CAPÍTULO 22


6) El nuevo paraíso (22,1-5)

Esta sección está separada formalmente de la precedente mediante una introducción («Y me mostró»). También en la representación figurada se produce un cambio; al cuadro de la ciudad se añade para completarlo el del paraíso. Luego, sin embargo, se reúnen las dos imágenes en una, de donde resulta esta aserción de sentido más amplio: con el descenso de la nueva Jerusalén se vuelve a otorgar a la tierra en forma consumada el paraíso perdido. El panorama de la historia de la salvación se amplía en el sentido de la historia de la creación.

Con el paraíso comenzó el primer libro de la Biblia, como con él comenzó también la historia de Dios con la humanidad; con el paraíso se concluye su último libro, que así hace que esta historia desemboque en un nuevo comienzo feliz, al que no se pone ya fin; el tiempo final y el tiempo inicial se corresponden mutuamente. La ciudad de Dios, caracterizada hasta ahora principalmente como ciudad de la luz eterna, ahora, mediante la representación del paraíso, viene descrita a la vez como ciudad de la vida eterna.

1 Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como cristal que sale del trono de Dios y del Cordero.

Juan ve brotar la corriente de vida «del trono de Dios y del Cordero»; por «el Cordero como degollado» se alumbra de nuevo para la humanidad la fuente primera de la vida eterna. El agua y la vida están asociadas inseparablemente, sobre todo para el oriental, pues donde él ve agua, hay vegetación exuberante; donde falta, es el desierto. La fusión de la imagen de la corriente del paraíso (Gén 2,10-14) con la promesa profética escatológica de una fuente en el templo (Ez 47,1-12; Jn 4,14; Zac 14,8) tiene por objeto representar en forma sensible la inagotable plétora de fuerza vital que Dios comunica a su creación ahora que, preparada por la redención, la lleva a la consumación.

2 En medio de la calle principal y a un lado y otro del río hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para curar a las naciones. 3a Ya no habrá maldición contra nadie.

Del paraíso procede también la imagen del árbol de la vida (cf. 2,7; 22,14.19) que se hallaba en medio de él (Gén 2,9; 3,22). Con las indicaciones que aquí se dan no es posible determinar claramente el puesto del árbol de la vida. Parece ser que Juan no piensa en un solo árbol como en el relato del paraíso, sino que, como Ezequiel, cuya descripción utilizó como modelo, incluso en el tenor de las palabras (cf. Ez 47,7.12), piensa en toda una avenida de árboles que crecen a los dos lados a lo largo de la corriente 86. Los árboles, siempre verdes, dan frutos sin interrupcción, lo cual quiere decir que a los habitantes del nuevo paraíso no se les acaba nunca el manjar de la inmortalidad. Un segundo rasgo, el poder curativo de sus hojas, está tomado a la letra de Ezequiel (cf. Ez 47,12), y en el contexto presente sólo puede tener un sentido restringido, a saber, que todos los pueblos que llegan nuevamente hallan la curaci6n de todos sus achaques y ven otorgárseles para siempre la preservación de su nueva vida contra la amenaza de muerte. Porque allí no puede ya haber enfermedades y muerte, que son consecuencias de la maldición del pecado (cf. 21,4). En general no hay ya nada maldito (cf. Zac 14,11), una vez que el autor de todo mal, Satán, está ya excluido del nuevo mundo para siempre (cf. 20,10).
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86. En este caso «árbol de vida» habría de entenderse como singular genérico.
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3b y estará en ella el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto. 4 Verán su rostro y llevarán el nombre de él en la frente. 5 Ya no habrá noche, y no necesitan luz de lámpara ni luz de sol; porque el Señor, Dios, los alumbrará, y reinará por los siglos de los siglos.

Las visiones de futuro («las cosas que han de ser después de éstas», 1,19) comenzaron con la visión del trono (4,1-5,14), y ahora terminan también en el «trono de Dios y del Cordero». El cielo de Dios y el mundo de los hombres habían sido dos realidades separadas, que ahora han vuelto a unificarse; está excluida para siempre una nueva caída en pecado como en el primer paraíso.

