CAPÍTULO 14


3. EL CORDERO Y SU SÉQUITO (14,1-5).

En la mirada complexiva anticipada al punto culminante del combate escatológico del final de la historia (11,1-13) ocupaba el centro una imagen prometedora de protección y preservación: en el templo queda acotado un sector al que no puede alcanzar el asalto de poderes infernales (11,7). Esta imagen viene de nuevo reasumida como conclusión del tremendo descubrimiento relativo al Anticristo y ampliada en una nueva visión. Con ella se da respuesta a la angustiosa pregunta que no podía menos de surgir tras la descripción de la guerra sin cuartel emprendida por los poderes satánicos con toda clase de medios y con odio infernal (13,1-18): En tales circunstancias ¿queda todavía en pie siquiera algo de la Iglesia de Dios en la tierra? A esta pregunta se responde con la visión esplendorosa, inspiradora de esperanza y portadora de certeza, que presenta a los elegidos, seguros y protegidos bajo el amparo del Cordero que se halla en medio de ellos.

1 Y miré, y apareció el Cordero de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que tenían el nombre de él y el nombre del Padre de él escrito en la frente.

El escenario de la visión se halla en la tierra; es la montaña de Sión, la montaña del templo en Jerusalén (cf 11,1), que los profetas habían vaticinado como lugar de refugio para la comunidad de salvación de los últimos tiempos (J1 3,5; 4,17); la apocalíptica tardía vio en ella el lugar en el que el Mesías aparecería para salvar a sus fieles y para juzgar a sus enemigos (4Esd 13,35-40; 5Esd 2,42-47); conforme a la expectativa profética, sobre el monte Sión consumará Dios definitivamente su reinado mediante el Mesías (Is 24,23; Sal 2,6; 110[109]2s).

El Cordero es presentado como vencedor (cf. 5,5), rodeado de los elegidos, que se reúnen en su número total en torno a él. Como señal de su pertenencia al Cordero llevan su nombre, junto con el nombre de Dios, sobre su frente; de la misma manera, también los secuaces de la bestia habían confesado con un distintivo apropiado su sumisión y pertenencia al Anticristo (13,16).

2 Y oí una voz del cielo como estruendo de muchas aguas y como estampido de gran trueno, y la voz que oí era como de citaristas que tocan sus cítaras. 3 Y cantan un cántico nuevo ante el trono y ante los cuatro seres vivientes y los ancianos. Nadie podía aprender el cántico sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil que habían sido rescatados de la tierra.

Aunque la visión se contempla en la tierra, es decir, en el ámbito de lo pasajero y provisional, la escena, sin embargo, está inmersa en la luz transfigurante que proyecta anticipadamente sobre ella la consumación venidera; aquí se manifiesta algo de la creación y de la historia del género humano, que en medio de la caducidad está ya interiormente en armonía con su figura definitiva, como lo sugiere expresamente una voz del cielo. El estampido de truenos formidables había anunciado ya en cuadros precedentes (cf. 4,5; 8,5; 11,19) la tremenda majestad de Dios y la excelsitud de su mundo celestial; también la potente palabra del Hijo del hombre glorificado, que aparece aquí en la imagen del Cordero, se había comparado antes con el estruendo de muchas aguas (1,15). El séquito del Cordero, seguro al amparo de la omnipotencia de Dios y resguardado por el amor del Redentor que había ido a la muerte por ellos, da la sensación de una tranquilidad soberana y de una seguridad imperturbable.

Por el Cordero que se halla en medio de los elegidos, están éstos ahora ya, todavía en la tierra, unidos con las multitudes bienaventuradas en el cielo, cuyo cántico perciben y ya desde ahora pueden también apropiárselo. Es un «cántico nuevo», que canta por tanto un nuevo acontecimiento salvífico (cf. comentario 5,9); el contexto permite colegir su contenido: es el canto de triunfo a la victoria final del Cordero contemplada anticipadamente y a la consumación de la soberanía de Dios; a los oídos de aquellos que se saben rescatados de la tierra que está bajo el dominio de la bestia (13,16), suena pues, como el regocijante canto de un cantor que acompaña su cántico con la cítara.

4 Éstos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes. Éstos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va. Éstos fueron rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero. 5 Y en su boca no se halló mentira. Son intachables.

La descripción se cierra con una caracterización de los elegidos; mediatamente proporciona también un criterio conforme al cual cada uno puede reconocer si merece contarse entre ellos; una definición sencilla, pero que da con todo lo esencial, de lo que son y cómo son los cristianos.

