CAPÍTULO 3


5. A LA IGLESIA DE SARDES (Ap/03/01-06)

1a Y al ángel de la iglesia de Sardes escribe:

Sardes era la antigua corte del rey de los lidios; aquí había tenido su residencia como último rey Creso, que se había hecho legendario por sus riquezas; de su grandeza de otrora no había quedado ya más que el recuerdo de un pasado glorioso. Sus ciudadanos vivían ahora, como en Tiatira, principalmente de la industria de la lana. El descenso histórico a su actual imagen es símbolo del estado a que había llegado la cristiandad de Sardes.

1b «Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: Conozco tus obras: se dice que vives, pero estás muerto.

La comunidad ha perdido su espíritu, ha muerto espiritualmente, excepto unos pocos (v. 4). Así pues, Cristo le aparece, como también a la iglesia de Éfeso, como el Señor y guardián de los «ángeles» (cf. comentario a 1,16) de las siete cristiandades y como el «espíritu vivificante» (lCor 15,45), que encarna en sí la plenitud Espíritu de Dios (cf. comentario a 1,4), de cuya plenitud vive la Iglesia (cf. Jn 1,16; Col 2,9).

2 »Está alerta y reanima el resto que estaba a punto de morir. Pues delante de mi Dios no he encontrado completas tus obras.

Con una censura sumamente severa, a la que no precede, como en las cartas anteriores, una sola palabra de elogio, inicia el Señor su interpelación a la iglesia de Sardes. Su juicio inequívoco, duro y sin contemplaciones -subrayado con el anuncio de que no resistirá el juicio de Dios- debe ser como un golpe que despierte a la comunidad de su sueño de muerte y la haga entrar dentro de sí.

Está como aletargada, sin notar el estado en que se halla y en qué irá a parar tal estado; en realidad sólo existe de nombre; lo poco de realidad de la Iglesia de Jesús ya no existe en Sardes, sino en una minoría insignificante y en pocas señales de vida; también este resto desaparecerá pronto, si no se le presta ayuda inmediatamente.

3 »Recuerda, pues, cómo has recibido y has escuchado y guárdalo y conviértete. Porque, si no estás alerta, vendré como ladrón, sin que sepas a qué hora vendré sobre ti.

Ante esta fachada de una actividad que ya no es cristiana sino exteriormente, que en realidad es una tapa de ataúd, suena, como una orden de mando claramente perceptible, la llamada a despertar de este sueño de muerte, de este cristianismo de apariencia, sin vida. En el buen consejo que sigue a continuación se menciona como medio de revivificación, en primer lugar el recuerdo de la atención vigilante y de la animada prontitud de la primera hora, cuando Sardes aceptó el Evangelio, y la Iglesia de Jesucristo se implantó entre ellos; este primer fervor deben volver a recobrar si la palabra de Dios ha de volver a ser fecunda en ellos, y por ellos en su contorno. Si la llamada a la conversión viene a quedar sin efecto, entonces no tardará en sobrevenir a los cristianos de Sardes un brusco y temeroso despertar, cuando totalmente impreparados se hallen frente al juez que vendrá inesperadamente (cf. Mt 24,42); la amenaza del juicio pone como una señal de alarma tras la primera exhortación.

4 »Pero tienes en Sardes unas pocas personas que no han manchado sus vestiduras, y andarán conmigo vestidos de blanco, porque son dignos.

Sin embargo, aun para Sardes, como siempre y en todas partes para la Iglesia en el mundo, no está todavía todo perdido; también entre tantos muertos hay todavía vivos, que frente al mal espíritu del conjunto con su desidiosa indiferencia, su costumbre vulgar, su inercia soñolienta, se han acreditado ante Dios como fieles e irreprochables en sus obras. Los que «no han manchado sus vestiduras», es decir, los que en sus acciones y en su conducta no han traicionado la nueva existencia que se les había otorgado en Cristo y su respectiva manifestaci6n externa, compartirán un día la majestad de su Señor glorificado («vestidos de blanco»). No la imagen engañosa y pasajera que ofrecemos aquí a los hombres, sino la figura que mostremos ante Dios por toda una eternidad, es lo único que tiene importancia en definitiva.

