LA HUMANIDAD EN EL ANCIANO


Mariano Galve Moreno  


Esta comunicación nace de uno de los problemas más angustiosos 
de nuestras comunidades occidentales: ese índice, al alza, de 
ancianos obsoletos. Y porque son muchos, no ofrecen interés ni 
significan nada debemos admitir, claramente, que no sabemos qué 
hacer con ellos. Cada vez más los excluimos -o se excluyen de las 
actividades más vitales de nuestra comunidad y creamos para ellos 
otro tipo de cultura marginal, con sus residencias, clubes sociales y 
sus ritos de viajes y diversiones.
Nuestra conciencia social, más interesada siempre en las 
apariencias exteriores que en la realidad interior, ansiosa siempre de 
no alterarse o de no comprometerse demasiado, no se deja conmover 
para que se preocupe de la «vivencias internas», a menos de que 
algún mal terrible, como la droga, el sida, la inseguridad ciudadana y 
la delincuencia juvenil, asole nuestras comunidades. De ahí que la 
degradación espiritual y la desesperanza de sus obsoletos abuelos no 
parezca ser de su incumbencia.
A nuestra conciencia social le afectan las cosas que tienen 
«elevada visibilidad», como los grandes monumentos, las grandes 
plazas y la abundancia de suministros médicos, mucho más que las 
que tienen «visibilidad baja», como el trato personal.
En una residencia de ancianos crónicos, por ejemplo, el personal, 
aunque solícito y bondadoso, parece mantener una actitud de 
indulgente superioridad para con los ancianos, a quienes considera 
niños desorientados, que necesitan cuidado, pero a cuya confusión 
no hay que hacer mayor caso, mientras se atiende asiduamente a sus 
necesidades corporales.
Las Residencias están orientadas hacia el cuerpo y no hacia la 
mente.
La mente de los ancianos obstruye el cometido real de la 
institución, que es el de proporcionar cuidado médico, alimento y 
asepsia. Todo lo racional que pide el anciano se le da lo más 
rápidamente posible, se cumple activamente con el deber y rara vez 
se le habla con aspereza. Al mismo tiempo, el personal parece tener 
una comprensión mínima de las características mentales de una 
persona enferma y envejecida.
En una institución para pobres obsoletos del seguro, el director 
averiguará si un anciano ha sido bañado o no, pero no si la persona 
que lo hizo empleó un poquito más de tiempo bañando al paciente, 
como si fuese un ser humano y no algo inanimado. Puesto que 
demasiados minutos consagrados a un ser humano harán que un 
asistente se demore y no pueda llenar su «cuota» de pacientes, se 
les lava como si fueran una fila de excusados, y su intimidad es 
violada, porque no hay tiempo para andar moviendo biombos o para 
cambiar las ropas de cama de manera que se respete el pudor del 
paciente.
En cuanto a los. ancianos, pasan sus últimos días en largos 
períodos de ansiedad y rememoración silenciosa, alternados con 
estallidos de ira o petulancia en el trato con los otros, por la 
contemplación de la televisión y por las visitas de sus parientes. 
Mientras tanto, los ancianos tienden su mano a cualquiera que 
pudiera atenderles de modo personal y las tendrían hablando con 
ellas interminablemente si pudiesen. Hay un anhelo de comunión, 
pero poca capacidad real de alcanzarlo.
Por tanto, el rasgo general más importante de una comunidad sana 
hace referencia al puesto que, en su seno, tiene la ancianidad. En 
nuestras comunidades deben de tener su lugar, y un lugar digno.
En mi ponencia hablaré de cultura, pero sobre todo hablaré de 
individuos. En nueve rasgos intentaré relacionar cultura e individuo. 
Me interesa, sobre todo, definir bien aquellos ingredientes que hagan 
posible el que una cultura y sus comunidades puedan ser porosas, 
cálidas y personalizantes.

1. PERSONALIZAR Y COMUNICAR 
Una comunidad es la parte del tejido social que se sitúa entre el 
individuo, en este caso el anciano, y la sociedad.
Los dos extremos -anciano y mundo- pueden hacerla unilateral. En 
un extremo estarían esas comunidades narcisistas, aisladas y 
ensimismadas -puramente subjetivas. Dos ejemplos:
- El primero, la llamada «soledad entre dos», en las que las parejas 
se encierran en su casa más aún que los individuos aislados viudos o 
solteros. El apego con frecuencia celoso, maníaco, tiránico, que 
tienen el uno por el otro los lleva a hacer el vacío a su alrededor.
- El segundo ejemplo, esas «residencias asilares» marginadas y 
aisladas del tejido social, en las que el viejo vegeta y pasa 
monótonamente sus horas esperando la comida.
En el otro extremo estarían esas comunidades caóticas y confusas, 
en las que el individuo se pierde y disuelve su identidad en la 
globalidad de mundo. Por ejemplo, en una encuesta se reveló que 
una persona de edad sobre tres, viviendo en la comunidad global, no 
tenía ya ninguna relación social, no recibía jamás una carta, no 
recibía ni hacia ninguna visita, no conocía a nadie.

1.1. Una comunidad sana, en primer lugar, tiene que personalizar
A este respecto me impresionó el comentario de una anciana que 
en una Residencia, había recibido un ramo de flores. Me dijo:
«Ni siquiera conozco a la gente que lo envió -son de un club al que 
pertenecen mi hijo y mi nuera, no me conocen-, las recibí por razón de 
mi hijo y de mi nuera. Todos los que hacen cosas buenas por mí, lo 
hacen por razón de otras personas, no por mí. Un montón de 
personas me envían tarjetas y hacen cosas por mí, pero son amigos 
de mi esposo o de mi hijo, no amigos míos».
Aunque el sentimiento de que no le quieran puede ser una 
peculiaridad personal de esta anciana, creo que este es un 
sentimiento bastante general en nuestra cultura.
En primer lugar, la gente ha puesto el elevado nivel de vida en 
lugar de su Yo verdadero; por lo tanto no cultiva un Yo, sino un 
estándar de vida.
Además nos percatamos de que nuestra cultura no nos 
proporciona una manera de evaluar con certeza nuestra 
individualidad, viéndonos obligados a valorarla por cosas externas o 
por títulos conseguidos.
Perdemos también amigos, que parecen abandonarnos sin razón 
aparente, o que simplemente se van, de manera que no existe una 
comunidad personal estable en la que pueda reflejarse nuestra 
verdadera identidad. De ahí que nos resulte difícil creer que somos 
dignos de amor, independientemente de lo que nuestros padres 
puedan habernos querido.
Estas condiciones subyacentes se agravan en la vejez, pues 
entonces han muerto muchos de los que amaron a los ancianos y 
muchos de quienes les rodean son personas más jóvenes que, por 
consiguiente, los consideran extraños, raros y aburridos. Carecen, 
pues, de un papel que desempeñar y se convierten en ancianos 
obsoletos.

