CAPÍTULO 10


3. EJEMPLOS DE FALSA SEGURIDAD (10,1-13).

a) Los sacramentos no garantizan la salvación (1Co/10/01-05).

1 No quiero, hermanos, que ignoréis esto: nuestros padres estuvieron todos bajo la nube; todos atravesaron el mar; 2 y todos, en la nube y en el mar, fueron bautizados en Moisés. 3 Todos también comieron el mismo alimento sobrenatural; 4 todos bebieron la misma bebida sobrenatural, es decir, bebían de la roca sobrenatural que los seguía, y la roca era el Cristo. 5 Sin embargo, Dios no se complació en la mayoría de ellos, pues quedaron tendidos en el desierto.

El peligro que Pablo ve bajo la consulta más bien práctica de las carnes inmoladas a los ídolos le debió parecer tan grande que no se contenta con ofrecer un ejemplo personal, descrito con tanta minuciosidad, sino que, una vez más, busca un nuevo argumento desde un planteamiento completamente distinto. Aduce, además, algunos hechos de la historia de Israel. ¿No son traídos un poco por los cabellos? Quien así pensara, sabría muy poco de la estructura esencial de la actuación salvadora de Dios. Hoy se insiste por doquier en la historicidad del hombre, Pero con ello se busca casi siempre una simple exculpación o justificación de la situación cambiante de muchas ideas e instituciones, es decir, en cierto sentido se quiere sacudir el lastre del pasado. Se oye hablar, en cambio, mucho menos de algo que es también historicidad, a saber, que no podemos -y menos aún nos es lícito- quitarnos de encima el pasado. Cierto que la Iglesia, el cristianismo, la fe tienen que afrontar el futuro y cuentan con una promesa de asistencia para ello. Pero poseeremos el futuro sólo como herederos, esto es, en continuidad con aquel pasado del que procedemos, con aquellas raíces de las que hemos surgido. Si Cristo no ha venido a abolir, sino a cumplir (Mt 5,17), esta ley sigue siendo válida. Por eso la Iglesia ni puede atrincherarse tras la letra -ni siquiera la letra del Nuevo Testamento- como si en ella se hubiera regulado y consignado ya todo y de una vez para siempre ni puede, por el contrario, dar por nulo el Antiguo Testamento, como si estuviera ya por siempre y lisamente desbordado. No siempre resulta fácil distinguir entre lo que es letra que, en cuanto tal, ya no nos obliga, y lo que es espíritu, y permanece. Justamente la historicidad incluye la tarea de distinguir, una y otra vez, a medida que pasa el tiempo, entre estos valores.

En los ejemplos que ha venido citando hasta ahora Pablo no ha ido a espigar entre los textos veterotestamentarios de más denso contenido, como puede acaso comprobarse en el ejemplo del buey que trilla. Pero lo que aquí cita ahora tiene otro rango. ¿Por qué? Porque los ejemplos proceden de la época de la marcha de Israel por el desierto. Después del éxodo de Egipto, símbolo permanente de la liberación, el pueblo de Dios está en camino hacia la tierra prometida, símbolo permanente de la plenitud. En el espacio intermedio corre un tiempo extraño, lleno de milagros y demostraciones del amor divino, hasta tal punto que, más adelante, casi idealizado, fue celebrado como la época del amor de juventud entre Dios y su pueblo. En realidad, fue un período lleno de caídas, murmuraciones y apartamientos, de tal suerte que se puede presentar también como una cadena ininterrumpida de pecados (así en algunos salmos). No se trata de algo casual. En esta época aparece diáfanamente la total dualidad de la historia humana. Merece suma atención advertir que los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto, al comienzo de su misión pública, sean una señal de esta época de la salvación, así como también que el tentador se le acerque precisamente durante este período. Todas las respuestas de Jesús a las tentaciones proceden del libro del Deuteronomio, y dentro de este contexto de la marcha por el desierto. Otros textos neotestamentarios nos permiten ver que también la Iglesia naciente se orientaba con predilección hacia esta época especial de la historia de la salvación, porque también ella se sabía sacada de la esclavitud, y en camino, expuesta, por tanto, a la tentación (lPe 5,8s; Heb 3,7-4,13).

