CAPÍTULO 21


VII. LA CONSUMACIÓN (21,1-22,5)

El «príncipe de este mundo» había sido juzgado ya por la primera venida de Cristo (cf. 12,7-12; Jn 16,11). Con la permisión de Dios (cf. comentario a 13,7) había podido todavía en un intermedio histórico (cf. 12,12) hacer la tentativa desesperada de mantenerse todavía en la anterior posición de poder; con ello la historia del mundo había caído en notable confusión y había impedido sensiblemente los efectos de la acción redentora de Cristo sobre las condiciones de la sociedad humana.

Con la segunda venida de Cristo cambia esta situación. Los cómplices de Satán y sus adeptos habían sido ya capturados anteriormente (cf. 19,205); ya no ejercen el menor influjo sobre el transcurso de la historia del mundo. A Satán mismo se le impide también definitivamente continuar su obra tras una última y vana tentativa (cf. 20-7-9; desde ahora ya no está su puesto en la tierra, sino para siempre en el lago de fuego (cf. 20,10). El mundo de antes, gravemente afectado por el pecado y sus consecuencias, se desvanece (cf. 20,11); entre los hombres se ha llevado a cabo en el juicio final la separación de buenos y malos (cf. 20,12-15).

La purificación de la historia del mundo en el juicio final y la disolución del antiguo cosmos tienen como objetivo dejar el paso libre para la nueva creación y la nueva humanidad. Consiguientemente, todos los cuadros que siguen están bajo el lema «Mirad, todo lo hago nuevo» (V. 5).

Con la acción redentora, el «Cordero como degollado» (5,6) había tomado enérgicamente en su mano la suerte del mundo de Dios; ahora bien, esta victoria del «león de la tribu de Judá» (5,5) sólo ahora se manifiesta en todo su alcance. El mundo nuevo, que no está ya obscurecido por ninguna sombra de imperfección y de caducidad, sale ahora a la luz; surge la nueva humanidad, que no conoce ya pecado ni, por consiguiente, ninguna clase de dificultades.

1. VISIÓN INTRODUCTORIA (21,1-8)

1 Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar no existe ya. 2 Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, preparada como esposa ataviada para su esposo.

Los dos primeros versículos indican solemnemente el punto culminante de todo el libro, la consumación del misterio de Dios (cf. comentario a 10,7); en el tenor verbal se atienen muy de cerca a palabras de promesa de la profecía veterotestamentaria (cf. Is 65,17; también 66,22). A manera de epígrafe anuncian el tema de la última visión del libro: el mundo nuevo y la nueva Jerusalén.

La descripción de esta visión no comienza hasta el versículo 9; va precedida de una introducción relativamente larga (21,3-8), también en forma de visión, que tiene por objeto resaltar la importancia y significado de la subsiguiente relación en imágenes y de dar ya anticipadamente, a manera de prólogo, una interpretación del sentido encerrado en ella. Al viejo mundo ha sucedido una tierra completamente nueva, y un nuevo firmamento se extiende sobre ella (cf. Gén 1,1); nada queda ya de la primera creación. Se indica expresamente que el mar ha desaparecido; es que el mar se consideraba como el último resto del caos primordial (cf. Gén 1,2; cf. también comentario a 13,1).

La forma que asume el mundo nuevo es la de la Jerusalén celestial. El cielo de Dios le da figura concreta; ahora están totalmente interpenetrados el ámbito de vida humano y el divino; la tierra y el cielo forman una unidad. Por medio de conceptos figurativos, tomados del Antiguo Testamento, se explica todavía más en detalle lo que esto quiere decir. La totalidad del cosmos queda incorporada al cielo de Dios, lo cual se representa con la imagen del descenso de la ciudad santa de Dios a la tierra (cf. 3,12). Esta lleva el nombre simbólico de «La nueva Jerusalén». Esta tiene todavía algo en común con la Jerusalén de la tierra, la ciudad del templo del Antiguo Testamento, en cuanto que la presencia de Dios que se manifestaba en forma de nube en el lugar santísimo de su templo, ha dejado ahora de ser mero símbolo para convertirse en plena realidad; se ha realizado ya el signo de promesa del Antiguo Testamento. No es que la antigua Jerusalén se haya transformado y transfigurado para siempre en una nueva forma gloriosa; ha sido reemplazada por algo totalmente nuevo: «La nueva Jerusalén» es, en su mismo ser, una realidad trascendente que desde toda la eternidad había existido en Dios 80.

