CAPÍTULO 19


c) Júbilo en el cielo y en la tierra por el juicio de Dios (19,1-10)

1 Después de esto oí como un gran clamor de numerosa multitud en el cielo, que decía: «¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, 2 porque verdaderos y justos son sus juicios; pues juzgó a la gran meretriz, la que corrompía la tierra con su fornicación, y vengó en ella la sangre de sus siervos.» 3 Y la segunda vez dijeron: «¡Aleluya!» Y su humareda sube por los siglos de los siglos. 4 Los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes se postraron y adoraron a Dios, que estaba sentado en el trono, y decían: «¡Amén! ¡Aleluya!»

De la asolada Babilonia se eleva ahora la mirada al cielo. Allí, los espíritus bienaventurados, juntamente con los hombres glorificados, celebran con cánticos de victoria la caída de la metrópoli del Anticristo. En tres casos sucesivos se dirige la acción de gracias por ello al que está sentado en el trono, al soberano universal; cada coro comienza con una exclamación de júbilo, el aleluya («¡alabad al Señor!»), que de la liturgia del templo de Jerusalén 68 lo había sin duda tomado ya la comunidad jerosolimitana y así se introdujo tal cual, al igual que el amén, como aclamación en la liturgia cristiana; por lo demás, el aleluya aparece aquí por primera vez en un documento cristiano y por única vez en el Nuevo Testamento. El coro del cielo explica su alabanza de Dios por el hecho de que en el juicio sobre la meretriz se ha revelado como justo; aquélla era, en efecto, el foco de infección para el mundo entero y la verdadera promotora de todas las persecuciones sangrientas contra los cristianos.

El aleluya vuelve a repetirse y se motiva con la declaración de que este «verdadero y justo» juicio de Dios es irrevocable por toda la eternidad (cf. 14,11); con ello la redención definitiva y completa asoma en el horizonte de la, historia universal. Por su parte, los ancianos y los vivientes que están ante el trono del Altísimo, intervienen con el gesto de la adoración en el canto de júbilo y confirman con el amén el cántico de alabanza de los ángeles y hombres bienaventurados (d. 4,10s; 5,8.14; 7,9-12; 11,16; 14,3).
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68. Cf. Sal 104(103)35; 106(105)48; 148, 1, etc.
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5 Y salió del trono una voz que decía: «Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, los que le teméis, pequeños y grandes.» 6 Y oí como clamor de numerosa multitud, como estruendo de muchas aguas y como estampido de poderosos truenos, que decía: «¡Aleluya! Porque ha comenzado a reinar el Señor, nuestro Dios todopoderoso. 7 Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. 8 Le ha sido dado vestirse de lino resplandeciente y puro.» El lino significa las obras justas de los santos.

Todavía más poderosamente retumba el tercer aleluya en honor del Todopoderoso; se oye un inmenso coro de multitudes que resuena como las voces reunidas de las más ruidosas fuerzas de la naturaleza, como el estruendoso bramido de imponentes cascadas y como el retumbar de poderosos truenos.

Al requerimiento venido de cerca del trono -sin duda de uno de los seres vivientes («¡a nuestro Dios!»)- responden ahora todos los siervos de Dios en la tierra, toda la Iglesia de Dios que todavía no ha llegado a la meta de la eternidad, todos los fieles sin distinción de rango ni de condición; nadie es pequeño o superfluo delante de Dios. La Iglesia de Dios en la tierra exulta y da gracias sobre todo porque al fin Dios despeja en su juicio lo que había sido obstáculo a la plena manifestación de su soberanía en la tierra. Con la caída de Babilonia ha dado comienzo a su última gran obra, con la que conduce a su creación a la consumación y lleva a su meta la historia de la humanidad.

Todavía se menciona un segundo motivo de júbilo: Ha llegado la hora de las «bodas del Cordero»; éstas se describen por extenso más adelante (21,9ss). La imagen se remonta originariamente a una representación de los profetas del Antiguo Testamento que enfoca la relación de Dios con su pueblo de la alianza por analogía con la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio 70. Jesús utilizó de varias maneras la imagen del banquete nupcial para representar gráficamente la salvación consumada 71. La relación personal en que él se halla con sus elegidos es comparable con la comunidad entre esposo y esposa (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-33).

Cuando los fieles cristianos probados con sufrimientos en la tierra declaran que al fin han llegado «las bodas del Cordero», esto quiere decir que ellos ven que va a cumplirse la promesa de la segunda venida de su Señor. El Señor viene para recoger a su Iglesia en el destierro y conducirla a su gloria. Cuando la Iglesia en la tierra se haya reunido con Cristo, entonces se habrá alcanzado plenamente la meta de su obra redentora 72.

