CAPÍTULO 11


b) La medición del templo (11,1-2)

La pieza intermedia que sirve de preparación para los descubrimientos del séptimo toque de trompeta, se prolonga con una visión, en la que se describe una medición del templo; a continuación se habla de la aparición de dos testigos en la «ciudad santa» ocupada por los gentiles. Sobre todo la segunda parte de esta sección parece a primera vista muy oscura; la oscuridad se disipa un poco si se tiene en cuenta el puesto que ocupa en el conjunto. Con la entrega del librito se dirigió a Juan una segunda llamada y vocación especial para la contemplación de la fase final de la historia de la salvación, cuyo alborear era de prever con la séptima trompeta; así también se le impartió de nuevo el encargo (cf. 1,11) de no ocultar tampoco los cuadros de horror de este combate final de la Iglesia (10,11). A continuación tiene que hablar acerca de lo que le ha sido comunicado.

Antes de la apertura del séptimo sello, con la que había que esperar el fin, se había intercalado una pieza intermedia (7,1-17) que tenía por objeto preparar para lo que iba a venir y dar ánimos para soportar las tribulaciones más duras que eran de prever. El mismo objeto persigue sin duda también la visión previa que antecede al séptimo toque de trompeta. Esta conjetura se refuerza y se convierte en certeza práctica si se compara la doble visión de los sellados, con las dos imágenes presentadas aquí; su correspondencia se extiende, en efecto, no sólo al tenor de su contenido, sino incluso hasta a la contextura formal. La medición del templo en 11,1 es paralela en cuanto al significado con la impresión del sello en 7,1-8: en ambos casos se trata de medidas de protección en favor de los fieles; y en la historia de los dos testigos (11,3-13), el motivo dominante es, pese a la dureza de su combate, el apoyo sobrenatural en el cumplimiento de su misión, así como su salvación final; así, también aquí el motivo de la preservación pasa al motivo de la victoria (11,11-13), que constituye la segunda parte de la visión de los sellados (7,9-17).

1 Y se me dio una caña semejante a una vara y se me dijo: «Levántate y mide el santuario de Dios, el altar y los que en él adoran. 2 El atrio exterior del templo déjalo aparte y no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles. Y pisotearán la ciudad santa durante cuarenta y dos meses.

Como en 7,2s se había encargado una acción simbólica a un ángel, aquí se encarga la vidente mismo; se le entrega una vara de medir con la orden de medir una parte determinada del ámbito del templo. Aparte del recuerdo del templo de Jerusalén, que había sido destruido, dos modelos del Antiguo Testamento (Ez 40,3-43,17; Zac 2,5-9) influyeron en la configuración externa de la visión. Por su contenido interno simbólico, el templo y la actividad del vidente representan una determinada situación escatológica del nuevo pueblo de Dios, situación que para la Iglesia de Jesucristo representaba una extrema amenaza, de resultas de la cual fue diezmada, pero que con el especial auxilio de Dios permanece salvada hasta el fin, de tal modo que se mantiene intacta en su ser: fe y culto (cf. Mt 16,18).

Una comparación con la especial medida protectora de la impresión del sello ( 7,1-8 ) -en el fondo, también en la medición se trata más que de espacios, de hombres- pone en claro la situación de la Iglesia que en el mundo, se había hecho entre tanto, más difícil y apurada; sobre todo la instrucción de dejar aparte en la medición un gran sector del templo, es decir, de la Iglesia, es un indicio de que la Iglesia no se ve simplemente resguardada por el poder de Dios contra el ataque de los enemigos; al final un grupo, reducido en número, pero purificado y fortalecido interiormente por la buena prueba dada en la lucha, permanece fiel en adorar a Dios.

El cuadro abarca como asilo seguro, además del santuario propiamente dicho, con sus dos espacios, el lugar santo y el lugar santísimo (sancta sanctorum), todavía el atrio interior, en cuyo centro se hallaba el altar de los holocaustos; en cambio, se deja fuera del ámbito del templo, abandonado a la devastación por los enemigos, el gran atrio exterior y con él en toda su extensión «la ciudad santa», es decir, Jerusalén (cf. Is 48,2; Dan 9,24; Mt 27,53).