Por eso Pablo puede llamar a aquellos israelitas «nuestros padres», aunque los corintios eran, en su mayor parte, no judíos. Son nuestros padres porque sólo existe una historia salvífica dentro de la cual Dios ofrece continuamente la salvación y en la que mantiene ciertas estructuras permanentes. Cuando Pablo dice: fueron bautizados, fueron alimentados, experimentamos una cierta sorpresa inicial. ¿No retrotrae así los sacramentos cristianos a una época en la que todavía no existían? Él sabe muy bien que entonces no había ni bautismo, ni eucaristía cristiana. Pero sabe también, por otra parte, que el bautismo cristiano y la eucaristía hunden sus raíces allí, tienen allí su prototipo. Lo que se dio a los israelitas era -comparativamente- lo mismo que a nosotros nos comunican el bautismo y la eucaristía. Y esto precisamente es lo que constituye la unidad de la historia de la salvación. A medida que avanza, todo se hace mayor y más perfecto, pero la estructura sigue siendo la misma (como siguen siendo iguales los triángulos equiláteros, independientemente de su magnitud). Si (según 8,6), Cristo fue intermediario de la creación, fue también colaborador de la salvación ya en la antigua alianza. Se puede, pues, no sólo decir que todas las maravillas hechas en favor de aquel pueblo de la alianza antigua eran presignos y preejemplos de los medios de la gracia por venir, sino que también, a la inversa, puede afirmarse que las señales vigentes en la realidad neotestamentaria pueden retrotraerse a los niveles precedentes.

Por otra parte, en este pasaje se reconoce por primera vez que el bautismo y la eucaristía forman unidad entre sí. De suyo, no había motivo alguno, para hablar aquí del bautismo, a no ser que el Apóstol supiera ya que ambos hechos son de alguna manera espirituales, es decir, que son justamente «sacramentos». Hubiera sido difícil que Pablo hubiera encontrado, ni siquiera buscado, estas correspondencias veterotestamentarias con el bautismo, si no estuvieran tan a la mano las que se dan entre la eucaristía y el maná. Que a partir de aquí, la travesía del mar, es decir, la liberación a través de las aguas, pueda ser comparada con el bautismo, es algo evidente, dado el modo de bautizar de Pablo por inmersión en el agua (y agua corriente, con toda probabilidad).

¿Qué significa aquí la nube? ¿Está ligada en este pasaje al agua o se la piensa como elemento independiente, en cuanto que es signo de la presencia eficaz de Dios? En todo caso, la nube es siempre, en la marcha por el desierto, manifestación graciosa de la alianza divina23. Ambas juntas, agua y nube, se hacen signos casi sacramentales sólo a través de Moisés. «Bautizados en Moisés», se dice, imitando por anticipación la realidad de Cristo, en el sentido de que los israelitas, adhiriéndose a Moisés, participaban de su relación de gracia con Dios, del mismo modo que participamos nosotros de Cristo a través del bautismo (Rom 6,3).

Si alguien no se considera satisfecho con este modo de pensar, puede, en todo caso, sacar una lección: no se trata de rebajar los dones salvadores veterotestamentarios para encumbrar los del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento no tiene necesidad de recurrir a estos métodos para mostrar su superioridad. Damos más gloria a Dios si reconocemos agradecidos el progreso del uno al otro, sin dejar de ver su unidad total. Los detalles de la comparación son, en este sentido, menos importantes y no deben tomarse al pie de la letra. Lo que a Pablo le interesa es poner en guardia frente a los gnósticos de Corinto, tan seguros de sí: no penséis que los sacramentos que habéis recibido sean ya un salvoconducto para cualquier género de comportamiento. Se puede haber recibido el bautismo de una vez para siempre, se puede haber recibido la eucaristía muchas veces y, no obstante, ser rechazados por Dios.