Así está, pues, la Iglesia llena de expectación y de anhelo, en su atavío nupcial, dispuesta a recibir a su Señor. Su vestido nupcial es un presente de Dios («le ha sido dado», cf. comentario a 6,2); Dios mismo la ha engalanado con su gracia. El vestido es sencillo, pero auténtico y fino en comparación con el exagerado y chocante atavío de su competidora, la meretriz Babilonia (cf. 17,4); el color blanco es símbolo de la santidad y de la transfiguración que la aguarda en la gloria de Dios.

En una declaración final se da una segunda explicación de la procedencia del vestido nupcial. Se había explicado ya como presente de la gracia de Dios; ahora se nos dice que está también tejido con las buenas obras de los cristianos. En esta concepción está subyacente la misma definición de la relación entre la gracia y las buenas obras que Pablo aduce más claramente en Flp 2,12-14. Cómo concurren la libre gracia de Dios y la libre cooperación del hombre sigue siendo un misterio, ya que Dios mismo participa en ello directamente(cf. también Ef 2, 10). No se debe pasar por alto la llamada moral que se encierra en esta afirmación; aquí se plantea a todo cristiano el quehacer de contribuir con sus buenas obras a tejer el vestido nupcial de la Iglesia y a darle mayor esplendor.
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70. Cf. Is 54,57; 62,4s: Ez 16,7ss: Os 2,4-25.
71. Mt 22,2-4, 25,1-13; Lc 12,36; Jn 3,29.
72. Los v. 19,1-8 contienen el último canto de acción de gracias del Apocalipsis. El canto reúne el mensaje central del Apocalipsis (cf. nota 25); la primera parte (v. 1-4), en el aspecto positivo; la segunda (v. 6-8), en el negativo. La primera sección trata de los juicios de Dios y los interpreta como medidas con las que Dios vuelve a abrir una y otra vez el mundo que se le cierra y despeja los obstáculos que el mundo mismo levanta contra el futuro de Dios y consiguientemente contra su propio futuro, que ha tenido ya comienzo en Cristo. La segunda sección canta luego este futuro de Dios, la meta propiamente dicha de la historia, en la toma de posesión de la soberanía de Dios concebida como ya realizada, y mira anticipadamente a la consumación final que acontece con ésta, en la imagen de las «bodas del Cordero»
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9 Y me dice: «Escribe: Bienaventurados los invitados al banquete de las bodas del Cordero.» Y me dice: «Éstas son las palabras verdaderas de Dios.» 10 Y caí a sus pies para adorarlo. Y me dice: «No hagas eso. Consiervo tuyo soy y de tus hermanos, que tienen el testimonio de Jesús. A Dios adora.» Pues el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.

El canto de júbilo con que la Iglesia en la tierra se había unido al himno de acción de gracias del cielo, está todavía en el futuro para los destinatarios del Apocalipsis; para ellos es por ahora únicamente expresión de la esperanza en que viven y por la que están dispuestos a morir. Por esta razón la visión anticipada de la consumación se cierra declarando bienaventurados a los que están llamados a este banquete nupcial (cf. Lc 14,15). La promesa trata de suscitar confianza y resolución, así como ánimos para sufrir en el tiempo de la persecución. A este objeto sigue todavía una confirmación especial. Por inverosímil que esta perspectiva pueda parecer y por incomprensible que sea para la razón humana, es, sin embargo, de fiar; en efecto -explica el ángel- lo que Juan ha visto y oído eran palabras de revelación de Dios, que están, por tanto, respaldadas por la veracidad y fiabilidad de Dios mismo.

Juan, todavía confuso y emocionado por esta visión de futuro, y bajo la impresión de las últimas palabras del ángel, olvida a quién tiene delante. Cae en adoración a los pies del ángel, que lo rechaza con energía, pues sólo a Dios corresponde esta clase de homenaje. Él mismo se presenta como uno que, al igual que Juan y que los demás profetas cristianos («que tienen el testimonio de Jesús»; cf. comentario a 1,5), está al servicio de Dios. Con esto reciba Juan de nuevo indirectamente una confirmación de su misión profética; según esto, en lo que en este escrito propone a la Iglesia se oye «el testimonio de Jesús» mismo (cf. 1,1). En efecto, el testimonio de Jesús pervive y se desarrolla en las palabras que el Espíritu sugiere a los hombres destinados a la proclamación profética (cf. Jn 14,26; 15,26s); al fin y al cabo, el espíritu de Dios es también el Espíritu de Jesús (cf. Jn 16,13s; Rom 8,9; 2Cor 13,17).

