LA HUMANIDAD EN EL ANCIANO
Mariano Galve Moreno
Esta comunicación nace de uno de los problemas más angustiosos
de nuestras comunidades occidentales: ese índice, al alza, de
ancianos obsoletos. Y porque son muchos, no ofrecen interés ni
significan nada debemos admitir, claramente, que no sabemos qué
hacer con ellos. Cada vez más los excluimos -o se excluyen de las
actividades más vitales de nuestra comunidad y creamos para ellos
otro tipo de cultura marginal, con sus residencias, clubes sociales y
sus ritos de viajes y diversiones.
Nuestra conciencia social, más interesada siempre en las
apariencias exteriores que en la realidad interior, ansiosa siempre de
no alterarse o de no comprometerse demasiado, no se deja conmover
para que se preocupe de la «vivencias internas», a menos de que
algún mal terrible, como la droga, el sida, la inseguridad ciudadana y
la delincuencia juvenil, asole nuestras comunidades. De ahí que la
degradación espiritual y la desesperanza de sus obsoletos abuelos no
parezca ser de su incumbencia.
A nuestra conciencia social le afectan las cosas que tienen
«elevada visibilidad», como los grandes monumentos, las grandes
plazas y la abundancia de suministros médicos, mucho más que las
que tienen «visibilidad baja», como el trato personal.
En una residencia de ancianos crónicos, por ejemplo, el personal,
aunque solícito y bondadoso, parece mantener una actitud de
indulgente superioridad para con los ancianos, a quienes considera
niños desorientados, que necesitan cuidado, pero a cuya confusión
no hay que hacer mayor caso, mientras se atiende asiduamente a sus
necesidades corporales.
Las Residencias están orientadas hacia el cuerpo y no hacia la
mente.
La mente de los ancianos obstruye el cometido real de la
institución, que es el de proporcionar cuidado médico, alimento y
asepsia. Todo lo racional que pide el anciano se le da lo más
rápidamente posible, se cumple activamente con el deber y rara vez
se le habla con aspereza. Al mismo tiempo, el personal parece tener
una comprensión mínima de las características mentales de una
persona enferma y envejecida.
En una institución para pobres obsoletos del seguro, el director
averiguará si un anciano ha sido bañado o no, pero no si la persona
que lo hizo empleó un poquito más de tiempo bañando al paciente,
como si fuese un ser humano y no algo inanimado. Puesto que
demasiados minutos consagrados a un ser humano harán que un
asistente se demore y no pueda llenar su «cuota» de pacientes, se
les lava como si fueran una fila de excusados, y su intimidad es
violada, porque no hay tiempo para andar moviendo biombos o para
cambiar las ropas de cama de manera que se respete el pudor del
paciente.
En cuanto a los. ancianos, pasan sus últimos días en largos
períodos de ansiedad y rememoración silenciosa, alternados con
estallidos de ira o petulancia en el trato con los otros, por la
contemplación de la televisión y por las visitas de sus parientes.
Mientras tanto, los ancianos tienden su mano a cualquiera que
pudiera atenderles de modo personal y las tendrían hablando con
ellas interminablemente si pudiesen. Hay un anhelo de comunión,
pero poca capacidad real de alcanzarlo.
Por tanto, el rasgo general más importante de una comunidad sana
hace referencia al puesto que, en su seno, tiene la ancianidad. En
nuestras comunidades deben de tener su lugar, y un lugar digno.
En mi ponencia hablaré de cultura, pero sobre todo hablaré de
individuos. En nueve rasgos intentaré relacionar cultura e individuo.
Me interesa, sobre todo, definir bien aquellos ingredientes que hagan
posible el que una cultura y sus comunidades puedan ser porosas,
cálidas y personalizantes.
1. PERSONALIZAR Y COMUNICAR
Una comunidad es la parte del tejido social que se sitúa entre el
individuo, en este caso el anciano, y la sociedad.
Los dos extremos -anciano y mundo- pueden hacerla unilateral. En
un extremo estarían esas comunidades narcisistas, aisladas y
ensimismadas -puramente subjetivas. Dos ejemplos:
- El primero, la llamada «soledad entre dos», en las que las parejas
se encierran en su casa más aún que los individuos aislados viudos o
solteros. El apego con frecuencia celoso, maníaco, tiránico, que
tienen el uno por el otro los lleva a hacer el vacío a su alrededor.
- El segundo ejemplo, esas «residencias asilares» marginadas y
aisladas del tejido social, en las que el viejo vegeta y pasa
monótonamente sus horas esperando la comida.
En el otro extremo estarían esas comunidades caóticas y confusas,
en las que el individuo se pierde y disuelve su identidad en la
globalidad de mundo. Por ejemplo, en una encuesta se reveló que
una persona de edad sobre tres, viviendo en la comunidad global, no
tenía ya ninguna relación social, no recibía jamás una carta, no
recibía ni hacia ninguna visita, no conocía a nadie.
1.1. Una comunidad sana, en primer lugar, tiene que personalizar
A este respecto me impresionó el comentario de una anciana que
en una Residencia, había recibido un ramo de flores. Me dijo:
«Ni siquiera conozco a la gente que lo envió -son de un club al que
pertenecen mi hijo y mi nuera, no me conocen-, las recibí por razón de
mi hijo y de mi nuera. Todos los que hacen cosas buenas por mí, lo
hacen por razón de otras personas, no por mí. Un montón de
personas me envían tarjetas y hacen cosas por mí, pero son amigos
de mi esposo o de mi hijo, no amigos míos».
Aunque el sentimiento de que no le quieran puede ser una
peculiaridad personal de esta anciana, creo que este es un
sentimiento bastante general en nuestra cultura.
En primer lugar, la gente ha puesto el elevado nivel de vida en
lugar de su Yo verdadero; por lo tanto no cultiva un Yo, sino un
estándar de vida.
Además nos percatamos de que nuestra cultura no nos
proporciona una manera de evaluar con certeza nuestra
individualidad, viéndonos obligados a valorarla por cosas externas o
por títulos conseguidos.
Perdemos también amigos, que parecen abandonarnos sin razón
aparente, o que simplemente se van, de manera que no existe una
comunidad personal estable en la que pueda reflejarse nuestra
verdadera identidad. De ahí que nos resulte difícil creer que somos
dignos de amor, independientemente de lo que nuestros padres
puedan habernos querido.