Deben estar totalmente y sin vacilación del lado de Cristo; lo primero que se dice de ellos en la explicación, entendida en forma figurada 45, es su virginidad; en esta indicación se oye el eco de palabras de Cristo y del apóstol Pablo, que recomiendan la virginidad a los que quieran hacerse total y enteramente disponibles para el Señor y para su causa (Mt 19,12; lCor 7,32-34; 2Cor 11,2). Desde luego, aquí desempeña también su papel la representación contraria, que aparece inmediatamente a continuación (14,8); la dependencia de la bestia está expresada allí de manera figurada, como galanteo con Babilonia, símbolo de la metrópoli del reino del anticristo (cf. 17,2; 19,3.9; 19,2). El adulterio y la lascivia son en los profetas de Israel imágenes frecuentes de la apostasía y de la idolatría (por ejemplo: Os 2,14-21; Jer 2,2-6). Debe preferirse la interpretación simbólica de la virginidad, porque en la visión no aparece un grupo particular, sino la Iglesia en su totalidad. Más adelante se presenta también en su conjunto, en una imagen que tiene afinidad de sentido con ésta, como la esposa virginal del Cordero (19,7; 21,2.9; 22,17). La libertad del amor perfecto une a los elegidos con su Señor; están de su lado en obediencia incondicional y le siguen por todos los caminos por los que los lleva. Su buena disposición no conoce obstáculos; incluso cuando los guías por el camino que él mismo siguió como hombre por la persecución y la muerte a la glorificación, no se retraerán ante el testimonio de su propia sangre.

En la ley se prescribía al pueblo de Israel ofrecer a Dios los primeros frutos maduros de toda cosecha, como señal de que todo le pertenece (Lev 23,9-14). Este grupo aparece ante los ojos de Dios como aquellas primicias; separados del conjunto pertenecen ahora ya a Dios y al Cordero totalmente como su propiedad (cf. lPe 2,9s). Las primicias, entendidas en el contexto, significan todavía más: con ellos se inicia la recuperación del mundo entero bajo la soberanía de Dios; así pues, se hallan delante del mundo como signo de esperanza y como promesa de un futuro íntegro y sin tara para la entera creación de Dios; en efecto, en ellos está ya presente el futuro absoluto que Dios inauguró en Cristo.

Como característico del séquito del Cordero se menciona un cierto distintivo: la veracidad incondicional. Quien pertenece a Dios, cuya esencia es verdad y fidelidad 46, no puede ya tener nada en común con el «padre de la mentira» (Jn 8,44), cuya naturaleza es fundamentalmente la mentira. Rectitud de pensamiento y de sentimientos, veracidad en las palabras, lealtad en el modo de proceder, un ser franco, sin discrepancia entre las palabras y las acciones; en una palabra: la personalidad transparente, sin nubes, con la que se puede contar (Mt 5,37; Sant 5,12), sólo puede existir en la luz de Dios, que es la verdad (Sal 43[42]3).

En resumen se dice que son sencillamente intachables. Si los mismos animales que se ofrecían en sacrificio en la antigua alianza debían ser sin tara (Ex 12,5; Lev 23,12s), esta exigencia se aplica sobre todo a las «primicias» de la alianza perfecta y consumada que constituyen el séquito del Cordero «sin defecto ni tacha» (lPe 1,19).

La realidad intrínseca de la «comunión de los santos» en la Iglesia de Cristo presenta en un cuadro acabado con pocos trazos. Los fieles están ya en el santuario, en el reino de Dios, vivamente ligados con el Señor en medio de ellos, que es su pastor y salvador. En medio del mundo y activos en él y cerca de él, no pertenecen al «dios de este mundo» (2Cor 4,4), sino que, como «rescatados de entre los hombres», siguen «al Cordero a dondequiera que va».
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45. De suyo, la aserción podría tomarse también a la letra. Para justificar la significación literal podría remitirse, por ejemplo, a lCor 7,26ss; además, no parece ser ajena a la tradición apocalíptica judía la idea de que el resto santo de Israel estará constituido en el tiempo final por un grupo de hombres que vivan en celibato; como indicio de tal concepción podría considerarse también la comunidad de Qumrán, que vivía ascéticamente y con la mayor probabilidad en celibato. Sin embargo, dado que el grupo que aparece en nuestro pasaje no representa una minoría selecta, sino que simboliza el entero pueblo de Dios, merece preferencia la interpretaci6n figurada.
46. Cf. Sal 36(35)6; 89(88)9; 100(99)5; Jn 3,33; Rm 3,4, etc..
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V. PREPARACIÓN PARA EL JUICIO FINAL (14,6-19,10)

Se han descrito los dos campamentos, se han delimitado los frentes; al «pequeño rebaño» (Lc 12,32) que sigue al Cordero se le ha prometido la salvación; ya puede iniciarse la ruptura definitiva de las hostilidades.

