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Las
almas del Purgatorio |
Un debate teológico interesante. |
Formulamos
la pregunta en torno a la debatida cuestión de si podemos invocar a las almas
del purgatorio para que ellas intercedan por nosotros, alcanzándonos de Dios
alguna gracia.
Las
opiniones están divididas entre los teólogos. Hay razones fuertes por uno y
otro lado; pero creemos que se puede llegar sin esfuerzo a un término medio
razonable. Vamos a exponer las razones opuestas y luego precisaremos la solución
que nos parece más probable.
1.
Es inútil invocarlas, puesto que no se enteran de nuestras
peticiones. Los bienaventurados del cielo ven reflejados en la esencia divina
todos nuestros deseos y peticiones, sobre todo los que tienen relación con
ellos mismos; pero las almas del purgatorio no gozan todavía de la visión beatífica.
Es inútil invocarlas [II–III, 83,4 ad 3].
2.
Las almas del purgatorio, aunque son superiores a nosotros en cuanto
a que son impecables, son inferiores en cuanto a la situación penal en que se
encuentran. No están en estado de orar por nosotros, sino más bien de que
nosotros oremos por ellas [II–III, 83,II ad 3].
3.
La oración litúrgica de la Iglesia es una oración perfecta, a la
que nada le falta. Ahora bien: jamás se hace en ella la menor invocación a las
almas del purgatorio para que nos ayuden con sus oraciones. Este silencio de la
Iglesia es muy aleccionador.
4.
Se concibe muy bien la invocación de los santos que gozan ya de Dios
y no experimentan necesidad alguna. Pero parece poco delicado pedir algo a quién
está sufriendo y necesita más de nosotros que nosotros de él.
5.
Nadie da lo que no tiene. Y como el fondo substancial de todas
nuestras peticiones ha de ser la bienaventuranza eterna, mal nos la puede
obtener quien no la posee todavía.
1.
Las almas del purgatorio están unidas a nosotros por los vínculos
de la caridad. Ahora bien: la caridad, como enseña Santo Tomás, es una amistad
que supone el intercambio de los propios bienes [II–III,23,I]. Luego, si
nosotros les ofrecemos nuestras oraciones, en justa reciprocidad caritativa nos
ayudarán ellas con las suyas. No olvidemos que conservan el recuerdo y el amor
de los seres queridos y se abrazan, además, en una caridad universal.
2.
No importa que no conozcan nuestras peticiones particulares. Saben
muy bien que estamos llenos de necesidades y pueden pedir al Señor que nos
ayude, aunque ignoren concretamente en qué. Tampoco sabemos nosotros si están
o no en el purgatorio nuestros seres queridos y, sin embargo, les enviamos
sufragios por si lo hubieran menester. Aparte de que, como dice el mismo Santo
Tomás, pueden enterarse de lo que ocurre en la tierra por lo que les digan los
que van llegando al purgatorio, o el ángel de la guarda, o una especial
revelación de Dios [I,89,8 ad I].
3.
Es cierto que por su estado penal están en situación inferior a
nosotros. Pero téngase en cuenta que la oración no se apoya en derecho alguno
sobre la justicia de Dios, sino en la pura misericordia y liberalidad divina. De
lo contrario, habría que decir que los pecadores no pueden impetrar
nada de la misericordia de Dios –lo que sería una herejía–, ya que su
situación es muy inferior a la de las almas del purgatorio, que al fin y al
cabo están en gracia y amistad con Dios y tienen asegurada su salvación
eterna. Por otra parte, la magnitud de sus sufrimientos no les impide el libre
uso de sus facultades psicológicas, ya que el embotamiento de la mente, que en
este mundo suele producir el dolor demasiado intenso, procede de la facultades
orgánicas al servicio de la inteligencia. Las penas del purgatorio, aunque
intensísimas, son de orden estrictamente espiritual.
4.
El dogma de la comunión de los santos proporciona otro argumento muy
fuerte. Hay una influencia mutua y como una especie de flujo y de reflujo entre
las tres regiones de la Iglesia de Cristo: triunfante, purgante y militante.
Ahora bien: ¿en qué puede consistir esa influencia de la purgante sobre la
militante sino en las oraciones que esas santas almas ofrezcan a Dios por
nosotros? Esta ley es universal, y los lazos de la caridad que unen al
purgatorio con la tierra caen bajo esta ley.
5.
Es cierto, en fin, que la Iglesia nunca invoca en su liturgia a las
almas del purgatorio. Pero sabe que la costumbre de invocarlas está extendidísima
en todo el pueblo cristiano y nunca la ha prohibido ni desaconsejado. Más aún:
existe una oración dirigida a las almas del purgatorio que fue indulgenciada
por León XIII (14 de diciembre de 1889). En ella se pide a las lamas que
intercedan ante Dios “por el Papa, la exaltación de la santa madre Iglesia y
la paz de las naciones”.
Como
se ve, los argumentos son fuertes por uno y otro lado. Teniendo en cuenta la
parte de razón que tengan ambas opiniones y la práctica casi universal de los
fieles de invocar en sus necesidades a las almas del purgatorio, nos parece que
puede concluirse razonablemente lo siguiente: no hay inconveniente en invocar a
las almas del purgatorio en nuestras necesidades; pero teniendo a nuestra
disposición la poderosa intercesión de la Santísima Virgen y de los santos
del cielo –muy superior en todo caso a la de las almas del purgatorio– y
siendo poco delicado pedir una limosna al que en cierto sentido la necesita más
que nosotros, hemos de preferir ofrecerles desinteresada y espléndidamente
nuestros sufragios sin pedirles nada en retorno. Ya se encargarán ellas solas,
a impulsos de la caridad y de la gratitud, de interceder por nosotros en la máxima
medida en que puedan hacerlo ahora en el purgatorio y más tarde en el cielo.
