Federico García Lorca:
la espiritualidad de un poeta

Santiago Martínez Sáez *

Parte de la riqueza en su obra literaria es ese espíritu que fue García Lorca, se devela y refleja la poesía que lleva dentro. «Mi alma está absolutamente sin abrir, y con razón creo algunas veces que tengo el corazón de lata». No tengo la menor intención apologética. García Lorca, especialmente en sus años jóvenes, atacó algunos aspectos de la moral católica, pero no perdió un cierto sentido católico de la vida.

Soy un admirador tardío de García Lorca. Su tragedia existencial y vital al comienzo de la guerra civil en España no me lo hicieron atractivo en mis años universitarios. Sus connotaciones políticas —verdaderas o falsas— no facilitaron mi encuentro con él. Con el paso del tiempo cayó en mis manos una biografía suya de Marcelle Auclair, de quien me había entusiasmado su espléndido trabajo sobre Santa Teresa. Aunque éste no me gustó tanto como aquél, me dejó un cierto vacío y, por qué no decirlo, curiosidad, que por una razón u otra tardé años en saciar. Con el paso del tiempo cayeron en mis manos las obras completas de Federico, que leí en su totalidad; me sucedió un fenómeno raro, acostumbrado a que todo el mundo de las letras hablara de él como poeta o dramaturgo, lo que verdaderamente me impresionó fue su prosa. Me llamó la atención que no se destacara esta dimensión, a mi juicio importantísima, así como el olvido —¿ocultación programada?— de los matices espirituales y religiosos, que jamás oculta.

En este aniversario merecen la pena algunos comentarios al hilo de sus escritos que ayuden a conocer más a fondo, y en una dimensión trascendente, la personalidad de nuestro autor.

El interior de las cosas

La existencia y la importancia del espíritu es incuestionable en nuestro poeta: «Hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente» (Obras Completas, tomo III. Aguilar México 1991, p.5). Al admirar la majestuosidad de las viejas ciudades (Ávila, Zamora, Palencia) arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual, el artista desbordó su alma poética sobre impresiones que le llenaron el espíritu de melancolía y le hirieron el alma de nostalgia. Cuando visitó Ávila no habló fuerte ni pisó recio: «para no ahuyentar el espíritu de la sublime Teresa» (Ibid, p.12). La catedral, por su oscuridad tranquila, «invita a la meditación de lo supremo... El alma que crea y esté llena de fe celestial que sueñe en esta catedral... El alma que vea la grandeza de Jesús que se suma en estas sombras húmedas con ojos de cirios para sentir consuelo espiritual... Así, en un rincón... podrá pensar sin ser visto y gozar de una dulzura que únicamente encuentra allí. Eso es adoración a Dios... Hace pensar aunque el alma esté desposeída de la luz de la fe» (Ibid, pp.13-14).

Al visitar la Cartuja, se quejó de la perfección técnica de ciertas imágenes que rodeaban a Cristo: «¡Estas esculturas son magníficas! Sí, pero a mí únicamente me convence el interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que cuando las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las suyas» (Ibid, p.23). Admitió que «la soledad es la gran talladora de espíritus», pero no le gustó la Cartuja, porque se puede sepultar el cuerpo pero no encerrar el alma: «El alma está donde ella quiere. Todas nuestras fuerzas son inútiles para arrancarla donde se clava» (Ibid, p.25). Consideraba inútiles las torturas de la carne cuando el espíritu pide otra cosa. No entendió lo que él mismo llamó «la gran pasión del silencio». Le parecía abrumador, sobrehumano. La paz y tranquilidad las consideraba inquietud y desasosiego... pasión formidable jamás calmada. Evidentemente García Lorca no tenía vocación de cartujo. Su naturaleza sensual le dificultó entender la penitencia cartujana, el estilo de vida que no se divorcia del amor, como pensaba el poeta, sino exactamente lo contrario: nace del amor a Dios y lo expresa.