En la segunda imagen, la de la esposa, se pone esta nueva Jerusalén en relación con la Iglesia de Jesucristo. La imagen de los que siguen al Cordero en el monte de Sión (14,1-5) había representado ya también a la Iglesia desde dentro en su unión por gracia con el Señor glorificado, como una comunidad santa, pero en las condiciones de la antigua tierra; ahora, en la nueva tierra, vienen a expresarse, incluso en su figura externa, su riqueza interior y su belleza sobrenatural; en la realidad de la nueva creación celebra el pueblo de Dios «las bodas del Cordero» (cf. comentario a 19,7).
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80. Cf. Ga 4,26; Hb 12,22; 4Esd 7,26 y passim, Ap de Henoc 53,6; 90, 28ss.
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3 Y oí una gran voz que procedía del trono, la cual decía: «Aquí está la morada de Dios con los hombres, y morará con ellos, y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo con ellos estará.

La nueva realidad se sigue interpretando todavía en dos grupos de dichos, una vez más formados por palabras e imágenes del Antiguo Testamento.

El primero que habla, «una gran voz que procedía del trono» (cf. 19,5) declara que ahora ya se han cumplido las promesas de una nueva y perfecta comunidad de vida con Dios, que se habían hecho al primer pueblo de la alianza 81. Se ha verificado ya lo que el tabernáculo y el templo habían presentado como tipo y figura al pueblo de Dios, así como lo que había significado como esperanza; Dios ha abierto el lugar santísimo del templo (cf. comentario a 11,19) para la humanidad entera. El verdadero Israel, la alianza eterna son ya realidad.
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81. Cf. Lv 26,11s; Ez 37,27; Zac 8,8.
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4 »Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni lamentos, ni trabajos existirán ya; porque las cosas primeras ya pasaron.»

Cuando Dios viene a ser real y verdaderamente vivencia inmediata para hombres, con ello queda excluido todo lo que menoscaba la felicidad de tal realización. La antigua forma de la existencia del hombre, que por la maldición del pecado estaba marcada con toda suerte de molestias y de sufrimientos, de dolores y de lamentaciones, de estrechez y de muerte, ha desaparecido definitivamente con el viejo mundo (cf. comentario a 7,16s).

5 Y dijo el que estaba sentado en el trono: «Mirad, todo lo hago nuevo.» Y dice: «Escribe; porque éstas son las palabras fidedignas y verdaderas.»

Una segunda voz continúa la interpretación, y esta vez habla Dios mismo. Por lo demás, ésta es la primera y única vez que el Apocalipsis presenta a Dios tomando directamente la palabra. La primera palabra de Dios en la Biblia es: «¡Hágase!» (Gén 1,3); aquí está su última palabra; repite aquella primera, consumando lo que con ella había sido sacado a la existencia: «Mirad, todo lo hago nuevo.»

6a Y me dijo: «¡Hecho está! Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin.

Cuando habla Dios se produce algo; su palabra es acción (cf. Is 55,11). Por eso se dice: «Hecho está»; se han hecho, realizado las palabras cuya fiabilidad se acababa de atestiguar. Como en la primera creación (Gén 1,3b.6b, etcétera), también en la nueva creación se verificará la palabra de Dios. En el Eterno, no hay separación temporal entre el principio y el fin del mundo; él, el Creador, es al mismo tiempo su consumador; él se halla en su comienzo, y él es también su meta final; este hecho vuelve a expresarse y fijarse con la fórmula figurada del alfa y la omega (cf. 1,8).

