CAPÍTULO 1


Introducción

EL MISTERIO DE LA HISTORIA

La entera revelación bíblica, desde la historia más remota en el Génesis hasta el Apocalipsis en el Nuevo Testamento, da testimonio de la acción misericordiosa de Dios con el mundo y con la humanidad; su objeto es la historia de la salvación 1. Ésta se inicia con el comienzo puesto por Dios, la creación, y se orienta hacia el fin último de la consumación, que el Creador fijó a su obra desde toda la eternidad y hacia el que la conduce con absoluta seguridad a través del tiempo. Así, la idea de la historia propia de la Sagrada Escritura es radicalmente teológica y escatológica; en otras palabras; está regida en todo y por todo conforme a un punto inicial y un punto final fijado por Dios a toda la historia. De acuerdo con esto, su exposición se inicia con el primer comienzo y termina con una descripción que trata de ofrecer una representación del estado final; ahora bien, dado que el estado de consumación alcanza hasta la esfera trascendente de la existencia divina, sólo puede ser presentado gráficamente en forma analógica, es decir, por medio de comparaciones, de símiles y de imágenes, pero no ser descrito directamente. Al empeño por representarse anticipadamente, por lo menos con imágenes y analogías el final de la figura pasajera del mundo y la forma definitiva, acabada y eterna de existencia que va brotando de ésta, responde un género literario especial, la llamada literatura apocalíptica, en la que el último libro del canon bíblico se encuadra deliberadamente con su primera palabra apocalipsis.

Este género literario, estimulado en un principio por los escritos proféticos del Antiguo Testamento, se desarrolló principalmente en los dos últimos siglos que precedieron a la era cristiana; lo hallamos ya esbozado en Isaías (cap. 24-27), Ezequiel (40-48), Zacarías (9-14), textos todos en los que se dedica gran espacio a la perspectiva escatológica; finalmente, en el libro de Daniel (168-164 a.C.) se desarrolla en forma de una exposición que penetra y configura la obra entera. El período crítico de la época de los Macabeos intensificó el interés por la orientación final del sentido de la historia; luego, tras las huellas de Daniel, hasta por los comienzos del siglo II d.C., surgen numerosos apocalipsis judíos (apócrifos).

En el Nuevo Testamento se destaca por separado el Apocalipsis de Juan por su contenido y tenor exclusivamente apocalípticos. Sin embargo, a lo largo de todo el Nuevo Testamento se descubren fragmentos aislados dispersos que pueden designarse como apocalípticos: éstos muestran que la predicación cristiana primitiva, al incorporarse y transmitir la predicación de Jesús, se sirvió también generalmente de este género literario al mismo tiempo que de otros (cf. el llamado Apocalipsis sinóptico Mt 24 y 25 = Mc 13 = Lc 21; en Pablo: lTes 4,15-17; 2Tes 2,1-12; lCor 15,20-28; 2Cor 5,1-10; también 2Pe 3,10-13). El Apocalipsis de Juan fue todavía hasta entrado el siglo II objeto de más de una imitación en la literatura cristiana primitiva; en parte se trata únicamente de elaboraciones cristianas de modelos judíos; como obra maestra tardía de este género podría designarse la Divina comedia de Dante.

El mismo Apocalipsis de Juan sabe también de la conexión primigenia de la apocalíptica con la profecía veterotestamentaria, pues su autor se designa como profeta (10, 11;22,9). Los profetas de Israel habían sido guías del pueblo elegido enviados por Dios, que aparecieron sobre todo en épocas críticas de su historia; sus instrucciones y advertencias, sus exhortaciones y consolaciones proporcionaban una y otra vez al pueblo la debida orientación por su camino de la historia de la salvación; la perspectiva de la salvación definitiva que había de venir, el tiempo de la salud, desempeñaba naturalmente un papel especial en la motivación de su predicación destinada a dar ánimos; de esta manera, la predicción del futuro, el vaticinio, que en modo alguno constituye el encargo más inmediato o incluso propio de la misión de los profetas, halló un puesto en su predicación.

Como los escritos de los profetas en el Antiguo Testamento, también el Apocalipsis de Juan, en cuanto libro profético por su disposición general, tiene por objeto proporcionar a la Iglesia de aquel tiempo -especialmente a las cristiandades existentes en la provincia romana de Asia (Asia Menor)- orientación, fortaleza y consolación en su situación del momento. Su intención es, por tanto, parenética; incluso los cuadros del tiempo final sirven de motivaciones de las palabras de aliento. En efecto, toda historia temporal recibe sentido y esclarecimiento de su desenlace y meta definitiva; ahora bien, lo definitivo proporciona seguridad, da fuerzas y dispone para superar debidamente lo pasajero. Por esta razón el Apocalipsis extiende todas las líneas desde lo provisional y pasajero hasta la eternidad definitiva de la consumación de la historia de la salvación.

La forma de exposición con que el Apocalipsis logra este objetivo es una sucesión de cuadros alegóricos simbólicos, por tanto no un lenguaje conceptual, sino un lenguaje de imágenes. Esta circunstancia dificulta notablemente su inteligencia al lector de hoy. La apocalíptica judía trabaja con motivos figurativos tradicionales, cuya materia fundamental está tomada principalmente del Antiguo Testamento; a esto se asocian suplementariamente motivos tomados de una más amplia corriente de tradición judía popular, en la que, a su vez, se habían amalgamado también representaciones de índole mítica tomadas del entorno pagano de Israel. El conocimiento de la procedencia de los elementos figurativos, juntamente con la constatación de su constante empleo para expresar en cada caso un determinado contenido simbólico (valores simbólicos fijos de números, colores, acontecimientos de la naturaleza, animales, pueblos, ciudades, etc.), ayuda a comprender el sentido. Por lo demás, el Apocalipsis de Juan, con el empleo tan frecuente de la conjunción comparativa «como», hace ya notar que no trata en modo alguno de describir hechos históricos, sino que en sus imágenes quiere poner al alcance a modo de comparación (analógicamente) una realidad inaccesible a la experiencia humana y, por consiguiente, en alguna manera inefable. No describe por tanto el desarrollo real de futuros acontecimientos terrestres, ni presenta una sucesión cronológica de la historia final, sino que desde la absoluta realidad supratemporal de Dios, que sin embargo fundamenta y conduce a su meta toda la historia, interpreta el sentido último del entero proceso histórico, como también el de hechos de la historia temporal.