1.2. Una comunidad sana, en segundo lugar, tiene que relacionar y 
comunicar 
Y hay que decir, en este punto, que los ancianos se sienten solos 
porque en realidad están solos. La sociedad muestra desinterés hacia 
ellos, ya que por ahora son poco consumidores en relación con otros 
estratos. Buscan su autonomía en la distracción y en la charla, y 
pocos se afanan en seguir siendo útiles. El anciano suele pensar que 
no tiene ningún papel en la sociedad postmoderna, que lo único que 
puede hacer es disfrutar de la vida y descansar. Lo que en un 
principio no parece malo puede transformarse en la trampa del tedio y 
el aburrimiento.
De ello se deduce claramente un primer rasgo, básico y genérico, 
de una comunidad sana, con capacidad de integrar a los ancianos: 
potenciar al máximo a los suyos incluidos los ancianos en una fuerte 
integración de proyecto colectivo.
Y, ya de entrada, podemos dar a la comunidad una tarea: «El fin 
de una comunidad, de toda comunidad auténtica, consiste en 
personalizar al individuo -en este caso, el anciano-, permitiéndole la 
comunicación con la comunidad global».

2. AFILIAR, PERTENECER, SER FIEL
El fenómeno comunitario, en nuestro espacio occidental, debe ser 
situado en su contexto. Y el contexto, de cara a la comunidad, 
presenta una dificultad general: Muchas de las preocupaciones de la 
gente por la aceptación y el conformismo nacen de la falta de 
afiliación, de pertenencia y de fidelidad de nuestra sociedad, lo cual 
determina que la comunidad personal sea algo tan incierto de un día 
para el otro que la gente debe echar mano de todo recurso posible 
para garantizarse que no llegará a quedarse sola.
La filiación, a la inversa, es importante desde que se sabe que la 
protección más eficaz para los ancianos es la que garantiza a los 
viejos padres el amor de sus hijos.
Por eso, los objetivos de atención a la tercera edad no consisten 
en una intervención social o puramente terapéutica, sino que, entre 
otros, deben contemplar el prevenir la ruptura de la familia y el 
mantener al anciano en su hogar tanto tiempo como sea posible.
Objetivos que han de ser instaurados muy primitivamente. Reheim 
ha subrayado la correspondencia entre la felicidad de la edad primera 
y la de la última. Es sabida la importancia que, en el desarrollo ulterior 
de la personalidad, tiene la forma en que ha sido tratado un niño.
Cuando un niño ha sido frustrado en la alimentación, la protección 
y la ternura, crece en él el rencor, el miedo e incluso el odio. Al llegar 
a adulto, sus relaciones con los demás son agresivas, y con toda 
seguridad descuidará a sus viejos padres cuando éstos sean 
incapaces de bastarse a sí mismos.
Por el contrario, cuando los padres alimentan bien y miman a sus 
hijos, los convierten en individuos felices, abiertos y benévolos. 
Cuando los padres inculcan a los niños sentimientos de pertenencia 
consiguen que estos niños, al llegar a adultos, desarrollen 
sentimientos altruistas y, en particular, se sientan apegados a sus 
ascendientes, reconozcan que tienen deberes hacia ellos y los 
cumplan.
Si esto es así, habría que reflexionar sobre lo que ha pasado en 
nuestra sociedad occidental que pueda explicar los siguientes datos:
Un encuestador observaba que 92 % de los ancianos se decían 
respetados y amados por sus hijos, pero sólo el 63 % afirmaba que 
los hijos en general aman y respetan a sus padres. Al parecer, en 
muchas de esas respuestas o bien el anciano se miente a si mismo o 
bien interviene su orgullo, con tal de no confesarse solo o 
descuidado.
Por otra parte, se ha comprobado
- que entre los ancianos económicamente débiles las relaciones 
familiares no mejoran el ánimo;
- que entre los que son acomodados, los amigos cuentan mas que 
la familia;
- y que la presencia de hermanos, hermanas, primos, etc., en una 
vecindad bastante próxima, no ayuda al anciano a vivir.
Sin embargo, no existe imagen más entrañable que un niño en 
brazos del abuelo, mientras éste le narra un cuento.
Y nace así un segundo rasgo saludable de una comunidad: su 
capacidad de afiliación, su matriz de pertenencia y este «tempus» 
suficiente como para estructurar la fidelidad.

3. VALORES E IMPULSOS
C-SANA/VALORES: La comunidad, hoy -si quiere ser una 
comunidad sana, en la que puedan vivir los ancianos-, tiene que 
servir de lugar de abrigo frente a una cultura que obra por impulsión.
3.1. Nuestra cultura está movida por impulsos: de realización, 
competencia, ganancia y movilidad, y por los impulsos de satisfacción 
y de un nivel de vida más alto. Impulsos como el hambre, la sed, el 
sexo y los demás, surgen discretamente de la química del cuerpo, 
mientras que los de expansión, competencia, realización, etc., son 
generados por la cultura. No obstante, cedemos a estos últimos como 
al hambre y al sexo.
En este tipo de cultura tan impulsivo, ¿cómo pueden sobrevivir los 
viejos? ¿Cómo pueden sobrevivir cuando:
- a nivel psicológico, los ancianos conservan: el vocabulario, la 
información general y el sentido común, pero que, por el contrario, 
pierden: el razonamiento abstracto, el aprendizaje, la memorización, la 
velocidad de reacción y asimilación, la atención, la concentración y la 
organización y estructuración del campo vital y espacial. Y que estos 
rasgos son, precisamente, los que hacen al viejo rígido en algunos 
aspectos de su vida psicológica;
- cuando también disminuyen los intereses, la atracción del riesgo, 
y se hace difícil controlar las emociones, algo que empeora con la 
edad y que hace que el viejo -como el niño- sea un mal controlador de 
impulsos;
- cuando entre los 60 y 70 años aumenta la ansiedad, lo que les 
hace más vulnerables al cambio y, por ello, se refugien en el consumo 
del alcohol y de fármacos ansiolíticos;
- cuando, por razones tanto físicas como psicológicas, son más 
sedentarios.
- cuando se sabe, en suma, que, a mayor edad, mayor resistencia 
a los cambios; que las nuevas ideas se adoptan con lentitud, cuando 
no se rechazan. Y que, por todo ello, se califica a este sector de la 
población como muy conservador.