En el Monasterio de Silos participó en la Misa con los monjes, y el canto gregoriano le pareció: «formidable y emocionante», aunque «lejos de la tragedia del corazón» (Ibid, p.49).

Amo y detesto las pasiones

En algunos momentos, García Lorca descubrió el estado de su espíritu, sus luchas interiores, sus pasiones y caídas: «Mi vida y mi pensamiento luchan desesperadamente por arrancar el manto de impureza de mi corazón, pero mi cuerpo, lleno de sangre y de calor, se arroja sobre las llamaradas geniales de la pasión... la pasión es en mí algo que me da muerte y me da vida al mismo tiempo: muerte al cuerpo y vida al espíritu... Yo amo las pasiones y las detesto, porque mi espíritu es doble... mi voluntad está muerta y por eso soy un náufrago en la pendiente escabrosa del amor... ¡Cuándo terminará mi calvario carnal! Todos los días mi cuerpo es más fuego y mi alma más alta. ¿Cuándo alcanzaré felicidad y amor de verdad? ¿Cuándo seré limpio de amor trágico y de corazón? ¿Cuándo amaré a lo que me ama?». (Ibid, p.181).

Pasó mal el verano de 1928: «Se necesita tener la cantidad de alegría que Dios me ha dado para no sucumbir ante la cantidad de conflictos que me han asaltado últimamente. Pero Dios no me abandona nunca» (Ibid, p.979).

Se lamentaba de los que sufren persecuciones de la justicia humana «sin creer en los cielos de Jesús». Para él, son bienaventurados los que se acercan «al pavoroso y místico Nazareno», pero se quejaba por tantos que se conforman con una idea mezquina de Dios. En Ansiedad de regeneración se duele de las deformaciones que los hombres hacemos del buen Dios: «Ahora se le toma como motivo de política y de lucro... se le adora hipócritamente y todos los que le aman en público lo olvidan después...» (Ibid, p.185).

«Lo que más me importa es vivir»

A Lorca lo que le importaba por encima de todo era la vida: «Yo sueño ahora lo que viví en mi niñez». A una pregunta de un reportero: «¿Cuándo trabaja usted?» respondió: «Cuando ya no tengo otro remedio. Lo que más me importa es vivir» (Ibid, p.537). En otra ocasión le preguntan: «¿A qué hora acostumbra trabajar?» —«A todas. Si me pusiera estaría todo el día escribiendo, pero no quiero encadenarme» (Ibid, p.622).

Refiriéndose a Antonio Machado apuntó: «Yo no quiero admirar al artista en sí. Eso no tiene importancia... Es el hombre como realización lo que vale... la humanidad del individuo, su capacidad de humanidad...». Tenía verdadera devoción por Manuel de Falla: «Es un santo... un místico... con una sed de perfección que admira y aterra al mismo tiempo... Su fe no necesita pruebas para creer...» (Ibid, pp.546-547).

En el verano de 1927 escribió: «Yo siento cada día más el talento de Dalí. Me parece único, y posee una serenidad y una claridad de juicio para lo que piensa que es verdaderamente emocionante. Se equivoca y no importa. Está vivo. Su inteligencia agudísima se une a su infantilidad desconcertante, en una mezcla tan insólita que es absolutamente original y cautivadora. Lo que más me conmueve en él ahora es su delirio de construcción (es decir, de creación) en donde pretende crear de la nada y hace más esfuerzos y se lanza a más ráfagas con tanta fe y con tanta intensidad que parece incurable. Nada más dramático que esta objetividad y esta busca de la alegría por la alegría misma. Recuerda que éste ha sido el canon mediterráneo. "Creo en la resurrección de la carne", dice Roma... Pero Dalí no quiere dejarse llevar. Necesita llevar el volante y además la fe en la geometría astral. Me conmueve; me produce Dalí la misma emoción pura (y que Dios nuestro Señor me perdone) que me produce el Niño Jesús abandonado en el pórtico de Belén, con todo el germen de la crucifixión ya latente bajo las pajas de la cuna» (Ibid, p.968). En otra ocasión fue Dalí el que le dijo a Federico: «Tú eres una borrasca cristiana y necesitas de mi paganismo» (Ibid, p.977).