5 »El que venza, será así vestido con vestiduras blancas. No borraré jamás su nombre del libro de la vida, y proclamaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles. 6 El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.»

Las promesas para el vencedor, con su primera imagen, empalman, como anteriormente la descripción de los buenos de Sardes, con la industria local de manufactura de la lana. El blanco puro y resplandeciente es en el Apocalipsis el color de la glorificación en el cielo de Dios y de los que son recibidos en él. La segunda imagen utiliza la idea del «libro de la vida» que se halla en el Antiguo Testamento (por ejemplo, Sal 69 [68] 29) como en el Nuevo (cf. Lc 10,20), y en éste con especial frecuencia en el Apocalipsis (13,8; 17,8; 20,12; 21,27) y contiene la lista de los ciudadanos del cielo.

La tercera imagen repite la promesa de Jesús en el Evangelio (Mt 10,32; Lc 12,8), con la que él mismo sale personalmente fiador de la salud eterna de aquellos que no se retrajeron de confesarle a él, siguiendo este arduo y molesto camino aun contra el espíritu de su contorno mundano.

6. A LA IGLESIA DE FILADELFIA (Ap/03/07-13)

7a Y al ángel de la iglesia de Filadelfia escribe:

Filadelfia, antigua ciudad de Lidia, que unos ochenta años antes había sido gravemente sacudida por un terremoto, era desde entonces pequeña y sin importancia en comparación con las ciudades vecinas. Así también su comunidad cristiana era poco numerosa y se veía además expuesta a ataques de fuera, aunque era notable por su espíritu y su organización. Así pues, el Señor le expresa, como a los cristianos de Esmirna, su elogio incondicional. La tribulación parece haber sido originada, al igual que en Esmirna, por la hostilidad de los judíos. El objetivo principal de la carta es el de suscitar confianza, fortalecer la acreditada fidelidad y dar todavía nuevos ánimos.

7b «Esto dice el santo, el veraz, el que tiene la llave de David, el que abre sin que nadie pueda cerrar, el que cierra sin que nadie pueda abrir:

Cristo se introduce aquí con títulos que no provienen de la visión inaugural. En la quinta visión de los sellos (6,10) viene Dios invocado como «santo y veraz» por los mártires; en estos dos predicados revela Jesús su naturaleza divina, y con el tercero se acredita como el Mesías; unas palabras de Is 22,22, que predicen a Eliaquim la colación del cargo de mayordomo de palacio, se interpreta aquí en sentido mesiánico, y la casa de David viene constituida en símbolo del reino mesiánico. Sólo Jesús decide quién es admitido en el reino de Dios del tiempo final y quién queda excluido de él.

8 »Conozco tus obras: mira que he dejado ante ti una puerta abierta que nadie puede cerrar; porque tienes poca fuerza y has guardado mi palabra y no has negado mi nombre. 9 Mira, voy a darte algunos de la sinagoga de Satán, que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten: Mira, los voy a obligar a que vengan y se postren a tus pies, y sepan que te amo.

El pequeño grupo de los cristianos de Filadelfia, que por su número apenas si cuentan entre la población total, no ha perdido la seguridad ni se ha dejado intimidar por esta circunstancia; por el contrario, ha empleado con franqueza en la misión la fuerza de su fe viva. Lo que, sin embargo, quizá no había logrado hasta ahora, se lo promete el único que hace fructificar con su gracia todas las posibilidades misioneras de los hombres: la comunidad se acrecentará, y concretamente con algunos de las filas de sus más declarados y encarnizados adversarios. Llevará a éstos a la convicción de que los cristianos son ya el verdadero Israel de Dios, al que Dios mismo ha tomado amorosamente a su cargo en su Hijo. La predicción profética de que los paganos se inclinarán ante Israel (cf. Is 45, 14; 49,23; 60,14) se realizará ahora de tal manera que el primer pueblo elegido, que por su culpa había perdido esta vocación, preste este homenaje al nuevo pueblo de Dios de la alianza.