Una aparente tranquilidad hacia la muerte, al lado del anhelo de 
prolongar la vida, está relacionada con esta cultura que, obrando por 
impulsos, hace sólo hincapié en la supervivencia y no sabe preparar 
la mente para la extinción.
Hay que confesar que esta liberación de impulsos nos está 
creando problemas. ¿Cómo puede una comunidad enfrentarse al 
vigoroso impulso de los suyos y, sin embargo, cumplir la tarea que 
este período histórico le ha asignado? ¿Cómo puede liberar las 
emociones primarias sin desencadenar el caos? El caso de niños 
alcoholizados, de adolescentes drogados, de jóvenes sin «ningún 
respeto». ¿Cómo puede permitir que se descarguen los impulsos y, a 
la vez, proporcionar el suficiente sosiego como para que tengan 
derecho a existir aquellas personas que, como los ancianos, 
necesitan un ritmo más lento?

3.2. Por eso, frente a lo que se considera un desarrollo «salvaje» 
de la parte más inmadura e inconsciente -impulsos y deseos- de 
nosotros y de nuestra cultura, existe una nostalgia de otro tipo de 
necesidades a las que podríamos denominar valores. Porque llega un 
momento en que vivimos en la tolerancia, la capacidad de 
convivencia, la libertad y la participación como nunca se había 
conseguido e, inexplicablemente, todo ello no lo sentimos como la 
realización de los valores.
Y, así, el tercer rasgo psicológico de una comunidad sana es ser 
lugar de abrigo en donde puedan ser operativos otro tipo de 
apremios, que denominaremos valores, como el amor, la bondad, la 
tranquilidad, el contento, la diversión, la franqueza, la honestidad, la 
decencia, el descanso y la sencillez. Porque, sólo desde estos 
valores, podrán tener cabida, sentido y utilidad los viejos.

4. FORTALECER AL INDIVIDUO
DESEOS/CONSUMO: La comunidad -si quiere ser hoy una comunidad sana, en la que puedan vivir los ancianos- debe querer, poder y saber proteger a los suyos de lo que, 
muy precisamente, los destruye: la invasión indiscriminada y voraz de 
los deseos.
Siempre se ha reconocido la existencia de un vasto potencial de 
necesidades humanas, pero después de la cultura industrial moderna 
capaz de producir casi todo, se ve que ha llegado el tiempo de abrir la 
tienda de las necesidades infinitas.
Deseos y consumo están destruyendo lo más fundamental de la 
tradición indoeuropea, islámica y hebrea -el sistema de control de los 
impulsos-, pues el deseo de un millón de cosas no puede crearse sin 
estimular un apetito para todo.
Ayer mismo lo pude ver plasmado en un andén del metro. Una valla 
publicitaria decía: «Todos tus deseos», y abajo «Todos tus regalos». 
La firma: El Corte Inglés.
Si nos dejamos llevar de los deseos; si el único modelo cultural 
válido y apetecible es satisfacerlos, entenderemos lo que significa la 
marginación de aquellas personas que «molestan» porque están 
deformadas o, simplemente, porque son viejas.
En este sentido, debemos tener la osadía de afirmar que detrás de 
muchas demandas de solicitud para una plaza en una residencia, o de 
ese rosario del anciano que pasa meses, e incluso días, en las 
distintas casas de los hijos, está el sentimiento de que el anciano 
molesta e impide la realización cómoda de nuestros deseos. Y, al 
contrario, afirmar sencillamente que no nos apetece ver, oír, sentir y 
vivir con el anciano.
Ciertamente, esto tiene algo que ver con la deformación. Un ser 
humano intacto es sano de cuerpo y de mente. En esta salud figuran 
la vista, la cordura, el oído y la continencia. Pero una persona 
deformada es loca, o ciega, o sorda, o incontinente. Cuanto más 
deformada está una persona, tanto más tienden los otros a apartarse 
de ella. Algunas deformaciones, como la incontinencia, por ejemplo, 
son más repulsivas que otras. Por supuesto, no todo el mundo se 
aparta de la gente deformada; y probablemente cuanto más 
degradada está una persona intacta, tanto mayor será su tendencia a 
apartarse de quienes están deformadas. Es difícil imaginar que una 
persona que ha recibido amor y ha tenido buena suerte se apartará 
tan rápidamente de un ser deformado como la persona cuya vida ha 
consistido en una serie de privaciones y de humillaciones.
Así, la tendencia de las personas sanas a apartarse de las 
deformadas está relacionada con su experiencia de la privación y la 
degradación en su propia vida.
Pero el retraimiento ha de estar también en, cierta forma, 
relacionado con el miedo que se le tenga a la persona deformada. 
Las personas que tengan miedo a un ser deformado, muy 
probablemente, se apartarán de él más que las que no le temen.
Finalmente, podemos suponer que si una persona deformada -un 
jorobado, por ejemplo- tiene algo que dar, calor humano o regalos, la 
gente se sentirá menos inclinada a rechazarle.
MARGINACION/LEY: Todo esto puede resumirse en lo que parece 
ser una suerte de ley de la deformación y la marginación: «la 
tendencia de las personas sanas a apartarse de las deformadas está 
determinada por la magnitud y la naturaleza de la deformación, por el 
grado de deformación de los individuos sanos y por su miedo a la 
persona deformada, así como por los propios recursos de la persona 
deformada».
Ante la crisis actual de los «nuevos pobres» y la venidera de los 
decrépitos, aparecerá un estereotipo negativo de la vejez, ageísmo, 
gerontofobia y un «status» hecho de soledad y de enfermedad, de 
inmovilidad y desesperanza, de restricción de libertad y pobreza, de 
infelicidad y miedo a la muerte -panorama gris, lo definía ayer la 
representante de EUROLINKAGE, Ms. Margaret Batty-. Desde ahí, 
razón tiene Mauriac al afirmar: «Un viejo sólo existe por lo que posee; 
desde el momento que no posee nada se le echa a la basura: a esta 
edad avanzada sólo se puede elegir entre el asilo y la fortuna».
Una comunidad sana, en la que tengan su sitio los ancianos, debe 
ponerse inmediatamente a la tarea de proteger a los suyos, porque 
ser esclavo de los deseos, supone un debilitamiento del yo. Las 
identidades yóicas -sobre todo, cuando no llegan a los altos 
«standards» de los modelos culturales- se encuentran 
desguarnecidas, porque el deseo y el consumo le imponen la 
renuncia a sus necesidades personales.
En el hoy, el cuarto rasgo de una comunidad sana tiene mucho que 
ver con los sistemas de defensa. Si a lo largo de la historia, en la 
selva como en el desierto, se establecieron las comunidades humanas 
con objeto de obtener alimento y protección, en la actualidad una 
comunidad sana deberá encontrar también el modo de satisfacer 
aquellas necesidades inevitables y protegerse de aquellas otras que 
le son superfluas. Una comunidad sana deberá enseñar a los suyos a 
saber transformar algunos de sus impulsos por bienes más altos y 
defenderles contra la opinión invasora de que el sacrificio de los 
impulsos ya no garantiza la obtención de recompensas, ni en la tierra 
ni en el cielo.

