Meditaciones para todos los domingos de año

 San Juan Bautista de la Salle

 

1. PARA EL DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO

 

Sobre el juicio universal.  

Los hombres - dice Jesucristo en el evangelio de este día refiriéndose al juicio universal - verán al Hijo del Hombre aparecer sobre las nubes, con grande poder y majestad (1).

El aparato majestuoso con que se mostrará Jesucristo, y el extraordinario poder de que hará ostentación cuando vuelva para juzgar a los hombres, deben inspirarnos temor a su venida, así nos lo advierte san Jerónimo, comentando estas palabras del profeta Malaquías: ¿Quién podrá pensar en el día de su venida? (2).

Y si nadie se atreve a pensar en el día del último juicio, a causa de la majestad y poderío del que ha de ser allí juez, ¿quién aguantará entonces su rigor? Será tanto más difícil, continua san Jerónimo, cuanto hará de testigo el mismo que ha de juzgar. Esta circunstancia debe movernos a temer aún más este juicio. La severidad del juez, que dará a cada uno según sus obras dice en otra parte el mismo Santo, hará que no se atrevan a mirarle al rostro los que allí se hallaren presentes

Asegura san Efrén que se verificará entonces el examen minucioso y terrible de nuestras acciones y aun de nuestros pensamientos; pues cuando comparezca cada uno de nosotros ante el tribunal del Juez, éste hará patente ante el mundo entero las obras, palabras y cuanto pensaron los hombres, hasta aquello que estuvo acá más escondido, por haberse realizado en las tinieblas

A fin de no vernos constreñidos, por Consiguiente dice san Agustín, a soportar sentencia dura y terrible cuando comparezcamos ante el tribunal del Juez inexorable, que habrá de dictarnos sentencia para toda la eternidad; dediquémonos sin tregua a desligarnos de nuestras faltas, ya que no podemos saber el día ni la hora en que moriremos (4). Y quien desconoce la duración de su vida no debe descuidarse en, emplear los medios necesarios para asegurar su salvación.

El juicio final es de temer no sólo para los malos, a causa de su vida desordenada; será motivo de terror también para los buenos, según dice san Agustín. Porque habrá muy pocos, asegura san Jerónimo o, mejor dicho, no habrá ninguno que no merezca ser reprendido por el Juez con severidad e indignación, en esta general asamblea.

Por lo cual, continua este Santo, no hay alma alguna a la que el juicio de Dios deje de inspirar temor, supuesto que ni aún las estrellas mismas, esto es, los Santos, se hallarán puras en su presencia (5). Será muy difícil, agrega el santo Doctor, encontrar alguno tan limpio e irreprensible, que pueda comparecer ante el Juez con ademán seguro, y se atreva a decir: ¿Quién me convencerá de pecado: (6). Por eso afirma san Efrén que el espanto se apoderará de todas las criaturas y que los ejércitos de los santos ángeles sentirán pavor en el día grande de las divinas venganzas.

La razón principal del miedo que causa a los justos la expectación del juicio final es que, no sólo se dará cuenta en él de las palabras ociosas, como enseña Jesucristo en su Evangelio; sino también de lo bueno que se haya practicado, según aquello que dice Dios por el Real Profeta: Juzgaré las justicias (7); o sea, todo el bien que los hombres hubieren hecho durante su vida, para examinar si verdaderamente fue bueno, y si no hubo en él cosa que lo viciara. ¿Quién, pues, dejará de temer los juicios de Dios?

¿Cómo no recelar nosotros del juicio divino cuando los mayores Santos nunca dejaron de temerlo, no obstante su eminente santidad?

Job, cuya defensa tomó el Señor a su cargo contra los que le recriminaban falsamente, dice a Dios: Temblaba en cada obra que hacía, sabiendo que

Tu no dejas sin castigo al delincuente (8) - Y, en otro lugar ¿Qué haré cuando Dios se levante para juzgarme? Y cuando me pida cuentas de mi vida, ¿qué responderé? (9). Aun después de alegar por extenso que su modo de proceder ha sido ordenado y libre de culpa prosigue diciendo que no cesa de temer los juicios de Dios, y que ese temor ha resultado siempre para él como peso que le abruma (10).

San Hilarión, encorvado por el peso de la edad y de las austeridades, se sobrecogió de temor a la hora de la muerte.

San Jerónimo, que había encanecido en la soledad y en la práctica de todo género de austeridades, dice que se condenó a vivir encerrado en una especie de cárcel por miedo al juicio final. Y en otro lugar asegura que, estando como estaba, todo sucio de pecados, noche y día se ocultaba, por temor a que le gritasen: " ¡Jerónimo, sal fuera! ", y le obligaran a pagar hasta el último maravedí (11).

San Efrén, solitario desde su infancia, tan puro y penitente, y tan lleno del espíritu de Dios, dice de sí que se le estremecía de continuo el corazón, y todo su cuerpo trepidaba al recordar que deben ser revelados todos nuestros pensamientos, palabras y obras en el día del juicio; y que, reconociéndose siempre culpable, temía de continuo ser juzgado con rigor, sabiendo que no podría alegar razón alguna para excusar su negligencia ".

Si tan ilustres santos experimentaron tal pavor cuando pensaban en el día terrible del juicio, ¿qué sentimientos de temor no debemos abrigar nosotros, tan poco fervientes en el divino servicio y tan descuidados en el desempeño de nuestras obligaciones?

ADVERTENCIA

Instituido el Adviento por la Iglesia para disponer a los fieles a celebrar dignamente la venida de Jesucristo al mundo y atraerle a sus corazones, de modo que ya no vivan sino por su espíritu: parece muy conveniente que hoy y los domingos que siguen nos apliquemos en la oración a preparar nuestros corazones para recibir en ellos al Señor: y eso con tanto más motivo cuanto los evangelios que se leen estos tres días, nos dan ocasión para ello para ello nos invitan

 

2. PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO

 

Que debéis disponer vuestros corazones y los de aquellos a quienes tenéis cargo de educar, para recibir a Jesucristo y sus santas máximas 

El evangelio de este día nos refiere que, desde la prisión donde permanecía encarcelado por mandato de Herodes, envió san Juan Bautista dos de sus discípulos para preguntar a Jesucristo si era Él el Mesías (1).

Esto dio pie a Jesucristo para hacer el elogio de san Juan delante del pueblo, y para concluirlo afirmando que el Bautista era aquel de quien estaba escrito: Yo envío mi ángel delante de ti, el cual te preparará el camino o por donde debes andar (2).

Vosotros sois también, como san Juan, ángeles enviados de Dios para prepararle el camino y los medios de venir, y de entrar, tanto en vuestros corazones como en los de vuestros discípulos. Para lograrlo necesitáis dos cosas:

Primera, asemejaros a los ángeles en pureza interior y exterior: como los ángeles, tenéis que vivir enteramente desprendidos del cuerpo y de los placeres sensibles; de modo que, al parecer, no haya en vosotros más que alma, y sea sólo ella el fin de vuestra solicitud y el blanco de vuestras ocupaciones; puesto que habéis sido destinados por Dios a trabajar exclusivamente, como los santos ángeles, en lo que atañe a su servicio y al cuidado de las almas.

Es necesario [en segundo lugar*] con arreglo a lo dicho por san Pablo, que se destruya en vosotros el hombre exterior, para que el hombre interior se renueve de día en día (3) y, así, os asemejéis a los ángeles; de tal modo que, a su ejemplo y según expresión del mismo Apóstol no consideréis las cosas visibles, sino las invisibles; porque, añade, las visibles son temporales y pasan velozmente; mientras que las invisibles, por ser eternas, constituirán para siempre el objeto de nuestro amor (4). 

Jesucristo encomia de modo extraordinario a san Juan en el evangelio de este día; dice de él que moraba en el desierto, que no era caña que el viento agita; o sea, que había sido perseverante en la práctica de la penitencia desde que empezó a ejercitarse en ella. Que no vestía blandamente, pues como se dice en san Mateo, llevaba un hábito de pelo de camello y un cinturón de cuero a la cintura (5). Añade incluso Jesucristo que san Juan no comía pan ni bebía vino (6) y, en efecto, se afirma también en san Mateo que no vivía sino de langostas y miel silvestre (7). A todo lo cual agrega Jesucristo que no ha habido profeta mayor que san Juan Bautista (8).

¿Con qué fin creéis que prodigó Jesucristo todas estas alabanzas a san Juan? Fue para mover al pueblo a seguir la doctrina que predicaba, y para corroborar lo que luego dirá de él: que san Juan había sido enviado por Dios con el fin de preparar los corazones a recibir a Jesucristo y a sacar provecho de las instrucciones que Jesucristo les daría.

Puesto que el Bautista, precursor de Jesucristo, para disponerse a desempeñar dignamente su ministerio, comenzó por el retiro, la oración y la penitencia a practicar lo que pretendía enseñar a los otros, y a disponer su propio corazón para recibir la plenitud del espíritu de Dios; así, encargados vosotros de preparar los corazones de los demás para la venida de Jesucristo, debéis empezar por disponer los vuestros a inflamarse en el celo de las almas; de ese modo, vuestras enseñanzas resultarán eficaces en aquellos a quienes instruís.

Después de haberse preparado interiormente a sí mismo para predicar al pueblo judaico, con el fin de disponerlo a recibir a Jesucristo; san Juan propone a sus oyentes seis medios que allanan el camino al Señor y le facilitan la entrada en los corazones:

Lo primero que de ellos exige es que tengan horror al pecado; así se lo significó al llamarlos raza de víboras (9).

Lo segundo, al decirles: Huid la ira venidera (10), todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego (11); les propone el temor del juicio final y les declara que, en él, sus culpas serán minuciosamente examinadas, y juzgadas con severidad.

Lo tercero, para moverlos a evitar el rigor del juicio, los anima a ejercitarse en la penitencia, pues les dice: Haced dignos frutos de penitencia (12).

Lo cuarto, no se contenta con que lloren sus pecados y satisfagan por ellos; quiere, además, que se apliquen a la práctica de las buenas obras, sin las cuales su penitencia resultaría estéril; así se lo declara en estos términos: Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego (13).

Lo quinto, manifiesta que no les basta tener a Abrahán por padre, ni tienen derecho a envanecerse de ello si sus obras se asemejan poco a las del santo Patriarca: No digáis, les amonesta, tenemos por padre a Abrahán (14).

Lo sexto, les certifica que no podrán salvarse, por buenas que fueren sus obras, si no se aplican a practicar el bien propio y acomodado a su condición; por eso, recuerda a los ricos la obligación que tienen de dar limosna; dice a los publicanos que no exijan más de lo prescrito y, a los soldados, que se contenten con sus pagas (15).

Tomad tales avisos como dichos para vosotros; seguidlos con exactitud; dádselos a vuestros discípulos, y hacédselos practicar.

 

3. PARA EL DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO

 

Que quienes enseñan a otros no son más que la voz que prepara los corazones y que a solo Dios corresponde el disponerlos para recibirle. 

Como los judíos enviasen a san Juan, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle quién era y si era él el Cristo, Elías o el Profeta; después de decirles que no era ni el uno ni los otros, el Bautista agregó: Yo soy la voz del que clama en el desierto: enderezad los caminos del Señor (1).

San Juan, en su deseo de atribuir a Jesucristo toda la gloria en la conversión de las almas, por la que él mismo trabajaba sin tregua ni descanso, dice de sí que sólo era una voz que clamaba en el desierto; con lo cual quiere dar a entender que la sustancia de la doctrina por él enseñada no era suya; que lo predicado por él era realmente la palabra de Dios, y que él por su cuenta no era otra cosa sino la voz que la proclamaba.

Como la voz no pasa de ser un sonido que hiere los oídos para que pueda percibirse la palabra; así se limitaba san Juan a disponer a sus oyentes para que recibieran a Jesucristo.

Lo propio sucede con quienes enseñan a otros: no son más que la voz del que prepara los corazones a recibir a Jesucristo y su santa doctrina; pero, según dice san Pablo, quien los dispone a ellos para anunciarla no puede ser otro que Dios, el cual les otorga el don de hablar (2).

Así, pues, como enseña el mismo Apóstol, aún cuando hablaréis todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviereis caridad o, más bien, si no es Dios quien os mueve a hablar y quien se sirve de vuestra voz para hablar de Él y de sus sagrados misterios; no sois, como asegura también el mismo san Pablo, más que metal que suena o címbalo que retiñe (3); porque nada de cuanto digáis causará ningún buen efecto ni será a propósito para producir fruto alguno.

Humillémonos, pues, considerando que siendo sólo voz; no podemos decir nada por nosotros mismos que sea suficiente para obrar bien alguno en las almas, ni originar en ellas impresión que sea saludable: la voz no es de suyo más que sonido, del que no queda rastro luego de haber resonado en los aires; y nosotros no somos más que voz.

De Dios, cuya voz son, únicamente, los que enseñan, ha de proceder la palabra que Lo dé a conocer a quienes ellos instruyen. Luego, cuando hablan de Dios y de lo que a Él se refiere, es Dios mismo quien habla en ellos. Esa es la razón de que afirme san Pedro: Si alguno habla, hágalo de modo que siempre parezca ser Dios quien habla por su boca; el que tiene algún ministerio, ejercítelo como una virtud que Dios le comunica, a fin de que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo (4).

