Las seis etapas del camino

 

 

Aprendizaje del misterio

       Vamos a contemplar la Cuaresma desde la proclamación del Evangelio los domingos. Ya se sabe que para abrir con mayor abundancia la palabra de Dios a los fieles se ha compuesto un ciclo de tres años de lecturas dominica­les. No se repiten cada año, sino que hay un ciclo trienal: A, B, C. Tomemos los Evangelios del año A. Las escenas que vamos a contemplar tienen tal raigambre en la tradición cristiana como catequesis mistérica de Cuaresma, que hay facultad para repetir los Evangelios del ciclo A en los dos sucesivos.1

El panorama que tenemos a la vista es el siguiente

Domingo 1ºJesús tentado

Domingo 2ºJesús transfigurado

Domingo 3ºJesús da el agua viva: la Samaritana

Domingo 4ºJesús da la luz a un ciego de nacimiento

Domingo 5ºJesús resucita a Lázaro

Domingo 6ºJesús entra como Mesías en Jerusalén

       Los Padres de la Iglesia en sus explicaciones al pueblo cristiano hablaban de mistagogía. Esta palabra griega significa literalmente: conducción hacia el misterio. Entendemos que lo realizado en Jesús es un misterio, es decir, una realidad divina, concreta, con una fuerza permanente que se expande hasta hoy, una realidad de la que nosotros podemos participar hoy, ahora, aquí. Y por eso se nos anuncia en la liturgia. Debemos entrar en ella. La Sagrada Escritura, proclamada en la asamblea del pueblo de Dios, nos lleva hacia esas realidades. Los verdaderos pastores de la Iglesia se han preocupado de explicar la Sagrada Escritura de forma que toda la asamblea santa pudiera entrar en el interior de esas realidades salvadoras y presentes. Todo esto se llama mistagogía.

 

¿Quién es el protagonista de Cuaresma: Cristo o el hombre?

       Hay dos visuales para otear el camino cuaresmal. Distinto el paisaje si yo pongo como protagonista al pobrecito ser humano -hombre o mujer que se afanan y se debaten en la pelea humana- o si yo digo sorpresivamente que el protagonista de Cuaresma es Cristo. Dos puntos de mira que tienen derivacio­nes distintas, que estimulan una actitud psicológica diferente.

       Parece obvio que el protagonista y el interfecto de Cuaresma tenga que ser el hombre, que es el luchador en este camino de viadores. Dejemos a Cristo como protagonista de la Pascua en todo el tramo de los cincuenta días. Al fin lo que representa la Pascua es el triunfo perenne del Resucitado.

       Esta obviedad en un segundo momento no es tal. Si yo dijera que el protagonista de Cuaresma es el hombre y el protagonista de Pascua es Cristo, escindiría un misterio unitario. Estaría fotografiando el misterio con cámaras diferentes, con procedimientos de orden diverso y el cuadro resultante sería semifalso.

       Es mejor enfocar el paisaje completo con la misma cámara. Es más oportuno decir que Cuaresma-Pascua son un proceso irrompible que tienen el mismo eje, Cristo, el Señor. Al menos desde un punto de vista rigurosa­mente litúrgico las cosas son así, dado que en la liturgia no celebramos la titánica empresa de los hombres que quieren alcanzar a Dios, sino, al revés, la acción de Dios en la historia, pasada, presente y futura, que con gratitud y alabanza, con disponibilidad de colaboración, el hombre recibe como don de Dios.

       Pablo en el texto más importante sobre el bautismo de los cristianos (capítulo 6 de Romanos) explica nuestro bautismo desde esa óptica. Bautismos los ha habido en las religiones. El ser humano ansía el lavatorio de su alma, quisiera buscar el detergente que expulsara todas las manchas de su corazón. El hombre pecador, ávido de Dios, va al agua; se desnuda y se sumerge. Quiere mostrar al Creador que lo pasado queda allí atrás para siempre y que desde hoy empieza lo nuevo. No es ése el bautismo cristiano, siendo tan laudable y sublime ese gesto absoluto del hombre pecador que anhela a Dios. Para Pablo el bautismo es un acontecimiento por el cual el cristiano es incorporado a la muerte del Hijo, a la sepultura, a ese brotar nuevo en la Resurrección. Y entonces el cristiano realmente muere, realmente es sepultado, realmente es resucitado.