Estas condiciones subyacentes se agravan en la vejez, pues
entonces han muerto muchos de los que amaron a los ancianos y
muchos de quienes les rodean son personas más jóvenes que, por
consiguiente, los consideran extraños, raros y aburridos. Carecen,
pues, de un papel que desempeñar y se convierten en ancianos
obsoletos.
1.2. Una comunidad sana, en segundo lugar, tiene que relacionar y
comunicar
Y hay que decir, en este punto, que los ancianos se sienten solos
porque en realidad están solos. La sociedad muestra desinterés hacia
ellos, ya que por ahora son poco consumidores en relación con otros
estratos. Buscan su autonomía en la distracción y en la charla, y
pocos se afanan en seguir siendo útiles. El anciano suele pensar que
no tiene ningún papel en la sociedad postmoderna, que lo único que
puede hacer es disfrutar de la vida y descansar. Lo que en un
principio no parece malo puede transformarse en la trampa del tedio y
el aburrimiento.
De ello se deduce claramente un primer rasgo, básico y genérico,
de una comunidad sana, con capacidad de integrar a los ancianos:
potenciar al máximo a los suyos incluidos los ancianos en una fuerte
integración de proyecto colectivo.
Y, ya de entrada, podemos dar a la comunidad una tarea: «El fin
de una comunidad, de toda comunidad auténtica, consiste en
personalizar al individuo -en este caso, el anciano-, permitiéndole la
comunicación con la comunidad global».
2. AFILIAR, PERTENECER, SER FIEL
El fenómeno comunitario, en nuestro espacio occidental, debe ser
situado en su contexto. Y el contexto, de cara a la comunidad,
presenta una dificultad general: Muchas de las preocupaciones de la
gente por la aceptación y el conformismo nacen de la falta de
afiliación, de pertenencia y de fidelidad de nuestra sociedad, lo cual
determina que la comunidad personal sea algo tan incierto de un día
para el otro que la gente debe echar mano de todo recurso posible
para garantizarse que no llegará a quedarse sola.
La filiación, a la inversa, es importante desde que se sabe que la
protección más eficaz para los ancianos es la que garantiza a los
viejos padres el amor de sus hijos.
Por eso, los objetivos de atención a la tercera edad no consisten
en una intervención social o puramente terapéutica, sino que, entre
otros, deben contemplar el prevenir la ruptura de la familia y el
mantener al anciano en su hogar tanto tiempo como sea posible.
Objetivos que han de ser instaurados muy primitivamente. Reheim
ha subrayado la correspondencia entre la felicidad de la edad primera
y la de la última. Es sabida la importancia que, en el desarrollo ulterior
de la personalidad, tiene la forma en que ha sido tratado un niño.
Cuando un niño ha sido frustrado en la alimentación, la protección
y la ternura, crece en él el rencor, el miedo e incluso el odio. Al llegar
a adulto, sus relaciones con los demás son agresivas, y con toda
seguridad descuidará a sus viejos padres cuando éstos sean
incapaces de bastarse a sí mismos.
Por el contrario, cuando los padres alimentan bien y miman a sus
hijos, los convierten en individuos felices, abiertos y benévolos.
Cuando los padres inculcan a los niños sentimientos de pertenencia
consiguen que estos niños, al llegar a adultos, desarrollen
sentimientos altruistas y, en particular, se sientan apegados a sus
ascendientes, reconozcan que tienen deberes hacia ellos y los
cumplan.
Si esto es así, habría que reflexionar sobre lo que ha pasado en
nuestra sociedad occidental que pueda explicar los siguientes datos:
Un encuestador observaba que 92 % de los ancianos se decían
respetados y amados por sus hijos, pero sólo el 63 % afirmaba que
los hijos en general aman y respetan a sus padres. Al parecer, en
muchas de esas respuestas o bien el anciano se miente a si mismo o
bien interviene su orgullo, con tal de no confesarse solo o
descuidado.
Por otra parte, se ha comprobado
- que entre los ancianos económicamente débiles las relaciones
familiares no mejoran el ánimo;
- que entre los que son acomodados, los amigos cuentan mas que
la familia;
- y que la presencia de hermanos, hermanas, primos, etc., en una
vecindad bastante próxima, no ayuda al anciano a vivir.
Sin embargo, no existe imagen más entrañable que un niño en
brazos del abuelo, mientras éste le narra un cuento.
Y nace así un segundo rasgo saludable de una comunidad: su
capacidad de afiliación, su matriz de pertenencia y este «tempus»
suficiente como para estructurar la fidelidad.
3. VALORES E IMPULSOS
C-SANA/VALORES: La comunidad, hoy -si quiere ser una
comunidad sana, en la que puedan vivir los ancianos-, tiene que
servir de lugar de abrigo frente a una cultura que obra por impulsión.
3.1. Nuestra cultura está movida por impulsos: de realización,
competencia, ganancia y movilidad, y por los impulsos de satisfacción
y de un nivel de vida más alto. Impulsos como el hambre, la sed, el
sexo y los demás, surgen discretamente de la química del cuerpo,
mientras que los de expansión, competencia, realización, etc., son
generados por la cultura. No obstante, cedemos a estos últimos como
al hambre y al sexo.
En este tipo de cultura tan impulsivo, ¿cómo pueden sobrevivir los
viejos? ¿Cómo pueden sobrevivir cuando:
- a nivel psicológico, los ancianos conservan: el vocabulario, la
información general y el sentido común, pero que, por el contrario,
pierden: el razonamiento abstracto, el aprendizaje, la memorización, la
velocidad de reacción y asimilación, la atención, la concentración y la
organización y estructuración del campo vital y espacial. Y que estos
rasgos son, precisamente, los que hacen al viejo rígido en algunos
aspectos de su vida psicológica;
- cuando también disminuyen los intereses, la atracción del riesgo,
y se hace difícil controlar las emociones, algo que empeora con la
edad y que hace que el viejo -como el niño- sea un mal controlador de
impulsos;
- cuando entre los 60 y 70 años aumenta la ansiedad, lo que les
hace más vulnerables al cambio y, por ello, se refugien en el consumo
del alcohol y de fármacos ansiolíticos;
- cuando, por razones tanto físicas como psicológicas, son más
sedentarios.
- cuando se sabe, en suma, que, a mayor edad, mayor resistencia
a los cambios; que las nuevas ideas se adoptan con lentitud, cuando
no se rechazan. Y que, por todo ello, se califica a este sector de la
población como muy conservador.