Y el mismo san Pedro, después de haber dicho en otro lugar, refiriéndose a la verdad que predicaba: No cesaré de amonestaros estas cosas, aunque la verdad en sí misma os es conocida y estáis en posesión de ella (5); añade: Tenemos en nuestro favor la palabra de los profetas, la cual está bien probada, y hacéis bien en adheriros a ella, porque es como una lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que amanezca el día y se levante la estrella de la mañana sobre nuestros corazones; porque no se hizo la profecía por la voluntad de los hombres en los tiempos pasados; puesto que ya sabemos que los hombres de Dios han hablado por inspiración del Espíritu Santo (6).

Ahora también, cuantos anuncian su reino, hablan movidos del Espíritu de Dios. Pero, si Dios se sirve de los hombres para hablar a los que son adoctrinados por ellos en las verdades cristianas, y para disponer sus corazones a rendirse a ellas; sólo a Dios, dice el Sabio, pertenece el guiar sus pasos (7), y dar a sus corazones la docilidad que necesitan para gustar las verdades santas que Dios les descubre.

Luego, no os contentéis con leer ni aprender de los hombres lo que debéis enseñar; sino pedid a Dios lo imprima en vosotros de tal manera, que nunca se os ocurra teneros ni estimaros sino como ministros de Dios y dispensadores de sus misterios, según afirma san Pablo (8).

En el cántico que entonó al nacer su hijo, san Zacarías, padre de san Juan Bautista, dice que la razón de que éste debiera ir delante de Jesucristo para prepararle los caminos, era dar a su pueblo la ciencia de la salud (9).

Pero esta ciencia no bastaba; era menester que Dios mismo, por Jesucristo Nuestro Señor, nos revelase el camino que debíamos seguir, y nos inspirase el deseo de ir en pos de su Hijo, aun cuando en esta vida gimamos a causa de la pesantez de nuestro cuerpo, porque anhelamos vernos libres de su esclavitud (10). Para eso precisamente nos creó Dios y nos ha dado en prenda el Espíritu Santo (11).

Luego, sólo a Dios pertenece enderezar hacia el cielo nuestros caminos, de modo que podamos llegar a él con seguridad. Y, por eso, se constituyó a Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios, autor de nuestra eterna salvación.

Si, según el Profeta, la salvación viene de Dios (12); así también de El procede la perfección; pues, conforme escribe Santiago: Toda gracia excelente y todo don perfecto viene de arriba, y desciende del Padre de las luces (13).

Suplicad, pues, a Dios que os encamine a la gloria del cielo por la senda que Él mismo os trazó; y que os determine a abrazar la perfección de vuestro estado, ya que fue Dios mismo quien a él os condujo y quien, por consiguiente, ha querido y sigue queriendo que en él halléis el camino y los medios para santificaros.

 

4. PARA EL DOMINGO CUARTO DE ADVIENTO

 

Que por la penitencia y la exención del pecado nos disponemos a recibir a Jesucristo.

Recorría san Juan, según nos dice el evangelio de hoy, toda la región próxima al Jordán, predicando el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (1), con el fin de preparar a los judíos para la venida de Jesucristo Nuestro Señor.

Con tal proceder nos enseña el Santo que la principal de todas las disposiciones que han de tenerse para recibir al Señor, es la penitencia y el alejamiento de todo pecado. Y, por consiguiente, que a ella debemos aplicarnos especialmente, porque la penitencia lava y purifica el alma de las manchas que la afean.

" Bautismo " la llama sencillamente san León, y " bautismo doloroso " la denomina a su ejemplo san Gregorio Nacianceno. Según san Ambrosio, David alude a este bautismo cuando dice que se consumió de tanto gemir y suspirar; que lavaba todas las noches su lecho con lágrimas y que bañaba con ellas el estrado en que dormía (2).

Eso deberíamos poder afirmar también nosotros, a imitación de David - pues no tenemos menor necesidad que él de penitencia - si deseamos que venga a nosotros Jesucristo. Por tanto, como dice la glosa, " expíe cada uno sus antiguos pecados con la penitencia, a fin de acercarse a la salvación que había perdido, y recobrar así la facilidad para volverse a Dios, de quien estaba alejado ".

De ahí que dame Dios por un profeta: Convertíos a mí por el ayuno, las lágrimas y los gemidos (3); porque éstos son, en verdad, los medios más seguros para volver de nuevo a Dios cuando se le ha perdido. Son también los que más contribuyen a conseguir la pureza de corazón, que con tanta insistencia pedía David al Señor y que le obligaba a exclamar, dirigiéndose a Él: Lávame más y más de mis iniquidades y purifícame de todos mis pecados (4).

Este rey penitente estaba bien persuadido de que las manchas del alma pecadora sólo pueden lavarse con lágrimas que manan del corazón humilde y contrito, como de propia fuente.

Pidamos con frecuencia a Dios la gracia de que nos lave tan perfectamente, que no persista ya en nosotros rastro alguno de culpa. Y contribuyamos por nuestra parte a ello con la penitencia que, para su expiación, practiquemos.

Dícese de san Juan que predicaba la penitencia para la remisión de los pecados, por ser ella la que consigue su perdón a quienes tienen a Dios ofendido, conforme lo asegura san Pedro a los judíos en los Hechos de los Apóstoles: Haced penitencia, les dice, y convertíos, para que vuestros pecados se os perdonen (5).

Porque ése es el fin propio de la penitencia: sólo ella puede aplacar el corazón de Dios, irritado contra los pecadores, como lo atestigua Él mismo por Ezequiel con estas palabras: Si el impío hiciere penitencia de todos sus pecados, si guardare mis preceptos y obrare según equidad y justicia; no me acordaré Yo más de sus iniquidades, ni éstas le serán ya imputadas (6).

Y san Pedro, predicando al pueblo judío para anunciarle las verdades del Evangelio, dice: Haced penitencia para obtener el perdón de los pecados (7).

Los ninivitas, que tenían irritado al Cielo con sus desórdenes, lograron, según afirma san Jerónimo, que Dios revocase la sentencia pronunciada contra ellos de destruir su ciudad (8), gracias únicamente a la conversión de sus corazones, rendidos a la predicación de Jonás y a las instancias del rey. Como agrega san Ambrosio, no hallaron otro recurso para alejar las desdichas de que se veían amenazados, sino ayunar de continuo, y cubrirse de saco y ceniza, para aplacar la ira de Dios.

Ese será el camino por donde conseguiréis también vosotros la remisión de todos los pecados que cometisteis en el siglo, y de aquellos en que incurrís ahora todos los días, en la casa de Dios. Pues, como dice san Jerónimo, Dios reitera incesantemente a los hombres las amenazas que lanzó en otro tiempo contra los ninivitas para que, como éstos se amedrentaron al escucharlas, del mismo modo se muevan a penitencia los que viven ahora en el mundo. Aprovechémonos de tan admirable ejemplo.

El profeta Ezequiel nos advierte que la penitencia no sólo alcanza la remisión de los pecados, sino que nos preserva, además, de caer en ellos, lo cual supone la mayor felicidad que pueda gozarse en el mundo porque, después de haber dicho que, si el impío hiciere penitencia, Dios no se acordará más de sus pecados agrega: Vivirá practicando obras de justicia, y no morirá (9).

Por eso resulta de sumo consuelo para nosotros lo que nos enseña san Pedro cuando dice que, en el día de su advenimiento, el Señor " hallará en la paz del alma a cuantos hubieren llevado dignos frutos de penitencia " (10), pues se presentarán ante Él libres de culpa. Así aseguraron éstos su salvación, según Teodoreto, y así supo también preservarse san Juan Bautista aun de los pecados más leves, como la Iglesia canta de él; esto es, practicando la penitencia.

Y siguiendo ese camino de la penitencia, lograréis igualmente vosotros poneros en gracia con el Señor y recibiréis, como añade san Pedro, el don del Espíritu Santo (11), que os consolidará en el bien, merced a su permanencia en vosotros. Este Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo; pedidle que afiance de tal manera vuestros corazones en el bien que, como quiere el mismo san Pedro, el día de su venida os halle puros e irreprensibles a sus ojos (12).

Estad sobre aviso para que, en el día de su advenimiento, no os dirija el reproche que lanza san Juan en el Apocalipsis contra un obispo, cuando le dice: Has decaído de tu primera caridad (13). Y, si os lo dirigiere, recordad, como se dice también a ese obispo, el estado de donde caísteis, haced penitencia y volved a la práctica de vuestras obras primeras (14).

 

5. PARA EL DOMINGO EN LA OCTAVA DE NAVIDAD

 

Que no han de contradecirse las verdades, los preceptos ni los consejos del Evangelio

Cuenta el evangelio de este día que, después de bendecir san Simeón al padre y a la madre de Jesús en el Templo, dijo a María su Madre: " Este Niño viene para ruina y para resurrección de muchos en Israel " (1); porque algunos sacarían provecho de su muerte, mas otros, por infidelidad a la gracia que el Redentor había de merecerles, convertirían esa misma gracia en el principio de su condenación.

El santo anciano añadió en seguida que Jesucristo sería blanco de la contradicción de los hombres. Efectivamente, hubo muchas personas que contradijeron en vida el modo de proceder de Jesucristo; y no faltan otras muchas, aun entre cristianos, que se oponen a su doctrina y a sus máximas todos los días.

Algunos hay que reciben con poco respeto las decisiones de la Iglesia; otros, que se mezclan a veces en disputas sobre la predestinación y la gracia, de las cuales los no enterados deberían guardar absoluto silencio, por ser superiores a su capacidad; de modo que, si alguno les habla de ellas, han de contentarse con responder en general: " Yo creo lo que la Iglesia cree ".

Procedamos de igual modo respecto de varios otros puntos de doctrina que la mente humana no puede comprender, recordando aquellas palabras del Sabio en el Eclesiástico: No pretendas inquirir lo que es sobre tu capacidad (2).

Dejemos a los sabios las disputas sabias; dejémosles el cuidado de confundir a los herejes y refutar las herejías por nuestra parte, atengámonos a la doctrina común de Jesucristo, y adoptemos la norma de seguir en todo la enseñanza que propone la Iglesia a los fieles en los catecismos que aprueba, esto es, los compuestos o adoptados por los obispos que están en comunión con el Vicario Universal de Jesucristo; sin tomarnos nunca la licencia de dogmatizar sobre cuestiones difíciles de religión (*).

No hay menos peligro en contradecir la moral de Jesucristo que en oponerse a su doctrina; porque, de ordinario, lo que induce a perder la fe es la relajación de las costumbres, y porque Jesús no vino a anunciarnos tantas verdades santas de moral cristiana, sino para decidirnos a que las pongamos por obra.

Es, con todo, harto frecuente dar con cristianos, hasta en las comunidades religiosas, que gustan poco de las verdades prácticas; que las contradicen en su corazón y, aun a veces, con su conducta externa.

Así ocurre cuando se les dice, por ejemplo,
- que, en el día del juicio, darán cuenta de toda palabra inútil (3); - que se debe orar sin intermisión (4) y entrar en el cielo por la puerta angosta (5);
- que Jesucristo ha dicho: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis (6).

Por tanto, que es obligación ineludible llevar a la práctica esas máximas, si se quiere conseguir la salvación, y que constituyen para todos verdaderos mandamientos, así como las siguientes:

- amar a los enemigos, hacer bien a quienes nos aborrecen, y rogar por los que nos persiguen y calumnian, para ser hijos del Padre que está en los cielos, el cual hace salir su sol sobre buenos y malos (7).

¡Cuántos se persuaden que todos estos artículos son de mera perfección, a pesar de que Jesucristo los predicara como prácticas necesarias y medios para salvarse!

Guardaos bien de caer en tan craso error, que os apartaría del verdadero camino que conduce al cielo.

No nos basta a nosotros dejar de contradecir la moral del Evangelio. San Pablo dice que quiere mostrarnos un camino mejor y más perfecto (8), al que Jesucristo nos ha llamado y que de por Sí nos traza, cuando dice Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a si mismo, o sea, renuncie a su propio juicio y a su propia voluntad; cargue con su cruz todos los días, y sígame (9).

¿Quiénes no contradicen, al menos de corazón, si no de boca, esa divina sentencia de Jesucristo, nuestro Maestro?

¿Cuántos dan por bueno aquel sentir de san Bernardo cuando afirma que, si las chanzas y donaires no pasan de niñerías entre seglares, son blasfemias en labios de las personas consagradas a Dios? ¿A cuántos parecen bien estas palabras de san Doroteo: " Pongamos atención en las cosas más leves, por temor a que traigan consecuencias y efectos desastrosos? " ¿Cuántos no tienen por duras aquellas otras del mismo Jesucristo: Bienaventurados los pobres de espíritu; es más difícil a un rico entrar en el reino de los cielos que a un camello por el ojo de una aguja? (10).

En lo que a nosotros respecta, sondeemos el corazón y comprobemos si está bien persuadido de lo que afirma también Jesucristo: Seréis bienaventurados cuando los hombres digan con mentira todo género de mal contra vosotros (11).

¡Cuántos hay que contradicen en muchos puntos sus Reglas, como si sólo estuvieran obligados a practicar lo que de ellas estimen conveniente! Todos éstos caen muy pronto en relajación; pues, según enseña san Doroteo, tan pronto como empieza a decirse: " ¿Qué importancia tiene el que diga esta palabra? ¿qué mal hay en tomarse este bocadillo? ¿qué crimen cometo al hacer esto o aquello?...; fácilmente se llega a pasar por encima de todos los remordimientos de la conciencia en los puntos más esenciales ".

Temamos perdernos si asentimos a tales máximas, que llevan al relajamiento; pues Dios nos ha llamado a vivir según la perfección evangélica.