6b »Al que tenga sed, le daré yo gratis de la fuente del agua de la vida. 7 El que venza, heredará estas cosas. Yo seré su Dios, y él será mi hijo. 8 Pero la parte de los cobardes, incrédulos, culpables de abominación, homicidas, fornicarios, hechiceros, idólatras y de todos los embusteros, será en el lago que arde con fuego y azufre. Esta es la segunda muerte.»

El destino final de la creación, el nuevo mundo adopta finalmente una forma personal para cada uno. Quien quiera pertenecer a este mundo nuevo, no debe perder el ansia por él 82. El impulso de la esperanza cristiana supera las etapas de sed, sin sucumbir a la tentación de apagar en las fuentes del mundo la sed de felicidad y de bienaventuranza. Sólo en la consumación todavía oculta, pero que con toda certeza ha de tener lugar, quedará satisfecha el ansia del corazón humano (cf. comentario a 7,17). Este estado final colmado se otorga «gratis» al que lo alcanza, es decir, como don gratuito de Dios; nadie puede merecerlo en sentido estricto.

Y, sin embargo, depende también del esfuerzo personal de cada uno; sólo quien lucha hasta el fin y sale victorioso en el combate de la vida de fe, cumple la condición necesaria para hallar la plena satisfacción de su propio ser en la comunión bienaventurada con Dios. Como al final de cada una de las siete cartas, también aquí, en el prólogo de la última visión, se halla una sentencia sobre el vencedor (cf. comentario a 2,7); tanto aquí como allí significa una apremiante amonestación. En las siete cartas, las sentencias sobre el vencedor prometen idénticamente con imágenes variadas la consumación bienaventurada; aquí se emplea la imagen de una herencia que pasa del padre al hijo. Dios adopta como hijo al que da buena prueba de sí mismo, y lo instituye heredero de todas sus posesiones 83.

Una amenaza dirigida a los que fallan cierra las palabras de Dios: anuncia la suerte de aquellos que en lugar de vencer se dejan vencer como cobardes. En forma de un catálogo de vicios se enumeran las diferentes posibilidades de fracaso 84, aunque sin pretender ofrecer una lista completa. En cabeza están los cobardes y los incrédulos; los que por condescendencia temerosa o falta de principios quiebran la fidelidad a Dios y los que por soberbia intelectual no quieren reconocer a Dios. Las restantes transgresiones morales aquí mencionadas se compendian al final bajo el calificativo general de «embusteros». La falsedad de pensamientos, palabras y obras revela la afinidad de espíritu con el «padre de la mentira» (cf. Jn 8,44) y merece por tanto la suerte de éste, la «segunda muerte» (cf. comentario a 20,14). La promesa de la vida eterna se subraya una vez más mediante este contraste con la amenaza de muerte eterna. Con objeto de poner en guardia se repite todavía dos veces más esta conminaci6n (21,27; 22,15).
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82. Cf. Mt 5,6; Jn 4,10.14; 7,37s.
83. Cf. 2Sam 7,14; Rm 8.17; Ga 4,7.
84. Cf. Rm 1,29-31; Ga 5, 19-21 y passim.
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2. VISIÓN DE LA CREACIÓN CONSUMADA (21,9-22,5)

También la descripción de la creación consumada debe contentarse con las posibilidades de representaci6n gráfica que ofrece la experiencia humana en este mundo; con ellas procura el vidente dar una idea, aunque únicamente analógica, por lo menos en cierto modo concreta y sugestiva. En tres cuadros de magnífico colorido -el aspecto exterior de la nueva Jerusalén (21,5-21,21a), su interior (21, 21b-27), el nuevo Paraíso (22,1-5)- se despliega el estado final, perfecto y beatificante del mundo y de la humanidad. Esta última descripción del Apocalipsis es la más extensa de todo el libro; se tiene la sensación de que el vidente casi no se resigna a abandonar este espléndido cuadro final de paz, de gozo y de dicha bienaventurada, del que todavía se proyecta una luz transfigurante de esperanza incluso sobre las visiones de horror descritas anteriormente. La descripción del cuadro utiliza de nuevo en gran parte motivos tradicionales tomados de las visiones proféticas del Antiguo Testamento referentes al futuro, sobre todo en Ezequiel e Isaías.