La nueva humanidad, descrita como imagen y propiedad de Dios (cf. comentario a 3,12; 14,1), se halla ahora asociada con las multitudes celestiales (cf. 4,6-11), ante el Altísimo con fiel voluntad de servicio; precisamente por esto le da Dios participación en su soberanía (cf. 1,6; 3,21; 5,10). También a este respecto está plena y totalmente realizado en el nuevo paraíso lo que se había anunciado en figura en el primero, pero que se malogró por la culpa del hombre (cf. Gén 1,28s; 2,15-17; 3,1-7.23s).

Los que están ante el trono de Dios y del Cordero ven a Dios tal como es (cf. Mt 5,8; lCor 12,12; lJn 33,2); en esto se cifra su felicidad. En la luz eterna de la gloria de su Dios han hallado la vida eterna. Así es como la criatura hombre está ahora consumada en todo lo que en ella se hallaba en germen. La inmediata y eterna comunión de vida con Dios, su creador y redentor, es precisamente la que da a su ser la realización que se le había prefijado. A Dios, el Señor, que había creado el primer paraíso y lo ha restaurado todo en el nuevo con más grandeza y belleza, lo experimentan ahora los bienaventurados por toda la eternidad como su alfa y su omega (v. 13), su principio y su consumación.

Con este futuro eterno del hombre se ha alumbrado también un verdadero futuro a todo lo que forma parte del mundo del hombre; la transfiguración y glorificación abarca a la entera creación de Dios; entonces el nuevo cielo y la nueva tierra (cf. 21,1) vienen a ser realidad por el hecho de que Dios lo es «todo en todo» (cf. lCor 15,28). Este futuro de Dios fundamenta y determina el futuro eterno del universo.

CONCLUSIÓN 22,6-21

1. RATIFICACIÓN DEL LIBRO (22,6-9)

6 Y me dijo: «Estas son las palabras fidedignas y verdaderas. El Señor, Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en seguida.

El objetivo principal de las observaciones finales se cifra en demostrar la autenticidad y fiabilidad de la revelación contenida en el libro. Esto se había hecho ya anteriormente, en parte con las mismas palabras (cf. 19,9; 21,5); entonces se trataba de dar una confirmación de aserciones muy determinadas, mientras que ahora se extiende la confirmación al libro entero, por lo cual se formula con mayor solemnidad y énfasis.

La primera confirmación la da el ángel que había mostrado a Juan la última visión; tal confirmación se extiende más allá de esta visión al entero contenido del libro, como resulta claramente del hecho de hacerse referencia casi literalmente a la primera frase del Apocalipsis (cf. 1,1-3). Se demuestra su credibilidad mediante la observación de que la revelación proviene de Dios mismo (cf. 1,1); Dios, Señor «de los espíritus de los profetas» (cf. lCor 14,32), comunica a los que toma a su servicio como profetas lo que quiere que ellos notifiquen. Con las palabras «lo que ha de suceder en seguida» se mencionó en la introducción (1,1) el tema del libro, y con las mismas palabras se compendia ahora su contenido en la conclusión.

7 »Y mirad que voy en seguida. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro.»

La segunda confirmación viene de Cristo. Cristo repite aquí la indicación del tema del versículo precedente, asegurando y especificando que es él mismo quien va en seguida (cf. 2,16; 3,11); este anuncio se confirma todavía dos veces a continuación (v. 12 y 20). Según el contexto significa respectivamente amenaza (cf. 2,16; 3,11), amonestación apremiante (cf. comentario a 16,15) y estímulos. El interés pastoral del Apocalipsis en dar ánimos y en exhortar a la fidelidad en el tiempo de la persecución mediante referencia al desenlace de toda la historia, se muestra todavía al final con especial insistencia. Una bienaventuranza que recuerda la primera del libro (1,3) refuerza el parabién dirigido a todos los que toman en serio las verdades reveladas y se rigen por ellas.

8 Y yo, Juan, soy el que oía y veía estas cosas. Y después de ver y oír, me postré en adoración a los pies del ángel que me enseñaba estas cosas. 9 Y me dice: «No hagas eso; consiervo tuyo soy y de tus hermanos, los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro; a Dios adora.»

