LA VOZ DEL ANCIANO ENFERMO
TESTIMONIOS



1. Siento a Dios más cercano, más mío, más como yo 

La Conferencia Episcopal Española, a través del Departamento de 
Pastoral de la Salud, me ruega que diga cómo vivo la enfermedad, y 
cuál es mi experiencia de Dios desde el marco doloroso de la 
enfermedad y de los muchos años.
Me lo pide porque mi testimonio de persona enferma, anciana y 
consagrada, puede ser -y esto es lo más importante- una forma eficaz 
de evangelización y comunión desde la experiencia del sufrimiento.
De veras que le agradezco a la Conferencia Episcopal ese su 
parecer sobre la ancianidad enferma, pues de esa manera ayuda a 
deshacer ese tabú que se ha creado -y sigue fomentándose, por 
desgracia- en torno a la llamada "Tercera edad".
Creyeron algunos y hasta se llegó a escribir que la ancianidad es 
algo así como el desván donde se guardan, amontonados, los 
muebles viejos e inservibles.
Por eso hay demasiadas familias, no muy sobradas de cariño y 
gratitud cristiana, que se desprenden de ellos, y hasta buscan 
influencias, para poder colocarlos en una Residencia Geriátrica.
Lamentable; muy triste, pero ese es el gesto de esta sociedad 
deshumanizada.
De desvanes y desperdicios y despojos, nada en absoluto. La 
ancianidad es un período de la vida tan hermoso y eficaz como 
cualquier otro período de nuestro vivir; y, desde luego, el más digno 
de respeto y gratitud.
El sol no es menos bello y maravilloso en los oros e incendios de 
su ocaso que en su apacible amanecer, o en todo el esplendor del 
medio día.
A la vejez tenemos que mirarla y aceptarla no como una carga, si 
como un contrapeso de equilibrio y compensación. Es símbolo de 
experiencia madurez.
En la ancianidad -nos dice Cicerón en su libro "De senectute"- se 
posee y se disfruta ya de aquello que tanto anhela y por lo que tanto 
lucha la juventud.
!Lo que podemos y debemos hacer por la Tercera Edad! Pero 
ellos, los ancianos, ¿qué nos dan? Ya nos lo dieron todo. Y aún nos 
siguen dando mucho: a) Cordura y sabiduría, pasadas por el crisol de 
la experiencia. b) Madurez y seriedad ante los distintos bandazos de 
la vida.
Todo esto nos dan y enseñan nuestros mayores. Y claro está, si a 
la vejez le añadimos el dolor, la enfermedad, por fuerza tenemos que 
mirarla y considerarla con duplicado amor y respeto.
La tabla donde la gubia ha esculpido filigranas y maravillas de arte, 
si después la cubrimos de un baño de oro policromado duplica su 
valor y belleza artística.
La ancianidad enferma y sufriente. De ella brota mi mejor 
experiencia de Dios. En ella, en la enfermedad, siento a Dios más 
cercano, más mío, más como yo.
La enorme fantasía romántica de José Zorrilla nos dice en su 
hermoso poema "A la tempestad":
La noche azul, serena, 
me dice desde lejos: 
"Tu Dios se esconde allí. 
Pero la noche oscura, 
la de nublados llena, 
me dice más pujante: 
"Tu Dios se acerca a ti".

La noche oscura de la enfermedad, del sufrimiento físico o moral, 
pero generosamente aceptado, nos acerca a Dios.
Mi ya larga experiencia de la enfermedad; mis seis veces tendido 
en el quirófano; mis largas estancias y rondas por clínicas y 
hospitales, me han enseñado que el dolor nos hace mansos y 
sinceros con nosotros mismos, más humildes y sumisos con Dios, y 
más tolerantes y comprensivos con el dolor ajeno.
"Del bien acuchillado -nos dice la sabiduría del refranero del 
pueblo- sale el buen cirujano".
San Pablo, el gran apasionado de Cristo, quiso una vez hacer 
recuento de sus trabajos y heroísmos por el Evangelio, y, al fin, 
termina diciendo: Pero para que yo no me vanagloríe demasiado, ya 
se ha encargado Dios de clavarme una espina que me atormenta y 
humilla....
El dolor viene a ser como la "guinda", que pone Dios sobre el 
pastel de nuestro pasado, más o menos exitoso. Para que el pastel de 
nuestras glorias no nos resulte demasiado dulzarrón y empalagoso 
...
Yo, en mis acciones de gracias -y perdón por mi personalismo- le 
suelo decir al Señor: «Señor, aquí estoy con mi alforja medio vacía de 
méritos y virtudes, y muy llena de infidelidades a lo largo de mis 84 
años. No te acuerdes de mi pasado que es bien pobre. Señor, aquí 
estoy con mi voz ya casi apagada de proclamar tu Evangelio por 
aquellos 399 pueblos de España, de África y América.
Sobre el "pastel" muy dulce de las 99 Santas Misiones predicadas, 
Tú tienes que poner la "guinda" de esta centésima Misión que me 
estoy predicando a mí mismo, con la ayuda eficacísima de esta mi 
artrosis progresiva, y esta mi silla de ruedas, que saben tantas cosas 
de mí.
Esto es, Señor, lo que puedes ver en mi barca. Señor, por cuanto 
soy, gracias te doy.
Aún me estás dando mucho positivo: una mente lúcida para 
entenderte; unos labios para rezarte; una memoria para recordar tus 
beneficios; una voluntad para quererte, y un corazón para amarte. Y 
gracias, Señor, también por lo negativo que hay en mí.
Por todas mis carencias, mis dolores, mi falta de libertad y 
movimiento. Ellas me están ayudando a santificarme, pues de 
continuo me recuerdan que tú eres el Señor, el Dueño de mi salud, de 
mis miembros todos, y dispones de lo tuyo según tu voluntad y 
providencia».
Por todo ello me atrevo a convocar a todos mis hermanos de todos 
los tiempos y los lugares; a todos los que comparten conmigo sus 
tristezas y dolores. A los que los rehuyen y rechazan como una 
maldición, y a los que los asumen y aceptan como una preferencia 
misteriosa que con ellos tiene Dios para decir muy alto aquella bella 
cuartilla con la que suavizaba sus dolores un misionero claretiano muy 
santo y muy culto:
"Voy del sufrimiento en pos, 
por más que el mundo se asombre. 
Que el dolor hizo a Dios hombre, 
al hombre lo ha de hacer Dios"

