LA TERCERA EDAD: 
UNA APERTURA A LA TRASCENDENCIA


por Eduardo López Azpitarte


LA NUEVA SITUACIÓN PSICOLÓGICA 
Las estadísticas señalan el progresivo aumento de personas 
mayores en nuestra sociedad. En el espacio de unos años, la 
pirámide de edades va a sufrir un cambio espectacular y significativo. 
Y lo que preocupa no es tanto el envejecimiento en sí, sino la 
velocidad y amplitud que reviste, hasta el punto de que el siglo XXI 
podrá pasar a la historia como el siglo de la ancianidad. En los 
próximos años, casi el 20% de la población en las naciones 
desarrolladas serán personas mayores de 65 años 
Por otra parte, la medicina ha mejorado extraordinariamente el nivel 
de salud psíquica y biológica de nuestros mayores. La geriatría y la 
gerontología, como nuevas especialidades médicas, han posibilitado 
que estas personas se acerquen a la vejez en condiciones de 
prevenir mucho mejor sus deficiencias, hacer frente a sus posibles 
patologías y recibir las ayudas necesarias para esta situación. 
Aunque todavía nos quede mucho que avanzar por este camino, no 
cabe duda que ya hemos recorrido un buen trecho. 
Todo esto significa que, antes del envejecimiento más pronunciado, 
a un tanto por ciento bastante grande de individuos les quedará un 
periodo de 15 ó 20 años, en los que, sin mayores limitaciones o 
deficiencias, se encontrarán apartados de toda actividad social, al 
margen del trabajo o profesión que habían desarrollado 
anteriormente. Es decir, la jubilación no se identifica con la inutilidad, 
con el pasivismo ocioso, con la invalidez del cuerpo o de la mente. Se 
trata más bien de una época en la que aún es posible abrirse a otras 
dimensiones, henchidas de riqueza y optimismo 

EL ENFRENTAMIENTO CON LA REALIDAD:
UNA SITUACIÓN NO SIEMPRE AGRADABLE 
Es cierto que humanamente no es para muchos la etapa ideal. 
Sería ingenuo no admitir las experiencias negativas que afectan en 
estos momentos. Hay como un cierto sentimiento de rechazo social, 
pues la cultura dominante no aprecia la vida de aquellos que no 
producen y hasta se les designa con el nombre de clases pasivas. 
Los jóvenes vienen por detrás, abriendo nuevos caminos y dejando 
marginados a los que entregaron su vida con anterioridad, sin 
agradecer muchas veces los servicios prestados. Son ciudadanos de 
un país extraño, en el que no siempre se encuentran integrados. Los 
mensajes implícitos que reciben les hacen sentirse sin esta 
pertenencia, pues la cultura, los gustos y costumbres, la pérdida de 
amistades, provocan cada vez más el aislamiento de un entorno que 
les resulta lejano e incomprensible. Hasta los cambios urbanísticos 
terminan por destruir aquellos lugares que guardaban los recuerdos y 
momentos felices de otras épocas.
No es extraño, por tanto, que la soledad y el abandono acompañen, 
con más o menos fuerza, en esta etapa final. Pero reconocer con 
realismo esta situación, no significa dejarse vencer cobardemente por 
ella. Lo peor en tales momentos sería encerrarse en sí mismo, huir 
con los recuerdos hacia un mundo pasado para no encontrarse con la 
realidad de la que quieren ingenuamente escaparse. O llevar una vida 
de inercia y aburrimiento, que pretenden encubrir con otras evasiones 
superficiales y que no eliminan su malestar interior. Una cierta tristeza 
persiste por dentro que agría y entorpece las buenas relaciones con 
los demás y que, a veces también, aflora en el rostro de estas 
personas.
La misma sociedad empieza a preocuparse para ofrecer a este 
colectivo nuevas posibilidades que fomenten su cultura y desarrollo 
humano. Las aulas y cursillos de tercera edad, que se van 
multiplicando por todas partes, buscan cumplir con este objetivo. Sin 
embargo, los creyentes tenemos otras alternativas para conseguirlo, 
que quisiera sugerir con brevedad. La vejez constituye para nosotros 
una llamada hacia la trascendencia, que nos abre a Dios y a las 
personas que nos rodean.

