CAPÍTULO 12


IV. PARTE ESENCIAL DE LA PROFECÍA APOCALÍPTICA (12,1-14,5)

1. Visión introductoria

El nuevo ciclo de vaticinios (cf. 10,11), que desarrolla en diversos cuadros el contenido de la visión de la séptima trompeta, comienza poniendo al descubierto el fondo último, único sobre el cual se pueden disponer debidamente y hacerse asequibles los combates del espíritu y las sangrientas batallas, como también los procesos positivos y los acontecimientos salvadores en la historia del mundo. Los factores propiamente propulsores de la historia, como de las implicaciones a que está expuesta en ella la Iglesia, se destacan con marcados perfiles en esta visión introductoria. La interpretación de la realidad que aquí se propone es muy diferente de la idea propagada en nuestros días, de la cerrazón y apertura del mundo en sí mismo. «El vidente viene más bien puesto en conocimiento de sus siniestros patios interiores y sus oscuras callejuelas, que no están indicadas en la mayoría de los planos filosóficos de ciudades, sencillamente porque no conviene que existan» 36.

Para hacer comprender la situación de la Iglesia en el mundo, la visión fundamental comienza hablando del íntimo misterio de la Iglesia y de su papel en la historia, resultante de este mismo misterio. Para explicar la experiencia que la Iglesia hace en el mundo y con el mundo es necesario poner en claro la tendencia que va en sentido contrario de su destino e intención, a saber, el papel de Satán en la historia del mundo. El misterio del doloroso enfrentamiento que le viene impuesto se explica así en función de sus primeros orígenes (12, 1-6) y se muestra en su desenlace (12,7-12). El hecho y el modo como la Iglesia, a través de la situación del último tiempo, que humanamente parece desesperada, es salvada hasta el fin y liberada de la amenaza mortal del Anticristo (12,18-13,18), se le garantiza explícitamente al final de la visión (12,13-17). Las secciones proféticas que todavía siguen luego (14, 1-20,10) describen el desarme gradual de los poderes contrarios a Dios y su exclusión final de la creación de Dios para siempre.

a) Dos señales en el cielo (12,1-6)

1 Y apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza. 2 Está encinta y grita por los dolores del parto y por las angustias del alumbramiento.

Todo lo que sucede en el mundo, incluso lo que no está en regla, sólo puede comprenderse partiendo de Dios; por eso la visión que quiere esclarecer causalmente la disputa entre la Iglesia de Dios y el espíritu y poder del mundo, comienza por el giro más trascendental que ha habido lugar en la historia del mundo, a saber, la encarnación del Hijo de Dios. En él el Creador se interesó como salvador por su mundo que iba de mal en peor; el tiempo final, en el que se lleva adelante su restauración hasta la consumación, comenzó con este hecho; toda la historia de ruina y de salvación del género humano está encerrada con brevedad magistral en los cuadros trazados con gran precisión en el capítulo 12. Con base en dos grandes señales, la contraposición entre la mujer y el dragón, se desarrolla el misterio de la Iglesia, cuyo conocimiento es necesario especialmente para comprender y soportar los últimos tiempos que preceden al fin. La mirada se dirige primeramente al Redentor del mundo, para poder luego resistir mejor el tremendo espectáculo del poder aniquilador del Anticristo.

El vidente contempla, sobre el fondo del cielo estrellado, la primera «señal», una manifestación simbólica, una figura de mujer, radiante de luz. En ella contribuyen todas las fuentes de luz del cosmos: el sol es vestidura, la luna, pedestal, y doce estrellas forman una diadema. En fuerte contraste con este esplendor supraterrestre, oye el vidente a la mujer lanzar gritos de dolor; nota que está encinta y que sufre dolores de parto.

3 Y apareció otra señal en el cielo: un gran dragón de un rojo encendido, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas, siete diademas. 4 Su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo y las arroja a la tierra. El dragón se detuvo ante la mujer que estaba a punto de alumbrar, para devorar a su hijo cuando lo diese a luz.

