VÍA CRUCIS DE JERUSALÉN
(Contemplación, alabanza y adoración)

P. Rufino María Grández, ofmcap.

 
 

XIII

José de Arimatea y Nicodemo

JESÚS ES PUESTO EN BRAZOS DE SU MADRE

 
Los cuatro evangelistas nos hablan de la intervención que tuvo ante Pilato José de Arimatea, miembro del Sanedrín, para obtener el cuerpo de Jesús, muerto, y proceder a su sepultura. San Juan señala además la presencia de Nicodemo. La escena de Jesús yacente puesto en brazos de María, la cual estuvo presente en su muerte, pertenece no a la descripción sino a la tradición cristiana, a la intuición de la fe.

Sin degenerar en el sentimentalismo contemplamos este misterio tantas veces contemplado, pintado, esculpido por la piedad cristiana.

María, en medio de la Iglesia, es un silencio materno. Que quede en el silencio de los siglos aquello que en María está pasando. Es así su vocación de Madre, su vocación de Mujer.

María, al creyente, en el Calvario consuma los dolores del parto. “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (Lumen gentium, 61).

Unimos, pues, en este himno el misterio del dolor de María con el misterio de su maternidad, y al final pedimos a la Madre atribulada: acógenos, indícanos la senda, y llévanos a Cristo de tu mano.

 
José de Arimatea y Nicodemo
tomaron aquel cuerpo sacrosanto;
con fe y amor, con íntima ternura,
María lo recoge en su regazo.
 
Que quede en el silencio de los siglos
aquello que en María está pasando;
destino de mujer ha sido el suyo:
amar hasta morir y no contarlo.
 
La grávida creyente nazarena
padece los dolores de este parto:
¡oh Madre de Jesús y de la Iglesia,
a costa de la cruz que fabricamos!
 
Adora aquella carne, que es 1a suya,
el cuerpo santo, el Hijo entre sus brazos;
1o besa, de dolor estremecida,
1o riega dulcemente con su llanto.
 
¡Oh Madre de la fe, Virgen María,
océano de amor atribulado,
acógenos, indícanos la senda,
y llévanos a Cristo de tu mano!
 
¡Jesús, vencido y vivo eternamente,
invicto ya, gloriosamente alzado,
tu diestra salvadora bendecimos,
revélate en la Iglesia y haznos salvos! Amén.