Una aparente tranquilidad hacia la muerte, al lado del anhelo de
prolongar la vida, está relacionada con esta cultura que, obrando por
impulsos, hace sólo hincapié en la supervivencia y no sabe preparar
la mente para la extinción.
Hay que confesar que esta liberación de impulsos nos está
creando problemas. ¿Cómo puede una comunidad enfrentarse al
vigoroso impulso de los suyos y, sin embargo, cumplir la tarea que
este período histórico le ha asignado? ¿Cómo puede liberar las
emociones primarias sin desencadenar el caos? El caso de niños
alcoholizados, de adolescentes drogados, de jóvenes sin «ningún
respeto». ¿Cómo puede permitir que se descarguen los impulsos y, a
la vez, proporcionar el suficiente sosiego como para que tengan
derecho a existir aquellas personas que, como los ancianos,
necesitan un ritmo más lento?
3.2. Por eso, frente a lo que se considera un desarrollo «salvaje»
de la parte más inmadura e inconsciente -impulsos y deseos- de
nosotros y de nuestra cultura, existe una nostalgia de otro tipo de
necesidades a las que podríamos denominar valores. Porque llega un
momento en que vivimos en la tolerancia, la capacidad de
convivencia, la libertad y la participación como nunca se había
conseguido e, inexplicablemente, todo ello no lo sentimos como la
realización de los valores.
Y, así, el tercer rasgo psicológico de una comunidad sana es ser
lugar de abrigo en donde puedan ser operativos otro tipo de
apremios, que denominaremos valores, como el amor, la bondad, la
tranquilidad, el contento, la diversión, la franqueza, la honestidad, la
decencia, el descanso y la sencillez. Porque, sólo desde estos
valores, podrán tener cabida, sentido y utilidad los viejos.
4. FORTALECER AL INDIVIDUO
DESEOS/CONSUMO: La comunidad -si quiere ser hoy una comunidad sana, en la que puedan vivir los
ancianos- debe querer, poder y saber proteger a los suyos de lo que,
muy precisamente, los destruye: la invasión indiscriminada y voraz de
los deseos.
Siempre se ha reconocido la existencia de un vasto potencial de
necesidades humanas, pero después de la cultura industrial moderna
capaz de producir casi todo, se ve que ha llegado el tiempo de abrir la
tienda de las necesidades infinitas.
Deseos y consumo están destruyendo lo más fundamental de la
tradición indoeuropea, islámica y hebrea -el sistema de control de los
impulsos-, pues el deseo de un millón de cosas no puede crearse sin
estimular un apetito para todo.
Ayer mismo lo pude ver plasmado en un andén del metro. Una valla
publicitaria decía: «Todos tus deseos», y abajo «Todos tus regalos».
La firma: El Corte Inglés.
Si nos dejamos llevar de los deseos; si el único modelo cultural
válido y apetecible es satisfacerlos, entenderemos lo que significa la
marginación de aquellas personas que «molestan» porque están
deformadas o, simplemente, porque son viejas.
En este sentido, debemos tener la osadía de afirmar que detrás de
muchas demandas de solicitud para una plaza en una residencia, o de
ese rosario del anciano que pasa meses, e incluso días, en las
distintas casas de los hijos, está el sentimiento de que el anciano
molesta e impide la realización cómoda de nuestros deseos. Y, al
contrario, afirmar sencillamente que no nos apetece ver, oír, sentir y
vivir con el anciano.
Ciertamente, esto tiene algo que ver con la deformación. Un ser
humano intacto es sano de cuerpo y de mente. En esta salud figuran
la vista, la cordura, el oído y la continencia. Pero una persona
deformada es loca, o ciega, o sorda, o incontinente. Cuanto más
deformada está una persona, tanto más tienden los otros a apartarse
de ella. Algunas deformaciones, como la incontinencia, por ejemplo,
son más repulsivas que otras. Por supuesto, no todo el mundo se
aparta de la gente deformada; y probablemente cuanto más
degradada está una persona intacta, tanto mayor será su tendencia a
apartarse de quienes están deformadas. Es difícil imaginar que una
persona que ha recibido amor y ha tenido buena suerte se apartará
tan rápidamente de un ser deformado como la persona cuya vida ha
consistido en una serie de privaciones y de humillaciones.
Así, la tendencia de las personas sanas a apartarse de las
deformadas está relacionada con su experiencia de la privación y la
degradación en su propia vida.
Pero el retraimiento ha de estar también en, cierta forma,
relacionado con el miedo que se le tenga a la persona deformada.
Las personas que tengan miedo a un ser deformado, muy
probablemente, se apartarán de él más que las que no le temen.
Finalmente, podemos suponer que si una persona deformada -un
jorobado, por ejemplo- tiene algo que dar, calor humano o regalos, la
gente se sentirá menos inclinada a rechazarle.
MARGINACION/LEY: Todo esto puede resumirse en lo que parece
ser una suerte de ley de la deformación y la marginación: «la
tendencia de las personas sanas a apartarse de las deformadas está
determinada por la magnitud y la naturaleza de la deformación, por el
grado de deformación de los individuos sanos y por su miedo a la
persona deformada, así como por los propios recursos de la persona
deformada».
Ante la crisis actual de los «nuevos pobres» y la venidera de los
decrépitos, aparecerá un estereotipo negativo de la vejez, ageísmo,
gerontofobia y un «status» hecho de soledad y de enfermedad, de
inmovilidad y desesperanza, de restricción de libertad y pobreza, de
infelicidad y miedo a la muerte -panorama gris, lo definía ayer la
representante de EUROLINKAGE, Ms. Margaret Batty-. Desde ahí,
razón tiene Mauriac al afirmar: «Un viejo sólo existe por lo que posee;
desde el momento que no posee nada se le echa a la basura: a esta
edad avanzada sólo se puede elegir entre el asilo y la fortuna».
Una comunidad sana, en la que tengan su sitio los ancianos, debe
ponerse inmediatamente a la tarea de proteger a los suyos, porque
ser esclavo de los deseos, supone un debilitamiento del yo. Las
identidades yóicas -sobre todo, cuando no llegan a los altos
«standards» de los modelos culturales- se encuentran
desguarnecidas, porque el deseo y el consumo le imponen la
renuncia a sus necesidades personales.