Como símbolo de la Iglesia habría bastado el ámbito del templo; si todavía aparece aquí suplementariamente un segundo símbolo y, por añadidura, no completamente homogéneo, «la ciudad santa», es de suponer que también éste tiene un significado especial. Parece obvio ver insinuada en el doble símbolo la doble referencia de la Iglesia a Dios y al mundo; esto da lugar en la interpretación un sentido aceptable: la Iglesia pierde completamente su posición cultural profana en el mundo, que de todos modos no forma parte directamente de su misión, y, relegada a un «cristianismo de sacristía», todavía se ve diezmada personalmente por una deserción de masas (la exclusión del atrio exterior); esto ultimo podría hallar una correspondencia en predicciones apocalípticas a este respecto formuladas en otros pasajes del Nuevo Testamento (Mt 24,10-12; 2Tes 2,3).

También el apocalipsis sinóptico conoce tales «tiempos de los gentiles», que duran hasta que «se cumplan» (Lc 21, 24); esto mismo se expresa aquí con la indicación de un determinado espacio de tiempo. La indicación de 42 meses (11,2; 13,5) = 1260 días (11,3; 12,6) = tres años y medio (12,14) proviene del libro de Daniel, en el que la duración del reinado de terror de Antíoco IV Epífanes sobre Jerusalén se cifran en «un tiempo y tiempos y medio tiempo» (Dan 7,25; 12,7) y en «medio septenario» (Dan 9,27), es decir, ambas veces en 3 1/2, o sea media semana de años. La mitad de siete, que en la apocalíptica representa la medida de infortunio de lo que es contrario a Dios, aparece también en cada caso en el Apocalipsis como la duración del señorío de poderes contrarios a Dios; si se tiene en cuenta que siete significa la integridad y la perfección (cf. comentario 1,4), el más importante enunciado simbólico del siete quebrado parece ser que todos los poderes contrarios a Dios se detienen siempre en el camino sin alcanzar el fin perseguido. Así, con este último dato de la visión previa se subraya una vez más el verdadero sentido de la pieza intermedia: la Iglesia, pese a las mayores tribulaciones de fuera y de dentro durante las épocas apocalípticas de su historia, se ve protegida y preservada por Dios mismo en su ser interno y en su propio ámbito. Cierto que tampoco debe pasar inadvertida en esta visión la puesta en guardia contra todos los intentos de llevar adelante la Iglesia en tiempos difíciles por medio de compromisos a costa de la verdad íntegra y de la franca religiosidad, como tampoco el juicio que se pronuncia aquí, anticipadamente, sobre toda clase de cristianismo puramente marginal y cultural.

c) Los dos testigos (11,3-13)

3 »Y encargaré a mis dos testigos que profeticen durante mil doscientos sesenta días, vestidos de tela burda.

Ni siquiera en la época de mayor menoscabo o de represión práctica se encerrará la Iglesia autárquicamente en el ghetto que se le haya impuesto desde fuera, sino que, aun en medio de los mayores peligros y amenazas, confiando en la protección del Señor universal, desempeñará su encargo de misión en el mundo y para con el mundo. Este hecho se predice en la imagen de los dos testigos y se desarrolla en forma alegórica simbólica. Dado que a la Iglesia incumbe como quehacer supremo conservar el testimonio de Jesús (cf. 6,9; 12,11.17; 19,10) y anunciarlo a los hombres de todos los lugares y tiempos (cf. Mt 28,18s), los dos representantes de los fieles de Cristo en medio del mundo descreído son llamados simplemente testigos. Conforme a una costumbre literaria frecuente en la antigüedad greco-romana y también en los escritos del Antiguo Testamento, de representar y caracterizar simbólicamente a comunidades, como, por ejemplo, una ciudad, en una figura individual ficticia, concebiremos nosotros a los dos testigos en primer lugar como símbolo de la Iglesia en su totalidad.

