquier sobre la tierra. Pablo, y los creyentes a una con él, pueden tener ya desde ahora una visión anticipada en la fe y gozan de antemano este triunfo (cf. 2Cor 5,17).

La palabra «aguijón» puede referirse al aguijón que se emplea para azuzar al ganado, o también al venenoso aguijón de los escorpiones. En todo caso, el «aguijón de la muerte» es una imagen que, para el Apóstol, se llena inmediatamente de contenido gracias a las ideas esenciales de su predicación. El versículo 56 parece un breve resumen de su explicación sobre el poder del pecado de la carta a los Romanos (Rom 6 y 7). Pero Pablo no se detiene en su himno de victoria. Es sólo -hablando en términos musicales- un «retardo»: cuando parecía encaminarse decididamente hacia el fin, se vuelve a anunciar el contramotivo. Lo cual sirve para experimentar con mayor gozo aún el desenlace final de toda la lucha en una brillante victoria.

Ley, pecado, muerte: he aquí la red de triple malla en la que son prendidos los hombres, la nasa de triple círculo en la que se deslizan, sin remedio, de una desgracia en otra. Pero tres veces también resuena la voz de «victoria». El vencedor es Dios, pero también lo somos nosotros, por Cristo, que de tal modo se ha unificado con nosotros que nuestra muerte es la suya, para que también su victoria sobre la muerte sea nuestra propia victoria. Y en todas las cosas quedamos victoriosos por aquel que nos ha amado (Rom 8,37).

d) El consuelo durante el tiempo intermedio (1Co/15/58).

58 De manera que, amados hermanos míos, permaneced firmes, inconmovibles, progresando constantemente en la obra del Señor y sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no cae en el vacío.

Es, pues, justo y digno celebrar de esta manera a Dios por la obra de la redención. Pero tampoco podemos olvidar el otro aspecto, el que corresponde a nuestro estado actual. Pablo prefiere no cerrar el capítulo con acentos triunfales, sino con exhortaciones cordiales, pero apremiantes. Recurre otra vez a la expresión «hermanos» con la que comenzó este largo capítulo; pero ahora añade un «amados». Le gustaría creer que ha ganado para la unidad indeclinable de la fe a los que vacilaban y les pide y exhorta ahora que permanezcan firmes en ella, que no se dejen inducir de nuevo a error, para que puedan consagrarse, sin dispersión de energías, a la edificación de la comunidad y a la expansión del Evangelio.

La Iglesia es la obra del Señor, la edificación del Señor, todo aquel que se inserta en ella es llamado a colaborar (cf. 3,9ss). En todo tiempo y lugar hay ocasión para trabajar en las cosas del Señor en cuerpo y alma. Que el Apóstol se refiere aquí a un serio esfuerzo, que costará realmente algo a los miembros de la comunidad, se advierte por la continuación, en la que les asegura que su «trabajo» no será en balde. Esta aseveración incluye la idea de que el éxito de aquello que se hace según la mente del Señor no es algo que deba ser necesariamente visto y medido por nuestros ojos. Sobre este extremo tiene e] Apóstol una sobrada experiencia. Pero ningún fracaso le ha podido llevar a la falsa idea de que sus esfuerzos hayan sido inútiles. Con esta certeza toma sobre sí, día a día sus trabajos exteriores y sus preocupaciones interiores. Y todo aquel que haya aprendido o quiera aprender del Apóstol lo que es el auténtico y pleno ser cristiano, debe pensar como Pablo, y esforzarse, a su vez, un poco, como el mismo Pablo.