La segunda «señal» está caracterizada por su color, su figura monstruosa y su acción destructora como un ser salido del abismo, que quebranta el orden y ama el caos y la oscuridad; el dragón es el adversario de Dios, que devasta su mundo y trata de contrariar sus planes de salvación; más adelante se dice expresamente que simboliza al diablo (12,9). La entera catadura del monstruo, en cuyo diseño se utilizaron rasgos tomados del libro de Daniel (Dan 7,7; 8,10), revela por lo demás la tentativa fallida de ser él mismo Dios; así, su aparición se presenta como una imitación del «Cordero», el verdadero Señor de la historia del mundo, desfigurada hasta el extremo de lo grotesco. De los siete ojos, símbolos del Espíritu de Dios (5,6), se han hecho siete cabezas, los «siete cuernos» (5,6) se han elevado a diez, y las «muchas diademas» (19,12) aparecen aquí como siete coronas. Lo desequilibrado y sobrecargado de esta figura muestra claramente que la imitación ha pasado a ser perversión y que el pretendido poder divino se pone en juego como protesta contra el poder de Dios y con objeto de negarlo. Al mismo tiempo no se deben pasar por alto las advertencias insinuadas en el cuadro; el diablo es efectivamente muy fuerte («diez cuernos»), posee una autoridad soberana («siete coronas») -por eso lo llama Jesús «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11; cf. Mt 4,8s)- y está animado de una incoercible furia de destrucción («barre la tercera parte de las estrellas»). Así está el engendro ante la luminosa figura de la mujer indefensa, dispuesto a devorar a su hijo cuando lo diese a luz.

5 Y dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a toda las naciones con vara de hierro. Pero su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono.

El hijo viene al mundo; es un varón, cuya identidad y misión se indica con una cita del salmo del rey mesiánico (Sal 2,9); el recién nacido es por tanto el Mesías prometido, constituido por Dios en señor de todos los pueblos, el enviado de Dios por tanto, que ha de arrojar al «príncipe de este mundo» del puesto soberano que ocupa hasta ahora (Jn 12,31). Esto explica la tensión con que el dragón acecha el parto y el afán, procedente de su instinto de conservación, de quitar de delante a su enemigo desde el principio. Todas las circunstancias parecen prometedoras de éxito: un niño recién nacido, expresión del desvalimiento más completo, por un lado, y por otro, el poderoso y furioso dragón, que lucha por su existencia. Sin embargo, sobreviene algo totalmente inesperado: interviene el Omnipotente, Dios mismo; salva al niño y lo constituye en soberano juntamente con él en su trono. Con esta curiosa reducción de la biografía de Jesús al punto inicial y final de su carrera mesiánica se destaca acertadamente lo esencial de su persona y de la obra de su vida. En el fondo, con la interpretación aquí propuesta del misterio de la encarnación se abarcan para el iniciado todas las etapas de la vida y acción de Jesús y se le traen a la memoria: la huida a Egipto, la tentación en el desierto, las expulsiones de demonios y luego la persecución por parte de las autoridades judías hasta la crucifixión en el Calvario por un lado, como también la muerte en cruz, comienzo de su exaltación (Jn 12,31s), y luego la resurrección y, finalmente, la ascensión, por otro. Sobre todo, precisamente por medio de esta perspectiva contraída se pone de relieve la convicción, importante como motivo de fortalecimiento para el Apocalipsis, que Pablo formula con estas palabras: «Lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte... lo que no cuenta, Dios lo escogió para destruir lo que cuenta» (lCor 1,27s).

El débil hijo de los hombres, puesto fuera del alcance de Satán al ser arrebatado y elevado al trono de Dios, pone en la debida luz todos los ataques superados durante su vida, como también sus aparentes derrotas.

6 Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar dispuesto de parte de Dios, para ser allí alimentada por mil doscientos sesenta días.