En su estructura formal sigue la visión el modelo de la visión de la ciudad mundana de Babilonia (17,1-6), y en cuanto a su contenido discurre paralelamente a ésta, aunque en sentido contrario.

a) La nueva Jerusalén (21,9-27)

9 Y vi uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas finales, y habló conmigo, diciendo: «Ven; te mostraré a la desposada, la esposa del Cordero.» 10 Y me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, de parte de Dios.

La introducción coincide casi literalmente con la de 17,1-3. De nuevo es uno de los siete ángeles de las copas el que aquí, como allí, transmite a Juan la visión en un rapto. Allí se hablaba del desierto, aquí de una elevada montaña, desde la cual se muestra al vidente, como en otro tiempo a Moisés la tierra prometida (Dt 32,40), el pleno cumplimiento de aquella promesa veterotestamentaria. Allí la meretriz montada sobre la bestia era el símbolo de la apostasía de Dios y de su Mesías, aquí la esposa, a la que el cordero ha conducido al banquete nupcial, es el símbolo de la más íntima comunión de vida entre Cristo y su Iglesia (cf. comentario a 19,7s); aquí la elegida, allí la reprobada. Allí se interpretaba al final a la meretriz en el sentido de la «gran ciudad» del Anticristo (17,18); aquí se identifica la esposa con «la ciudad santa, Jerusalén».

11 Y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era semejante a piedra preciosísima, como a piedra de jaspe que emite destellos cristalinos.

Desde ahora, la imagen de la esposa desaparece, pasando a primer término la de la ciudad, que ahora viene mostrada a Juan, como ya en otro tiempo a Ezequiel (Ez 40,2ss). La antigua Jerusalén, la ciudad en cuyo templo estaba Dios presente a su pueblo elegido, se entiende totalmente en sentido espiritual, para simbolizar la existencia eterna gloriosa de la humanidad redimida, a la que ahora se revela Dios tal como es.

Desde la primera aserción se menciona ya lo esencial; destaca como lo propio y esencial de toda la ciudad lo siguiente: la gloria de Dios reside en ella; no hace ahora su entrada en ella como en Ezequiel (cf. Ez 43,2-5), sino que le pertenece por esencia. El cielo de Dios es la experiencia vivida de su gloria.

La impresión de conjunto de la ciudad, totalmente penetrada de la gloria de la esencia divina, es la misma que la de la manifestación del propio Dios (cf. comentario a 4,3); así, una y otra vez es el mismo el medio de representación gráfica: el diamante que centellea con todos los colores de la luz del sol (cf. 4,3).

12 Tenía una muralla grande y elevada, en la que había doce puertas, y sobre las puertas, doce ángeles, y nombres escritos encima, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. 13 A Oriente, tres puertas; al Norte, tres puertas; al Sur, tres puertas, y a Occidente, tres puertas. 14 La muralla de la ciudad tenía doce bases, y sobre ellas, doce nombres, los de los doce apóstoles del Cordero.

Después de haberse definido primeramente con claridad el verdadero objeto de la imagen y fijado el centro de gravedad de ]a entera visión, se puede pasar ya, a fin de dar mayor profundidad a la impresión, a la descripción del precioso marco del conjunto. Como en otro tiempo a los peregrinos que en las fiestas se acercaban a la ciudad santa les aparecía Jerusalén desde lejos como un único y sólido baluarte rodeado de sus murallas, almenas y robustas puertas, así ve también Juan la nueva Jerusalén sólo como desde lejos y la describe también primeramente desde fuera.

