+ Alfa y Omega, núm. 301
Escribe el cardenal Ratzinger sobre el acontecimiento de la Resurrección |
|
La alegría pascual |
|
En uno de los capítulos del libro Imágenes de esperanza (ed. San Paolo), del cardenal Joseph Ratzinger, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe reflexiona sobre la celebración más importante del calendario litúrgico: la resurrección de Nuestro Señor Jesús. Por su interés y en plena alegría pascual, ofrecemos a nuestros lectores los párrafos más significativos: |
La
claridad y la alegría, que para gran parte de nosotros están unidas
al pensamiento de la Pascua, no pueden cambiar nada respecto al hecho
de que el contenido profundo de este día sea para nosotros más difícil
de comprender que el de la Navidad. El nacimiento, la infancia, la
familia, todo eso es parte de nuestro mundo de experiencias. Que Dios
haya sido un niño y haya hecho así grande a lo pequeño, y humano,
cercano y comprensible a lo grande, es un pensamiento que nos toca de
un modo muy directo. Según nuestra fe, en el nacimiento en Belén,
Dios ha entrado en el mundo y esto lleva una huella de luz hasta los
hombres, los cuales no están en grado de acoger la noticia tal y como
es. |
|
Ningún
concepto puede venir en auxilio de la palabra; permanece una salida
en lo desconocido; y en esto percibimos dolorosamente la miopía y
limitación de nuestros pasos. Y, con todo, es estimulante pensar
que ahora, por lo menos a través de la palabra de uno que sabe,
experimentamos aquello frente a lo que nadie puede quedar
indiferente. Con enorme curiosidad, en los últimos años, se han
recogido las narraciones de personas que, habiendo pasado por una
muerte clínica, afirman haber percibido lo imperceptible y pueden
aparentemente decir qué hay después de la oscura puerta de la
muerte. Esta curiosidad muestra cómo se abre camino en nosotros de
un modo apremiante la cuestión de la muerte. Pero todas estas
narraciones son inadecuadas, puesto que todos estos testigos no habían
muerto realmente, sino que han debido sólo probar la particular
experiencia de una condición extrema de la vida y de la conciencia
humana. Ninguno puede decir si su experiencia se habría confirmado
en el caso de que hubiesen muerto realmente. Pero Aquel del que
habla la Pascua, Jesucristo, realmente «descendió al reino de los
muertos». Él ha respondido a la petición del rico Epulón: «¡Envía
arriba a alguno del mundo de los muertos, para que así creamos!»
Él, el verdadero Lázaro, ha venido de allá a fin de que nosotros
creamos. ¿Lo hacemos ahora? No llega trayendo noticias y
emocionantes descripciones del más allá. En cambio, nos ha dicho
que prepara las moradas.
|
|
¿No es
ésta la más emocionante novedad de la Historia, aunque sea dicha
sin despertar sensaciones? La Pascua tiene que ver con lo
inconcebible; su evento nos sale al encuentro en un primer momento sólo
a través de la Palabra, no a través de los sentidos. Tanto más
importante es entonces dejarse aferrar un día por la grandeza de
esta Palabra. Pero, puesto que ahora pensamos con los sentidos, la
fe de la Iglesia ha traducido desde siempre la Palabra pascual también
en símbolos que hacen presagiar lo no dicho de la Palabra. El símbolo
de la luz (y con él el del fuego) juega un papel importante; el
saludo al cirio pascual, que en la iglesia oscura pasa a ser el
signo de la vida, es para el vencedor sobre la muerte. El
acontecimiento de entonces viene así traducido en nuestro presente:
donde la luz vence la oscuridad, acontece algo de la resurrección.
La bendición del agua pone de relieve otro elemento de la creación
como símbolo de la resurrección: el agua puede tener en sí algo
de amenazador, ser un arma de la muerte. Pero el agua viva de la
fuente representa la fecundidad que, en medio del desierto, edifica
oasis de vida. Un tercer símbolo es de otro tipo distinto: el canto
del Aleluya, el canto solemne de la liturgia pascual, muestra que la
voz humana no sabe solamente gritar, gemir, llorar, hablar, sino
justamente cantar. El hecho de que, además, el hombre sea capaz de
evocar las voces de la creación y transformarlas en armonía, ¿no
nos permite presagiar, de modo maravilloso, de qué transformaciones
somos capaces nosotros mismos y la creación? ¿No es éste un signo
admirable de esperanza, en virtud de la cual podemos presagiar el
futuro y, a un tiempo, acogerlo como posibilidad y presencia?