LA EXPERIENCIA DEL ENVEJECIMIENTO:
HACIA UNA RECONCILIACIÓN HUMANA 
La vida se constata en las vivencias inevitables de las pérdidas y 
despojos. Desde que nacemos no es posible subsistir, sin dejar a 
nuestras espaldas algo que abandonamos. La renuncia es condición 
necesaria para seguir adelante. Lo que acontece es que, para el 
joven y el adulto, tales pérdidas no tienen mayor resonancia, pues 
viven de cara a un futuro, cargado de expectativas y nuevas 
posibilidades, que compensa cualquier frustración. Aun en las 
circunstancias más molestas, queda por dentro una esperanza que 
suaviza cualquier dificultad. Están en camino hacia una meta que 
ilusiona y a la que aspiran, y abandonar el pasado lo hacen con 
gusto, como una condición necesaria para subir hacia arriba. Lo que 
se deja es para suplirlo de inmediato con otra alternativa mejor.
En la persona mayor, su mirada se centra mucho más en el pasado 
ante las pocas posibilidades que le ofrece su porvenir. La realidad 
que ahora vive ha perdido la riqueza de otros momentos anteriores. El 
deterioro orgánico, aun sin patologías concretas, aumenta de forma 
continua. La impresión de que las capacidades biológicas se reducen, 
y la falta de fuerza, en los diferentes niveles de la personalidad, 
recuerdan con insistencia, aunque no interese constatarlo, que la 
esperanza de vida se va también agotando. No se trata só1o de las 
pérdidas más dramáticas, como la enfermedad crónica, el ingreso en 
una institución asistencial o una inmovilidad permanente, sino ese 
cúmulo de pequeños gestos e incidentes de la vida ordinaria que, 
aunque sean mínimos e insignificantes desde fuera, transmiten un 
mensaje permanente: han dejado de ser lo que eran antes.
Por eso, no queda otro consuelo que evocar su pasado para que 
otros vean -y la misma persona mayor se convenza- que sigue siendo 
alguien, a pesar de las deficiencias actuales. Si necesita repetir los 
acontecimientos de su historia es porque desea que otros la 
escuchen para que nadie olvide que su vida fue bastante diferente a 
la que ahora se va apagando. El aún no del joven, que dinamiza y 
estimula su avance en medio de sus abandonos inevitables, se ha 
convertido en el ya no del viejo, sin nada para substituirlos.
Yo creo que, aun humanamente, es posible llegar a una 
reconciliación. Se trata de reconocer la propia finitud de la existencia y 
aceptar el destino que a todos nos afecta, aunque sea doloroso, sin 
rebeliones internas que no sirven para nada. Hay que enfrentarse con 
esta verdad, por muy desagradable que parezca, como la única 
condición para vivir con paz y serenidad estos momentos. Es 
entonces, cuando el creyente puede escuchar la llamada de Dios con 
una fuerza más grande. Si el abrazo con el destino constituye, incluso, 
una terapia psicológica, la mirada sobrenatural ofrece una nueva 
perspectiva, cargada de esperanza.

DIOS SE ACERCA ENTRE LOS DESPOJOS DE LA VIDA 
A estas alturas de la vida, cualquier persona ha tenido ya múltiples 
experiencias de tantas cosas como se van quedando en el camino. 
Son muchas las pequeñas muertes que se han vivido para no darse 
cuenta de que todo es frágil y relativo. Sólo Dios se vislumbra como el 
único absoluto y la meta definitiva hacia la que nos dirigimos. Lo que 
acontece, como sabemos también por experiencia, es que nuestro 
caminar se hace cansino y lento, pues nos sentimos muchas veces 
atraídos por otras realidades que obscurecen a Dios. Nos cuesta 
estar libres y despojados para convertirlo, de verdad, en el valor más 
importante. Por ello, cuando la vida nos impone con realismo ese 
continuo despojo, el cristiano podría ver, en ese acontecimiento 
humano y universal, una presencia salvadora.
Dios mismo es quien acosa, destruye ilusiones engañosas, cierra 
salidas falsas, despoja de lastres que paralizan, corta amarras, 
purifica el corazón y lo libera, para que por fin no tengamos otro 
remedio que entregarnos a Él. Es una pedagogía amorosa que facilita 
este gran descubrimiento. La ruptura de tantas esperanzas ha hecho 
vislumbrar la única Esperanza. Las estadísticas constatan que la 
religiosidad aumenta en las personas mayores. Algunos interpretan 
este dato como una búsqueda de seguridad definitiva, cuando las 
humanas se vienen abajo; como recurso eficaz para superar los 
temores inconscientes ante la muerte y el más allá desconocido. 
Aunque la experiencia sobrenatural tenga sus ambigüedades y esté 
condicionada por mecanismos psicológicos, sería falso encontrarle 
esta sola explicación. Son momentos propicios para comprender mejor 
la relatividad de las cosas y alzar la mirada por encima de ellas, 
abriéndose con asombro a los nuevos horizontes de la fe. Como si 
Dios quisiera prepararle a cada anciano la hora en que él también, 
como Simeón, pudiera recitar su cántico gozoso: «ahora, Señor, 
según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque han 
visto mis ojos tu salvación» (Lc 2, 29-30).