No otra será la suerte de la Iglesia, que como una mujer inerme parece entregada sin remedio a la prepotencia de Satán. Dios se interesa por ella lo mismo que por su Ungido, con lo cual quedan condenadas al fracaso todas las grandes posibilidades de su adversario más fuerte que ella. Aunque su marcha por la tierra se parezca a la fuga del primer pueblo de Dios que huye del poder del faraón y a su larga peregrinación por el desierto, sin embargo, viene protegida por Dios y conducida a la meta por su peligroso camino, al igual que el pueblo de Israel. Dios cuida de ella durante todo el tiempo de su indigencia y de su situación apurada; los mil doscientos sesenta días son la época de la ocupación de Jerusalén por los gentiles (11,2), de la aparición de los dos testigos (11,3) y de la dominación del Anticristo (13,5).

La última frase del grandioso cuadro no deja lugar a duda sobre el modo como Juan mismo entendió la «mujer» apocalíptica. Aunque en el diseño de esta figura de mujer, como también en el de la figura del dragón hubiera podido infiltrarse concepciones de mitos paganos, especialmente de la mitología astral, o hubieran podido aportar su contribución especulaciones sobre la sabiduría, de los escritos tardíos del Antiguo Testamento, o hubiera servido de modelo la comparación profética de Israel con una mujer desposada con Yahveh, Juan pudo muy bien utilizar todas estas representaciones para hacer comprensible su enunciado alegórico a aquellos a quienes estaba destinado.

La mujer es la madre del Mesías, y concretamente, por lo menos en primer lugar, no en la persona históricamente única de la virgen María, sino en el pueblo veterotestamentario de la alianza, presentado como una persona colectiva que estaba llamada a dar al mundo el Mesías de Dios como su salvador (cf. Rom 9,5). En este caso también los rasgos particulares del cuadro hallan una interpretación conveniente: las doce estrellas de la diadema remiten al pueblo de las doce tribus; con dolores de parto comparan ya los profetas la historia de Israel en el camino hacia su especial vocación (cf. Is 66,7-9; Miq 4,9s), en la literatura rabínica tardía viene a ser una frase hecha la expresión «dolores mesiánicos de parto». Ahora bien, en el ulterior desarrollo de nuestra visión, la madre del Mesías desborda el marco de Israel cuando después del parto huye perseguida al desierto, donde Dios le prepara un asilo durante la época del Anticristo; el pueblo veterotestamentario de la salvación vino a transformarse en el neotestamentario, en la Iglesia de Jesús; ambos juntos forman una unidad orgánica en la historia de la salvación (cf. la asociación de las doce tribus con los doce apóstoles en la descripción simbólica de la Jerusalén celestial, 21,12-14).

Tampoco debe pasarse por alto otra transformación en el desarrollo de la imagen: la luminosa figura de la mujer en el firmamento pasa a ser la pobre mujer perseguida en el desierto. Idea y realidad, ser sobrenatural y manifestación terrestre, vocación eterna y suerte pasajeras de la Iglesia: todo esto se halla encerrado en estos pocos rasgos de la imagen que se va transformando. Es probable que en el trasfondo de esta imagen ejerciera también su influjo una representación del judaísmo tardío, que se puede comprobar especialmente en la apocalíptica judía: todos los bienes de salvación del tiempo mesiánico se hallan ya presentes con Dios en el cielo antes de su realización terrena, y así también la comunidad de salvación del tiempo final en forma de la Jerusalén celestial o «de arriba», idea que también encontramos en el Nuevo Testamento (Gal 4,26; Heb 12,22; Ap 21,2ss). Así esta imagen de la mujer, «uno de los símbolos más imponentes, de más profundo sentido en el Apocalipsis» (R. Gutzwiller), es una interpretación del pueblo de Dios en toda su extensión, según su idea eterna y su modalidad sobrenatural, como también según su manifestación y experiencia histórica. En la relación tipológica entre María y la Iglesia, que domina ya en la antigua tradición teológica, se basa también su aplicación a María, madre de Dios 37.

b) Caída del dragón (12,7-12)

7 Y hubo una batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles se levantaron a luchar contra el dragón. El dragón presentó batalla y también sus ángeles.