F.V.M. 10-6-1996
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2. Veo la mano de Dios en todo momento

Quiero aportar mi testimonio de cómo vivo mi enfermedad; sé que 
mis pobres palabras tal vez no sepan expresar la grandeza de la 
gracia de Dios en mi vida, pero con sencillez intentaré dejar claro 
cómo veo la mano de Dios en todo momento, pues es él quien 
fortalece mi debilidad.
Tengo 68 años de edad y desde hace 5 años aproximadamente 
comencé a tener algunos achaques, mis rodillas se iban debilitando 
produciéndome dolores muy fuertes, lo que dificultaba mi actividad 
apostólica, pues hasta entonces yo estaba asistiendo por la noche en 
una residencia de ancianos donde era muy feliz.
Hace dos años fui intervenida de una rodilla y quedé bastante bien. 
Era tal mi alegría que pensé ilusionada que operándome la otra 
quedarla bien para así continuar con mi asistencia ya que me sentía 
con vitalidad e ilusión por ayudar a los necesitados, ofreciéndome a 
Dios y entregando mi vida entera para aliviar el sufrimiento de 
quienes me necesitaban.
Hace un año me operaron de la otra rodilla, pero cuál fue mi 
sorpresa al comprobar cómo los planes de Dios eran otros, pues a los 
dos meses de la intervención y cuando parecía que la recuperación 
era total, se me produjo un derrame pleural, con lo que me he visto 
totalmente privada de toda actividad. En un principio me costó aceptar 
esta situación, y no era porque temiera la muerte, era más bien por el 
deseo de ayudar a los demás en el nombre del Señor, pues de 
alguna manera ésta era la "meta" que me había fijado.
Poco a poco he ido viendo en esta situación de mi vida la voluntad 
de Dios, que me quiere pobre, y que quiso aceptar la ofrenda de mi 
vida que le hice no como yo quería ofrecerla, sino como su 
providencia divina lo ve más provechoso para el bien del prójimo.
Soy consciente de mi enfermedad y estoy verdaderamente 
agradecida a Dios nuestro Señor por habérmela dado, y aunque hay 
días en que me invade la tristeza, veo cuán pobre es nuestra 
naturaleza humana que se resiste, y acepto con paz esta limitación y 
se la ofrezco al Señor, pues cuántas veces quisiera reír y lo que hago 
es llorar; estoy segura que también mis lágrimas agradan a Dios, y 
siento un gozo inmenso por tener esta enfermedad, por ver mis 
limitaciones para así poner toda mi confianza sólo en él, que me 
quiere cada día más desprendida de todo.
Estoy muy agradecida a las Hermanas con quienes convivo, pues 
me han ayudado a llevar mejor mi enfermedad. Me siento apoyada y 
sobre todo querida sinceramente. Yo por mi parte les agradezco en el 
alma cada detalle que tienen conmigo, y a pesar de mi carácter más 
bien serio, me esfuerzo por estar alegre y transmitirles la paz y alegría 
que siento al estar unida a la voluntad de Dios, y el gozo inmenso que 
me llena al pensar en la muerte, pues ésta será el abrazo definitivo 
con Dios mi Padre, ya que tengo una confianza infinita que él me 
perdonará todas mis limitaciones e ingratitudes, y su misericordia y 
amor son mayores que todos los pecados del mundo.

Sierva de Jesús de la Caridad. Bilbao, 14-6-1996
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3. Todo tiene el mismo valor si se hace con amor

Tengo 78 años y desde hace aproximadamente 9 años dejé mi 
actividad apostólica del cuidado a los enfermos debido a mi 
enfermedad: descalcificación de huesos con proceso degenerativo.
Quiero compartir con quien lea estas líneas, lo que ha significado 
para mí esta etapa de mi vida que Dios me ha regalado. Os invito a 
que os unáis a mi acción de gracias a El por los dones maravillosos 
que derrama en quien quiere y como quiere.
Al reflexionar sobre cómo vivo la enfermedad, la he dividido en dos 
etapas: la primera es a partir del momento en que me fui dando 
cuenta de que se acababan mis fuerzas y que la enfermedad no tenía 
solución posible. Esto significaba que mi vida tomaría otro sentido, 
pues se me iba de las manos lo que hasta ahora constituía mi 
felicidad: el salir cada noche a la cabecera del enfermo y ver a Cristo 
en esa persona que atendía -todo sacrificio me parecía poco- para 
después, al volver a casa con ilusión y alegría, entregarme a los 
trabajos de casa, fiel a los actos de comunidad y la convivencia con 
las Hermanas. Todo me parecía fácil, aunque siempre tuviese que 
luchar para ver la persona de Dios en ellas y de no flaquear mi vida 
espiritual y de unión con El lo más mínimo. En esta situación acepté 
mi enfermedad con resignación, sintiendo como una pesada cruz que 
el Señor ponía sobre mis débiles hombros. Acepté, sí, como voluntad 
de Dios el no ir más a cuidar a los enfermos, pero ésta "resignación" 
no me impedía derramar amargas lágrimas y aun querer "negociar" 
con el Señor. Le decía: "Señor, por favor, déjame unos cuantos años 
más, para vivir con mayor fidelidad y seguirte mejor, porque quizá no 
te he dado todo lo que me has pedido". Pero el Señor, que sabía 
mejor lo que necesitaba, no hizo caso a mi petición, y una nueva 
recaída acabó con mis ilusiones.
Al pasar el tiempo, se van produciendo en mí cambios muy 
significativos, pues el Señor, que sabe sacar de los "males" bienes, 
me ha hecho comprender el valor del sufrimiento y de la enfermedad, 
y cómo muchas veces con apariencia de celo apostólico y servicio a 
Dios, se busca una a sí misma, y la actividad se convierte en 
activismo, dejando a Dios en un segundo plano.
En esta segunda etapa, reconozco que mi enfermedad es una 
gracia de Dios, un regalo que él me ha hecho, y por eso vivo 
plenamente feliz, dando gracias cada día por el don de mi 
enfermedad. Ahora mi experiencia de Dios, mi unión con él es más 
fuerte que nunca, dentro de mis limitaciones, claro está, porque al 
sentirme débil todo lo espero de él; mis ratos de oración en el sosiego 
y paz, se convierten en encuentros, diálogos con quien me ama y a 
quien deseo amar como él quiere.
Esta etapa de mi vida me ha hecho experimentar el amor maternal 
de la Virgen María, ella ha sido mi fuerza en los momentos difíciles y 
es ella la encargada de ofrecer a Jesús la ofrenda de mi vida. He 
experimentado el valor tan grande que tiene el apostolado de la 
oración, y cómo lo mismo se sirve a Dios cuidando del enfermo que 
orando, ofreciendo los dolores, cansancios, limitaciones, etc., pues 
ante los ojos de Dios todo tiene el mismo valor si se hace con amor. 
Ahora mi apostolado no se limita a una persona a quien atender, sino 
que es mucho más universal.
Con la enfermedad uno se vuelve más sensible y se valora mucho el detalle más insignificante, y cuando se está un poco atenta, una descubre que todas las personas te enseñan, aun sin ellas pretenderlo, lecciones muy importantes, y una simple mirada, una palabra, una sonrisa, te dan qué pensar y qué agradecer a Dios.
Estoy convencida que para el amor no hay días ni situaciones, por tanto, una persona que ama, se ha de entregar siempre a los demás desde sus posibilidades.

