LOS
LIBROS CANÓNICOS
HISTORIA DEL CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
III. Historia del canon del Nuevo Testamento
4.
Los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta el siglo VI.‑
En el recorrido que hemos hecho de los diversos Padres, hemos podido observar
que, a fines del siglo IV y en el siglo V, todos los libros del Nuevo
Testamento, incluyendo también los deuterocanónicos, eran reconocidos como canónicos.
Sin embargo, hemos aludido a las dificultades por las que tuvieron que atravesar
ciertos libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta entrar
definitivamente a formar parte del canon. Vamos, pues, a hacer algo de historia
sobre esta cuestión.
a)
Epístola a los Hebreos.‑ En
Oriente nunca se dudó de su
canonicidad ni de su autenticidad paulina. La Epístola
de Bernabé parece conocerla ya (8, 1-2). Los Padres Panteno, Clemente
Alejandrino, Orígenes y Eusebio de Cesarea defienden su autenticidad[1].
También se encuentra en la versión siríaca llamada Peshitta.
En
Occidente, en cambio, los escritores
eclesiásticos parecen no conocerla hasta mediados del siglo IV.
Una excepción sin embargo, la encontramos en San Clemente Romano[2],
que probablemente alude a la epístola a los Hebreos 2,7; 3,1; 4,14; 5,1.5. No
se encuentra en el Fragmento de Muratori.
Para San Ireneo, la epístola a los Hebr no era de San Pablo, lo mismo que
para San Hipólito y Tertuliano, el cual la atribuye a Bernabé y la excluye
del canon. Tampoco la encontramos en los escritos de San Cipriano, lo cual
parece confirmar la práctica de la Iglesia de África, hacia mediados del siglo
III, atestiguada por Tertuliano.
Un
siglo más tarde, es decir, hacia fines del siglo IV, la mayor parte de los
escritores latinos la conocen y la reciben como canónica. San Hilario de
Poitiers (+368), por ejemplo, la considera como inspirada y canónica. San
Ambrosio de Milán la considera como escrita por el mismo San Pablo. El Ambrosiáster
(hacia 370), sea cual fuere su identidad, la considera como canónica, aunque no
paulina. Prisciliano (+385) la cuenta entre los libros canónicos. San Filastrio
de Brescia, en su obra Diversarum Hereseon
liber (hacia el año 383), da una lista en la que es omitida la epístola a
los Hebr; pero en otros lugares de esa misma obra habla de ella como un escrito
de San Pablo. También San Jerónimo defiende la autenticidad paulina de la epístola
a los Hebreos[3],
aunque menciona las dudas y vacilaciones de los escritores anteriores a él[4].
San Agustín, por su parte, admite al menos la canonicidad de la epístola a los
Hebr, y afirma que prefiere seguir la práctica de las Iglesias orientales, que
la tenían en el canon, aun cuando haya bastantes que la consideraban como
incierta[5].
b)
El Apocalipsis.‑ Hasta el siglo
III todos los escritores, tanto del Oriente como del Occidente, admitían el
Apocalipsis como canónico y auténtico. Así piensan Papías, San Justino, San
Ireneo, Tertuliano, Fragmento de Muratori,
San Hipólito Romano, Clemente Alejandrino y Orígenes. Solamente Marción
y el presbítero Cayo se atrevieron a rechazarlo.
Más tarde, sin embargo, a causa del error milenarista,
que se apoyaba en el Apocalipsis
(20,2‑6) para sostener dichas doctrinas, algunos escritores católicos
llegaron hasta negar la autenticidad apostólica del Apoc con el fin de echar
por tierra las doctrinas milenaristas. El primero de éstos fue San Dionisio
Alejandrino (+265), que, no pudiendo apoyarse en documentos históricos ni de
tradición, se VIo obligado a servirse de argumentos de crítica interna[6].
San Dionisio Alejandrino, aun obrando con la mejor buena fe, ejerció una
influencia nefasta sobre Eusebio de Cesarea, que incluso llegó a negar la misma
canonicidad del Apoc. Eusebio, a su vez, influenció a los demás escritores
palestinenses, a los antioquenos, y en especial a los sirios orientales, los
cuales no recibieron el Apoc hasta la versión Filoxeníana (año 508).
