I. Himnos
múltiples para el tiempo pascual
Tu rostro, mi Señor, tu santo rostro
Este es un himno
al santo Icono del Señor. La experiencia del icono es ésta: que, al
mirarlo, se entra en comunión viva con la divinidad. Ahí – en el acto de
la fe – apoyada por el vuelo de la estética que llevamos dentro y que nos
lleva ardorosamente hasta el corazón de Dios – ahí está Jesús Resucitado,
ahí está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Cuando tras largas
horas de pincel amoroso, de ayuno suplicante, de oración contemplativa el
iconógrafo ha concluido su tarea, el icono es consagrado en la liturgia
mediante una bendición y desde ese momento el icono, sin firma (propiedad
del amor universal), pasa a ser objeto de culto. El creyente que quiere
besar al Señor, acerca el icono primero a su frente; quiere el ósculo del
Verbo, pues sólo porque Jesús nos ha besado podemos nosotros dejar el beso
sobre el divino rostro.
¿Qué es la imagen
de Jesús? Pensemos que Jesús es, él mismo, el icono del Padre, la
proyección viviente de la divinidad. Él es “Imagen de Dios invisible” (Col
1,15), “en él reside corporalmente toda la Plenitud de la
Divinidad” (Col 2,29).
El icono de Jesús,
soporte de nuestra fe, nos hace entrar en comunión con esa imagen, que es
él mismo, y el alma se llena de gracia.
Tu rostro, mi Señor, tu santo rostro,
tu luz, la eterna luz de tus pupilas,
tu rostro corporal, exacta imagen
del Padre y del Espíritu de vida.
Tus ojos sí, dulcísimos, hermosos,
venidos por los ojos de María,
tus ojos: que me miren y me basta,
que en ellos, si me miran, Dios me mira.
La espesa cabellera que circunda
tu frente esplendorosa y tus mejillas,
tus labios, como un beso regalado,
oh labios de perdón y de delicias.
Tu imagen adorable en los pinceles,
sagrado encuentro, bella epifanía,
que invita a estar, mirarte y deleitarte,
oh Dios de nuestra casa y compañía.
Icono del Señor, oh sacramento
que dice amor y hiere con herida,
oh rostro del Señor, oh paz perfecta,
en ti descubre el alma su semilla.
¡Oh Santa Trinidad que te revelas,
visible en nuestra tierra en faz divina,
la gran misericordia sea gloria,
brillando en esa luz que deifica! Amén.
Jerusalén, 1985.
Rufino María
GRÁNDEZ (letra) – Fidel AIZPURÚA (música), capuchinos, Himnario de las
Horas. Editorial Regina, Barcelona 1990. Pp. 123-126.