El duplicar aquí su figura no se debe a individualización diferenciante, pues todo lo que se enuncia acerca de su manifestación y su actividad se aplica indistintamente a ambos testigos. Exteriormente, el número de dos podría explicarse por una dependencia del modelo que se halla en el profeta Zacarías (Zac 4,2-14), aunque sus elementos suelen ser utilizados libremente por Juan para constituir un cuadro con consistencia propia y autónoma. Sin embargo, es probable que, conforme a un principio jurídico de la antigüedad: «Por boca de dos testigos aparece toda verdad» (cf. Dt 19,15; Mt 18,16; 2Co 13,1; lTim 5,19), al presentarlos aquí duplicados se quiere subrayar especialmente su peculiar credibilidad. El contenido capital de su testimonio es la llamada profética a la conversión, como lo indica su indumentaria (vestido de luto y de penitencia; cf. Gén 37,34; Is 37,1; 58,5; Mt 11,21) y como resulta por lo demás de la situación en que se presentan. La Iglesia, por consiguiente, no dejará enmudecer el requerimiento a la conversión ni siquiera durante el tiempo en que se vea entregada a los gentiles «la ciudad santa» (cf. la indicación concorde del tiempo en los v. 2 y 3), es decir, en la época de deserción en masa de los fieles.

4 »Estos son los dos olivos y los dos candelabros que están puestos ante el Señor de la tierra.

En el modelo del profeta Zacarías, uno de los dos olivos simboliza al sumo sacerdote; el otro, al rey; allí sólo hay un candelabro, que tiene siete brazos y significa la omnisciencia de Yahveh. Los sumos sacerdotes y los reyes, las cumbres de la autoridad religiosa y secular respectivamente en Israel, eran ungidos («olivos») en señal de que ejercían su autoridad como representantes y delegados de Yahveh. Esto se aplica también a los dos testigos; con ello se especifica más concretamente su misión como sacerdotal y regia, como la de la Iglesia universal (cf. 1,6; 5,10); la comparación de los candelabros los describe por razón de su actividad como portadores de la luz de la verdad divina en el eclipse de Dios de la ciudad enteramente profanizada. Los ungidos y delegados del Soberano universal están también en su servicio bajo su especial protección («ante el Señor de la tierra»).

5 »Si alguno los quiere dañar, sale fuego de la boca de ellos y devora a sus enemigos. Y si alguno quisiera dañarlos, tendrá que morir así. 6 Éstos tienen el poder de cerrar el cielo para que no caiga lluvia durante los días de su ministerio profético, y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en sangre y para herir la tierra con cualquier plaga cuantas veces quieran.

Para que puedan desempeñar su encargo en un mundo hostil los ha equipado Dios con poderes taumatúrgicos para su propia protección y para acreditar su predicación. No hay poder de hombres o de demonios que contra la voluntad de Dios pueda hacer daño a la Iglesia o impedir su acción; siendo un signo de contradicción entre los hombres, como su mismo Señor y Maestro (cf. Lc. 2,34), también en ella se manifiesta, como en él, la impotencia de los poderosos y el poder de los impotentes por Dios, el Todopoderoso. Su palabra rebota sobre aquellos que la rechazan, la difaman y la combaten. A todos los que atentan contra la Iglesia en el ejercicio de su encargo de misión los alcanza el destino de los enemigos de Elías (2Re 1,9-14) y de Moisés (Núm 16,25-35); conforme a una locución profética figurada (cf. Jer 5,14; Is 11,4), se formula la amenaza de que una sentencia de la boca de los testigos los aniquilará. Ahora bien, Dios no sólo protege maravillosamente a las personas de sus testigos, sino que les facilita una acción imperturbada mediante ayuda sobrenatural, confiriéndoles el poder taumatúrgico de un Elías (lRe 17,1; cf. Lc 4,25; Sant 5,17) y de un Moisés (Ex 7,14-12,33). Los diferentes rasgos particulares de la imagen quieren hacer marcadamente consciente que no hay fuerza del mundo o de los abismos capaz de extinguir la Iglesia y de impedir su testimonio; ella sobrevivirá a las más graves insidias.