Una proclamación que no se refiere en definitiva a Cristo y que no transmite su testimonio en el Espíritu Santo, no es proclamación cristiana.


VI. LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO Y EL JUICIO FINAL (19,11-20,15)

1. EL JUICIO SOBRE LA BESTIA Y SUS ADEPTOS (19,11-21)

La ejecución de la sentencia contra la metrópoli anticristiana había sido adjudicada por designio de Dios (cf. 17, 16s) al Anticristo y a sus aliados. Para juzgar al Anticristo, a sus auxiliares y a sus seguidores aparece Cristo mismo (19,11-21). Después se retira también el poder en la tierra a su comitente, Satán (20,1-6), el cual al fin es desterrado para siempre de la creación de Dios (20,7-10). Con esto queda descartado el factor de perturbación en la historia de la salvación de Dios respecto a los hombres y puede ya comenzar el nuevo orden definitivo; éste viene inaugurado con el juicio final (20,11-15).

a) El jinete vencedor (19,11-16) Es ésta la visión de la parusía de Cristo; la escena está interiormente estrechamente entrelazada con numerosas descripciones precedentes; con frecuencia se ha hablado de la persona del juez y del juicio, que, en cuanto motivos, han desempeñado en la exposición de conjunto el papel de piedra fundamental y angular en un edificio.

Ya en 12,1-12 se había presentado al Mesías como vencedor del dragón y señor del mundo; sin embargo, su victoria estaba de momento oculta todavía en la historia del mundo. Por el contrario, todo parecía indicar que el adversario de Dios era el verdadero señor del mundo. De esto se trató en general en la sección 12,13-17; las imágenes de 13,1-10 aportaron suplementariamente circunstancias y confirmaciones más detalladas.

Así como el Redentor apareció en su primera venida en el desvalimiento de un niño recién nacido que parecía estar a merced del dragón, así también la realidad interna del mundo redimido permaneció oculta y sustraída a la percepción externa en el período comprendido entre su ascensión y su segunda venida. Sólo a los fieles de Cristo era conocida y les estaba presente en la fe, y debía ser mantenida por ellos en virtud de esta fe en medio de las experiencias contrarias de la historia. La época de lo pasajero y provisional del mundo redimido llega ahora a su fin. Con la manifestación de la gloria del Señor exaltado en la parusía ven finalmente los suyos lo que hasta entonces sólo habían creído.

El juicio, que es celebrado por su Señor en su segunda venida, había sido anunciado ya hasta en detalle en 14,6-13 y a continuación había sido expuesto bajo dos aspectos, como acontecimiento de salvación y de ruina en una simbólica composición figurada (14,14-20; cf. también 16,14; 17,14). Por esta razón puede ser relativamente breve la descripción en el momento en que tiene lugar el hecho.

11 Y vi el cielo abierto. Y en esto aparece un caballo blanco. El que lo monta se llama «fiel y veraz»; y juzga y hace guerra según justicia.

Por tercera vez ve Juan abrirse el cielo (cf. 4,1; 11,19); en adelante no volverá ya a cerrarse. En efecto, aquel al que el vidente ve descender del cielo, y entrar en el mundo, no lo abandonará ya más como lo abandonó en otro tiempo en la ascensión que siguió a su resurrección.

La descripción de lo contemplado no comienza por la persona, sino (como en 4,2 y en 14,14) por la cabalgadura que monta. Aquí se trata de un caballo blanco, en lugar del símbolo corriente en los demás casos en que se trata de la venida del juez, a saber, la nube blanca (cf. comentario a 14,14); es que en el marco de nuestro cuadro aparece el juez como jefe de un ejército que triunfa de sus enemigos (19,19-21). Como también es corriente en estos casos, el blanco resplandeciente indica la pertenencia al mundo glorificado del cielo (cf. 3,4s.18; 4,4; 6,11, etc.).