 

6. PARA EL DOMINGO ENTRE LA CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO Y SU EPIFANÍA o bien PARA LA VIGILIA DE LA FIESTA DE LOS REYES

 

Del amor a la soledad, a imitación de Jesucristo, oculto y desestimado en Egipto.

Prevenido san José por un ángel de que llevara el Niño a Egipto, porque le buscaba Herodes para matarle; condújole allá inmediatamente, junto con la Santísima Virgen.

Creíase san José seguro en Judea porque en este reino vivía el pueblo de Dios; de ahí que hubiera deseado permanecer en su tierra, y no ir a morar entre extranjeros, si el Señor no se lo hubiese ordenado (1) Pues, como asegura de sí Jesucristo en el santo Evangelio: No había venido al mundo para hacer su voluntad, sino únicamente la de Dios su Padre (2).

Así debemos proceder nosotros cuando tratemos de emprender algún negocio o desistir de alguna empresa.

Dios os ha traído a la soledad, a un lugar retirado y santo, a su misma casa, en la que Él congrega a quienes ha elegido por suyos. Cuando la dejáis, ha de ser únicamente porque Dios lo quiere y os lo ordena, para que conservéis la vida de Jesucristo en el corazón de aquellos que tenéis a vuestro cargo, o por alguna otra necesidad. El alejamiento en que habéis de vivir respecto de todos los que son extraños para vosotros, os debe inspirar temor a dejar el retiro y la compañía de los hermanos; éste es el lugar que Dios ha dispuesto para vuestra residencia ordinaria.

En Egipto vivieron san José, la Virgen María y el Niño Jesús tan desconocidos que, al parecer, no se oyó allí nunca hablar de Ellos. Y el Evangelio tampoco refiere cosa alguna tocante a sus personas ni a lo que allí realizaron durante el tiempo que permanecieron en aquel país. Ni siquiera tenemos noticia de que historia alguna hable de ello, pues moraron allí tan ocultos, que nadie cayó en la cuenta de quiénes eran.

Vivir humilde y escondidamente era lo que para sí deseaba la Sagrada Familia, y lo que el Padre Eterno escogió para Jesucristo, en tanto llegaba la hora de ocuparse en la predicación del Evangelio y en la conversión de las almas, fin primordial de su venida: ese prolongado retiro le sirvió para prepararse a su vida apostólica.

Cuando os veáis obligados a dejar el retiro para trabajar en el mundo, debéis, también vosotros, portaros de tal forma que sigáis desconocidos de quienquiera que sea, hasta el punto de que ignoren vuestro nombre quienes reciben vuestras enseñanzas. Porque en clase, la única preocupación ha de ser para vosotros desempeñar el ministerio que Dios os tiene encomendado con los discípulos, y procurarles por ese medio el espíritu del cristianismo.

A ejemplo de la Sagrada Familia, evitad que se hable de vosotros en el siglo; y morad en él como transeúntes, ocupados exclusivamente de servir a Dios y procurar que viva Jesús en las almas de quienes aún no le reconocen.

Tan pronto como murió Herodes, un ángel avisó a san José que regresara a la Judea, y se estableciese allí definitivamente con la Virgen María y el Niño Jesús. Este aviso le bastó, y fue tan diligente en realizar lo que Dios deseaba de él, que se levantó al punto y, tomando a la Madre y al Niño, partió de allí con suma diligencia. ¡Admirable fidelidad la de san José a la orden de Dios!

A ejemplo de este gran Santo, sed puntuales en cumplir cuanto desee Dios de vosotros, convencidos de que habéis de guiaros siempre por sus órdenes. Así, sed exactos en dejarlo todo tan pronto como os convoque la campana para algún ejercicio, sin que pretexto alguno sea capaz de deteneros.

Y cuando hayáis terminado lo que atañe a vuestra ocupación, tened buen cuidado de no retrasaros ni distraeros con cosa alguna; antes, apresurad todo lo posible el regreso. El mismo Dios que os había encomendado aquella tarea, os manda interrumpirla; ¿qué más queréis? En toda ocasión debe quedar patente que dependéis de Dios y que, de mil amores y a la primera señal, acudís donde os llama.

 

7. PARA EL DOMINGO PRIMERO DESPUÉS DE REYES

 

Sobre la necesidad de la obediencia

Refiérese en el evangelio de hoy que a san José y la Virgen María fueron a Jerusalén con Jesús, cuando Éste tenía doce años, para celebrar la fiesta de Pascua. Al regreso, después de transcurridos los días de la fiesta, como Jesús se quedara en Jerusalén, sus padres desanduvieron el camino para ir en su busca y, luego de hallarle entre los doctores, le llevaron consigo a Nazaret, donde les estaba sujeto ", según dice san Lucas (1).

Eso es cuanto el Evangelio nos revela sobre la estancia de Jesús en Nazaret, hasta que salió de allí para anunciar el Reino de Dios. ¡Lección admirable para todos los que tienen cargo de instruir a otros en las verdades cristianas!

Jesucristo se dispuso por la sujeción y la obediencia a realizar la magna empresa de redimir a los hombres y convertir las almas; porque sabía que nada puede conseguirlo de modo tan útil y seguro como el prepararse a ello ejercitándose durante mucho tiempo en la vida humilde y sumisa.

Este es el motivo de que en la primitiva Iglesia, sobre todo en Oriente, se escogiera de ordinario para obispos a quienes habían vivido durante mucho tiempo sujetos a la obediencia.

Vosotros, llamados por Dios a un empleo que os compromete a trabajar en la salvación de las almas, debéis prepararos a ejercerlo con la práctica prolongada de esta virtud, a fin de haceros dignos de tan santo empleo y de estar en condiciones de producir en él copiosos frutos. Cuanto mejor correspondáis a la gracia de Jesucristo, el cual os quiere tan perfectos en la virtud de la obediencia; tanto más bendecirá Dios vuestros trabajos; porque quien obedece a los superiores, a Dios mismo obedece.

Otro de los motivos que han de moveros a obedecer puntualmente, es que el primer fin que todos hubimos de proponernos al venir a esta casa fue obedecer a quienes la dirigen; pues, como dice muy bien san Buenaventura, la obediencia es fundamento de las comunidades; si ésta les falta, verán pronto la ruina. Y santa Teresa enseña también de modo excelente que ninguna comunidad puede persistir sin la obediencia, y ni siquiera nombre de comunidad merecería si tal virtud no se observase en ella, aun cuando se practicaran de modo eminente todas las demás.

Ocurriría lo referido por Casiano de aquellos cenobitas que, por vivir sin obediencia, constituían, a juicio de los antiguos padres del desierto, más bien un monstruo que un cuerpo de comunidad.

La práctica de la obediencia fue también lo primero que enseñó el ángel al abad Postumio, al manifestarle, de parte de Dios, que la primera regla para cuantos han de vivir en común es obedecer a quienes han sido propuestos para dirigirlos.

La mera razón pone también de manifiesto la necesidad de obedecer que hay en toda sociedad religiosa; pues la obediencia es la virtud que establece el orden y la unión, la paz y tranquilidad entre quienes la componen. Efectivamente, si esa virtud falta, si cada uno obra a su antojo, no pueden tardar en introducirse la turbación, el desorden y desconcierto, que lo revolverán todo de arriba abajo; pues " toda casa donde haya división será destruida " (2), dice san Marcos (*).

Ya que la obediencia es la más necesaria de las virtudes que deben practicarse en toda comunidad; sea ella objeto de vuestra particular aplicación. Sin obediencia no podríamos permanecer por mucho tiempo en nuestro estado.

Según enseña santo Tomás, a cada estado le corresponde su gracia particular, que le es específica y, por consiguiente, necesaria a quienes lo han abrazado para santificarse y salvarse. Esta gracia es la gracia de la obediencia para cada uno de vosotros; porque la obediencia ha de constituir el carácter propio de las personas que viven en comunidad; es lo que debe distinguirlas de quienes viven en el siglo y conservan el uso de su albedrío.

Por eso dice san Lorenzo Justiniano que quien aspire a formar parte de alguna sociedad religiosa, debe ante todo empezar por despojarse de la propia voluntad. San Bernardo, para dar a entender que tal despojo es lo que santifica, manifiesta que así viene significado por estas palabras que Jesucristo propone en el Evangelio como primer medio de perfección: Renúnciate a ti mismo (3).

Y san Vicente Ferrer afirma que Jesucristo no dará nunca su gracia a quien se niegue, en la religión, a dejarse conducir por sus superiores.

Supuesto, pues, que nadie puede salvarse sin la peculiar gracia de su estado, y que esta gracia para quienes viven en comunidad es la obediencia; los religiosos han de poner todo su empeño en poseer dicha virtud con la mayor perfección que les fuere posible.

Es verdad que vosotros, para cumplir las obligaciones inherentes al empleo exterior que desempeñáis, debéis ejercitaros también en otras virtudes; pero tened por seguro que no satisfaréis jamás cumplidamente aquellas obligaciones, si no poseéis a la perfección la virtud de la obediencia.

Por tanto, considerad como dichas para vosotros las siguientes palabras del papa san Gregorio en sus Diálogos: " La primera y principal virtud de que habéis de hacer profesión es la obediencia, porque será en vosotros el manantial de todas las otras virtudes y de vuestra santificación ".

 

8. PARA EL DOMINGO SEGUNDO DESPUÉS DE REYES

 

De la exactitud en la obediencia 

El evangelio de este día refiere que fue Jesucristo convidado a unas bodas con María su madre y con sus discípulos; y, como viniese a faltar el vino, convirtió Jesús en vino el agua, a ruegos de la Virgen María su madre, la cual había dicho antes a los sirvientes: Haced cuanto mi Hijo os dijere (1).

Sabía Ella bien que, para conseguir el milagro, la mejor disposición que pudieran aportar de su parte los servidores, era la completa sumisión a las órdenes de Jesucristo.

Éste es también el medio seguro de que nosotros podemos servirnos para conseguir gracia tan abundante, que opere en nosotros prodigios y, en cierto modo, milagros que nos hagan triunfar de nosotros mismos. Lo cual mueve a decir al Sabio que el hombre obediente cantará victoria (2). Para que la obediencia produzca su efecto ha de ser exacta. Y, primeramente, en cuanto a lo mandado; de modo que quien obedece esté pronto a ejecutar lo que se le ordena, sin mostrar preferencia de una cosa sobre la otra.

A fin de conseguirlo, es menester luchar resueltamente para morir a sí mismo; porque es muy difícil no dejar traslucir que con más gusto se haría esto que aquello. En lo cual hay que conseguir vencerse, hasta el punto de ahogar en tal forma las repugnancias, que quien manda no pueda descubrir, ni en lo posible adivinar, lo que complace o desagrada al que obedece.

¿Puede decirse que, en lo exterior y en lo interior, permanecéis vosotros del todo indiferentes a cuanto se os manda o se os pueda mandar? ¿Sois fieles y exactos en cumplir punto por punto las órdenes de vuestros superiores? La señal más segura que de ello podéis dar es no pedirles ni rehusarles cosa alguna.

Nota a continuación el evangelio que, dirigiéndose Jesucristo a los sirvientes, les ordenó " llenasen de agua seis hidrias que allí había, destinadas a las purificaciones de los judíos; y que ellos, inmediatamente, las llenaron todas hasta arriba ".

El término " hasta arriba " nos muestra que el verdadero obediente, no sólo ejecuta lo mandado, sino que su exactitud en obedecer se extiende, además, al modo como se le ordenó que lo ejecutara.

Los sirvientes hubieran podido creer que obedecían al Señor con llenar más o menos aquellas tinajas; mas esto no les pareció suficiente, porque deseaban realizar con exactitud lo mandado, no sólo en lo tocante al objeto, sino también en cuanto al modo de cumplirlo. Por eso llenaron las vasijas " hasta arriba ": como deseaban obedecer con puntualidad, tomaron la palabra llenad en toda su extensión.

Así debéis proceder también vosotros cuando los superiores os ordenan algo: no podéis contentaros con ejecutar lo que se os mande; tenéis que hacerlo del modo que se os ordena. Se os indica, por ejemplo, que realicéis tal labor utilizando determinado instrumento; si lo hacéis con otro por pareceros más cómodo, verbigracia, si en vez de acudir a la " señal " en vuestro empleo, os servís de la palabra, creyendo que esto será más fácil, obedecéis bien cuanto al acto, pero no en cuanto al modo; y eso no cuadra bien al religioso que obedece con perfección.

Vivid sobre aviso, pues, en lo venidero, para velar sobre vosotros y no hacer las cosas de otra manera que como se os manden, si queréis obedecer con exactitud.

En relación con la exactitud de la obediencia se ha de tener también presente el tiempo. Para obedecer bien, debe cumplirse lo mandado, no antes ni después, sino en el momento prescrito; pues la exactitud en el tiempo es tan necesaria para que la obediencia sea perfecta como lo son ejecutar lo mandado y hacerlo de la manera indicada.

Eso nos enseñan con su proceder, tanto Jesucristo como los que servían en el festín de aquellas bodas. Jesucristo manifestó, efectivamente, en este paso del Evangelio que no quería obrar el milagro, antes de que llegara el tiempo que su Padre había señalado, cuando dijo a la Virgen María su madre: Mi hora, esto es, la hora de operar dicho milagro, no ha llegado aún.

Por su parte, los sirvientes llenaron las tinajas tan pronto como Jesucristo se lo ordenó; y al instante mismo en que el Señor se lo dijo, sacaron igualmente el agua convertida en vino para llevarla al maestresala, con el fin de que la probase.

Mostrad exactitud parecida vosotros cuando algo se os mande, pues Dios quiere que realicéis lo mandado en el tiempo preciso, y no en otro a vuestra elección.