       ¡Alucinante...! ¿O revelador...? Esto es mística. Sí, esto es misterio, esto es sacramento. En efecto, así lo es. Y de la sacramentalidad del bautismo se derivada la moralidad de la vida cristiana.

       Podemos releer atenta y escrupulosamente ese citado capítulo 6 de Romanos y calibraremos personalmente la verdad de lo que vamos diciendo. ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (vv. 3-4).

       No cabe duda de que el protagonista, el verdadero agente del bautismo, es Cristo. El hombre es el recipiente, para lo cual ha tenido que abrir el oído, doblegar el corazón, escuchar en espíritu de docilidad y obediencia y acudir a las aguas..., pero ha sido Cristo, el Señor, el que está realizando su obra esplendorosa. Ha sido Cristo en esa triple modalidad de su misterio pascual: muerte, sepultura, resurrección. La muerte y sepultura son aconteci­mientos que pertenecieron un día a nuestra historia, a nuestra intrahistoria, que ya pasaron, pero que están en el bautismo, porque somos incorporados a ellos.

       Un discurso análogo vale para explicar la óptica de Cuaresma. Si le ponemos a Cristo en el centro y en torno a él tratamos de explicar el acontecer anual de Cuaresma, entenderemos mejor lo que pasa dentro. y sobre todo apuntaremos con mayor exactitud a lo que es la verdad genuina de las cosas.

       Por aquí va la explicación mistagógica de la Cuaresma, explicación por la que queremos avanzar al paso de los domingos. Al abrir el Misal, vemos que no andamos descaminados. En el domingo primero oramos así en la oración colecta: Al celebrar un año más la santa Cuaresma concédenos, Dios todopode­roso, avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo según su plen

itud.

       Entender y vivir, ése es el objetivo. Penetrar el misterio con sabiduría interior, fundir la vida en él y proyectarlo.

 

Jesús tentado: vencedor del demonio y del pecado

       El paisaje del primer domingo de Cuaresma está patente. Es el desierto, donde Jesús entra en combate. Bajando de Jerusalén a Jericó, en aquellos parajes áridos, refugios de anacoretas y monjes, tenemos un escenario adecuado para representarnos a Jesús en la lucha, presagio del final quebrado en Getsemaní y la Cruz. Jesús está en el núcleo de la lucha existencial de la criatura. Este es el tema.

       Los tres años se tornará sobre la misma escena: el desierto y las tentaciones según Mateo (año A), Marcos (año B) y Lucas (año C). Cualquier predicador, al evocar las tentaciones de Jesús, se siente impulsado a moralizar y a tomar el cuadro del combate como paradigma del combate cristiano. ¿Cuá­les son las tentaciones raíces de vida, por las que de una manera u otra pasamos los pobres mortales? A lo mejor las vemos ya verificadas y resueltas en Jesús, nuestro guardián y jefe. Podemos acudir a un célebre pasaje de Hebreos, cuando después de haber recorrido la caravana de testigos del Antiguo Testamento, cincelados por el dolor, nos presenta la figura de Jesús: Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe... (Hb 12,11-12).

       El valor ejemplar de las tentaciones de Jesús es determinante. Nos lo recuerda el prefacio del día: ...y al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado. De alguna manera late en los Evange­lios, quizás más acentuado en la presentación de Lucas. Con todo, el meditador, al tratar de desmenuzar un poco el texto evangélico, queda intrigado. ¡Hay tal desnivel entre el caso individual, personal, de Jesús y el mío...! Nuestras tentaciones son primarias, diríase que hoscas y brutas: tentación de lujuria, es decir apetito sexual incontrolado; tentación de vanidad, así de real y tonta; tentación de envidia, aunque bien pensado sea algo vergonzante; tentación de odio, horrible sentimiento del corazón humano. Así son nuestras tentaciones. Las de Jesús no las podemos homologar con ese mísero rasero. ¿Entonces?

       Entonces pasamos al profundo misterio de su persona, donde nos perde­mos. Las Tentaciones y el Bautismo son dos acontecimientos paralelos para el asombro creyente. Las dos escenas tocan un misterio de despojo y solidari­dad que, como misterio, no acabamos de explicar. Jesús es el ser humano entero, en el abismo del corazón y en la grandeza. El Tentador, es decir, el enemigo primordial de Adán, del Hombre, se acerca a Jesús. Jesús es el protegido de Dios, el Mesías, el Hijo de Dios. El intento demoníaco es dar un viraje de existencia, trazar un "planning" para Jesús de acuerdo a lo que funciona y rinde en la vida. Doblegarse a la querencia del demonio es para Jesús su autodestrucción. Ceder es romper su propia identidad. El demonio, ángel de luz, puede utilizar la misma Escritura; pretende agazaparse en el signo de Dios, y escurridizamente trata de entrar por ese portillo de donde nos viene la luz del cielo, la Palabra. Jesús, el Fuerte, derrota al adversario que parecía el bien armado.