Cuando le preguntaron por qué en sus dibujos aparecen con preferencia los caracoles, explicó cómo en cierta ocasión estaba dibujando, y acercándose su madre y contemplando sus garabatos le dijo: «Hijo mío, me moriré sin poder comprender cómo te puedes ganar la vida haciendo caracoles». —«Ni el poeta ni nadie tienen la clave y el secreto del mundo. Quiero ser bueno. Sé que la poesía eleva, y siendo bueno, con el asno y el filósofo, creo firmemente que si hay un más allá tendré la agradable sorpresa de encontrarme en él» (Ibid, p.681). Bella afirmación de nuestro poeta.

Tampoco era ajeno a los problemas sociales: «El día que el hambre desaparezca va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la Humanidad» (Ibid, p.675). No estaba de acuerdo con el arte puro, con el arte por el arte: «en este momento dramático del mundo (1936) el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas» (Ibid, p.681).

Hombre del mundo, hermano de todos

También estaba en desacuerdo con los nacionalismos patrioteros que pintaban con sangre el mundo entero y parecían querer volver a los reinos de Taifas de la edad media: «¿No crees, Federico, que la patria no es nada, que las fronteras están llamadas a desaparecer?», le pregunta el entrevistador. «Yo soy español integral —contestó— y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política» (Ibid, p.687).

Poética de la religión

Su viaje a Estados Unidos (1929) le permitió, con su sensibilidad de poeta, comparar lo que podríamos llamar dimensión poética de la religión. Su visión, no por particular, deja de ser interesante: «He asistido también a oficios de diferentes religiones. Y he salido dando vivas al portentoso, bellísimo, sin igual catolicismo español. No digamos nada de los cultos protestantes. No me cabe en la cabeza (en mi cabeza latina) cómo hay gentes que pueden ser protestantes» (dice en una carta a sus padres y hermanos, fechada el 14 de julio de 1929, en Nueva York).

«Está suprimido todo lo que es humano y consolador y bello, en una palabra. Aun el catolicismo de aquí es distinto. Está minado por el protestantismo y tiene esa misma frialdad. Esta mañana fui a ver una misa católica dicha en inglés. Y ahora veo lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto innato de belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el templo. Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España. La lentitud, la grandeza, el adorno del altar, la cordialidad en la adoración del Sacramento, el culto a la Virgen, son en España de una absoluta personalidad y de una enorme poesía y belleza».

Junto a los defectos, no dejó de señalar las cualidades: «Lo que el catolicismo de los Estados Unidos no tiene es solemnidad, es decir, calor humano. La solemnidad en lo religioso es cordialidad, porque es una prueba viva, prueba para los sentidos de la inmediata presencia de Dios. Es como decir: Dios está con nosotros, démosle culto y adoración. Pero es una gran equivocación suprimir el ceremonial. Es la gran cosa de España. Son las formas exquisitas, la hidalguía con Dios... España es el único país fuerte y vivo que queda en el mundo. Sin embargo, yo he observado al público católico esta mañana y he visto una devoción extraordinaria, sobre todo en los hombres, cosa rara en España. Han comulgado muchas gentes y era un público serio, sin pamplinas y con una disciplina extraordinaria...» (Ibid, p.847).

«También he estado en una sinagoga judía, de los judíos españoles. Cantaron cosas hermosísimas y había un cantante que era un prodigio de voz y de emoción... Hicieron una ceremonia muy bonita, muy solemne, pero que a mí me resultó vacía de sentido. Me parece demasiado fuerte la figura de Cristo para negarla» (Ibid, p.833).