10 »Porque has guardado la consigna de mi constancia, también yo te guardaré en la hora de la prueba que ha de venir sobre todo el mundo para probar a los moradores de la tierra. 11 Voy en seguida. Mantén lo que tienes, para que nadie te quite la corona.

No sólo con este éxito visible, con el que el Señor quiere recompensar su fidelidad imperturbada, sino con una nueva acción va a demostrarles todavía su aprobación; así como abre a los judíos la puerta de acceso a ellos, quiere cerrarla ante ellos a los poderes de la persecución; él cuidará de que en la inminente persecución general de los cristianos no sufran pérdidas por apostasía. Aparte de esto, el tiempo de la tribulación es breve; luego vendrá el Señor y los recogerá para recompensarlos eternamente; la corona de la victoria presupone que, como en una competición deportiva, uno no se ha quedado atrás, sino que ha resistido hasta llegar a la meta.

12 »Al que venza, lo haré columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá ya fuera jamás; sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la que baja del cielo, de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo. 13 El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.»

Las promesas para el vencedor desarrollan todavía simbólicamente el contenido de esta recompensa definitiva. La imagen de la columna podría venir de una costumbre de la antigüedad: los jefes de ejércitos y los hombres de Estado hacían a veces erigir en los templos columnas votivas en las que estaban consignadas sus gestas especiales. Los fieles serán acogidos en el templo de Dios del cielo, no como estos objetos conmemorativos, sino en sus mismas personas; como una columna inamovible que adorna el edificio y al mismo tiempo lo sostiene, conservarán ellos para siempre este puesto honorífico irrevocable junto al trono de Dios.

Tres nombres vienen grabados en la columna; con este acto se indica no sólo la vinculación con los portadores del nombre, sino también una participación en su ser (el nombre equivale al ser; cf. comentario a 2,17). Por lo que hace a Cristo mismo, él dice expresamente que se trata de su «nuevo nombre», es decir, el nombre del Hijo del hombre glorificado y no del humillado. De la majestad de esta gloria, que es la del Padre mismo, participará el miembro de la ciudad de Dios en la celestial consumación (cf. 21,10s).

7. A LA IGLESIA DE LAODICEA (Ap/03/14-22)

14a Y al ángel de la iglesia de Laodicea escribe:

Laodicea de Frigia, junto al Lico, desde su fundación hacía unos cuatrocientos años, se había convertido en un rico centro comercial e industrial. Los tejidos de lino y lana representaban la principal actividad; los institutos bancarios habían alcanzado renombre hasta en Roma (Cicerón); allí había también una escuela especial de medicina y farmacia. Después del terremoto del año 60 d.C. la ciudad misma había llevado a cabo su reconstrucción con sus propios medios sin ayuda del Estado. En esta última carta se utilizan con especial abundancia las peculiaridades locales para dar forma a las imágenes.

14b «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios:

La iglesia de Laodicea es la única a la que no se dice una buena palabra; es una comunidad por la que se preocupaba ya el apóstol Pablo (Col 2,1), a la que había escrito también una carta (Col 4,16) y que, algunos decenios después falla completamente según el juicio de Cristo, y ello debido a su tibieza religiosa, de resultas de su falsa orientación hacia el mundo. Y sin embargo, tampoco a ella dirige el Señor sólo palabras de condenación; al final de la carta se hallan, como en ninguna otra de las siete cartas, las más tiernas palabras de amorosa solicitud.

Cristo se designa con el término hebraico de encarecimiento, «el Amén» (cf. Is 65,16), personificado, que a continuación se explica como «el testigo fiel y veraz» (cf. 1,5): su palabra es absolutamente de fiar. Él es también el primer principio de la creación entera (cf. Jn 1,3), al que por tanto está también referido siempre todo lo creado (Col 1,16s); en él, pues, hallan los cristianos de Laodicea, cuando buscan el mundo, el verdadero acceso a éste, y el mundo mismo en su forma más primigenia.

15 »Conozco tus obras: que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! 16 Por eso, porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca.