5. CAPACIDAD EMULATIVA
ENVIDIA/EMULACION EMULACION/ENVIDIA: Una comunidad 
sana es capaz de proporcionar a los suyos sentido de pertenencia, 
lugar de abrigo, robustecimiento de las individualidades y defensas 
operativas frente a todos los peligros, tanto internos como externos.
Además, deberá ser capaz de tener la suficiente vitalidad como 
para educar a los suyos y poderles ofrecer proyectos y tareas.
En nuestra sociedad podemos observar la erosión de la capacidad 
de emulación, la pérdida de la capacidad de tomar a otra persona 
como modelo. Al contrario, en una cultura competitiva, uno envidia 
todo lo bueno que pueda ocurrir a cualquiera otra persona. Basta con 
saber que alguien tiene algo bueno, para que empiece uno a sentirse 
deprimido, envidioso o las dos cosas a la vez. En una cultura 
competitiva, el éxito que alguien obtiene en algo constituye la propia 
derrota de uno, aun cuando ese éxito nada tenga que ver con uno. La 
envidia mata de raíz la emulación.
Estamos todavía en una sociedad que adora lo juvenil. Por eso los 
ídolos son la velocidad, la lucha, la fuerza, el nervio, la potencia 
sexual, la rebeldía política, ideológica o simplemente mental y, en 
consecuencia, la imagen; por eso se cree que los viejos son una 
lata.
Para la «generación Pepsi», el viejo es un ser gruñón, caprichoso, 
tramposo, deprimido y decrépito que vive en su torre de marfil. 
Empeñado en airear los trapos sucios, e inútil e incapaz de asimilar lo 
nuevo, mira hacia atrás con nostalgia e ira. Es un individuo sin sexo ni 
seso, cansado, paranoide, neurótico y desagradable.
Pero la relación de los niños, de los jóvenes y adultos con los 
viejos es vital. Por eso,.me gustó el oír ayer que en una Residencia 
había algo así como «niños voluntarios». Su autoridad (la de los 
viejos) se funda en el deber o el respeto que inspiran; el día en que 
niños, jóvenes y adultos se liberan de esos sentimientos, los ancianos 
ya no tienen ningún poder.
La capacidad emulativa es, sin embargo, un rasgo cultural que es 
de vital importancia mantener. Por varias razones:
1. Porque la cultura depende, sin embargo, de esta potencialidad, 
pues, en gran parte, a través del vigoroso potencial inherente de 
emulación de cualidades que posee el hombre, se han mantenido las 
cualidades morales de las comunidades y el hombre se ha apoyado 
en ese mecanismo para educar a las nuevas generaciones.
2. Covery, subrayando que el viejo mantiene los rasgos 
fundamentales de su personalidad y los adapta a la nuevas 
situaciones, defiende que en nuestro tiempo es necesario recuperar 
la vejez, porque en los próximos años no sólo va a haber un 
envejecimiento de la población, sino un aumento de los más ancianos 
y dependientes en relación con los viejos-jóvenes; un aumento 
paralelo a la disminución de los apoyos familiares, puesto que cada 
vez hay más solteros y matrimonios sin hijos.
3. Cuando la decepción y la sospecha se unen al sentimiento de 
haber sido traicionados, los pueblos se encuentran sin modelos de 
imitación y las comunidades sufren una grave crisis de identidad.

Una comunidad sana, a fin de que en su seno se lleve a cabo una 
elección emulativa, moralmente sólida, y como quinto rasgo, debe de 
tener la suficiente fe en sí misma como para poder presentar sus 
proyectos educativos con cierto optimismo ingenuo que pueda ser 
capaz de apasionar la voluntad de los suyos.

6. AMOR Y AUTORIDAD
VIEJO/ASILO: Hoy en día, en nuestra cultura, la dependencia ha cobrado un significado especial, porque, en cualquier comunidad, la dependencia pone freno a los impulsos; y el deseo de ser independiente, rara vez significa algo más que las ganas de hacer lo que nos plazca. La ansiedad o la cólera de los mayores se considera entonces como «injusta», «absurda», «atrasada» o «carrocil». Hoy, la demanda de independencia posee, a menudo, una suerte de egoísmo infantil irreflexivo, que dista años luz de sus antiguos significados.
Así, todo el mundo admite la dificultad de mantener a un anciano 
en la familia nuclear: no hay sitio, no se les puede atender porque 
hombre y mujer trabajan, quitan tiempo y espacios de independencia 
y libertad y estorban a los hijos.
Esta filosofía implícita es la que está favoreciendo la proliferación 
de asilos y residencias de ancianos. Y, por ello, desde la humanidad 
en el anciano, habría que preguntarse: ¿quieren los ancianos ir al 
asilo?, ¿cuáles son las razones que les obligan a ir? y, si no hay más 
remedio, ¿cómo viven en ellos? 
Todas las encuestas están revelando que el 74% se resiste a ir a 
un asilo y que el 15 % acepta la idea porque se trata de inválidos.
Cuatro son las razones principales por las cuales las personas de 
edad solicitan el ingreso:
1. Ante todo, la insuficiencia de recursos. En los grandes asilos, 
tres cuartos dependen de la asistencia, los que tienen una pensión 
prefieren pequeños establecimientos privados.
2. La imposibilidad de encontrar un alojamiento o la fatiga de 
cuidarlo.
3. Razones familiares. Los hijos se niegan a cargar con el viejo o 
deciden liberarse de él.
4. Por último, los viejos necesitan asistencia médica.