Si tocáis, por ejemplo, con retraso para algún acto de comunidad, o llegáis a él cuando ha dado ya principio, o bien os levantáis más de mañana que lo dispuesto, no practicáis en estos casos exactamente la obediencia; porque no ejecutáis lo ordenado precisamente en la hora señalada y, en consecuencia, no seréis reputados como verdaderos obedientes, pues la circunstancia del tiempo forma parte de la exacta y cabal obediencia.

 

9. PARA EL DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE REYES

 

Sobre la fe que ha de ponerse de manifiesto en la obediencia

Un centurión que tenía enfermo en su casa a uno de sus criados, rogó a Jesucristo que fuese a ella para curarle, según refiere el evangelio de hoy. Mas, juzgando luego que era innecesario ocasionar a Jesús tal molestia, pues le bastaba ordenar al siervo que sanase, salió inmediatamente él mismo al encuentro del Salvador para manifestarle que, a su juicio, bastaba una sola palabra dicha por Él, para curar al enfermo. Admirado Jesús por la fe del centurión, exclamó: ¡No he hallado fe tan grande en todo Israel! (1).

Este centurión nos pone de manifiesto cuán excelente es la obediencia, si va animada y sostenida por la fe. Efectivamente, aquellos que obedecen a su superior con la mira de que, al hacerlo obedecen a Dios, enaltecen de tal modo la obediencia que, gracias a ese motivo de fe, se convierte en acto de religión, de los más eminentes que puedan practicarse en este mundo; porque se ordena directamente a Dios, oculto tras los velos de un hombre débil y mortal, pero investido de la autoridad divina.

Un acto así fue el producido por este centurión; pues no percibiendo en Jesucristo más que las apariencias de un hombre como los otros; estaba íntimamente persuadido de que para obrar milagros tales como la curación de su sirviente, tenía la misma autoridad que Dios y, por tanto, que era Dios.

¿Obedecéis vosotros con ese convencimiento y con intención tan pura y sencilla? ¿Obedecéis a Dios, escondido tras la figura de un hombre que no puede mandaros sino en virtud del poder de Dios que en él reside? ¿Es esa mira de fe la razón única que os mueve a someteros pronta y ciegamente? ¡Ese es el solo motivo capaz de conseguir que vuestra obediencia se vea libre de toda humana consideración!

Dice a Jesús el centurión: Una sola de tus palabras basta para que cure mi siervo. Y lo demuestra con el ejemplo de cuanto le ocurre a él con los soldados de su compañía: es suficiente que les diga una palabra, para ser inmediatamente obedecido. De donde se ha de colegir que, si debido a meras consideraciones humanas, hay hombres que se someten a otro hombre, por tenerle como su mayor; con cuánto más motivo los que se han consagrado a Dios y deben obrar sólo movidos de su espíritu, están obligados a hacer al punto todo cuanto les ordenen sus superiores, sin otra consideración que es a Dios a quien exclusivamente se dirigen cuando acuden a ellos, por estar persuadidos de que es Dios quien los manda por su medio.

¿Os basta una palabra o seña de vuestro superior para determinaros a omitirlo o ejecutarlo todo al instante, por el único motivo de que esa palabra es palabra de Dios y aquella seña señal de Dios?

Esa sencilla mirada de fe hace que quien obedece se eleve sobre sí mismo para no ver más que a Dios, allí donde, a menudo, Dios no aparece; y para despojarse de todos los sentimientos que la naturaleza pudiera sugerirle.

Renovad de cuando en cuando dentro de vosotros esa consideración de fe respecto a la obediencia; y, para penetraros mejor de ella, adorad frecuentemente a Dios en quienes os mandan.

Estaba muy en lo cierto el centurión; pues, tan pronto como creyó que podía Jesús, con una sola palabra, curar a su sirviente, éste quedó efectivamente sano; y tal gracia fue el premio a la excelencia y ardor de su fe.

Lo mismo ocurre al hombre que sinceramente obedece, animado de fe viva: basta, de igual modo, una palabra del superior para que se operen en él estupendos milagros, y se realicen en su persona los más sorprendentes efectos de la gracia.

La obediencia así practicada hace que, quien obedece, no replique cosa alguna al que le manda, ni halle dificultad en ejecutar sus órdenes. Y, aun cuando el cumplimiento del mandato resulte difícil, el amor con que el súbdito se sujeta, le mueve a acatarlo, y le ayuda a ponerlo todo por obra gustosamente.

Además, por este medio, adquiere sencillez de niño, que no acierta a discernir ni razonar, porque la llaneza con que obedece hace que su espíritu, iluminado con la luz que le viene de su directa mirada a Dios, ahogue en sí todos los demás miramientos y todas las razones humanas.

¿Obedecéis así vosotros? ¿No alegáis razonamientos para excusaros de ejecutar lo que se os manda? Si no lo manifestáis al exterior y de palabra, ¿no se complace frecuentemente, acaso, vuestro espíritu revolviendo dentro de sí argumentos que le parecen buenos, y que considera mejores y más pertinentes que lo dicho por el superior?

Tened entendido que no ha de obedecerse por razón, sino por gracia y con sencilla intención de fe; y que, si alguno al obedecer, se deja guiar por la razón, obra a lo humano y no como discípulo dócil a la voz de Jesucristo, que debe proceder en todo por espíritu de fe.

 

10. PARA EL DOMINGO CUARTO DESPUÉS DE REYES

 

De la fidelidad a la obediencia, no obstante las más violentas tentaciones

Mientras dormía Jesús dentro de una barca, surgió tan recia tormenta en el mar, que las olas cubrían la embarcación. Avisado de ello Jesús por sus discípulos, se incorporó, mandó a los vientos y al mar que se apaciguaran, y siguióse gran bonanza. Esto admiró tanto a los que allí se hallaban, que se decían: ¿Quién es este hombre a quien los vientos y el mar obedecen? (1).

Vivir en comunidad observante es hallarse en la barca con Jesús y sus discípulos; pues quienes moran en ella al dejar el siglo para ir en pos de Jesús, se han sujetado a su gobierno y cuentan en el número de sus seguidores. Allí viven a cubierto de las olas que se levantan en el mar tempestuoso del mundo; esto es, de muchas ocasiones que hay en él para ofender a Dios.

Con todo, no por eso se ven libres de penas y tentaciones. Entre éstas, las más peligrosas y más dañinas son las que inducen a no obedecer o a no hacerlo de modo conveniente; pues, como no debió venirse a la comunidad sino para obedecer, tan pronto como alguno se aparta de la obediencia, se ve destituido de las gracias que le son indispensables para perseverar en su estado. Por eso resulta de importancia que, quienes viven en comunidad tengan a mano medios eficaces para ponerse a cubierto de tan funestas tentaciones.

Y estando vosotros expuestos a ellas todos los días, os es muy conveniente contar con remedios que os saquen a salvo de sus malas consecuencias. En ello habéis de poner toda la aplicación y esmero; ya que, de ahí pende, por lo común, la fidelidad a vuestra vocación.

En consecuencia, lo que debéis pedir a Dios con más instancias es que os enseñe a obedecer y a obedecer bien, no obstante los estorbos y dificultades que el demonio suscitará en vosotros con el fin de inspiraros repugnancia hacia ello.

Las tentaciones y dificultades más peligrosas y ordinarias contra la obediencia se relacionan con el que manda o con sus mandatos.

Las relativas al que manda proceden de que se le considera como puro hombre, aun cuando sea para nosotros lugarteniente de Dios, única condición que debiera entonces tenerse en cuenta; ya que, según san Pablo, no hay poder alguno que no venga de Dios (2), máxime cuando se trata de disponer, mandar o prohibir algo concerniente a la salvación.

Sin duda, para inculcárselo así a los hombres y evitar que lo echen en olvido, cuando Dios formula en el Antiguo Testamento alguna orden, casi siempre añade seguidamente: Yo soy el Señor, o bien, Yo soy el Señor Dios vuestro (3).

Y pues no es lícito eximirse de obedecer a Dios, tampoco se puede en las comunidades negar al superior la obediencia, sin hacerse culpable de desobediencia a Dios

De donde se sigue que cualquiera dificultad que surja contra cualquier superior, ha de ceñirse siempre ésta a su persona, y nunca a su condición de superior; pues al acatar sus órdenes, no se le obedece a él personalmente, sino a Dios en él.

No aleguéis, pues, vuestras desavenencias con los superiores para excusaros de obedecerles, porque las haríais recaer sobre Dios mismo.

La segunda clase de tentaciones contra la obediencia debida a los superiores, y la más ordinaria, es que parezca a veces imposible ejecutar lo mandado ya por resultar en sí muy difícil, ya por inspirarnos repugnancia excesiva.

Pero ninguno de esos dos motivos puede excusar de obedecer, si se considera que lo mandado, y lo que obedeciendo se ejecuta, es voluntad de Dios.

Conoce Dios lo que podéis hacer, y no puede ordenaros cosas superiores a vuestras fuerzas. Si son difíciles en sí mismas, a El le toca facilitaros su ejecución, ya que, según san Pablo: a Dios corresponde concederos, no sólo el querer practicar lo bueno, sino, además, la gracia de ejecutarlo (4). Y cuando la voluntad está prevenida y sostenida por la gracia de Dios para el bien, no halla cosa difícil de realizar, ya que Dios allana todo obstáculo que pueda sobrevenir.

Así se ha hecho patente en aquellos súbditos que se arrojaron al fuego sin experimentar daño alguno, o ejecutaron otras cosas tan difíciles como ésa, al primer mandato de sus superiores. ¿Acaso no realizó por obediencia Jesucristo algo tan difícil para Él como morir en cruz por los pecados de todos los hombres?

Las repugnancias que inspira lo mandado deben superarse del mismo modo que las dificultades surgidas para su ejecución; pues limitarse a obedecer en aquello a que se siente uno inclinado, es hacer la propia voluntad, no la de Dios. Ahora bien, de esto tiene uno que estar persuadido: de que cumple la voluntad de Dios al obedecer. Así nos lo enseña san Pablo, el cual, dirigiéndose a quienes viven sujetos a obediencia, les dice: Haced de buena gana todo cuanto ejecutéis, como quien obedece, no a los hombres, sino a Dios (5). Casiano dice también que ha de cumplirse lo prescrito por los superiores como si fueran mandamientos que Dios intima desde lo alto del Cielo; los cuales, así entendidos, nadie dejaría, ciertamente, de cumplir con fidelidad.

 

11. PARA EL DOMINGO QUINTO DESPUÉS DE REYES

 

Sobre la excelencia y mérito de la obediencia

La obediencia es fuente de gracias para el religioso; puede, por tanto, comparársela con " la buena semilla que se siembra en el campo y rinde mucho fruto a su dueño " (1).

Ésta es, efectivamente, la virtud que ocasiona todo el mérito de las acciones que ejecutan las personas consagradas a Dios. Hasta el punto de que, por excelentes que en sí puedan ser, no tienen valor sino en la medida en que las acompaña la obediencia.

Por eso, es lícito afirmar que la obediencia constituye en el religioso el ornato de sus obras; las cuales, si esta virtud no les presta su brillo, por muy santas que en sí fueren, tienen sólo hermosura fingida, propia, cierta mente, para deslumbrar a quienes no ven las cosas con los ojos de la fe; pero cuya total falacia y plena vanidad no pueden ocultarse a las personas ilustradas.

Miren bien los que hacen profesión de obediencia, no se diga de ellos lo que afirmó de los escribas y fariseos el oráculo de la verdad: que eran sepulcros blanqueados, muy pulidos por de fuera y hermosos a la vista mirado sólo su exterior; mas llenos en su interior con huesos de muerto y con toda suerte de inmundicia (2).

Lo mismo podría afirmarse de los religiosos, si sus obras no se sujetaran todas a la dirección de la obediencia aparentemente, serían virtuosas; pero, en verdad, resultarían fundamentalmente malas y del todo desagradables a Dios, por no ir animadas de la única virtud que puede darles sustentación; tal virtud es la obediencia. Cuando ésta falta, dichas obras, buenas a los ojos humanos, son cuerpo sin alma; y no pueden considerarse como acciones de persona religiosa.

Ocurre a veces que ciertas obras hechas, al parecer, por obediencia; a causa de no ir en todo ajustadas a esta virtud y regidas por ella; esto es, por faltarse en algo a lo prescrito por el superior, ya en cuanto al tiempo, ya en cuanto al modo de ejecutar lo mandado; tales obras, digo, degeneran de lo que debieran ser y se convierten, por falta de tal requisito, en actos de propia voluntad: este vicio viene a convertirse para ellas en la cizaña que el demonio siembra entre la buena semilla.

Es muy de lamentar, por cierto, que actos, buenos de suyo, se vuelvan malos por faltarles esa circunstancia y que, por sí solo, tal vicio los torne desagradables a Dios. Por ahí se echa de ver con cuánto esmero debe el religioso vigilar su conducta, a fin de que sus obras sean tales, cuales deben ser para agradar a Dios.

Cuidad, pues, que todo cuanto hagáis vaya ordenado por la obediencia, y que no se dé en vuestras acciones la menor circunstancia que deje de estar conforme con esta virtud; pues poco tendrá Dios en cuenta una obra, aun hecha por obediencia, si no se procura con sumo cuidado conformarla en todo con lo prescrito por quien ordena su cumplimiento. Tanto más, cuanto según axioma de los filósofos, para que una acción sea buena ha de serlo en todas sus partes; al paso que la torna mala un solo defectillo que la afee. Y no es defecto pequeño dejar de obedecer como es debido; puesto que supone falta de respeto a Dios, y negarle la estima que se merece.