En el hoy, el cuarto rasgo de una comunidad sana tiene mucho que
ver con los sistemas de defensa. Si a lo largo de la historia, en la
selva como en el desierto, se establecieron las comunidades humanas
con objeto de obtener alimento y protección, en la actualidad una
comunidad sana deberá encontrar también el modo de satisfacer
aquellas necesidades inevitables y protegerse de aquellas otras que
le son superfluas. Una comunidad sana deberá enseñar a los suyos a
saber transformar algunos de sus impulsos por bienes más altos y
defenderles contra la opinión invasora de que el sacrificio de los
impulsos ya no garantiza la obtención de recompensas, ni en la tierra
ni en el cielo.
5. CAPACIDAD EMULATIVA
ENVIDIA/EMULACION EMULACION/ENVIDIA: Una comunidad
sana es capaz de proporcionar a los suyos sentido de pertenencia,
lugar de abrigo, robustecimiento de las individualidades y defensas
operativas frente a todos los peligros, tanto internos como externos.
Además, deberá ser capaz de tener la suficiente vitalidad como
para educar a los suyos y poderles ofrecer proyectos y tareas.
En nuestra sociedad podemos observar la erosión de la capacidad
de emulación, la pérdida de la capacidad de tomar a otra persona
como modelo. Al contrario, en una cultura competitiva, uno envidia
todo lo bueno que pueda ocurrir a cualquiera otra persona. Basta con
saber que alguien tiene algo bueno, para que empiece uno a sentirse
deprimido, envidioso o las dos cosas a la vez. En una cultura
competitiva, el éxito que alguien obtiene en algo constituye la propia
derrota de uno, aun cuando ese éxito nada tenga que ver con uno. La
envidia mata de raíz la emulación.
Estamos todavía en una sociedad que adora lo juvenil. Por eso los
ídolos son la velocidad, la lucha, la fuerza, el nervio, la potencia
sexual, la rebeldía política, ideológica o simplemente mental y, en
consecuencia, la imagen; por eso se cree que los viejos son una
lata.
Para la «generación Pepsi», el viejo es un ser gruñón, caprichoso,
tramposo, deprimido y decrépito que vive en su torre de marfil.
Empeñado en airear los trapos sucios, e inútil e incapaz de asimilar lo
nuevo, mira hacia atrás con nostalgia e ira. Es un individuo sin sexo ni
seso, cansado, paranoide, neurótico y desagradable.
Pero la relación de los niños, de los jóvenes y adultos con los
viejos es vital. Por eso,.me gustó el oír ayer que en una Residencia
había algo así como «niños voluntarios». Su autoridad (la de los
viejos) se funda en el deber o el respeto que inspiran; el día en que
niños, jóvenes y adultos se liberan de esos sentimientos, los ancianos
ya no tienen ningún poder.
La capacidad emulativa es, sin embargo, un rasgo cultural que es
de vital importancia mantener. Por varias razones:
1. Porque la cultura depende, sin embargo, de esta potencialidad,
pues, en gran parte, a través del vigoroso potencial inherente de
emulación de cualidades que posee el hombre, se han mantenido las
cualidades morales de las comunidades y el hombre se ha apoyado
en ese mecanismo para educar a las nuevas generaciones.
2. Covery, subrayando que el viejo mantiene los rasgos
fundamentales de su personalidad y los adapta a la nuevas
situaciones, defiende que en nuestro tiempo es necesario recuperar
la vejez, porque en los próximos años no sólo va a haber un
envejecimiento de la población, sino un aumento de los más ancianos
y dependientes en relación con los viejos-jóvenes; un aumento
paralelo a la disminución de los apoyos familiares, puesto que cada
vez hay más solteros y matrimonios sin hijos.
3. Cuando la decepción y la sospecha se unen al sentimiento de
haber sido traicionados, los pueblos se encuentran sin modelos de
imitación y las comunidades sufren una grave crisis de identidad.
Una comunidad sana, a fin de que en su seno se lleve a cabo una
elección emulativa, moralmente sólida, y como quinto rasgo, debe de
tener la suficiente fe en sí misma como para poder presentar sus
proyectos educativos con cierto optimismo ingenuo que pueda ser
capaz de apasionar la voluntad de los suyos.
6. AMOR Y AUTORIDAD
VIEJO/ASILO: Hoy en día, en nuestra cultura, la dependencia ha cobrado un significado especial, porque, en cualquier
comunidad, la dependencia pone freno a los impulsos; y el deseo de ser independiente, rara vez significa algo más que las ganas de hacer
lo que nos plazca. La ansiedad o la cólera de los mayores se considera entonces como «injusta», «absurda», «atrasada» o
«carrocil». Hoy, la demanda de independencia posee, a menudo, una suerte de egoísmo infantil irreflexivo, que dista años luz de sus
antiguos significados.
Así, todo el mundo admite la dificultad de mantener a un anciano
en la familia nuclear: no hay sitio, no se les puede atender porque
hombre y mujer trabajan, quitan tiempo y espacios de independencia
y libertad y estorban a los hijos.
Esta filosofía implícita es la que está favoreciendo la proliferación
de asilos y residencias de ancianos. Y, por ello, desde la humanidad
en el anciano, habría que preguntarse: ¿quieren los ancianos ir al
asilo?, ¿cuáles son las razones que les obligan a ir? y, si no hay más
remedio, ¿cómo viven en ellos?
Todas las encuestas están revelando que el 74% se resiste a ir a
un asilo y que el 15 % acepta la idea porque se trata de inválidos.
Cuatro son las razones principales por las cuales las personas de
edad solicitan el ingreso:
1. Ante todo, la insuficiencia de recursos. En los grandes asilos,
tres cuartos dependen de la asistencia, los que tienen una pensión
prefieren pequeños establecimientos privados.
2. La imposibilidad de encontrar un alojamiento o la fatiga de
cuidarlo.
3. Razones familiares. Los hijos se niegan a cargar con el viejo o
deciden liberarse de él.
4. Por último, los viejos necesitan asistencia médica.
En general entran en el asilo en su provincia, unos como
indigentes, otros pagando una parte de su pensión. Los hay que
ruedan todo el tiempo de asilo en asilo; en los intervalos,
vagabundean y beben. Ciertos establecimientos rechazan a los
ancianos enfermos; otros aceptan a los enfermos, aunque sean
jóvenes.
Pero, hablando de individuos y personalizando, interesa aquí el
conocer cómo lo vive el propio anciano. Se comprende que la entrada
en el asilo sea un drama para el anciano. El «shock» psicológico es
particularmente violento en las mujeres, más arraigadas aún que los
hombres a su hogar. Dan señales de ansiedad, tienen temblores.