Sor M. J. J. Sierva de Jesús de la Caridad. Bilbao 14-6-1996
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4. Trato de aprender la "Sabiduría de la Cruz"

Querido Padre y hermano en Cristo: Paz y bien. El Hno. Guardián me pasó hace unos días una circular de usted con motivo del "Día del Enfermo" ("El Anciano Enfermo") de 1997 para una recogida de testimonios". Quiero tomar el contestarla como un acto más de obediencia religiosa; y al mismo tiempo como una oportunidad de compartir con mis hermanos enfermos.
Comenzaré por presentarme: Soy un religioso franciscano, 
sacerdote y misionero durante 40 años en América Latina. Hasta que 
hace poco más de tres años me visitó la Hna. Enfermedad en forma 
de una semiparálisis originada por dos ataques cerebrales en poco 
más de un año, que me afectaron la locomoción, el habla y la 
masticación-deglución. En la actualidad tengo 68 años.
Vivo la enfermedad más bien mal sin acabar de aceptarla; es decir, 
con bastante rebeldía, temor de la muerte y ratos de depresión.
Lo primero fue caer en la tentación de pedirle cuentas a Dios: ¿Por 
qué tenía que sucederme esto? ¿Fue un castigo? ¿De qué? Esta 
pelea con Dios duró unos dos años, hasta que en un retiro en 
septiembre de 1995 creí encontrar la respuesta en una de las pláticas 
del Director acerca de los momentos clave de la vida de Cristo, que 
serían: 1. "La primavera de Galilea". 2. La subida a Jerusalén, el 
anuncio de la Pasión y muerte y la crisis del discipulado. 3. La Pasión 
y Muerte de Cristo.
Creo que ahí comencé yo a ver un poco el sentido de mi vida... 
Porque, efectivamente, hasta entonces mi vida había sido una 
"primavera ": Mi trabajo era mí "hobby", y mi "hobby" mi trabajo. Pero 
a partir del segundo ataque (el primero no tuvo mayores 
consecuencias), vino el desmoronamiento de toda mi vida, el miedo a 
la muerte y la privación de todo lo que antes me gustaba: moverme 
mucho, hablar, hablar sin parar, tratar con la gente, especialmente 
con los movimientos de laicos, con los jóvenes y los niños la Liturgia... 
Había, sí, algo que no marchaba bien, y es que estaba siendo "el 
diablo predicador", que "habla bonito pero sigue siendo diablo"... 
Fallaba mucho en la oración. En una ocasión, una señora me vio 
orando ante el sagrario, y esto le extraño y preocupó. Luego me 
confesó ingenuamente que pensaba: "¡Pobre Padre, qué le pasará 
para que esté orando". Pero en los últimos años creo que mejoré en 
esto.
Es más, llegó un momento en que me parecía que mi vida era 
demasiado fácil, y decidí pasar a otro país más pobre. Al despedirme, 
me dijo una religiosa: "No piense que va a evangelizar a los pobres. 
Más bien déjese evangelizar por ellos". Todavía sigo "padeciendo" de 
esta necesidad, y tengo delante de mi varias fotos con viejitos en un 
hogar de ancianos, con sus caritas tristes algunos, sonrientes otros.
En la actualidad, trato de aprender la "Sabiduría de la Cruz", 
aunque la cosa quede quizá muy a nivel cerebral, faltando mucho 
para la aceptación total.

Experiencia de Dios en la enfermedad
Mi mejor experiencia en la enfermedad ha sido hasta ahora la 
amistad, tanto dentro como fuera de la Orden. Sentirme amado me ha 
hecho muchísimo bien, porque el amor no tiene otra fuente que Dios; 
y Jesús, para expresar su afecto a sus discípulos usa la palabra 
"amigo/s". Ellos me aman porque Dios me ama. La amistad es 
también, en cierto modo, un sacramento.
De paso, la amistad me mantiene activo y por tato es una continua 
terapia, ya que escribo centenares de cartas, con música de fondo y 
a maquinilla, aunque ello sea con una mano bastante torpe y la otra 
no muy sana.
Otra pequeña experiencia ha sido el comprobar que aunque mi 
vida es hasta cierto punto bastante dura, Dios me da sólo la cruz que 
puedo llevar cada día, desde la mañana hasta la noche.
También, el que Dios me haya dejado sana la cabeza -así lo creo 
al menos -, amén de una cierta autonomía de movimientos y la 
capacidad de valerme por mí mismo.
La enfermedad me ha servido para meditar en lo bonita que ha 
sido mi vida y lo mucho que me han enriquecido las muchas 
experiencias de gentes y países. Uno de los amigos me regaló un 
ordenador, aprendí a manejarlo y acabo de terminar un libro de unas 
320 páginas.
En el aspecto negativo, sigo fallando en la oración, tengo mucha 
aridez, me duermo... Últimamente, para evitar esto, lo que hago es 
prender el ordenador y copiar en una especie de diario los 
pensamientos que más me llaman la atención en la Liturgia de las 
Horas.
También intento entablar diálogo con las criaturas, con la historia, 
con el acontecer de cada día.
Celebro diariamente en privado con un hermano casi en las 
mismas condiciones que yo y que hace las lecturas. He comprobado 
la enorme diferencia que existe entre la Eucaristía con participación 
de gente, con homilía y numerosas comuniones y niños, como antes... 
Aquélla sería como el milagro de la multiplicación de los panes; 
mientras que ésta, la mía de ahora, es como la cruz desnuda.