El Apocalipsis de Juan se distingue exteriormente de los escritos del mismo género del judaísmo tardío por su agradable sobriedad y por la estructura relativamente perceptible de los diferentes cuadros, como también de la composición de conjunto. Esta cualidad está relacionada con el origen de la obra. No es un producto artístico surgido, como aquellos escritos, en la mesa de escritorio; describe algo no excogitado, sino vivido; trata de dar una expresión comprensible a verdaderas vivencias de visiones bajo un revestimiento tradicional y con los medios usuales en la apocalíptica, vivencias con las que el vidente, en estado profético extático, había sido instruido por Cristo sobre la historia de su Iglesia. La sucesión de imágenes descubre el impulso central del transcurso de la historia del mundo después de la acción redentora de Cristo: la oposición combativa -que nunca cesa, que se agudiza en algunos tiempos y en particular hacia el final de los tiempos- entre el reino de Dios, presente ya actualmente en el mundo por Cristo, y el reino de Satán, quebrantado ya en el fondo por Cristo, pero que todavía opone resistencia. Así pues, lo que los fieles de Cristo experimentan en el mundo y por parte del mundo está caracterizado en su raíz por este conflicto que tiene lugar en el fondo de toda historia terrestre, en el cual la historia divina de la salvación se lleva a término con lucha.

Como lugar de las mencionadas vivencias de revelación viene designada la isla de Patmos, a la que el sujeto que recibe la revelación había sido desterrado por causa de su fe y de su acción apostólica (1,9). El vidente, sin duda una personalidad conocida y de autoridad reconocida entre sus destinatarios directos, se llama sencillamente por el nombre de Juan. Aunque el Apocalipsis mismo no ofrece más puntos de referencia para la exacta determinación de su autor, la tradición imparcial del siglo II ve en él al apóstol Juan (testigos: Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes; fragmento de Muratori; prólogo antimarcionista de Lucas); sólo la desconfianza provocada por el uso abusivo del Apocalipsis en que incurrieron los quiliastas exaltados, perturba a partir del siglo III esta tradición originariamente unánime.

El motivo de la composición del Apocalipsis, que con una introducción epistolar (1,1-8), con las siete cartas dirigidas a otras tantas comunidades 2,1-3,22) y con el final semejante a una conclusión de carta (22,21), se presenta como una carta circular, fue una persecución de los cristianos que asomaba ya en el horizonte; su fin próximo es el de preparar interiormente para este período de prueba a las iglesias de Asia Menor, objeto de esta persecución, y animarlas a dar el testimonio del sufrimiento y, si se diera el caso, de la muerte, con la excelencia del premio que aguarda al vencedor.

Como tiempo de la composición del Apocalipsis, el testimonio de la tradición más antigua (Ireneo, Contra las Herejías v, 30) indica el período del reinado del emperador Domiciano (81-96 d.C.); éste tomó la negativa a dar culto al emperador como motivo de la primera persecución contra los cristianos extendida más allá de la corte imperial] de Roma en los años 95/96; esto concuerda con la circunstancia de que el Apocalipsis presupone como inminente una persecución de los cristianos en Asia Menor.

La interpretación 10 del Apocalipsis debe partir de este motivo y fin concretos, aunque su contenido y significado no se reducen a instrucciones para aquel único momento histórico, como lo muestran sus mismas palabras. En este libro profético se pone la historia final al servicio de la historia temporal, la cual a su vez viene reflejada con múltiples rasgos en las imágenes del tiempo final o escatológico. Aunque las descripciones de los capítulos 13 y 17,1-19,20 se envuelven en un velo simbólico, sin embargo, en ellos se puede reconocer sin dificultad el imperio romano, su capital Roma y el culto del emperador. No obstante, tales perspectivas de la historia del tiempo adquieren siempre a la vez en el marco de la composición total un significado típico, se amplían en forma de símbolos supratemporales, como también aparece en realidad, en formas históricas cambiantes en cada caso, el misterio central de la historia, el enfrentamiento combativo entre el reino de Dios y el poder usurpado de su adversario. Por esta razón, toda forma que exprese este proceso, única cada vez en la historia, es apropiada para representar gráficamente la batalla decisiva que domina la entera historia del mundo; sus fases pueden por consiguiente estar diseñadas también en el Apocalipsis de tal forma que su descripción da la sensación de procesos descritos ya anteriormente, los cuales adquieren mayor intensidad según se va acercando el fin, pero que en el fondo y en substancia siguen siendo los mismos.

Esta idea, con la que se capta la ley estructural que sirve de base al Apocalipsis, es ya suficiente para prevenir contra la equivocada tendencia a querer ver en las escenas que se van sucediendo un proceso histórico real, del que se pudiera colegir sin más a qué distancia del fin se halla el tiempo del mundo. La intención del Apocalipsis no es -ni tampoco puede ser (cf. Mc 13,32; Lc 17,20s)-, la de ofrecer puntos de referencia para una exacta determinación del fin de los tiempos con la segunda venida de Cristo; el Apocalipsis quiere sencillamente mostrar clara y globalmente el carácter del tiempo final, es decir, de la época que se extiende de la primera a la segunda venida de Cristo, a fin de que la Iglesia, en virtud de esta convicción, esté preparada para sostener la prueba, a veces dolorosa, del nivel de su fe y así dar buena prueba de sí misma en la firme convicción de que su Señor, que ha de volver, dice la última palabra tocante a la historia del mundo, sobre todas sus épocas y sobre todos los que han vivido en ellas, han participado activamente en ellas y han tenido en ellas su parte de culpa. Esta certeza que sostiene el libro entero como constante motivo de consolación, se ve subrayada con la frecuente repetición de indicaciones de tiempo, como «en seguida» (2,16; 3,11; 22,7.12.20) y «el tiempo está cerca» (1,3; 22,10), las cuales, en cuanto tales, no tienen en el Apocalipsis la menor intención de fijar el momento concreto del «cuándo», de la misma manera que las imágenes no tratan de describir en este libro la forma concreta del «cómo»; lo único que se hace es recalcar y garantizar la certeza del «qué», del hecho, y ello con la forma de estilo profética de acortamiento de la perspectiva temporal, habitual también en el Antiguo Testamento. La significación teológica 11 del Apocalipsis se infiere de su tema capital, que no es otro que el objeto central de la proclamación de Jesús en los Evangelios sinópticos: el reino de Dios, sus vicisitudes y su triunfo en la historia. La multiplicidad y la fuerza de expresión de las imágenes lo ilustran: comenzando por su origen eterno (4,1-11), pasando por su fundación en medio de la historia de la humanidad (5,1-14; 12,1-6) y sus suertes en la historia del mundo (12,13-13,18), hasta su explosión definitiva (19,11-20,15) y su manifestación en forma acabada en la tierra (21,1-22,5).

A lo largo del desarrollo de este contenido fundamental traza la profecía grandiosos cuadros de detalle, en los que todos los artículos del símbolo de fe apostólico aparecen interpretados en la forma más original y primigenia mediante una expresiva teología en imágenes: la doctrina sobre Dios en sentido estricto (4,1-11), la doctrina del Redentor y de la redención (1,5-8.12-19; 5,6-14; 12,1-6; 14,1-5; 19,11-21; 20,4-6), la doctrina sobre el Espíritu Santo (1,14; 2,7.17, etc.; 4,5; 5,6; 14,13; 22,17), la doctrina sobre la Iglesia (1,5s; 1,20,2,1-3,22; 7,1-8; 12,13-17), la comunión de los santos (6,9-11; 8,3-5), la resurrección de los muertos y la vida eterna (4,10s; 7,9-17; 14,14-20; 19,17-20,15; 21,1-22,5).