Este cuadro es una continuación del anterior, por cuanto que en un plano supraterrestre completa la motivación tanto de la furia como de la impotencia del dragón; además, en esta visión, la existencia del poder contrario a Dios dentro de su creación se explica todavía con la historia de su origen. Lo que de estas representaciones resulta como personalmente importante para los fieles, viene explicado como conclusión por una voz del cielo. El primer cuadro representaba la tentativa de Satán para impedir la acción redentora de Dios; el segundo cuadro saca a la luz las desesperadas consecuencias que la obra redentora de Cristo tuvo para el adversario de Dios. Esto viene puesto simbólicamente ante los ojos del vidente en una escena de batalla que se desarrolla en el cielo.

En estas descripciones late la idea de una caída de ángeles que los espíritus rebeldes, vencidos por los ángeles fieles en el servicio de Dios, sufrieron en los albores de los tiempos. En este sentido está contenida también implícitamente en su trasfondo una explicación del origen del mal. Este se halla presente en el mundo, no como principio eterno, sino en la figura de ángeles originariamente buenos, de espíritus poderosos que fueron infieles a Dios y por ello fueron a Dios y por eso fueron abatidos. En la historia de la tentación de la primera pareja humana se enuncia también implícitamente la causa de la caída de los ángeles, cuando la serpiente (cf. v. 9) trató de sugerir a Eva su propia ilusión: «Seréis como Dios» (Gén 3,5); lo mismo implica también el nombre del adalid de los ángeles buenos, Miguel («¿Quién como Dios?»), que parece haber sido propiamente la divisa de combate de aquellos ángeles. Los dos lemas contrapuestos en la lucha de los espíritus puros son la más profunda explicación de todos los conflictos tanto en la historia de la humanidad, como en la vida de cada uno.

Ahora bien, lo que en primera línea se muestra a Juan en esta visión es el desarme y desposeimiento del diablo por la acción redentora de Cristo, que por lo demás Jesús mismo había enunciado con la misma imagen (Lc 10,18).

8 Pero no prevaleció, ni hubo lugar para ellos en el cielo. 9 Fue arrojado el gran dragón, la antigua serpiente, el que se llama Diablo y Satán, el que seduce al universo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él.

La visión no tiene por qué pintar en detalle la batalla misma, ya que de antemano tiene tan pocas perspectivas de éxito como la tentativa del dragón descrita en el primer cuadro (12,5); basta con hacer constar la derrota de Satán y retener las consecuencias que de ella se derivan. Para el diablo mismo y su séquito significó la caída definitiva e irrevocable. Tres veces se repite en una frase la palabra «arrojado», a manera de un grito de victoria. Se ha quebrado su poder; lo que él ha perdido con la derrota se explica aquí con tres nombres que se dan al dragón. Él es «la antigua serpiente» que había logrado seducir a los primeros padres (cf. Gén 3,1-7); su taimado proceder en aquel evento le mereció la designación de «padre de la mentira» y, en consideración de las trágicas consecuencias para el género humano (Gén 3,8-24), la otra de «homicida desde el principio» (Jn 8,44). El segundo nombre, «Diablo», palabra tomada del griego, «causante de desorden, de confusión», «calumniador» (cf. v. 10); a él se remonta toda confusión y desbarajuste en el mundo, todo lo que sea no entenderse y todas las hostilidades entre los hombres. El tercer nombre, «Satán», viene del hebreo y significa adversario, contrincante, antagonista de Dios. Sus maquinaciones contra los hombres se compendian finalmente en la definición: el que seduce al universo entero (cf. Mt 24,23s).

10a Y oí una gran voz en el cielo, que decía: «Ahora ya llegó la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y el imperio de su Ungido.

Este hecho de salvación, al igual que todos los anteriores, se celebra en un himno del cielo, y en el himno se expone la significación del hecho. Esta vez se hace con un solo, entonado por un representante de la humanidad redimida -sin duda uno de los «ancianos» (cf. comentario a 4,4)- en nombre de todos («nuestros hermanos»). Proclama el nuevo sesgo tomado por la historia de la humanidad, que se produjo con la muerte sacrificial del Mesías e Hijo de Dios («el Cordero»). Con él se ha librado la batalla decisiva que asegura la victoria de Cristo; ha alboreado el tiempo de salvación en el reino de Dios, el cual, si bien no se ha consumado todavía, sin embargo, ya no se ha de interrumpir y avanza necesariamente hacia su consumación.

