REALIDAD DE DIOS Y DRAMA DEL HOMBRE


por Manuel Fraijó Nieto


Introducción
BAJO el título Realidad de Dios y drama del hombre, los responsables de la CÁTEDRA DE 
TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA me piden que preste especial atención al 
«humanismo-ateo»; es decir, a ese ateísmo que se remite a la defensa del hombre como 
causa última de su opción atea. Se trata de importantes movimientos filosóficos, nacidos 
sobre todo en el siglo XIX y primera mitad del XX, pero que han mantenido su vigencia hasta 
nuestros días. Su tesis es bien sencilla: Dios y el hombre se excluyen. Los intentos de 
armonización terminan perjudicando siempre al hombre. Donde se afirma la existencia de 
Dios se sentencia al hombre a una situación degradante y alienada. Los dioses expropian a 
los hombres.
Intentaremos verificar y valorar esta tesis en algunos de sus principales representantes. Pero, 
antes, permitaseme una observación. Parto de la definición convencional de ateísmo: ateo 
es el que no cree en Dios. Pero confieso que lo hago a disgusto. Mi conferencia debería 
haber ido precedida de otra ponencia de índole filosófico-teológica que, antes de examinar 
las diferentes clases de ateísmo, analizase la esencia y las condiciones de posibilidad de un 
proyecto de vida ateo. No hago esta afirmación porque piense que no es posible el ateísmo 
(creo que sólo desde presupuestos muy intrateológicos es posible adherirse a la tesis de K. 
RAHNER sobre los cristianos anónimos), sino sencillamente porque considero que se trata de 
un fenómeno complejo, cambiante, ambiguo, que nunca debe ser un presupuesto ingenuo. 
Más que como una constante, el ateísmo debería ser considerado como una variable a 
analizar en cada caso.
Quisiera avalar esta sospecha con dos textos de un destacado estudioso de las religiones de la 
humanidad: M. ELIADE. 
Preguntado sobre si, como MALRAUX, pensaba que «habrá un siglo XXI religioso o no lo habrá 
en absoluto», ·ELIADE-M respondió: «No es posible hacer ninguna predicción. La libertad del 
espíritu es tal que no es posible anticiparla»1. Y añadía: «Lo que hace aún más difícil 
cualquier predicción en este terreno es el hecho de que ciertas formas "religiosas" pueden 
pasar desapercibidas en cuanto tales. Puede haber una creación tan nueva que al principio, 
e incluso durante siglos, nadie la considere creación religiosa» 2 . Alude al caso del 
cristianismo que, en sus comienzos, fue acusado de ateísmo.
M. ELIADE aporta una segunda razón para dudar de la posibilidad de la opción atea. El texto 
merece ser citado íntegramente: «El terror de la historia es para mí la experiencia de un 
hombre sin religión, que no tiene esperanza alguna de encontrar sentido definitivo al drama 
histórico, que debe sufrir los crímenes de la historia sin comprender su sentido. Un israelita 
cautivo en Babilonia sufría enormemente, pero aquel sufrimiento tenía un sentido: Yahvé 
quería castigar a su pueblo. Y sabía que, al final, iba a triunfar Yahvé, el bien por 
consiguiente... También para HEGEL, todo acontecimiento, toda prueba era una 
manifestación del espíritu universal y, por consiguiente, tenía sentido. Se podía, cuando no 
justificar, al menos explicar racionalmente el mal histórico... Cuando los acontecimientos 
históricos se vacían de toda significación transhistórica, cuando dejan de ser lo que eran 
para el hombre tradicional -pruebas para un pueblo o para un individuo-, estamos ante lo 
que he llamado el terror de la historia»3.
Y como M. ELIADE piensa que el terror de la historia es muy difícil de soportar «a secas», sin 
posibles reparaciones transhistóricas -no es el único en pensar así; recuérdense los 
postulados kantianos-, coloca un signo de interrogación detrás de todo alegato o credo 
ateo.
Tal vez debamos añadir que, por supuesto sin renunciar a su cosmovisión atea, destacados 
pensadores de la cultura occidental participan de la perplejidad e incluso de la protesta de M. 
ELIADE frente al terror de la historia. Y no estamos aludiendo sólo a ese gran pensador 
utópico, refugio e inspirador de teólogos con antenas para los desafíos que la negatividad 
histórica plantea al cristianismo de todos los tiempos. No; no nos referimos únicamente a E. 
BLOCH y a su resistencia frente a la posibilidad de que «las mandíbulas de la muerte acaben 
triturándolo todo» 4. Son también conocidas las protestas testimoniales de los iniciadores de 
la Escuela de Frankfurt frente a la carga de negatividad que aqueja a las realizaciones 
históricas de los humanos. Ellos procedían directamente de los frentes de guerra europeos y 
supieron de mutilaciones esenciales que han empañado para siempre la faz de nuestro 
planeta. Uno de ellos, M. HORKHEIMER, escribía: «La falta de sentido del destino individual, 
que ya antes estaba condicionada, dada la falta de la razón, por la naturalidad del proceso 
productivo, se ha constituido, en la fase actual, en la característica más aguda de la 
existencia. Todos se hallan abandonados al ciego azar. De aquí ese anhelo de justicia 
plena» 5. HORKHEIMER se resiste a que un mundo en el que «los niños mueren de hambre 
mientras las manos de los padres arrojan bombas» 6 sea la realización máxima de lo que nos 
cabe esperar.
Sin embargo, no sería honesto omitir que no todos los impulsos del pensamiento actual entonan 
el mismo «cantus firmus». No todo son inquietudes en el seguimiento de PASCAL o 
KIERKEGAARD. Se profesa también la renuncia a la inquietud. Existe la nueva versión del 
agnóstico que proclama: «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más» 7. Se 
contempla la finitud como algo satisfactorio en sí mismo. Nada de ulteriores planteamientos 
sobre Dios u otra vida. Tales planteamientos denotarían una integración imperfecta en la 
única realidad existente: la finitud. «Hay lo que hay y nada ajeno a la realidad finita puede 
admitirse como existente» 8. Lo importante es estar perfectamente instalado en la finitud sin 
«echar de menos a Dios». Si alguien se cansa de lo finito es porque está «mal educado». Se 
impone renunciar a los «añadidos escatológicos» y a todo género de «tragedia teológica». 
Lo sensato será despreocuparse de la existencia de Dios. De todos modos, su verificación no 
es posible. Además, nos perturba. Es mejor decir: «Todo es mundo, es decir, finitud»9. 
Adquiriendo el carnet de agnóstico desaparecen muchos problemas: «El agnóstico instalado 
en la finitud con su ajuar existencial completo no echa nada de menos; tampoco a Dios» 10.
Consecuentemente, tampoco ambiciona sobrepasar la vida más allá de las fronteras del mundo 
ni «desfacer entuertos» históricos en un posible más allá. El agnóstico acepta el perecimiento 
de lo finito sin refugiarse en ilusiones de pervivencia. «Nada hay más humano y que mejor 
defina la finitud que perecer» Una «sobrevida» u otra vida está en contradicción con el 
hombre y con el mundo.
Hasta aquí, ·TIERNO-GALVAN-E. Su libro rebosa satisfacción y seguridad. Ha logrado una 
solución contundente: suprimir el problema. Vale. No le echaremos nada en cara. No nos 
dedicaremos a buscarle «agujeros» por los que introducir de nuevo subrepticiamente el tema 
«Dios». Ya BONH FFER anatematizó a tales perturbadores de la intimidad. A nosotros sólo 
nos interesa dejar constancia de que, junto a la inquietud que formula preguntas y se lanza a 
una búsqueda más o menos desesperada de respuestas, existe también la instalación 
perfecta en la finitud, la vivencia satisfecha, reconciliada con el perecer y bien avenida «con 
lo que hay». TIERNO GALVÁN ha rendido un tributo póstumo a ese héroe nacional llamado 
Sancho Panza, olvidándose de la tristeza y del sentimiento de mutilación esencial (el buen 
Sancho no entendería estas palabrejas) que invadían a Sancho cuando lo separaban de «su 
señor».
Digamos, para terminar esta ya larga introducción, que aunque sin caer en las «rebajas» de 
TIERNO GALVÁN, cada día son más numerosos los pensadores que renuncian a hacer 
filosofía -¡no digamos ya teología!- de la historia. Precisamente porque conocen lo que M. 
ELIADE llama el «terror de la historia», renuncian a procurarle explicaciones últimas. Cunde 
por todas partes un atrincheramiento en lo fragmentario, nacido de la resignación y la 
impotencia. A siglo y medio de la muerte de HEGEL declina la búsqueda de explicaciones 
totalizantes. Tal vez porque el sustrato último sobre el que el gran filósofo alemán edificó todo 
su sistema, el Dios cristiano, ha perdido la plausibilidad de que en otro tiempo gozó.
Personalmente me quedo más tranquilo después de haber cansado al lector con esta 
introducción. En ella he pretendido evitar que saque la impresión de que sé qué es el 
ateísmo, de que tengo «clasificados» a los ateos y les hablo del ateísmo humanista como 
podría haberles hablado del empirista o del que se basa en que Dios y la ciencia son 
incompatibles. No. Probablemente tanto la fe como la increencia tienen que ver con lo que 
FREUD llamaba el «oscuro inconsciente». Y ese oscuro inconsciente se resiste a 
clasificaciones simplistas y a intentos de sistematizaciones cartesianas.