En primer lugar llama la atención la muralla que da la sensación de una unidad compacta que mira al interior y carece de comunicación hacia fuera; separa el interior del exterior (cf. comentario a 21,27 y 22,15). En la dirección de cada uno de los cuatro puntos cardinales (cuatro = el número simbólico del cosmos) tiene tres aberturas, tres puertas (tres = número simbólico de lo divino). Sobre las doce puertas, están, como haciendo guardia, doce ángeles (doce = número simbólico de la consumación de la historia de la salvación; cf. Is 62,6). Pero la muralla no tiene ya por objeto, como en las ciudades de la primera tierra, proteger a sus habitantes contra los enemigos. La nueva Jerusalén es una ciudad con las puertas abiertas (cf. 21,25); invitan a entrar en la radiante magnificencia, que brilla desde lejos como promesa, y a disfrutar de la bienaventuranza del encuentro con el Dios viviente.

Sobre cada puerta está escrito, como en Ezequiel (Ez 48, 31-34) el nombre de una de las doce tribus de Israel, y sobre cada una de las piedras fundamentales que, como basamentos, sostienen y mantienen en cohesión la muralla, el nombre de uno de los doce apóstoles de Cristo (cf. Mt 10, 2; Ef 2,20). Una vez más se muestra con toda claridad la unidad del pueblo veterotestamentario y neotestamentario de la salvación; además, el número doce subraya todavía que en esta ciudad se han cumplido todas las promesas hechas a Israel, que la Iglesia ha recibido de éste como su heredera.

13 El que hablaba conmigo usaba como medida una caña de oro para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. 16 La ciudad está asentada en forma cuadrangular, y su longitud es tanta como su anchura. Y midió la ciudad con la caña, y tenía doce mil estadios. Su longitud, su anchura y su altura son iguales. 17 Y midió la muralla y tenía ciento cuarenta y cuatro codos, según la medida humana, que era la del ángel.

El número básico de doce se repite también en las medidas que sin duda se indican con objeto de dar una impresión de la forma y la extensión de la «ciudad santa, Jerusalén» (v. 10). Ahora bien, las dificultades que resultan cuando se intenta formarse una idea espacial a base de los datos, indican suficientemente que al que relata no le interesa tanto la imagen en cuanto tal, sino que más bien tiene importancia para él el contenido simbólico. La medición sirve aquí para fines muy distintos de los que tenía la descrita en 11,1; además, ahora se lleva a cabo, contrariamente a aquella, con una medida adecuada a la realidad celestial («de oro»; cf. comentario a v. 18). Pero, dado que se trata de dar a hombres en la tierra una idea de aquella realidad transcendente, debe el ángel, como se hace notar expresamente, servirse de medidas corrientes entre los hombres; esto quiere decir, al mismo tiempo, que la realidad supraterrestre no se puede representar adecuadamente con estos medios.

La ciudad es de planta cuadrangular; además, es tan alta como ancha, por lo cual tiene la forma de un cubo, como el lugar santísimo del tabernáculo y más tarde también en el templo. El cuadrado y el cubo eran en la antigüedad símbolo de perfección. Gran importancia tiene la semejanza con el lugar santísimo; en efecto, el vidente describe aquí el arquetipo y la realización de lo que en el templo de Israel sólo había existido como copia y al mismo tiempo como promesa, a saber, la verdadera morada de Dios y su presencia inmediata en medio de su pueblo, con la que ahora ya han llegado a su meta las antiguas promesas de salvación.