El mejor medio para cumplir con exactitud lo ordenado por el que manda, es tener en más estimación la obediencia - a la cual corresponde enaltecer la obra prescrita que el acto en sí mismo considerado; ya que éste - por deslumbrante que sea de suyo - aislado de la obediencia, es tenido en nada por Dios, pues se presenta desnudo de lo que constituye su mérito. Al paso que una acción, en apariencia de poco precio, se torna muy excelente ante Dios, a causa del interés que se pone en ejecutarla por espíritu de obediencia.

Así, pues, lo que avalora a las personas que se han incorporado a alguna comunidad religiosa, no es tanto la calidad de las obras que en ella realizan, cuanto la perfección de la obediencia con que las ejecuten.

Y eso es lo que ha de distinguir del seglar al religioso: las acciones de éste son santificadas en virtud de la obediencia; mientras en aquél se santifican por el mérito que en sí mismas tienen.

Examinemos, pues, si es la obediencia el móvil y la norma de nuestra conducta: en ello debemos poner toda nuestra aplicación.

Lo que nos demuestra de modo aún más patente la excelencia de la virtud que aquí meditamos, es el hecho de que la obediencia todo lo rectifica; en forma que, hasta las cosas peores se vuelven, merced a ella, agradables a Dios, cuando invenciblemente ignoramos que son malas, y procedemos de buena fe y con sencillez, sin proponernos otro motivo que obedecer a Dios.

 

12. PARA EL DOMINGO SEXTO DESPUÉS DE REYES

 

Que lo hecho por obediencia, aun cuando en sí parezca de poco precio, produce excelentes frutos

Dice hoy Jesucristo en el evangelio que " el reino de los cielos se parece al grano de mostaza; el cual, no obstante ser la más pequeña de todas las semillas, cuando crece, hácese árbol, de forma que las aves del cielo bajan a posarse en sus ramas " (1).

Lo mismo puede decirse de cuanto se ejecuta por obediencia: aunque, al parecer, sea muchas veces de poca monta, se convierte en cosa de mucha entidad por razón de esta virtud.

Así, comer, recoger las migajas de la mesa, barrer un aposento, fregar los platos, prender un alfiler y otras menudencias semejantes son, de suyo, tareas de escasa importancia; mas, practicadas por obediencia, se transforman en actos muy nobles, a causa de tener a Dios por objeto, ya que a Dios mismo se obedece al ejecutarlas.

Ésa es la razón de que tal virtud sea entre todas la que más se acerca a las teologales: tiene a la fe por principio y guía; va siempre del brazo con la esperanza y confianza en Dios, y es fruto de la caridad y del puro amor divino. " Las aves mismas del cielo ", o sea, las virtudes que poseen los Santos en la gloria, " se posan " en los que obedecen; pues disfrutan de tal alegría, consuelo y paz interior, que ni se puede expresar, ni se halla de modo tan perfecto en ningún otro género de personas sobre la tierra, como entre aquellos que obedecen únicamente por Dios.

Gustad cuán suave es el Señor (2) y cuán verdadero lo que aquí se os dice, vosotros, que debéis esmeraros durante toda vuestra vida en obedecer.

Puede aplicarse a la obediencia lo que Salomón dijo de la sabiduría: que todos los bienes nos han venido con ella (3). Efectivamente, quien obedece por espíritu de religión tiene en sí todas las virtudes: es humilde, pues hay que serlo para mostrarse sumiso; es manso, pues no hay que quejarse por molesto que resulte lo ordenado; es silencioso, porque el varón obediente ha perdido el uso de la palabra, y no sabe hacer otra cosa que ejecutar lo prescrito sin nada replicar; es paciente, porque lo soporta todo y lleva todas las cargas que se le imponen; es caritativo en extremo, porque la obediencia le da ánimos para emprenderlo todo en bien del prójimo.

Por eso dice san Buenaventura que la obediencia debe intervenir en todo cuanto se practica en las comunidades y que, si ella falta, aun las obras mejores dejan de ser buenas. Los ayunos mismos, tan meritorios delante de Dios, no son de admitir cuando tienen por principio la propia voluntad; ya que, en este caso, quien ayuna procede como propietario de una acción en la que se reserva Dios el supremo dominio, y respecto de la cual el hombre no tiene otro derecho que el de ejecutar lo que Dios solicite de él.

Ténganse por felices quienes, en virtud de su estado, se hallan sujetos a la obediencia, y considérenla en su interior como la madre y sostén de todas las restantes virtudes.

Mas, si se quiere que todo eso resulte verdad, es necesario practicarla con toda la perfección posible; porque Dios no concede tal gracia sino a quienes han renunciado a tener voluntad propia, y consideran la de Dios como regla y principio de toda su conducta.

El fruto principal que la obediencia produce en las personas religiosas es procurarles la perfección de su estado, consolidarlas en él y alcanzarles la perseseverancia.

Dice, efectivamente, san Doroteo que nada facilita tanto a los hombres el cumplimiento de sus deberes en la religión como el quebrantar el propio querer, y que éste es el medio más adecuado que pueden adoptar para adquirir toda clase de virtudes. Porque contrariando frecuentemente el personal albedrío, adquieren facilidad extraordinaria para domar sus pasiones e inclinaciones y lograr en toda coyuntura la impasibilidad del alma, que constituye la más elevada perfección

Por eso afirma Casiano que en la vida religiosa se guarda tanto más fervor y pureza de alma, cuanto mayores son los progresos que se consiguen en la obediencia.

San Ignacio, en la tercera parte de sus Constituciones (4), dice que, no sólo es conveniente, sino muy necesario que todos practiquen perfectamente la obediencia en su Comunidad, para progresar en las virtudes y en la perfección de su estado.

Además, nada contribuye tanto como esta virtud para dar al religioso solidez y constancia, por el respeto y amor que le inspira a todas las observancias religiosas; las cuales son el camino seguro para llegar a poseer plenamente el espíritu del propio estado y perseverar en él.

Porque ¿de dónde procede la falta de perseverancia? ¿No es, acaso, de haber perdido el amor a las reglas y prácticas de la comunidad; de hastiarse, luego, de ellas y, finalmente, de cumplirlas a desgana?

Deducid de todo lo dicho cuánto importa que os aficionéis a la obediencia, con predilección sobre cualquier otra cosa, y que pongáis vuestra principal diligencia en practicarla; pues, según Sulpicio Severo, es la primera y principal de cuantas virtudes constituyen el ornato de las comunidades.

Tened por seguro que no amaréis vuestro estado ni poseeréis su espíritu, sino en la proporción en que seáis fieles a la obediencia.

 

13. PARA EL DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

 

Sobre la necesidad que tienen las personas consagradas a Dios de ser ejercitadas en la obediencia.

A muchos que viven en comunidad podría preguntárseles, con más extrañeza y mayor motivo que a quienes permanecían de pie en la plaza pública: ¿Por que estáis aquí ociosos todo el día? (1); puesto que, no obstante haberse consagrado a Dios y haber hecho profesión de trabajar en la perfección de su estado, permanecen, con todo, en él sin realizar progreso alguno en las virtudes y, particularmente, en la obediencia.

Aun cuando se han comprometido a ello de modo especial, no se los ve ejercitarse en su práctica; antes, con frecuencia, es necesario que los superiores se amolden a sus deseos e inclinaciones.

De ahí que, o no practiquen la obediencia, o que ésta resulte condicionada, caprichosa o puramente humana; puede decirse con verdad de ellos que no ponen nunca en ejecución acto alguno de verdadera obediencia.

¡Ah!, cuán dignos son de lástima; pues nunca pasarán de principiantes por no ser ejercitados en la práctica de la virtud.

Tal desorden mana, al parecer, de dos fuentes: la primera, de quienes se han comprometido a obedecer, pero no se ofrecen espontáneamente para que se los ejercite en la práctica de esta virtud. Dan como pretexto que ellos se contentan con seguir las prácticas de la comunidad y cumplir exteriormente, y a veces con mucha flojedad, sus obligacioncillas corrientes.

Cuando a éstos se les ordena alguna cosa inesperada, no acaban de resolverse a cumplirla, alegando como razón que les resulta muy gravosa, porque sus fuerzas no son para tanta carga: juzgan cuanto se les ordena por encima de su capacidad o virtud, y todo proviene de que no se inclinan ni ofrecen a ser ejercitados en la obediencia.

En otros se da tamaño desconcierto porque quieren vender harto cara su obediencia: no están dispuestos a obedecer, sino con arreglo a ciertas condiciones que juzgan oportuno imponer al superior, o sólo cuando se hallan de buen talante.

¡Ah! ¡Cuán desgraciado es quien, teniendo la obligación de obedecer, no se abraza gustoso con la obediencia! ¡Y cuán difícil resulta su práctica en tales condiciones!

La segunda fuente de donde nace dicho desorden son los superiores mismos, quienes, a veces, dejan a sus súbditos en cierta como ociosidad, al no ejercitarlos en la práctica de la obediencia.

¡Nadie nos invita a trabajar!, dicen estos operarios ociosos; los cuales no alcanzan nunca tal virtud, porque la obediencia sólo se facilita con la repetición de prácticas adecuadas, lo mismo que ocurre con las demás virtudes; y, de modo muy particular con ésta, pues el ejercicio conveniente de la obediencia exige el vencerse a sí mismo, el renunciar al espíritu propio y a las inclinaciones naturales.

Cuando se intima una orden a esta clase de súbditos, los hay que sólo la cumplen en parte, o sólo exteriormente; otros replican o alegan razones para eximirse; algunos rehúsan en absoluto obedecer.

¡Ah! ¡Qué dignos son de lástima los que cuentan con superiores que no les ofrecen ninguna ocasión, o muy pocas, de practicar la obediencia, en la que tanto importa sean ejercitados quienes de ella han hecho profesión!

 

14. PARA EL DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

 

De tres clases de desobedientes

La palabra del superior en su comunidad es la semilla del evangelio de hoy; la cual es recibida, algunas veces, por tres clases de personas mal dispuestas (1).

La simiente que cae a lo largo del camino es la palabra del superior escuchada por quienes se contentan con los deseos de obedecer. Parece que tienen amor a la obediencia, pues hablan bien de ella cuando se presenta ocasión, y aun exhortan a los demás a obedecer. Pero no se advierte en ellos más que buena voluntad, y no sus efectos. Y es que les parece difícil cuanto se les ordena.

La razón de que no acaben éstos de decidirse a la práctica, y de que no obedezcan, es que su corazón no se ha dispuesto de antemano a ello. Sería necesario para determinarlos a obedecer que, cuando el superior se resuelve a mandarles algo, les preparase con antelación para hacérselo aceptar con gusto. ¿No os contáis vosotros entre éstos? ¿Estáis siempre dispuestos a obedecer?

Prevenid para ello de tal modo el ánimo, que pueda el superior mandaros confiadamente en cualquier circunstancia, y os halle siempre dispuestos a cumplir sus órdenes.

La semilla que cae entre piedras es la palabra del superior recibida por aquellos que ejecutan cuanto se les manda, si no tienen penas ni tentaciones; pero, a la más leve tentación, a la menor turbación del espíritu, a la mínima dificultad con el superior, vedlos consternados e incapaces de resolverse a ejecutar lo que se les ordena, porque no están cimentados en la virtud, ni se los ha familiarizado con la práctica de la obediencia.

¡Ah! ¡Cuánto importa que, a personas tan débiles y sujetas a la tentación, se las ejercite a menudo! ¡Y cuán necesario es probar y contradecir a gente de tal temperamento!

Suplicad con frecuencia a los superiores que no toleren en vosotros semejantes debilidades, y pedid a Dios corazón siempre dócil.

La simiente que cae entre espinas es la palabra del superior recibida por quienes obedecen en todo cuanto les agrada, y no presenta para ellos la más leve dificultad; mas, tan pronto como experimentan alguna repugnancia hacia lo mandado, se ven incapaces de cumplirlo, porque no logran vencerse ni violentarse en la medida que el caso lo requiere. Haría falta para decidirlos a obedecer que el superior les ordenase únicamente cosas que les fueran gratas y que, antes de imponerles el mandato, tuviera la precaución de sondear su disposición natural y sus preferencias.

Esta obediencia es del todo natural y humana; por consiguiente, no es en manera alguna religiosa ni meritoria ante Dios; ya que pone al superior en el trance de inquirir del súbdito lo que desea hacer; cuando, por el contrario, incumbe al súbdito preguntar a su superior: ¿Qué queréis que haga? (2).

Esto debéis hacer siempre vosotros, para obedecer bien.

 

15. PARA EL DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

 

De tres clases de personas que obedecen sin el mérito de la obediencia ciega

El ciego que, según el evangelio de este día, curó Jesucristo después de preguntarle: ¿Qué quieres que te haga? (1); es la remota figura de aquellos a quienes los superiores se ven en la precisión de preguntarles lo que les agrada, y de quienes intentan averiguar lo que se pretende mandarles, antes de parecer dispuestos a ejecutarlo.

Tales religiosos voluntariosos son de tres clases:

Los primeros, aquellos que analizan minuciosamente los mandatos. Antes de obedecer procuran:

- averiguar lo que el superior desea ordenarles, y
- considerar si es cosa que les conviene, o si no ha de ocasionarles demasiadas molestias el llevarlo a la práctica; si no habrán de poner condiciones para que su ejecución les resulte más fácil o cómoda, y otras reflexiones por este estilo, todas ellas de orden absolutamente natural.