       Misterio tenebroso ése del mal, del inicio de la Biblia y del inicio del Evangelio, que nos sobrepasa y abruma. ¿Qué podemos hablar nosotros del mal, que la Escritura lo contempla como mal personal, qué podemos hablar nosotros de ese misterio tan sobrehumano? Y por otra parte esa realidad de espanto nos cerca en el corazón. El mal, con su crudeza demoníaca, está dentro de nosotros mismos.

       Mas he aquí el mensaje: Cristo es el Vencedor. Cristo, el compañero de ruta, el Siervo de Yahweh, es el invicto. Derroca al demonio, extirpa la maldad. Aguardemos, no obstante, a que la bandera de la victoria quede izada en la mañana de la Resurrección.

 

Jesús transfigurado

       El segundo domingo, con una escena tan diferente, es el contrapunto del primero, y los dos juntos son una catequesis soberana del misterio pascual. Domingo segundo de Cuaresma, que es el domingo de la Transfiguración del Señor, un año con Mateo, otro con Marcos y el tercero con Lucas. De nuevo aquí nos importa más la totalidad del mensaje que los matices y perfiles de cada evangelista redactor.

       Jesús sube a la montaña. Esto sucedió cuando el ministerio público iba ya avanzado. En los primeros tiempos Jesús vio cómo en torno a él se desató cierta oleada apoteósica. Había surgido un carismático insólito, de altas exigencias, pero de una fascinación más poderosa. El pueblo, por misterioso instinto, se vio arrastrado. Además su paso por Galilea había estado colmado de favores, porque éste era el que curaba a los enfermos y, sobre todo, el que anunciaba la buena noticia a los pobres.

       El anuncio liberador resultó ser un pedrusco escandaloso para la teología de los bien pensados, que era la teología oficialmente ortodoxa. Y poco a poco esta misericordia acogedora se hizo insoportable, porque aceptarla era volver a nacer. El enfrentamiento llegó a discusiones virulentas, que en el terreno dialéctico eran puntos de vista irreconciliables. Es fácil que el ardor popular hubiera amainado; lo que sí es seguro es que la opinión había crecido como un muro divisorio. La causa del Reino entra en crisis, y acaso Jesús mismo padece solidariamente esa crisis, que es la criba de la existencia. El pudo preguntarse: ¿Adónde conduce todo esto...?

       Subió, pues, a la montaña. No subió para abandonarse a una escena edificante que diera sangre nueva a los discípulos. Subió para hundirse en Dios y recobrar nueva fuerza. Y en esto... se transfiguró, mejor, fue transfigurado por el Padre. Se desbordó sobre su piel -misteriosa epifanía- lo que llevaba dentro del corazón: la luz. Apareció la luz y el misterio recóndito que albergaba. Jesús era el transido por el Espíritu y el amado del Padre. Apareció la historia de salvación que llevaba palpitante en su pecho: Moisés y Elías, o Elías y Moisés como prefiere escribir San Marcos, sin duda por alguna intención precisa. San Lucas nos ayuda cuando nos dice que conversa­ban sobre el éxodo que iba a cumplirse en Jerusalén, es decir, sobre su salida de este mundo y tránsito al Padre por la vía de la Cruz y de la Resurrección.

       Ese Jesús acosado por el demonio y ese Jesús transido de amor y gloria en el monte santo son el mismo, el único. ¿A quién deberemos contemplar? A los dos, porque la Pascua es esto. Es la fusión dinámica e inquietante entre la Cruz y la Gloria, el dolor y la paz.

       El cristiano que levanta sus ojos a Cristo halla, por de pronto, el hontanar de la fuerza. De allí le viene luz y vigor. Y simultáneamente comprende que Cristo es la cifra que explica el misterio de nuestra vida. Es que somos misterio. Sí, pero misterio pascual: fragilidad y anhelo, peso de pecado y vuelo de gloria, miseria y hermosura... La contradicción nos acompaña, pero la respuesta está más allá de nosotros mismos. Jesús nos la muestra. Vivir es vivir en tensión de Pascua, en la tentación y en la paz del monte, en el gozo de la luz.