La figura del jinete no se pinta en un principio conforme a su aspecto exterior, sino que se describe desde dentro con indicaciones relativas a su persona y a su modo de obrar. Dos calificativos («fiel y veraz»), que como un nombre expresan su ser, se hallan en cabeza; con las mismas cualidades se había presentado también al Hijo del hombre (1,5; 3,14) en la visión inaugural (1,12-20). Allí, como aquí, hacían referencia a la fiabilidad de sus palabras y de sus promesas. Con su segunda venida se demuestra ahora que el fiel no en vano se había fiado de él y se había mantenido firme en su seguimiento. Así la fórmula que sirve de nombre expresa concisamente a modo de una profesión de fe la relación de Cristo con su Iglesia en la tierra, mientras que la declaración siguiente sobre su actuación judicial pone de manifiesto su actitud frente a los poderes hostiles en el mundo, los cuales habían aparentado ser invencibles (cf. 13,4). Ya en Isaías se profetiza al Mesías como «el que juzga con justicia» (Is 11,3-5); ahora aparece para hacer justicia a sus fieles ante sus adversarios.

12 Sus ojos son llama de fuego, y en la cabeza lleva muchas diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él.

Las breves observaciones sobre el aspecto exterior no son nuevas. Ya en 1,14 se hallaba la misma palabra figurada que atribuía al Hijo del hombre la mirada del Omnisciente, que todo lo ilumina y penetra. Los símbolos de la autoridad soberana no están restringidos como en el dragón (12,3) y en su copia (13,1); el jinete que monta el caballo blanco es omnipotente. El nombre innominado que expresa su ser y que sólo él conoce (cf. 2,17), está suficientemente indicado con estas referencias; es el «nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9); en la parusía, cuando «lo veremos como es» (lJn 3,2), se hará patente el misterio de su ser; entonces aparecerá él también al exterior como el que era ya siempre, como el Hijo de Dios.

13 Va envuelto en un manto teñido de sangre. Y su nombre es «La Palabra de Dios».

Cristo viene de la gloria del cielo envuelto en un manto empapado de sangre. Esto veda interpretar este rasgo mediante la imagen del que pisa la uva en el lagar, de Is 63, 1-4, a la que se recurre en 14,20 en el anuncio del juicio sobre los réprobos y en el contexto presente sólo en 19,15. Si Cristo viene del cielo con el manto ensangrentado todavía antes de celebrar el juicio, la sangre de su vestido sólo puede ser su propia sangre, y así la imagen significa lo mismo que el ya conocido «un Cordero como degollado» (5,6), que en 5,9 se interpreta explícitamente en el sentido del efecto de la muerte de Jesús causante de redención. Conforme a esto, la imagen quiere indicar aquí que el juez del mundo es su redentor; precisamente por causa de su acción redentora le corresponde también el oficio de juez.

Con este enfoque casa también el tercer nombre del jinete: «La Palabra de Dios». Aquí no se trata de una comunicación posterior del nombre no mencionado en el v. 12. La designación Palabra (Logos, Verbo) de Dios es conocida por el prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1, 1-18); sin embargo, aquí no se puede explicar ni entender sin más en función de dicho pasaje. En el contexto presente tiene un sentido mucho más fuerte que allí como designación de actividad y tiene por objeto recordar que el que ahora retorna como juez fue enviado la primera vez al mundo como mediador de la revelación y dio testimonio de Dios no sólo con palabras, sino también y sobre todo con su persona y en su historia 73. Así, en las dos últimas indicaciones se destaca la relación en que se halla el juez con el género humano en general y muy en particular con aquellos que han conservado en la fe el testimonio de Jesús (cf. 6,9; 12,17). Con la Parusía viene confirmada plena y totalmente su fe; ahora «la Palabra de Dios» se demuestra «fiel y veraz» ante el mundo entero.
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73. Tampoco en el prólogo del Evangelio de Juan enuncia primeramente el título Logos el ser trascendente de Cristo y su procesión eterna del Padre; también aquí está el concepto de Logos más bien bajo la idea directriz por la que se orienta la revelación bíblica «Todo enunciado teológico y toda revelación sobre la "naturaleza" de Dios están realizados en el marco de la "Economía"» (Y. CONGAR, citado en nota 1). J. DUPONT nota sobre el concepto de Logos en Jn 1: «Cuando san Juan dice que Jesús no es sólo el portador de la palabra de Dios, sino esta misma palabra, no quiere con ello definir la esencia trascendente del Hijo de Dios o determinar el modo y manera como procede de Dios. El concepto de Logos no designa a Cristo como nombre propio personal: Cristo es la palabra de Dios en su relación con el mundo y con los hombres» (p. 58).
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14 Le siguen los ejércitos del cielo sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro.

En los cuadros del juicio en la Biblia tienen los ejércitos celestiales un puesto fijo en el acompañamiento del juez (Mc 13,27 par; Mt 25,31; 2Tes 1,7s); aquí se piensa en primer lugar en multitudes angélicas; según lCor 6,2, también los hombres bienaventurados participan en el acto del juicio.