* * * * *


Un acontecimiento 
intracristiano 
en el origen del 
ateísmo12

ME REFIERO a la sacudida y a la alteración de esquemas que la irrupción del protestantismo 
supuso para la Europa cristiana. Frente a la «plenitud» del universo católico, el 
protestantismo aparece como un truncamiento radical, como una reducción a «mínimos 
esenciales». P. BERGER ha contrapuesto el «pleroma católico» a la evangélica escasez del 
protestantismo 13 . La Reforma, iniciada por LUTERO, reduce el alcance de lo sagrado en la 
realidad. El universo sacramental sufre amputaciones sensibles. Los siete sacramentos 
quedan reducidos a dos: la eucaristía y el bautismo. La negación de la transubstanciación 
priva a la eucaristía de sus características más numinosas. Los milagros dejan de ser 
centrales en la vida religiosa. La amplia red de intercesiones que une al católico con los 
santos y los difuntos queda sensiblemente mermada. Calvino mandó castigar a una mujer 
porque se le había oído musitar ante la tumba de su marido «requiescat in pace». Poco a 
poco, y no sin luchas y resistencias, el protestantismo fue ensayando una.relación con Dios 
desprovista de milagros y magia. M. WEBER llamó a este proceso «desencantamiento del 
mundo» 14. El mundo del protestantismo dejaba de estar penetrado de seres y fuerzas 
sagradas. Todo se reducía a dos polos sumamente austero: la realidad trascendente de Dios 
y la humanidad «caída». Radical trascendencia de Dios enfrentada a un universo inmanente, 
cerrado a toda posible connotación sacralizante 15. Desde el punto de vista religioso, el 
mundo del protestante se vuelve muy solitario. Faltan los «consuelos» eclesiales del católico. 
Los canales de comunicación entre lo divino y lo humano quedan atascados. El hombre se ve 
obligado a enfrentarse consigo mismo de un modo que históricamente carecía de 
precedentes. De ahí que surgieran figuras como las de LUTERO y KIERKEGAARD, forjadas 
en la soledad y en lucha con la propia subjetividad. De poco sirvió a Lutero que STAUPITZ le 
recomendase afrontar sus dudas y luchas interiores refugiándose en las llagas de Cristo. Tal 
solución estaba mediatizada por una instancia eclesial y Lutero había roto ya con esos 
canales de salvación. El agustino de Wittenberg es ya un hombre moderno que busca la 
salvación dentro de la propia subjetividad. Las garantías eclesiales no le sirven.
FE/MAGIA: Sólo un canal de comunicación con lo trascendente salvó Lutero: la «palabra de 
Dios»16. De ahí que dedicara sus mejores energías a traducir la Biblia al alemán. Cuando 
Lutero realiza su magistral traducción había quince millones de alemanes y sólo circulaban 
unas seis mil biblias en alemán. Gran parte del clero ni siquiera sabía leer. La religión estaba 
plagada de magia y superstición. Había comulgantes que se guardaban la sagrada forma 
para esparcirla sobre sus sembrados con la esperanza de que acabase con las orugas... 
Otros bautizaban sus perros, caballos y ovejas para protegerlos de las epidemias... Los 
criminales acudían en seguida a la comunión seguros de que ésta los protegería de caer en 
manos de la justicia...
Lutero intentó hacer frente a tanta magia y decadencia divulgando la palabra de Dios. La 
Sagrada Escritura se convertirá en norma suprema. Una norma que para Lutero no ofrecía 
dificultad alguna. Para él la Sagrada Escritura era clarísima en sí misma y no ofrecía 
dificultades de interpretación.
Con la llegada de la modernidad, la situación cambia radicalmente. La Biblia deja de ser un 
conjunto de libros claros y coherentes. La investigación histórico-crítica no se detuvo ante las 
páginas sagradas y descubrió en ellas errores, contradicciones e intereses humanos. El 
único canal que había sido respetado fue desmitologizado y cayó en la implausibilidad. Se 
abrían así las puertas a lo que P. BERGER llamara la «inundación secularizadora» 17 , 
dando lugar a una situación empírica en la que terminaría siendo posible la teología de la 
muerte de Dios. La separación entre Dios y el mundo, puesta en marcha por Lutero y 
radicalizada en nuestros días por la teología dialéctica de K. BARTH y sus amigos, tuvo como 
consecuencia un «Dios sin mundo» y un «mundo sin DIOS». Había sonado la hora del 
ateísmo. Algunos teólogos norteamericanos no dudaron en llamar a K. BARTH padre del 
ateísmo contemporáneo. El protestantismo se convirtió así, en contra de su voluntad, en un 
preludio históricamente decisivo de la secularización y del ateísmo. Un cielo vacío de ángeles 
se abrió en seguida a la intervención de los astrónomos y, por último, de los astronautas18. 
Naturalmente, estamos simplificando. El protestantismo no ha sido el único portador de 
secularización y ateísmo. Ahí está para demostrarlo la dinámica del moderno capitalismo 
industrial con el estilo de vida que comporta y la civilización a que da lugar19. También él ha 
sido portador de secularización y ateísmo. Y ahí está la historia de la Iglesia católica uniendo 
a sus indudables luces las sombras de sus egoísmos e intereses mezquinamente humanos. 
También ella tiene las manos sucias.
Por lo demás, es bien conocido que la capacidad secularizadora del protestantismo no es un 
«novum» de la Reforma, sino que hunde sus raíces en la tradición bíblica del Antiguo 
Testamento. De ahí, pues, que muchos autores (R. GUARDINI, F. GOGARTEN, entre otros) 
distingan entre secularización (término positivo) y secularismo (término negativo).
Recordemos, por último, la pasión de Lutero por el Deus absconditus, por el Dios oculto. 
Lutero, como su época, no cuestiona la existencia de Dios; pero lo percibe como oculto y 
misterioso. Llegará a decir que, a veces, Dios actúa como si fuese el demonio... La 
sensibilidad de Lutero por el Dios oculto y misterioso, tan alejada de las evidencias 
escolásticas decadentes, tiene su origen en la Biblia. Dios aparece en ella como misterio y 
trascendencia absoluta. Pero también se nutre del neoplatonismo, con el que Lutero estaba 
familiarizado. La imposibilidad de conocer el fundamento último del mundo, tan familiar al 
neoplatonismo, influyó poderosamente en el Reformador.
La Reforma, un acontecimiento intracristiano, está en los orígenes del ateísmo contemporáneo. 
Con esta constatación no estamos emitiendo un juicio negativo sobre este decisivo 
acontecimiento de la historia del cristianismo. La Reforma era necesaria, y Lutero fue el 
genio religioso que la puso en marcha. La consecuencia más negativa de la Reforma, la 
división de la Iglesia, no fue pretendida ni querida por Lutero. Eso sí: una Iglesia dividida era 
una Iglesia desmitificada en la que eran posibles diversas concepciones de Dios. Partiendo 
de este hecho, importantes sectores de la modernidad pasarán a no tener «ninguna» 
concepción de Dios. Profesarán abiertamente el ateísmo.