1. MIRADA ANTICIPADA (14,6-20)

a) Anuncio del juicio (14,6-13)

6 Y vi a otro ángel, que volaba por lo más alto del cielo, que tenía un Evangelio eterno para anunciarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, 7 y que decía con gran voz: «Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y los manantiales de aguas.»

Cuatro mensajes emanan del cielo en esta sección: el primero y el último tienen como objeto la salvación, el segundo y el tercero, el juicio; los tres primeros vienen transmitidos por el ángel, el último por la voz de una persona invisible.

El primer ángel vuela alto por el cenit, por donde también volaba el águila que gritó perceptiblemente sobre toda la tierra el triple «¡ay!» (8,13); como el mensaje del águila, también el del ángel afecta a todos los «moradores de la tierra», es decir, en lenguaje apocalíptico, a los hombres que no quieren saber nada de Dios. El anuncio del ángel es, contrariamente al del águila, un anuncio de gozo, una promesa de salvación; se basa en el designio eterno de Dios, su objeto es la salvación eterna 47. Por medio del ángel la ofrece Dios a todos los que todavía antes del fin se deciden a dar marcha atrás y se convierten a él; ésta es su última oferta antes de que sea demasiado tarde.

El requerimiento recuerda el himno angelico que en el Evangelio interpreta el significado del nacimiento de Jesús (Lc 2,14); en la materia conviene con la predicación del Bautista (Mt 3,1), que Jesús reasumió en su predicación (Mt 4,17). Tributar a Dios el honor que le es debido, es el medio de librarse del juicio y de alcanzar la salvación eterna. El temor y la adoración de Dios son las formas fundamentales de la religiosidad del Antiguo Testamento, de las que la proclamación cristiana no retira lo más mínimo.

En la motivación de su llamamiento presupone el ángel la idea de la historia existente ya en la revelación del Antiguo Testamento y que, consiguientemente, vino también a ser típica de la concepción cristiana del mundo. Contrariamente a la concepción griega pagana del mundo y de su historia, en la que se entendía el curso de la historia como una sucesión continuada de ciclos cerrados de generación y de corrupción, la concepción bíblica se lo representa en forma rectilínea, como un movimiento que se desarrolla hacia un punto final. Esta convicción que orienta el entero proceso hacia un fin, tiene conexión con la otra en que este transcurso se concibe como puesto en marcha con el actor creador de Dios; en tal comienzo está fijada también la meta final; ahora bien, en este fin reside el sentido de todo el proceso histórico; así pues, sólo en función de su fin se puede captar el verdadero sentido de la historia universal. El fin mismo a su vez, que es al mismo tiempo consumación, no se logra automáticamente por una evolución progresiva, sino continuamente mediante nuevas acciones y, al fin, mediante un influjo definitivo de Dios mismo.

Según la revelación, la meta final de la historia del mundo y especialmente de la historia del género humano consiste en concreto en que Dios «lo sea todo en todo» (lCor 15,28), o sea, en la realización de la perfecta soberanía de Dios. Esta concepción viene a ser específicamente cristiana si se le añade todavía la convicción de que con la persona y la obra de Cristo se ha manifestado ahora ya la meta final, aunque sólo en una forma transitoria y provisional.

Las repercusiones que este hecho tiene en la historia se explican en los cuadros apocalípticos que siguen a continuación (14,8-19,10). Éstos dan por tanto una respuesta a la pregunta: ¿Qué sucede propiamente en la historia?
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47. También el Apocalipsis tiene presente como meta final en todas sus descripciones la promesa de la salvación y su consumaci6n. Bajo este respecto los juicios de Dios no son sino medios, hechos necesarios por la obstinación humana, con vistas a llevar a termino su definitiva toma de poder, con la que se da la consumaci6n de la salvación en dimensiones cósmicas. Esta constituye el centro del último libro de la Biblia; todos los juicios, en cambio, no son sino «el reverso negativo de esta toma de poder».
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8 Y otro ángel, el segundo, lo siguió, diciendo: «Cayó, cayó Babilonia, la grande, la que dio a beber del vino de la ira de su prostitución a todas las naciones».