Naturalmente
hablando, las almas del purgatorio están desconectadas de la tierra, y sólo
por una intervención divina de tipo milagroso y con alguna finalidad honesta
–escarmiento de los vivos, petición de sufragios, etc.– podría producirse
su aparición ante nosotros.
Su
posibilidad no puede ponerse en duda. Naturalmente
no pueden ponerse en contacto con nosotros, no sólo porque están desconectadas
de las cosas de la tierra, sino porque nadie puede ver sin ojos, ni escuchar sin
oídos, ni sentir sin sentidos. Pero Dios puede muy bien concederles el poder de
hacerse visibles a nuestros ojos, ya sea uniéndose momentáneamente a un cuerpo
que las represente, o por medio de un ángel que desempeñe su papel acaso ignorándolo
la misma alma [I, 89, 8 ad 2; III, 3 y 4]. En la mayoría de los casos, la
aparición, aun siendo verdadera y milagrosa, no se realizará sino en la
apreciación subjetiva del que la recibe (v.gr., por una inmutación milagrosa
de sus ojos o de su imaginación).
En
cuanto al juicio interpretativo de esas visiones o revelaciones, hacemos
completamente nuestras las siguientes palabras de un teólogo contemporáneo:
“Ciertas
vidas de santos están llenas de relatos maravillosos concernientes a
apariciones de almas del purgatorio … El teólogo nada tiene que decir sobre
el hecho de tales apariciones; corresponde al historiador el deber de pasarlos
por la criba de la crítica histórica para ver lo que puede ser retenido
razonablemente. Una sola norma directa puede dar aquí el teólogo: la aparición
de un alma del purgatorio, siendo como es un verdadero milagro, no suele
producirse sino muy raras veces. Un buen número de relatos deberían, pues, ser
tenidos por sospechosos.
En
cuanto a su interpretación, Cayetano recuerda sabiamente que la enseñanza de
la Iglesia no se apoya jamás en revelaciones privadas, cualquiera que sea su
autenticidad. Este es el caso de recordar la recomendación de San Pablo: Aunque
nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro Evangelio distinto del que os
hemos anunciado, sea anatema. (Gál 1,8). Las visiones y revelaciones
privadas no pueden completar, ni siquiera explicar, el depósito de la fe. La
razón es por que no puede haber en ellas certeza absoluta de su origen divino
ni de la verdad de su contenido. Sólo la Iglesia está encargada por Jesucristo
de interpretar y proponer auténticamente la revelación, y se trata aquí únicamente
de la revelación pública. Por lo mismo, la aprobación o la recomendación
concedida por la Santa Sede a algunas revelaciones privadas no significan en
modo alguno que la Iglesia garantice su origen divino o que su contenido es
verdadero, sino únicamente que, interpretadas razonablemente, no contienen nada
contra la fe y pueden incluso contribuir a la edificación de los fieles. Sería,
pues, completamente inadmisible que estas revelaciones privadas fueran
presentadas en el mismo plano que el Evangelio, ya sea para completarle o ya
para explicarle.
Tales
apariciones o revelaciones las tiene la Iglesia:
a)
Como posibles,
puesto que no las rechaza a priori
cuando hay lugar a someterlas a su juicio.
b)
Como reales
en ciertos casos, puesto que ha autorizado e incluso aprobado muchas de ellas,
sea por sentencias permisivas o laudatorias, sea por la canonización de los
santos a quienes habían sido hechas, sea por la aprobación o el
establecimiento de fiestas litúrgicas basadas en ellas.
c)
Como relativamente raras, porque siempre las
somete a examen, si no con una positiva desconfianza, al menos con extrema
circunspección.
d)
Como necesariamente
subordinadas a la revelación pública y hasta como justificables por la
teología, que es siempre llamada a juzgarlas a la luz de la fe católica.
e)
Por extrañas
al depósito de revelación general y universalmente obligatoria, puesto que
nunca considera como herejes a los que rehúsan admitirlas, aunque en eso puedan
ser a veces imprudentes y temerarios.
Por
aquí se ve cuánta circunspección se impone cuando se trata de acoger
revelaciones privadas tocantes al purgatorio… Santa Brígida y Santa Matilde
han suministrado algunos datos interesantes; pero las revelaciones privadas que
pueden acogerse con más favor son las de Santa Catalina de Génova en su Tratado
al Purgatorio, que recibió en 1666 la aprobación de la Universidad de París…
Fuera de este tratadito, que ha recibido una especie de pasaporte de la Iglesia,
apenas se conocen revelaciones privadas sobre el purgatorio que puedan ser de
alguna utilidad en teología.
Es
preciso, pues, acoger con muchas reservas las afirmaciones aportadas por las
revelaciones privadas (o que pretenden serlo) sobre la duración o gravedad de
las penas del purgatorio. No teniendo la Iglesia ninguna enseñanza firme sobre
estos dos puntos, conviene permanecer prudentes como ella” [Michel, Purgatoire:
DTC 13,1314–1315].
Y
si esto hay que decir de las apariciones y revelaciones privadas que en nada
ofenden al dogma o a la moral católica, júzguese lo que habrá que pensar de
las pretendidas “materializaciones” de los espíritus de los difuntos en las
sesiones espiritistas, en las que el fraude más burdo y los errores más crasos
se unen a la ignorancia y credulidad estúpida de los que se dejan embaucar por
esas gentes desaprensivas para ponerse en "contacto" con los seres del
más allá.