Qué recibo de los demás y qué les doy
Estoy muy contento de mis hermanos y de los Superiores, que no 
miran en gastos por darme comodidades y atención médica y 
medicinas. Especialmente al principio, recién venido de América, 
hasta que obtuve la Seguridad Social y la fraternidad corría con el 
gasto diario de un fisio-terapeuta privado. Confieso que todavía, al no 
tener una pensión de jubilado, me siento un tanto humillado al 
ocasionar tantos gastos.
Por mi parte, trato de dar buen ejemplo, de acuerdo con el 
"Cántico de las Criaturas" de N.P.S. Francisco.

E.A. o.f.m.
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5. He experimentado cuán bueno es tener una fraternidad a tu 
lado

Soy religioso franciscano sacerdote y tengo 69 años de edad. Tras 
unas hemorragias muy fuertes y con urgencia fui operado el 4 de 
octubre, fiesta de San Francisco de Asís, de 1995 y me extirparon dos 
tumores malignos. Desde entonces sigo sometido a diversos 
tratamientos y los más fuertes han sido la quimioterapia y la 
radioterapia, de la que me restan dos semanas.
Creo que vivo la enfermedad con serenidad. No he tenido 
momentos de ansiedad o abatimiento. Alguna tristeza que ha 
asomado, la he recahazado desde mi fe en la vida eterna. He tenido a 
mi lado la experiencia de otros religiosos en parecida situación que 
me han ayudado mucho. También me ayuda mi experiencia pasada 
en la que siempre intenté ayudar a la gente a aceptar con gozo la 
enfermedad y la muerte. Es una actitud que nació en mi interior 
cuando tenía 24 años de edad y encontré un anciano teólogo en 
París que me hizo cambiar mi perspectiva cristiana. Yo creo que con 
sinceridad he llegado a llamar a la muerte "Hermana Muerte" como 
San Francisco de Asís. Y me he imaginado que el "Hermano Cáncer" 
era como el Hermano Lobo de San Francisco, a quien tenía que 
aceptar como compañero de mi vida, ya inseparable, y rogarle que 
me hiciera el menor daño posible como Francisco rogaba al Hermano 
Fuego. Estos pensamientos y estas imágenes franciscanos me han 
ayudado mucho a llevar con serenidad mi enfermedad, llegando casi 
a olvidar que tengo cáncer. Esta actitud interior me ha hecho posible 
seguir trabajando como antes; aunque noto que mi ritmo es más 
lento, que a veces me fatigo más. Me he visto obligado a renunciar a 
algunas cosas que más amaba como el caminar por los montes.

Mi experiencia de Dios en la enfermedad
La enfermedad me ha impedido seguir el ritmo y los horarios de 
oración; incluso me es difícil celebrar la Eucaristía diariamente. Con 
todo, me siento más unido a Dios. El está más presente en mi vida y 
yo converso más con El y simplemente estoy con El a gusto. Mi 
encuentro con Dios fue muy fuerte en los primeros días de mi 
enfermedad; cuando los dolores físicos eran más agudos, algo de 
angustia aparecía en mi interior y la Hermana Muerte estaba a mi 
lado. En la tarde y noche del día 4 de octubre me moría. Entonces 
Dios se hizo muy presente en mi interior. Era Jesús, y yo estaba 
sereno con El, que me llevaba a su Reino.
Me detenía diciéndole estas palabras últimas del Gloria: "Tú sólo 
eres Santo, tú sólo Señor, tú sólo Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu 
Santo en la gloria de Dios Padre ". El me ponía en mi corazón estas 
palabras y yo estaba gusto con El. Mi experiencia es de un Dios 
Absoluto que me ama. Sé que no puedo jugar con El, ni debo 
engañarme con imaginaciones de santo. Trato de discernir mi 
autenticidad. Al final todo lo dejo en El: El sabe que quiero amarle, y 
eso me basta. Me fío de El, venga lo que venga. En los primeros días 
de estas experiencias dije que ya nada sería como antes. Y eso es 
verdad: sigo trabajando como antes, pero por dentro es otra mi 
actitud. A los diez meses, la emoción ha bajado, pero sigo aquella 
experiencia.

Qué recibo de los demás y qué les doy
A raíz de mi enfermedad, he visto que otros me amaban y me 
estimaban. He visto que trabajaba con muchos y que son muchos los 
que me estiman y me lo agradecen. Los demás me han dado cariño. 
Muchos han orado por mí y han pedido mi salud: sacerdotes, 
religiosos, religiosas, seglares, jóvenes, niños han orado pidiendo mi 
salud. Yo no he sido capaz de pedir mi curación. Me basta que se 
hiciera lo que Dios quisiera y ser como los demás. Nunca creí que 
hacía tantas cosas en favor de los demás ni que fuera tan conocido. 
Muchos han estado pendientes de mí y queriendo oírme por radio o 
verme presidir las celebraciones. Esto me ha emocionado y me ha 
impulsado a entregarme más.
Por mi parte, he sufrido mucho durante este curso escolar por no 
poder seguir trabajando en todo y con el ritmo anterior. La 
enfermedad y el clima vivido me han impulsado a nuevos proyectos y 
acciones. De mi parte, he intentado ser abierto y ofrecer a todos mi 
interior sereno y cristiano. Ya antes, había esbozado que mi misión 
sacerdotal era ofrecer Buenas Noticias, ofrecer felicidad a todos, y 
esto se ha acentuado en mi intención pastoral. Dedico muchas horas 
a preparar a los novios para la celebración del matrimonio, y ahora 
percibo que mi palabra de enfermo de cáncer llamado a las bodas del 
cielo, tiene más fuerza para ellos; pero también se me ha clarificado 
que mi intento tiene que ser ayudarles a ser felices en su historia de 
amor, en la que se les esconde el Amor de Dios. No puedo olvidar a 
mis hermanos franciscanos de mi comunidad. Al principio percibía en 
ellos ciertas reticencias. El Superior me dio la oportunidad de hablar a 
la comunidad de mi enfermedad; lo hice con franqueza y sinceridad; a 
algunos les pareció como que hablaba de la experiencia de algún 
otro. Aquello clarificó nuestras relaciones; podíamos hablar 
tranquilamente de la enfermedad, sin ocultar preguntas de ellos ni 
respuestas mías. También he experimentado cuán bueno es tener 
una fraternidad -somos 45 hermanos- a tu lado. Mi experiencia con la 
familia ha sido otro gozo; no me creía tan querido y estimado por mis 
hermanos -todos ellos son religiosas y sacerdotes- por mis sobrinos y 
cuñada. Las cartas de mis hermanos me han confortado y he visto 
que nuestra familia ha sido escogida por Dios; de los 10 hermanos 
uno se casó, cuatro hermanos hemos sido sacerdotes y franciscanos, 
las cinco hermanas religiosas.
Al cumplir casi los diez meses de enfermedad y verme cercano a los 70 años de edad, ésta es mi experiencia y la ofrezco a quien pueda servirle. Porque tengo por cierto que el mayor déficit de los cristianos, e incluso de los religiosos, es no vivir la esperanza cristiana en la enfermedad y ante la muerte. Y también confieso que uno de los mayores logros del Concilio Vaticano II es el cambio de imagen de Dios Padre y la actitud gozosa de muchos ante la enfermedad y la muerte. Agradezco personalmente a mi Dios y Jesús que amo esta inmensa gracia y fuente de felicidad humana.