La provocación 
hegeliana

EL ATEÍSMO HUMANISTA siente pasión por el hombre. Es ateo porque no logra compaginar la 
realidad de Dios con el drama del hombre. Lo que le escandaliza no es que en este mundo 
exista el mal, sino que haya tanto mal.
En este sentido, podría parecer que HEGEL -de él fue discípulo L. FEUERBACH, el padre del 
ateísmo contemporáneo- es un buen compañero de viaje del ateísmo humanista. En efecto, 
en una primera aproximación, HEGEL muestra gran sensibilidad para el lado negativo de la 
vida. Incluso llegó a describir la historia universal como un «matadero». Contemplando el 
escenario de las pasiones humanas, de las luchas e intereses que mueven el curso de la 
historia, HEGEL constató que se imponía a todos los niveles la «categoría del cambio» con 
sus secuelas de muerte y destrucción. Ante sus ojos aparecía gráficamente el cambio «de 
individuos, pueblos y Estados que ocupan la escena durante un corto espacio de tiempo... 
para desaparecer después». La contemplación de las ruinas de viejas culturas le lleva a 
considerar el lado negativo del cambio. El cambio va acompañado de muerte. Una muerte 
que siempre suscita preguntas últimas: «Pero al considerar la historia como ese matadero 
sobre el que son sacrificadas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la 
virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué finalidad última 
han sido ofrecidos estos crueles sacrificios?» 20 . También GOETHE, por la misma época, 
describía la historia como «un conglomerado de sinsentido para todo pensamiento 
superior»21.
Pero para HEGEL, la historia no es una amalgama de cambios sin rumbo: «La categoría del 
cambio va unida a otro aspecto: del fondo de la muerte surge nueva vida»22. Y es que, para 
el hombre occidental, la historia es una historia del Espíritu. Y, aunque también el Espíritu 
sabe de luchas y destrucción, retorna siempre a sí mismo elevado y transfigurado. De esta 
forma, la historia de la humanidad avanza hacia grados superiores de realización. HEGEL 
acabará reemplazando la imagen del mero cambio por la de una realización espiritual que 
afecta incluso a los condicionamientos naturales de la historia.
HEGEL sabe que su concepción de la historia, orientada irresistiblemente hacia una finalidad 
futura y superior, es deudora del cristianismo. En efecto, la concepción bíblica de la historia 
afirma que ésta es una línea que avanza hacia una finalidad última y está guiada por la 
providencia de una voluntad divina. En el lenguaje de HEGEL: está guiada por el Espíritu o 
por la razón como una esencia absolutamente poderosa. De ahí que el único pensamiento 
que la filosofía debe tener presente al meditar sobre la historia es «que la razón domina al 
mundo». El proceso histórico es concebido según el paradigma de una futura realización del 
reino de Dios. La filosofía de la historia se convierte así para HEGEL en una especie de 
teodicea23.
PROVI/HEGEL: La doctrina cristiana sobre la providencia coincide, según HEGEL, con su idea 
de que la razón rige la historia del mundo. Sólo que, como el concepto de providencia es 
demasiado indeterminado y regional, no puede aspirar a lograr validez filosófica. De ahí que 
la filosofía esté llamada a asumir la tarea de la religión cristiana explicando cómo realiza Dios 
sus planes en el mundo. Para compaginar la historia universal, tal como se ofrece ante 
nuestros ojos, con el plan y las intenciones de Dios, recurre HEGEL a un concepto muy 
importante en su filosofía de la historia: «la astucia de la razón». Es ella la que actúa a través 
de las pasiones e intereses de los hombres. En este sentido, no es casualidad, sino algo 
esencial a la historia, el que los resultados de los grandes acontecimientos humanos no 
coincidan con lo que los hombres que los protagonizaron pretendían. HEGEL ofrece ejemplos 
concretos: ni César ni Napoleón sabían, ni podían saber, lo que hacían cuando consolidaban 
sus dominios. Pero, sin saberlo, estaban realizando un plan general para la historia de 
Occidente. Siguiendo sus instintos, se convirtieron en instrumentos para la realización de un 
plan superior. Detrás de su actuación histórica actuaba la «astucia de la razón», el concepto 
racional equivalente a providencia24.
De esta forma, sin ser conscientes de ello, los individuos y los pueblos se convierten en 
instrumentos en las manos de Dios. Los resultados finales en su actuación superan las metas 
que ellos se habían propuesto. El Espíritu universal triunfa sobre los planes de los individuos, 
llegando incluso a cambiarlos.
Este triunfo va siendo progresivo. La historia universal se inicia en Oriente, pero termina en 
Occidente. Europa, dirá HEGEL, es sencillamente el final de la historia. En ella, el Espíritu ha 
llegado a su plenitud. Gracias al influjo del cristianismo, la libertad no es ya patrimonio de un 
tirano (Oriente), ni de unos pocos que han logrado escapar a la condición de esclavos 
(Grecia, Roma), sino del hombre en cuanto tal (pueblos germánicos).
El hombre de la antigüedad se sentía dependiente de fuerzas ajenas a él, de un fatum al que 
había que consultar a la hora de tomar decisiones importantes. Esta vinculación a una 
autoridad externa, de la que se depende, es abolida por el cristianismo, que sitúa al hombre 
en una relación directa con el Absoluto.
No puede ya extrañar que HEGEL vea en Cristo el punto culminante de la historia. Con él, el 
tiempo ha alcanzado su plenitud. Y todo esto será posible gracias a que el Dios cristiano es 
Espíritu y hombre al mismo tiempo. De ahí que la historia se divida en antes y después de 
Cristo25.
La religión cristiana, interpretada en clave especulativa, permitió a HEGEL su grandiosa visión 
de la historia universal. En ella, la aparición del cristianismo pone fin a la escisión entre lo 
interior y lo exterior. Esta reconciliación justifica -siempre según HEGEL- todos los sacrificios 
que lentamente la fueron preparando. La historia del mundo, en cuanto realización del 
espíritu cristiano, es la auténtica teodicea, la justificación de Dios. Tal vez por ello pudo 
HEGEL afirmar que «la historia del mundo era el juicio del mundo». Sin duda, para HEGEL la 
historia del mundo, la historia universal, se justifica a sí misma.
Dijimos antes que, en nuestros días, se observa una clara renuncia a hacer filosofía de la 
historia. Tal vez para no incurrir en los fallos de HEGEL. Su síntesis fue demasiado brillante, 
demasiado «ideal» para soportar el peso de la realidad. Es natural que se anunciara en 
seguida una reacción de signo contrario. Es la que vamos a ver a continuación.



La reacción atea

HEGEL llegó a convertir la existencia de Dios en una especie de silogismo. Recuérdese su 
recuperación del argumento ontológico de San Anselmo, que KANT había rechazado. HEGEL 
llega a deducir a Dios de la historia, igual que la filosofía griega lo deducía de la realidad del 
cosmos. Pero, a partir de 1831, fecha de la muerte de HEGEL, la filosofía emprendió tareas 
de recuperación. Ante todo, el interés se centra en la transformación de lo que HEGEL se 
había limitado a interpretar. Se vuelve la mirada a este mundo finito y contingente del que 
HEGEL no había querido partir para acceder a Dios. El olvido de la finitud, central en el 
sistema hegeliano, es sometido a correcciones fundamentales. A partir de ahora, de una 
forma u otra, se partirá de abajo, del hombre, de los procesos económicos, de las realidades 
sociales y sus sangrantes retos.
Por otra parte, nadie se atreverá, como lo había hecho HEGEL, a erigir su propio sistema 
filosófico en clave interpretativa última de la realidad. Se cobra conciencia de la 
provisionalidad. Nadie cree estar al final de la historia, sino más bien en sus pobres 
comienzos. Se apaciguan todos los conatos de alcanzar el telos último de la historia y se 
centran los esfuerzos en tareas de restauración inmediata. K. MARX, pero también L. 
FEUERBACH, anticipan el contenido de la brillante frase de A. CAMUS: lo urgente es curar. 
La realidad les invitaba a intervenciones de urgencia. Y es que, mientras HEGEL alcanzaba 
metas insospechadas de especulación, en la Europa que él consideraba «el final de la 
historia», los niños de ocho y diez años eran triturados por las máquinas junto a las que 
habían trabajado dieciocho horas hasta que el sueño los vencía y caían inconscientes sobre 
sus instrumentos de trabajo. En realidad, el sistema hegeliano sólo se sostenía en la corte 
prusiana. La «aldea», como diría K. BARTH, nunca se enteró de que un gran filósofo había 
solucionado todos los problemas posibles...
Fue el desafío hegeliano, aunque no sólo él -habría que analizar todas las complejas causas 
del ateísmo humanista-, el que condujo a una triple reacción o, si lo prefieren, a tres clases 
de ateísmo humanista.