En tercer lugar, el autor mismo se presenta como garante de la autenticidad de las revelaciones consignadas en su escrito. Él es testigo ocular y auricular de todo y lo ha registrado por encargo de Cristo (cf. 1,11). De nuevo se designa lisa y llanamente como Juan (cf. comentario a 1,9); es bien conocido y se sabe que es de fiar.

Sin embargo, todavía añade un testimonio personal de la autenticidad, que le ha sido dado por el ángel de la revelación. Cuando él, como ya en otra ocasión (cf. 19,10), abrumado por la sublimidad de su vocación profética y hondamente impresionado por la gran importancia para la Iglesia oprimida, de la revelación que se le ha comunicado, quiere adorar al ángel, este enviado de Dios, con las palabras de repulsa confirma expresamente la vocación profética de Juan y con ello también por segunda vez (cf. v. 6) el contenido de su escrito como verdadera palabra profética.

Así como los ángeles y los profetas por vocación glorifican a Dios con su fiel servicio, así lo hacen también aquellos que se rigen por las instrucciones de la proclamación profética que está contenida en el libro; de esta manera forman como servidores de Dios una misma serie con sus ángeles y sus profetas.

2. ENCARGO DE PUBLICAR LA REVELACIÓN (22,10-16)

10 Y me dice: «No selles las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está cerca.

En contraste con el profeta Daniel, al que fue prohibida la publicación de sus visiones (cf. Dan 8,26; 12,49), Juan recibe el encargo de dar a conocer inmediatamente las suyas. La razón de esta diversidad de los encargos está en que los vaticinios de Daniel se refieren a tiempos posteriores (cf. Dan 8,26) o al «tiempo final», que todavía no ha llegado (cf. Dan 12,49), mientras que las visiones de Juan tienen importancia como orientación y fortalecimiento para la Iglesia de la actualidad. El mensaje que se comunicó a Juan y que él transmite, descubre la verdadera historia en el acontecer del mundo; es profecía.

El historiador, a diferencia del profeta, halla en el pasado puntos de apoyo que ayudan a comprender la actualidad. El profeta, en cambio, explica la actualidad por medio del futuro, en el cual considera la meta final del proceso histórico. La meta final de toda la historia se ha manifestado en la historia de Jesucristo. La peculiaridad de su historia consiste en que sucedió «de una vez para siempre» (Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12; 10,10); con ella comenzó para este tiempo del mundo algo absolutamente nuevo y permanente; el hecho de Cristo es un acontecimiento que mira hacia adelante, en el que se anticipó el futuro absoluto. Así, en la historia de Cristo se puso al descubierto el verdadero sentido de toda la historia. En la muerte y resurrección de Jesús se fijó el fin del viejo mundo y el comienzo del nuevo; con el Cristo glorificado se hizo visible por primera vez en este tiempo del mundo el futuro eterno de la creación en el reino consumado de Dios e irrumpió para siempre en dicho tiempo; desde entonces, este futuro de Dios se pone ya siempre provisionalmente de relieve en el acontecer del mundo hasta que con el segundo advenimiento del Señor glorificado se consuma y se manifieste también plenamente al exterior.

La profecía cristiana, partiendo del conocimiento acerca del futuro absoluto de Dios, que está asegurado incondicionalmente en el hecho de Cristo, logra interpretar la actualidad. Todos los relatos figurados del Apocalipsis trataban de hacer transparente el acontecer del mundo en sentido de su realidad oculta, en sentido de su verdadera historia.

11 »El injusto, cometa injusticia todavía, el manchado, mánchese aún; el justo, obre justicia todavía, y el santo, santifíquese aún.

El tiempo final comenzó con la historia de Jesucristo. Por eso está en marcha la separación de los espíritus; los frentes del bien y del mal se definen y se contraponen ya claramente. Esta verificación se presenta en la forma de un requerimiento con el fin de enunciar mediante esta figura literaria la libertad en la decisión, la beligerancia dada a la voluntad libre.