Existía una leyenda judía según la cual la roca de la que brotó el agua acompañó al pueblo en su marcha por el desierto. Al Apóstol le vino bien para aludir a la realidad de Cristo, que está siempre cerca de nosotros, los cristianos, para comunicar la vida, como lo estaba cerca de su pueblo, de una manera acomodada a su mentalidad. Merece la pena mencionar el hecho de que Cristo, como roca vivificante, aparece en otros escritos neotestamentarios, y de una manera muy especial en aquella escena de la fiesta de las tiendas en la que Jesús proclama que debe acudirse a él para beber agua (Jn 7,37ss).
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23. La nube, como shekinah (es decir, como tienda o presencia de Dios) es un hacerse visible la majestad. Lo que dice el Nuevo Testamento sobre la doxa (la gloria) recibe, por tanto, desde aquí, una cierta dosis de cosa visible, de contemplación.
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b) Los que desafían al Señor (1Co/10/06-11).

6 Estos acontecimientos fueron prefiguraciones para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. 7 Y no seáis idólatras como lo fueron algunos de ellos, según está escrito: El pueblo se sentó a comer y a beber, y se levantaron a danzar. 8 Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron y cayeron veintitrés mil en un solo día. 9 Ni tentemos al Señor, como lo tentaron algunos de ellos, pereciendo por causa de las serpientes. 10 Ni murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, muriendo a manos del exterminador. 11 Estas cosas les sucedieron como hechos figurativos, y fueron consignadas por escrito para que sirvieran de advertencia a nosotros, que hemos llegado a la etapa final de los tiempos.

La sección transcrita está encuadrada por una palabra que caracteriza exactamente las ideas antes desarrolladas sobre la relación entre Antiguo Testamento y Nuevo: typos = (pre)figura. La teología actual sigue teniendo en cuenta, y hoy de manera renovada, estas relaciones con la «tipología». La figura o tipo debe distinguirse estrictamente de la alegoría (que también se da en el Nuevo Testamento), y que extrae, de un texto, algo intemporal, distinto.

En el typos, por el contrario, subyacen contenidos teológicos esencialmente iguales, que marchan en la misma dirección. Como se ve por nuestros ejemplos, consiste en que una determinada acción salvadora divina es, a su vez, exposición previa de la salvación venidera, porque Dios lo ha querido así. La figura o typos no puede ser entendida, por consiguiente, en un sentido moral, pero tampoco en el sentido platónico de idea ejemplar, porque en Platón esta idea es algo perfecto, respecto de lo cual toda realidad temporal sólo puede ser disminución o debilitamiento, mientras que en la historia de la salvación lo anterior es superado, llevado a su plenitud por lo posterior. En este caso se encuentran los paralelos entre Cristo y Adán24. Adán es, en algunos de sus rasgos esenciales, preexposición de Cristo, porque en Cristo comienza la nueva creación, que supera a la creación primera. Como puede comprobarse por nuestro pasaje, también es posible establecer una correlación entre Moisés y Cristo: Moisés mediador de la alianza antigua, Cristo mediador de la nueva alianza (cf. Heb 9,15ss).

Pero al crecer la obra salvadora de Dios crece también la responsabilidad y el riesgo del hombre que entra a formar parte de la alianza. Ya el Antiguo Testamento contrapone a la acción salvadora de Dios la conducta rebelde y desagradecida de los elegidos y agraciados. Eran codiciosos, servían a los ídolos, se entregaban a la lujuria. Estos tres pecados marchaban de hecho a la par. El culto pagano llevaba a ello, debido a sus signos sensibles y a sus goces sensuales. Los israelitas habrían configurado de buena gana el culto a Yahveh de acuerdo con las desenfrenadas fiestas orgiásticas del paganismo. Muchas veces lo que pretendían de suyo no era apartarse de Yahveh, sino adorarle al modo como los paganos veneraban a sus dioses.