LA OFRENDA DE LA PROPIA VIDA:
GESTO DE SUMISIÓN Y AGRADECIMIENTO 
Si es la hora del encuentro con el Dios que nos espera y al que 
hemos consagrado la vida, estos años finales revisten una 
significación especial. Es la época propicia para entregar en manos 
del Creador, como gesto de sumisión y agradecimiento, la ofrenda 
última y definitiva. El fue el origen de nuestra existencia, que un día 
recibimos como regalo de su amor, y también la meta final a la que 
estamos destinados. Lo que hace tiempo se nos dio, queremos de 
nuevo entregarlo a su dueño con cariño.
Esta respuesta agradecida es lo mejor que puede realizarse 
durante la ancianidad. Jesús mismo había dicho que nadie tiene más 
amor que el que da la vida por sus amigos. «Por eso me ama mi 
Padre, porque yo me desprendo de la vida para recobrarla de nuevo. 
Nadie me la quita, la doy voluntariamente» (Jn 10, 17-18). Esta frase, 
que puede aplicarse a la experiencia de nuestro morir diario -mientras 
la vida se agota progresivamente-, alcanza su mayor expresión en 
este último trayecto, cuando todo se apaga y desvanece. Es el 
momento de la ofrenda final, después de haber ido entregando tantas 
cosas como fueron desapareciendo. Ahora sólo queda un resto de 
existencia, al que seguimos apegados por ser lo más nuestro y lo que 
más queremos. Entregarla voluntariamente al Señor es el gesto de 
cariño más verdadero.
El verdadero creyente, podríamos decir, se adelanta a su propia 
sentencia. No es la enfermedad ni los años los que imponen su ley, 
aunque no podamos evitarla, es el corazón quien ofrenda la vida 
porque no tiene nada mejor que ofrecer. Hasta la impotencia final se 
hace fecunda. La siembra que acepta pudrirse, como el grano de trigo 
para producir la cosecha, no acaba hundida en el surco: «el que ama 
su vida la pierde y el que desprecia la propia vida en este mundo la 
conserva para una vida eterna» (Jn 12, 25).

TESTIGOS DE LA TRASCENDENCIA:
CONTEMPLANDO LAS HUELLAS DE DIOS EN EL PASADO 
No creo que haya otra oración más densa y auténtica que ésta, 
para llenar los ratos de silencio y hasta para cicatrizar las heridas del 
corazón. Tampoco se requiere mucho esfuerzo ni un gasto de 
energías excesivo. Es el recuerdo permanente, que se explicita en 
muchas ocasiones, de que la vida entera se le ofrenda al Señor, como 
el gesto de amor más grande. Nadie sabe la vejez que le espera. Los 
condicionantes de todo tipo pueden reducir al extremo la energía vital. 
Es una posibilidad que no depende de nosotros y que ciertamente no 
resulta deseable. En cualquier caso, por ello, habría que estar 
preparado para semejante eventualidad. Y la única forma de 
prevenirla es haberse acostumbrado a repetir con anterioridad, 
cuando las fuerzas y la lucidez aún se conservan plenamente, esta 
entrega confiada y agradecida.
En un mundo tan opaco como el nuestro a la dimensión religiosa, 
estas personas mayores, aunque puedan parecer inútiles, se 
convertirían en un testimonio impresionante de trascendencia. Todos 
necesitamos que nos repitan muchas veces que Dios es lo único 
absoluto. Un rostro estropeado por los años y una vida gastada, sin el 
relieve y la influencia de antes, pero henchida de esperanza e 
iluminada por la fe, es un regalo formidable para todos. No hay 
nostalgia del pasado, como si deseara conservar aún lo que ya se 
entregó con gusto. Si también echa la mirada hacia atrás y goza con 
recordar lo anterior es porque, desde la cima en la que ahora se 
encuentra, se hace más fácil contemplar las huellas de Dios en su 
pequeña historia que todavía continúa.
Pero esta cercanía de Dios fomenta también una apertura hacia los 
demás, que elimina el riesgo de una actitud solitaria, egoísta, 
centrada en sus preocupaciones personales, como si los otros no 
contaran nada más que para valerse de ellos. La sabiduría que los 
mayores han remansado en su corazón debería manifestarse, sobre 
todo, en esta doble actitud.