Así ofrece el Apocalipsis un compendio gráfico que abarca la entera predicación cristiana de la salvación, coordinada orgánicamente e inserta en el gran marco de la historia de Dios con la humanidad definida escatológicamente; sigue su desarrollo en las fases históricas de primer plano, en consideración de los factores preternaturales y sobrenaturales que en ella se ponen de relieve y con la mirada puesta en el fin último que Dios fijó a su creación y hacia el que la conduce a través de todas las confusiones y extravíos. El último libro de los escritos de revelación de Dios es el punto culminante y la conclusión y colofón de un «Evangelio eterno» (14,6), que comienza en la época de su promesa en el Antiguo Testamento y alcanza hasta su cumplimiento finalmente acabado.

La estructura del Apocalipsis es relativamente clara. Él mismo indica la división en dos partes; se muestran al vidente para que las anote, «las (cosas) que son» y «las que han de ser» (1,19).
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1. La investigación bíblica de nuestros tiempos vuelve a poner especialmente de relieve el carácter histórico de la revelación divina. Los escritos del Nuevo Testamento y del Antiguo no deben leerse en primera línea como una colección de preceptos morales o como una lista de dogmas de fe, sino que refieren «la historia de lo que Dios ha hecho en unas vidas de hombres en favor del conjunto de la humanidad con vistas a realizar en ésta un determinado designio de salvación. Toda esta historia está dirigida a un término que esclarece y da sentido a todas sus etapas» (Y. CONGAR, Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados dogmáticos en «Concilium nº 11 [1966]6). Con esta convicción está relacionado el redescubrimiento de la escatología como determinante del transcurso de la historia; la escatología desempeña el papel principal en toda una corriente de la teología moderna.
10. Las diferentes clases de interpretación registradas en la historia de la exégesis del Apocalipsis pueden reducirse a tres grupos principales: la de historia del fin (escatológica), la de historia del tiempo y la de historia del mundo y de la Iglesia. Esta última se ha abandonado ya, exceptuadas algunas sectas; la interpretación más seguida hoy presenta una asociación de interpretación de historia del tiempo y de interpretación de historia del fin (escatológica), por lo cual es la que mejor toma en consideración la circunstancia de haberse escrito el Apocalipsis en primer lugar para su tiempo («escrito ocasional») y de haber venido a ser luego, mediante su adopción en el Canon, un libro para todos los tiempos.
11. Con la adecuada interpretación se ha ido reconociendo cada vez más el contenido teológico del Apocalipsis. Comprende no sólo enunciados doctrinales sobre cuestiones de la escatología; la teología en sentido estricto, la cristología, la pneumatología y la demonología se desarrollan no menos ampliamente en el último libro de la Biblia en forma figurativa intuitiva, que tiene afinidad con el lenguaje figurado de Jesús. No menos digna de consideración que el contenido teológico es la concepción fundamental, en base a la cual se desarrolla este contenido. Todo se enfoca desde el punto de vista de que Dios asume toda su soberanía en la creación; en función de la consumación de la soberanía de Dios al fin del mundo se capta e interpreta teológicamente el entero transcurso de la historia y toda la realidad del mundo.

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INTRODUCCIÓN (1,1-20)

1. TITULO DEL LIBRO Y BIENAVENTURANZA (1,1-3)

1 Revelación de Jesucristo que Dios le dio para mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en seguida, y él la manifestó a su siervo Juan, mediante el ángel que le envió.

Al último libro del canon neotestamentario se da el nombre de Apocalipsis, es decir, «revelación», pues en él se revelan realidades que el hombre no puede alcanzar por sí mismo mediante experiencia ni reflexión, y que sólo puede conocer si le son reveladas. En la fase preparatoria del tiempo de salvación, Dios había hecho decir a su pueblo por medio de profetas cuáles eran en cada caso sus intenciones para con él, cómo debía éste entender su historia; en el punto culminante del tiempo de salvación «habló por el Hijo... él es el reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (Hb 1,2s).

El profeta viene a serlo por llamamiento; como en el Antiguo Testamento, por Yahveh (cf. Is 6,8ss; Jer 1,4ss; Ez 1,1 ss), así el profeta neotestamentario Juan (22,9) es llamado por Jesucristo ( 1,9-20); de él recibe también lo que tiene que anunciar («revelación de Jesucristo»). El mensaje de Cristo glorificado es, como lo era también su predicación durante su vida terrena, revelación de Dios, que él había recibido del «Padre» (Jn 12,49; 14,10; 17,8).

Al igual que la «palabra de Yahveh» (Os 1,1; J1 1,1), que fue dirigida a los profetas veterotestamentarios, la profecía neotestamentaria -como tal se designa el Apocalipsis (1,3)- no es en primer lugar y propiamente predicción de hechos futuros con indicación del lugar y del tiempo, sino notificación de instrucciones divinas en forma de exhortación, amenaza y promesa, que están relacionadas con determinadas situaciones y experiencias históricas y deben ayudar a comprenderlas y dominarlas. Al mismo tiempo, procesos históricos vienen interpretados constantemente a partir del hecho primigenio por el que vienen determinados en cuanto a su contenido y su dirección, a saber, por la necesaria referencia de todo ser a Dios como a su origen y a su fin.

En la perspectiva de Dios, todo futuro, próximo o remoto, es un «en seguida» (cf. 2Pe 3,8; Sal 90[89]4). En el género literario profético, que por lo regular diseña en una superficie sin la dimensión de profundidad, con lo cual borra sobre todo la perspectiva de tiempo, «en seguida» queda reducido casi a una expresión simbólica, que manifiesta la certeza absoluta del acontecer y conforme a ello quiere suscitar en los interesados una prontitud vigilante; enfocado juntamente con el «debe» o «ha de», que caracteriza el plan salvífico de Dios, inmutable a despecho de todas las resistencias, quiere aportar a los destinatarios del Apocalipsis consolación y confianza en la aflicción. Estos son llamados «sus siervos», porque conocen a Dios como el Señor absoluto del mundo y de su historia, y como tal lo reconocen personalmente para sí mismos. Aquí se dirige la palabra no sólo a ellos, sino juntamente con ellos a todos los que participan de esta fe; se trata de mostrarles el plan de Dios sobre el mundo, que ningún hombre puede descubrir por sí mismo, ni con especulación filosófica sobre la realidad de las cosas, ni con reflexión sobre la profundidad de su propio yo. La revelación de Dios viene al hombre exactamente por el camino contrario; Juan llega, como veremos, en el éxtasis, es decir, en una elevación por el Espíritu de Dios por encima de la estrechez del yo, de sus posibilidades y limitaciones, al conocimiento de las intenciones y caminos de Dios con respecto al mundo y al hombre, que en este estado de elevación por encima de sí mismo se le mostraron en múltiples y variadas imágenes («todo cuanto vio», 1,2) para que las transmitiera a la Iglesia.