A través de estas alusiones bíblicas del Apóstol nos viene fácil y diáfanamente a la memoria la paralela conducta, o al menos la tentación, a que se veían expuestos los relajados corintios (cf. el capítulo 6). Pablo añade otros dos pecados típicos de la generación del éxodo: la tentación y la murmuración. «Tentación» significa aquí someter a prueba, en cuanto que se intenta hacer coexistir la santidad del Señor con los pecados. Pablo encuentra aquí natural, una vez más, que bajo la palabra Kyrios -con la que la traducción griega del Antiguo Testamento designa a Dios- sus oyentes o sus lectores entiendan a Cristo. La murmuración, típica de aquella generación, pero también de las que la siguen -recuérdense las parábolas de Jesús sobre los obreros de la viña y sobre el hijo pródigo- no era acaso tan acusada en aquel momento entre los corintios; pero no le falta razón al Apóstol para temer que se produciría, debido a las exigencias de su carta. Sintetizando, Pablo declara una vez más que estas cosas, que sucedieron realmente en el pasado, fueron escritas para los venideros; y ahora lo dice con más precisión: para nosotros, para los cristianos, para la comunidad salvífica del Nuevo Testamento, en cuya historia alcanza todo su cumbre. Allí donde la salvación definitiva está más cercana, son también mayores los peligros. La expresión de que «ha llegado la etapa final de los tiempos» dice negativamente aquello mismo que Jesús decía positivamente con su proclamación del reino de Dios. Todos los escritos del Nuevo Testamento se basan en la conciencia de que nuestro tiempo, el tiempo mesiánico, es el último, porque lo que venga a continuación será del todo diferente.
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24. Rm 4,14s; 1Co 15,45s.
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c) Dios es fiel para los que en él confían (1Co/10/12-13).

12 Por lo tanto, el que crea estar seguro, mire no caiga. 13 Ninguna tentación os ha sobrevenido que fuera sobrehumana. Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; por el contrario, junto con la tentación, os proporcionará también el feliz resultado de poderla resistir.

TEMOR/SEGURIDAD: El peligro más grave que, según Pablo, ronda a los corintios es el de su seguridad fundada en sí mismos. Se comportan y se sienten como si ya para ellos no existiera peligro alguno. Se permitían ciertas libertades como si dispusieran ya de su propia salvación. Cierto que la fe y los sacramentos dan ya desde ahora, en cierto modo, la salvación futura. Pero en ningún creyente ha dejado de tener vigencia aquella característica esencial del ser humano que nosotros llamamos estado de peregrinación. Mientras un hombre vive, hay motivos para esperar y motivos para temer. Aquel que excluye uno de los dos extremos comete uno de los más graves pecados. No que un creyente no pueda de suyo pensar que está en gracia; pero, al tiempo que lo piensa, debe considerar también que puede perderla, y tan rápidamente que es posible en este mismo instante. Nadie está tan de pie que no pueda también caer. El Apóstol insiste en la nota de precaución: El que crea estar seguro, mire no caiga...

Existe, en efecto, un poder que está siempre al acecho para ver de derribarnos en el momento más impensado. Esta idea parece estar al fondo de todo el pensamiento del Apóstol cuando considera como meramente humana la tentación que hasta ahora les ha acometido. Sabe que antes del fin, las fuerzas demoníacas y, en definitiva, el demonio mismo, harán los más poderosos esfuerzos para arrebatar al hombre la salvación (cf. Ef 6,10-17). Todo lo cual concuerda perfectamente con el padrenuestro, en el que nos armamos con la oración frente a tales tentaciones. Con todo, en este pasaje Pablo no quiere insistir tanto en el peligro. Prefiere, más bien, ofrecer la sólida ancla de la esperanza. A aquel a quien ha llamado a la fe, quiere Dios salvarle también de todos sus peligros. En la primera gracia están ya preparadas las restantes, que son necesarias para llegar a la glorificación. Lo cual equivale a decir que no quiere ahorrarnos las tentaciones, pero que conoce muy bien la medida de lo que se nos puede exigir y así, a la tentación, va vinculada ya la gracia para poder superarla, en vez de sucumbir ante ella.
 

4. DECISIONES PRACTICAS EN LA CUESTIÓN DE LAS CARNES INMOLADAS (10,14-11,1).

a) Participación en el cuerpo de Cristo (1Co/10/14-17).

14 Por eso, mis amados hermanos, huid de la idolatría. 15 Os hablo como a personas sensatas; juzgad vosotros de lo que digo. 16 La copa de bendición que bendecimos, ¿no es tener parte en la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es tener parte en el cuerpo de Cristo? 17 Porque es un solo pan, somos, aunque muchos, un solo cuerpo; ya que todos participamos de un solo pan.

Como ya hemos visto en otras ocasiones, el versículo 14 puede valer tanto como resumen de las reflexiones precedentes que como nuevo arranque de la sección que sigue. En todo caso, el énfasis de la expresión y la llamada a comprender a fondo el pensamiento antes expuesto, prepara el camino para las notables afirmaciones siguientes.