Aquí se plantea la cuestión de si el simbolismo de los dos testigos queda expresado exhaustivamente con esta interpretación general en sentido de la Iglesia en cuanto tal o si se tiene en vista todavía otro simbolismo que haga necesaria una interpretación especial. Las palabras «mis dos testigos» (v. 3) introducen probablemente a éstos como dos figuras concretas conocidas. Su descripción se basa en situaciones reales de la vida y de la acción de Moisés y de Elías; éstos eran tenidos por la encarnación de «la ley y los profetas» (cf. Mt 5,17; 7,12, etc.) y aparecen, por tanto, también en la transfiguración de Jesús (Mt 17,3). En el judaísmo existía una tradición, según la cual Elías volvería al final de los tiempos antes del gran día del juicio de Dios (Mal 3,23; Mt 11,10.14; Mc 6,5; 9,11-13; Jn 1,21). Además, en base de una antigua predicación (Dt 18,15) se había desarrollado la idea de que el profeta allí anunciado aparecería antes de la manifestación del Mesías (cf. «el profeta», Jn 1,21; 6,14; 7,40). Así, en la descripción de los dos testigos se prestan al uno rasgos tomados de la historia de Elías, y al otro rasgos tomados de la historia de Moisés. Si el Apocalipsis dio a los dos testigos, además de su significado figurativo de la Iglesia en cuanto tal, todavía otro significado referido a dos personalidades individuales, en todo caso no quiso referirse a aquellos hombres históricos en persona; la entera descripción da más bien a entender que se piensa en dos profetas que han de aparecer antes del fin de los tiempos, los cuales estarán equipados «con el espíritu y el poder» de aquellos grandes hombres de la historia de Israel (Lc 1,17; cf. Mt 11,10.14). La decisión depende en esta cuestión de cómo haya de enjuiciarse el pasaje 11,3-13, en cuanto a su modalidad y contenido, en el marco de la composición global. En rigor, en esta sección no se describe ninguna visión en sentido estricto, sino que aquí, mediante diversos elementos tomados de visiones posteriores, que en su propio lugar son suficientemente claros (cf. 11,7 con 13,1ss), se hace más bien una predicción que anticipa, tranquilizando e infundiendo ánimos, el feliz desenlace de la grave tribulación. Según, pues, que la bestia que sale del abismo haya de entenderse o no en 13,1ss como individuo el Anticristo, lo mismo podrá suponerse también aquí tocante a los dos testigos, a los que da muerte la bestia. El ulterior desarrollo de su descripción en el pasaje siguiente parece favorecer la hipótesis según la cual la predicación de nuestro texto, si bien con toda seguridad describe en primer lugar, muy en general la suerte de la Iglesia en los tiempos finales, anuncia suplementariamente, para la situación especialmente difícil antes del fin de los tiempos, dos figuras proféticas concretas que asistirán a la Iglesia en su enfrentamiento con la figura no menos concreta del Anticristo.

7 »Cuando acaben su testimonio, la bestia que sube del abismo les hará la guerra, y los vencerá, y los matará. 8 Y sus cadáveres estarán en la plaza de la gran ciudad que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto, donde también su Señor fue crucificado.

La suerte final de los dos testigos y el fin de su testimonio serán causados por la bestia que sale del abismo, cuando Dios dé por cumplido su tiempo. Con esta indicación de la procedencia de la bestia queda ésta caracterizada como un poder diabólico; el artículo determinado indica con la mayor probabilidad que se presupone tratarse de un individuo conocido a los primeros lectores del Apocalipsis. Con la aparición de la bestia, que se describe por extenso en los capítulos 13 y 17, parece que la historia del mundo va a terminar ya en un triunfo total del mal, la victoria del Anticristo sobre la Iglesia de Cristo parece que viene a ser completa. Sus testigos mueren como mártires, y el odio de sus enemigos los persigue todavía después de su muerte, sus cadáveres son ultrajados al negárseles la sepultura. El lugar de su actividad, «la ciudad santa» (11,2) entregada en manos de los gentiles, se llama ahora, tras esta abominación, «la gran ciudad», como más adelante Babilonia, la capital del Anticristo (cf. 16,19; 17,18; 18,10.16-21). El aspecto de esta ciudad y lo que en ella sucede se insinúa ahora con los nombres de Sodoma y de Egipto calificados de simbólicos. Sodoma sirve en la literatura profética de arquetipo de perversión moral (cf. Is 1,9; 3,9; Ez 16, 46-50), y Egipto es también allí figura de la tiranía y del empedernimiento (Sab 19,13-17).