Poco a poco, muchos se resignan. A veces, según parece, la
hospitalización devuelve al anciano el gusto de vivir; se siente menos
aislado, se hacen amigos; por una especie de emulación, se
abandona menos que antes. Pero esto es muy raro.
Una estadística del Dr. Pequinot, establece que entre los ancianos
sanos admitidos en un asilo: 8 % mueren en los ocho primeros días;
28,7 % mueren en el primer mes; 45 % mueren en los seis primeros
meses; 54,4 % mueren en el primer año; 5,4 % mueren en los dos
primeros años.
Es decir, que más de la mitad de los viejos mueren el primer año de
su admisión. Las condiciones de vida del asilo no son las únicas
responsables; entre los ancianos, el cambio, cualquiera que sea,
acarrea la muerte. Más bien hay que lamentar la suerte de los que
sobreviven. En un gran número, se la puede resumir en pocas
palabras: abandono, segregación, demencia, muerte.
La vida comunitaria es muy mal tolerada por la mayoría.
Desdichados, ansiosos, replegados en sí mismos, están encerrados
juntos sin que se haya organizado para ellos ninguna vida social.
¡Bienvenido, pues, el tema y los contenidos de este Simposio:
«Formación de Animadores de Personas Mayores!». Su
susceptibilidad, sus tendencias reivindicadoras y a veces paranoides,
producen frecuentes reacciones conflictuales. Todos los procesos
patológicos a que está sujeta la vejez se aceleran en los asilos.
Al tratar de comprender a esta gente, debe uno recordar que no
son simplemente ancianos, sino que son ancianos colocados en una
institución, separados de su familia y de sus amigos, salvo durante las
horas de visita, y que los cuidan personas a quienes se les paga para
que lo hagan. Cierto es que muchas veces es mejor que lo cuiden a
uno personas motivadas por una benevolencia pecuniaria y no una
familia carente totalmente de benevolencia. No obstante, la elección
puede ser dura y constituir motivo de tensión grave para personas
que, por su edad, no están dotadas para soportarla bien. Las
dificultades inherentes al ser anciano en nuestra cultura las
aumentan, inclusive en condiciones de benevolencia pecuniaria, las
necesidades de orden, rutina y lucro de una institución, todas las
cuales ejercen un poder de coerción. Podemos decir, sin temor de
error, que algunas personas no se encontrarían en la Residencia si
se les diese a elegir, lo cual no pueden hacer, por supuesto, porque
su debilidad, sus enfermedades, el dinero y la incapacidad de la
familia de cuidarlas, la falta de ganas de hacerlo, convierten a estas
Residencias en una solución. Para muchos, ni siquiera la solicitud de
estas Residencias puede borrar «el hastío, la fiebre y la irritación»
que acompañan al ser viejo en nuestra sociedad.
La sed de independencia, detrás de la cual y por la cual están
proliferando las Residencias de Ancianos, ha sido formada por la
filosofía de la permisividad en la crianza de los niños y por la
consiguiente erosión de la capacidad de gratitud hacia los mayores en
una cultura orientada hacia los impulsos.
La obsesión de independencia de muchas parejas jóvenes, está
relacionada con la ansiedad de que uno no tiene nada, o de que tal
vez no sea capaz de valerse por sí mismo. En este contexto, la
independencia, el mantenerse apartado de los demás, es expresión
del miedo, porque uno puede perderse si cae bajo el control de algún
otro a través del amor, de la amistad, de la gratitud o del dominio
intelectual. En este contexto, no es extraño que no tengan cabida los
ancianos.
Una comunidad sana deberá saber sortear ese hechizo malévolo
de que el amor sea entendido como atadura, la amistad como
dependencia y la gratitud como servilismo. El sexto rasgo de una
comunidad sana consistirá en el arte de conjugar amor y autoridad.
7. SENTIDO DE VIDA Y SIGNIFICACIÓN ESPIRITUAL
Yo creo que lo que está pasando en nuestras comunidades de
Occidente obedece a una profunda crisis espiritual.
Hay que tener la osadía de afirmar que lo más grave que ha
ocurrido en nuestras comunidades es que la capacidad de pensar y
actuar con arreglo a una jerarquía de valores espirituales, la
existencia de un núcleo unificador gracias al cual el hombre se orienta
en la vida, está quedando destruida en nuestra sociedad.
Estamos abocados a una praxis de bienestar y de consumo y
carecemos, por tanto, de ese núcleo de unificación espiritual que dé
sentido a nuestra vida.
Particularmente difícil es encontrar, en nuestra cultura, el sentido
de la vida y la significación de los ancianos. Sólo algunos -los
mejores, los más fuertes o afortunados- han podido llegar a esa 8ª.
etapa de Erikson:
«Sólo en el individuo que, en alguna forma, ha cuidado de cosas y
personas y se ha adaptado a los triunfos y desilusiones inherentes al
hecho de ser el generador de otros seres humanos o el generador de
productos e ideas, puede acceder a la maduración de la integridad
plena del yo. Esta integridad es la seguridad acumulada del yo con
respecto al orden y el significado. Es un amor postnarcisista del yo
humano como una experiencia que transmite un cierto orden del
mundo y sentido espiritual, por mucho que se haya debido pagar por
ella. Es la aceptación del propio y único ciclo de vida como algo que
debía ser y que, necesariamente, no permitía sustitución alguna:
significa así un amor nuevo y distinto hacia los padres. Es una
camaradería con las formas organizadoras de épocas remotas y con
actividades distintas, tal como se expresan en los productos y en los
dichos simples de tales tiempos y actividades. Aunque percibe la
relatividad de los diversos estilos de vida que han otorgado
significado al esfuerzo humano, el poseedor de integridad está
siempre listo para defender la dignidad de su propio estilo de vida
contra toda amenaza física o económica. Pues sabe que una vida
individual es la coincidencia accidental de sólo un ciclo de vida con
sólo un fragmento de la historia; y que para él toda integridad humana
se mantiene o se derrumba con ese único estilo de integridad de que
el participa. El estilo de integridad desarrollado por su cultura se
convierte así en el "patrimonio de su alma", el sello de su paternidad
moral de sí mismo. En esa consolidación final, la muerte pierde el
carácter atormentador.