Estos versículos tienen suma importancia también para nosotros y por diversas razones. Recibimos aquí preciosas conclusiones sobre el misterio central de la Iglesia: la celebración y la intelección de la eucaristía. No sabemos qué extrañar más, si el hecho de que en todos los demás escritos del Nuevo Testamento apenas si se nos dice nada sobre este gran misterio, o que aquí se nos dé (y debamos agradecer) un testimonio tan preciso y de tanta transcendencia. Es preciso pesar con escrupuloso cuidado cada palabra, para intentar percibir hasta los menores matices de estos dos versos, que contienen el misterio eucarístico de la Iglesia.

«La copa de bendición.» Nos hallamos ante una frase ya consagrada, procedente del judaísmo. Estas palabras eran la expresión más elevada para designar la cena pascual. A lo largo de la comida ritual, que se prolongaba varias horas, se escanciaban cuatro veces las copas. La más importante de todas ellas era la tercera, porque era entonces cuando el padre de familia o el que presidía la mesa pronunciaba la oración de acción de gracias o de bendición. Estaba, pues, por lo mismo, adornada con guirnaldas. En épocas posteriores se cerraron también de parecida manera, con oración de acción de gracias y con una «copa de bendición», otros banquetes solemnes. El hecho de que Pablo pueda dar por conocida esta práctica, es un indicio seguro de que ya la primitiva Iglesia de dentro y de fuera de Palestina había hecho suyo este lenguaje para designar con él la eucaristía.

«...que bendecimos». ¿Para qué esta reduplicación? ¿Tal vez para distinguir el cáliz cristiano de las copas de los judíos y acaso también de las de los paganos? No es indispensable ver en esta frase una alusión a las palabras de la consagración; pero con estas breves sentencias no se significa prácticamente nada más -y nada menos- que la oración eucarística de la Iglesia, con la que ella hace lo que el Señor ya hizo: «dar gracias (bendiciendo)». El hecho de que aquí no diga eukharistoumen, sino eulogoumen, apenas establece diferencias. Ambos vocablos se usaron durante mucho tiempo con el mismo significado. Aquí estaba más indicado el segundo, dada la expresión ya acuñada: copa de bendición (eulogia).

«¿No es participación en la sangre de Cristo?» Mediante el acto de la bendición eucarística, el contenido del cáliz se ha convertido en la sangre de Cristo. Esta copa es, para todos los que beben de ella, participación en la sangre de Cristo. Acaso podría decirse algo más: participación comunitaria, comunión con alguien mediante la participación en algo. Muchas traducciones dicen aquí: «comunión en el cuerpo de Cristo». Por mucho que se pretenda hoy día dar preferencia al concepto de comunión, en razón de su contenido personal, la verdad es que no ofrece una buena conexión lógica con la «sangre de Cristo». Es bien cierto que al beber la sangre de Cristo se establece la comunión con Cristo. Pero lo que aquí aparece en primer término, lo que sucede sacramentalmente -es decir, de modo visible- es algo objetivo, es «un tener parte en». Para Pablo lo espiritual personal era tan evidente que no necesitaba acentuarse.

«El pan que partimos ¿no es tener parte en el cuerpo de Cristo?» Existe un paralelismo innegable entre este versículo y el precedente. «Partir el pan» no es originariamente una designación aplicada en exclusiva al banquete eucarístico. Pero el sentido paralelo parece indicar ya una evolución en este sentido. ¿Por qué se ha puesto primero la afirmación de la copa? Probablemente porque la base de la argumentación enlaza mejor con la frase sobre el pan.

«Porque en un solo pan somos, aunque muchos, un solo cuerpo.» ¡Sorprendente giro! Se hablaba del pan y del cuerpo, del pan que en la celebración eucarística se hace cuerpo de Cristo. Pero ahora, de súbito, se pasa de un cuerpo a otro cuerpo, o mejor dicho, se hace ver que, mediante esta celebración, Cristo no sólo recibe un cuerpo bajo la figura de pan, sino también un cuerpo bajo la forma de comunidad, de Iglesia; más aún, que la forma de pan que toma el cuerpo se ordena propiamente a hacer real y visible la Iglesia como cuerpo de Cristo. Ambas significaciones y realidades del cuerpo se encuentran en el acontecimiento eucarístico, en que, a partir de un pan, los muchos no sólo reciben su parte, sino que, por la recepción de esta parte, se convierten de misteriosa manera en aquel todo que es el cuerpo de Cristo.