       Lo que acontece en Jesús nos está diciendo lo que acontece en nosotros y lo que somos nosotros.

 

Jesús da el agua viva, da la luz al ciego, resucita a Lázaro

       El triple título corresponde a los tres domingos consecutivos, III, IV y V de Cuaresma. Perícopas evangélicas destinadas al ciclo A, de las cuales se advierte en el Leccionario dominical: Estos Evangelios, por ser de tan gran importancia en relación con la iniciación cristiana, pueden leerse también en los años B y C, sobre todo cuando hay catecúmenos. Los tres Evangelios aludidos proceden de San Juan, de la tradición juanea, profundamente mística, simbólica y sacramental.

       Jesús está en el centro y es la clave de lectura recibir el mensaje. Una mujer de Samaría, que en la vida ha caminado a la deriva, se acerca a Jesús con labios abrasados de sed. Y empieza, como un sacro rito que hoy celebra­mos, la amable liturgia del encuentro. Es Jesús, el Señor, quien se pone a los pies para pedir porque él también, y sobre todo él, es el que tiene sed. "Dame de beber", dice, pide. Y la mujer, haciéndose valentona, contesta con un cierto mohín: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samarita­na?".

       La criatura se pavonea estúpida, inconsciente, pero el Señor accede y responde: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber..."

Qué o quién es el don de Dios, se han preguntado los exegetas. Y la respuesta está en la misma frase -así Bultmann- en ese "y" de la frase, un "y" que técnicamente se llama explicativo, epexegético..., esto es, aclarativo, ecuacional de lo que se acaba de decir. El don de Dios no es otro que "el que te pide de beber". Jesús es el don de Dios.

       ¡El don de Dios! Jesús lo es. El es la puerta, él es el camino, él es la vida, él es todo. El es el don de los dones de Dios, porque en él reside la plenitud de la divinidad. El es el que puede dar el agua viva, el agua manante que sentiremos borbotear dentro de nosotros, la que mata la sed, la que bulle, la que salta hasta la vida eterna. ¿Será el Espíritu Santo? ¿Será la gracia? Somos libres de pensarlo. Lo que sabemos es que quien tiene a Jesús tiene el agua viva.

       Pero sigamos leyendo. ¿Qué pasó? Que la mujer de Samaría bebió de esa agua viva, y al gustarla supo que su vida vieja había terminado y que la nueva acababa de comenzar. Se le dio el espíritu de adoración en espíritu y en verdad; se le dio una fe tan potente que pudo contagiarla a sus compaisanos de aquella región "non grata". El agua viva hacía que el páramo comenzara a ser un vergel. Y todo sucedió porque alguien, junto al manantial de Jacob, daba la verdadera agua viva brotada de la roca.

       Los catecúmenos que, bajo la canícula, hacen su travesía para llegar a la fuente bautismal pueden verse perfectamente retratados en el corazón de la mujer del mediodía. Pero, sobre todo, lo que van a reconocer es que, al llegar a Jesús y beber de él el agua viva, al recibirle a él como don de Dios, van a experimentar el milagro: pasó lo viejo y todo es nuevo. Y el causante de todo ello, el protagonista de la vida nueva que irrumpe es Jesús, sencillamente él. La Cuaresma nos quiere llevar a este encuentro con Jesús, don del Padre y manantial de agua viva, primer encuentro para quienes vienen de fuera y bautizados disfrutan de la novedad de la vida cristiana, reencuentro para nosotros cristianos acostumbrados que quizás constatemos que nuestro bautismo ha palidecido.

* * *

       El significado bautismal está más explícito en el episodio del ciego de nacimiento, que se lava en la piscina de Siloé, un relato perfilado con dramática secuencia.

       Los lectores de la Biblia de Jerusalén -la más usada en las aulas teológicas y en muchos grupos cristianos- una pequeña nota correspondiente a Jn 9, que empieza diciendo: "El milagro del ciego de nacimiento es probablemente para el evangelista un símbolo del bautismo, nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu". El escudriñador de las Sagrada escrituras puede hacer un arqueo entre la conversación de Jesús con Nicodemo (capítulo 3 del mismo Evangelio de San Juan) con este episodio del ciego que se lava en la piscina de Siloé.