En
la segunda mitad del siglo IV todavía encontramos a San Gregorio Nacianceno y
San Cirilo de Jerusalén que no hacen uso del Apocalipsis. San Anfiloquio afirma
que algunos admitían el Apoc. San Juan Crisóstomo nunca cita el Apoc, y San
Jerónimo escribe que en su tiempo no era recibido por los griegos. Tampoco se
encuentra en el can. 60 del concilio Laodicense.
No
obstante esto, en el Oriente admiten el Apoc San Basilio Magno, San Gregorio
Niseno y San Epifanio. Más tarde, principalmente a partir del concilio de Trulo
II (año 692), los orientales volvieron a recibir el Apoc como canónico,
Solamente los nestorianos, bajo la influencia de Teodoro de Mopsuestia, lo
rechazaron.
La
Iglesia latina siempre consideró el Apoc como canónico y nunca surgieron dudas
de importancia acerca de su canonicidad.
c)
Epístolas católicas menores.‑ Son éstas
las epístolas de Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds, acerca de cuya canonicidad
y autenticidad hubo dudas durante varios siglos.
En
Oriente, especialmente en las Iglesias
de Alejandría y Palestina, todas estas epístolas suelen ser recibidas en el
canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, Orígenes (+254) nos refiere que
en su tiempo algunos negaban la autenticidad de la 2 Pe y de la 2‑3 Jn[7],
Eusebio de Cesarea (+340) coloca las cinco epístolas católicas menores entre
los escritos que él llama antilegómenos,
es decir, los escritos que no eran aceptados por todos[8].
San Anfiloquio (+ después de 394) duda de la canonicidad de la 2 Pe, 2‑3
Jn y Jds. San Gregorio Niseno (+394) sólo cita la 1 Pe y la 1 Jn. En cambio,
admiten todas las epístolas San Gregorio Nacianceno (+389) y San Epifanio. En
el papiro Bodmer VII‑IX (s. III), recientemente descubierto, se encuentran
la epístola 2 Pe y la de Judas, lo cual es de suma importancia.
Los Padres antioquenos también
dudan de las epístolas católicas menores. Apolinar de Laodicea cita solamente
la 1 Pe y la 1 Jn; Diodoro de Tarso alega únicamente la 1 Pe, 1 Jn y 2 Pe. San
Juan Crisóstomo y Teodoreto parece que omitieron la 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds.
Teodoro de Mopsuestia rechaza todas las epístolas católicas.
Entre
los Padres sirios encontramos
igualmente muchas vacilaciones acerca de estas epístolas. Afraates (+356) no
alega ninguna de las epístolas católicas. La Doctrina
de Addai tampoco las tiene. Un Catálogo
siríaco (hacia el 400) las omite también. San Efrén (+373), en la versión
griega de sus obras, cita todas las epístolas. Pero se duda que esta versión
represente su auténtico pensamiento; tanto más cuanto que, en las obras siríacas
que han llegado hasta nosotros, sólo alega la 1 Pe, la 1 Jn y probablemente
también Sant. La versión Peshitta sólo tiene Sant, 1 Pe y 1 Jn.
Por
lo dicho se ve que los Padres antioquenos y los sirios coinciden en no aceptar
como canónicas todas las epístolas católicas. Generalmente reciben las tres
que contiene la versión Peshitta: Sant, 1 Pe y 1 Jn. Los nestorianos
conservaron la versión Peshitta con su canon limitado de las epístolas católicas.
Sin embargo, al comienzo del siglo VI, las dudas sobre estas epístolas y el
Apocalipsis desaparecen. Por eso, Filoxeno, en su versión siríaca (año 508),
recibe las cuatro epístolas católicas menores y el Apocalipsis. Los griegos
también aceptaron el canon completo del Nuevo Testamento en el concilio Trulano
II (año 692), que conservan hasta hoy.