Conforme a la medida de las aristas, doce mil estadios (un estadio = 177,6 metros), resultaría un cubo de enormes dimensiones (unos 2.000 km de alto y de ancho); con esto se trataba de expresar no sólo la absoluta proporción y perfección («doce»), sino también la inmensidad («mil») de la nueva realidad, en la que Dios mismo lo es todo en todo» (cf. lCor 15,28). En los datos sobre la altura de la muralla está contenido también el simbólico doce al cuadrado; así pues, también la muralla es en sí acabada y está adaptada convenientemente al conjunto; su altura es tan diminuta en comparación con la ciudad (70 m), que en la imagen total resulta verdaderamente insignificante, y el visitante escasamente habría podido distinguirla desde lejos. Y sin embargo, precisamente la muralla ha sido descrita ya con tanta minuciosidad (v. 12-14), y más adelante vuelve a atraerse todavía la atención sobre ella (v. 18-21a); el vidente parece por consiguiente asignarle un significado particular, tanto más que en ella falta completamente la finalidad de la protección que en aquel tiempo tenían las murallas de las ciudades (cf. comentario a v. 12-14). La descripción hecha hasta aquí permite conjeturar que el vidente ve en ella algo así como la manifestación eternizada del pueblo histórico de la salvación de Dios, y que por tanto el reino de Dios realizado provisionalmente en la antigua y nueva alianza en la tierra sigue todavía visible de alguna manera. La historia no queda anegada sin dejar rastro en la eternidad; lo que ha tenido devenir histórico lleva eternamente el sello que lo atestigua y también indica la importancia que tuvo o que se le atribuyó en la historia.

18 El material de su muralla es jaspe, y la ciudad es oro puro, semejante al cristal puro. 19 Las bases de la muralla de la ciudad están adornadas con toda clase de piedras preciosas. La primera base es jaspe; la segunda, zafiro; la tercera, calcedonia; la cuarta, esmeralda; 20 la quinta, sardónice; la sexta, cornalina; la séptima, crisólito; la octava berilo; la novena, topacio; la décima, ágata; la undécima, jacinto; la duodécima, amatista. 21 Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una sola perla.

Después de describir la vista general de la ciudad y de indicar las medidas se menciona ahora el material de construcción de que están hechas la ciudad y la muralla (cf. Is 54,11s; Tob 13,17). La ciudad es de oro puro, y la muralla de «jaspe», que con gran probabilidad quiere decir la piedra preciosa que hoy llamamos diamante. Sólo las más bellas y más valiosas materias primas de la tierra son apropiadas para dar siquiera alguna idea de la gloria del cielo. Que ni siquiera los más valiosos materiales de construcción pueden expresar suficientemente lo que Juan ve y quiere describir, se da ya a entender por el hecho de que al oro del cielo tiene que añadirle todavía una propiedad que no posee el oro de la tierra: en sí mismo brilla con tanta pureza y claridad como un cristal transparente. Tan inconcebible como sus dimensiones es también la suntuosidad y belleza de la nueva Jerusalén.

Una vez más se presta especial atención a la muralla (cf. v. 12-14). El material de que están hechas las piedras fundamentales de la muralla ya mencionadas (v. 14) es especialmente valioso. Cada una de estas piedras está formada por una gran piedra preciosa, cada una de las cuales es de una especie distinta. Dado que la denominación que entonces se daba a las piedras preciosas no coincide con la nuestra, ignoramos sus colores especiales y su posible simbolismo. De todos modos, la enumeración de tan variadas piedras preciosas podría sugerir algún barrunto de la espléndida magnificencia rebosante de colorido en que el cielo de Dios ha inundado al mundo.

Cada puerta de la ciudad está formada por una sola perla maravillosa, lo cual da a entender cuán suntuoso será, pues ya en su misma entrada está configurada de forma tan incomparablemente bella y valiosa.