La falta o la pérdida de esta integración del yo acumulada se
expresa en el temor a la muerte: no se acepta el único ciclo de vida
como lo esencial de la vida. La desesperación expresa el sentimiento
de que ahora el tiempo que queda es corto, demasiado corto para
intentar otra vida y para probar caminos alternativos hacia la
integridad. El malestar consigo mismo oculta la desesperación, la más
de las veces bajo la forma de mil pequeñas sensaciones de malestar
que no equivalen a un gran remordimiento.
A fin de acercarse a la integridad o experimentarla, el individuo
debe aprender a seguir a los portadores de imágenes en la religión y
en la política, en el orden económico y en la tecnología, en la vida
aristocrática y en las artes y las ciencias. Por lo tanto, la integridad del
yo implica un integración emocional que permite la participación, por
consentimiento así como la aceptación de la responsabilidad del
liderazgo».
Hoy, la tragedia de la vejez es la condena radical de todo un
sistema de vida mutilante, un sistema que no proporciona a la enorme
mayoría de las personas que la integran ninguna razón de vivir. El
trabajo y la fatiga ocultan esta ausencia que se descubre en el
momento de la jubilación. Es mucho más grave que el aburrimiento.
Por eso, los hombres obsoletos no pueden hablar acerca del
presente porque no tienen nada que hacer; sólo pueden comentar los
papeles desempeñados en el pasado, y como terminan por aburrirse
los unos a los otros se apartan también entre sí. Vidas pasadas
consagradas a hacer lo que no quisieron hacer, sino lo que tuvieron
que hacer; a trabajos que no requerían ni estudio, ni pensamiento, ni
especulación, y que no los prepararon para la vejez, cuando no hay
nada que hacer. Aquí tenemos de nuevo la omnipresente ironía: esta
vez consiste en charlas acerca de los papeles desempeñados por
hombres a quienes ya no les queda ningún papel, salvo el del
internado aquiescente y en hablar de los placeres del viaje por
hombres que no viajarán jamás.
Al llegar a viejo, el trabajador ya no tiene lugar en la tierra porque
en realidad nunca se le concedió ninguno, simplemente, no había
tenido tiempo de darse cuenta. Cuando lo comprende, cae en una
especie de desesperación embrutecida.
Con todo ello, y sería el séptimo rasgo de una comunidad sana, es
muy importante tener en cuenta que sin una sólida fundamentación
moral y espiritual, ninguna actividad política puede aspirar al éxito en
una sociedad tan desmoralizada como lo es la nuestra.
8. GENEROSIDAD, TERNURA Y COMPASIÓN
Antes o después, en la vida del hombre aparece una línea de
sombra -la vejez- que atravesamos con estremecimiento y nos hace
pensar que los campos del edén, la región encantada de nuestra
juventud, se ha quedado atrás.
Pero el verdadero mal del envejecimiento no es el debilitamiento
del cuerpo, sino la indiferencia del alma, las dudas que asaltan
cuando se ven las cosas y los seres como son y se entra en la edad
del para qué: ¿para qué salir?, ¿para qué trabajar?, ¿para qué
luchar?, ¿para qué vivir?
Saber cuántos años tiene una persona no es lo mismo que
preguntarle cuán viejo se siente; la cifra del registro civil es objetiva e
inexorable, pero el estado de ánimo es recuperable, ya que nadie es
más desgraciado ni más viejo de lo que se le antoja.
Sin un Yo, el hombre no es nada. Pero en la sociedad
contemporánea, el Yo muere un poco cada día. Rodeado de
expresiones visibles del elevado nivel de vida, un hombre suele
olvidar gradualmente que está alienado de su Yo. Por eso,
narcotizado su defecto socialmente modelado, el hombre de hoy
apenas si tolera a los débiles y los fracasados, a los ancianos y a los
locos, pues son la conciencia expresa de que también su propio Yo
está constantemente inmolado. Incapaz de rebelión, ha sido
domesticado para las pequeñas dosis de humillación, y los enfermos
le recuerdan su fracaso y su lenta degradación; por eso, los aparta y
los excluye.
Para nuestro intento -la humanidad en el anciano-, habría que
plantear el cómo este tipo de cultura tan intolerante y evacuativa
puede atender al llamado colectivo de «riesgo»:
1. Los que cuentan con más de 85 años, desde Akthar (1973) se
sabe que 4 de cada 5 de estas personas son incapaces y necesitan
alguna clase de ayuda.
2. Los que viven en situación de soledad y aislamiento social,
separados o sin familia.
3. Los desposeídos, por lo general, la anciana que ha perdido a su
esposo, pero también que ha perdido a su hijo y sostén social.
4. Los que viven «de la beneficencia», sin recibir ayudas de la
seguridad social, comunidad o municipio.
5. Los convalecientes y recién salidos del hospital, que no tienen la
suficiente atención en sus domicilios.
6. Los que ha tenido que cambiar recientemente de domicilio y se
encuentran desarraigados y desplazados, ya que los ancianos notan
mucho el cambio y tienen grandes dificultades de adaptación a la
nueva circunstancia.
7. Los que viven en áreas de subdesarrollo, pobreza y miseria en
las grandes ciudades, con miedo al vandalismo, al robo o a la
violencia.
Y, muy en concreto, a la hora de tomar el pulso de la generosidad,
la ternura y la compasión de nuestra cultura, nos podemos hacer una
idea tomando el pulso a lo que esta sociedad hace con los ancianos
«más marginados»
1º. La situación de los «sin hogar», frecuentemente dementes que
son los nuevos marginados del año 2000 y que van a seguir
aumentando progresivamente.
Respecto a ellos, el primer paso de una actitud ya común es el de
la política de la «puerta giratoria»: consiste en ingresar al anciano sin
muchas dificultades y darle de vuelta muy rápidamente con un
diagnóstico y un tratamiento, sin preocuparse de que éste se vaya a
cumplir o de que no existan recursos sociales o sanitarios para
llevarse a cabo. Este entrar y salir veloz del hospital, residencia,
psiquiátrico, hace que el enfermo, o la familia, se canse y no acuda al
centro; también se consigue más fácilmente la negativa al ingreso del
enfermo por parte de los sanitarios.
Con frecuencia, los ancianos se quedan durmiendo en la calle, las
estaciones de metro o los parques, cubiertos de periódicos, y fallecen
ateridos de frío. Dentro de ese grupo de marginados «sin techo», la
proporción de los ancianos dementes es muy alta. En ocasiones están
alcoholizados. Hoy, la imagen de esta gente se ha hecho muy
frecuente en nuestras supercapitales europeas, y nos demuestran la
crueldad de la sociedad hacia nuestros mayores, sin pensar que
todos podemos llegar a esa misma situación.