       Lo que sí es cierto es que la liturgia nos invita a hacer esa reflexión a recibir nuestra catequesis bautismal contemplando al ciego que ve después de haberse lavado en la piscina. El prefacio del este cuarto domingo nos orienta en este dirección. Alabamos al Padre mirando la obra cumplida en Cristo: Que se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el bautismo, transformándolos en hijos adoptivos.

       Penetremos en la escena. El ciego es un desvalido total; era ciego, ciego de raíz, desde el nacimiento, y "era mendigo" (v. 8). La miseria es su presente y su futuro. ¿Quién iba a pensar que un día el nacido ciego iba a tener unos ojos bañados en la luz, uno ojos vivos, capaces de vivir con el mundo? Ilusión que por fuerza se había de descartar. Jamás se oyó decir que alguien le abriera los ojos a un ciego de nacimiento (v. 32).

       Ni es él, en este caso, el que pide la curación ni sus padres ni sus amigos. La iniciativa arranca de Jesús, que vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento (v.1). Jesús entra en acción y se pone en contacto con la tierra. Hace barro mezclando polvo y saliva. No es difícil evocar la plasmación del primer hombre. El barro toca los ojos y le manda al "bautismo" de la piscina. Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). El fue, se lavó y volvió con vista (v.7).

       Sucede que Siloé en hebreo significa enviado -alusión al cauce de agua enviado desde la fuente de Guijón que abastecía la piscina-, pero esta digresión etimológica no le interesa al evangelista. Lo que le importa es que caigamos en la cuenta de que el Enviado es Cristo. El ciego, mísero y sin futuro, se lava en Cristo, y al ser bautizado en Cristo es iluminado. ¡Cuántas contradicciones hubo de sufrir en esa dura de los puros y videntes (v. 41), refracta­rios a admitir a Jesús, el Enviado! El pasó por todo y pudo confesar con firmeza: Creo, Señor. Y se postró ante él (v. 38).

       El cristiano metido en el camino cuaresmal halla aquí la estampa fortificante de su bautismo. Esto es ser cristiano: aceptar a Jesús, el Señor; bautizarse en él; confesarlo con palabras y vida.

* * *

       Avanzando en dirección a Pascua llegamos al quinto domingo: la resurrección de Lázaro, otra escena que debemos interpretarla en clave sacramental. Nos los dicen igualmente los libros litúrgicos, porque el prefacio nos adentra en la contemplación de lo que ocurre, dirigiendo nuestro ojos a Cristo: El cual, hombre mortal como nosotros que lloró a su amigo Lázaro, y Dios y Señor de la vida que lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una vida nueva.

       La proclamación central de Jesús es ésta: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre (vv. 25-26).

       La resurrección de Lázaro es un preanuncio de la propia resurrección de Jesús, pero en el mismo trance es una profecía de la nuestra. Y es lo que explícitamente se proclama en las frases que acabamos de copiar. No es definitiva la muerte física, que derriba nuestro cuerpo: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Lo mismo dicho de otro modo, en forma de paralelismo literario, es la terminación de la frase: el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre. A la hora de rendir nuestro cuerpo a la tierra podemos pensar que entramos en un sueño del que nos ha de despertar Cristo, que es la resurrección y la vida.

       Más bien que en un aspecto específico de la vida cristiana -el bautismo, del que hablábamos poco ha- se nos está invitando a considerar que Cristo es el sacramento del Padre para la humanidad entera, para todo hijo de Adán que está abocado a la muerte. Y este fuerza de Dios se ha ejercitado en Pascua. Entendemos las Pascua como la irrupción poderosa de la vida de Dios en la tierra, y entendamos la próxima Pascua, hacia al que caminamos en Cuaresma, también así: la vida de Dios nos da la vida verdadera.

 

Jesús entra como Mesías en la ciudad santa

       Mucho hemos caminado si el paso a paso de Cuaresma ha sido tan denso como el mensaje. Estamos en la sexta y última semana de Cuaresma, semana tan singular que los cristianos la llamamos la Semana Santa.

       "Queridos hermanos: Ya desde el principio de Cuaresma nos venimos pre­parando con obras de penitencia y caridad. Hoy, cercana ya la Noche santa de Pascua, nos disponemos a inaugurar, en comunión con toda la Iglesia, la celebración anual de los misterios de la pasión y resurrección de Jesucristo, misterios que empezaron con la solemne entrada del Señor en Jerusalén". Este párrafo es de la monición que presenta el misal para empezar el sagrado rito de este día.