La voz del segundo ángel anuncia un juicio que se ha ejecutado ya. En su sentido propio es una prediccción profética, aunque se hace en la forma verbal del pasado para indicar así que el hecho se producirá con absoluta certeza; además, con la solemne repetición se indica estilísticamente la especial importancia del contenido.

El juicio afecta a Babilonia; ya la profecía veterotestamentaria se sirve simbólicamente de esta gran ciudad -oscura contrapartida de Jerusalén, la ciudad de Dios- como sede de la impiedad. Por eso la voz del ángel se apoya, aun en el tenor de las palabras, en tales textos proféticos (Is 21,9; Jer 51,7s; Dan 4,27). También la culpa se designa con una imagen igualmente tradicional (cf. Jer 51,7); había consistido en que en ella había comenzado la seducción del mundo entero a la idolatría; la imagen del «vino de la ira» dice implícitamente que tal apostasía lleva siempre ya en sí el juicio *.

El nombre de Babilonia sobrevivió como símbolo a la ciudad histórica y en la apocalíptica judía desempeñó el papel de seudónimo de Roma 49, y también en la primera carta de Pedro (lPe 5,13). En el Apocalipsis de Juan, este término lleva en sí, en primer lugar, el mismo significado simbólico, aunque suplementariamente más allá de estos límites históricos, como veremos después (17,1-18,24). Babilonia, metrópoli de la bestia (17,1ss), está en la historia no sólo entonces, sino en todos los tiempos, y fundamentalmente, contra el monte Sión, fortaleza del Cordero (14,1-5).
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Aquí, como en 18,3, el texto sagrado acumula dos imágenes sobre el «vino»: «vino de su prostitución» evoca la seducción ejercida por los cultos idólatras (cf. Jer 51,7 texto hebreo), en «vino de la ira» hay que sobreentender «de la ira de Dios», que castigará tales desenfrenos (cf. Sal 60[59]5; 75[74]9; Is 51,17; Jer 25,15-29). Véase X. LEóN-DuFouR y otros autores, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona, 5, 1972, 947s; H. HAAG, A. VAN DEN BORN, S. DE AUSEJO y otros autores, Diccionario de la Biblia, Herder, Barcelona, 5, 1970, 2043. Nota del editor. 49. Oráculos sibilinos 5,143.159.
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9 Y otro ángel, el tercero, los siguió diciendo con gran voz: «Si alguno adora la bestia y su imagen, y recibe su marca en la frente o en la mano, 10 beberá él también del vino de la ira de Dios, vino puro, concentrado, en la copa de su furor. Y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los ángeles santos y en presencia del Cordero. 11 El humo de su tormento sube por los siglos de los siglos, y no tienen reposo ni de día ni de noche los que adoran la bestia y su imagen, y los que reciben la marca de su nombre.»

El tercer ángel se dirige con su amonestación a todos los adoradores de la bestia (cf. 13,12), tanto a los adeptos por convicción como a los simpatizantes por cobardía. No sólo han traicionado a Dios y a su Ungido, sino también a sí mismos, que son imagen de Dios (Gn 1, 26), y por añadidura, en cuanto que eran cristianos, también imagen de su Hijo, que les había sido impresa como un sello en el bautismo. Por tal desafuero se les dará a beber el vino de la ira de Dios "puro", sin mezcla, es decir, no aguado; el juicio descarga sobre ellos sin piedad ni misericordia.

La descripción de su castigo trae a la memoria el de la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gn 19, 24); como los habitantes de estas ciudades, serán atormentados en el fuego del infierno (19, 20; 20.10.15; cf. Is 34,9s). La singular añadidura "en presencia de los ángeles santos y en presencia del Cordero" se ha de entender sin duda en el sentido de que los condenados no pueden olvidar que fueron redimidos y cómo fueron redimidos, y cuánto hizo Dios por salvarlos durante toda su vida; esto se lo recuerdan los ángeles de Dios, de los que se dice en la carta a los Hebreos que son "enviados para servir a los que van a heredar la salvación" (Hb/01/14: ANGEL-CUSTODIO). En la convicción de que ellos y nadie más que ellos son culpables de su propio destino, su odio se vuelve ahora también contra ellos mismos. Pero lo más duro de su castigo está en que dura eternamente; contra la sentencia condenatoria, que dispone una aplicación de la pena sin fin, no hay apelación posible. En el Evangelio de la redención, que conoce la libertad humana de decisión, oímos también un mensaje acerca del infierno.