También la observación adicional sobre la crucifixión de Jesús se ha de entender aquí, como todo lo demás, simbólicamente. Con la imagen de Jerusalén -al comienzo de la pieza intermedia (11,1-2), primeramente símbolo de la interpenetración de la Iglesia y el mundo- había representado Juan el relegamiento de la Iglesia fuera del mundo; la zona de la ciudad y parte del recinto del templo cayeron en manos enemigas. Ahora bien, la circunstancia de que en la Jerusalén histórica hubiera sido crucificado el Señor la toma ahora el vidente como motivo para hacer constar que los mismos poderes que habían sido causa de la muerte de Jesús están también en acción en la persecución de su Iglesia. La muerte de Jesús se continúa en el martirio de sus fieles; en efecto, la Iglesia se define ya por su esencia en los más antiguos documentos de la teología cristiana como el cuerpo de Cristo, del que los fieles forman parte como miembros (Rom 12,4s; lCor 6,15; 10,16s; 12,12-14; Ef 1,23s, etc.).

9 »Y gentes de todos los pueblos, tribus, lenguas y naciones contemplan sus cadáveres por tres días y medio, y no permiten colocar sus cuerpos en un sepulcro. 10 Y los moradores de la tierra se alegran por ellos y se regocijan y se enviarán mutuos regalos, porque estos dos profetas atormentaron a los moradores de la tierra.»

Cuán completo ha venido a ser el dominio de la bestia sobre la humanidad resulta del hecho de que el mundo entero (descrito antes conforme a la tétrada cósmica) respira y se regocija como liberado y las gentes se hacen mutuamente regalos como en las grandes fiestas, una vez que se ha hecho enmudecer la boca de estos profetas. El requerimiento a la conversión que Dios había efectuado por medio de ellos se había sentido como una incomodidad y un tormento; ahora «los moradores de la tierra» (cf. comentario a 6,10) respiran como liberados de una pesadilla. Resulta realmente turbador que el Evangelio de Dios puede sentirse como un tormento y la humanidad celebre fiestas porque Dios calla y sólo el infierno tiene todavía la palabra.

Sin embargo, el triunfo total de la maldad es sólo de corta duración (tras días y medio -la medida del tiempo del mal es la más breve división del tiempo); la sensación de poder mirar los cadáveres de los profetas como trofeos de victoria no dura mucho tiempo.

11 Y después de los tres días y medio un espíritu de vida procedente de Dios penetró en ellos, y se pusieron en pie; y un gran temor cayó sobre quienes los contemplaban. 12 Y oyeron una gran voz del cielo que les decía: «Subid acá.» Y subieron al cielo en la nube y los contemplaron sus enemigos. 13 En aquella hora se produjo un gran terremoto; se derrumbó la décima parte de la ciudad, y murieron por el terremoto siete mil personas, y los demás quedaron aterrados y dieron gloria al Dios del cielo.

Así como Cristo crucificado resucitó a los tres días e hizo enmudecer el triunfo de sus enemigos, así sucede también a estos dos que tenían el testimonio de Jesús (cf. 6,9; 12,17; 20,4); como el Padre confiesa a Jesús su «Testigo fiel» (1,5; 3,14), y de la misma forma que a él, confiesa también a estos dos testigos suyos (1,3), que habían sellado su fidelidad con la muerte. Juan describe su resurrección de entre los muertos inspirándose en expresiones de la profecía de la resurreción de Ezequiel (Ez 37,5.10). El hecho de su resurrección, como el de su subsiguiente recepción en el cielo tiene lugar, diversamente que en el caso de Jesús, ante los ojos de los adversarios atemorizados. Dios se mostró en ellos más fuerte que todo el poder de la bestia, por la que habían tomado partido las masas; así, el júbilo de los «moradores de la tierra» se cambia bruscamente en terror, pues presienten el castigo de Dios, que se anuncia inmediatamente en acontecimientos externos. Al igual que en la resurrección de Jesús, se produce un gran terremoto (cf. Mt 28,2) que convierte en ruinas una décima parte de la ciudad y sepultura bajo los escombros un número correspondiente de personas. El intermedio termina con la consoladora comprobación de que como consecuencia de los acontecimientos sucedidos en torno a los testigos muertos se produce lo que estos mismos no habían logrado con su predicación: los sobrevivientes vuelven en sí, la gran apostasía de la cristiandad ha terminado (cf. comentario a 11,2) y se transforma en conversión.