10b »Porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba ante nuestro Dios. 11 Pero ellos lo han vencido por la sangre del Cordero, y por el testimonio que dieron; pues no amaron su vida tanto que rehuyeran la muerte. 12 Por esto, alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar! Porque ha bajado a vosotros el diablo, poseído de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.»

Esto significa para la humanidad redimida que la reivindicación de Satán, cuyo origen se remonta a la decisión errada de la primera pareja humana y que Satán hizo valer incesantemente («día y noche») ante Dios, se ha acabado ya (cf. Rom 8,33); se ha extinguido ya la relación de servidumbre. No sólo jurídicamente, sino también prácticamente se ha producido para la humanidad un nuevo giro con la acción redentora de Cristo. «Por la sangre del Cordero», en virtud de la gracia que Cristo les mereció en la cruz, han adquirido ellos mismos la capacidad de ser señores sobre el Maligno; la victoria de Cristo es la victoria de todos. La prueba inmensa, y la más fuerte, de ello la dan los cristianos en la serenidad con que sellan con la muerte su fidelidad a la profesión de fe. En virtud de la gracia de Cristo, ninguna exigencia, ni siquiera la más extrema en el martirio cruento, es para ellos excesiva. Así pues, el objetivo principal de esta visión se cifra en comunicar tal conciencia, intención que se deja sentir hasta en la formulación, cuando en la forma del perfecto profético («lo han vencido») se presenta incluso la victoria particular en la vida de cada cristiano no sólo como posible, sino como lograda ya efectivamente. ¿Por qué tiene el vidente tanto empeño en crear una seguridad inquebrantable en la convicción de sus lectores? Esto lo explican las últimas palabras pronunciadas por la voz del cielo. El «ay» hace de enlace con el cuadro siguiente y conduce todavía más lejos, a los cuadros terroríficos del capítulo siguiente, en el que se muestra en acción al Anticristo. En el enfurecimiento de Satán, cuyo temeroso desencadenamiento se describe allí, brama la desesperación de aquel que ve sellado su destino y ve ya próximo el momento, en que será definitivamente arrojado del mundo de Dios al «abismo»; como a Satán mismo, también al profeta le parece «breve» el espacio de tiempo que media hasta entonces, comparado con la eternidad.

c) Persecución de la mujer y su salvación (12,13-17)

13 Cuando el dragón se vio arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al varón. 14 Y a la mujer le fueron dadas las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto, a su lugar, donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo, lejos de la presencia de la serpiente.

El segundo cuadro ha puesto en claro el poder y los manejos que laten bajo las más amargas experiencias de la Iglesia perseguida en la tierra: la arrogancia de criaturas en el mundo de los espíritus, que trató de usurpar la soberanía del Creador, y la caída que siguió a este desafuero. Para Satán y sus secuaces no hay ya conversión ni marcha atrás posible. Habiendo fracasado en su rebeldía contra Dios y empedernido en su protesta, aprovecha las últimas posibilidades que todavía le quedan, para hacer mostrar su impotente rebeldía, por lo menos, en medio de los hombres. Así pone en juego todos los recursos a fin de perturbar y a ser posible destruir la soberanía de Dios y de su Ungido (d. v. 10) establecida en el mundo por la redención.

Así el combate del cielo se continúa ahora en la tierra, donde los ataques de Satán se dirigen ante todo contra la Iglesia, que ya en el primer cuadro había aparecido bajo la señal de la mujer que huye de él. Con esto (v. 6) empalma directamente el tercer cuadro. El comienzo de la primera frase suena casi a ironía, pues el dragón arrojado parece necesitar algún tiempo para hacerse cargo de su situación; debe primero entrar completamente en sí, antes de emprender la persecución de la mujer. Pero este empeño es no menos desesperado que el primero; esto se describe ahora simbólicamente.