En general entran en el asilo en su provincia, unos como 
indigentes, otros pagando una parte de su pensión. Los hay que 
ruedan todo el tiempo de asilo en asilo; en los intervalos, 
vagabundean y beben. Ciertos establecimientos rechazan a los 
ancianos enfermos; otros aceptan a los enfermos, aunque sean 
jóvenes.
Pero, hablando de individuos y personalizando, interesa aquí el 
conocer cómo lo vive el propio anciano. Se comprende que la entrada 
en el asilo sea un drama para el anciano. El «shock» psicológico es 
particularmente violento en las mujeres, más arraigadas aún que los 
hombres a su hogar. Dan señales de ansiedad, tienen temblores. 
Poco a poco, muchos se resignan. A veces, según parece, la 
hospitalización devuelve al anciano el gusto de vivir; se siente menos 
aislado, se hacen amigos; por una especie de emulación, se 
abandona menos que antes. Pero esto es muy raro.
Una estadística del Dr. Pequinot, establece que entre los ancianos 
sanos admitidos en un asilo: 8 % mueren en los ocho primeros días; 
28,7 % mueren en el primer mes; 45 % mueren en los seis primeros 
meses; 54,4 % mueren en el primer año; 5,4 % mueren en los dos 
primeros años.
Es decir, que más de la mitad de los viejos mueren el primer año de 
su admisión. Las condiciones de vida del asilo no son las únicas 
responsables; entre los ancianos, el cambio, cualquiera que sea, 
acarrea la muerte. Más bien hay que lamentar la suerte de los que 
sobreviven. En un gran número, se la puede resumir en pocas 
palabras: abandono, segregación, demencia, muerte.
La vida comunitaria es muy mal tolerada por la mayoría. 
Desdichados, ansiosos, replegados en sí mismos, están encerrados 
juntos sin que se haya organizado para ellos ninguna vida social. 
¡Bienvenido, pues, el tema y los contenidos de este Simposio: 
«Formación de Animadores de Personas Mayores!». Su 
susceptibilidad, sus tendencias reivindicadoras y a veces paranoides, 
producen frecuentes reacciones conflictuales. Todos los procesos 
patológicos a que está sujeta la vejez se aceleran en los asilos.
Al tratar de comprender a esta gente, debe uno recordar que no 
son simplemente ancianos, sino que son ancianos colocados en una 
institución, separados de su familia y de sus amigos, salvo durante las 
horas de visita, y que los cuidan personas a quienes se les paga para 
que lo hagan. Cierto es que muchas veces es mejor que lo cuiden a 
uno personas motivadas por una benevolencia pecuniaria y no una 
familia carente totalmente de benevolencia. No obstante, la elección 
puede ser dura y constituir motivo de tensión grave para personas 
que, por su edad, no están dotadas para soportarla bien. Las 
dificultades inherentes al ser anciano en nuestra cultura las 
aumentan, inclusive en condiciones de benevolencia pecuniaria, las 
necesidades de orden, rutina y lucro de una institución, todas las 
cuales ejercen un poder de coerción. Podemos decir, sin temor de 
error, que algunas personas no se encontrarían en la Residencia si 
se les diese a elegir, lo cual no pueden hacer, por supuesto, porque 
su debilidad, sus enfermedades, el dinero y la incapacidad de la 
familia de cuidarlas, la falta de ganas de hacerlo, convierten a estas 
Residencias en una solución. Para muchos, ni siquiera la solicitud de 
estas Residencias puede borrar «el hastío, la fiebre y la irritación» 
que acompañan al ser viejo en nuestra sociedad.
La sed de independencia, detrás de la cual y por la cual están 
proliferando las Residencias de Ancianos, ha sido formada por la 
filosofía de la permisividad en la crianza de los niños y por la 
consiguiente erosión de la capacidad de gratitud hacia los mayores en 
una cultura orientada hacia los impulsos.
La obsesión de independencia de muchas parejas jóvenes, está 
relacionada con la ansiedad de que uno no tiene nada, o de que tal 
vez no sea capaz de valerse por sí mismo. En este contexto, la 
independencia, el mantenerse apartado de los demás, es expresión 
del miedo, porque uno puede perderse si cae bajo el control de algún 
otro a través del amor, de la amistad, de la gratitud o del dominio 
intelectual. En este contexto, no es extraño que no tengan cabida los 
ancianos.
Una comunidad sana deberá saber sortear ese hechizo malévolo 
de que el amor sea entendido como atadura, la amistad como 
dependencia y la gratitud como servilismo. El sexto rasgo de una 
comunidad sana consistirá en el arte de conjugar amor y autoridad.

7. SENTIDO DE VIDA Y SIGNIFICACIÓN ESPIRITUAL
Yo creo que lo que está pasando en nuestras comunidades de 
Occidente obedece a una profunda crisis espiritual.
Hay que tener la osadía de afirmar que lo más grave que ha 
ocurrido en nuestras comunidades es que la capacidad de pensar y 
actuar con arreglo a una jerarquía de valores espirituales, la 
existencia de un núcleo unificador gracias al cual el hombre se orienta 
en la vida, está quedando destruida en nuestra sociedad.
Estamos abocados a una praxis de bienestar y de consumo y 
carecemos, por tanto, de ese núcleo de unificación espiritual que dé 
sentido a nuestra vida.
Particularmente difícil es encontrar, en nuestra cultura, el sentido 
de la vida y la significación de los ancianos. Sólo algunos -los 
mejores, los más fuertes o afortunados- han podido llegar a esa 8ª. 
etapa de Erikson:
«Sólo en el individuo que, en alguna forma, ha cuidado de cosas y 
personas y se ha adaptado a los triunfos y desilusiones inherentes al 
hecho de ser el generador de otros seres humanos o el generador de 
productos e ideas, puede acceder a la maduración de la integridad 
plena del yo. Esta integridad es la seguridad acumulada del yo con 
respecto al orden y el significado. Es un amor postnarcisista del yo 
humano como una experiencia que transmite un cierto orden del 
mundo y sentido espiritual, por mucho que se haya debido pagar por 
ella. Es la aceptación del propio y único ciclo de vida como algo que 
debía ser y que, necesariamente, no permitía sustitución alguna: 
significa así un amor nuevo y distinto hacia los padres. Es una 
camaradería con las formas organizadoras de épocas remotas y con 
actividades distintas, tal como se expresan en los productos y en los 
dichos simples de tales tiempos y actividades. Aunque percibe la 
relatividad de los diversos estilos de vida que han otorgado 
significado al esfuerzo humano, el poseedor de integridad está 
siempre listo para defender la dignidad de su propio estilo de vida 
contra toda amenaza física o económica. Pues sabe que una vida 
individual es la coincidencia accidental de sólo un ciclo de vida con 
sólo un fragmento de la historia; y que para él toda integridad humana 
se mantiene o se derrumba con ese único estilo de integridad de que 
el participa. El estilo de integridad desarrollado por su cultura se 
convierte así en el "patrimonio de su alma", el sello de su paternidad 
moral de sí mismo. En esa consolidación final, la muerte pierde el 
carácter atormentador.
La falta o la pérdida de esta integración del yo acumulada se 
expresa en el temor a la muerte: no se acepta el único ciclo de vida 
como lo esencial de la vida. La desesperación expresa el sentimiento 
de que ahora el tiempo que queda es corto, demasiado corto para 
intentar otra vida y para probar caminos alternativos hacia la 
integridad. El malestar consigo mismo oculta la desesperación, la más 
de las veces bajo la forma de mil pequeñas sensaciones de malestar 
que no equivalen a un gran remordimiento.
A fin de acercarse a la integridad o experimentarla, el individuo 
debe aprender a seguir a los portadores de imágenes en la religión y 
en la política, en el orden económico y en la tecnología, en la vida 
aristocrática y en las artes y las ciencias. Por lo tanto, la integridad del 
yo implica un integración emocional que permite la participación, por 
consentimiento así como la aceptación de la responsabilidad del 
liderazgo».
Hoy, la tragedia de la vejez es la condena radical de todo un 
sistema de vida mutilante, un sistema que no proporciona a la enorme 
mayoría de las personas que la integran ninguna razón de vivir. El 
trabajo y la fatiga ocultan esta ausencia que se descubre en el 
momento de la jubilación. Es mucho más grave que el aburrimiento.
Por eso, los hombres obsoletos no pueden hablar acerca del 
presente porque no tienen nada que hacer; sólo pueden comentar los 
papeles desempeñados en el pasado, y como terminan por aburrirse 
los unos a los otros se apartan también entre sí. Vidas pasadas 
consagradas a hacer lo que no quisieron hacer, sino lo que tuvieron 
que hacer; a trabajos que no requerían ni estudio, ni pensamiento, ni 
especulación, y que no los prepararon para la vejez, cuando no hay 
nada que hacer. Aquí tenemos de nuevo la omnipresente ironía: esta 
vez consiste en charlas acerca de los papeles desempeñados por 
hombres a quienes ya no les queda ningún papel, salvo el del 
internado aquiescente y en hablar de los placeres del viaje por 
hombres que no viajarán jamás.
Al llegar a viejo, el trabajador ya no tiene lugar en la tierra porque 
en realidad nunca se le concedió ninguno, simplemente, no había 
tenido tiempo de darse cuenta. Cuando lo comprende, cae en una 
especie de desesperación embrutecida.
Con todo ello, y sería el séptimo rasgo de una comunidad sana, es 
muy importante tener en cuenta que sin una sólida fundamentación 
moral y espiritual, ninguna actividad política puede aspirar al éxito en 
una sociedad tan desmoralizada como lo es la nuestra.