2º. También es ilustrativo, a este respecto, la crueldad de otro tipo,
una crueldad personal; me refiero el maltrato a los ancianos:
Es difícil que a uno le maltraten si es verdaderamente autónomo. A
menor capacidad de autonomía, mayor posibilidad de maltrato.
El maltrato más espectacular es, lógicamente, el físico, que se da
con mayor intensidad cuanto menor autonomía tenga el viejo. Atarle,
por ejemplo, es relativamente frecuente, incluso en los centros
especializados. La contención física se puede usar, pero no abusar
de ella. El maltrato psicológico es de sobra conocido y va desde el
desprecio y la ignorancia hasta los insultos. Del maltrato financiero y/o
material... mejor no hablar: se sabe que a los ancianos, además de
darles pocas pensiones, la familia se las «administra». En referencia
al maltrato a los ancianos debemos conocer:
1. Que el cuidado del anciano, sobre todo cuando va perdiendo
autonomía, es estresante para la familia; y una familia estresada
puede ser causante de malos tratos, que empiezan por una
alimentación insuficiente.
2. Que el maltrato a los ancianos suele venir, las más de las veces,
de los hijos o, con más precisión, de los «casados con los hijos»; rara
vez de los nietos.
3. Que en ocasiones, cuando es psicológico, es inconsciente. Hay
un maltrato que es especialmente desalentador: el que se produce en
el seno del matrimonio..
4. Finalmente, el maltrato puede ser institucional: el de la medicina,
volcada hacia los progresos técnicos, o el de los asilos, volcados al
lucro.
Todo esto es una llamada de atención, porque por mucho que
avancemos en solidaridad, democracia y atención a los débiles, nunca
podremos llegar a implantar los prometidos paraísos. A través del
tremendo sufrimiento de dos guerras, Europa ha aprendido a
renunciar a los sueños utópicos y, ahora, sabemos por lo menos
hasta qué punto nuestra fragilidad connatural no permite jugar con
modelos prefabricados del hombre y del tejido social.
SANTOS/MODELOS: En relación con esto, yo pienso que una
comunidad bien establecida deberá favorecer algo tan vital -aunque
no se cotice- como la reparación. Si el mal del mundo es tan pertinaz y
si debemos admitir, con Albert Camus, «que no podemos dar un paso
sin hacer daño a alguien», es muy importante que los mejores
hombres y mujeres de nuestra comunidad se dediquen a la tarea de
reparar. Una comunidad, digámoslo sin rebozo, necesita de esos
santos que, desde su gratuita generosidad, vuelvan a dar sentido
espiritual a lo cotidiano y sean un modelo de lo que nuestro corazón
anhela interiormente.
Personas que reparen, porque debemos admitir que, en muchas
comunidades de hoy, los rasgos sobresalientes, además de la
impulsividad y la lucha por el dominio, son la falta de «compromiso»,
la incoherencia y la desatención a la ternura. Estas serán
comunidades malsanas que, bajo la capa de un barniz de logro, están
escondiendo su debilidad fundamental.
Una comunidad sana, en cambio, como octavo rasgo, deberá ser
tolerante con sus miembros más débiles y obsoletos, dando amplia
cabida en su seno a la ternura, la generosidad, la bondad y la
compasión.
9. CELEBRAR
CELEBRACION/CULTURA: En todas las culturas, las ocasiones de
clímax social requieren de demostraciones emocionales, casi por
decreto. Las llegadas y partidas (contando entre ellas el nacimiento,
que es una llegada, y la muerte, que es una partida) son algunas de
las ocasiones celebrativas. También lo son la iniciaciones, la primera
palabra hablada, los primeros pasos, los cumpleaños y aun la
enfermedad. Los clímax sociales están ritualizados.
Toda decadencia del ritual constituye una decadencia de la cultura
y las comunidades que no celebran suelen ser comunidades
emocionalmente empobrecidas. Una de las primeras cosas que
ocurren cuando una comunidad empieza a descomponerse es que los
sistemas ceremoniales se desintegran; esto conduce a la
desorganización interna, a la pérdida de valores y a la atomización
interpersonal.
Pero celebrar, en el caso de los ancianos, también tiene sus
problemas. La celebración en los viejos y con los viejos tiene sus
connotaciones peculiares:
9.1. En primer lugar, toda celebración tiene un ingrediente
importante de evocación y de memoria; pues bien, durante el
envejecimiento, lo que más trastornos produce es la pérdida de la
memoria. Los ancianos, cuando dejan de reconocer a sus más
allegados, es porque han vaciado su memoria, aunque sigan teniendo
la capacidad para realizar actos involuntarios ligados a aspectos
menores de la misma.
9.2. En segundo lugar, toda celebración es acontecimiento y las
personas mayores están excluidas o no se adaptan al presente.
9.3. En tercer lugar, toda celebración tiene un sentido dinámico
que mira al futuro, y el anciano sólo puede contemplar la muerte y
ésta es tabú para nuestras comunidades alienadas en un consumo y
en una satisfacción atroces.
Sumadas estas condiciones, no es extraño que el anciano se
excluya o se le excluya de las «celebraciones de la vida». Tampoco es
extraño que, rotos los lazos que le unen a su cultura, se les
proporcione otro tipo de celebraciones y diversiones que tienen más
que ver con los intereses de aquellos que se las programan que con
los auténticos intereses, deseos y necesidades de los mismos
ancianos. No he dejado de pensar, a este respecto, en el turismo de
la tercera edad, los carnavales y las fiestas.
Y, en relación con lo celebrativo, habría que explorar otra
dimensión: Una aparente tranquilidad frente a la muerte, al lado del
anhelo de prolongar la vida, está relacionada con una cultura que,
haciendo hincapié en la supervivencia, no prepara a la mente para la
extinción. Puesto que, también, la sensualidad y la apariencia ocupan
un lugar destacado en la cultura, la decadencia y la muerte tratan de
desaparecer de la vista y de la conciencia. Es lógico que la ansiedad
provocada por la obsolescencia y el miedo a la muerte se
contrarresten con los símbolos celebrativos persistentes de la
sensualidad y de las apariencias. De ahí toda esa agitación de
«celebraciones» y de fiestas que se montan alrededor de los
ancianos. A veces tienen más que ver con nuestra propia ansiedad
que con sus verdaderos intereses.