El hombre se realiza como un ser que proyecta y construye su propio futuro; en virtud de su libertad pone en la actualidad acciones que diseña anticipadamente su futuro. Por esta razón comparecerá un día ante el tribunal de Dios como la persona que él ha hecho de sí mismo; el juicio sólo pone el punto final; eterniza la forma que uno mismo se ha dado. Los malos no entran en la gloria eterna del reino de Dios porque «los que no quieren, no pueden estar en ella» (H.H. Rowley)87.
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87. «La persona que comparezca en el juicio será la persona tal como se ha desarrollado en la vida. Y el juicio consiste en el fondo en esto: el hombre debe ser como persona eterna tal como él mismo ha elegido ser» (H.H. ROWLEY, Apokalyptik, Einsiedeln 1965, 165).
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12 »Mirad: voy en seguida, y traigo aquí el salario conmigo, para dar a cada uno según sus obras.

Al repetir Cristo en este contexto el anuncio de su próxima venida, admite aquí la importancia de una amenaza de juicio. En breve lo experimentarán a él los buenos y los malos como el juez que asignará a cada uno recompensa o castigo según la obra de su vida (cf. 2,23; 20,11s).

13 »Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.

Cristo aparecerá en su gloria divina para juzgar y dictar sentencia con poderes divinos. Los títulos de dignidad que aquí se le atribuyen en justificación de esto (cf. 1,8; 21,6), se le habían dado ya anteriormente (cf. 1,17; 2,8). Con ello se pone también ahora en claro por qué se puede atribuir el juicio a Dios (20,11) y también a Cristo (22,12).
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88. Cf. también Jn 5,19.22s; 10,30.
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14 »Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener potestad sobre el árbol de la vida y entrar por las puertas de la ciudad. 15 Fuera quedarán los perros, los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira.»

La séptima y última bienaventuranza del Apocalipsis pasa de la amenaza del juicio a la exhortación positiva a estar preparados o a prepararse para él. Se trata, en efecto, de la felicidad eterna, que de manera tan gráfica se había descrito con la doble imagen de la nueva Jerusalén (21,9-27) y de la reaparición del paraíso (22,1-5). A ello tienen derecho formal los que se han apropiado con la fe y las obras el fruto de la muerte expiatoria vicaria de Cristo (cf. comentario a 7,14). Para mostrar claramente la gravedad de la sentencia dictada, sigue una especie de condenación anticipada contra todos los que por su propia culpa pierden el camino que lleva a la santa ciudad de Jerusalén y al paraíso. Quienes quedan excluidos vuelve a quedar inscritos en un como catálogo de vicios, que esencialmente coincide con el de 21,8. En lugar de los «culpables de abominación» se ponen aquí los «perros»; «perro» es todavía hoy en oriente un insulto frecuente y grave; en la ciudad santa es el perro como el tipo de la impureza (cf. Mt 7,6; 2Pe 2,22). Además los «embusteros» se designan aquí más concretamente como los que son falsos en pensamientos y en acciones.

16 Yo, Jesús, envié mi ángel para atestiguaros estas cosas ante las iglesias. Yo soy la raíz y la estirpe de David, el lucero brillante de la mañana.

Las palabras de Jesús terminan con dos breves frases en primera persona. Enlazan el final del libro con el comienzo. Jesús se declara aquí autor de las revelaciones cometidas en el libro (cf. 1,1; cf. comentario a 22,6), que están destinadas a las siete iglesias (cf. comentario a 1,11). Este testimonio de Jesús es al mismo tiempo una repetición indirecta del atestado de autenticidad del v. 7. Mientras que el ángel de la revelación declaraba en el v. 6 que Dios lo había enviado, Jesús dice aquí que él es el que lo envió; ahora bien, aquí se resuelve esta aparente contradicción, como también la otra relativa al juicio final (cf. comentario a v. 13).

