VÍA CRUCIS DE JERUSALÉN
(Contemplación, alabanza y adoración)

P. Rufino María Grández, ofmcap.

 
 

III

La cruz pesa lo mismo que el pecado

JESÚS CAE A TIERRA BAJO LA CRUZ


Jesús es el Hijo de Dios. Humilde y firmemente así lo confesamos. Dios, pues, cae a la tierra, y cae bajo el peso de mi pecado, que es el mismo peso de la cruz. Cantamos ante este misterio: La cruz pesa lo mismo que el pecado.

La unión de lo divino y de la tierra (oppositorum concordia) es lo que quisiéramos balbucir, de algún modo, al verle a Jesús, bajo el peso de la cruz, tocando con su rostro la tierra del camino.

Evocamos el misterio de la encarnación. Él había nacido en un portal, en una cueva; sabe de humildad y de tierra (humildad viene del “humus” de la tierra). Y evocamos aquella escena en que Jesús se pone a los pies de Pedro. Pero no lo puede comprender, mas Jesús le responde que, si no acepta el verle a sus pies, no puede tener parte en el misterio divino.

Nos asomamos, en fin, al misterio de la debilidad, de la fragilidad humana, que se llama polvo y barro, según el Génesis. Mas ¿no es el Hijo también polvo y barro, él, “el Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos…, resplandor de su gloria e impronta de su sustancia?” (Hb 1,2-3).

Juntando todo, no nos detenemos, como última palabra, en Dios caído por tierra, sino en la hermosura de Cristo, hermosura que no acaba, y a él le pedimos que transforme nuestro pecado en paz y gloria


La cruz pesa lo mismo que el pecado
y Dios cae de amor bajo su peso;
la cruz era mi historia, yo declaro,
y Dios cae vencido por mi cuerpo.

Jesús cae a la tierra - ¡te adoramos! -,
su santo rostro toca nuestro suelo;
los labios que besaron nuestros pies
al polvo que pisamos dan un beso.

Mas tanto de humildad y tierra sabe
quien tuvo en un portal su nacimiento,
que ahora Dios caído, Dios por tierra,
está donde eligió tener su puesto.

¡Oh Cristo, Creador de cielo y tierra!,
no olvides los prodigios de tus dedos;
si es polvo el corazón y el hombre barro,
de barro son también tus ojos bellos.

¡Oh Cristo, oh hermosura que no acaba!,
que donde tocas creas lo perfecto:
tocaste nuestra tierra y nuestro polvo:
convierta en paz y gloria nuestros yerros.

¡Bendito tú, Jesús, mi Dios caído,
el Dios de mi verdad y mis consuelos,
bendito tú, belleza que nos sacia,
bendito tú, perenne, vivo, eterno! Amén.