Para explicar las doce piedras preciosas que se mencionan como piedras fundamentales de la muralla se hace por lo regular referencia al pectoral dorado del sumo sacerdote, que estaba adornado con doce piedras preciosas que llevaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Éx 28,17-21; 39,10-13). Es muy posible que el vidente tuviera presente aquella pieza señaladísima de la indumentaria litúrgica en el Antiguo Testamento, tanto más que en las anteriores descripciones de la muralla se hallaban los nombres de las doce tribus (v. 12), juntamente con los de los doce apóstoles (v. 14). También el hecho de que «la ciudad santa» (v. 10) esté construida en la misma forma que el lugar santísimo (cf. comentario a v. 16) y resulte ser en conjunto el lugar de la presencia de Dios (cf. v. 22) permite conjeturar que en la visión de la nueva Jerusalén se utilizaron todavía tácitamente otros elementos figurativos tomados del culto del templo. La referencia a la función sacerdotal del pueblo de Dios, que resultaría de la alusión al pectoral del sumo sacerdote, reforzaría lo que acabamos de mencionar tocante al significado simbólico de la muralla en general.

21b Y la calle principal de la ciudad, oro puro como cristal brillante. 22 No vi santuario en ella; porque su santuario es el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero. 23 Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que la iluminen; porque la gloria de Dios la iluminó y su lámpara es el Cordero.

De la vista exterior pasa ahora la descripción al interior de la ciudad. La calle principal, que según la visión de Juan comienza detrás de la puerta, está pavimentada con el mismo material de que está hecha la ciudad (cf. comentario a v. 18).

El centro de la ciudad en la antigua Jerusalén estaba constituido por el gran emplazamiento del templo; en la nueva Jerusalén no hay templo. En efecto, la nueva Jerusalén ha surgido por el hecho de que el cielo de Dios ha descendido a la tierra; si Dios está tan presente en la tierra como lo está en el cielo, el templo ha caducado ya, puesto que en la antigua Jerusalén era sólo promesa de lo que ahora se ha cumplido ya en la nueva Jerusalén; cuando se ha realizado ya lo simbolizado, huelgan los símbolos. Ahora la ciudad entera es «la morada de Dios con los hombres» (21,3), Dios y Cristo están presentes en ella en todas partes y directamente, ya no meramente en signos simbólicos, como en el primer templo. Quien ahora entra en la nueva Jerusalén, no se detiene delante de Dios, como ante el lugar santísimo del antiguo templo, sino que Dios está en él y él está totalmente envuelto en Dios, vive en Dios.

Donde brilla la gloria de Dios, que irradia también del Cordero, toda luz de la tierra queda absorbida por ella. El sol y la luna habían sido creados por Dios para que proporcionaran luz a la vieja tierra (cf. Gén 1,1)); ahora son ya superfluos, pues la eterna luz de la presencia permanente de Dios ilumina la nueva Jerusalén. También ha cesado ya su segunda finalidad, a saber, la de separar el día de la noche (cf. Gén 1,14); en efecto, ahora es eternamente de día, pues la gloria de Dios no puede decrecer ni crecer; no se compagina con ninguna clase de tinieblas, ni admite la menor sombra (cf. lJn 1,5). El Cordero, que incesantemente se había presentado a los hombres como «la luz del mundo»85, revela ahora a los que lo ven en su gloria por qué había afirmado esto de sí y cuál era el profundo significado de tal afirmación. Al decir también a los que lo seguían: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14), quería dar sencillamente a entender que él quiere brillar en ellos, y por ellos en el mundo. Ahora bien, esto sólo lo logra quien en su persona, en sus palabras y en sus obras se hace semejante a Cristo. En la medida en que Cristo cobre forma en él, brillará él en el cielo con la luz que es Cristo.

24 Y caminarán las naciones a su luz, y los reyes de la tierra llevan a ella su gloria. 25 Sus puertas no se cerrarán en todo el día porque allí no habrá noche. 26 Y llevarán a ella la gloria y los tesoros de las naciones. 27 No entrará en ella cosa impura, ni el que obra abominación o falsedad; sino los inscritos en el libro de la vida del Cordero.

