TIEMPO DE NAVIDAD |
Festivos de Navidad - 3
“Años atrás me encontraba en nuestro convento de Lucerna (Suiza) y el guardián me pidió si estaba dispuesto a celebrar la Misa de Navidad para los hermanos ancianos. Acepté con gusto. La tarde del 24 de diciembre celebramos la misa a las veinte horas en el coro interior. Todo resplandecía con las luces de Navidad, pero más que nada resplandecía un precioso Niño Dios de yeso, casi a tamaño natural que estaba allí en el centro del coro. Durante la homilía hablé a los hermanos del gran don que el Padre nos había hecho enviando entre nosotros a su Hijo primogénito pero mientras hablaba me vino una intuición: ¿Por qué no hacer circular de mano en mano la estatua del Niño Jesús, invitando a cada uno de los presentes a estrecharlo durante un momento entre sus brazos? Ese niño tiene mucho que hacer con la historia de cada uno de nosotros. A decir verdad, nos ha hecho don de una llamada y nosotros le dijimos que sí y le entregamos nuestra vida. (…) Siguieron unos instantes densos de emoción. Era extraordinario ver a los hermanos ancianos coger al Niño entre los brazos y hacerlo con cuidado. Miraba a aquellas manos rudas y encallecidas, a veces deformadas por la artrosis, sin embargo, todas daban testimonio del trabajo de una vida de servicio a los demás. Manos de albañiles, carpinteros, mecánicos o bien las más delicadas del hermano portero o del que había dispensado la misericordia de Dios. Algunos de ellos habían estado durante largos años en misiones y habían construido escuelas e iglesias, habían conducido el camión, lo habían arreglado a lo largo de la carretera cuando el motor se había estropeado, habían conocido el trabajo manual, habían desgranado numerosos rosarios. Ahora aquellas manos recibían al Niño y se lo acercaban al corazón para mecerlo un poco, para estrecharlo consigo mismo. Es un momento que recuerdo con gran intensidad. ¡Fue un momento de gran intensidad! Estrechaban consigo un Niño de yeso que hacía referencia a Aquel al que habían entregado su vida con la profesión religiosa. ¿Cómo no recordar al viejo Simeón, que cogiendo al niño entre los brazos, exclamó solemnemente: “Ahora, Señor, deja que tu siervo se vaya en paz” (Lc 2, 29)?
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