Eran varias las ideas y elementos expositivos puestos a disposición de Pablo y de la comunidad a los que el Apóstol podía recurrir para ofrecer esta síntesis. Pero podría darse el caso de que, por así decirlo, esta misma abundancia de elementos le arrastrara a una serie de conceptos que no estuvieran ya en la linea de la idea principal. Con todo, en el fondo de su espíritu, la preocupación por la unidad de la comunidad está presente en todos los temas y pensamientos del Apóstol. Pablo tenía, pues, a su disposición el acto sensible y perceptible de la partición del pan que, al menos en principio, se hacía de modo que cada participante recibiera una porción del mismo pan. Es probable que en una comunidad tan numerosa ya no fuera posible que todos los participantes comieran de un solo pan, sobre todo porque en la antigüedad no se cocían panes tan grandes como los que se pueden cocer hoy. Pero el contenido íntimo de unidad del banquete eucarístico había desbordado ya de tal modo la expresión exterior, que el simbolismo de unidad siguió siendo básico aun en los casos en que debían partirse varios panes. Otro de los elementos previos al Apóstol era la idea de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Forma parte de la didáctica, probablemente inconsciente, psicologico-retórica, pero excelente, del Apóstol, empezar a mencionar ya desde ahora un tema tan importante como éste, que luego se desarrollará con mayor detalle en el capitulo siguiente.

¿Por qué se recurre al pan, y no a la copa, para exponer estas ideas? Acaso porque la forma sólida del pan hace más sensible y perceptible la forma visible de la comunidad. Si la Iglesia quiere ser verdaderamente el sacramento de la salvación, la señal y el instrumento de la unión con Dios y de unos con otros, es preciso que los creyentes se conozcan entre sí en este sacramento del altar. «En este pan véis lo que sois.» «En este pan recibís lo que sois.» Innumerables veces ha citado el gran doctor de la Iglesia, Agustín, este versículo cuando explicaba este sacramento, porque responde a un aspecto de la eucaristía que revestía gran interés en aquel ambiente de sus controversias contra los que, en su época, dividían la Iglesia. Responde también al fruto de que la Iglesia de nuestros tiempos se halla más necesitada para el crecimiento y la autenticidad tanto de su vida interior como de su testimonio eficaz ante el mundo.

b) Comensales a la mesa de los demonios (1Co/10/18-22).

18 Mirad al Israel según la carne: los que comen de los sacrificios ¿no están en comunión con el altar? 19 ¿Y qué quiero decir con esto? ¿Que lo inmolado a los ídolos es una realidad? ¿O que el ídolo es algo? 20 De ninguna manera: sino que lo que sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios. 21 No podéis beber la copa del Señor y la copa de los demonios; no podéis formar parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios. 22 ¿O es que vamos a provocar a celos al Señor? ¿Somos acaso más fuertes que él?