J.A.E., Franciscano 23-6-1996
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6. Deseo ser para mis hermanos enfermos bálsamo 
estimulante y confortador en su dolor y sufrimiento

Soy una religiosa enferma que renunciando a mis propios impulsos 
de quedar en el silencio y anonimato exterior y recinto monacal, me 
dispongo a enviarles mi pobre y limitado testimonio, buscando con ello 
la mayor gloria de Dios y el bien que pueda aportar con este granito 
de arena a mis hermanos enfermos para los cuales deseo ser 
bálsamo estimulante y confortador en su dolor y sufrimiento.
En día tan señalado como el de las misiones -20 de octubre- 
ingresaba en este amado Monasterio a mis dieciséis años recién 
cumplidos ya que el Señor me apremiaba a consagrarme a El en la 
vida religiosa claustral.
Venía con la ilusión de santificarme velozmente quizá mas bien con 
los ensueños de mi fantasía que con la realidad de esta vida en la 
que nos encontramos. Gozaba de buena salud y nunca recordaba 
haber tenido enfermedad, por ligera que fuera, en el hogar familiar.
Quizá por ese motivo, o por la impresión que me causó una 
religiosa que sufría fuertes dolores, me llegó a aterrorizar el dolor y la 
enfermedad especialmente los reconocimientos médicos por la 
sensibilidad de mi pudor. Esto, aun después de todo lo que me ha 
tocado pasar en mi larga vida de enferma, sigue siendo un tanto 
penoso para mi, ante lo cual es preciso mirar a Cristo en la Cruz y 
aceptarlo.
A los dos años de mi estancia en el Monasterio veía realizados mis 
grandes deseos de consagrarme al Señor a través de mis votos 
temporales. Día éste de grandes ilusiones e ideales, de entusiasmos 
y felicidad. Al ir transcurriendo los años, he querido agradecer al 
Señor diariamente el don de la vocación, derroche de amor, a la vez 
que me he dado cuenta que mi entrega a El en este día no fue 
generosa e incondicional, le puse cortapisas a su obra en mi. Le dije 
que estaba dispuesta a todo lo que el quisiera de mí, incluso a morir 
en aquel día si no le iba a ser fiel en mi consagración y añadí: todo 
menos la enfermedad. Y fue ésta la que se me dejó sentir cuando aún 
no habían transcurrido los dos meses de aquella entrega que siempre 
he calificado un tanto limitada e imperfecta
A partir de ese día, el dolor y el sufrimiento han sido mis 
compañeros inseparables y en ello he ido descubriendo esa mano de 
Dios que con su amor de Padre, me ha marcado la ruta tras las 
huellas sangrantes de Cristo hasta cuando El quiera consumar mi 
sacrificio.
He notado palpablemente el amor maternal de mi Madre Abadesa 
con todos los medios posibles para aliviarme en lo posible e incluso 
buscando un restablecimiento total. Aún tengo muy presente cuando 
a mis veintisiete años se decidió con la prescripción del médico me 
sometieran a unas sesiones de radioterapia con la esperanza de 
encontrar solución a mis dolencias. Ni yo me vi exenta del dolor, ni la 
Madre tuvo la satisfacción de ver realizados sus anhelos maternales, 
ya que no tardé en ponerme en un estado sumamente grave y 
alarmante. Meses de postración absoluta recibiendo de continuo un 
sin fin de atenciones y cuidados de Madres y Hermanas día y noche, 
ya que continuamente estaban a mi lado. Días y noches de dolores y 
fatigas sin poder descansar y siempre en la misma postura. Lo que 
me había aterrorizado lo tenía presente en mí pero ya no me 
asustaba mi estado, me sentía totalmente cambiada, sin duda alguna 
que era obra de la gracia que actuaba en mi pequeñez y pobreza. Ya 
me encontraba un tanto identificada con los designios de Dios para 
conmigo y puedo decir que en aquella etapa de mi enfermedad, como 
en otras graves que he tenido posteriormente, en medio de los 
grandes dolores físicos, he llegado a gozar y me he sentido feliz.
He palpado el amor de Dios haciéndose presente en mi vida de mil maneras para hacer posible me remonte sobre la humano y se convierte para mí en surtidor de valores divinos.
Pero no siempre ha estado presente en mi vida el gozo, también a lo largo de los treinta y siete años de enferma, no me han faltado momentos difíciles sumamente dolorosos, incluso deprimentes, en los cuales ha sido preciso avivar la fe, la esperanza y la caridad. Por puro amor se nos dio Cristo y aceptando morir por todos en la Cruz. A ese Cristo paciente y doloroso he intentado contemplar largamente en mi vida de enferma y aprender de El a saber sufrir, a saber aceptar... y encontrar en El esa fuerza que tanto necesito en este precioso camino. Con El -contando con mis limitaciones- procuro recorrer mi viacrucis diario suplicando con cierta insistencia a la Santísima Virgen, sea Ella la que me lleve en pos de Cristo, me una a El y con El me ofrezca el Padre en el Espíritu Santo.
Es el ideal que siempre llevo en el alma de unir mi sacrificio el gran 
sacrificio de Cristo Redentor. Ideal que es capaz de enriquecer y 
sublimar toda mi existencia, estimulándome a no desperdiciar el 
mínimo dolor y sufrimiento, ya que unidos a los de la Víctima Divina 
puedan beneficiar a la Iglesia y a toda la humanidad.
Quisiera hacer constar en estar líneas que mi agradecimiento es 
desbordante hacia el personal sanitario de los cuales recibo con 
cierta frecuencia en mis controles, atenciones que marcan 
hondamente huellas de agradecimiento en todo mi ser. Mi 
correspondencia a ellos es la oración y el ofrecimiento de mi dolor 
unido a los méritos de Cristo por sus intenciones y necesidades.
Finalmente, deseo animar a todos mis hermanos enfermos a recibir 
en cuanto les sea posible, el sacramento de la Unción de Enfermos. 
Mi experiencia sobre esto, es muy positiva y gozosa ya por dos 
veces.
La primera que recibí a causa de una intervención quirúrgica, fue 
solicitada con cierta ilusión y quise prepararme para ella con un retiro 
espiritual. La Unción actuó con fuerza sorprendente para mí y en sus 
efectos palpé el derroche de amor de Dios para conmigo.
Que Dios Uno y Trino me conceda y nos conceda a todos la gracia 
de morir configurados con Cristo por el dolor y en el amor.

