EL AÑO LITÚRGICO |
I. Himnos múltiples para el tiempo pascual
Y en esta lógica sublime, querida por Dios, si hay amor, hay resurrección. Si no, sería el amor estrellado, fatal frustración de todas las aspiraciones del ser. Un vibrante teólogo, gran creyente y sin duda gran amante, acaba de escribir sobre el hallazgo de la resurrección de Jesús por la vía del amor estas frases: “...El amor es así un anticipo revelador del último destino del hombre: la resurrección. Y si el amor es lo supremo de la vida, en su cima se anticipa ya la existencia resucitada. Donde Dios actúa, la última palabra no la tiene la muerte sino el amor. Eso es lo que significa la resurrección” (OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología 2001, 157). Tratemos de ver la resurrección de Jesús como el triunfo del amor del Padre. Si Jesús no hubiese resucitado, esto habría sido el aniquilamiento de Dios. Toda la divinidad del Padre y del Espíritu queda comprometida en la resurrección del Hijo. Y de esta premisa podemos pasar a la propia experiencia de mi amor, o del amor de la virgen sin mancilla, que es la Iglesia. Si Jesús no resucita para abrazarlo, mi amor es fracaso, un regreso a la nada. La muerte, mi muerte, “oscura” sí, pero redentora, será el despojo pleno, la entrega suma y la perla del amor, porque entonces hallaré el fruto del amor: Jesús resucitado. Quiera el Señor alumbrarnos, ya en la tierra, el triunfo de nuestro ser resucitado en el hecho divino de su santa resurrección.
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