Una comunidad sana, el noveno rasgo, debe proporcionar lugar y
ocasión para expresar, emocionalmente, los acontecimientos
importantes. Y, entre ellos, está también la vejez, la enfermedad y
hasta la misma muerte. Celebración, además, con ellos y para ellos.
10. UNA PREGUNTA
¿Cómo pueden realizar su humanidad los ancianos en los límites
concretos de nuestra cultura?
10.1. En primer lugar, es una tarea del propio anciano que ante
todo, debe salvaguardar su utilidad, autonomía y dignidad.
Ortega afirma que la vejez debería vivirse de acuerdo con los
parámetros del joven: Para sentirse joven en un mundo de viejos hay
que tener capacidad de sonrisa y optimismo; sentido de la amistad, fe
en el Hombre y en los hombres, amor, idealismo, generosidad,
entusiasmo (que procede de «enthousos», llenarse de Dios),
búsqueda de ideales, rebeldía deseo de autoafirmación y necesidad
de cambio.
El anciano, si quiere sentirse joven en un mundo de viejos, debe
tener risa fácil y comprensión ante los cambios. La sexualidad pasará
de ser amor carnal y posesión a ternura y renuncia. ¡Qué
equivocados están algunos sexólogos! El entusiasmo juvenil se
transforma en experiencia abierta para todos y, en consecuencia, en
sabiduría. La rebeldía será prudencia y, finalmente, la serenidad será
paz y perseverancia.
El anciano, si no quiere prostituir su identidad ni alienarla en mil
tareas que la sociedad de consumo le propone -y no olvidemos que
los mercaderes están descubriendo que el colectivo anciano) es un
cliente muy apetecible-, tendrá que vivir más de los valores:
- La generosidad.
- La amistad desinteresada y sincera hacia el otro.
- El amor o entrega al otro en libertad.
- El amor a la verdad y el entusiasmo, es decir, la fidelidad a unos
principios y la capacidad de llenarse de Dios, de entusiasmarse ante
lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero.
- La capacidad de asombro ante lo nuevo, esto es, de idear, de
imaginar, de cambiar y de soñar despierto.
Así, pues, la línea a seguir es: vive, ama, trabaja, aprende, piensa,
da, ríe, intenta, persevera y sueña, porque hoy es e primer día del
resto de tu vida.
10.2. En segundo lugar, es una tarea de todos.
Principalmente ayudando a recuperar su propia subjetividad,
manteniéndoles en nuestra afectividad y devolviéndoles la ilusión.
Realmente la emoción no muere, con sólo que se le dé una
oportunidad. Inclusive las gentes pobres, enfermas, envejecidas,
despersonalizadas, atadas a su camastro de un inhóspito asilo de
beneficencia, conservan una chispa de ilusión. Esta capacidad de
evocar lo emocional es una dotación primordial de la célula y muere
con ella. El Yo es la manifestación espiritual de esta capacidad del
hombre.
No me cansaré de decir que toda vida es vida emocional, con los
componentes dorados y con los componentes grises de Ms. Margaret
Batty. Por vida emocional completa yo entiendo cuando se admite
toda la impresionante gama de sentimientos humanos: el amor y el
odio, la envidia y la reparación, la emulación y los celos, el egoísmo y
la generosidad.
Admitir la subjetividad del anciano supone, en el mismo movimiento,
admitir que la capacidad de odiar dura probablemente tanto como la
de amar. Si, a las puertas de la muerte, la capacidad de amar existe
todavía, lo mismo puede decirse del odio, y ha de querer significar
que el cómo y el qué odiar son lecciones que se aprenden pronto y
bien.
Pondré un ejemplo. En una Residencia de Ancianos de pago y
cara, que conozco, la señora Pérez ha conservado la capacidad de
herir, tal y como la señora Gómez ha conservado la capacidad de
odiar. La señora Pérez, por lo tanto, debe de estar muy despierta,
pues de otra manera no sabría herir tan bien. Si es verdad que el
valor que una idea o un sentimiento tienen para una cultura pueden
medirse por el espacio de tiempo en que viven en un cuerpo que se
está muriendo, entonces, como las capacidades de amar, de odiar y
de herir parecen durar tanto como la agudeza mental, la cultura debe
tenerlas en alta estimación. Entre las ancianas de esta Residencia no
hay amor, sino mucha hostilidad. El amor es un visitante aquí, entre
las dos y las cuatro de la tarde de los martes, jueves, sábados y
domingos y entre las seis y las siete de lunes, miércoles y viernes. Es
algo que las ancianas reservan para la familia y los amigos, y
descargan en otros su mal humor.
En esta Residencia los visitantes se cuentan como si fuesen las
cuentas de un rosario y así tienen que hacerlo personas que se están
yendo de la vida. Pero «tengo muchos visitantes, mientras que tú
tienes pocos» es también una comparación envidiosa que eleva el
rango de la señora Pérez a la vez que rebaja el de la señora Gómez:
el impulso de realización tira a la cara de la muerte misma. Así, este
impulso, que tan bien hemos aprendido todos nosotros, persiste, con
el amor, el odio y la capacidad de herir, hasta el final de la vida,
porque la cultura lo estima en mucho.
No sé si me he explicado. En esta Residencia nos encontramos con
personas tan viejas que las tienen que atar a sus sillas, que esperan
morir en cualquier momento, y no obstante, la cultura está viva en
ellas -uno siente casi que más viva- como su respiración. Es casi
como si la cultura hubiese sido impresa en ellas. La cultura es casi
como un instinto; los detalles más nimios, las motivaciones más sutiles
impresas en ella siguen siendo palpitantes y vigorosas, aun cuando
las personas, las portadoras de la cultura, se hallan a las puertas de
la muerte e inclusive la percepción misma está fallando.
Y acabo con aquella anotación nostálgica del Profesor Joaquín
García Roca. Si hoy tal vez no podamos devolver a nuestros mayores,
como en las culturas tradicionales, el puesto de la experiencia y la
sabiduría porque ese lugar está ocupado por los ordenadores y la
inteligencia artificial, tendremos que encontrar para ellos un puesto
significativo en la trama emocional de nuestras comunidades. Porque
si, para nuestros afectos, son inexistentes fácilmente justificaremos se
les liquide. Y no olvidemos que ya se está haciendo propaganda
-tímida, pero persistente- de la eutanasia.
Caritas Española
Documentación social: «La animación de los mayores»