M.G. Clarisa
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7. Cómo veo y vivo la vejez

Soy mayor, tengo en mi haber años de madurez, vividos, gracias a 
Dios, con mucha alegría, desde mi infancia hasta la hora presente. 
Aunque bien es verdad que no todo ha sido alegría, he pasado 
momentos muy angustiosos. A los casi tres años de casada mi marido 
tuvo una grave enfermedad del aparato circulatorio y le tuvieron que 
amputar una pierna. Tenía dos hijos muy pequeños y estaba en mi 
tercer embarazo, esto me produjo un gran derrumbamiento psíquico y 
moral. Tuve que reaccionar y sacar fuerzas para mantener 
un equilibrio en mi familia y, dado mi estado, lo tenía difícil. Tanto mi marido como yo, 
movidos por nuestra fe católica y el apoyo moral de nuestras familias, aceptamos este 
percance y todo lo que conllevaba.
Nos nació nuestro tercer hijo (una niña), esto le ayudó psicológicamente a mi marido. 
Después de una larga recuperación, se incorporó a su trabajo. Al cabo de unos años nos nació nuestro cuarto hijo. Todos se educaron y no carecieron de nada; luchamos por conseguir un hogar estable y dar a nuestro hijos toda la felicidad posible.
Gracias a mis convicciones religiosas, llevé con entereza toda la enfermedad de mi marido y le ayudé a que él también la llevara, fueron unos treinta y cinco años de lucha. Procuré, en todo momento, servirle con un amor lleno de entrega hasta el final de su vida.Esto ha sido un prólogo, una semblanza de lo que ha sido mi vida. Que me marcó fuertemente, me enseñó a aceptar situaciones y a desarrollar mi espíritu de lucha.
Ahora quiero relatar como veo y vivo el ser mayor. Y digo, ser 
mayor, omitiendo vieja o vejez, porque creo que las personas no 
envejecemos, envejecen los objetos, las personas crecemos en edad, 
sabiduría, etc.
Ser mayor es una etapa más de la vida, en la que casi todo se 
transforma, te haces sentimental y quizás mimosa; pero nunca puedes 
ser egoísta o caprichosa, ni vivir acomplejado. Aunque el cuerpo 
empiece a desmoronarse, a medida que inevitablemente disminuyen 
las fuerzas físicas, tenemos que hacernos más fuertes y valientes, 
seguir la conquista y lucha que es la vida. Tenemos que crecer al 
máximo en ésta etapa.
He aceptado esta etapa como una bendición del cielo, como un 
regalo de Dios y no tengo frases de agradecimiento para el Creador. 
Creo que la vida tiene su ritmo y no lo podemos alterar. Es sabio, 
prudente y feliz, quien acepta y se adapta a este proceso. Esto 
conlleva el aceptarnos a nosotros mismos.
Antes mencionaba el dar gracias a Dios, lo hago por los años de 
vida que me ha regalado, por la salud y la alegría que poseo, por 
tener la conciencia en paz, por mi fe, por mi familia, por mis amigos y 
por tanta gente buena que hay en el mundo, todo esto me ayuda a 
seguir caminando y luchando.
Procuro no cometer imprudencias con mi vida, ni con la de los 
seres queridos que me rodean: mis hijos y nietos (por supuesto que 
en los hijos incluyo a los políticos, a todos los quiero y respeto).
Mi vida transcurre de forma normal, trabajo durante la mañana en 
las labores del hogar, salgo de compras cuando lo necesito, voy a la 
peluquería, acudo a misa siempre que puedo, voy a alguna que otra 
visita, leo el periódico y veo la televisión, visto a la moda (como 
corresponde a una señora con algunos años), uso zapatos de tacón, 
todos los días cuido mi piel con cremas y me pinto de forma discreta. 
En mi arreglo personal, una de mis grandes pasiones son los 
recogidos del pelo (moños).
Todo estos arreglos los hago porque creo que tenemos que cuidar 
nuestra imagen exterior, una imagen vale más que mil palabras. Así, a 
este exterior podrá fluir nuestro interior, que, por supuesto, es el que 
más hay que cuidar.
Me gusta mucho la música, en mi juventud estudié la carrera de 
piano, aún dedico mis ratos a tocar alguna partitura y a hacer 
ejercicios musicales para conservar agilidad en los dedos. Cuando 
oigo música bailable en la televisión, dejo lo que estoy haciendo y me 
pongo a bailar. También me gusta escribir, en algunas ocasiones 
escribo algún poema, donde plasmo parte de mis vivencias. Para 
terminar este apartado, también quiero decir que hago de canguro 
cuando mis nietos me necesitan.
Como verán, para mí ser mayor no es motivo de tristeza, ni de 
marginación; todo lo contrario, es alegría, plenitud, sabiduría, etc.
Quisiera matizar algo de lo que significa para mi la sabiduría. Es el 
aprendizaje que te da la vida, es el cúmulo de experiencias vividas, la 