Con un segundo testimonio de sí mismo se explica el primero, al traerse a la memoria en base a promesas veterotestamentarias la posición de Jesús en la historia de la salvación. Cristo se había presentado ya antes como «raíz de David» (cf. Is 11,1) en el sentido de «brote de la raíz de David», «hijo de David» (cf. comentario a 5,5). Además, es también «la estirpe de David», es decir, el descendiente que ha realizado todas las promesas mesiánicas que Dios había hecho al rey David; el representante del linaje de David, que no es sólo hijo de David, sino también señor de David (cf. Mt 22,41-45 par), el rey Mesías (cf. 2Sam 7,16), el «rey de reyes» (cf. 17,14; 19,16). Con esto cuadra la tercera designación como «lucero de la mañana» (cf. 2,28). Ésta se refiere con gran probabilidad a la profecía de Balaam (Núm 24,17), que ya en el judaísmo se entendió, como puede comprobarse, en sentido mesiánico y se interpretó como referencia al reinado del Mesías en el mundo.

3. CASTIGOS CONTRA LOS FALSIFICADORES DE LA REVELACIÓN (22,17-21)

17 Y el Espíritu y la esposa dicen: «Ven.» Y el que oiga, diga: «Ven.» Y el que tenga sed, venga. El que quiera, tome gratis del agua de la vida.

En la conclusión hemos oído hasta aquí palabras de Cristo, palabras del ángel de la revelación y palabras del vidente. La esposa había aparecido ya como símbolo de la Iglesia (19,7s; 21,2.9), de la Iglesia en el cielo y de la Iglesia en la tierra. La Iglesia que ha llegado ya a la meta junto al trono del Todopoderoso y la Iglesia de la tierra que está en camino hacia esta meta coinciden en el anhelo y en la plegaria por la consumación del reino de Dios. También el Espíritu que habló a las iglesias (cf. 2,7.11, etc.) y se expresó en la palabra profética del vidente (cf. comentario a v. 6), se apropia totalmente el ruego de la Iglesia. La promesa de Cristo había asegurado el envío a la Iglesia del Espíritu Santo como abogado (Jn 14,16), que según las palabras del apóstol Pablo se interesa por la debilidad humana y representa debidamente ante Dios los intereses de los fieles de Cristo (cf. Rom 8,26S). Este Espíritu clama a Cristo juntamente con la esposa, la Iglesia: «¡Ven!» Todos cuantos oyen este clamor implorante al leerse el texto durante la asamblea cultual, son invitados a unirse a él.

A todos cuantos aguardan con ansia la venida del Señor se dice, como palabra de consuelo, que ya actualmente les hace beber, como a redimidos, de la fuente de la vida eterna (cf. Is 53,1; Jn 7,37-39), Y por cierto, «gratis» (cf. comentario a 21,6).

18 Yo declaro a todo el que escuche las palabras de la profecía de este libro: si alguno les añade algo, Dios le añadirá a él las plagas que están escritas en este libro. 19 Y si alguno quita algo de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están descritos en este libro.

Como la ley del Antiguo Testamento había sido garantizada contra supresiones y añadiduras (cf. Dt 4,2; 13,1), así también Juan termina asegurando contra tal falsificación la revelación que se le había encargado poner por escrito. Quien contravenga esta orden se acarreará conforme a la ley del talión las plagas de que se ha tratado en este escrito, o se verá privado de la salvación que en él se promete. Con esto reivindica Juan para su escrito el mismo derecho que la ley del Antiguo Testamento había reivindicado para sí misma; con esto se atesta una vez más que el Apocalipsis es palabra de Dios.