15 Y de su boca sale una espada aguda para herir con ella a los gentiles. Él los regirá con vara de hierro, y él pisa el lagar del vino de la terrible ira del Dios todopoderoso.

Hasta aquí, en la caracterización del juez que viene se destacaba especialmente la relación con los fieles; ahora se desarrolla especialmente con vistas a los «gentiles», es decir, a los incrédulos o infieles. Cristo, en cuanto juez, lleva a su término y consumación no sólo la historia de su Iglesia, sino la del mundo entero.

Tres imágenes veterotestamentarias, todas las cuales se habían utilizado ya también en textos precedentes (cf. comentario a 1,16; 2,27; 12,5; 14,19s) representan a Cristo como el Señor y juez de los gentiles. Su palabra de juez, como espada aguda, pone inmediatamente en obra la sentencia; alcanza a los condenados como golpe con vara de hierro.

16 Y sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: «Rey de reyes y Señor de señores.»

Para terminar se menciona el nombre que explica la omnipotencia del juez, así como la impotencia de los que son juzgados. Va escrito sobre la parte del cuerpo que salta especialmente a la vista en un jinete, en la parte superior del muslo; el nombre coincide que se había dado ya al Cordero en la predicción de su victoria ( 17,14), y aquí como allí significa que e] juez aparece en la omnipotencia de Dios y, por tanto, en la parusía se manifiesta también a sus enemigos como el que era y es: Señor universal, como Dios mismo.

b) Derrota de la bestia y de sus aliados (19,17-21)

17 Y vi un ángel de pie sobre el sol y gritó con gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en lo más alto le los cielos: «Venid, congregaos para el gran festín de Dios; 18 para comer carne de reyes, carne de jefes militares, carne de poderosos, carne de caballos y de jinetes y carne de todos los hombres, libres y esclavos, pequeños y grandes.

Como en el preludio de un drama se insinúa anticipadamente el desenlace, lo mismo sucede aquí en la invitación del ángel. Éste aparece en pie en medio del resplandor del sol (cf. 12,1) e invita a todas las aves carniceras que vuelan por lo alto del cielo a una horrenda comida de cadáveres que Dios les ha preparado. El cuadro es copia de una descripción de Ezequiel (Ez 39,17-20), y aquí se presenta como estremecedora contrapartida del banquete nupcial del Cordero, al que están invitados los elegidos ( 19,7-9)

19 Y vi la bestia, y los reyes de la tierra y sus ejércitos, congregados para hacer la guerra contra el que montaba el caballo y contra su ejército. 20 Y fue apresada la bestia y con ella el falso profeta, el que hizo las señales en su presencia, con las que extravió a los que recibieron la marca de la bestia y a cuantos adoraron su imagen. Vivos fueron arrojados los dos al lago de fuego que arde en azufre. 21 Los demás fueron muertos por la espada del que montaba el caballo, por la que salía de su boca. Y todas las aves se hartaron de sus carnes.

Tras el anuncio sigue ahora en el segundo cuadro la realización. Empalmando con una insinuación hecha ya en 16,14 sobre la reunión de todos los reyes de la tierra para el juicio, se hace simplemente constar el triunfo del jinete del Logos sobre todos los enemigos. Hace ya tiempo que el combate quedó dirimido con la muerte de Jesús y decidido victoriosamente con su resurrección (cf. 12,5-12). Por esta razón no se ve aquí ya rastro de enfrentamiento bélico; todos los que habían intervenido en nombre del Anticristo, yacen ya derrocados por el suelo, con armas y bagajes. Una vez que «el león de la tribu de Judá» (5,5) se revela ante todo el mundo como el que hace ya tiempo venció, ya no hay más que sacar las consecuencias de su victoria para la historia del mundo. Esto se hace sin esfuerzo ni aparato. Los que en otro tiempo parecían omnipotentes en la tierra, cuya perniciosa actividad e influjo, que alcanzaba a todas partes, se trae una vez más a la memoria (cf. 13,11-18), se dejan ahora apresar como paralizados por un desmayo. Las dos bestias son devueltas allá de donde habían venido y arrojadas de nuevo al infierno para ser atormentadas eternamente (cf. 14,10s; 20,10.14s; 21,8). La palabra del juez omnipotente conmina a los secuaces de las mismas la sentencia de muerte, que viene ejecutada inmediatamente. Más adelante se volverá a hablar todavía del destino definitivo de los adoradores de la bestia (20,15; 21,8).