TIEMPO DE NAVIDAD |
Ser hermano de Jesús, llevando la propia sangre del Espíritu, es compartir vida y talante, y arrojar el futuro en su corazón. Posiblemente nuestra teología miedosa, que por mal instinto acentúa más la poca correspondencia humana frente al infinito don divino, nos encasquilla, y nos constriñe esa libertad soberana, esa esplendorosa dignidad que hemos recibido en el bautismo. No puede ser así. El Bautismo nos ha hecho hijos en el Hijo, amados en el Amado, santos en el Santo, y la Justicia de Dios se convierte de esta forma en gracia. En el momento más iluminado de su vida Lutero lo vivió así. “El Evangelio nos revela la justicia de Dios, pero la justicia pasiva, por medio de la que Dios nos justifica mediante la fe, como está escrito: El justo vivirá por la fe. En seguida me sentí renacer, y me pareció que se me abrían las puertas del paraíso. Desde entonces la Escritura adquirió para mí un significado nuevo. Recorrí los textos como la memoria me los presentaba y descubrí otros términos que se debían explicar de un modo análogo, como la obra de Dios, es decir, la obra que Dios realiza en nosotros, el poder de Dios, por el que nos da la fuerza, la sabiduría por la que nos hace sabios, la salvación, la gloria de Dios...” (WA 54,185s). Todo arranca en el bautismo, cuando el infante recibe sin poner nada, absolutamente nada, de su parte; y también la Confesión es un sacramento bautismal. Por el amor y la misericordia de Cristo, la veste bautismal vuelve a irradiar de nuevo el esplendor de la hermosura de Cristo. ¡A Él la gloria!
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