8. GENEROSIDAD, TERNURA Y COMPASIÓN 
Antes o después, en la vida del hombre aparece una línea de 
sombra -la vejez- que atravesamos con estremecimiento y nos hace 
pensar que los campos del edén, la región encantada de nuestra 
juventud, se ha quedado atrás.
Pero el verdadero mal del envejecimiento no es el debilitamiento 
del cuerpo, sino la indiferencia del alma, las dudas que asaltan 
cuando se ven las cosas y los seres como son y se entra en la edad 
del para qué: ¿para qué salir?, ¿para qué trabajar?, ¿para qué 
luchar?, ¿para qué vivir?
Saber cuántos años tiene una persona no es lo mismo que 
preguntarle cuán viejo se siente; la cifra del registro civil es objetiva e 
inexorable, pero el estado de ánimo es recuperable, ya que nadie es 
más desgraciado ni más viejo de lo que se le antoja.
Sin un Yo, el hombre no es nada. Pero en la sociedad 
contemporánea, el Yo muere un poco cada día. Rodeado de 
expresiones visibles del elevado nivel de vida, un hombre suele 
olvidar gradualmente que está alienado de su Yo. Por eso, 
narcotizado su defecto socialmente modelado, el hombre de hoy 
apenas si tolera a los débiles y los fracasados, a los ancianos y a los 
locos, pues son la conciencia expresa de que también su propio Yo 
está constantemente inmolado. Incapaz de rebelión, ha sido 
domesticado para las pequeñas dosis de humillación, y los enfermos 
le recuerdan su fracaso y su lenta degradación; por eso, los aparta y 
los excluye.
Para nuestro intento -la humanidad en el anciano-, habría que 
plantear el cómo este tipo de cultura tan intolerante y evacuativa 
puede atender al llamado colectivo de «riesgo»:
1. Los que cuentan con más de 85 años, desde Akthar (1973) se 
sabe que 4 de cada 5 de estas personas son incapaces y necesitan 
alguna clase de ayuda.
2. Los que viven en situación de soledad y aislamiento social, 
separados o sin familia.
3. Los desposeídos, por lo general, la anciana que ha perdido a su 
esposo, pero también que ha perdido a su hijo y sostén social.
4. Los que viven «de la beneficencia», sin recibir ayudas de la 
seguridad social, comunidad o municipio.
5. Los convalecientes y recién salidos del hospital, que no tienen la 
suficiente atención en sus domicilios.
6. Los que ha tenido que cambiar recientemente de domicilio y se 
encuentran desarraigados y desplazados, ya que los ancianos notan 
mucho el cambio y tienen grandes dificultades de adaptación a la 
nueva circunstancia.
7. Los que viven en áreas de subdesarrollo, pobreza y miseria en 
las grandes ciudades, con miedo al vandalismo, al robo o a la 
violencia.