12 ¡Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús! 13 Y oí una voz del cielo que decía: Escribe: "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor y desde ahora". Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, pues sus obras los siguen".

El vidente, en vista del terrible fin de los réprobos, repite su exhortación a la constancia, con la que había terminado también la descripción de la tiranía de la primera bestia (13,10) y que indica que la fe debe estar a la altura de una prueba, en la que está en juego la existencia humana en cuanto tal. Una voz del cielo confirma la exhortaCIón del pastor, solícito por la fidelidad a la fe de los cristianos, en una bienaventuranza dirigida a aquellos que en la persecución dan buena prueba de sí hasta la muerte violenta del martirio. La voz hace a Juan el requerimiento de consignar expresamente en un escrito la confirmación de su llamamiento, dada sin duda por Dios mismo. Un segundo testigo infalible lo apoya también, a saber, el mismo Espíritu profético que había dictado también los dichos sobre el vencedor en las siete cartas (cf. comentario a 2,7). Según la prescripción de la ley (Dt 17,6; 19,15; Jn 8,17), dos testigos concordes garantizan legítimamente la verdad; la constatación expresa de la confirmación legítima subraya una vez más cuán en serio hay que tomar la exhortación.

El Espíritu da su confirmación en forma de una promesa, al igual que los dichos sobre el vencedor. La muerte no es el fin, sino el tránsito de lo provisional y pasajero a lo definitivo. Lo definitivo de los condenados se había descrito como un tormento sin reposo (14,11); ahora, en cambio, la suerte eterna de aquellos que con su esfuerzo y con el mayor empeño han alcanzado la bienaventuranza, aparece como reposo sosegado, como paz interior con segura libertad. Sus obras, el quehacer de su vida desempeñado con fe animosa, se han presentado como testigos delante del tribunal de Dios y han contribuido a decidir su eternidad bienaventurada.

b) Mirada provisional al juicio futuro (14,14-20)

En una nueva visión puede ya Juan contemplar un momento a grandes rasgos el transcurso del juicio, que luego se le mostrará todavía más en detalle (19,11-20,15). El tema de la siega, que tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo se emplea para representar el juicio, ofrece también aquí el marco para la descripción. En un dicho del profeta Joel sobre el juicio (J1 4,13) se da ya la división de la doble cosecha del trigo y del vino. Sobre este croquis se trazan ahora aquí dos cuadros de cosecha que, diferentemente que en el dicho del profeta, se refieren también a dos diferentes hechos judiciales; el primero describe con la imagen de la siega la recolección de los elegidos (14,14-16), mientras que el segundo, con la imagen de la vendimia y de la pisa de la uva en el lagar pinta el juicio contra los réprobos (14,17-20).

14 Y miré, y apareció una nube blanca, y sobre la nube, sentado uno, semejante a un hijo de hombre, que tenía sobre su cabeza una corona de oro y en la mano una hoz afilada.

Primeramente aparece la persona principal de este proceso; nos es presentada con un nombre y, adicionalmente, con títulos de soberanía. El centro y punto cardinal de la visión (14,6-20) se ha alcanzado con ello; esto lo muestra también la división externa de la sección: tres ángeles preceden a la aparición del «Hijo del hombre» y otros tres la siguen. En la visión inaugural se había presentado a Cristo con el mismo nombre que aquí (1,13), y ya en la introducción había sido anunciado como el que viene sobre las nubes (1,7); con ambos se hace referencia a la visión del Hijo del hombre de Daniel (Dan 7,13), a la que Jesús mismo había aludido en la predicción de su segunda venida para juzgar al mundo (Mt 24,30 par; 26,64 par). El Mesías juez aparece coronado de una corona de oro, signo de la victoria y de la soberanía; en la mano lleva una hoz de segador como símbolo de su oficio de juez.

15 Salió otro ángel del santuario, gritando con gran voz al que estaba sentado sobre la nube: «Mete tu hoz y siega, pues ha llegado la hora de segar, porque se secó la mies de la tierra.» 16 El que estaba sentado sobre la nube metió la hoz sobre la tierra, y la tierra quedó segada.