Así pues, lo que él presenta en su escrito es revelación; este hecho debe ser garantizado. La garantía viene aportada mediante indicación del camino por el que le llegó la revelación: Dios-Jesucristo-un ángel-Juan; por esta cadena de tradición, que va desde la fiabilidad del origen hasta la fiabilidad del último eslabón, queda asegurado el contenido; esto es por lo demás una presentación gráfica muy intuitiva del hecho de que el principio de la tradición puede ser la única forma de transmisión de la revelación y de la razón por que lo es.

En la cadena de tradición se intercala todavía un ángel como intermediario entre Jesucristo y Juan, como en el Antiguo Testamento se refiere con frecuencia de Yahveh, el Señor elevado al trono del Padre se sirve de un ángel para comunicar su mensaje; la gloria y el poder del ser de Dios, cuya manifestación inmediata no es capaz de soportar el hombre (cf. Ex 33,20), se da a conocer en los ángeles bajo revestimiento humano (cf. Lc 2,9); con este resplandor de la gloria de Dios se acreditan como enviados por él.

Los ángeles y los demonios en el Apocalipsis tienen un papel importante, el hombre aparece como colocado entre estos poderes espirituales y consiguientemente ante la decisión entre el bien y el mal. Los ángeles de la revelación tienen en el Apocalipsis (4,1; 10,1ss; 17,1.7.15; 19,9; 21,9; 22,9) la misión de mostrar al vidente las imágenes como garantía de que la visión no es una ilusión de los sentidos del hombre, sino que ha sido causada por Dios; a veces también le explican el contenido de realidad de un símbolo no fácil de comprender por sí mismo.

2 Juan da testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo: de todo cuanto vio.

El quehacer que incumbe a Juan como a «siervo» de Jesús es el servicio del testimonio; tras esta función de dar testimonio desaparece totalmente su persona. Su testimonio a su vez reposa en el testimonio de Jesús mismo, que es «el testigo fidedigno» (1,5); su nombre (expresión de su ser) es, por eso, también «fiel y veraz» (19,11). Puede, en efecto, testimoniar, con fiabilidad, la «palabra de Dios» porque conoce al Padre (Mt 11,27), y así habla por visión directa de eso que testimonia (Jn 3,11.31s); por su «testimonio de la verdad» (Jn 18,37) fue a la muerte. La «palabra de Dios», cuyo testimonio da Jesús, contiene junto a su testimonio sobre Dios también el testimonio de Dios sobre Jesús (Jn 5,32.37; 8,18). El Apocalipsis es incluso, como veremos, ante todo y sobre todo la interpretación o exposición de la persona y de la obra de Jesús en cuanto a su significado para la historia del mundo.

3a Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan lo escrito en ella.

Después de haberse dado en la inscripción todos los datos necesarios sobre el origen, el contenido y el modo de la revelación, como también sobre su transmisión y su receptor, termina Juan su prólogo con una felicitación al lector y a los oyentes; así da por supuesto que la «revelación de Jesucristo» se lee públicamente a los fieles en la asamblea cultual; la transmisión se efectúa por tanto a través de Juan a las cristiandades. En la lectura pública de la «palabra de Dios», registrada por un testigo autorizado, se hace presente eficazmente entre los fieles la oferta de salvación en forma de comunicación y de exigencia. A aquellos que con prontitud interna la toman en serio y la hacen fructificar (cf. Lc 11,28) se aplica la primera de las siete bienaventuranzas del Apocalipsis (cf. 14,3; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7.14).

3b Pues el tiempo está cerca.

A fin de subrayar lo apremiante del llamamiento contenido en esta bienaventuranza se halla, como un signo de exclamación al final del prólogo, el recuerdo y advertencia de la brevedad del tiempo de que todavía se dispone.

En el «cerca» se reasume el sentido contenido en el «en seguida» (1,1). Con la primera venida de Cristo adquirió el tiempo, en sí mismo y para los hombres, una nueva modalidad de ser; en Cristo fue el tiempo envuelto en la eternidad; con la «plenitud del tiempo» (Gál 4,4) se dio también a conocer la propia plenitud de sentido de todo tiempo (cf. Ef 1,9s), que en su segunda venida se manifestará abiertamente. El tiempo intermedio no posee ya un centro de gravedad en sí mismo; una vez que con él llegó «la etapa final de los tiempos» (lCor 10,11), su significado se cifra en su orientación hacia el despuntar de «el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6.10; 2,16), que no conoce ya ocaso. La exhortación a una prontitud vigilante y el motivo de fortalecimiento y consolación que impregnan todo el Apocalipsis, se compenetran en este llamamiento.

2. INTRODUCCIÓN EPISTOLAR (1,4-8)

4a Juan, a las siete Iglesias que están en Asia...

Como al Evangelio de Juan (Jn 1,1-18), también al Apocalipsis se antepone una introducción, que a manera de prólogo indica el tema e insinúa variaciones según los diferentes motivos. Dado que Juan había concebido su escrito como destinado a ser leído en público en la asamblea cultual (1,3), da al prólogo la forma de un sobrescrito según el tenor corriente en la antigüedad: Menciona al remitente y a los destinatarios y transmite su saludo (cf. las introducciones de las cartas neotestamentarias, en particular Sant 1,1).

El remitente se llama por su propio nombre, Juan, sin ningún aditamento; da por supuesto que es conocido de los destinatarios y que goza de autoridad en las Iglesias de Asia Menor; en 1,1 se había designado ya como siervo de Jesucristo, como suele hacerlo también Pablo en las introducciones de sus cartas (Rom 1,1, etc.; cf. también Sant 1,1; 2Pe 1,1; Jds 1); había subrayado también su elección y designación para dar «testimonio» (1,2): el encargo de servir y la prontitud para prestar servicio ocupan el primer plano en la persona del que ha sido llamado. Como destinatarios se mencionan siete Iglesias concretas de la provincia romana de Asia (Asia Menor occidental), que luego se designan por sus nombres (1,11). El número siete juega en el plan del Apocalipsis el mismo papel que la planta en la construcción de un edificio; las siete cartas van seguidas (2,1-3,22) de otros tres septenarios, en los que están reunidas por orden las visiones de futuro: los siete sellos (6,1-8,2), las siete trompetas (8,2-11,19), las siete copas (15,1-16,21). Esta estructura debe su origen al significado simbólico que el número siete tenía en el sistema numérico de la antigüedad. El siete se empleaba como signo de lo acabado, de la integridad y de la plenitud. Así pues, en el número siete de las iglesias de Asia Menor se oculta el conjunto de las iglesias de Jesucristo en Asia, como en el mundo entero. En este libro se trata de la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos.

4b Gracia y paz a vosotros de parte de aquel que es, que era y que ha de venir...

