I
A muerte condenado el Inocente
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
Hay en el Nuevo Testamento una expresión que no aparece anteriormente:
“gustar la muerte”. Jesús ha bebido, ha tragado esa copa de amargura (Mt
20,22): la muerte. Nuestra fe confiesa: “por la gracia de Dios gustó la
muerte para bien de todos” (Hb 2,9).
Este himno inicial de un Vía Crucis (pensado en himno de la Liturgia de
las Horas) tiene a la muerte como leit-motiv en todas les estrofas,
excepto la doxología que es la antítesis: vida luminosa. La muerte, y
junto a la muerte la tristeza, que es la tristeza de la muerte: Jesús
miraba triste (tres veces repetido).
Si
Jesús había orado “con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de
la muerte” (Hb 5,7), que nos sea permitido contemplar estas lágrimas en el
momento en que Jesús recibe la sentencia: las lágrimas bajaban a la
tierra. Jesús recibe la sentencia, porque en pura humanidad era su pena.
Allí estábamos nosotros todos, en aquella Pasión: “uno murió por todos”
(2Co 5,14); y yo en concreto: “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga
2,20). Jesús muraba triste, m miraba, y amándome, bajaba la cabeza.
A muerte condenado el Inocente,
con blanca mano escrita la sentencia;
Jesús miraba triste y dolorido,
las lágrimas bajaban a la tierra.
Levanta el rostro, tú, fuerte Nazareno,
y haz burla a la muerte, tú, Profeta,
que más que todos puedes tú, Mesías,
y nadie ha de manchar tu frente esbelta.
Mas él miraba triste y humillado,
en pura humanidad era su pena,
sin nada de consuelo en su semblante,
porque era a muerte, a muerte, su sentencia.
A muerte sin remedio, ahora mismo,
clavado por la Ley y la Promesa;
Jesús miraba triste y aceptaba
y a muerte se entregaba en obediencia.
A muerte en cruz, a aquel suplicio horrible,
la muerte de las muertes, la más negra;
Jesús miraba triste, me miraba,
y, amándome, bajaba la cabeza.
¡Oh Cristo, que eres vida luminosa,
y eterno gozo y nunca más tristeza,
las gracias todas, todas para siempre,
a ti, oh amor en carne verdadera! Amén.
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