El varón sinceramente obediente no examina nada ni presta atención a otra cosa, sino a que debe obedecer: la fe que señorea su espíritu le obliga a acallar todas aquellas consideraciones.

La segunda categoría de personas que quieren ver antes de creer y obedecer, es la de quienes alegan razones al superior: ya para excusarse de ejecutar lo mandado, ya para hacerlo de modo diverso a como se les ordenó, ya para demostrar que resultaría más oportuno hacer cosa distinta de la que el superior pretende.

La verdadera obediencia no admite ninguno de esos raciocinios, porque se basa en la fe, que está infinitamente por encima de la razón; de donde se sigue que, para obedecer como conviene, no ha de alegarse razonamiento alguno.

En efecto: cuando para someterse hay que estar convencido o persuadido, al menos, por las razones; ya no se obedece porque Dios manda, sino porque lo ordenado parece razonable. Proceder así no es obrar como verdadero obediente, sino como filósofo que antepone la razón a la fe.

Entre esas dos maneras de proceder con los superiores, ¿cuál seguís vosotros?

Discutir con ellos e intentar atraerlos a que os manden lo que os gusta, ¿no es, en cierto modo, alzaros sobre ellos y dictarles la ley?

La tercera clase de religiosos que no se resuelven a obedecer a ciegas, son aquellos que, profanando de manera vergonzosa lo más sagrado de la religión, esto es, el cumplimiento de la voluntad divina; presumen hasta tal punto de sus propias luces, que intentan demostrar a sus superiores que van errados al imponerles determinadas órdenes, y que está reñido con el sentido común lo que se les manda.

Así procedió aquel novicio que pretendía sostener su opinión contra san Francisco, y mereció a causa de ello ser expulsado por el Santo.

Detestad tal modo de proceder, que destruye la obediencia, y consideradlo dentro de la comunidad como la abominación desoladora en el lugar santo (2).

Para ser perfecta, la obediencia ha de ser ciega y, en cuanto tal, no admite impugnaciones, raciocinio, examen ni la más leve réplica.

 

16. PARA EL MIÉRCOLES DE CENIZA

 

Del espíritu de penitencia con que ha de recibirse la ceniza, y en el que debemos perseverar durante toda la Cuaresma

El designio de la Iglesia al imponeros hoy la ceniza en la frente, es daros a entender que debéis abrazaros este día con el verdadero espíritu de penitencia.

Tan sagrada ceremonia es residuo de la antigua disciplina eclesiástica, que obligaba a los penitentes públicos, antes de que iniciasen la penitencia, a recibir en sus cabezas la ceniza, de manos de los ministros del altar y en presencia de todos los fieles.

Con el propósito de asociaros a esta santa institución de la Iglesia y de tomar parte en ella, debéis dar comienzo a este santo día preparando y disponiendo convenientemente los corazones, mediante la sincera compunción, que es el alma de tan sagrado rito.

En esa disposición hemos de dar principio a la cuaresma y en ella debemos permanecer durante todo este santo tiempo.

Al recibir la ceniza, pedid a Dios el espíritu de penitencia, del que debéis vivir siempre animados y que ha de acompañar y santificar vuestro ayuno; pues poco vale el ayuno exterior que no humilla el espíritu, al mismo tiempo que mortifica la carne.

Por tanto, el efecto que la imposición de la ceniza debe producir en vosotros ha de ser éste: que toda vuestra conducta exhale penitencia; de modo que ayunéis con los ojos, con la lengua y el corazón.

Con los ojos, por el profundo recogimiento y la huída de cuanto pudiera derramaros al exterior. Con la lengua, por el exacto silencio, que os aleje de las criaturas, y os mantenga estrechamente unidos a Dios, durante este santo tiempo. Con el corazón, por la renuncia a todo pensamiento que intentara disipar vuestro espíritu, distraeros e interrumpir vuestras conversaciones con Dios.

El fruto del ayuno cristiano es la mortificación de los sentidos y de las propias inclinaciones, y el alejamiento de las criaturas.

Para movernos al ayuno espiritual, al mismo tiempo que nos privamos de los placeres sensibles y nos apartamos de las satisfacciones que pudiéramos hallar en el uso de las criaturas; nos dice la Iglesia por el sacerdote que nos impone la ceniza en la cabeza: Acuérdate de que, por ser hombre, eres polvo, y en polvo te convertirás (1).

Nada tan propio para inspirarnos el desasimiento de todo lo criado y la sincera compunción, como el recuerdo de la muerte. Por eso, quiere que pensemos en ella la Iglesia durante todo este tiempo, dedicado a los ejercicios penitenciales; a fin de que su recuerdo nos anime a practicarlos con mayor gusto y fervor.

Moriremos, y sólo moriremos una vez. Pero no moriremos bien y como Dios desea, sino en cuanto hayamos vivido practicando la penitencia, y apartados de los placeres en que se deleitan los sensuales al usar las criaturas. ¿Queremos morir santamente? Vivamos como verdaderos penitentes.

 

17. PARA EL DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA

 

De la tentación

El evangelio de este día, al indicarnos que Jesucristo se retiró al desierto, no dice que fuera para huir la compañía de los hombres ni para orar; sino a fin de ser tentado (1). Y eso, para darnos a entender que el primer paso de quien pretende consagrarse a Dios ha de ser dejar el mundo, con el fin de disponerse a luchar contra el mundo mismo y contra los demás enemigos de nuestra salvación.

En el retiro, dice san Ambrosio, es donde precisamente ha de contar uno con ser tentado y expuesto a muchas pruebas. Lo mismo os advierte el Sabio al afirmar que cuantos se alistan en el servicio de Dios deben prepararse para la tentación (2).

Ésta les resulta, efectivamente, muy provechosa; pues se convierte en uno de los mejores medios que puedan emplear para verse enteramente libres, tanto del pecado como de la inclinación a pecar.

¿Habéis creído siempre que, para daros de todo punto a Dios, debéis disponeros a ser tentados? ¿No os causa sorpresa el que a veces os acose la tentación? En lo sucesivo, vivid siempre preparados para ella; de modo que podáis sacar todo el fruto que con la tentación intenta Dios producir en vosotros.

Lo que debe alentar al alma puesta sinceramente en las manos de Dios, a estar siempre apercibida para las tentaciones, es que la vida del hombre, según Job, es tentación o, como dice la Vulgata, combate perpetuo (3). De donde puede el alma colegir que, si es voluntad de Dios que se vea tentada mientras permanece en la tierra, es porque ha de luchar de continuo contra el demonio y contra las propias pasiones e inclinaciones, los cuales no cesarán de hacerle guerra en tanto viva en el mundo.

Por eso afirma san Jerónimo que le es imposible a nuestra alma dejar de ser tentada mientras viva y que, si el mismo Jesucristo nuestro Salvador fue tentado, nadie puede ilusionarse con atravesar el mar tormentoso de la vida sin verse combatido por la tentación.

¿Contáis con que habréis de luchar de continuo contra el demonio y contra vosotros mismos? ¿Vivís siempre en guardia contra vosotros, como debéis hacerlo desde el momento que dejasteis el mundo? ¿Estáis pertrechados de lo que os es preciso para resistir al diablo y para no consentir que os arrastren los placeres sensibles?

Convenceos de que sería desgracia no pequeña carecer de tentaciones, por ser ello indicio de no vencerse en cosa alguna, y de sucumbir fácilmente en la lucha con las propias pasiones.

El ángel que acompañó a Tobías, dijo al padre de éste: Porque eras agradable a Dios, fue menester que la tentación te probase (4); esto debe acabar de demostraros la necesidad de tal clase de pruebas, las cuales os proporcionarán gracias muy abundantes.

No creáis, por consiguiente, dice san Crisóstomo, que os deja Dios de la mano cuando padecéis tentaciones; al contrario, es uno de los más claros indicios que podéis tener de que vela Dios de modo particular por vuestra salvación: cuando os ofrece ocasiones de luchar y de ejercitaros en la práctica de la virtud, pretende afianzaros en ella.

Porque se adquiere insensiblemente virtud sublime permaneciendo de continuo inmutable e inflexible en la práctica del bien, a pesar de las graves tentaciones que puedan asaltarnos.

Considerad, pues, como grave desventura el no ser tentados: sería, en efecto, señal de reprobación y desamparo por parte de Dios, que prueba a quienes ama, y se complace en verlos tentados, como lo fueron Job y Tobías, dos de sus más fieles servidores.

 

18. PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA

 

De los consuelos espirituales

El modo ordinario que Dios sigue en el gobierno de las almas puras, es cuidar de alentarlas con los consuelos espirituales, después que han soportado con paciencia las tentaciones y pruebas interiores.

La manera de comunicarnos Dios sus consuelos y de proceder nosotros al recibirlos, se nos descubre en el evangelio de hoy, donde se relata la transfiguración de Jesucristo, símbolo de las consolaciones espirituales con que Dios favorece, de cuando en cuando, a ciertas almas que viven verdadera vida interior.

Dícese en el evangelio que el Señor se transfiguró cuando oraba en un monte distante y muy elevado (1), para significarnos que las almas en quienes Dios derrama sus consuelos son aquellas que se aplican de veras a la oración, y se aficionan a este santo ejercicio.

No deben por tanto, maravillarse las almas tibias, flojas y poco amantes de la oración, si no cuentan entre las que Dios distingue con su especial cariño, y a las que se comunica hasta la familiaridad; pues no viven íntimamente unidas a El, ni se interesan por el ejercicio que une con Dios y en el que se aprende a gustar de Dios y a saborear, ya en la tierra, el gozo anticipado de las delicias del cielo.

Sed tan asiduos a este santo ejercicio, que logréis ejecutar todas vuestras acciones en espíritu de oración.

Dios, que se goza en comunicarse a las almas puras y libres de todo apego al pecado, no quiere, con todo, que ellas se aficionen excesivamente a sus dádivas. Tal apego es un vicio que indispone a Dios con el alma; porque da a entender que ésta no busca desinteresadamente a Dios, sino el don de Dios y la propia satisfacción.

Y, así, como el fin que Dios se propone con sus consuelos es sostener a las almas y darles algún respiro, después que han superado la prueba de la tribulación; deben ellas aceptar este breve alivio con la mira puesta sencillamente en el beneplácito de Dios, sin detenerse en el regusto personal que les proporciona.

En esto faltaron los tres Apóstoles que acompañaban a Jesucristo en el monte Tabor: poco conocedores aún de los caminos de Dios, se detenían más en las dulzuras que gozaban en aquel misterio, que en contemplar la grandeza y bondad de Dios, las cuales debían haber ocupado entonces enteramente su espíritu, y atraer toda su atención.

Ese fue el motivo de que la gloria externa con que apareció ante ellos Jesucristo, se disipara y desapareciera de sus ojos en un instante.

Así procede Dios de ordinario: suele privar del placer sensible que acompaña a la consolación, cuando se muestra demasiado apego hacia ella o se la saborea con complacencia excesiva.

La transfiguración de Jesús duró poco, para enseñarnos que los consuelos concedidos a veces por Dios en esta vida, no pasan de leve refrigerio que Él otorga a las almas santas, en medio de sus desolaciones interiores, a fin de ayudarles a sobrellevarlas con más denuedo, y para acrecentar en ellas el amor, que se debilita a veces por el decaimiento de la naturaleza.

Apenas había comenzado Jesucristo a experimentar algún contento en la transfiguración, cuando se halló solo y en total desamparo; sin otra perspectiva ante los ojos que cuanto debía padecer en Jerusalén (2), de lo cual había hablado con Moisés y Elías, y que fue objeto también de su conversación con los Apóstoles al bajar del monte.

Todo ello tiene como fin descubrirnos que esta clase de consuelos transitorios deben servir sólo para alentarnos, y fortalecer en nosotros el amor a los padecimientos y a las penas interiores o exteriores, de las que nadie debe soñar con verse libre en la presente vida.

 

19. PARA EL DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

 

De la sencillez en descubrir el propio corazón (*)

El evangelio de este día nos cuenta que Jesucristo libró del demonio a un poseso, y que el demonio aquel era mudo; es decir, que impedía hablar al endemoniado (1).

El poseso curado es figura de los mudos con su superior, por no descubrirle lo secreto de sus corazones.

Es ésta una de las cosas más perjudiciales y, con frecuencia, la más perjudicial de todas para el súbdito. Pues, así como no puede curarse el enfermo que no acierta a descubrir su dolencia; así, quien oculta las llagas del alma a su médico espiritual, corre el peligro de languidecer por mucho tiempo.

Lo que al principio no pasaba de leve pena de espíritu, se trueca en tentación peligrosa, por no haber tenido valor suficiente para declararlo al director.

Una falta así callada, va seguida de otra mayor, y el mal resulta al fin incurable, por no haberlo descubierto al principio, cuando tan fácil era el remedio.

Lo que ordinariamente impide revelar el interior a los superiores es la soberbia o el respeto humano.

La soberbia, porque se tiene reparo en dar a conocer el fondo del alma, y porque el amor propio padece mucho cuando se ve uno obligado a declarar ciertas flaquezas: nos cierra entonces la boca, persuadiéndonos que sería bochornoso para nosotros hablar sinceramente al superior, quien podría, a causa de ello, concebir desfavorable impresión sobre nuestra conducta.

Eso suele sugerirnos el demonio en tales ocasiones; y tiene buen cuidado de abultar entonces a nuestros ojos las cosas, para impedirnos superar la confusioncilla que se sigue de declarar las propias faltas.