La comunión eucarística a una misma mesa significa y causa, por el cuerpo y la sangre, una unión íntima con el Señor vivo. Hemos sido instruidos desde niños en esta idea y hemos visto cuán excepcional e incomparable es aquello que antes se llamaba y también hoy seguimos llamando la sagrada comunión. Pero lo que supimos menos, de niños, es que algo parecido a la comunión se daba también entre los judíos e incluso entre los mismos paganos. Cuando se nos acentuaba la transformación del pan y del vino, no teníamos la menor posibilidad de comprender que, de acuerdo con la idea del sacrificio de todos los pueblos, también ellos tenían a la vista una especie de transformación en sus sacrificios. La consagración a la divinidad se hacía simbólica y real mediante los sacrificios quemados en el altar. El fuego, que según el concepto de los hombres sumergidos en las circunstancias primitivas de la historia, venía indiscutiblemente del cielo, más que consumir la carne sacrificada, lo que hacía era transformarla. Aquel que comía de esta carne -así ahora penetrada por las fuerzas de la divinidad- quedaba unido a esta misma divinidad. Doquiera se llevaba a cabo un sacrificio, sabían bien los sacrificantes que mediante la participación en el banquete sacrificial -y este banquete era siempre un elemento fundamental del sacrificio- se convertían en invitados de la divinidad, beneficiarios de dones divinos. La comunión no es, pues, una invención del cristianismo, como tampoco lo es el bautismo. Aquello que la religiosidad natural encontró desde sí misma, aquello de lo que el anhelo, la intuición y la esperanza del alma humana daba testimonio, todo esto ha sido confirmado y llevado a plenitud por la revelación de Dios en Cristo. «Todas las promesas de Dios en él se hicieron "sí"» (2Cor 1,20). La evidente certeza de la realidad sacramental del culto es presupuesto previo para la argumentación del Apóstol, que se desarrolla ahora de acuerdo con el pequeño tema adicional del versículo 17. El versículo 18 considera la realidad del culto judío, que en aquel tiempo todavía se seguía celebrando en Jerusalén; los versículos 19 y 20 se refieren al culto pagano. Una vez que Cristo hubo llevado a plenitud, con su sacrificio personal, toda la esencia del sacrificio, el culto judío se había convertido en una actividad religiosa desprovista de valor. Casi se podría decir que en un trágico correr en el vacío. Algo de esto parece que quiere decir Pablo cuando habla del Israel según la carne. Pero, visto en su totalidad, no cabe duda que los participantes en el sacrificio estaban en comunión con el altar. Y aquí, de acuerdo con el genuino modo de hablar judío, altar significa Dios. Estaban en comunión con Dios, participaban de la vida divina.

Al referirse a los sacrificios paganos, Pablo podría haber rehusado reconocer a los dioses esta misma realidad. Y, sin embargo, para él es indudable que también aquí se da o acontece esta misma realidad -si no divina, sí demoníaca-. La idea de que la nada de la fe y del culto a los dioses están, en última instancia, bajo el poder de los demonios, se ha proclamado ya, de diversas maneras, en el Antiguo Testamento, de tal suerte que esta observación de Pablo puede considerarse como una cita libre 20.

Sigue luego, a título de conclusión, una invectiva que recuerda la sentencia del Señor sobre los dos señores en el sermón de la montaña. La expresión se construye en dos frases paralelas, en las que la copa ocupa de nuevo el primer lugar. «La mesa» puede indicar la totalidad, tanto respecto de los banquetes cúlticos paganos como de la eucaristía cristiana; pero su doble formulación en el paralelismo pudo impulsar a mencionar la doble forma del banquete eucarístico.

Con un giro formulado en forma de pregunta retórica tomada del contexto del canto de Moisés (Dt 32,27ss) ya aludido en las líneas precedentes, se cierra la linea del pensamiento. La pregunta ¿somos más fuertes que él? pone en claro, una vez más, a quién va dirigida, en primer término, esta reflexión: a los fuertes de Corintio.
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26. Cf. Dt 32,17; Sal 96,5; 106,37.
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c) Casos particulares (/1Co/10/23-30).

23 «Todo está permitido»; pero no todo es conveniente. «Todo está permitido»; pero no todo es constructivo. 24 Ninguno busque sus propios intereses, sino los del prójimo. 25 Comed de todo lo que se vende en la carnicería, sin preguntar nada por motivos de conciencia; 26 pues del Señor es la tierra y lo que ella contiene. 27 Si un pagano os convida y queréis ir con él, comed de todo lo que os ponga, sin preguntar nada por motivos de conciencia. 28 Pero si alguno os dice: «Esto ha sido ofrecido en sacrificio», no lo comáis, en atención al que os lo advirtió y a la conciencia. 29 Cuando digo «conciencia» no me refiero a la propia, sino a la del otro. Pues, ¿por qué mi libertad va a ser juzgada por la conciencia de otro? 30 Si yo me tomo mi parte con acción de gracias, ¿por qué me van a echar en cara una cosa por la que he dado gracias?

Una vez alejado el peligro de que se interprete mal y se falsee en Corinto la doctrina paulina de libertad, puede el Apóstol pasar a la exposición de las instrucciones prácticas que se derivan de sus principios. Enumera tres casos concretos, no sin volver a recordar de nuevo el principio básico ya formulado en un contexto anterior (6,12). No les vendrá mal reconocer que también en este caso siguen en vigor los mismos principios.