El hecho de que los laodiceos ensayen un compromiso entre ser cristianos y ser mundanos, los hace tan falsos y tan repugnantes para su Señor como un vaso de agua tibia; vienen ganas de vomitarlo. Nada a medias y nada del todo, un cojear de los dos lados (cf. lRe 18,21), ni contra Dios ni contra el mundo (cf. Mt 6,24; 12,30), así siempre y en todas partes se arregla uno en el mundo con todos; sin embargo, tal cristianismo irresoluto es a juicio de Cristo más insulso que el verdadero paganismo, un cristiano sin carácter tiene para él menos valor que un pagano con firmeza de carácter. La veracidad y la fidelidad son su misma esencia; quien quiera ser de él tiene que congeniar con él a este respecto.

17 »Porque dices: Soy rico, y me he enriquecido, y de nada tengo necesidad, y no sabes que eres tú el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Los cristianos de Laodicea son ricos de bienes de la tierra, por lo cual también la comunidad resplandece al exterior: vista desde fuera, no le falta nada; puede satisfacer todas las necesidades y obligaciones, hasta las caritativas, por ejemplo, y realmente lo hace. Es bien vista en el consorcio civil porque ha logrado la integración en el mundo; ahora bien, precisamente por esto los cristianos de esta ciudad no dan escándalo ni testimonio en este contorno (c. Mt 5,13 ) . Porque, cegados como están, no pueden ya ver esta misión que tienen para con el mundo, se ilusionan y llegan a juzgar de sí mismos que pueden hacer buena figura no sólo ante los hombres, sino también ante Dios. Con tal presunción de justicia procede el Señor en su juicio con el mayor rigor; con cinco adjetivos pone en claro el estado verdaderamente lastimoso de su iglesia de Laodicea.

18 »Te aconsejo que compres de mí oro acrisolado por el fuego, para enriquecerte, y vestiduras blancas, para vestirte y para que no quede descubierta la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungir tus ojos y ver.

Lo que una vez había dicho el Señor acerca del pastor que habiendo perdido una oveja fue en su busca y no paró hasta encontrarla (Lc 15,4), él mismo lo hace en Laodicea; él mismo se ofrece para ayudarla. De él pueden ellos comprar oro de ley, que conserva su valor incluso en el cielo (cf. Mt 6,20) y ya en la tierra remedia su pobreza delante de Dios; sólo adornados con la justicia conferida por gracia (cf. Rom 1,17) podrán presentarse como conviene delante de Dios, como también la gracia de Cristo les da vista suficiente para conocerse de veras. Aquí es también digna de consideración la circunstancia de que el Señor ofrece todavía su gracia; queda salvaguardada la libertad del que ha de aceptarla y puede rechazarla. Las tres imágenes con que el Señor sensibiliza y ofrece su gracia necesaria están por lo demás en estrecha relación con las circunstancias locales de los bancos, telares y de la escuela superior de medicina y farmacia.

19 »Yo, a cuantos amo, reprendo y castigo. ¡Animo, pues, y conviértete! 20 Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo.

La llamada a la conversión en la carta a Laodicea va seguida de unas palabras de solicitación amorosa. Con personas tan seguras de sí y tan convencidas de su propia justicia se alcanza más con un ruego amoroso que con una orden imperiosa. Así ruega el Señor como uno que, hallándose con la puerta cerrada, pide que se le deje entrar de nuevo en Laodicea, después que de antemano había en cierto modo excusado como expresión de su amor especial la gran dureza con que había debido tratarlos; en efecto, con un amor indulgente y condescendiente no se presta el menor servicio; en todo caso, Dios corrige y castiga a los que ama. La cena que el Señor piensa celebrar cuando logre entrar de nuevo volverá a sellar la amistad que había sido traicionada.

21 »Al que venza, lo haré sentar conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. 22 El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.»

La promesa para el vencedor, con la indicación de que Jesús mismo hubo de conquistar con lucha su gloria e imperio en el trono del Padre (cf. Lc 24,26), se promete la participación en el señorío final de Dios sobre todas las cosas a aquellos que no se entregan al mundo, sino que a ejemplo suyo (Jn 16,33) lo vencen con la fuerza de su fe (cf. lJn5,4).