a) 
Feuerbach, Marx y Freud 26 

DESGRACIADAMENTE, no nos es posible, considerado el corto espacio de que disponemos, 
analizar detenidamente a estos tres autores. Todo el que tenga una ligera idea de su 
importancia lo comprenderá. Nuestra misión aquí es simplificar. Digamos, para tomar en 
seguida en serio nuestra tarea, que los tres coinciden en considerar la idea de Dios como 
proyección. Todo aquello que el hombre desea y no puede alcanzar lo proyecta en un Dios 
lejano e inaccesible. El hombre pobre -escribió FEUERBACH- tiene un Dios rico. Dios es lo 
que el hombre sueña para sí mismo. MARX y FREUD aplicarán esta teoría al campo social y 
psicoanalítico respectivamente, pero sin añadirle elementos esencialmente nuevos.
El auténtico padre del ateísmo contemporáneo es, por tanto, FEUERBACH. No seria exagerado 
afirmar que FEUERBACH representa el primer intento, conscientemente programado, y hasta 
cierto punto logrado, de implantar el ateísmo en la historia de la humanidad. Así lo percibió K. 
MARX que, en lo referente a la crítica de la religión, no ve otro camino que el que pasa por 
FEUERBACH. «Para Alemania -escribe MARX-, la crítica de la religión está en lo esencial 
concluida»27 . Alemania ha pasado, piensa MARX, por el baño de fuego que significa 
etimológicamente Feuerbach. Y añade: FEUERBACH es el purgatorio del presente28.
Esto explica que, a pesar de las importantes correcciones hechas por MARX a la crítica de la 
religión de FEUERBACH, asuma en lo esencial sus tesis y se sienta dispensado de grandes 
profundizaciones personales en el tema.
Curiosamente, FEUERBACH comenzó estudiando teología. También lo habían hecho HEGEL y 
SCHELLING. El mismo camino siguieron catorce de los treinta y dos compañeros de clase de 
MARX. La teología protestante de la época gozaba de gran prestigio (SCHLEIERMACHER 
enseña en Berlín) y atraía a los mejor dotados. Recordando sus orígenes teológicos, 
escribirá FEUERBACH: «Dios fue mi primer pensamiento, la razón mi segundo, el hombre mi 
tercero y último»29. Hay quien afirma que el primer pensamiento, Dios, le atormentó durante 
toda su vida. Pero lo cierto es que, después de haber pasado brevemente por un período 
que NIETZSCHE llamaría de hegelitis («la razón fue mi segundo pensamiento»), FEUERBACH 
se centra en el hombre. Su afán será liberar al hombre de todo posible rival, aunque éste sea 
Dios. Es lo que se ha llamado la reducción antropológica. Su consigna es bien gráfica: el 
hombre debe dejar de ser candidato del más allá para convertirse en estudiante del más acá. 
De los amigos de Dios hay que hacer amigos de los hombres, de los creyentes pensadores, 
de los orantes trabajadores, de los hombres divididos hombres enteros30. Se trata de 
recuperar lo terreno, de evitar toda posible emigración de este mundo. La obsesión por el 
cielo repercute en detrimento de la tierra. El que cree en Dios, piensa FEUERBACH, tiende al 
escapismo y a la pasividad. Pensando que Dios puede arreglarlo todo, se cruza de brazos. 
Además, Dios empobrece al hombre. FEUERBACH está convencido de que «cuanto más 
pone el hombre en Dios, tanto menos retiene para sí»31. Cuanto más lucha el hombre por 
engrandecer a Dios, tanto menos énfasis pone en sus propias reivindicaciones históricas. En 
vez de transformar su propia realidad, malgasta sus energías acumulando atributos de 
perfección en un ser celeste al que llama Dios. Dios se convierte así en «la suplencia de un 
mundo perdido, en producto de la necesidad humana»32. El hombre sueña, pero proyecta 
sus sueños en Dios y se queda más pobre de lo que estaba.
Es la necesidad humana la que conduce al hombre a Dios. Al tenerse que debatir entre 
precariedades, el hombre tiende a imaginar un cielo que carezca de ellas. Y como la 
precariedad por excelencia es la muerte, FEUERBACH escribirá: «Si el hombre no tuviera 
que morir, no habría religión»33. 
La religión es, pues, producto de la necesidad humana. Es una consecuencia de la falta de 
resignación de los humanos. Son ellos los que crean la religión. Dios debe su existencia al 
hombre y no al contrario.
La conclusión se intuye: FEUERBACH desea que el hombre deje de ser benefactor de los 
dioses y se centre en sí mismo, en la superación de sus deficiencias y precariedades. En 
definitiva, desea que «el hombre sea Dios para el hombre». A esta tarea dedicó su vida. 
Cuando en 1848 estalla la revolución y le piden que empuñe las armas, responde: me voy a 
Heidelberg a dar clases sobre la esencia de la religión. Dentro de cien años no habrá dudas 
de que así he ayudado más a la humanidad.
FEUERBACH murió en 1872, a los sesenta y ocho años. En sus últimos años conoció la 
pobreza, la enfermedad y el olvido de los amigos. Eso sí, como suele ocurrir casi siempre 
éstos se dieron cita ante su tumba para pronunciar sentidas oraciones fúnebres. Los 
cronistas hablan de veinte mil personas en su entierro. Una de ellas habló de su «amor a la 
verdad».
Es evidente la intención humanista de FEUERBACH. En una época en la que las iglesias y la 
teología defendían a Dios a costa del hombre, el más allá a costa del más acá, FEUERBACH 
habló en favor del hombre. Es cierto que se pasó al otro extremo y disolvió la teología en 
antropología. Dejó así a otros la nada fácil tarea de relacionar rectamente lo humano y lo 
divino.
Contra lo que pudiera parecer, la teología actual no tiene dificultad en aceptar la teoría de la 
proyección de FEUERBACH. La idea de proyección intenta resaltar la fuerza creadora del 
espíritu humano. Reconoce que la idea de Dios es también un producto de lo que BLOCH 
llamaría «latencias y potencias» del hombre. Sólo que para la teología no se trata de un 
producto accidental, sino de una componente esencial de la autocomprensión humana. En 
este sentido, la idea de Dios no sería desechable sin más como mera ilusión o engaño. La 
teología es bien consciente de que Dios tiene que ver con el deseo humano; pero piensa 
-con razón- que este dato no debe convertirse en un argumento contra la existencia de Dios. 
El argumento «lo deseo, luego no existe» no se sostiene. Eso sí: tampoco una apologética 
cifrada en el «lo deseo, luego existe» contribuiría a hacer plausible la existencia de Dios. El 
proceso mediante el cual un creyente del siglo xx «da razón de su esperanza» es, sin duda, 
mucho más complejo y menos proclive a la lógica silogística. Algún atisbo de este proceso 
ofreceremos en la última parte.
Decíamos que la teología actual pone de relieve que la idea de Dios no es algo accidental en la 
vida del hombre, sino que pertenece esencialmente a lo más íntimo de su ser. Tanto es así 
que algunos teólogos no tendrán reparos en aceptar la tesis de H. BRAUN que afirma: «El 
ateo desfigura al hombre»"34. BRAUN llega a preguntarse si existe el ateo... Sin ir tan lejos, 
W. PANNENBERG considera que el ateísmo es un producto tardío de la civilización 
occidental. «De suyo», el hombre es un ser religioso.
Nos resulta difícil pronunciarnos sobre este tema. Aunque es posible que el conjunto de la 
exposición ilumine algo este punto, nos atrevemos a anticipar que lo seguro es que el 
hombre es un misterio, una pregunta abierta (recuérdese a San Agustín). Es cierto que K. 
RAHNER y muchos otros han hablado del «a priori religioso». Pero se dan cita en esta 
expresión tantos presupuestos intrateológicos y ontológicos que, en nuestro marco, no 
podemos pronunciarnos sobre ellos. Preferimos limitarnos, en este momento, a sugerir dos 
enunciados: 1) La afirmación «el hombre es un misterio» no permite muchas adiciones 
posteriores. Constatar que es un misterio y añadir a continuación que es religioso, racional, 
sociable, político, faber, ludens , simbólico, económico, etc., puede desembocar en una cierta 
contradicción. 2) En nuestra época, muchos hombres se confiesan ateos. Afirman 
explícitamente no creer en Dios. No parece buen método de diálogo replicarles que, aunque 
no lo sepan, poseen un «a priori religioso».
Digamos, para terminar estas breves reflexiones sobre FEUERBACH, que la teología de su 
tiempo, con su intimismo exagerado, contribuyó no poco a la reacción atea de FEUERBACH. 
Una teología como la de SCHLEIERMACHER, que ponía todo su énfasis en el «sentimiento», 
en «las necesidades del corazón del hombre piadoso», tenía que suscitar necesariamente la 
sospecha de si, en definitiva, la religión no se reducía a eso: a sentimiento, a deseos, a 
proyecciones de los humanos. En sus hermosas páginas sobre Feuerbach, K. BARTH insiste 
en esta posible «culpa» de la teología (en su libro La teología protestante en el siglo XIX).
No podemos desarrollar el ateísmo humanista de MARX y FREUD. Hemos dicho que, en 
realidad, se limitan a aplicar la teoría de FEUERBACH al campo social y psicoanalítico 
respectivamente. Nos limitamos a recordar la crítica de MARX a FEUERBACH.
Era una ilusión de Ludwing FEUERBACH, piensa MARX, creer que destruyendo una ilusión de la 
humanidad se hace a ésta feliz. No basta con arrancar de las cadenas las flores imaginarias 
para que el hombre las soporte sin fantasías ni consuelos. Lo importante es acabar con las 
cadenas, transformar ese valle de lágrimas «que la religión rodea de un halo de 
santidad»35.
Frente a Feuerbach, MARX insistirá en que el hombre no es un ser abstracto, «agazapado 
fuera del mundo». El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Es ahí 
donde hay que dar la batalla. Son ellos los que, al crear un mundo invertido, producen la 
religión. La lucha contra la religión es la lucha contra ese mundo invertido, «del cual la 
religión es el aroma espiritual». Con notable concisión y belleza, dirá MARX: «La miseria 
religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, protesta contra esa 
miseria. La religión es el suspiro de la creatura oprimida, el corazón de un mundo sin 
corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio para el pueblo»36. Y 
añade: «La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser 
supremo para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra 
todas las situaciones en las que el hombre sea una esencia humillada, esclavizada, 
abandonada y despreciable; relaciones que no pueden describirse mejor que con la 
exclamación de un francés cuando se proyectaba crear un impuesto sobre los perros: 
¡Pobres perros! ¡Quieren tratarlos como a seres humanos!»37.
A MARX no le basta una reconciliación que se dé sólo en la cabeza de HEGEL; tampoco le 
satisfacen las brillantes interpretaciones de FEUERBACH sobre la religión. Desea bajar al 
terreno de la praxis y transformar el Estado y la sociedad. Tal vez esto explique sus 
preferencias por Prometeo. Alguna vez reveló a su hija que Prometeo era su modelo. Le 
fascinaba este héroe rebelde y ateo que se sacrifica por los hombres penetrando en el 
santuario de los dioses y arrebatándoles su fuego. Prometeo encadenado simboliza para él 
el proletariado encadenado por las clases dominantes. Con frecuencia citará la frase de 
Prometeo en Esquilo: «En una palabra: yo odio a todos y cada uno de los dioses». Prometeo 
es para MARX el santo más importante del calendario filosófico. También NIETZSCHE 
admiraba en Prometeo «el esplendor de la actividad». Para otros pensadores, como BACON, 
Prometeo representa la confianza titánica en la capacidad investigadora del espíritu 
humano.
¿Hay sitio en el calendario cristiano para Prometeo? ¿Es Cristo lo contrario de Prometeo? La 
espiritualidad cristiana ha visto con frecuencia en Jesús una especie de cordero 
antirrevolucionario, un símbolo de sometimiento, paciencia y resignación. Mientras tanto, el 
marxismo era tachado de reducción antropológica contraria a la gracia. Hoy los anatemas 
han cedido el paso al diálogo. J. M. GONZÁLEZ RUIZ afirma que la gracia no es una 
intromisión que quiera oscurecer la grandeza épica de Prometeo. El Dios cristiano no se 
reserva el «fuego», al estilo de los dioses de la mitología. Y el hecho de que no podamos 
encasillar a Jesús dentro del movimiento revolucionario zelota de su tiempo no significa que 
debamos considerarlo como un cordero antirrevolucionario. Es verdad que no se le conocen 
acciones «eficaces» de signo zelota. No estaba allí cuando este grupo político se arriesgó a 
quemar los archivos en los que estaban consignadas las deudas de los pobres... Pero 
parece cierto que «su revolución» caló más hondo que la zelota. Lo espectacular no es 
siempre garantía infalible de eficacia duradera. A los zelotas sólo los conoce un reducido 
grupo de especialistas. En cambio, el proyecto utópico de Jesús se sigue barajando como 
posible ayuda para abandonar este negro túnel de egoísmo y amenaza de guerra total que 
ensombrece las perspectivas de futuro de la humanidad.