En
Occidente se manifiesta una mayor
fidelidad en conservar los escritos, que habían sido transmitidos como
procedentes de los apóstoles. Sin embargo, en el siglo III eran poco
conocidas las epístolas de Sant y 2 Pe, como se puede ver por los escritos de
Tertuliano y de San Cipriano. Un siglo más tarde son ya conocidas y admitidas
por San Hilario (+367). Se da, pues, una evolución progresiva en lo referente a
la autoridad de las epístolas católicas en Occidente. Esto mismo es confirmado
por las primeras decisiones oficiales de las Iglesias de África en los
concilios de Hipona (año 393) y III y IV de Cartago (años 397 y 419)[9];
y en Italia, por la carta de San Inocencio I (año 405) a Exuperio, obispo de
Tolosa[10].
Hacia
principios del siglo V las dudas desaparecen; pero aún hay autores que expresan
ciertas vacilaciones a propósito de nuestras epístolas. San Jerónimo
advierte, a propósito de la epístola de Sant: “Pretenden algunos que esta
carta haya sido escrita por otro bajo su nombre, aunque poco a poco haya ido
ganando en autoridad”. Y sobre la 2 Pe comenta: “La mayoría niega que esta
carta sea de él (de Pedro), teniendo en cuenta la diferencia de su estilo por
relación a la primera”. De la 2 y 3 Jn afirma: “Ambas epístolas son
atribuidas a Juan el presbítero”. Y, finalmente, de Judas dice: “Esta epístola
es rechazada por la mayoría; sin embargo, ha merecido autoridad a causa de la
antigüedad y del uso, y es contada entre las Escrituras Sagradas”[11].
Las dudas a las que alude San Jerónimo se refieren a las que habían agitado a
los escritores orientales y occidentales, que en su tiempo se consideraban ya
felizmente superadas.
5.
El canon del Nuevo Testamento después del siglo VI.‑ En el
siglo V se llega a un acuerdo completo entre los escritores latinos y también
entre los griegos sobre el número de los libros canónicos del Nuevo
Testamento. Por eso, desde el siglo VI en adelante todos los autores eclesiásticos
se mantienen unánimes ‑salvo rarísimas excepciones‑ en admitir la
canonicidad de los 27 libros del Nuevo Testamento. Entre esas raras excepciones
hay que contar a Junilio Africano (mediados del s. VI), que atribuía menor
autoridad al Apocalipsis y a las epístolas católicas menores. Cosme
Indicopleustes (hacia 547) no admite ninguna de las epístolas católicas ni el
Apocalipsis. Nicéforo Constantinopolitano (+829) considera como dudoso el
Apoc.
San
Isidoro de Sevilla (+636) recuerda las dudas que habían surgido a propósito
del origen apostólico de algunos libros del Nuevo Testamento: Hebr, Sant, 2 Pe,
2‑3 Jn. Pero él personalmente los considera como inspirados y canónicos.
En
la Edad Media todavía se advierten ciertas discusiones bastante esporádicas
acerca de la epístola a los Hebreos. Pero tanto Santo Tomás de Aquino (+1274)
como Nicolás de Lira (+1340) se declaran en favor de su autenticidad paulina,
haciendo desvanecerse las últimas vacilaciones. En el siglo XVI, Erasmo (+1536)
volvió a recordar las dudas que muchos Padres antiguos habían expresado a
propósito del origen apostólico de Hebr, Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Apoc. Él,
sin embargo, nunca puso en duda la canonicidad de dichos libros[12].
El cardenal Cayetano (+1534) fue todavía más lejos, pues no solamente dudó de
la autenticidad de esos escritos, sino también de su misma canonicidad. Los
libros dudosos para Cayetano eran: Hebr, Sant, 2‑3 Jn y Apoc. Para
defender su postura bastante extremista se apoyaba en la autoridad de San Jerónimo
y en el origen apostólico de los libros[13]:
como no constaba claramente del origen apostólico de Hebr, Sant, 2‑3 Jn y
Jds, Cayetano las considera de menor autoridad; y refiriéndose a la epístola
a los Hebr, concluye: “Quo fit ut ex sola huius epistulae auctoritate non
possit, si quod dubium in fide acciderit, determinari” (“por lo cual tenemos
que si consideramos esta carta –a los Hebreos- en sí misma, no podríamos
resolver con su autoridad, una eventual duda de fe que se nos apareciera”).