LA HORA INEVITABLE DEL RELEVO:
UNA ACTITUD SOLIDARIA Y ALTRUISTA 
La realidad demuestra lo que duele aceptar la hora del relevo, del 
aparcamiento, cuando por detrás llegan nuevas generaciones que 
desean abrirse paso y se empieza a no contar ya con la experiencia 
de los mayores. Muchos proclaman y quieren convencerse a sí 
mismos, contra la injusticia que los otros cometen, que aún están 
capacitados para cumplir con las tareas de siempre y con una 
preparación superior a cualquier novato. Cuesta entregar el testigo, 
como si fuera un robo que se comete cuando alguien nos sustituye, 
sin acordarnos que eso mismo hicimos nosotros con anterioridad y sin 
ningún complejo de culpa, cuando también se apartaron a los que nos 
precedían por delante.
Es curioso constatar cómo todas las justificaciones que se ofrecen 
para no perder el trabajo activo, la responsabilidad y la influencia de 
antes sólo tienen un valor definitivo para el sujeto que las hace y que 
intenta repetirlas para llegar a convencerse. Lo que molesta es asumir 
las condiciones del destino. Que el ritmo de vida trepidante, dinámico 
y creador no sólo ha ido disminuyendo con el paso de los años, sino 
que ahora, con la conciencia de que aún podría continuar más 
tiempo, lo condenan a una marginación laboral y lo relegan como algo 
que ya no es necesario.
Aun cuando todavía existieran fuerzas y capacidad para 
desempeñar el mismo trabajo y se deseara la permanencia en él, hay 
que recordar que por detrás vienen otros, cargados de ilusiones y 
esperanzas que no podrán realizar, mientras no haya espacio para 
ellos en una sociedad donde no caben todos los trabajadores. El 
sereno retiro hacia la jubilación es una actitud solidaria con aquellos 
que buscan un horizonte más estable y una forma de caridad 
evangélica para los que están, por esas circunstancias, necesitados 
de estímulo y ayuda. El relevo así aceptado es fruto de una 
comprensión benevolente que, a lo mejor, no tienen los jóvenes con 
las personas de mayor edad. Pero en algo habrá de notarse la 
sensatez y la sabiduría de los mayores. Su solera, como la de los 
buenos vinos, se almacena en las bodegas del tiempo.