La fórmula de salutación «Gracia y paz» se halla en casi todas las cartas del Nuevo Testamento; este tenor se remonta sin duda a Pablo, que reunió en él el saludo corriente del mundo griego khaire (¡salud!) con el de los pueblos semíticos shalom (paz) y los reinterpretó en sentido cristiano; «gracia y paz» traducen la quintaesencia de la salvación en Jesucristo. Tal salutación pone más allá del mero deseo una acción eficaz (Mt 10,12s; Lc 10,5s); la salvación que se desea a alguien se hace realidad en el saludado. Por esta razón en la ordenación sacerdotal se transmite expresamente la potestad de bendecir. Ahora bien, quien imparte bendición no es nunca el hombre, sino siempre Dios mismo; en tres fórmulas solemnes, que corresponden a la triple forma en que Dios se dio a conocer en la historia de su revelación, viene aquí traducido su nombre. A la persona del Padre se aplican aquí los tres predicados soberanos que expresan la esencia de Dios en su trascendencia y al mismo tiempo en su historicidad. El primero hace claramente referencia a la revelación de Dios en la zarza ardiente y al nombre de Yahveh (Ex 3,14); Dios es el que es siempre y en todas partes; ya en el judaísmo tardío se interpretó el nombre de Yahveh como referencia a la eternidad imperecedera de Dios, lo que aquí se destaca expresamente con el predicado que se añade en segundo lugar: «que era». El tercer predicado asocia -indicándolo claramente con la substitución de «será» por «ha de venir»- al Dios trascendente con la historia de su mundo, en el que él se manifestará un día como su conductor y soberano en toda la plenitud de su gloria. El ser divino viene presentado en un arco de la mayor envergadura, que arranca de la intemporalidad, pasa por los comienzos de todo ser creado y el sucesivo y cambiante acontecer dentro del espacio y del tiempo, para rematar en el punto final, que Dios le pondrá en el juicio y en la consumación 12,

4c...y de parte de los siete espíritus que están ante su trono...

De manera semejante, el cumplimiento de la bendición deseada se hace depender «de los siete espíritus»; como las siete iglesias simbolizan la Iglesia entera, así también los siete espíritus simbolizan la plenitud del espíritu, su perfección sin medida ni límites (cf. también Is 11,2). El estar «ante el trono de Dios» expresa plásticamente lo que más adelante (4,5; 5,6) se formulará con mayor claridad en la expresión «los siete espíritus de Dios»; se trata del Espíritu Santo, que es también el único al que conviene el atributo: la plenitud del Espíritu, el Espíritu perfecto 13. Es el mismo Espíritu que también en las siete Iglesias hace oír la palabra de su Señor Jesús (cf. 2,7.11.17.29; 3,6.15.22).
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12. «Al final de la revelación bíblica, el Apocalipsis da al Señor, que va a realizar su supremo «desvelamiento» para esta tierra, ese título compuesto que hay que leer como si fuese un solo nombre: «Él es, él era, él viene.» Este nombre responde al nombre de Moisés; aquí como allí Dios se designa a sí mismo como el sujeto soberano de la historia sagrada, cuya «naturaleza» se revela en y por lo que él es y hace por nosotros» (Y. CONGAR, Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados dogmáticos en «Concilium», nº 11 [1966] 8-9.)
13. El hecho de aparecer «los siete espíritus» en un mismo plano con Dios y con Jesucristo y de la misma forma que ellos como origen del bien, es un argumento contra su interpretación como seres angélicos superiores; interpretación sostenida por J. MICHL.
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5a ...y de parte de Jesucristo, el testigo fidedigno, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra.

Sólo en tercer lugar se menciona a la segunda persona de la Trinidad divina, Jesucristo, y de nuevo con tres predicados se trae a la memoria su aparición como hombre en condición humilde, su obediencia al encargo de revelación del Padre hasta la muerte (cf. comentario a 1,3), y su glorificación con la resurrección y la elevación al trono del Padre para reinar sobre todos los poderosos de la tierra, y así sobre todo su figura de Redentor. La vida terrena de Jesús viene caracterizada en su conjunto como un acto de dar testimonio; Jesús es la revelación de Dios no sólo en el sentido de una información sobre el ser y obrar de Dios, sino como comunicación de Dios mismo a los hombres en la figura de un hombre; no sólo su palabra, sino él mismo, en manifestación y en obra, es el testigo fiel y veraz (cf. 3,14). En él, Dios ofreció a los hombres su palabra, la plenitud de su revelación, y la garantizó absolutamente, pues Jesucristo es la palabra de Dios (19,11) en persona y así merece una fe absoluta, incondicional. Se llama «el primogénito de los muertos» (cf. Col 1,18; lCor 15,20), porque él fue el primer hombre al que la muerte no pudo retener; y como tal no es el único y el último, sino el primero «de los muchos»; su resurrección es promesa para todos, es el principio de una nueva creación de Dios (cf. 3,14), en la que todo está ordenado a renacer de la caducidad y de la muerte, vivamente representado y garantizado en la realidad del Resucitado. La glorificación de Jesús, que comienza visiblemente con su resurrección, posee un significado determinante no sólo para los hombres, sino también sobre todo para la entera historia universal; elevado al trono del Padre, ha entrado a reinar con Dios sobre el universo (cf. 4,8-5,13s), soberanía de la cual, conforme al especial ángulo visual del Apocalipsis, se destaca aquí expresamente su suprema soberanía sobre los potentados políticos de la tierra (cf. 17,14; 19,16). En la profesión de la omnímoda soberanía de Jesús resuena el motivo de la esperanza, la consolación, los alientos para la Iglesia en la persecución, que se insinúa desde un principio y se repite constantemente en el libro.

5b Al que nos ama y al que nos libró de nuestros pecados con su sangre, 6 y de nosotros hizo un reino, sacerdotes para Dios, su Padre: a él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Las tres declaraciones de soberanía desembocan en una triple alabanza de Jesús y de su obra, en la que también se indica lo que él significa para nosotros. El que fue elevado al rango de soberano omnímodo no se ha distanciado por ello de los suyos en una majestad inaccesible, sino que sigue siendo uno con ellos por la grandeza divina de su amor. En este amor ejerce también el poder sobre los suyos y para los suyos, una vez que como hombre se reveló como un amor que es más fuerte incluso que la muerte (Jn 15,13; cf. Jn 3,16). En efecto, con la entrega de su vida -la sangre es aquí símbolo de la vida (cf. Lev 17,11) llevó a cabo la liberación del poder del pecado, el pago de la deuda de los hombres ante Dios, y les facilitó de nuevo a ellos el acceso a Dios, que se amplía en forma de una elección jamás sospechada, por la que alcanza cumplimiento una promesa de tiempos pretéritos (Ex 19,6).