b) 
El argumento moral 

LA SEGUNDA CORRIENTE de ateísmo humanista, en la que -igual que en la tercera- apenas 
insistiremos por falta de espacio, afirma que este mundo, con su carga de injusticia y 
sufrimiento, no es reconciliable con la bondad y omnipotencia de Dios. Es el llamado 
argumento moral contra la existencia de Dios. A. CAMUS y F. M. DOSTOYEVSKI son sus 
representantes más apasionados. Ambos dejaron constancia de su grandeza moral al 
negarse a «Comprender e integrar» el sufrimiento humano, en especial el de los niños. El 
médico de La peste (CAMUS) despliega una arriesgada e intensa actividad en favor de los 
apestados, mientras el teólogo de Orán (un jesuita) lanza tópicos escolásticos desde el 
acostumbrado púlpito.
ATEISMO/OMNIPOTENCIA: OMNIPOTENCIA/ATEISMO: Obviamente, la teología no intenta 
rebatir este argumento. Es muy consciente de que se trata de la objeción más seria a la que 
se enfrenta la idea de Dios. Es más: la misma teología es culpable de fomentar este género 
de ateísmo hablando muy abstractamente de la omnipotencia de Dios. Una teología que, sin 
tener en cuenta las luchas y los sufrimientos de la historia, habla alegremente de la 
omnipotencia de Dios, se convierte ella misma en causa del ateísmo contemporáneo.
No es que propongamos desterrar, sin más, del lenguaje teológico el tema de la omnipotencia 
de Dios; pero pensamos que, si se ven razones muy importantes para mantenerlo, habría 
que hablar de ella en futuro. Teólogos como PANNENBERG y MOLTMANN la entienden como 
expresión de una esperanza: la esperanza de que el amor de Dios triunfe sobre el lado 
oscuro y absurdo de este mundo. Se trata, por supuesto, de un triunfo futuro, que aún no 
suprime la negatividad inherente a lo humano, pero que supone distensión ante lo que 
oprime y desconcierta.
MAL/OMNIPOTENCIA-D: Nadie mejor que J. MOLTMANN, en su libro El Dios crucificado, ha 
comprendido la dificultad de compaginar la omnipotencia de Dios con la teología de la cruz. 
La omnipotencia de Dios, afirma MOLTMANN, pasa por la impotencia de la cruz. Se trata, por 
tanto, de una omnipotencia que, en el ámbito de la historia, convive con el dolor y la muerte. 
Sus promesas de victoria son de índole escatológica. Se trata, sin embargo, de promesas 
que responden a las aspiraciones humanas más profundas. Sólo así se explica que la fe en 
Dios haya resistido el peso de tanto mal a lo largo de la historia. Los humanos -muchos de 
ellos- nunca abandonaron la esperanza de que ese Dios, que no parece poder evitar su 
dolor, haga justicia a sus causas más allá de la muerte. Es así cómo, generación tras 
generación, los creyentes -al menos los cristianos- abandonan este mundo entre el temor y 
la esperanza. Y seguimos viviendo sin noticias de lo que les ocurre en el más allá. Sólo la 
fiabilidad de las viejas promesas bíblicas avala la esperanza. Sólo ellas -Pablo, por ejemplo- 
se atreven a increpar al mal preguntándole dónde está su aguijón y su victoria. A los demás, 
ese aguijón y esa victoria nos son demasiado familiares.


c) 
El ateísmo de la libertad 

FILÓSOFOS como NIETZSCHE, N. HARTMANN y J. P. SARTRE afirman que Dios y la libertad 
humana se excluyen. De suyo, esta forma de ateísmo afecta sólo a una determinada 
concepción teológico: a la que considera el mundo como un todo acabado y perfecto. En 
efecto, sólo si la creación aparece como un dechado de perfección, que haga inútil y 
superfluo todo ulterior esfuerzo humano, carece de sentido hablar de libertad.
Pero el Dios cristiano no coloca al hombre frente a un mundo acabado y perfecto ante el que 
sólo quepa la aceptación o el rechazo. Más bien llama al hombre a que transforme y 
perfeccione el universo. El mundo no es un resultado logrado, sino un torso lleno de fisuras y 
opacidades que invitan al esfuerzo y a la transformación.
Es más: no sólo el mundo, sino también el reino de Dios está in fieri. PANNENBERG llegará a 
afirmar que la misma realidad de Dios se encuentra en camino. Y lo explica: Dios se identifica 
con su reino; pero es evidente que ese reino, con sus notas de humanidad lograda y justicia 
plena, no está aún presente en la historia. De ahí que PANNENBERG afirme que «la forma 
de ser de Dios es el futuro». A ese futuro remite PANNENBERG la prueba definitiva de su 
existencia38.
Ponemos aquí fin a nuestra evocación de algunos rasgos del ateísmo humanista. Se trata de un 
ateísmo motivado por una gran fidelidad al hombre. De ahí su «simpatía» y el influjo que ha 
ejercido a lo largo de la historia.
A lo largo de la exposición hemos apuntado posibles respuestas de la teología. Pero este tema 
hay que hacerlo objeto de un estudio más detallado.