adquisición de grandes dosis de humildad y sencillez, para cuando 
llegue el momento de aceptar dependencias o servicios, hacerlo con 
dignidad y sin amargura. Llenarnos de autodominio, para, en muchas 
ocasiones, poder practicar la regla del silencio y de la prudencia. Y 
así, poder hacer fácil la vida a los que nos rodean y abstenernos de 
manifestaciones de quejas, egoísmos, implicaciones en problemas 
familiares, indebida protección a nuestros nietos, etc. Ésto, por 
supuesto, no quiere decir desconectarnos de la vida familiar, 
podemos dar un consejo u opinión, pero en el momento oportuno y 
con una gran prudencia. Es aceptar la forma de vivir hoy, comprender 
y apostar por los jóvenes. Seguro que si aceptamos a los demás, nos 
sentiremos aceptados, rodeados de cariño y se volcarán en nosotros. 
Es muy probable que todo aquello que hicimos los padres por 
nuestros hijos cuando eran pequeños, lo recibamos con creces. Los 
padres hemos sido portadores de la gratuidad, hemos dado la vida 
por nuestros hijos, hemos sufrido con ellos, hemos luchado por ellos y 
hemos renunciado a todo o casi todo por ellos, amamos a los hijos ya 
antes de nacer.
Yo, gracias a Dios, he recibido la recompensa del amor de mis 
hijos y nietos, en ningún momento me he sentido abandonada, ni 
marginada. Pero, por desgracia, no es el caso de todos los mayores. 
Aún así, esas personas que se sienten abandonadas, marginadas, 
tienen que luchar, seguir viviendo y apostar por la vida. Quiero, con 
mis humildes palabras, enviarles un mensaje lleno de cariño, 
esperanza y fraternidad. Decirles que no desesperen, por suerte hay 
Centros y personas que rebozan de solidaridad y cariño. Es el caso 
del Hospital de San Martín, con ese equipo de personas tan buenas y 
humanas que dirige el Director, Dr. Sinforiano Rodríguez, hombre 
bueno, sensible y humanitario a quien admiro y respeto. El, la 
Asistente social, los Ayudantes Técnicos Sanitarios y el resto del 
personal, trabajan y luchan día a día por dar a los residentes el calor 
y amor de una familia y de un hogar.
Personas como éstas y como otros, que trabajan en Centros 
dedicados a la Geriatría, son fuente de esperanza para muchos, 
seguro que en ocasiones habrán podido decir: benditos sean los que 
me miran con simpatía, los que acarician mis manos temblorosas y 
torpes, los que comprenden mi falta de cariño, los que me acompañan 
en mi sufrimiento y soledad, los que me regalan su tiempo a cambio 
de escuchar siempre lo mismo, los que me ayudan en los últimos 
momentos de mi vida y enjugan el sudor de mi agonía.
En muchas ocasiones me pregunto: ¿Por qué los hijos abandonan 
a los padres cuando son mayores?, ¿Por qué los miran como 
estorbos y los internan en Centros?, ¿Por qué no hay un buen plan 
Geriátrico?, ¿Por qué hay tantas barreras arquitectónicas?, ¿Por qué 
no nos educan para llegar a mayores?, ¿Por qué no hay preparación 
psicológica para la jubilación?, ¿Por qué hay tan pocos espacios 
lúdicos y culturales?, ¿Por qué tenemos que vivir con pensiones 
míseras?, ¿Por qué muchos mayores no tienen una vivienda digna?, 
¿Por qué hoy que está tan de moda la palabra solidaridad, no se 
potencia el voluntariado para los mayores?.
En fin, ¿Por qué los mayores no somos rentables., ni para el 
Gobierno, ni para la sociedad y, en muchas ocasiones, para la propia 
familia? Creo que la respuesta no es muy difícil, todo es fruto de esta 
sociedad individualista, capitalista, donde se rinde culto a lo joven, 
donde se mira y valora lo que tienes, no lo que eres. Los mayores, 
quizás materialmente tengamos poco que dar, pero, espiritualmente y 
moralmente sí que podemos dar mucho. Yo quisiera pedir al Estado y 
a la sociedad, que no nos miren como una carga, que no 
desperdicien la valía intelectual de los mayores y procuren 
ocupaciones útiles para los que aún tienen capacidad. Que valoren la 
vida que hemos gastado sirviendo, haciendo caminos y aprovechen 
esas vivencias de humanidad y cultura que podemos aportar a las 
nuevas generaciones.
Los niños, los jóvenes y los no tan jóvenes, tendrían que saber 
que sus corazones podrían cambiar el rostro de muchos mayores, la 
solución es el amor. Es sabido que el hombre necesita amor desde 
que nace hasta que muere. Pero, es bueno recordar, que esa 
necesidad es más apremiante en los años en que ese afecto es 
imprescindible para vivir. Los mayores no buscan tanto la comodidad, 
buscan la compañía, comprensión y cariño.