El que nos rescató del poderío del pecado no nos convierte en súbditos, sino que nos constituyó en soberanos juntamente con él en la tierra. Donde se hallan sus redimidos está presente por medio de ellos su omnímoda soberanía en medio de este mundo, pues ellos lo conocen en la fe y siguen el ejemplo de su amor. Donde la Iglesia existe de manera tan viva, allí está el reino de Dios y actúa en dirección hacia su forma plena y perfecta prometida para un día venidero, el soberano omnímodo se halla en medio de su comunidad, y en sus miembros está presente en este mundo, aunque de momento la apariencia externa, el desprecio y la persecución de sus seguidores por parte del mundo haga suponer exactamente lo contrario. Quien ha sido hecho partícipe de la omnímoda soberanía del Señor glorificado, tiene también participación en su sacerdocio eterno, que en el Nuevo Testamento está descrito como sacerdocio regio (lPe 2,9; cf. también Heb 5,6; 7,17.21). Su muerte redentora por los hombres fue su ministerio sacerdotal delante de Dios (Heb 9,11s).

De la participación de los fieles en su ministerio sacerdotal ante Dios se sigue también la adopción de sus sentimientos sacerdotales para con Dios (Heb 10,8-10), como también la de su disposición para prestar el servicio de mediador entre Dios y el mundo (Heb 5,1s; 7,24s). Estas altas distinciones confieren además a los fieles de Cristo su absoluta confianza en Dios (Heb 10, ]9-21) 14 y frente al mundo (cf. Jn 16,32). Los predicados de soberanía, tales como la gloria y el poder, que en 1,5-6 se reconocen al Señor exaltado, se repiten al final como alabanza dirigida a él en una fórmula de confesión y se refuerzan con el término hebreo de confirmación «amén».

7 Ved que viene con las nubes. Y lo verán todos, incluso los que lo traspasaron. Y por él se lamentarán todas las tribus de la tierra. Sí. Amén.

Su gloria y su poder actualmente ocultos resplandecerán un día ante el mundo entero; en efecto, este Jesús del que escribe Juan, «viene». Aquí se indica el tema del libro. Suceda lo que suceda, en todos los horrores de la historia, aun en los mayores, y en las más tremendas calamidades de la humanidad, que luego se describen con imágenes apocalípticas, se anuncia ya su venida, y el mundo vive las señales precursoras de la hora de su juicio. Así, la pregunta dirigida por la humanidad al futuro, si se plantea debidamente, no deberá ser: «¿Qué viene?», sino: «¿Quién viene?» Con dos imágenes veterotestamentarias se concreta más en detalle el que ha de venir y se proclama el significado de su venida para el mundo. La referencia a la visión del profeta Daniel, la imagen del Hijo del hombre al que viene conferido el señorío universal y eterno (Dan 7,13s) caracteriza al que viene como Señor y juez del mundo (cf. Dan 7,26). El texto de Zacarías (Zac 12,10), que en el relato de la lanzada se cita como objeto de reflexión (Jn 19,37), subraya aquí la idea de que aquel a quien todos reconocen por fin como su juez, es el crucificado. Ahora bien, esta convicción y el arrepentimiento de los que se hicieron culpables para con él vienen demasiado tarde, y los gritos de lamentación «por él» sólo puede ser expresión de la condenación que prevén ya anticipadamente. La primera venida en humildad viene a dar, a través del Calvario, en la segunda venida en gloria y en poder, del juez del universo. La certeza absoluta de este acontecimiento se corrobora al final con un doble «sí» (en griego y en hebreo).
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14. A. FEUILLET hace notar la indiscutible afinidad teológica entre el Apocalipsis y la carta a los Hebreos que, según él, merece tomarse en consideración.
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8 Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que ha de venir, el todopoderoso.

Dios mismo pronuncia la última palabra de la introducción. Así como el alfa y la omega se hallan respectivamente al principio y al fin del alfabeto griego, así Dios, que abarca en unidad el pasado, el presente y el futuro, se halla al principio de todo lo que existe como el creador, en la historia de la humanidad como el salvador y el juez, y al final de la historia universal como el consumador; en una palabra: él es el «todopoderoso». Como tal, es también la última razón de la certeza de que al final de los tiempos vendrá en la figura gloriosa del crucificado, con el corazón traspasado.

3. VISIÓN INAUGURAL (1,9-20)

9a Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constante espera de Jesús...

Un profeta no habla en nombre propio; tiene necesidad de ser enviado y legitimado por Dios para anunciar su palabra. Así como en el caso de los profetas del Antiguo Testamento, también Juan experimenta un llamamiento especial, cuyas circunstancias se describen aquí. Con la designación y misión por parte de Dios se da naturalmente también la autoridad para con aquellos que son objeto del encargo; de la misma manera, tal encargo para el que uno es llamado por Dios, en cuanto a su contenido y su ejecución es independiente del conocimiento y de la idea humana, así como de la apreciación personal; en efecto, el prestigio del que es llamado, al igual que su autorización y su legitimación no estriba en su personalidad, sino el encargo para el que ha sido designado y en virtud del cual él puede exigir que se le tome en serio y se le acepte en su ministerio. Por esta razón, tampoco el ministerio en la Iglesia crea, como sucede con frecuencia en el mundo, una relación de superior y súbdito, pues en la Iglesia tienen todos un único Señor, al que están subordinados, Jesucristo; ahora bien, entre sí son ellos mismos «hermanos» (Mt 23,8). Así pues, también Juan se presenta con el nombre de hermano a aquellos a quienes se dirige por encargo de su común Señor. Con todos comparte la misma gracia de la elección por Dios, así como la misma suerte en el mundo. Cierto que ahora tiene ya, aunque todavía invisiblemente, participación en la realeza de su Señor glorificado, pero mientras están en la tierra tienen que compartir primero con él la suerte que el mundo le había deparado (Mt 10,38s; 16,24; 24,9; Jn 15,20; 16,33). La «tribulación» en el mundo ha sido predicha a la Iglesia como su estado normal, y la experiencia de la historia muestra que al ceder esta tribulación de fuera, las más de las veces decrecen también la concordia y la paz dentro de la Iglesia; en cambio, los males que amenazan en común consolidan la unión fraternal, como también en la persecución da valiente prueba de sí la fidelidad a la fe de los fieles en particular en virtud de la espera confiada del Señor que ha de venir, con cuya venida la participación en su señorío regio será para ellos una experiencia beatificante.

9b...estuve en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús.

La tribulación de Juan tiene su forma especial, así como su razón especial. Él había proclamado la palabra de Dios en la provincia de Asia, dando testimonio de la salvación y ofrecida por Dios a los hombres y operada por medio de Jesucristo (cf. Act 1,8;4,33; 5,32). Para hacerlo enmudecer como misionero y para privar de su apoyo a las comunidades cristianas de Asia Menor, había sido desterrado de la tierra firme y conducido por la fuerza a la pequeña isla rocosa de Patmos, de 40 km2 de extensión, al oeste de Mileto. La primera persecución cristiana que alcanzó también a Asia fue la que tuvo lugar bajo el emperador Domiciano en 95-96; en ella se produjo el primer choque del cristianismo con el imperio romano por causa del culto al emperador (exigencia de prestar honores divinos al genio del imperio romano representado por el emperador). Según parece, la persecución no está plenamente en marcha, pero en el destierro de Juan proyecta ya anticipadamente sus sombras. Al que a los ojos de los hombres estaba privado de toda influencia para la Iglesia de entonces, el Espíritu de Dios hace de él, en su lugar de destierro, su instrumento especial, por el que él mismo (cf. comentario a 2,7) viene en socorro de la Iglesia contra la oposición de los poderosos en el mundo.