En la carta a sus padres del ocho de agosto, les comentó su visita a una iglesia rusa con unos amigos: «Es casi como la católica... el rito es aún más esplendoroso que el nuestro... los cánticos y los coros son insuperables. Es todo bizantino y más complicado y primitivo que lo romano... y hay en la misa un momento de mucha emoción, que es cuando el pope, después de consagrar, se vuelve al pueblo y presenta un crucifijo, dando grandes voces, una especie de lamento de melodía preciosa». Termina: «Sigo diciendo que la belleza y profundidad del catolicismo es infinitamente superior. De ser religioso en una religión positiva no hay más perfección que en el catolicismo». Sin embargo, parece que el pope tiene un «patriarcalismo» del que emana una autoridad y bondad que le pareció no existir en el simple cura católico. Sea por el rito, el traje o por su prestancia, emana una categoría superior de hombre iniciado en misterios de la que carece el cura católico (Cfr. Ibid, p.840).

En otra carta (octubre 22), recuerda: «Sólo Dios tiene la verdad en sus manos».

Cristos: impresiones y paisajes

Decía García Lorca: «Hay en el alma del pueblo una devoción que sobrepuja todas las devociones: la de los crucificados». Se lamentaba de que se admiraran más por la trágica realidad de los terribles dolores del cuerpo y no por el mar sin orillas, amoroso, de su alma: «lloran por la corona de espinas, sin meditar y amar al espíritu de Dios sufriendo por dar el supremo consuelo»... « era Dios y estaba en la Cruz ya consumado el sacrificio genial. Nos olvidamos del Jesús en el Huerto... con la amargura del temor a lo tremendo no nos asombramos ante el Jesús con amor de hombre en la última cena... lo grandioso nos desconcierta» (Ibid, p.72).

«Estos Cristos sentidos se esconden en las capillitas pueblerinas, donde son el orgullo de sus habitantes... al llegar los escultores genios de España... hicieron sus Calvarios poniendo su alma en la ejecución de los ojos. Y Mora y Hernández, y Juni y el Montañés, y Salzillo y Silos, y Mena y Roldán, etcétera, supieron decir con dulzura dramática los ojos de Jesús... y los pusieron entornados, escalofriantes... supieron que aunque en el cuerpo una contorsión diga mucho, dicen mucho más unos ojos en la agonía, y pusieron en los ojos todo el sufrimiento de aquel cuerpo ideal...» (Ibid, p.75).

En sus obras no dejó de hacer referencias al dolor y a la cruz: «La cruz ¡y vamos andando!». «Soy una gran pecadora / pero he amado de una manera / que Dios me perdonará / como a santa María Magdalena. / Si usted supiera, / estoy muy herida, hermana, / por las cosas de la tierra» (Mariana Pineda). En otro pasaje de esa misma obra cristalizó esta hermosa frase: «Dios está cubierto de heridas de amor que jamás se cierran». «¡Oh cruz! ¡oh clavos! ¡oh espina clavada en el hueso hasta que se oxiden los planetas!». Verdad teológica, genialidad poética.

«Dejad que corra el aire»

Probablemente hacia 1928, escribió: «La verdad es lo vivo y ahora quieren llenarnos de muertes y de aserrín de corcho. El disparate, si está vivo, es verdad; el teorema, si está muerto, es mentira. ¡Dejad que corra el aire! ¿No te angustia la idea de un mar con todos los peces atados con cadenita a un solo punto, sin conciencia? No discuto el dogma. Pero no quiero ver el punto donde se acaba "ese dogma"» (fragmento de carta, op.cit. p.971). Enfrascado en la Oda al Santísimo Sacramento del Altar, afirmó: «Es dificilísima. Pero mi fe la hará» (Ibid, p.978), y en otra ocasión decía: «por disciplina, hago estas "academias" precisas de ahora y abro mi alma ante el símbolo del sacramento» (Ibid, p.981).