El cuarto ángel viene del templo, o sea del lugar de la presencia de Dios (7,15; 11,19). Con palabras que no se salen del tema de la siega transmite al Hijo del hombre la orden del Padre -único que fija la hora (Mt 24,36 par)-, la orden de comenzar el juicio. A su señal se pone en marcha el juicio, que viene ejecutado en seguida. El cuadro presupone que no es segada por el mismo que da órdenes, sino por los segadores; en las descripciones del juicio por Jesús, expuestas con más detalle en base a la misma imagen, se menciona como segadores a los ángeles (Mt 13,39.41.49; 24,31 par). El que impera sobre la nube tiene la presidencia y se limita a dar las instrucciones, mientras que los ángeles ejecutan la sentencia.

17 Salió otro ángel del santuario que está en el cielo, teniendo también él una podadera afilada. 18 Y salió del altar otro ángel, que tenía potestad sobre el fuego, y gritó con gran voz al que tenía la podadera afilada, diciendo: «Mete tu podadera afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque sus uvas están en sazón » 19 El ángel metió su podadera sobre la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el gran lagar de la ira de Dios. 20 Fue pisado el lagar fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre hasta alcanzar los frenos de los caballos en una distancia de mil seiscientos estadios.

El cuadro de la vendimia no se limita a subrayar, como una repetición objetiva, el significado del primer cuadro, el de la siega. La pintura pone más bien ante los ojos una situación distinta de la del primer cuadro. El juicio se extiende a un grupo de hombres diferente del primer cuadro. Ya no preside el acto judicial el Hijo del hombre, sino que un ángel recibe de otro el encargo de Dios de dar la señal para la recolecci6n y para recoger la cosecha. Del ángel que transmite la orden se dicen dos cosas: viene del altar, o sea del lugar al pie del cual habían orado las almas de los mártires implorando un pronto juicio contra los perseguidores (6,9s); se dice además que tiene poder sobre el fuego (cf. comentario a 7,1). Esto recuerda al ángel que en una visión anterior, después de haber puesto sobre el altar del cielo «las oraciones de todos los santos», tomó fuego de este altar y lo arrojó a la tierra, y a continuación se anunció en catástrofes terrestres el juicio de la ira de Dios (8,3-5). Este segundo cuadro del juicio, mucho más desarrollado incluso en los detalles, va hasta la descripción de la ejecución de la sentencia. Todo esto indica que está subrayado en el contexto global. Finalmente, la cosa misma que se quiere significar deja marcadas huellas en el cuadro, como lo indican las expresiones «el gran lagar de la ira de Dios» y el «fuego»; así no queda ya la menor duda de que se trata del juicio pronunciado sobre los impíos. Esto confirma también la idea de que en el cuadro más sereno del juicio que representa la siega se quería expresar la recogida de los elegidos (cf. Mt 24,31 par; también 13,30 y 3,12).

En la estructuración del cuadro se nota el influjo de sus modelos del Antiguo Testamento (además de Jl 4,13, especialmente Is 63,1-6). Dios deja intactas las «uvas» del mal hasta que maduren (cf. Mt 13,30), antes de que sean pisadas «fuera de la ciudad». El profeta Joel traslada el juicio sobre los paganos al valle de Josafat, delante de las murallas de Jerusalén (J1 4,2.12); en él se halla también la imagen del lagar desbordante (Jl 4,13); con ella se trata de dar una sensación de las dimensiones de la destrucción. Sobre todo, el río de sangre, cuyas dimensiones de longitud y profundidad se indican, -la imagen procede de la apocalíptica judía- representa gráficamente lo extenso y tremendo de este juicio; la indicación simbólica del número de los estadios (un estadio = 177,6 metros), que resulta del cuadrado del número cósmico 4 multiplicado por 100 (16 X 100 = 1600), sirve al mismo objeto; este número quiere decir, juntamente con el símbolo de universalidad en él contenido, que ni uno solo de los impíos esquivará el juicio. El juicio de Dios es tan grande como Dios mismo.

Su ejecución tiene dos facetas, una luminosa, la elección, y otra sombría, la reprobación. El fallo en el juicio lo ha pronunciado previamente el hombre, al optar por aquel que en la visión viene situado deliberadamente en el centro u optar contra él; la salvación o la perdición depende de la posición que se adopte frente a Cristo, centro del universo y de su historia.