El primer caso es diáfano y transparente: lo que se vende en el mercado puede comprarse y comerse sin más preocupación; se excluye aquí toda apariencia de culto a los dioses. El segundo caso es algo más personal: la invitación a comer con un infiel. También aquí tiene vigencia una libertad de principio; pero entonces -y éste sería el tercer caso- acaso se haga necesario establecer una limitación: si alguien, probablemente algún otro invitado cristiano más trabajado por las dudas, hace notar expresamente que es carne sacrificada a los ídolos, es preciso mostrarse circunspecto y respetuoso con los débiles. Más dificultad presentan los versículos 29 y 30. ¿Quién habla aquí? ¿Cede Pablo la palabra a un contrincante? Esto haría buen sentido, de acuerdo con el texto principal. Pero no se compagina bien ni con el «pues» introductorio ni con lo que se dice, a modo de respuesta, en el versículo 31. Y así, parece mejor considerar que en estos versículos Pablo sigue exponiendo sus propias ideas. Dice, pues: si tú renuncias a esta circunspección, no por eso puedes ya ser condenado por la conciencia de los demás; estos otros no tienen derecho a pensar que seas un mal cristiano. El sano puede comer lo que acaso el enfermo no pueda. Pero el sano tampoco va a enfermar porque renuncie a esta comida.

d) Lo definitivo para todos los casos (1Co/10/31-11/01).

31 Así pues, ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. 32 No seáis motivo de tropiezo ni a judíos, ni a griegos, ni a la Iglesia de Dios. 33 Así también yo procuro agradar a todos en todo, sin buscar mi propio provecho, sino el de todos, para que sean salvos. 11. 1 Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.

Pablo no sabe quedarse en consejos de casuística práctica. Quiere exponer de nuevo toda la cuestión en su total anchura y profundidad. A propósito del tema de la comida de ciertas carnes, aplica y generaliza lo que él considera esencial para un cristiano en toda clase de comidas, y bebidas, y aun en todo género de actividad. Es decir, en ningún caso se detiene en los actos religiosos solamente. Para un cristiano toda está referido a Dios; para un cristiano todo sirve a la gloria de Dios. Ya coma o beba, todo cuanto hace dentro de su existencia humana, y en el uso de las cosas del mundo que el Creador ha destinado al hombre, en todo esto debe marchar hacia Dios, por todo esto debe dar gracias a la divinidad. Y sentirá una alegría mucho más profunda al recordar cuál puede ser el destino de su vida: dar gloria a Dios.

Un doble pensamiento cierra el tema: en primer lugar, de nuevo, la advertencia de que se evite, en todos los aspectos, el escándalo, tomando para ello ejemplo del mismo Pablo. A lo que se añade, con un giro totalmente sorprendente, la alusión al ejemplo de Cristo27. La sentencia es tan rotunda en sí que permite una aplicación general. En ella se expone el principio de la imitación en el sentido de seguimiento, y el seguimiento en el sentido de imitación. La comunidad debe mirarse en el espejo que la vida del Apóstol les ofrece. Pablo ha contrapuesto con suficiente energía su conducta a la de ellos. Entran aquí tanto la audición de la palabra como la contemplación de la existencia vivida. Ambos aspectos deben iluminarse mutuamente. Esto mismo ocurrió en Jesús. Tras la imagen de la vida del Apóstol y bajo sus palabras se hace visible el mismo Jesús. En esta sentencia ha sintetizado realmente el Apóstol toda la vida de Cristo, que no se complació sólo a sí mismo (Rom 15,3), sino que se entregó por nosotros, los muchos, aunque de una manera que no es directamente visible y perceptible para todos. Así ha comprendido Cristo el sentido de su misión y así ha sido entendido, como cumplimiento de las profecías del siervo de Yahveh. Tenemos que partir del hecho de que Pablo tiene siempre ante los ojos esta norma definitiva, aunque no siempre lo afirme expresamente.
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27. Esta idea aparece aquí de una forma tan inesperada que en la división de capítulos efectuada en el siglo Xlll se creyó que formaba parte del capítulo siguiente. Esta decisión fue ciertamente errónea, pero se comprende fácilmente par qué se llegó a ella.