Esta comprobación positiva confirma la intrínseca conexión entre las secciones 11,1-2 y 11,3-13. Todas las plagas que hasta aquí había descargado Dios contra la humanidad apóstata no dieron buenos frutos ahora se habla por primera vez de conversión, lo cual es un signo de que los acontecimientos de esta pieza intermedia quieren representar gráficamente algo único e inédito en comparación con las visiones de plagas; hasta la misma elección de Jerusalén como lugar simbólico de los acontecimientos es cosa sorprendente y, por tanto, seguramente muy significativa. Todas estas circunstancias permiten concluir que aquí se ha visto implícitamente, junto con los males que amenazan a la Iglesia desde fuera, su peligrosa y mucho más crítica situación interna. Desde luego, aquí se repiten también los peligros que surgen de las propias filas -por parte de cristianos que se acomodan a este mundo (cf. Rom 12,2) y, así, obscurecen la figura de la Iglesia ante el mundo- en el transcurso de la historia de la Iglesia, como también la vuelta a la salud gracias a un buen resto que se ha conservado y a un núcleo que se ha mantenido con vida. Sin embargo, la situación que se presupone en 11,1-3 es irrepetible por cuanto que aquí se trata ya, sin género de duda, de la época del Anticristo, que sólo más abajo se expondrá por extenso (13,1ss). Pero también con respecto a la más grave crisis de la existencia, causada y determinada por la más fuerte presión de fuera, como también por la incredulidad y corrupción de las costumbres en el interior, se promete y se garantiza aquí a la Iglesia la salvación por las extraordinarias medidas de socorro tomadas por Dios. Así, esta pieza intermedia tiene la misma función que la que trataba de los «sellados» (7,1-17) y, al igual que aquélla, se adelanta a posteriores descripciones, aquí especialmente a la descripción de la era del Anticristo (13,1-18), para la que quiere preparar y armar de manera especial.

7. LA SÉPTIMA TROMPETA (11,14-19)

14 El segundo «¡ay!» ya pasó. El tercer «¡ay!» viene en seguida.

El versículo tiene por objeto establecer de nuevo el enlace con el ciclo de las trompetas interrumpido con el anterior intermedio; por eso en esta indicación de transición tiene especial importancia la segunda parte de la frase, que anuncia la inminente aparición del tercer «¡ay!» al toque de la séptima trompeta; así pues, no afirma que la sección 10, 1-11,13 haya de considerarse como perteneciente todavía al segundo «¡ay!»

15 Y el séptimo ángel tocó la trompeta. Y hubo grandes voces en el cielo que decían: «El reino del mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su Ungido y él reinará por los siglos de los siglos.» 16 Y los veinticuatro ancianos, los que estaban sentados en sus tronos ante Dios, se postraron en tierra y adoraron a Dios, 17 diciendo: «Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es y el que era, porque has recobrado tu gran poder, y has comenzado a reinar. 18 Las naciones se habían airado, mas llegó tu ira y el tiempo de juzgar a los muertos y de dar la recompensa a tus siervos, los profetas, y a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruían la tierra.»

Con el séptimo toque de trompeta, el tiempo llega a su fin, según la palabra del ángel (10,6s), y el «misterio de Dios», su plan eterno de salvación es llevado a su término; el reino de Dios comienza ahora a imponerse plenamente en la creación de Dios. Por el momento se aplaza la descripción del último «¡ay!», preparaciones y celebración del juicio final, oímos primero en un grito de júbilo venido del cielo que la historia del mundo ha llegado a su conclusión con el perfecto restablecimiento de la soberanía de Dios sobre el universo por toda la eternidad; desde ahora la soberanía de Dios es ya perceptible para siempre y de nuevo exteriormente y, así, ha venido a ser una realidad tangible para todas sus criaturas. Esta anticipación, que en cuanto a la forma y al contenido recuerda 7,9-17 y sin duda tiene también el mismo objetivo, viene a reforzar de modo concluyente la parenesis a que apuntaba todo el intermedio.