Y, muy en concreto, a la hora de tomar el pulso de la generosidad, 
la ternura y la compasión de nuestra cultura, nos podemos hacer una 
idea tomando el pulso a lo que esta sociedad hace con los ancianos 
«más marginados» 
1º. La situación de los «sin hogar», frecuentemente dementes que 
son los nuevos marginados del año 2000 y que van a seguir 
aumentando progresivamente.
Respecto a ellos, el primer paso de una actitud ya común es el de 
la política de la «puerta giratoria»: consiste en ingresar al anciano sin 
muchas dificultades y darle de vuelta muy rápidamente con un 
diagnóstico y un tratamiento, sin preocuparse de que éste se vaya a 
cumplir o de que no existan recursos sociales o sanitarios para 
llevarse a cabo. Este entrar y salir veloz del hospital, residencia, 
psiquiátrico, hace que el enfermo, o la familia, se canse y no acuda al 
centro; también se consigue más fácilmente la negativa al ingreso del 
enfermo por parte de los sanitarios.
Con frecuencia, los ancianos se quedan durmiendo en la calle, las 
estaciones de metro o los parques, cubiertos de periódicos, y fallecen 
ateridos de frío. Dentro de ese grupo de marginados «sin techo», la 
proporción de los ancianos dementes es muy alta. En ocasiones están 
alcoholizados. Hoy, la imagen de esta gente se ha hecho muy 
frecuente en nuestras supercapitales europeas, y nos demuestran la 
crueldad de la sociedad hacia nuestros mayores, sin pensar que 
todos podemos llegar a esa misma situación.
2º. También es ilustrativo, a este respecto, la crueldad de otro tipo, 
una crueldad personal; me refiero el maltrato a los ancianos:
Es difícil que a uno le maltraten si es verdaderamente autónomo. A 
menor capacidad de autonomía, mayor posibilidad de maltrato.
El maltrato más espectacular es, lógicamente, el físico, que se da 
con mayor intensidad cuanto menor autonomía tenga el viejo. Atarle, 
por ejemplo, es relativamente frecuente, incluso en los centros 
especializados. La contención física se puede usar, pero no abusar 
de ella. El maltrato psicológico es de sobra conocido y va desde el 
desprecio y la ignorancia hasta los insultos. Del maltrato financiero y/o 
material... mejor no hablar: se sabe que a los ancianos, además de 
darles pocas pensiones, la familia se las «administra». En referencia 
al maltrato a los ancianos debemos conocer:
1. Que el cuidado del anciano, sobre todo cuando va perdiendo 
autonomía, es estresante para la familia; y una familia estresada 
puede ser causante de malos tratos, que empiezan por una 
alimentación insuficiente.
2. Que el maltrato a los ancianos suele venir, las más de las veces, 
de los hijos o, con más precisión, de los «casados con los hijos»; rara 
vez de los nietos.
3. Que en ocasiones, cuando es psicológico, es inconsciente. Hay 
un maltrato que es especialmente desalentador: el que se produce en 
el seno del matrimonio..
4. Finalmente, el maltrato puede ser institucional: el de la medicina, 
volcada hacia los progresos técnicos, o el de los asilos, volcados al 
lucro.
Todo esto es una llamada de atención, porque por mucho que 
avancemos en solidaridad, democracia y atención a los débiles, nunca 
podremos llegar a implantar los prometidos paraísos. A través del 
tremendo sufrimiento de dos guerras, Europa ha aprendido a 
renunciar a los sueños utópicos y, ahora, sabemos por lo menos 
hasta qué punto nuestra fragilidad connatural no permite jugar con 
modelos prefabricados del hombre y del tejido social.
SANTOS/MODELOS: En relación con esto, yo pienso que una 
comunidad bien establecida deberá favorecer algo tan vital -aunque 
no se cotice- como la reparación. Si el mal del mundo es tan pertinaz y 
si debemos admitir, con Albert Camus, «que no podemos dar un paso 
sin hacer daño a alguien», es muy importante que los mejores 
hombres y mujeres de nuestra comunidad se dediquen a la tarea de 
reparar. Una comunidad, digámoslo sin rebozo, necesita de esos 
santos que, desde su gratuita generosidad, vuelvan a dar sentido 
espiritual a lo cotidiano y sean un modelo de lo que nuestro corazón 
anhela interiormente.
Personas que reparen, porque debemos admitir que, en muchas 
comunidades de hoy, los rasgos sobresalientes, además de la 
impulsividad y la lucha por el dominio, son la falta de «compromiso», 
la incoherencia y la desatención a la ternura. Estas serán 
comunidades malsanas que, bajo la capa de un barniz de logro, están 
escondiendo su debilidad fundamental.
Una comunidad sana, en cambio, como octavo rasgo, deberá ser 
tolerante con sus miembros más débiles y obsoletos, dando amplia 
cabida en su seno a la ternura, la generosidad, la bondad y la 
compasión.

9. CELEBRAR
CELEBRACION/CULTURA: En todas las culturas, las ocasiones de 
clímax social requieren de demostraciones emocionales, casi por 
decreto. Las llegadas y partidas (contando entre ellas el nacimiento, 
que es una llegada, y la muerte, que es una partida) son algunas de 
las ocasiones celebrativas. También lo son la iniciaciones, la primera 
palabra hablada, los primeros pasos, los cumpleaños y aun la 
enfermedad. Los clímax sociales están ritualizados.
Toda decadencia del ritual constituye una decadencia de la cultura 
y las comunidades que no celebran suelen ser comunidades 
emocionalmente empobrecidas. Una de las primeras cosas que 
ocurren cuando una comunidad empieza a descomponerse es que los 
sistemas ceremoniales se desintegran; esto conduce a la 
desorganización interna, a la pérdida de valores y a la atomización 
interpersonal.
Pero celebrar, en el caso de los ancianos, también tiene sus 
problemas. La celebración en los viejos y con los viejos tiene sus 
connotaciones peculiares:
9.1. En primer lugar, toda celebración tiene un ingrediente 
importante de evocación y de memoria; pues bien, durante el 
envejecimiento, lo que más trastornos produce es la pérdida de la 
memoria. Los ancianos, cuando dejan de reconocer a sus más 
allegados, es porque han vaciado su memoria, aunque sigan teniendo 
la capacidad para realizar actos involuntarios ligados a aspectos 
menores de la misma.
9.2. En segundo lugar, toda celebración es acontecimiento y las 
personas mayores están excluidas o no se adaptan al presente.
9.3. En tercer lugar, toda celebración tiene un sentido dinámico 
que mira al futuro, y el anciano sólo puede contemplar la muerte y 
ésta es tabú para nuestras comunidades alienadas en un consumo y 
en una satisfacción atroces.
Sumadas estas condiciones, no es extraño que el anciano se 
excluya o se le excluya de las «celebraciones de la vida». Tampoco es 
extraño que, rotos los lazos que le unen a su cultura, se les 
proporcione otro tipo de celebraciones y diversiones que tienen más 
que ver con los intereses de aquellos que se las programan que con 
los auténticos intereses, deseos y necesidades de los mismos 
ancianos. No he dejado de pensar, a este respecto, en el turismo de 
la tercera edad, los carnavales y las fiestas.
Y, en relación con lo celebrativo, habría que explorar otra 
dimensión: Una aparente tranquilidad frente a la muerte, al lado del 
anhelo de prolongar la vida, está relacionada con una cultura que, 
haciendo hincapié en la supervivencia, no prepara a la mente para la 
extinción. Puesto que, también, la sensualidad y la apariencia ocupan 
un lugar destacado en la cultura, la decadencia y la muerte tratan de 
desaparecer de la vista y de la conciencia. Es lógico que la ansiedad 
provocada por la obsolescencia y el miedo a la muerte se 
contrarresten con los símbolos celebrativos persistentes de la 
sensualidad y de las apariencias. De ahí toda esa agitación de 
«celebraciones» y de fiestas que se montan alrededor de los 
ancianos. A veces tienen más que ver con nuestra propia ansiedad 
que con sus verdaderos intereses.
Una comunidad sana, el noveno rasgo, debe proporcionar lugar y 
ocasión para expresar, emocionalmente, los acontecimientos 
importantes. Y, entre ellos, está también la vejez, la enfermedad y 
hasta la misma muerte. Celebración, además, con ellos y para ellos.