En uno de sus poemas en prosa, al hablar de Santa Lucía, afirmó: «fue una hermosa doncella de Siracusa... como todos los santos planteó y resolvió teoremas deliciosos ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física. Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres o cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo» (Ibid, p.144).

Una interrogación

«Un sepulcro es siempre una interrogación» (Ibid, p.61). A la pregunta del famoso caricaturista Bagaria, de si no será mejor el silencio de la nada que la vida futura de los creyentes, respondió: «Bonísimo y atormentado Bagaria, ¿no sabes que la Iglesia habla de la resurrección de la carne como el gran premio a sus fieles?». El profeta Isaías lo dice en un versículo tremendo: «Se regocijarán en el Señor los huesos abatidos»... y citó una lápida que había leído en un cementerio: Aquí espera la resurrección doña Micaela Gómez; y añadió: «una idea se expresa y es posible porque tenemos cabeza y manos. Las criaturas no quieren ser sombras» (Ibid, p.687).

 

Muerte, nube obsesiva

En la nueva edición de sus obras completas, a cargo de Miguel García Posada, éste afirma que la poesía de García Lorca canta como la de Quevedo, tiembla como la de San Juan de la Cruz, se llena de hombres y mujeres como la de Lope, se refrena como la de Fray Luis. Su teatro se empareja con la frescura de Lope y también con la dimensión dramática de Calderón. En su prosa habla de la genialidad imaginativa y la desenvoltura de nuestros prosistas mayores. García Lorca amaba lo popular, lo instintivo, lo irracional, o mejor, lo transracional. Su poesía es a la vez culta y popular. Tiene ambas dimensiones. En ella se funden lo tradicional y la modernidad. Quizá su fama se deba en parte a su trágica muerte: «sin su muerte no hubiera levantado pronto el vuelo».

Su injusto fusilamiento choca violentamente con la fragilidad de su persona. No se ha explicado hasta ahora por qué abandonó Madrid, republicano, por Granada dominada por insurrectos. Buscando la vida encontró paradójicamente la muerte. Federico no tenía temperamento revolucionario, aunque sí, como cualquier persona normal, simpatías que se pueden advertir en sus escritos sobre el progreso y la justicia social. Por ejemplo, en septiembre de 1931 dirigió una alocución al pueblo de Fuente Vaqueros: «No sólo de pan vive el hombre... bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan, que gocen todos los frutos del espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios sufre una terrible agonía, porque son libros, libros, muchos libros los que necesita... ¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: "amor", "amor", y que debían los pueblos de pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para su sementera» (Ibid, pp.422-423).

Tuvo amigos comunistas (como Alberti) y socialistas (como Fernando de los Ríos). Pero también una admiración grande por Ortega, enemigo declarado de la II República a partir de 1932. También se veía con frecuencia con José Antonio, fusilado por los republicanos. Como dijo Ortega: «Vida es una cosa y poesía otra».

¿Quién ordenó la muerte de García Lorca? Según cuenta el profesor Luis de Hera Esteban (de la Real Academia de Historia, actualmente profesor en la Universidad de Génova), su muerte no se debió a un pleito entre homosexuales, como se comentaba en algunos círculos de postguerra, sino a un hombre cercano a la CEDA que quiso congraciarse con los militares por temer que su filiación política no fuese suficiente.

Varios autores famosos intentaron salvarle. Su amigo, el poeta Luis Rosales (falangista), que la última vez que lo vio escuchó de sus labios: «Luis, estoy rezando». Y el no menos conocido José María Pemán, amigo de Franco en los primeros años de la guerra, conociendo las extrañas rivalidades entre las nuevas autoridades y algunos grupos de derechas, temió por su vida y pidió personalmente a Franco que interviniese. Éste accedió a ello, pero ya fue tarde: día y medio antes había sido asesinado.