Los representantes de la Iglesia cerca del trono de Dios, «los ancianos», celebran la feliz consumación de la creación de Dios en un cántico de alabanza y de acción de gracias; porque ahora ha quedado ya atrás el combate que la Iglesia, como reino de Dios depositado en germen en el mundo, había tenido que sostener en su historia. Su promotor, Satán, consentido por Dios hasta ahora como «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31), no tiene ya puesto alguno en el nuevo mundo de Dios; se ha ejecutado el juicio sobre él y sus adeptos. Dios, el «Todopoderoso, el que es y el que era», ha venido -por eso falta el tercer miembro, «el que ha de venir» (d. 1,8; 4,8)- y ha saldado las cuentas con toda la corrupción de su creación; las consideraciones que durante tanto tiempo había mostrado con ellos -signo de su absoluta superioridad y poder- habían sido con demasiada frecuencia piedra de escándalo para sus fieles y habían impuesto no pocas pruebas a su fe; ellos las han superado y ahora son recompensados muy por encima de sus méritos.

19a Y se abrió el santuario de Dios que está en el cielo, y apareció el arca le su alianza en su santuario.

Después que en el cántico de los ancianos sólo había oído Juan de la recompensa de los justos, ahora, al final, en una visión simbólica, se le muestra su morada actual y con ella la meta final bienaventurada de todo lo que existe. Ante sus ojos se abre el cielo, representado en la imagen del templo de Jerusalén, en el que en otro tiempo había estado Yahveh presente en la tierra en medio de su pueblo elegido. Juan puede penetrar con su mirada hasta el lugar santísimo, donde divisa el arca de la alianza, lugar de la presencia de Dios en el santuario de Israel. En esta arca se conservaron el documento y las prendas de la primera alianza pasajera, que según la intención de Dios debía ser modelo y preparación de la alianza nueva y eterna, con la cual se concluye la historia. La nueva alianza, la comunidad inmediata y sempiterna de Dios con su pueblo de la alianza, se ha hecho ahora realidad en su consumación bienaventurada. La descripción detallada de esta realidad insinuada aquí en cuanto a su núcleo esencial constituye el punto culminante y la conclusión de la profecía apocalíptica (21,1-22,5).

19b Y hubo relámpagos, voces, truenos, terremoto y una gran granizada.

Mientras que la presencia de Dios significa bienaventuranza para sus fieles, en cambio propaga el terror entre sus enemigos. Con signos precursores del juicio venidero (terremoto, tempestad) se vuelve a desviar la mirada del desenlace al comienzo de la fase final, que se ha iniciado con el último toque de trompeta.

Lo que el himno de los ancianos presuponía como ya acaecido, se describe a continuación en su desarrollo detallado. El contenido de la visión de la séptima trompeta está constituido por vaticinios «sobre pueblos, naciones, lenguas y reyes» (10,11) en el remate de la historia del mundo; aquí se hace la descripción del tercer «¡ay!», para la cual se había conferido a Juan una habilitación y vocación especial (10,8-11). Tras la notificación de la victoria, que se había anticipado con el objeto de fortalecer en la confianza de fe y de animar en vista de los estremecedores acontecimientos que tendrían lugar en el punto culminante del enfrentamiento entre la soberanía de Dios y el reino de Satán, puede ahora describirse el último asalto de los poderes contrarios a Dios (13,1-18), ponerse ante los ojos el tremendo juicio sobre ellos y sus adeptos en las diferentes etapas de su transcurso (14,1-20,10) y hacerse una pintura del juicio final (20,11-15); para concluir se presenta con vivos colores la consumación final, representada como ya realizada en el mensaje de victoria del cielo (11,15-18), con una descripción detallada de la nueva creación (21,1-22,5).