El remedio contra tan peligrosas imaginaciones es, por un lado, amar la humillación que se sigue a la manifestación del alma, y sujetarse a ese deber como medio que ayuda mucho a adquirir la humildad; y, por otro, decir sencillamente al superior y en primer término lo que más nos humilla, al darle cuenta de conciencia.

El segundo motivo que, ordinariamente es causa de dificultad para descubrirse al superior, es el respeto humano; sobre todo, si la falta se relaciona en algo con el superior mismo a quien ha de darse a conocer. No sabe uno cómo salir del paso: se teme causarle disgusto y, a veces, se acaba resolviendo no decirle nada.

Pero, ¿hay cosa más fútil que tal razón, o algo menos fundado que semejante miedo? Porque aquí ocurre todo lo contrario de lo que uno se imaginaba. El superior a quien descubre el súbdito todo cuanto le pasa, debe abrigar y abriga efectivamente, de ordinario, afecto y estima muy particulares hacia el que tiene con él tales confidencias, se relacionen o no con su persona o con la de otros. Es insensible como una piedra a todo cuanto le atañe, y no se preocupa de cuanto se le dice, como no sea para aplicar el remedio que juzga más oportuno.

Considerad, pues, en lo sucesivo, todos los pensamientos que puedan acudir a vuestra mente para impedir que os descubráis con sencillez a quienes os dirigen, como las tentaciones más peligrosas del demonio, y de las más perjudiciales al bien de vuestra alma.

 

20. PARA EL DOMINGO CUARTO DE CUARESMA

 

Sobre la confiada entrega en las manos de Dios, durante las penas y arideces espirituales

En este evangelio parece insinuar Jesucristo que se dan situaciones en que las almas afligidas con penas y sequedades, no pueden recibir auxilio apreciable de las personas que las dirigen, ya por carecer éstas de suficientes luces naturales o adquiridas en la experiencia, ya porque Dios no les concede con la debida abundancia las gracias que necesitarían para poder aliviar a quienes pasan por esas dificultades.

Tales almas no deben, con todo, dejar de acudir a quienes las conducen, porque ésa es la ordenación de Dios y porque siempre pueden ayudarlas en algo.

Así, en esta ocasión no dejó de dirigirse Jesucristo a sus discípulos para proponerles que remediaran la necesidad que padecía el pueblo. Y, aunque fueron incapaces de conseguirlo, los utilizó para distribuir el pan, multiplicado por Él con el fin de saciar el hambre de tan ingente multitud (1).

De igual modo quiere Dios que acudáis siempre vosotros a quienes tienen cargo de dirigiros, representados en este evangelio por los Apóstoles, aun en los tiempos y situaciones en que os parezca de escasa utilidad solicitar su ayuda. Dios se complace en que echéis mano siempre, en la medida que os fuere posible, de los medios comunes que pone a vuestra disposición para guiaros, aun cuando fuere sin resultado aparente alguno.

Si después de acudir en vuestras dificultades a quienes os dirigen, éstos no han podido suministrar el oportuno remedio, es voluntad de Dios que os fiéis del todo en su beneplácito, y esperéis de Él y de la sola voluntad divina, todos cuantos auxilios necesitáis, a ejemplo del numerosísimo gentío que seguía a Jesús; el cual aguardó pacientemente que el Señor proveyese de sustento a sus personas, sin cuidarse siquiera de exponerle la necesidad en que se hallaban.

Debéis vivir realmente persuadidos de que, no permitirá Dios que seáis tentados o afligidos más allá de vuestras fuerzas (2). Cuando los hombres nada pueden, entonces Precisamente lo hace Dios todo por Sí mismo manifestando a un tiempo, con esplendor, su poder y su bondad.

Por eso, imitando a las turbas que siguieron al Señor, debéis fiaros de Dios totalmente; ya para padecer cuanto a El le plazca, por considerarlo sumamente ganancioso para vosotros; ya para salir de la tribulación por los medios que Dios juzgue más convenientes; sin torturaros el alma para recobrar la paz por vuestras propias diligencias que, muchas veces, resultarían inútiles.

Acontece de ordinario que, después de entregarse así al querer divino, el Señor deja sentir los efectos enteramente extraordinarios de su bondad y protección; como vemos por las muestras que nos da en el evangelio de este día, con la multiplicación de los cinco panes y los dos pececillos que le presentaron; hasta el punto de que, una vez saciados cinco mil hombres, sin contar los niños pequeños, aún quedó mucho de sobra.

Tened, pues, por seguro que, una vez puestos en las manos de Dios para padecer en toda la medida que le pluguiere; o bien, si os deja en la tribulación, os ayudará con su gracia a sobreponeros a ella, aunque acaso de manera no sensible; o bien, os librará de la misma por caminos imprevistos y cuando menos lo penséis.

Eso nos asegura David haber experimentado en su persona, cuando dice: Con paciencia grande esperé en el Señor y, al fin, escuchó mi clamor y atendió mis plegarias; me sacó de la hoya de miserias y del abismo; afirmó mis pies sobre roca y ha conducido mis pasos. Muchos, al ver esta maravilla, aprendieron a temer al Señor y pusieron en El toda su confianza (3).

 

21. PARA EL DOMINGO DE PASIÓN

 

Sobre las disposiciones con que deben escucharse y recibirse las palabras de los Superiores

Con mucha razón se queja hoy de los judíos en el evangelio Jesucristo, porque " no creían sus palabras, aun cuando Él no les hubiese dicho más que la verdad, ni les hablase sino como su Padre se lo había enseñado; pues ello era indicio de que no le reconocían por el Hijo de Dios " (1).

Puede dirigirse, a veces, el mismo reproche a ciertos religiosos que carecen de confianza en sus superiores, por no mirarlos como lugartenientes de Dios para con ellos; de donde resulta que no se aprovechan de sus avisos ni cumplen con fidelidad lo que les mandan.

Para poner remedio a este vicio, que puede acarrear gravísimas consecuencias, es necesario que, cuantos viven sujetos al gobierno de algún superior, crean las palabras de éste como si fueran palabras de Dios. Es Jesucristo quien se lo exige en el santo Evangelio cuando, en la persona de los Apóstoles, dice a todos los que tienen a su cargo otras personas: Quien os escucha, me escucha (2).

¡Cuán persuadido debe estarse de que el superior es ministro de Jesucristo; que Dios está en él y habla por su boca, y que sus palabras son la verdad misma que ha aprendido de Dios!

¿No es cierto que, si os hubierais hallado siempre en tal disposición, habríais dado sencillamente fe a cuanto os han dicho los superiores, y no habríais dudado nunca ni un instante en seguir sus consejos y mandatos? Confesad que, si habéis incurrido en faltas para con ellos, ha sido sólo por no reconocer a Dios en su persona; ni en sus palabras, las palabras de Dios.

Las personas religiosas no han de creer tan sólo las palabras de sus superiores; deben, además, escucharlas con humildad y respeto, y en disposición análoga a como escuchan los hijos bien criados las palabras de sus padres. Si no, merecerán la reconvención que Jesucristo dirige hoy a los judíos, en el evangelio, cuando les dice: " Si no escucháis las palabras de Dios es porque no sois nacidos de Dios "; pues, añade: Quien es nacido de Dios, escucha las palabras de Dios (3).

Aquellos, pues, que tienen en sí el espíritu de Dios, escucharán gustosos las palabras de su superior, porque reconocerán en el lenguaje de éste el de Dios; vivirán convencidos de que la verdad de Dios está en él y de que no habla de propio movimiento, sino impulsado por el espíritu de Dios, a quien deben escuchar en él, según lo afirma Jesucristo nuestro Señor.

¿Escucháis así a vuestros superiores? ¿No pasáis, a veces, por el tamiz de vuestro examen lo que os dicen? ¿No dais oídos a pensamientos contrarios a lo que os aconsejan o mandan?

Si tal hacéis, ofendéis a Dios en sus personas.

Tenéis también obligación de llevar a la práctica dócilmente los consejos y mandatos de vuestros superiores: pues, así como dice san Juan que " la prueba de que conocemos a Dios es si guardamos sus mandamientos " (4); asimismo, la señal más segura que podéis tener de que consideráis como superior vuestro al que os manda, es ejecutar con prontitud y fidelidad, no solamente lo que os ordena, sino también cuanto os diga, aun cuando se limite a daros meros avisos.

Y como, según añade san Juan, quien dice que conoce a Dios y no guarda sus mandamientos es mentiroso, y la verdad no está en él (5); de igual modo quien no cumple lo que le dice el superior, manifiesta con su proceder que, aun afirmando que quien le habla es efectivamente superior suyo, no le reconoce por tal; pues lo que da a conocer que está unido con él en calidad de súbdito y como dependiente de él, es la ejecución de cuanto su superior le indica; ni más ni menos que, según el santo Apóstol, lo que da a conocer que somos de Dios es el guardar su palabra (6).

Juzgad por aquí cómo debéis proceder en relación con cuanto os dicen los superiores.

 

22. PARA EL DOMINGO DE RAMOS

 

Sobre la realeza de Jesucristo

Jesucristo vino al mundo para reinar. No como los demás reyes, dice san Agustín, que exigen tributos, levantan ejércitos y combaten visiblemente a sus contrarios, ya que Él mismo aseguró: Mi reino no es de este mundo (1); sino para establecer su reinado en las almas, según lo afirma en el santo Evangelio, al decir: El Reino de Dios está dentro de vosotros (2).

Para que Jesucristo reine en nuestras almas, debemos darle en tributo nuestras acciones, que han de estarle todas consagradas, procurando que todo en ellas le sea agradable, y proponiéndonos únicamente como fin al ejecutarlas el cumplimiento de su santa voluntad, según la cual deben sin excepción regularse, para que nada en ellas sea humano; pues, supuesto que el Reino de Jesucristo es divino, cuanto con él se relaciona necesario es que sea, o divino en sí, o divinizado por su referencia a Jesucristo.

Y como el fin principal que Jesucristo persiguió en este mundo fue el " cumplimiento de la voluntad de su Padre " (3), según atestigua El en varios lugares de su Evangelio; quiere a su vez que vosotros, sus miembros y vasallos, viváis unidos a Él en calidad de tales, y os propongáis el mismo fin que Él se propuso, en todas vuestras acciones.

Examinad si es eso lo que con ellas pretendéis.

Para que Jesucristo reine en vuestras almas, habéis de combatir a sus órdenes dentro de ellas, contra los enemigos de vuestra salvación, que son también los suyos.

El ansía establecer su paz en vosotros; la cual, según san Pablo, ha de reinar victoriosa en vuestros corazones (4); por consiguiente, es menester que Jesucristo triunfe, y vosotros con El por su auxilio, sobre todo lo que suponga obstáculo a su reinado, como son las propias pasiones y malas inclinaciones; y que " destruyáis el hombre de pecado que anteriormente reinó en vosotros, para que os veáis libres de la vergonzosa esclavitud a que os había reducido " (5).

Disponeos en este día a recibirle sin reservas como rey, entregándoos de todo en todo a su dirección, y dejándole señorear sobre cada uno de vuestros impulsos interiores, de manera tan absoluta por su parte, y tan dependiente por la vuestra, que podáis decir con verdad: Ya no soy yo quien vino; es Jesucristo quien vive en mí (6).

Si queréis que Jesucristo combata en vosotros contra los enemigos que intentan oponerse a su reinado, es necesario que pueda Él levantar un ejército, compuesto de las virtudes con que debéis adornar el alma, las cuales le pongan en condiciones de constituirse dueño en todo y por todo de vuestro corazón.

Por vuestra parte, es necesario también que luchéis aguerridamente, siguiendo su bandera y utilizando las armas que os pone en las manos: Estén, por tanto, ceñidos vuestros lomos, dice san Pablo, del cíngulo de la verdad, y armados con la coraza de la justicia, o sea, del amor a los deberes de vuestro estado; embrazando el broquel de la fe con que podáis apagar todos los dardos encendidos del demonio; la esperanza de la salud os sirva de yelmo, y la palabra de Dios, de espada (7).

Armados de tales arneses, según enseña el mismo san Pablo, la paz de Jesucristo reinará verdaderamente en vuestros corazones (8).

 

23. PARA EL LUNES SANTO

 

Sobre la decisión que tomaron los judíos de dar muerte a Jesucristo.

Indignados los judíos porque obraba Jesucristo muchos milagros y porque, a causa de ellos, todos corrían en pos de Él y le miraban como profeta; concibieron el designio de darle muerte, para lo cual celebraron consejo entre si (1). En él determinaron los medios de que podrían servirse para prenderle.

Mas, como temían al pueblo (2), que le profesaba singularísimo aprecio, era forzoso proceder con cautela. Por lo cual, convinieron en que el medio para perder a Jesús, y para desahogar el odio que le profesaban era hacerle pasar ante las turbas por novador.

Asombraos del aborrecimiento que los judíos abrigaban contra Jesucristo, y de la oposición de Jesucristo a los judíos, particularmente a los fariseos, que le ocasionaron la muerte. Y ponderad a qué excesos conducen la envidia y la rabia de los perversos, que los arrastran hasta el punto de dar muerte a un inocente, santo, profeta; al hombre que llevaba en sí todos los indicios exteriores de la divinidad.

No obstante la aversión que los judíos sentían contra Jesús, y los perversos designios que habían fraguado para perderle; nunca dejó Él de hablarles, en cuanto le concernía, con la mayor mansedumbre que pueda imaginarse.

Una vez les dijo que había hecho muchas buenas obras entre ellos, y les rogaba le dijesen por cuál de esas buenas obras querían matarle (3). Ellos mismos declararon la causa en su asamblea, diciendo: Si le dejamos con vida, todos creerán en El (4).