Rosario Naranjo Vda. de Luzardo.
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8. NO ME LLAMES VIEJO

No me llames viejo 
porque la vida me avanza 
y mi cuerpo se estremezca.

No me llames viejo, 
porque mi pelo es blanco, 
y mi mente oscura 
y la tuya resplandezca.

No me llames viejo, 
porque necesito ayuda 
y tú eres quien me la presta. 

No me llames viejo, 
porque nacer es un camino 
y todo el que nace envejece.

No me llames viejo 
porque la vida es un servicio 
y todo el que sirve envejece.

No me llames viejo, 
llámame hermano, amigo. compañero... 
porque todos en el fondo, 
llevamos un niño, un joven dentro.

No me llames viejo, 
por favor, ámame, compréndeme, 
respétame y acéptame.

No me llames viejo, 
no repudies mi cuerpo, 
que estoy cargado de sufrimiento 
y llevo el peso de toda una vida dentro. 

¡Por favor, no me llames viejo! 

(Enero de 1995)
Rodríguez S., Castellano A.
Intervención clínica y psicosocial en el anciano. ICEPS 1995
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9. Saber sonreír a «la criatura más hermosa y amable, la 
hermana muerte ...»

... Como un profesor de setenta años
Se trata de Enzio Franceschini, intelectual de fama internacional. 
En el discurso de despedida de su ilustre carrera en la Universidad de 
Milán, dijo unas palabras que todos, ancianos y jóvenes, deberían 
meditar: «Puesto que concluye en este día una vida, permitidme una 
reflexión final. Me he preguntado frecuentemente por la razón de mi 
optimismo a ultranza, que a muchos les parece ingenuidad. Y es que, 
si considero cómo era el mundo hace sesenta años -cuando 
comenzaba a reflexionar-, siento escalofríos. Es verdad que 
actualmente han disminuido los peces en las aguas, en los torrentes, 
en los ríos y hasta en los mares, aguas que ya no están claras, sino 
sucias y contaminadas; es verdad que entristece la vegetación ante las chimeneas humeantes que se elevan hacia el cielo en lugar de los verdes árboles; es verdad que se vacían los campos y se agigantan monstruosamente las ciudades, a todo lo cual habrá que buscar remedio cuanto antes.
Pero ¿qué decir del hombre? ¿Del hombre? La cultura ha crecido y se ha difundido enormemente; el bienestar alcanza a todos los estratos de la población; es posible eliminar la miseria material; la vida doméstica cuenta con medios que la hacen más cómoda, como la calefacción, los termosifones, los ascensores y los electrodomésticos; hay aviones 
supersónicos, automóviles y trenes de lujo para todos; hay radio, teléfono y televisión; la tierra resulta pequeña y crecen los desiertos; hay rascacielos; el hombre llega a la luna; la media de la vida humana supera los setenta años y se ganan batallas a la enfermedad. Por otra parte, se ha logrado una libertad general, una obediencia consciente, la democracia, una alimentación incomparablemente mejor, llevamos más de cincuenta años sin guerras.
¿Acaso no es todo esto un progreso más que material del que el 
hombre de finales del siglo XX puede sentirse orgulloso?
Esa es una de las razones de mi optimismo, aunque no la única. 
Hay otras más importantes. Cuando era joven sin advertirlo, luego 
plenamente consciente, he sabido siempre distinguir en lo contingente 
y lo eterno, y sólo a esto he estado atento y creído. Que el reino de 
Dios se difunda cada vez más entre los hombres, que la superficie 
luminosa y cálida de la gracia aumente bajo el empuje de la caridad 
en mí y en los demás, tal es lo eterno, lo único que en el fondo 
importa.
A pesar de las apariencias, todo ello se advierte claramente si se 
tienen ojos y oídos sensibles a lo sobrenatural. Este mundo, tan 
perverso a primera vista, está realmente poblado de santos. He 
conocido cerca de mí a veintidós personas, hombres y mujeres, con 
quienes he vivido, cuyo proceso oficial de beatificación ha 
comenzado. Uno, el más pequeño y humilde, ha subido ya al honor de 
los altares. Pero ¿cuántos otros hay desconocidos para los hombres 
y conocidos por Dios? ¿Cuándo en el pasado de gracia un hombre de 
muchos conocimientos, pero tampoco excesivos, se encontró en una 
condición como ésta? Creedlo, la Iglesia, conducida por el Espíritu 
Santo -que nunca yerra y sopla incluso donde los hombres miopes no 
querrían-, se encuentra en los umbrales de una maravillosa 
primavera, cuyos primeros síntomas brillan ya. Por favor, no deis 
crédito a los periódicos, a los rotativos, a las noticias con títulos en 
gruesos caracteres, a la radio. Eso son crónicas fugaces de lo 
contingente, no historia, y apenas rozan la epidermis de la 
humanidad. Escuchad más bien en su fondo el ruido imperceptible de 
la bondad y de la santidad que brota, ola que en breve se convertirá 
en marea. ¿Cómo no ser optimista?

«Espero la muerte con alegría»
Espero con este optimismo y con alegría a la criatura más hermosa y amable, a la hermana muerte.
No tengáis miedo de esta palabra. La espero desde hace muchos años y quizá precisamente por esto todavía no ha llegado. La vi por vez primera el 27 de noviembre de 1929 al precipitarme de la cima el Picheia, en las montañas de Riva di Garda, cuando era reciente subteniente de la 69ª compañía de los Alpinos y participaba en una maniobra difícil de entrenamiento. En los instantes de la caída, que parecían interminables, la muerte estaba a mi lado y vimos juntos, con calma, las páginas de mi vida, corta todavía. Al final, aquella bellísima mujer me sonrió y desapareció. Mi cuerpo se detuvo milagrosamente en el borde del precipicio mientras los soldados de m¡ compañía descendían a comunicar mi muerte.
Volví a verla cuarenta años después, el 13 de septiembre de 1968, entre los hielos del Ortles y con el ataque de una trombosis cerebral. Me encontraría bastante peor de como me véis ahora si no hubiera contado con el auxilio de mi sobrina y de su novio entonces, médicos los dos, que 
fueron los primeros a auxiliarme, y con el cuidado de los médicos de 
Trento. Blanca y hermosa, con ojos sonrientes, se subió al helicóptero 
conmigo y me apretó las manos, invisible a todos menos a mí, la 
hermana muerte. Deshojamos juntos, con calma, las abundantes 
páginas de mi larga vida, una a una. Al llegar al final, cerró el libro y 
sonrió como la vez anterior. Me acarició delicadamente y desapareció.
¿Cómo no habría de amar? ¿Cómo callar que la quiero? ¿Cómo 
no esperarla con anhelo sereno y paciente? ¿Cómo no querer verla 
como el final y sí como el principio de la Vida? Dice la liturgia. «El que 
ha de venir vendrá, y no tardará, y ya no habrá temor en nuestra 
tierra ... ».
Repito desde hace muchos años en voz baja, durante los silencios 
interminables de mi vida solitaria, esta oración. Tengo ya setenta 
años y, teniendo en cuenta lo sucedido, no puede considerarme entre 
«los más fuertes» de quienes habla el salmo 89. Por eso, vendrá y no 
tardará. Ojalá encuentre en un cuerpo cansado un alma de veinte 
años.
Así pues, colegas, alumnos, amigos presentes y ausentes, adiós. 
Pronuncio separada esta hermosa palabra de saludo cristiano, a 
Dios. Creed en la ciencia. Es suficiente un fragmento arrancado a las 
tinieblas (la comprobación de un hecho, de una fecha, de una cara 
del pasado que sale de la sombra) para provocar una gran alegría. 
Pero creed más y vivid en la caridad, que es Dios. Odiad la mentira, la 
falsedad, el chanchullo, la superficialidad. Odiad sobre todo la 
injusticia y usad todos los medios a vuestro alcance para que no 
prevalezca. Amad a los hombres, también con la inteligencia, y 
tratadlos con un amor cordial.
Dije y repito estas cosas como si fuera un viejo de setenta años, 
encorvado por el peso de los achaques. Pero si los años son 
justamente setenta, según al empadronamiento, espero que según la 
gracia sean realmente veinte. Veinte, bajo la mirada acogedora de la 
Virgen, reina única de mi corazón indiviso.
Siento que pronuncio estas palabras con la misma fuerza, la misma 
frescura y el mismo entusiasmo con que pronuncié mi preludio el 18 
de abril de 1939, a las cinco de la tarde, igual que hoy. Aunque con 
pasión menos encendida porque veo ante mí sólo caras sonrientes de 
amigos.
¿Acaso no es esta sonrisa el mejor viático para los pocos o 
muchos años que aún me esperan? En el nombre del Padre, del Hijo 
y del Espíritu Santo. Amén».