También
Lutero (+1546) y los protestantes siguieron criterios propios para juzgar de
la canonicidad e inspiración de los Libros Sagrados. Para Lutero, la autoridad
de los Libros Santos se ha de juzgar en conformidad con su enseñanza sobre
Cristo y sobre la justificación por la sola fe. Por este motivo excluyó del
canon la epístola a los Hebreos, la de Santiago, la de Judas y el Apocalipsis.
Pero no todos los reformadores le siguieron en esto. Carlostadio aceptaba todos
los libros del N. T. Zwinglio no admitía el Apoc. En cambio, Ecolampadio rechazaba
todos los libros deuterocanónicos.
El
concilio Tridentino reaccionó fuertemente contra las tendencias de Lutero y de
sus discípulos. En su decreto Sacrosancta,
del 8 de abril de 1546, definió solemnemente el canon de las Sagradas
Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. En adelante ya no hubo más
controversias entre los católicos acerca de la extensión del canon del Nuevo
Testamento.
6.
El canon del Nuevo Testamento en las
decisiones de la Iglesia.‑ A propósito de las decisiones de la
Iglesia sobre el canon del Nuevo Testamento, tenemos que decir casi lo mismo que
ya dejamos dicho sobre las mismas decisiones de la Iglesia acerca del Antiguo
Testamento (ver en documento aparte).
Las
primeras decisiones de la autoridad eclesiástica sobre el canon bíblico las
encontramos en tres concilios del norte de África: el concilio de Hipona (año
393), que nos ofrece el canon completo de la Sagrada Escritura; pero, al hablar
de las epístolas paulinas, tiene esta expresión: “Pauli apostoli epistulae
tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”[14]
(“las trece cartas de Pablo apóstol, y de él también una a los hebreos”),
en la que parece aludir a las dudas que habían surgido anteriormente entre los
autores eclesiásticos acerca de Hebr. Este mismo canon es dado por el concilio
III de Cartago (año 397)[15].
El concilio IV Cartaginense (año 419) presenta también el canon completo, pero
con esta diferencia, que en lugar de la frase “Pauli apostoli epistolae
tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”, dice más claramente: “epistolarum Pauli
apostoli numero XIV” (“de las epístolas de Pablo apóstol la número
catorce”. Y al final añade: “Quia a Patribus ista accepimus in Ecclesia
legenda” (“porque estos libros los hemos recibido de los Padres, para ser leídos
en la Iglesia”)[16].
El
mismo canon lo hallamos en una carta del papa San Inocencio I dirigida a San
Exuperio, obispo de Tolosa[17].
Al mismo tiempo, el Papa afirma que todos los libros apócrifos no sólo han de
ser rechazados, sino también condenados.
El
concilio IV de
Toledo, celebrado bajo la presidencia de San Isidoro, en el año 633,
declara excomulgados a los que no reciban en el canon el Apocalipsis. Esta grave
decisión debió ser determinada por alguna razón particular. Los estudiosos
creen que dicha razón ha de buscarse en el hecho de que los Visigodos, que
acababan de convertirse del arrianismo al catolicismo, poseían la Biblia
gótica, hecha por el obispo arriano Ulfilas, que no contenía el
Apocalipsis.
También
el concilio Trulano o Quinisexto (año
692) da el canon completo tanto para
el Nuevo como para el Antiguo Testamento.
Las decisiones de la
Iglesia universal tuvieron lugar principalmente en los concilios ecuménicos
Florentino, Tridentino y Vaticano I.
a)
Concilio Florentino.‑ Este
concilio nos presenta el primer catálogo oficial de la Iglesia universal sobre
los Libros Sagrados, dado bajo el papa Eugenio IV (4 febrero 1441). En el
decreto en favor de la unión de los jacobitas a la Iglesia latina, el concilio,
después de expresar su fe en la inspiración de las Sagradas Escrituras, da
el catálogo de los Libros Santos, en el que se contienen todos los libros,
tanto los proto como los deuterocanónicos[18].