Respuesta de la teología

a) 
No a las pruebas 

PUEDO ASEGURAR que la teología actual no desea renovar las pruebas de la existencia de 
Dios. Su diálogo con el ateísmo contemporáneo no está motivado por exigencias de tipo 
apologético. Es más: teólogos como PANNENBERG, TILLICH y EBELING piensan que las 
tradicionales pruebas de la existencia de Dios, en las que tanto insistía la teología natural, 
más que asegurar la existencia de Dios, pretendían mostrar la finitud del hombre y del 
mundo. Tales pruebas sólo remitirían a la condición finita y contingente del hombre; pero no 
serían la respuesta a esa contingencia. Su misión sería la de poner de manifiesto que es 
necesario ir más allá del hombre y del mundo, si se aspira a lograr un fundamento sólido 
para la realidad. Las pruebas de la existencia de Dios son, por tanto, un buen testimonio de 
que el hombre supera todo lo finito y busca la explicación última de las cosas en una 
instancia superior a él. (Recuérdese la frase de KIERKEGAARD: «Hay que ser más que 
hombre para ser al menos hombre».) Este es el sentido que da HEGEL a las pruebas de la 
existencia de Dios. HEGEL es consciente de que se trata de un proceder ilegítimo, ya que, 
partiendo de la realidad finita, se pasa a afirmar la existencia de Dios, que pertenece a otro 
orden de realidad. Pero HEGEL las mantiene como expresión formal de que el hombre 
supera lo finito. Precisamente porque es consciente de que no es legítimo hacer depender la 
existencia de Dios de la realidad finita, renueva el argumento ontológico de San Anselmo y lo 
defiende frente a la crítica kantiana. La ventaja del argumento ontológico radica en que el 
punto de partida no es la realidad finita, sino el concepto de Dios. Lo específico de este 
argumento es pasar del concepto de Dios -"aquello mayor de lo cual no se puede pensar 
nada"- a su existencia. San Anselmo piensa que si es lo mayor que se puede pensar, tendrá 
que tener la existencia. De lo contrario, cualquier otra cosa existente sería mayor que él, ya 
que tendría una perfección -la existencia- que Dios no tendría. San Anselmo nos viene a 
decir que, en el concepto de Dios, coinciden esencia y existencia. La idea de Dios no es 
pensable sin su existencia. HEGEL no aceptará la distinción kantiana entre el orden del ser y 
el del pensamiento, que tan gráficamente había sido expuesta por el filósofo de Kónigsberg 
afirmando que no es igual tener cien monedas en la cabeza o en el bolsillo...
Para HEGEL, el problema consistirá en explicar cómo se llega al concepto de Dios. Concluirá 
que se trata de un concepto necesario, hacia el que el hombre está esencialmente orientado. 
El concepto de Dios pasa por tanto, a ser parte esencial de la antropología actual. HEGEL ha 
antropologizado las pruebas de la existencia de Dios. El hombre está más en el centro que 
nunca.
Las pruebas de la existencia de Dios no demuestran que exista Dios sino que el hombre lo 
necesita radicalmente. Éste es el sentido que da la teología a este importante capítulo de la 
historia del pensamiento occidental. La teología es bien consciente de que Dios es un 
misterio que se resiste a todo género de pruebas. Ya vimos que este ocultamiento de Dios no 
es un descubrimiento reciente. Se trata de un topos hondamente bíblico, evocado con gran 
profundidad por LUTERO.
El ocultamiento de Dios es consecuencia de su trascendencia. Dios no es un objeto más de los 
que integran nuestro mundo de cosas. La experiencia humana no capta a Dios como un 
objeto entre otros. Dios no llega nunca directamente al receptor. Se requiere un laborioso 
esfuerzo para descubrir sus huellas en la realidad que nos rodea. La reflexión teológico sólo 
puede hablar de él indirectamente, a través de sus aplicaciones en la vida de los creyentes.
D/EXISTENCIA/PRUEBAS: En nuestros días, las pruebas de la existencia de Dios quedaron 
definitivamente sentenciadas por D. BONHÖFFER: «Einen Gott den es gibt, gibt es nicht» 39 
, había escrito este creyente del siglo xx, fusilado por el régimen de Hltler el 9 de abril de 
1945. La frase alemana posee tal densidad que cualquier traducción resulta pobre. La idea 
es que no es posible hablar de Dios como de un objeto más de los que nos rodean. Un Dios, 
cuya existencia fuese constatable, no sería realmente Dios.
La teología no afirmará nunca que puede probar la existencia de Dios. Se remitirá siempre a su 
revelación gratuita y tratará de descubrir su presencia en la historia, en las religiones y en la 
vida de los pueblos. La existencia del Dios cristiano no es objeto de prueba, sino de 
esperanza y confianza. Determinados hombres se sienten con fe, es decir, capaces de 
soportar «la incertidumbre objetiva, mantenida a través del escándalo del absurdo, por la 
pasión de la interioridad» (KIERKEGAARD).
La dialéctica cristiana se mueve, pues, entre el «ya» y el «todavía no», presente en todo el 
Nuevo Testamento. La salvación es ya real, pero no invade aún todos los ámbitos de la vida. 
Es necesario esperar. Se explica así el lugar privilegiado que el futuro ocupa en la teología 
actual. Sólo el futuro decidirá sobre la frase «existe Dios».
Esto explica también los recelos de la teología, tanto frente a un ateísmo dogmático como frente 
a un teísmo precipitado. Una postura atea, que proclame dogmáticamente el carácter ilusorio 
de la idea de Dios, puede caer en una cierta ligereza intelectual. W. PANNENBERG llega a 
decir que tal ateísmo descansa en una especie de «barbarie intelectual»40.
Pero también un teísmo precipitado, que cree poder demostrar la existencia de Dios, se atrae 
las críticas del pensamiento teológico actual. Si la realidad de Dios estuviera tan fuera de 
toda duda, la vida de los hombres no estaría tan llena de enigmas y problemas acuciantes. 
Por otra parte, como afirma PANNENBERG, «un Dios cuya existencia pudiese ser demostrada 
mientras el mundo va de mal en peor y los sufrimientos de los hombres claman al cielo, no 
sería la solución al oscuro enigma de nuestra vida»41.
Además, desde el punto de vista teológico, hay que insistir en que, tanto para afirmar como 
para negar la existencia de Dios, es necesario prestar atención a las tradiciones religiosas de 
la humanidad. No basta con antropologizar las pruebas de la existencia de Dios y afirmar que 
el hombre puede comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea sin recurrir a la idea de 
Dios. El hombre y su posible autocomprensión inmanente no son el único criterio para decidir 
sobre la existencia de Dios. Las tradiciones religiosas son un hecho que es preciso analizar. 
No parece justo excluir a priori, de forma dogmática y apodíctica, la posibilidad de que 
contengan un núcleo de verdad. Con otras palabras: aunque el hombre no necesitase 
existencialmente a Dios, debería ocuparse de las tradiciones religiosas que hablan de él, de 
cómo surgieron y de cómo se han ido desarrollando a lo largo de la historia. No basta, por 
tanto, el argumento antropológico.
Al mismo tiempo, tales tradiciones religiosas deberán ser analizadas con el método 
histórico-crítico. No podrá ser la fe ni el dogma quien decida sobre la verdad de estos textos 
religiosos, sino la investigación histórica. En general, no es misión de la fe ni del dogma 
informarnos sobre si hace dos mil años ocurrió algo. La única instancia competente en tales 
temas es la investigación histórica. La fe, para ser auténticamente razonable, presupone un 
conocimiento de los contenidos en los que cree. De lo contrario sería una decisión ciega, una 
especie de autosalvación mediante autoconvicciones no contrastadas. Es sabido que gran 
parte de la teología protestante, en especial la teología dialéctica de K. BARTH y sus amigos, 
propugna este tipo de fe. A nosotros nos parece más acertada la definición de fe que ofrece 
el concilio Vaticano I: «Obsequium rationabile». Afirmando que es «obsequio», se excluye un 
racionalismo burdo; y al defender que es «razonable», se rechaza un fideísmo total. Se 
intentó una síntesis que aunque sólo es posible en teoría, no debería ser olvidada.
La teología actual intenta ser esencialmente modesta. No desea presuponer la existencia de 
Dios, sino caminar junto a los que lo buscan. En.un mundo que experimenta a Dios como 
«misterio absoluto» (K. RAHNER), no sería justo que la teología hablase de él como de una 
evidencia. Ya importantes hombres de la tradición cristiana, como NICOLÁS DE CUSA, 
relacionaron el tema «Dios» con la «conjetura». El teólogo está necesariamente obligado a 
hacer conjeturas. Por lo general, su trabajo parte de la inquietud y de un proyecto de 
búsqueda humilde y esperanzador.


b) 
Sí a la esperanza 

EL ATEÍSMO humanista fracasa ante la imposibilidad de dar una respuesta positiva a la 
pregunta por el sentido de la historia. En este fracaso le sigue muy de cerca el teísmo.
Y es que tal vez lo verdaderamente importante sea mantener abierta esta pregunta. Se trata de 
tener capacidad para vivir en la aporía que la historia de cada día pone ante nuestros ojos. 
Mientras continúe la historia, escribe MOLTMANN, todo es posible42. Hay que dejar abierta la 
pregunta por su sentido último. Sólo «al volver la última curva» (J. HICK)43, en la verificación 
escatológica, se rasgará el velo.
En este sentido, defendemos la legitimidad de una especie de teología de la pregunta. La mejor 
forma de hablar de la actuación de Dios en la historia es hacerlo en forma de pregunta, como 
Job. El que no quiere saber nada de preguntas, difícilmente comprenderá lo que significa la 
palabra «Dios». La condición de posibilidad para comprender lo que significa «Dios» es un 
«no entender». Un no entender el dolor de la historia y un no entender a Dios mismo, un no 
poderlo compaginar sin violencia con el resto de la realidad: con el mal, la culpa, el 
sinsentido, la muerte. Un no poderlo compaginar con el destino trágico de las generaciones 
que nos precedieron. Con algo de imaginación su recuerdo desencadena problemas 
insolubles, que impulsan a dejar abierto el sentido de la historia. A veces, quien otorga 
rápidamente sentido a la historia es por que carece de memoria histórica.
Tal vez algo parecido quiso expresar K. LóWITH cuando, en 1949, escribía: «La experiencia 
humana de la historia es la experiencia de un constante fracaso». Los acontecimientos 
históricos no ofrecen, según él, el más mínimo indicio de que exista un sentido último y 
abarcador. Algo en lo que coincide con la Escuela de Frankfurt, de cuyo pesimismo ante la 
negatividad de la historia ya hemos hablado.
Desde nuestro punto de vista, el sentido de la historia y de la existencia individual se halla 
doblemente amenazado:

1) 
Por su carácter efimero44 
ES VERDAD que existen experiencias parciales de sentido. Las hace el artista, el científico, el 
enamorado..., tal vez todo hombre. Pero se trata de experiencias constantemente 
amenazadas. En efecto, las más bellas realizaciones humanas, los momentos más densos y 
felices de la vida, están sometidos a la ambigüedad que caracteriza todo lo finito. Sobre las 
experiencias más ricas se cierne siempre el temor al fracaso, el.oscuro presentimiento de que 
incluso el amor y la vida, la fuerza y la salud, caminan inevitablemente hacia su final, sobre 
todo si tenemos en cuenta que la muerte no es únicamente el final de la vida, sino su 
amenaza constante. Los logros y progresos del hombre se inscriben siempre en el marco de 
un acabamiento seguro y penoso. La muerte, con su talante mudo e inmisericorde, arrastra 
personas y épocas: murieron, por ejemplo, las esperanzas de progreso y bienestar de los 
años sesenta; quedaron sesgados poderosos impulsos de renovación política y social a nivel 
mundial; tal vez se nos fueron seres queridos dejando su huella imborrable; y cada día 
enferma la paz en algún lugar de nuestra geografía. Alguien ha dicho: «Vivir significa 
enterrar esperanzas». Esta frase refleja una experiencia universal de la humanidad que, 
antes o después, todo ser humano realiza. Y cada esperanza truncada se convierte en una 
amputación sensible, aceptada con la resignación del que se rinde ante lo inevitable mientras 
en su interior todo es protesta.
El reto más temible nos lo plantea la muerte. BLOCH la llamaba la «anti-utopía más poderosa». 
Su fuerza destructora no conoce límites. Y cuando la prepara una larga enfermedad, va 
minando, día a día, nuestras fuerzas físicas y espirituales. Al final, muere la sombra de lo que 
fuimos.
Existen, pues, experiencias parciales de sentido. Es necesario recordárselo al ateísmo 
humanista de signo más pesimista; pero hay que concederle que las preside un horizonte de 
lucha y agonía. Contempladas desde el final, esas experiencias de sentido son efímeras. Y 
es necesario verlas desde el final. «La verdad de las cosas finitas -afirmaba HEGEL- es su 
final».

2) 
Por su carácter regional 
A NIVEL individual es posible que nos sorprendamos en secuencias de felicidad, de plenitud 
desbordante. Pero si nos hacemos eco del lema de Pablo: «¿quién sufre que yo no sufra?», 
nuestro sentido queda profundamente amenazado. Mientras nosotros gozamos, otros sufren. 
Es verdad que siempre es posible seguir el lema de BULTMANN 45 y buscar el sentido en la 
propia historia personal. Pero ¿es humana esta solución? ¿Es posible vivirse individualmente 
con sentido mientras otros gimen y lloran junto a nosotros? ¿No sería una felicidad 
insolidaria, lograda a golpe de olvido? Por otro lado, si no se emigra espiritualmente de este 
mundo, si se mantiene vivo el recuerdo de los miembros menos privilegiados de la historia, 
¿es posible hablar de sentido y felicidad? Si se arroja una mirada sobre ese «matadero» 
(HEGEL), que es la historia universal, ¿no habría que dar la razón a ADORNO cuando afirma 
que sólo el pensar la esperanza es ya un crimen? Pensamos que el sentido, a costa del 
olvido de las víctimas, es un sinsentido; y, manteniendo vivo su recuerdo, su «historia 
passionis» (METZ) ¿es posible vivirse privadamente con sentido? He aquí el dilema.
Dilema al que, hace cincuenta años, intentaron dar respuesta, en un debate filosófico-teológico, 
dos hombres que han marcado la fisonomía espiritual de nuestro tiempo: W. BENJAMIN y M. 
HORKHEIMER. BENJAMÍN sostuvo que la historia de los muertos, de las generaciones 
sacrificadas y torturadas, no estaba aún cerrada. HORKHEIMER le escribió: «En último 
término, su afirmación tiene carácter teológico». Respondió BENJAMÍN que, efectivamente, el 
recuerdo de los muertos, la solidaridad con ellos, nos prohíbe concebir la historia 
ateológicamente. Esto es tanto como afirmar que hay que concebirla utópicamente46.
También ADORNO y HORKHEIMER escriben en la Dialéctica de la Ilustración: «Toda política, 
que no contenga teología, aunque sea de manera muy poco consciente, no dejará de ser, a 
fin de cuentas, un negocio, por muy hábil que éste sea» Si analizamos qué entiende 
HORKHEIMER por teología, comprenderemos por qué desea que la política no prescinda de 
ella: «Teología es... la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no 
permanezca así, esperanza de que lo injusto no sea la última palabra»48. Y también: la 
teología es «expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no pueda triunfar 
sobre la víctima inocente» 49.
En esto, como en tantas otras facetas de su pensamiento, HORKHEIMER es heredero de la 
tradición de su pueblo, el pueblo judío. En efecto, la fe en la resurrección nació, muy 
tardíamente, en Israel como un esfuerzo por justificar la presencia de Dios en la historia de 
su pueblo elegido. Se cree en la resurrección como protesta contra los acontecimientos 
humiIlantes. Era necesario documentar que la persecución y la derrota, por muy sangrantes 
que fuesen, no se alzarían con la victoria definitiva. Triunfador último sería Yahvé haciendo 
justicia al oprimido y concediendo «otra vida» al maltrecho reducto de sus fieles seguidores. 
Se trataba de gritar que Antíoco IV (175-164), con sus crímenes y crueldades, con sus 
saqueos y profanaciones, no tendría la última palabra sobre Israel. La resurrección era la 
esperanza de que el Dios de los ejércitos levantaría de nuevo lo que los tiranos de turno 
redujeron a tristes cenizas. Así, lentamente, se va abriendo camino la esperanza de los 
Macabeos: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente; pero el rey del mundo resucitará a 
una vida eterna a los que morimos por sus leyes» (2 M 7,9). Uno de los siete hermanos 
martirizados increpa al tirano: «Para ti no habrá resurrección a la vida» (2 M 7,14).
La imposibilidad de compaginar a Dios con el aspecto injusto y roto, que ofrece este mundo, 
condujo al hombre moderno al ateísmo y a Israel a su mayor falta de resignación: a concebir 
otra historia, otro escenario, en el que cambiarían los papeles. A partir de ahora, Israel 
pensará en una nueva creación, libre de las heridas y desgarrones que caracterizan la hora 
presente.
La tradición judeocristiana, ante el hecho de que las experiencias de sentido poseen un 
marcado carácter regional; es decir, no alcanzan a todos los hombres, postula la radical 
apertura de la historia. La última palabra no está dicha, ni siquiera para los muertos.
Nuestra tradición religiosa más cercana, el cristianismo, ofrece una respuesta serena y 
esperanzada a la pregunta por el sentido de la historia: los muertos resucitarán. La 
esperanza cristiana afirma, pues, que la última palabra sobre el destino de los ya 
desaparecidos no la tuvieron los verdugos que los torturaron ni la muerte que los venció. La 
victoria definitiva no será de la muerte, sino de Dios. Al final, se hará justicia a sus causas 
perdidas, se escuchará la voz de los sin voz, habrá abundancia para los pobres, consuelo 
para los que gimen y lloran, paz para los perseguidos.
Se trata de una visión de reconciliación final, en la que desaparezcan las contradicciones de la 
hora presente. El cristianismo no se decide, con CAMUS, a «pensar con claridad y 
abandonar la esperanza». Más bien mantiene la «esperanza contra toda esperanza» (Rm 
4,18), confiando al Dios que resucita a los muertos el futuro de la historia humana. En este 
sentido, somos herederos de la falta de resignación del pueblo judío. Nos resistimos a que la 
palabra decisiva sobre el entramado de la historia la pronuncien el azar o el determinismo 
ciego de las viejas culturas que nos precedieron. En lugar de entregarnos resignadamente a 
esas fuerzas ciegas, apostamos por la presencia libre y misteriosa de Dios en la historia, 
confiriendo su sentido último a los acontecimientos.
La pregunta decisiva es: ¿en qué se fundamenta nuestra esperanza? ¿Es algo gratuito y 
ciego? «Pensar es trascender», escribió E. BLOCH. ¿Se reduce la esperanza en la 
resurrección de los muertos a un trascender voluntarístico? ¿Se trata únicamente de 
expresar que el pensamiento de que la muerte sea simplemente lo último es impensable? 
¿Nos anima solamente ese vigor antropológico que hizo exclamar a E. BLOCH, unos días 
antes de su muerte, ante la pregunta de J. MOLTMANN por su estado de ánimo: «Der Tod, 
das auch noch ... !» (¡la muerte, todavía me queda esa experiencia ... !)?
La respuesta a todas estas preguntas la darán los conferenciantes que me sigan. Yo sólo 
puedo anticipar que el cristianismo habla de la esperanza en la resurrección de los muertos. 
Y fundamenta esta esperanza en que Dios ha resucitado a Jesús, anticipando así un futuro 
absoluto de resurrección para todos los hombres. La resurrección de Jesús se convierte así 
en piedra angular de todo el edificio cristiano. El cristianismo se sostiene porque aun no se 
ha apagado del todo la esperanza de que, misteriosamente, Dios haya resucitado a Jesús de 
Nazareth. Se trata de una confianza fundamental que no considera la duda y la pregunta 
como adulteración, sino como herencia a conservar.
/SAL/021: El mismo Jesús no terminó su historia arropado en una seguridad inquebrantable, 
sino atormentado por la pregunta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 
15, 34). Este grito es el comienzo del Salmo 22. Algunos intérpretes, entre ellos BULTMANN, 
piensan que se trata de un salmo de desesperación. Jesús habría muerto, como tantos otros 
hombres, sumido en la desesperación.
Otros exegetas, más benévolos, piensan que el Salmo 22 no es de desesperación, sino de 
confianza puesta duramente a prueba. En todo caso, lo cierto es que no se trata de un salmo 
de confianza ingenua; más bien revela una muerte conflictiva.
Tal vez no haya inconveniente en que sea ésta la actitud del creyente frente a la historia y su 
sentido: por un lado, confianza, ya que Jesús de Nazareth parece haber vencido el símbolo 
último de la negatividad, la muerte; por otro, confianza sometida duramente a prueba, ya que 
la humanidad y, sobre todo, sus miembros menos privilegiados, aún sienten el peso de la 
negatividad, preguntan por qué y sienten el anhelo, en frase de HORKHEIMER, por «el 
totalmente otro».