10a Fue arrebatado por el Espíritu el día del Señor...

Sucedió un «día del Señor», un domingo -la celebración del primer día de la semana, día de la resurrección de Jesús, con el banquete eucarístico había venido ya a reemplazar el sábado judaico (Act 20,7; lCor 16,2)-, que el Espíritu de Dios vino sobre Juan para constituirlo en vidente y pregonero profético de la palabra que Jesús quería que llegase a su Iglesia. El estado extático, en el que Juan recibe su llamamiento y se le muestra también el mensaje en imágenes (visiones), lo explica él mismo como un verse lleno del Espíritu de Dios; su espíritu humano, sin perder la conciencia, queda capacitado, de esta manera, para recibir conocimientos que por naturaleza le son inaccesibles. El espíritu humano debe ser primeramente abierto por el Espíritu de Dios y elevado por encima de sus posibilidades, si ha de percibir y comprender una revelación divina; por esta razón también la potencia y el acto de la fe es efecto del Espíritu de Dios, es gracia.

10b ...y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, 11 que decía: «Lo que ves, escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardes, a Filadelfia y a Laodicea.»

La primera visión comienza con una experiencia auditiva: detrás del profeta arrobado, un voz -por tanto, no en él mismo- cuya fuerza le afecta como un toque de trompeta, lo interpela. Lo fuerza a volverse para ver quién le habla y le comunica el encargo. Esta vivencia le sobreviene de forma totalmente inesperada; el encargo mismo estaba fuera de su campo visual, ya que su ejecución tenía que parecer imposible desde el punto de vista humano; en el auténtico profetismo no hay acuerdo psíquico con uno mismo. Juan tiene que escribir lo que le viene mostrado y enviar los apuntes a siete iglesias determinadas. Jesús había ordenado a los apóstoles proclamar el Evangelio mediante predicación oral; este encargo lo vemos ahora extendido también a la proclamación por medio de la palabra escrita. La palabra de Dios que Juan ha de transmitir por escrito, se le mostrará en imágenes; el lenguaje figurado era también el medio preferido por Jesús mismo en su predicación. La palabra de Dios puede ser no sólo oíble, sino que de esta manera había de hacerse también visible, ya que el ver, y hasta meras representaciones visuales, son las formas más sugestivas y eficaces de percepción humana. Si bien la verdad de revelación sobrenatural sólo puede hacerse accesible a la vista en imágenes analógicas, por lo cual la transmisión de la revelación debe operar siempre con la conjunción comparativa «como», sin embargo, este medio conduce más fácil y eficazmente que una idea sin relieve, a una comprensión más profunda. Cierto que en las parábolas de Jesús, como también en el Apocalipsis, sólo se produce un conocimiento analógico, pero tampoco el lenguaje en conceptos mentales alcanza inmediatamente el contenido de la revelación, ni lleva más allá de un conocimiento comparativo. Ni siquiera la palabra de Dios hecha visible para el ojo humano en la persona de Jesús mostró la realidad de Dios inmediatamente al espíritu humano, sino que sólo la acercó un tanto en la refracción a través del campo de experiencia humana. Por esta misma razón también Juan puede reproducir lo que se le mostró en el éxtasis únicamente en formas visuales que le son familiares, o que tampoco son extrañas a aquellos a quienes debe transmitir lo que ha visto como una misiva de Dios mismo (cf. 2,1; 2,8; 2,12, etc.). Veremos cómo Juan realiza esto preferentemente con imágenes y palabras del Antiguo Testamento, en las que «habló Dios antiguamente a nuestros padres» (Heb 1,1).

12 Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Y, vuelto, vi siete candelabros de oro...

Cuando Juan se vuelve, tiene su primera visión; ésta le muestra al Señor Jesús glorioso (v. 13), tal como está presente en la tierra en medio de su Iglesia. Salta a la vista lo que esta visión tiene de consolador para una Iglesia perseguida.

Los siete candelabros de oro se explican al final de la visión (1,20) como símbolos de las siete Iglesias a las que va dirigida la misiva. En el templo de Jerusalén lucía el candelabro de oro de siete brazos como símbolo del pueblo de Dios veterotestamentario. Los candelabros son del metal más precioso, de oro; en el Apocalipsis aparece siempre el oro, junto con las perlas, las piedras preciosas y el cristal, como la materia de que está formado el cielo (cf. 4,4; 21,15.18.21). El oro de los candelabros indica también aquí que la Iglesia, como comunidad de «santos,» es decir, de elegidos por Dios y para Dios (como tales se designa a los cristianos en la mayoría de las cartas paulinas: Rom 1,7; lCor 1,2; 2Cor 1,1; Ef 1,1; Flp 1,1; Col 1,2), se halla ya en este mundo realmente, y no sólo como mera expectativa de futuro (2Cor 5,1; Col 1,5; lPe 1,5), en conexión con el cielo de Dios (cf. Flp 3,20). La esencia interna de la Iglesia como la comunidad de Jesucristo agrupada en torno a su Señor glorificado, para estar vivificada, guiada y regida por él, difícilmente podría mostrarse más claramente y representarse de manera más eficaz que con esta imagen de los candelabros de oro. Es también altamente probable que con ella se exprese también la misión de la Iglesia en el mundo; recuerda, en efecto, el dicho del Señor acerca de la luz sobre el candelero (Mt 5,14-16) y las comparaciones tomadas de la luz con las que los apóstoles describen el comportamiento de los cristianos en el mundo (Ef 5, 8; lTes 5,5; lPe 2,9; lJn 1,7; 2,9).

13 ...y en medio de los candelabros, a uno semejante a Hijo del hombre, vestido de túnica talar y ceñido a la altura del pecho con un ceñidor de oro. 14 Su cabeza, o sea, sus cabellos, eran blancos como blanca lana, como nieve, y sus ojos, como llama de fuego, 15 y sus pies, semejantes a bronce brillante, como incandescente en el horno, y su voz como estruendo de muchas aguas.