       Se aprecia, pues, que la liturgia del Domingo de Ramos es múltiple y especialmente honda. Enlaza con la entrada del Señor en la ciudad santa, pero luego penetra en el misterio de la Pasión dolorosa. Porque en este día se leen dos Evangelios: el Evangelio de la entrada, para iniciar la procesión, y el relato completo de la pasión (según San Mateo, San Marcos, o San Lucas, de acuerdo a los tres ciclos) en la celebración eucarística. Nos vamos a detener en la parte primera.

       Podemos evocar cómo se celebra hoy el Domingo de Ramos en Jerusalén. Es ésta, la procesión de Ramos, el acto más popular de los oficios de la Semana Santa. Se celebra el domingo por la tarde. A las 2.30 se congrega en Betfagé la amplia comunidad cristiano-católica, venida de múltiples lugares de Tierra Santa: cristianos nativos en su mayoría de facciones árabes; clérigos del patriarcado; religiosas y religiosos extranjeros que gastan su vida al servicio de la Tierra de Jesús, variopintos peregrinos que devotamente toman la palma. En la huerta de los Franciscanos hay gran cantidad de ellas prepara­das para el homenaje a Jesús.

       Mirando de Jerusalén en dirección al monte de los Olivos, Betfagé está en la trasera del monte. Sale, pues, el cortejo; desciende levemente y luego va remontando el espaldar de los Olivos. Desde la humilde cima se otea el panorama de la ciudad, apretada y aparentemente tranquila. Por aquellos parajes anduvo el Señor; su rostro se bronceó con aquel sol, por allí lloró -Dominus flevit- viendo trágicamente que su pueblo, su entrañable pueblo, no comprendía aquella hora de salvación. Desciende la larga doble fila para rozar el Huerto de los Olivos, para cruzar el torrente Cedrón, seco, para ascender ligeramente hasta entrar en Jerusalén, cruzando la muralla. La amplia explanada de la iglesia de Santa Ana, custodiada por los Padres Blancos, recibe a toda la comitiva. El homenaje al Señor con ramos de olivos, con cánticos en los labios, con muchos pensamientos y amores en los corazo­nes ha durado un rato largo de la tarde. No fue ésta precisamente la hora del acontecimiento, mas la vivencia cristiana sentida y consciente sí que evoca aquel recibimiento que se le hizo a Jesús en Jerusalén.

       Algunos se sintieron molestos -dice San Lucas-, los de siempre. Y con un celo aparentemente ortodoxo quisieron sujetar aquella algarabía. "Maestro, reprende a tus discípulos" (Lc 19,39). Y Jesús se yergue como profeta entero y fulmina: "Os digo que si éstos callan gritarán las piedras" (v. 40).

       Jesús ha aceptado ese homenaje; tenía que aceptarlo, el Padre lo había querido así. ¡Cómo no iba a aceptarlo si él mismo lo había provocado! ¡Si fue él quien proféticamente designó la humilde cabalgadura! Y caballero en el más paciente de los animales entró como Rey Mesías en la ciudad santa de Jerusalén.

       Puede ser que caiga este folleto en manos de algún forofo del Gregoriano, noble canto creado en viejos tiempos. Y entonces resonará en sus oídos los ecos dulces y penetrantes que nos llegan desde nuestra juventud: Gloria, laus et honor tibi sit, Rex Christe, Redemptor... Así caminaba antes la asamblea en una liturgia parsimoniosa y lírica... liturgia de monjes poetas y amantes, que remueve unos residuos que todos llevamos dentro. Decía el canto "Gloria, alabanza y honor a ti Cristo, Redentor...", bien seguro que mil veces mejor dicho que esta disecada fotocopia.

       El Señor visita a su pueblo y el pueblo le recibe con alabanza y amor e infinita adoración... Piensa este "escribiente" ante la pantalla del ordenador que el fruto de la alabanza, que es la sazón de la cálida acogida, ha de ser el fruto sabroso del Domingo de Ramos. El Señor nos lo conceda. Si los discípu­los callaran hoy tendría que hablar las piedras. Pero, no, hermanos, sigan mudas las piedras y hablen nuestros corazones alabando al Señor. Porque, como lo vamos diciendo y repitiendo al filo de todos estos pensa­mientos, el verdadero protagonista de lo que pasa en Cuaresma es el Señor. A él la gloria.