10. UNA PREGUNTA
¿Cómo pueden realizar su humanidad los ancianos en los límites 
concretos de nuestra cultura?

10.1. En primer lugar, es una tarea del propio anciano que ante 
todo, debe salvaguardar su utilidad, autonomía y dignidad.
Ortega afirma que la vejez debería vivirse de acuerdo con los 
parámetros del joven: Para sentirse joven en un mundo de viejos hay 
que tener capacidad de sonrisa y optimismo; sentido de la amistad, fe 
en el Hombre y en los hombres, amor, idealismo, generosidad, 
entusiasmo (que procede de «enthousos», llenarse de Dios), 
búsqueda de ideales, rebeldía deseo de autoafirmación y necesidad 
de cambio.
El anciano, si quiere sentirse joven en un mundo de viejos, debe 
tener risa fácil y comprensión ante los cambios. La sexualidad pasará 
de ser amor carnal y posesión a ternura y renuncia. ¡Qué 
equivocados están algunos sexólogos! El entusiasmo juvenil se 
transforma en experiencia abierta para todos y, en consecuencia, en 
sabiduría. La rebeldía será prudencia y, finalmente, la serenidad será 
paz y perseverancia.
El anciano, si no quiere prostituir su identidad ni alienarla en mil 
tareas que la sociedad de consumo le propone -y no olvidemos que 
los mercaderes están descubriendo que el colectivo anciano) es un 
cliente muy apetecible-, tendrá que vivir más de los valores:
- La generosidad.
- La amistad desinteresada y sincera hacia el otro.
- El amor o entrega al otro en libertad.
- El amor a la verdad y el entusiasmo, es decir, la fidelidad a unos 
principios y la capacidad de llenarse de Dios, de entusiasmarse ante 
lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero.
- La capacidad de asombro ante lo nuevo, esto es, de idear, de 
imaginar, de cambiar y de soñar despierto.
Así, pues, la línea a seguir es: vive, ama, trabaja, aprende, piensa, 
da, ríe, intenta, persevera y sueña, porque hoy es e primer día del 
resto de tu vida.

10.2. En segundo lugar, es una tarea de todos.
Principalmente ayudando a recuperar su propia subjetividad, 
manteniéndoles en nuestra afectividad y devolviéndoles la ilusión. 
Realmente la emoción no muere, con sólo que se le dé una 
oportunidad. Inclusive las gentes pobres, enfermas, envejecidas, 
despersonalizadas, atadas a su camastro de un inhóspito asilo de 
beneficencia, conservan una chispa de ilusión. Esta capacidad de 
evocar lo emocional es una dotación primordial de la célula y muere 
con ella. El Yo es la manifestación espiritual de esta capacidad del 
hombre.
No me cansaré de decir que toda vida es vida emocional, con los 
componentes dorados y con los componentes grises de Ms. Margaret 
Batty. Por vida emocional completa yo entiendo cuando se admite 
toda la impresionante gama de sentimientos humanos: el amor y el 
odio, la envidia y la reparación, la emulación y los celos, el egoísmo y 
la generosidad.
Admitir la subjetividad del anciano supone, en el mismo movimiento, 
admitir que la capacidad de odiar dura probablemente tanto como la 
de amar. Si, a las puertas de la muerte, la capacidad de amar existe 
todavía, lo mismo puede decirse del odio, y ha de querer significar 
que el cómo y el qué odiar son lecciones que se aprenden pronto y 
bien.
Pondré un ejemplo. En una Residencia de Ancianos de pago y 
cara, que conozco, la señora Pérez ha conservado la capacidad de 
herir, tal y como la señora Gómez ha conservado la capacidad de 
odiar. La señora Pérez, por lo tanto, debe de estar muy despierta, 
pues de otra manera no sabría herir tan bien. Si es verdad que el 
valor que una idea o un sentimiento tienen para una cultura pueden 
medirse por el espacio de tiempo en que viven en un cuerpo que se 
está muriendo, entonces, como las capacidades de amar, de odiar y 
de herir parecen durar tanto como la agudeza mental, la cultura debe 
tenerlas en alta estimación. Entre las ancianas de esta Residencia no 
hay amor, sino mucha hostilidad. El amor es un visitante aquí, entre 
las dos y las cuatro de la tarde de los martes, jueves, sábados y 
domingos y entre las seis y las siete de lunes, miércoles y viernes. Es 
algo que las ancianas reservan para la familia y los amigos, y 
descargan en otros su mal humor.
En esta Residencia los visitantes se cuentan como si fuesen las 
cuentas de un rosario y así tienen que hacerlo personas que se están 
yendo de la vida. Pero «tengo muchos visitantes, mientras que tú 
tienes pocos» es también una comparación envidiosa que eleva el 
rango de la señora Pérez a la vez que rebaja el de la señora Gómez: 
el impulso de realización tira a la cara de la muerte misma. Así, este 
impulso, que tan bien hemos aprendido todos nosotros, persiste, con 
el amor, el odio y la capacidad de herir, hasta el final de la vida, 
porque la cultura lo estima en mucho.
No sé si me he explicado. En esta Residencia nos encontramos con 
personas tan viejas que las tienen que atar a sus sillas, que esperan 
morir en cualquier momento, y no obstante, la cultura está viva en 
ellas -uno siente casi que más viva- como su respiración. Es casi 
como si la cultura hubiese sido impresa en ellas. La cultura es casi 
como un instinto; los detalles más nimios, las motivaciones más sutiles 
impresas en ella siguen siendo palpitantes y vigorosas, aun cuando 
las personas, las portadoras de la cultura, se hallan a las puertas de 
la muerte e inclusive la percepción misma está fallando.
Y acabo con aquella anotación nostálgica del Profesor Joaquín 
García Roca. Si hoy tal vez no podamos devolver a nuestros mayores, 
como en las culturas tradicionales, el puesto de la experiencia y la 
sabiduría porque ese lugar está ocupado por los ordenadores y la 
inteligencia artificial, tendremos que encontrar para ellos un puesto 
significativo en la trama emocional de nuestras comunidades. Porque 
si, para nuestros afectos, son inexistentes fácilmente justificaremos se 
les liquide. Y no olvidemos que ya se está haciendo propaganda 
-tímida, pero persistente- de la eutanasia.

Caritas Española
Documentación social: «La animación de los mayores»