La figura en que el Señor es contemplado por Juan en medio de su Iglesia recuerda al «Hijo del hombre» en Dan 7,13 (cf. comentario a 1,7); según los Evangelios, Jesús se aplicó con preferencia este nombre para expresar su misión mesiánica; en Daniel aparece el Hijo del hombre como aquel al que «se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); el Hijo del hombre glorificado es el Señor de su Iglesia. La túnica talar y el ceñidor de oro eran distintivos de los sacerdotes y de los reyes. El Hijo del hombre, como el sumo sacerdote de Israel, ejerce su poder como mediador para con Dios (cf. Heb 7,24s). También la continuación de la descripción está tomada del libro de Daniel, concretamente de la figura del «anciano de días» (Dan 7,9); el blanco resplandeciente es el color de la glorificación en el cielo. Cuando el Apocalipsis traslada sin más la figura del «anciano de días» al «Hijo del hombre», significa con ello que Dios mismo aparece en Jesús glorificado; conforme al modelo de Daniel, también los atributos divinos de eternidad y omnisciencia («ojos como llama de fuego») son destacados especialmente en este «Hijo del hombre».

La mirada penetrante es un requisito para el oficio de juez, que más adelante se le asignará con la imagen de la «espada aguda de dos filos» (v. 16). La impresión de firmeza y de poder que dimana de todo el cuadro se reproduce con la descripción de los pies; éstos, duros como bronce precioso y llenos del resplandor celestial, simbolizan la omnipotencia del divino triunfador, al que ningún poder de la historia detiene y retrae de su camino, ante cuya sentencia judicial deberán todos un día doblegarse. A la figura sobrehumana y superpotente cuadra también su voz; su fuerza viene representada gráficamente con la imagen del estruendo de las olas encrespadas, como sin duda lo había experimentado Juan en la estación invernal en Patmos (cf. también Sal 29 [28] 3-5). A nadie puede pasar inadvertida esta voz, su orden de mando se impone.
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16. Sobre la espada como símbolo de la palabra de Dios que juzga, cf. Is 14, 4: Hb 4,12.
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16a Y tenía en su mano derecha siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos...

El soberano lleva en su mano derecha siete estrellas, símbolo de su poder de jurisdicción, como en otro tiempo los emperadores y reyes llevaban el globo imperial, que al final de la visión están (1,20) interpretadas como «los ángeles de las siete iglesias», es decir, como enviados de Dios encargados de dirigir las iglesias, sin duda los prepósitos que en nombre de Jesús desempeñan el ministerio de la dirección 15. En esta figura se simboliza, aparte de la protección y seguridad que el Señor les ofrece, sobre todo su dominio sobre ellos, que además, con la espada que sale de su boca, se especifica en el sentido de que ellos, como responsables ante él y con todo rigor -la espada es de dos filos- deberán rendir cuentas en el juicio venidero.
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15. Quiénes hayan de entenderse en concreto bajo la designación de los «ángeles de las iglesias» sigue todavía controvertido en la exégesis. Se proponen: los ángeles custodios de las iglesias (Boismard, Bonsirven); las comunidades personificadas (Bousset, Charles. Lohmeyer, Ben); los jefes responsables de las iglesias (Strack-Billerbeck, Zahn). E.B. ALLO supone un simbolismo a varios niveles; según él, el ángel simboliza el espíritu de la respectiva iglesia, encarnado en su jefe, el obispo.
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16b ...y su semblante era como el sol cuando brilla en su esplendor. 17a Cuando lo vi; caí como muerto a sus pies. Y puso su diestra sobre mí, diciéndome: «No temas.

La descripción se cierra con la reiterada alusión (1,14s) a la plenitud supraterrena de luz, que irradia de la aparición del «Señor de la gloria» (lCor 2,8), insoportable para ojos humanos, como una mirada al sol resplandeciendo en pleno mediodía. Como los tres discípulos en la escena de la transfiguración sobre la montaña de Galilea (Mt 17,6), cae Juan «como muerto» bajo esta impresión; el hombre se siente como aniquilado ante la esencia y potencia de Dios que se le revela (cf. Is 6,5; Ez 1,28).

El Señor hace volver en sí a Juan con las palabras tranquilizantes del Maestro, que eran familiares a un discípulo de Jesús. Si nos atenemos al pleno contenido de sus palabras, parece ser que éstas, juntamente con el gesto de la imposición de la mano, tienen un significado más profundo que va más allá de una mera reanimación; en efecto, las palabras de aliento van seguidas de una presentación de sí mismo tras la cual se confiere un encargo de misión a Juan, expresado con toda exactitud; con la imposición de la mano recibe éste sin duda la consagración profética (cf. Act 6,6; 13,3; lTim 4,14; 5,22; 2Tim 1,6).

17b »Yo soy el primero y el último 18 y el que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades.

El Señor se aplica a sí mismo palabras que anteriormente se habían dicho de Dios (1,8); él es eterno como el Padre, existe antes que el mundo entero, está por encima de su historia, y delante de él llegará ésta un día a su fin; «el que vive» es un nombre veterotestamentario de Dios, por oposición a los ídolos muertos. Luego prosigue la presentación aludiendo a su encarnación en forma expresiva; él compartió con nosotros la condición humana hasta la muerte y la superó también por nosotros con su resurrección a la vida eterna; como triunfador de la muerte vino a ser Señor sobre su esfera de dominio y sobre los que están aprisionados en ella, los muertos. Así, desde el comienzo mismo del libro que quiere incitar a la prontitud para la confesión de la fe hasta la muerte, aparece como la viva promesa de vida a todos los que en la persecución que se inicia han de morir por causa de su nombre; los que le pertenecen han hallado con él y en él el absoluto punto de referencia por encima de todo temor propiamente dicho, el temor por la existencia en vista de la muerte.

19 »Escribe, pues, las cosas que viste: las que son y las que han de ser después de éstas. 20 En cuanto al misterio de las siete estrellas que viste a mi diestra y de los siete candelabros de oro, las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros, las siete iglesias.»

Al profeta armado ya para su misión se le reitera el encargo (1,11) y se le expresa con precisión. Lo que se le ha mostrado en las visiones debe fijarlo por escrito y remitirlo reunido a las siete iglesias de Asia Menor y a sus prepósitos (cf. comentario a 1,16). Una declaración tocante al contenido anuncia que él será informado sobre el estado presente de la Iglesia («las cosas que son») y el transcurso futuro de la historia de la salvación («las que han de ser después de éstas»). A estas dos secciones responde la división del libro.

Presente y futuro están contrapuestos mutuamente como formas de vivencia del tiempo, aunque la estructura interna del tiempo quedó modificada substancialmente con la primera venida del Redentor. El tiempo se ha convertido en tiempo final, no sólo en el sentido de que está totalmente orientado a la segunda venida de Cristo, sino sobre todo por el hecho de que en su transcurso perecedero se hincó un germen de existencia eterna desde que el Hijo de Dios entró en él corporalmente y luego, en calidad de quien resucitó corporalmente, superó toda caducidad del tiempo. El futuro eterno comenzó ya con el establecimiento del reinado de Dios en el mundo y en los hombres. Este reinado ha venido a ser la verdadera fuerza motriz de la historia universal con vistas a su consumación final; entonces se pondrá al descubierto lo que había estado ya presente en todo el tiempo final (cf. Rom 8,18-25).