El decreto del concilio Florentino no constituye ninguna definición, sino tan
sólo una profesión de fe, es decir, la exposición de la doctrina católica.
b)
Concilio Tridentino.‑ El 8
de febrero de 1546 comenzaron en Trento las discusiones acerca de la epístola
de Santiago, del Apocalipsis, de la epístola a los Hebreos y otros libros
discutidos. Estas discusiones conciliares continuaron el 18 y 26 de febrero, el
27 de marzo y el 1, 5 y 7 de abril, hasta que en la sesión 4.a, del 8 de abril
de 1546, se promulgó el decreto Sacrosancta[19].
En dicho decreto, después de declarar: “El sacrosanto ecuménico y general
concilio Tridentino... recibe y venera con el mismo piadoso afecto y reverencia
todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, por ser un mismo
Dios el autor de ambos”, da el catálogo completo de todos los Libros
Sagrados. Inmediatamente después del catálogo, el decreto añade las
siguientes palabras: “Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos estos
mismos libros íntegros con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en
la Iglesia católica y se contienen en la antigua versión Vulgata latina, o si
despreciare con conocimiento y deliberación las referidas tradiciones, sea
anatema”[20].
Con estas palabras, el concilio Tridentino definió solemnemente el canon de la
Sagrada Escritura.
Ocasión del
decreto.‑
El motivo de este decreto fueron algunas dudas que existían en aquel tiempo
sobre los libros deuterocanónicos principalmente. El cardenal Del Monte se
expresaba a este propósito de la manera siguiente: “Aliqui debiles sunt et
adeo titubantes, ut iam nec evangeliis quidem ubique plenam fidem adhibeant”[21].
Estas palabras se refieren no solamente a los protestantes, sino también a los
católicos. Incluso en el seno del mismo concilio hubo Padres que abogaron por
una distinción entre libros proto y deuterocanónicos. Sin embargo, la mayor
parte de los Padres se opuso a una tal distinción.
No
hay duda que el decreto miraba principalmente a los protestantes. Y como éstos
negaban algunos Libros Sagrados y la Tradición, quiso el concilio comenzar
expresando su fe en las fuentes de la revelación[22].
Finalidad
y objeto del decreto. ‑Se propone precisar las fuentes de la revelación,
con el fin de tener un fundamento sólido para ulteriores definiciones dogmáticas.
Esta es la razón de que asocien las tradiciones no escritas a los libros
escritos de la Biblia, porque como decía una carta de los Padres tridentinos al
cardenal Farnese, “la fe en Jesucristo no está toda escrita en el Nuevo
Testamento, sino también en el corazón de los hombres y en la tradición de la
Iglesia”. El decreto tridentino declara canónicos todos los Libros Sagrados
íntegros y con todas sus partes, tal como venían leyéndose en la Iglesia católica
y se contienen en la Vulgata latina, y la razón de esto hay que buscarla en la
guerra que los protestantes habían declarado contra la Vulgata, acusándola de
estar llena de errores.
Valor del
decreto.‑
Antes del concilio Tridentino, los documentos eclesiásticos se limitaban a
exponer la doctrina de la Iglesia sobre la canonicidad de los Libros Sagrados.
El decreto tridentino, en cambio, constituye una verdadera definición
dogmática, como se ve por el anatema lanzado contra los que negaren el
canon completo de la Escritura.
Esta
verdad podía, ya antes del concilio Tridentino, ser considerada como verdad de
fe, por el hecho de estar claramente enseñada por la Tradición. Mas la
definición del concilio Tridentino la ha convertido en verdad de fe católica,
de tal modo que en adelante, si alguno osase dudar o negar la canonicidad de algún
libro sagrado o de alguna parte de él, sería considerado como hereje. Según
esto, el católico podrá discutir críticamente la autenticidad de un libro o
de un trozo de algún escrito sagrado, pero no su canonicidad.