En las grandes solemnidades de la Iglesia, la creación participa en la fiesta; o viceversa: en estas solemnidades entramos en el ritmo de la tierra y de las estrellas, y hacemos nuestro su conocimiento. Por esto, la nueva mañana de la naturaleza que señala la primera luna llena de la primavera forma parte tan real del mensaje pascual: la creación habla de nosotros y a nosotros; nos comprendemos correctamente a nosotros mismos y a Cristo sólo si aprendemos a escuchar también las voces de la creación. |
|
La
aflicción se convertirá en alegría
Todo aquello que podemos ver es –como por Isaías– el Cordero, del cual el apóstol Pedro dice que fue predestinado «ya antes de la fundación del mundo». Pero la mirada sobre el Cordero –sobre Cristo crucificado– coincide ahora precisamente con nuestra mirada al cielo, con nuestra mirada sobre la eterna providencia de Dios. En este Cordero, sin embargo, entrevemos lejana, en los cielos, una apertura; vemos la benignidad de Dios, que no es ni indiferencia ni debilidad, sino suprema fuerza. De este modo, y únicamente en esto, vemos los santuarios de la creación y percibimos en ellos algo similar al canto de los ángeles, podemos incluso intentar acompañar un poco a aquel canto en el Aleluya del día de Pascua. Desde el momento en que vemos el Cordero, podemos reír y podemos dar gracias; gracias a él también nosotros comprendemos qué significa adoración. Todas las palabras del Resucitado llevan en sí la alegría –la sonrisa de la liberación: ¡Si vierais aquello que yo he visto y veo!–, si un día alcanzáis a ver el todo, entonces reiréis. Hubo un tiempo en el que el risus paschalis, la risa pascual, era parte integrante de la liturgia barroca. La homilía pascual debía contener una historia que suscitase la risa, de tal modo que la iglesia retumbase en carcajadas. Ésta podía ser una forma un poco superficial y exterior de alegría cristiana. Pero, ¿no es en realidad algo muy bello y justo el hecho de que la risa se hubiese convertido en un símbolo litúrgico? Y ¿no nos gusta quizá que en las iglesias barrocas escuchemos todavía, por el juego de los amorcillos y de los ornamentos, la risa en la cual se anunciaba la libertad de los redimidos? Y ¿no es un signo de fe pascual el hecho de que Haydn dijera, respecto a sus composiciones, que al pensar en Dios sentía una alegría cierta y añadiese: «Yo, apenas quería expresar palabras de súplica, no podía contener mi alegría, y hacía lugar a mi ánimo alegre y escribía allegro sobre el Miserere»? |
|
La visión
de los cielos del Apocalipsis dice lo que nosotros vemos en Pascua a
través de la fe: el Cordero muerto vive. Puesto que vive, nuestro
llanto termina y se convierte en sonrisa. La visión del cordero es
nuestra mirada a los cielos abiertos de par en par. Dios nos ve y
actúa, si bien de forma diversa a como pensamos y a como nosotros
quisiéramos imponerlo. Sólo a partir de la Pascua podemos en
realidad pronunciar de un modo completo el primer artículo de fe; sólo
a partir de la Pascua éste se ve cumplido y consuela: yo creo en
Dios, Padre omnipotente. De hecho, sólo a partir del Cordero
sabemos que Dios es realmente el Padre y es realmente omnipotente.
Quien lo ha entendido no puede estar ya verdaderamente triste y
desesperado. Quien lo ha entendido opondrá resistencia a la tentación
de ponerse del lado de los verdugos. Quien lo ha comprendido no
experimentará la angustia extrema cuando él mismo esté en la
condición del Cordero. Puesto que se encuentra en el lugar más
seguro. La Pascua nos invita, en resumen, no sólo a escuchar a Jesús,
sino, en el instante en el que se le escucha, a aprender a ver desde
el interior. La máxima solemnidad del calendario litúrgico nos
anima, mirándole a Él, a Aquel que ha muerto y ha resucitado, a
descubrir la apertura en los cielos. Si comprendemos el anuncio de
la resurrección, entonces reconocemos que el cielo no está
totalmente cerrado más arriba de la tierra. Entonces algo de la luz
de Dios –si bien de un modo tímido pero potente– penetra en
nuestra vida. Entonces surgirá en nosotros la alegría, que de otro
modo esperaríamos inútilmente, y cada persona en la que ha
penetrado algo de esta alegría puede ser, a su modo, una apertura a
través de la cual el cielo mira a la tierra y nos alcanza. Entonces
puede suceder lo que prevé la revelación de Juan: todas las
criaturas del cielo y de la tierra, bajo la tierra y en el mar,
todas las cosas en el mundo están colmadas de la alegría de los
salvados. En la medida en la que lo reconocemos, se cumple la
palabra que Jesús dirige en la despedida, en la que anuncia una
nueva venida: «Vuestra aflicción se convertirá en alegría». Y,
como Sara, los hombres que creen en virtud de la Pascua afirman:
«¡Motivo de alegre sonrisa me ha dado Dios: quienquiera que lo
sepa, sonreirá conmigo!»
|