20 Dice el que da fe de estas cosas: «Sí, voy pronto.» Amén. «Ven, Señor Jesús.»

La última palabra del libro del Apocalipsis la dice Jesús. Responde por tercera vez en el epílogo al ruego que la esposa le había dirigido en el Espíritu Santo, asegurando que viene pronto. La esposa, la Iglesia, que la aguarda, responde a esto diciendo Amén y vuelve a reiterar su ruego con las palabras de la primitiva liturgia de la Iglesia transmitidas en arameo y traducidas aquí en griego: Maranatha! Ven, Señor Jesús (cf. lCor 16,22; Doctrina de los doce apóstoles 10,6). Quien con certeza de fe aguarda al Señor que viene, se goza verdaderamente en esta esperanza de su existencia y con amoroso anhelo ansía e implora que venga para el mundo la consumación del reino de Dios («Venga a nosotros tu reino»), éste ha comprendido y se ha asimilado el mensaje del último libro de las revelaciones de Dios 89.
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89. SV/INTRA-EXTRAMUNDO: El pensar desmitologizante entraña el peligro de que se pierdan las categorías con que podemos captar la dimensión supramundana de la redención. Por un lado, la expectación cristiana del futuro no cuenta con una consumación de la existencia fuera de la realidad de la creación, pero, por otro lado, tiene también en cuenta el hecho de que no hay que esperar una consumación intramundana, caso que, y en tanto que este mundo permanezca bajo las actuales leyes cósmicas y la humanidad se mantenga bajo las condiciones de su existencia presente. Tal meta no se puede por tanto alcanzar en un procero evolutivo intramundano e intrahumano. Pero tampoco significaría esta meta una consumación de lo que existe, si la realidad actual experimentada por nosotros hubiera un día de ceder el puesto a algo totalmente nuevo y específicamente diferente. La escatología cristiana evita ambos extremos. Los enunciados de presente y de futuro, en su información sobre lo que ha de venir, transcurren en forma equivalentemente paralela. La concomitancia e interpenetración de tales declaraciones de presente y de futuro tiene su razón de ser en el hecho de Cristo. En Cristo comenzó algo nuevo y permanente; por él, por el hombre Jesús, fue infundido esto en este mundo sin suprimirlo en sí mismo. Lo definitivo se inició con su resurrección, y por ella se atestiguó y se descubrió como la nueva posibilidad no sólo al hombre, sino a la entera creación. En la imagen de Cristo glorioso se nos pone ante los ojos el futuro del mundo entero; Cristo es la anticipación del futuro eterno del mundo en el que como en Cristo, la humanidad y la divinidad, vienen a ser uno: lo presente y lo venidero. En este sentido no hay futuro para el mundo y para la humanidad después de la historia, sino a partir de la historia. Así como Dios operó la salvación por Cristo en la historia y la imparte a la humanidad en la historia, así también la lleva a término en esta historia. Los dones de salvación que otorga en Cristo a su mundo, van construyendo para el futuro del mundo. Este futuro consiste en que la trascendencia de la divinidad que por Cristo arraigó irrevocablemente en el mundo, un día re revelará en toda su gloria y magnificencia y todo lo transfigurará en sí; con ello no perecerá la existencia terrestre sino que será elevada a una existencia glorificada. Así es Cristo el futuro del mundo entero, porque en él Dios se proyecta al mundo; Cristo es, sobre todo, el futuro del hombre, porque Dios al proyectarse en el hombre lo hace ser totalmente él mismo, lo consuma totalmente en su persona, en cuanto que el hombre, como persona, alcanza el summum del desarrollo, y en el mayor grado de comunicación, es decir, en el amor perfecto, se une a todo y a todas las cosas. Solo a partir de esta convicción resulta plenamente comprensible la insistente petición de la oración final del Apocalipsis, que se dirige al Señor glorificado rogándole que venga en su estado transfigurado y glorioso para transfigurar el universo.
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21 La gracia del Señor Jesús sea con todos [los santos. Amén].

Así como el libro comenzaba con un saludo semejante a los que conocemos por las cartas de los apóstoles (cf. comentario a 1,4-6), así también este escrito -tanto más cuanto que estaba destinado a ser leído en público en la liturgia- termina como aquellas cartas con una salutación; es una bendición, con la que se desea a todos la gracia de Jesús, su Señor glorificado, a fin de que alcancen la meta descrita en el Apocalipsis, que si bien cuesta fatiga, es de una magnificencia indescriptible.

En algunos manuscritos se añade todavía después de «todos» el aditamento «los santos»; sin duda procede del encabezamiento con que san Pablo se dirige a sus fieles al comienzo de sus cartas90. La última palabra «Amén», añadida también posteriormente, es la aclamación litúrgica, con que los fieles respondían para dar su asentimiento a una oración recitada o a un texto leído en público, en la asamblea cultual.
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90 Cf. por ej.. Rm 1,7; ICor 1,2, etc.