Extensión de la
canonicidad.‑ El
concilio Tridentino declara canónicos
a todos los Libros Sagrados íntegros y
con todas sus partes. La frase todos
los libros se refiere a los que acaba de mencionar, es decir, a todos los
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, sin distinción de protocanónicos y
deuterocanónicos. El inciso íntegros hace
referencia a las partes deuterocanónicas de Daniel y Ester[23],
que eran rechazadas por los protestantes, y también a algunos fragmentos
evangélicos[24] discutidos por los
protestantes e incluso por algunos católicos[25].
La expresión con todas sus partes
viene a ser una explicación del adjetivo “íntegros” y se refiere
principalmente a todas las partes de la Sagrada Escritura que eran discutidas.
c)
Concilio Vaticano I.‑ Este
concilio, en la sesión 3.a (24 de abril de 1870), renovó y confirmó la
definición tridentina, debido seguramente a ciertas dudas que aún se
manifestaban de vez en cuando entre los mismos católicos[26].
Después el concilio afirma la inspiración de los Libros Sagrados con estas
palabras: “La Iglesia tiene por sagrados y canónicos (los libros del Antiguo
y Nuevo Testamento) no porque, habiendo sido escritos por la sola industria
humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque
contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por
inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido
entregados a la misma Iglesia”[27].
Y, finalmente, define solemnemente la inspiración
de la Sagrada Escritura: “Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos
los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, como los describió
el santo sínodo Tridentino, o negase que son divinamente inspirados, sea
anatema”[28].
d)
Concilio Vaticano II.‑ La Constitutio
dogmatica “Dei Verbum” de Divina Revelatione, promulgada el 18 nov.
1965, se limita a repetir la doctrina de los concilios Tridentino y Vaticano I,
casi con las mismas palabras: “La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles,
reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus
partes, son sagrados y canónicos ...”
Como
conclusión podemos decir que las decisiones del Magisterio eclesiástico sobre
el canon bíblico no hacen más que proponer de modo solemne la doctrina ya
muchas veces repetida por la Tradición. Esta venía enseñando desde los
primeros siglos de la Iglesia cuáles y cuántos eran los libros inspirados y
canónicos.
El
canon definido solemnemente por el concilio Tridentino es confirmado por la práctica
de las Iglesias orientales no católicas, que admiten el mismo canon que la
Iglesia romana. Así sucede con la Iglesia ortodoxa griega, con la Iglesia armena,
con la copta, la siria, la etiópica, la nestoriana.
Por
lo que se refiere a los protestantes, conviene advertir que en las ediciones del
Nuevo Testamento ordinariamente conservan los 27 Libros Sagrados. Carlostadio
aceptó todos los escritos del Nuevo Testamento. Lutero, en cambio, rechazó
como apócrifos la epístola a los Hebr, la de Sant, la de Jds y el Apoc.
Calvino, por su parte, volvió de nuevo al canon completo, lo mismo que la
Confesión Gálica (año 1559) y la Ánglica (año 1562). Hoy los protestantes liberales ya no suelen hablar de Libros Sagrados, sino de
“literatura cristiana primitiva”.
[1] Cf. Eusebio, Hist. Eccl. 6,14 y 25.
[2] Cf. 1 Clementis 36,2s.
[3] Cf. Epist. 53 ad Paulinum.
[4] Epist. 129 ad Dardanum, 3., en donde dice de Hebr: “Poco importa de quién sea esta epístola, puesto que es de un autor eclesiástico y es, además, leída diariamente en las Iglesias”.
[5] Cf. De peccatorum mer. et remiss. 1,50.
[6] Los argumentos de San Dionisio nos los ha conservado Eusebio, Hist. Eccle. 7,24s.
[7] Cf. Orígenes, De recta in Deum fide 2.
[8] Hist. Eccl. 3,3.25.
[9] Cf. EB n. 17 y 19.
[10] Cf. EB n. 21.
[11] Cf. San Jerónimo, De Viris illustr. 1,2,4,9: MI, 23,639.646...