En un cuadro admirable, compuesto a base de relatos sobre la salvación de Israel del faraón y su preservación en su peregrinación por el desierto (Ex 19,4; Dt 32,10-12), se ilustra aquí una vez más la promesa de Cristo tocante a la indestructibilidad de su Iglesia (Mt 16,18), que se había representado ya simbólicamente una vez en el cuadro de la medición del templo (11,ls), y al mismo tiempo también su reiterada predicción de la persecución de sus discípulos (Mt 5,10-12; 10,23; 23,34; Jn 15,20). El pueblo de Dios recibirá durante todo el tiempo de calamidades (tres años y medio) la misma ayuda sobrenatural que Dios le había prestado en su historia desde los comienzos; Dios se reveló a Israel (cf. Dt 32,11) como un águila que mientras vuela lleva a sus crías sobre la espalda para salvarlas; así se demostrará también Dios para con su Iglesia en las peripecias del último asalto de su adversario.

15 La serpiente arrojó de su boca, detrás de la mujer, agua como un río, para hacer que el río la arrastrara.

En la escena de la persecución se presenta la «serpiente» (el diablo) como un monstruo marino que de sus fauces arroja una cantidad de agua semejante a un río detrás de la mujer, a fin de que ésta sea arrastrada por la corriente y se ahogue. Ezequiel compara una vez al faraón, que después de la marcha de Israel quería aniquilarlo en el mar Rojo, con un «cocodrilo en el mar» (Ez 32, 2; cf. también 29,3); aparte de esta sugerencia del Antiguo Testamento, quizá influyeran también tradiciones míticas del contorno pagano en la composición de este cuadro bastante audaz.

16 Pero la tierra ayudó a la mujer. Y la tierra abrió su boca y se tragó el río que el dragón había arrojado de su boca.

Al aparecer aquí inmediatamente la tierra para prestar ayuda y salvar a la mujer, posiblemente se hace alusión al hecho de que Dios asegura la existencia a la Iglesia no sólo con medios ajenos a la naturaleza; el mundo entero le pertenece, y él puede poner en juego las fuerzas de la naturaleza como las potencias espirituales en la humanidad y hacer así sentir a los príncipes de este mundo que él es el Todopoderoso.

17 Y el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra los demás de la descendencia de ella, contra los que guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesús.

La Iglesia está en seguridad con la admirable ayuda de Dios; esto no quiere, sin embargo, decir que tenga también tranquilidad y reposo en el mundo. Una vez que la Iglesia, en cuanto tal, está substraída al avasallamiento por Satán, éste recurre incesantemente a la persecución de sus miembros, tratando de menoscabar y mermar así el reino de Dios sobre la tierra.

Los fieles están aquí caracterizados de dos maneras: También ellos son hijos de la mujer que ha engendrado al Mesías Hijo de Dios, y en el mundo se los reconoce por su fe, puesto que «tienen (es decir, lo han recibido) el testimonio de Jesús», y por su obrar en obediencia a los mandamientos de Dios. Ellos han asumido su testimonio, por el que fue a la muerte, y son ahora sus testigos (Act 1,8; 10,49; 13,31), prontos para este quehacer con una fidelidad hasta el martirio. Por esta razón Antipas (2,13) fue distinguido por Cristo, «el testigo fiel» (1,5; 3,14), con el mismo título honorífico, «mi testigo fiel» (2,13). Así, las persecuciones de Satanás contra los fieles en particular sólo logran en aquellos que lo son de veras lo contrario de lo que quiere el demonio; confieren a su ser de cristianos su última grandeza en la prueba de su entrega a Dios hasta la renuncia de sí mismos en la muerte, y les procuran la mayor semejanza posible con el testigo Jesús, su hermano. El odio de Satán, ebrio de furor, contribuye así a la vivificación y glorificación de la Iglesia de Dios, al crecimiento interno del reino de Dios en la tierra.