LIBERTAD PARA LA AYUDA Y EL SERVICIO:
LA VIDA QUE SE COMPARTE 
Una época también en la que, por la ausencia de otras obligaciones 
laborales, queda un espacio de tiempo mayor para otro tipo de 
actividades. Las circunstancias de cada uno podrán ser diferentes y, 
en algunos casos, ciertos condicionantes podrían disminuir el margen 
de libertad. Pero la salud y la capacidad de este colectivo serán 
todavía, durante bastantes años, una fuerza y una riqueza, que no 
deberían perderse con el aburrimiento y el ocio estéril. Es consolador 
observar la ayuda formidable que muchos de estos creyentes ofrecen 
a la pastoral de la Iglesia o en trabajos sociales. El tiempo y el corazón 
que ponen en tantos servicios asistenciales de toda índole, que no es 
necesario ahora enumerar aquí. El aumento significativo de personas 
en esta situación exigiría también, por parte de los responsables de 
estas instituciones, una adecuada planificación para ofrecer a cada 
uno los trabajos más adecuados a su propia capacidad.
La vida que se entrega a Dios es para compartirla también con los 
otros. Y esta doble apertura religiosa se convertiría además, incluso 
desde el punto de vista psicológico, en una estupenda laborterapia 
para las personas mayores. La sensación de estar ocupadas y de que 
todavía prestan alguna colaboración, no sólo entretiene, sino que 
dinamiza y estimula para no darse por vencidas y quedar encerradas 
en sus propios problemas. No hay mejor regalo para la psicología del 
anciano que fomentarle de esta manera el sentimiento alegre de que, 
a pesar de sus posibles achaques, continúa siendo útil y provechoso. 
A algunos les he oído decir, cuando se les ofrecía retirarse de su 
trabajo para su mayor comodidad, que prefieren el cansancio y el 
esfuerzo de una tarea que no permanecer ociosos y sentirse por 
completo inútiles.
El esfuerzo social que hoy se hace para llenar los muchos tiempos 
libres en las personas de tercera edad es digno de todo encomio. Es 
una forma de potenciar los valores personales, cultivar las propias 
aficiones, descubrir otras maneras de distraerse que no sean sólo 
tomar el sol, ver la tele o jugar a las cartas, aunque tampoco esto sea 
condenable en su debida proporción. Pero esta alternativa humana 
quedará suplida con creces, cuando el creyente consagra este 
período de su existencia a las tareas más en consonancia con su 
propia fe. El servicio a la Iglesia, en sus diferentes modalidades, 
dejará más lleno el corazón que cualquier otra actividad.

EL MOMENTO DE LA AUTENTICIDAD:
NO EXISTEN ANCIANOS INÚTILES 
La sabiduría del Eclesiástico recuerda con un enorme realismo: 
«Cuando llega el fin del hombre, se revela su historia...: que sólo a su 
término es conocido el hombre" (Si 11, 27-28). Traducido a nuestra 
manera, podríamos decir que en la vejez se manifiesta la verdad más 
profunda del ser humano, lo que llevamos por dentro y habíamos 
escondido bajo las apariencias de una fachada exterior, que ya no se 
puede sostener. Las fuerzas físicas y las presiones sociales se han 
debilitado hasta el punto de no poder encubrir la realidad de nuestro 
interior. Aflora hacia afuera la autenticidad positiva o negativa que se 
había labrado por dentro, en el curso de la propia historia. A medida 
que se envejece, la persona demuestra sencillamente lo que es, sin 
las máscaras que deformaban su verdadera imagen.
Ahora que las personas mayores irán aumentando de manera 
significativa, como hemos dicho, sería una gracia extraordinaria que, 
en la misma proporción, fueran cada vez más los ancianos y ancianas 
que se convirtieran en testigos de esta doble trascendencia hacia 
Dios y hacia los demás. Lo más opuesto a una comunidad cristiana es 
un pueblo de viejos, que no se identifica por la fecha de su 
nacimiento, sino por la falta de alegría, esperanza, ilusión, solidaridad. 
El creyente que se ha dejado iluminar por Dios vive con un talante 
distinto, porque ha descubierto -y lo transmite sin querer a su 
alrededor- que sólo Él vale la pena, sin que ello suponga un 
desprecio o rechazo de los buenos momentos, de los gozos humanos, 
de tantas experiencias positivas, que hicieron el camino más gustoso 
y llevadero. Recogiendo una metáfora de san Pablo (2 Cor 5, 1), 
también él, en la medida que la morada terrena se desvanece y las 
esperanzas humanas se quiebran, siente la experiencia interior de 
que Alguien queda como absoluto, como lo único de veras 
importante.
El gran regalo de la fe es la certeza de que, en el atardecer de la 
vida, se ve con más fuerza la cercanía de Dios. Y esta misma 
presencia invita, a su vez, a una entrega generosa al servicio y 
preocupación por los demás. Aunque no se pueda dar mucho, pero lo 
más importante en estos momentos, como el óbolo de la viuda (Lc 21, 
1-4), es ofrecer, con el corazón henchido de cariño, lo poco que se 
tiene. Si este testimonio se multiplicara, nadie podría decir, entonces, 
que la vejez termina siendo una edad inútil e insensata.

Eduardo LOPEZ AZPITARTE
LABOR HOSPITALARIA, Nº 236.Año 1995-2.Pág. 159-163

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