García Lorca sufrió de modo particular la cercanía de la muerte. No era de carácter decidido ni sobresalía por su coraje. Su carácter alegre, pero tímido, no le abandonó. Aunque pone en boca de Bernarda Alba, «yo no quiero llantos; la muerte hay que mirarla cara a cara», en todo parece que la muerte le siguió —persiguió— siempre como nube obsesiva. La injusticia lo desplomó; una servidora de su cortijo de Granada ha contado que lo vio en la cárcel hundido físicamente, sin fuerzas, incapaz de hablar. Podemos suponer que la fuerza religiosa que se manifestó tantas veces en su obra y en su vida le apoyarían en el momento culminante de su existencia, y que tampoco perdería la esperanza que atribuyó a los gitanos de Granada y a los negros de Harlem.

A modo de conclusión

No tengo la menor intención apologética. García Lorca, especialmente en sus años jóvenes, atacó algunos aspectos de la moral católica, pero no perdió un cierto sentido católico de la vida. En carta a Encarnación López (la famosa Argentinita) dice: «Espero que me tendrá presente en sus oraciones y no me olvidará» (Granada, 1931, Ibid, p.1004). Comentando la muerte de un conocido, escribió dando el pésame: «Cuando le dije a mi madre la frase del encantador Gitanillo sobre la Virgen, se echó a llorar y una costurera, muy andaluza, decía: ¡Hijo de mi alma, él sí que estará ya en los brazos de la Virgen! Dios también tiene que ser bueno contigo, y lo mismo la Virgen, la Santísima Virgen, llena de espadas como un toro, que ampara a los toreros y que se lleva con ella a los que son guapos y buenos como era Gitanillo» (Carta, 1931, Ibid, p.996). Este tipo de referencias a lo sobrenatural no son infrecuentes en los escritos del poeta. Precisamente, por buen poeta, hizo referencia a lo más bello de la religión: la liturgia. Era capaz de captar y admirar lo que otros son incapaces de ver: los signos litúrgicos, la piedad popular que bebió en su tierra andaluza, «y [como afirma Marcelo González Martín, Cardenal arzobispo de Toledo y primado de España] junto a la belleza de los signos externos, la otra, la interior, la del alma de la liturgia: a un espíritu tan fino como el suyo no se le escapa que allí, en esa misa, en esa adoración al Sacramento, en ese culto a la Virgen que él recuerda, hay una idea de la presencia de Dios en el templo, una solemnidad que se transforma en cordialidad, una prueba viva, prueba para los sentidos de la inmediata presencia de Dios».

Era difícil encontrar quién hablara así por entonces en España. No olvidemos que corrían los años 30. Su genio poético le permitía captar el valor singular y la riqueza interior de la liturgia y piedad populares.

El valor de muchas de las afirmaciones es su sinceridad. Son cartas a su familia y amigos. No había que fingir ni disimular. Quizá no tuvo una formación religiosa profunda —como tantos otros—, pero no fue ateo ni agnóstico.

Dicen sus biógrafos que al llegar a Nueva York estaba torturado por la angustia de su «pasión imposible». Sus cartas no lo manifiestan así. Las primeras semanas fueron difíciles, pero su temperamento amigable y alegre hicieron que pronto se sobrepusiera. Por donde pasaba desbordaba alegría, ganas de vivir y conocer, sentido positivo de la vida. Junto a la gente se sentía feliz. Sus cartas reflejan comprensión de las personas, tristeza por la injusticia y lo deshumano.

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* Licenciado en Derecho (Universidad de Madrid). Doctor en Teología (Universidad Lateranense, Roma). Cofundador y colaborador de ISTMO. Autor de diversas publicaciones y libros

 

 

 

 

Fuente: Revista Istmo. Humanismo y Empresa, Año 40 - Número 239 Noviembre/diciembre 1998

Remitido por nuestro colaborador Sergio Rubio Maldonado