Dado que en la nueva Jerusalén es siempre de día, las puertas de la ciudad están constantemente abiertas al tránsito, mientras que en la antigua Jerusalén debían cerrarse por la noche. Sobre el atractivo de su radiante belleza habían vaticinado ya los profetas (cf. Is 60, 1-22); habían visto anticipadamente en espíritu cómo acudían de todas partes los pueblos de la tierra para poder caminar y vivir en la espléndida luz de la ciudad de Dios (cf. Is 2,2-4; G0,3; Ag 2,6-9). Ahora son ya imposibles las diferencias entre las naciones, porque en la claridad de la luz divina la verdad inalterada y toda realidad brillan tal como son efectivamente; ahora hay paz eterna (cf. Is 2,4; Ag 2,9).

Ningún pueblo de la tierra envidia ya al otro su poder y sus posesiones, puesto que todos van con sus riquezas y sus tesoros a depositarlos en homenaje a los pies de su Dios; la grandeza nacional no causa ya soberbia nacional egoísta, pues ahora está consagrada sin reserva a la gloria de Dios. Ahora, los potentados de la tierra se inclinan como servidores ante el Omnipotente, con interna e inquebrantable convicción; concordes en este servicio, están eternamente de acuerdo entre sí. En Dios se han encontrado todos los pueblos y han aprendido a respetarse y apreciase mutuamente, cada uno según su peculiaridad; en la convicción de que todo lo que son y tienen lo deben en definitiva a la grandeza y bondad de Dios, y en parte también a los esfuerzos de otros, en su gratitud a Dios son también agradecidos los unos con los otros, y en el amor a Dios se consuma desinteresada y puramente su amor de unos a otros. En el cuadro tan extraordinariamente luminoso con el resplandor del cielo, que en él desaparece la luz del sol, conservan, sin embargo, eterna consistencia todos los verdaderos valores de este mundo y todas las genuinas realizaciones de los hombres, que se han llevado a cabo en cumplimiento del encargo cultural de su Creador (cf. Gén 1,28). Lo que se había dicho de los particulares que ven su meta en Dios y hallan en él su felicidad: «Sus obras los siguen» (14,13), se repite aquí generalizado y extendido a la sociedad humana, a sus grupos y asociaciones particulares, que ahora está delante del trono de Dios reunidas en un solo cuerpo como una sola humanidad. En la idea del mundo propia de la revelación divina no hay el menor asomo de verdadero dualismo y consiguientemente tampoco pesimismo; con la absoluta soberanía y omnipotencia de Dios mantiene también con toda limpidez la unicidad y unidad de Dios, Creador y consumador. Por esta razón, aun en los cuadros de ruina, que en función de su meta final se enfocan y se quieren como procesos de purificación, se halla todavía más bien un acento concomitante de lamentación, pero nunca de triunfo nihilista. El amor a la cultura y la filantropía del Apocalipsis está así en relación de causalidad con su concepción de Dios, de la que resulta como consecuencia necesaria.

Todo lo que es genuino, bueno y bello en la tierra, será eternizado en el cielo de Dios; la verdadera actividad cultural tiene también su sentido escatológico. Como para el cuerpo humano, también para «la gloria de las naciones» hay una resurrección, en la que todas las obras participan en la consumación de aquel que las realizó. Ahora bien, todos los que en nombre de Dios dedicaron sus esfuerzos a verdaderos valores y los sacaron a la luz mediante la obra de su vida, se gozarán eternamente en los frutos de riqueza y de belleza, también por el hecho de haber contribuido ellos a la producción de estos frutos mediante la entrega personal; en la nueva creación consumada, la realización de la humanidad conserva, purificada y transfigurada, una consistencia eternamente duradera.

La mirada se dirige en último lugar a los habitantes de la nueva Jerusalén; esto mueve al vidente a traer una vez más a la memoria en este contexto el principio en que se basa el veredicto en el juicio final (cf. 20,12) y a reiterar la conminación del v. 8; ahora, sin embargo, tras la fascinadora visión, ha cambiado de sentido, convirtiéndose en la estimulante invitación a decidirse de corazón y a tiempo por tal eternidad.
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85. Cf. Jn 1,4s.9; 3,19; 8,12; 9,5; 12,45s.
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