Conclusión

PERMÍTASEME expresar la sospecha de que respuestas como la que hemos esbozado aquí 
-modesta y decidida a un tiempo- no habrían exacerbado, sino mitigado, la confrontación del 
cristianismo con el ateísmo humanista contemporáneo. En todo caso, me gustaría que no se 
me pudiese aplicar la mordaz ironía de VOLTAIRE: «Sólo hay una pequeña luz (la razón); 
viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga».
Desgraciadamente, la frase de VOLTAIRE es aplicable a gran parte de la apologética cristiana 
de los últimos siglos. Un fanatismo incontrolado y una seguridad ingenua, ciega y 
recalcitrante frente al laborioso progreso de la razón humana, ha cavado una profunda fosa 
entre la fe y la modernidad. La inexplicable vinculación del cristianismo a viejas y caducas 
concepciones del mundo y de la historia tiene en su haber una importante cadena de airadas 
deserciones y silenciosos abandonos.
Lo peor es que la voluntad de aprender no parece todo lo nítida que sería de desear. A veinte 
años del Concilio Vaticano II, asistimos de nuevo en la Iglesia católica a un peligroso 
desplazamiento de acentos. De nuevo se mira hacia el pasado con el evidente propósito de 
volver a emplearse en tareas de recuperación no santas. Desde determinadas instancias, se 
niega el pan y la sal a los hombres comprometidos con el cautiverio de sus pueblos. Se priva 
así a estos pueblos, bastante desposeídos ya, del carácter liberador del mensaje de Jesús. 
Las reticencias frente a la teología de la liberación pueden ser de incalculables 
consecuencias.
Terminemos ya. A su manera, el ateísmo humanista ha intentado responder a la pregunta por el 
sentido de la historia. En definitiva, ha hecho filosofía de la historia. Nosotros, sin dar del todo 
la razón a M. THEUNISSEN cuando afirma que «la filosofía de la historia no sólo ha brotado 
de la teología, sino que sólo sigue siendo posible como teología» 50 pensamos que la 
reflexión teológica actual, con los niveles de rigor y compromiso con los marginados que ha 
alcanzado, puede contribuir no poco a iluminar el precario sentido de la vida.
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1 La prueba del laberinto, Ed. Cristiandad, Madrid 1980, P. 111.
2 Ibid.
3 ELIADE, M., La prueba del laberinto. Ed. Cristiandad, Madrid 1980, p. 122.
4 Véase la obra fundamental de E. BLOCH, El principio esperanza, 3 vols., Ed. Aguilar, Madrid 1977, 79, 80. 
Remitimos también al Iibro de José A. GIMBERNAT, Ernst Bloch. Utopía y esperanza, Ed. Cátedra, Madrid 
1983.
5 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1976, p. 
112. 
6 Ibid.
7 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 15.
8 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 33.
9 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 31.
10 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 35.
11 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnósticos, Tecnos, Madrid 1975, p. 85.
12 Véase para todo este apartado Peter L. BERGER, Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, 
Barcelona 1971, pp. 151-181.
13 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 161.
14 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 161.
15 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, pp. 161 y ss.
16 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 162. 
17 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 162. 
18 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 163.
19 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 158.
20 Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichie, edit. por G. Lasson, Leipzig 1917, p. 10.
21 Citado por K. LÖWITH, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p, 56. Véase también del 
mismo Autor: Von Hegel Zu Nietzsche, Stuttgart 1969.
22 Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichie, edit. por G. Lasson, Leipzig 1917, p. 10. 
23 LówITH, K., Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 57.
24 LówITH, K., Weltgeschichie und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 58.
25 LówlTH, K., Weltgeschichie und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 59.
26 Véanse los capítulos que H. KÜNG dedica a cada uno de estos autores en su libro ¿Existe Dios?, Ed. Cris- 
tiandad, Madrid 1979. Sobre Feuerbach véase, además, M. CABADA CASTRO, El humanismo premarxista 
de Ludwig Feuerbach, BAC 372, Madrid 1975. Del mismo Autor: Feuerbach y Kant: Dos actitudes 
antropológicas, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1980. Sobre Marx y Freud véase 
M. UREÑA, E., Karl Marx economista, Tecnos, Madrid 1977. Del mismo Autor: La teoría de la sociedad de 
Freud, Tecnos, Madrid 1977.
27 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. 1, p. 488. 
28 KÜNG, H., ¿Existe Dios?, Ed. Cristiandad, Madrid 1979, p. 305.
29 Fragmente zur Charakteristik meines philosophischen curriculum vitae, en Gesammelte Werke, editado por 
W. Schuffenhaucr, Berlín 1971, vol. X, p. 178. 
30 Vorlesungen über das Wesen der Religion, en Gesammelle Werke, vol. VI, pp. 30 y ss.
31 Das Wesen des Christemtums, VIII, p. 115.
32 Das Wesen des Christemtums, VIII, pp. 191 y ss.
33 Vorlesungen über das Wesen der Religion, en Gesammelte Werke, vol. VI, p. 41.
34 BRAUN, H., Gesammelte Studien zum Neuen Testament und seiner Umwell, J. C. B. Mohr, Tüblngen 1971, 
p. 34I. Para una respuesta desde el ámbito de la fe cristiana, véase KASPER, W.: Inlroducción a la fe, 
Sígueme, Salamanca 1976. 
35 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 489. 
36 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 489.
37 Kritik der Hegelschen Rechsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 497.
38 Grundfragen systematischer Theologie, Göttingen 1967, pp. 251 y 393. 
39 BONHÖFFER, D., Akt un Sein. Transzendentalphilosophie und Ontologie in der systematischen Theologie, 
Munich 1964, p. 94.
40 PANNENBERG, W., Wie kann heute glaubwürdig von Goll geredet werden?, 
en F. LORENZ (ed.), Gollesfrage heute, Stuttgart 1969, p. 52.
41 PANNENBERG, W., Wie kann heute glaubwürdig von Gott geredet werden?, 
en F. LORENZ (ed.), Gotiesfrage heute, Stuttgart 1969, p. 52.
42 MOLTMANN, J., Goitesbeweise und Gegenbeweise, Wupertal 1967, p. 9.
43 ANTISERI, D., El problema del lenguaje religioso. Dios en la filosofía analítica, 
Ed. Cristiandad, Madrid 1976, pp. 136-139.
44 Véase para lo que sigue Manuel FRAljó, La resurrección, sentido para una 
humanidad irredenta: «Sal Terrae», 3 (1980), pp. 201-212.
45 BULTMANN, R., Geschichie und Eschatologie, Tübingen 1964, p. 184.
46 PEUKERiIi, H., Wissenschaflslheorie-HandlungstheorieFundamentale 
Theologie, Düsseldorff 1976, pp. 278 y ss.
47 MARCIJSE, H., POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido, 
Sígueme, Salamanca 19 76, p. 105.
48 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido, 
Sígueme, Salamanca 1976, p. 106.
49 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido, 
Sígueme, Salamanca 1976, p. 106. 
50 THEUNISSEN, M. Gesellschaft und Geschichie. Zur Kritik der kritischen 
Theorie, Berlín 1969, pp. 39 y ss.

MANUEL FRAIJÓ NIETO
REALIDAD DE DIOS Y DRAMA DEL HOMBRE
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1985 . Págs. 9-66
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