En esta visión introductoria se encierra una plétora de profundos pensamientos teológicos: la Iglesia en este mundo; su verdadero misterio es invisible, ella vive bajo la protección del Dios todopoderoso, de la virtud de aquello que Cristo, su Señor, hizo y padeció por ella en su vida terrestre. El acusador que tras el primer pecado no había cesado de acusar a la humanidad delante de Dios (12,10), ha sido reemplazado por su Redentor, que, exaltado al trono del Todopoderoso, intercede allí por ellos (cf. Heb 9,24). La Iglesia es nuestra madre, y Cristo es nuestro hermano (12,17; cf. Heb 2,10-18). Como él mismo lo experimentó y lo soportó con constancia hasta el fin, también todos los que están de su parte deben estar dispuestos a ello y aprender a vivir bajo la furia del dragón. Una Iglesia que ya no fuera odiada y perseguida debería preguntarse en serio si era todavía la Iglesia de Jesucristo.

Con la referencia a la persecución, considerada como la cosa más obvia y natural, que constituye el enunciado principal de la última frase, empalma, el cuadro con la visión siguiente, que pone ante nuestros ojos el combate del dragón contra el pueblo de Dios en la tierra, en su punto culminante bajo la figura del Anticristo.

2. LAS DOS BESTIAS: LA AMENAZA MORTAL DE LA IGLESIA (12,18-13,18)

a) Primera bestia, el Anticristo (12,18-13,10)

Los cuadros de la visión introductoria han puesto al descubierto el trasfondo y la causa última del transcurso, en medio de catástrofes, de la historia de la Iglesia en este mundo (12,1-17). Estos cuadros tenían como objeto especial prepararla mediante una explicación para las estremecedoras escenas inmediatamente subsiguientes de la fase final, que tendrá su remate en la segunda venida del Señor y en el juicio universal.

El cuadro de las dos bestias es de los más espeluznantes y siniestros que puede ofrecernos el autor del Apocalipsis. Por eso no quiere que sean considerados aisladamente, sino a la luz de la visión introductoria (12,1-17); así, pese a todos los horrores de los acontecimientos externos, se mantiene imperturbada en la conciencia la convicción decisiva, a saber, que aquí sólo se muestran los combates desesperados que traba para cubrir la retirada un enemigo que está ya seguro de su destrucción; en realidad, precisamente la desesperación a que esto da lugar condiciona la carga desmedida y desenfrenada.

Para comprender más fácilmente este cuadro conviene tener en cuenta la correspondencia en ella subyacente: a la imagen que nos transmite la revelación de Dios, se contrapone su contraria: el proceder del dragón es como una imitaci6n de Dios, a quien al mismo tiempo pretende negar.

Por la intención de Dios para con el mundo y su correspondiente acción acerca de él y en él -primeramente la creación del mundo, luego su redención y finalmente su consumación- se colige también lo que quiere su antagonista y lo que pone en juego a este efecto. Como Dios envió del cielo a su Mesías para redimir a la humanidad, así también Satán suscita del infierno a su «salvador del mundo» para «redimir» a los hombres de Dios y de su Ungido. En la imagen de la imitación negativa del Mesías de Dios mediante la puesta en juego del Anticristo 33 y de sus secuaces se desarrolla en la historia del mundo una corriente contraria a la historia de la salvación; Satán, que no había logrado desbaratar de antemano la obra de la redención (12,5), intenta ahora desvirtuarla y hacer infructuoso su resultado final, procurando para ello ejercer influencia sobre los hombres (12,17). Consiguientemente, el influjo de ese poder contrario a Dios acompaña como oscura sombra a la Iglesia de Jesucristo en su marcha a través de la historia hasta el retorno de su Señor.

Aquí el adversario de Dios aprende tanto de sus éxitos como de sus fracasos; los planes que excogita y las disposiciones que toma se hacen con sus experiencias más ponderados y refinados, hasta que finalmente recoge y encarna todo esto en una manifestación histórica, en la persona y obra del Anticristo. La asociación de poder y espíritu, de coacción mediante violencia externa y de engaño y sorpresa mediante una propaganda seductora -y todo ello intensificado hasta el mayor extremo posible- caracteriza esa última tentativa del «dios de este mundo» (2Cor 4,4) para mantenerse en el poder en la historia del mundo.
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38. La designación «Anticristo» no se halla en el Apocalipsis de Juan, pero sí en IJn 2,18.22; 4,2; 2Jn 7.