[12] Cf. N. Greitmann, Erasmus als Exeget, Studia catholica 12 (1936) 294ss.
[13] Cf. Epistulae Pauli aliorumque Apostolorum (Paris 1534) 374 y 374b.
[14] Cf. EB n. 17.
[15] Cf. EB n. 19.
[16] Cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et ampl. collectio, (Florencia, 1759ss), 4,430.
[17] EB n. 21.
[18] Cf. EB n. 47.
[19] Cf. EB n. 57-60.
[20] EB n. 60.
[21] Cf. Concilium Tridentinum, edic. Goerres, I, 28 lin. 36s.
[22] En estos últimos tiempos se ha discutido mucho acerca del decreto de Trento sobre las fuentes de la Revelación. Para unos, el concilio habría afirmado que, al lado de la Escritura, están las tradiciones apostólicas, que tendrían solamente una función interpretativa y declarativa de la Escritura. Es decir, que Escritura y Tradición no serían dos fuentes de la Revelación, sino dos modos de conocer la misma Revelación. En favor de esta manera de pensar aducen la fórmula del texto primitivo del concilio de Trento: “Hanc veritatem partim contineri in libris scriptis, partim sine scripto traditionibus” (“esta verdad -de la Revelación- se encuentra parte en los libros escritos, parte en las tradiciones no escritas”), que fue cambiada en la actual “hanc veritatem et disciplinam contineri in libris scriptis et sine scripto traditionibus” (“esta verdad y disciplina se encuentran en los libros escritos y en las tradiciones no escritas”). En esta redacción definitiva, los “libros escritos” y las “tradiciones” están unidos con un et, “y”, incapaz por si solo de atribuir a la Tradición la dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de la Biblia. La conjunción copulativa et indicaría más bien que la Escritura y las tradiciones son dos elementos orgánicos que no pueden separarse. Se pueden ver los siguientes estudios: Y. M. J. Congar, Tradition et les Traditions (París 1960) p. 207‑218; G. M. Giuriato, Le tradizioni nella IV Sessione del C. di Trento (Vicenza 1942); Rivera, Sagrada Escritura y Tradición en el Conc. de Trento: IC 39 (1946) 385‑393; J. Lodrior, Écriture et traditions: EThL 35 (1959) 423‑427. Para otros autores, las peripecias del decreto tridentino antes de llegar a la redacción definitiva no indican cambio de pensamiento. Se trata únicamente de un retoque de naturaleza redaccional, el sentido es el mismo. Y éste sería que la Revelación divina está contenida parte en la Escritura y parte en las tradiciones no escritas. Ambas serían dos fuentes incompletas, que se necesitarían recíprocamente (cf. H. Lennerz, Scriptura sola?: Greg 40 (1959) 38‑53; F. Bruno: Studi di scienze ecclesiatiche (Aloisiana 1, Nápoles 1960) 317ss. Véase también J. Salguero, La Biblia y la Tradición: CultBibl 19 (1962) 30‑38.
[23] Cf. Est 10,4‑16,24 (Vulgata); Dan 3,24‑90: 13‑14.
[24] Cf. Mc 16,9‑20; Lc 22,43‑44; Jn 7,53‑8,11.
[25] Algunos Padres tridentinos pidieron que se mencionaran en el decreto los tres fragmentos evangélicos; pero se rechazó la propuesta para no dar ocasión de escándalo a los fieles, que ignoraban las discusiones sobre ellos.
[26] Entre éstos podemos contar a B. Larny, J. Jahn, A. Loisy, los modernistas y racionalistas.
[27] “Eos vero Ecclesia pro sacris et canonicis habet, non ideo quod sola humana industria concinnati, sua deinde auctoritate sint approbati; nec ideo dumtaxat, quod revelationem sine errore contineant; sed propterea, quod Spiritu Sancto inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt” (EB n.77).
[28] “Si quis sacrae Scripturae libros integros cum omnibus suis partibus, prout illos sancta Tridentina Synodus recensuit, pro sacris et canonicis non susceperit, aut eos divinitus inspiratos esse negaverit: Anathema sit” (cf. EB n.79).