¿Qué mal ha hecho?, les dijo Pilatos por su cuenta; yo no hallo en Él crimen alguno que merezca la muerte (5). Pero bastaba el aborrecimiento que los judíos profesaban a Jesucristo, y que Él les hubiera echado en cara sus vicios, para declararle culpable ante su tribunal, y para que fuese en él juzgado reo de muerte: Condenémosle a muerte infame, dijeron, tomando del Sabio (6) estas palabras.

Adorad la disposición interna de Jesucristo, respecto a todos esos planes de la cábala farisaica, cuya ejecución acepta Él animosamente, por ver que estaban de acuerdo con los designios de su Eterno Padre: No tendrías poder alguno sobre Mí, dijo a Pilatos, si no se te hubiera dado de Arriba (7).

Otra de las razones alegadas por los judíos en su asamblea para decidirse a dar muerte a Jesucristo, fue el temor de que, si muchos llegaban a creer en El, a seguirle y honrarle como rey, vendrían los romanos para destruir su ciudad y nación (8).

En lo cual, muy ciegos se mostraron, dice san Agustín; pues, si su ciudad fue sitiada, conquistada y de tal modo destruida por los romanos que no quedó en ella piedra sobre piedra, según Jesucristo había predicho (9); fue exactamente como consecuencia de las crueldades que ellos habían cometido contra el Ungido del Señor. Así lo atestigua Josefo, escritor de aquella época y perteneciente a la secta de los fariseos, al decir que la destrucción de Jerusalén no tuvo otra causa que el haber ellos dado muerte a Jesucristo.

Tal suele ser el modo ordinario con que Dios procede: trastorna los proyectos de los hombres, y ordena que suceda al revés de lo que ellos fraguaron, para que aprendan a fiarse de Él, y a descansar confiada y totalmente en su providencia; sin emprender cosa alguna por sí mismos, ya que no han de querer sino lo que Dios quiere.

 

24. PARA EL MARTES SANTO

 

De cómo Jesucristo se entrega a los padecimientos y a la muerte

Es de admirar cómo Jesucristo, que durante algún tiempo, se ocultó a los ojos de sus enemigos (1); escapó de sus manos y se alejó de ellos, sin querer manifestarse en público (2), porque conocía su intención de darle muerte; más tarde, se dirige al lugar donde sabe que le encontrarán quienes le buscan para perderle; se adelanta y sale a su encuentro (3); se deja prender, maniatar y conducir (4); conociendo, como dice el Evangelio, cuanto le había de suceder (5), y que sería entregado en manos de los pecadores (6).

Adorad estas contrarias disposiciones de Jesucristo, para conformarse con los designios que Dios tenía sobre Él, según Él mismo lo declara diciendo: La voluntad del que me ha enviado es mi alimento (7); o sea, la regla y como el alma de su conducta.

Esforzaos, a ejemplo de Jesucristo, vuestro divino Maestro, por no querer sino lo que Dios quiere, cuando lo quiere y según lo quiere.

El Evangelio nos da como razón de estas diferentes actitudes de Jesucristo que, en las primeras ocasiones, su hora no había llegado aún (8); mientras que, posteriormente, el tiempo y la hora de pasar de este mundo al Padre había llegado ya (9).

De ahí que, al salir Judas para llevar a efecto lo concertado por él con los enemigos de Jesús, el Maestro le dijera: Lo que has de hacer, hazlo pronto (10). Con las cuales palabras daba a entender que sólo había esperado para dejarse apresar y entregarse por Sí mismo a la muerte, el que llegase la hora fijada por el Padre Eterno. Así demostraba Jesucristo que seguía punto por punto las órdenes del Cielo y su deseo de que, cuanto hubiera de hacer y padecer, viniese prescrito por su Padre.

Imitad el admirable ejemplo que aquí os da Jesucristo de no emprender cosa alguna por propio impulso; sino dejar que los superiores determinen y ordenen lo que debéis hacer, hasta en sus menores circunstancias (*).

¡Hasta tal punto vivió Jesucristo descuidado en las manos de su Padre, para padecer y morir cuando y como le pluguiere!

Por eso, mientras se disponía a la pasión y a la muerte, que orando esperaba en el huerto de los Olivos, declaró a su Padre que, no obstante la mucha repugnancia que sentía ante tal género de muerte, prevista por Él como próxima; deseaba, a pesar de todo, que no se tuviera en cuenta su voluntad (11), sino la del Padre, a la que se confiaba enteramente entonces, como lo había hecho siempre durante su vida; ya que no vino al mundo, según lo afirma en varios lugares del Evangelio, para hacer su voluntad, sino la de Aquel que le había enviado (12).

¡Oh amorosa resignación de la voluntad humana de Jesucristo, tan sujeta en todo a la divina, que no mostró inclinación ni a la vida ni a la muerte, ni al tiempo ni al género de suplicio en que debía expirar; sino, exclusivamente, a lo que el Padre Eterno decidiera!

Haceos en esto discípulos de Jesús, para no tener otra voluntad que la de Dios.

 

25. PARA EL MIÉRCOLES SANTO

 

Sobre el deseo que Jesucristo tenía de padecer y morir.

Jesucristo bajó únicamente del cielo a la tierra para efectuar la salvación de todos los hombres. Y sabiendo que tal designio no debería cumplirse sino a costa de muchos dolores suyos y de su muerte en la cruz; se ofreció, ya al encarnarse, para padecer en la medida que al Eterno Padre pluguiese, en satisfacción de nuestras culpas; porque era imposible, según san Pablo, que con sangre de toros y de machos cabríos se borrasen los pecados (1).

Por eso, al entrar en el mundo, dijo Jesucristo a Dios, según enseña también el Apóstol: Holocaustos y sacrificios por el pecado no fe agradaron; entonces dije: heme aquí que vengo para cumplir, oh Dios, tu voluntad (2). Y esta voluntad, añade el mismo san Pablo, es la que nos ha santificado, mediante la oblación que Jesucristo hizo de su cuerpo una sola vez (3).

Adorad la disposición santa que Jesucristo tenía al venir a la tierra y que, en lo sucesivo mantuvo siempre, de padecer y morir por nuestros pecados y los de todos los hombres. Agradecedle tan señalada bondad, y haceos dignos de recibir sus frutos, por vuestra personal participación en tales padecimientos.

El tierno amor de Jesucristo a los pecadores le instaba, no solo a disponerse para padecer y morir por nosotros, sino a desearlo ardientemente, hasta verse obligado a exclamar, suspirando por poner fin al pecado: Fuego vine a traer a la tierra; ¿qué he de desear sino que arda? (4).

Mas, como veía que este fuego del amor divino no podía prender en nosotros sin la extirpación del pecado, y que sólo podía éste ser destruido por sus padecimientos y muerte; hablando de ésta, se ve apremiado a añadir: Hay un bautismo con el que tengo de ser bautizado, y cuánto me tarda el verlo cumplido (5).

Con tales palabras nos descubre lo inmenso de la pena que experimenta al ver demorada por tanto tiempo la ejecución del decreto de su muerte, que tan provechosa había de ser para todos; pues su dilación hacía que se difiriese también la salvación de los hombres.

¿No os causa sonrojo que haya deseado tanto Jesucristo vuestra salvación y siga deseándola ahora con tanta vehemencia, y que correspondáis tan mal a ese su ardiente deseo?

No se contentó Jesucristo con mantener en Sí toda su vida el deseo de morir por nosotros: al ver acercarse la hora de su muerte, manifestó por ello tal gozo, que le obligó a declarar, dirigiéndose a sus Apóstoles, en la última Cena celebrada en su compañía, que hacia largo tiempo deseaba y aun era ardiente su deseo de comer esta Pascua con ellos (6).

Porque tenía presente que aquélla debía ser la última obra de su vida mortal, y la postrera comida con sus Discípulos, antes de padecer y de morir por nosotros; lo cual constituía para El su anhelo más vehemente.

Este mismo deseo le movió a decir poco antes de expirar: Sed tengo (7); palabra que los santos Padres aplican a la sed de nuestra salvación, que le torturaba. Y el mismo anhelo le forzó a exclamar también, ya moribundo: Todo está consumado (8); porque cuanto había querido padecer por nuestra salud con tanto ardor, quedaba finalizado.

Ahora sólo resta, por vuestra parte, como dice san Pablo: " acabar en vosotros lo que falta a la pasión de Jesucristo " (9); esto es, aplicárosla por la parte que toméis en sus padecimientos.

Haceos, pues, dignos de tal gracia.

 

26. PARA EL JUEVES SANTO

 

Sobre la institución del Sacramento de la Eucaristía.

Este santo día es día venturoso para todos los fieles. Es el día en que Jesucristo instituyó el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

En él se reproduce a Sí mismo, a fin de permanecer siempre con los suyos, hacerlos partícipes de su divinidad, y convertir sus corazones y sus cuerpos en Tabernáculos vivos, dentro de los cuales pueda descansar, como en morada apacible para El, honorifica y lo más provechosa que imaginarse pueda, para quienes le reciben.

Llevó a efecto Jesucristo esta institución, en provecho de sus Apóstoles y de todos aquellos que se les asemejan en el espíritu; y con el fin de comunicarles su Espíritu, les da su Cuerpo en este augusto sacramento.

Adorad a Jesucristo mientras tal obra realiza; uníos a sus intenciones, y tomad toda la parte que os corresponde en tan santa institución.

Al instituir ese sacramento, cambió Jesucristo el pan en su Carne y el vino en su Sangre. Hoy es el día en que, con toda propiedad, se convierte Jesús en pan vivo bajado del cielo (1), para unirse con nosotros, incorporarse a nosotros y comunicarse a la pequeñez de tan ruines criaturas.

Este pan del cielo se une a nuestra alma para nutrirla con el mismo Dios y, en expresión de Tertuliano, para cebarla con la Carne de Jesucristo, que se despoja de todo el fulgor de su divinidad a fin de asumir la apariencia del pan común, apariencia que carece de toda proporción con lo que encubre; puesto que ocupa el lugar del pan su propia substancia, objeto de veneración para los ángeles y los hombres.

Admirad esta sagrada institución; haceos merecedores por vuestra vida santa de beneficiaros de ella, y rogad hoy a Jesucristo que, al venir a vosotros, destruya totalmente vuestras inclinaciones y vuestro espíritu propio; de manera que no tengáis en lo sucesivo otras inclinaciones que las suyas, ni os guiéis ya sino por su Espíritu.

El amor que Jesucristo nos profesa es lo que le sugirió el propósito de instituir este divino Sacramento, para dársenos del todo y permanecer por siempre en nuestra compañía.

No ignoraba que, inmediatamente después, padecería y moriría por nosotros; que la ofrenda de Sí mismo en la Cruz, por Él tan ansiada, se verificaría una sola vez y que, luego de subir a los cielos, no aparecería ya entre los hombres. Por eso, queriendo demostrarnos su ternura y su bondad, antes de morir dejó a los Apóstoles y, en la persona de ellos, a toda la Iglesia, su Cuerpo y su Sangre, para que los tuvieran durante todos los siglos, como preciosa garantía del tierno amor que les profesaba.

Recibid hoy esta dádiva con veneración y hacimiento de gracias. Devolved a Jesús amor por amor, en atención a tan excelso beneficio; y el amor que le tengáis, no menos que el ansia de uniros a El, despierte en vosotros deseo encendido de comulgar con frecuencia.

 

27. PARA EL VIERNES SANTO

 

Sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

No hay quien pueda concebir cuán sin medida fueron los dolores de Jesucristo en su pasión. Padeció en todas las partes de su ser.

Su alma fue oprimida de tristeza tan profunda y extremada que, no pudiendo darla a entender, se contentó con afirmar que " es imposible estar más triste sin morir " (1).

Y tal efecto produjo en Él, que le ocasionó sudor de sangre (2), y le redujo a tanta debilidad, que el Padre Eterno se vio precisado a enviarle un ángel que le confortase (3), sostuviese y pusiera en condiciones de sobrellevar hasta el fin todos los dolores de su Pasión.

Además, le cubrieron de oprobios y confusión; le colmaron de injurias, maldiciones y calumnias; fue pospuesto a un sedicioso, homicida y forajido.

¡A tal estado redujeron nuestras culpas al que es merecedor de todo género de estima, honor y respeto!

Jesucristo no padeció menos en su cuerpo que en su alma: fue maniatado y agarrotado indignamente por la soldadesca. Su cabeza fue coronada de espinas que le iban hincando a duros golpes de caña. Muchos le escupieron en el rostro; otros le dieron de bofetadas.

Fue azotado tan cruelmente, que la sangre corrió de todas las partes de su cuerpo. Diéronle a beber hiel y vinagre. Cargaron sobre sus hombros pesada cruz y fue, por fin, crucificado entre dos ladrones, después de atravesar sus manos y sus pies con enormes clavos. Su costado lo traspasó una lanza.

¿Qué crimen había cometido para ser así tratado Jesucristo? Y, con todo, la rabia de los judíos, dice san Bernardo, no quedaba aún satisfecha con haberle hecho padecer injustamente tantos tormentos.

¿Puede tratarse así a quien ninguna otra cosa tuvo a pechos sino hacer bien a todos?

Jesucristo hubo de padecer por parte de toda suerte de personas: uno de sus Apóstoles le traicionó, otro le negó, todos los demás huyeron y le dejaron indefenso en manos de sus enemigos.

Los príncipes de los sacerdotes despachan gente armada para prenderle. Los soldados le ultrajan. El pueblo se mofa de Él. Un rey le insulta y le arroja de su presencia con ludibrio tildándole de loco. El gobernador de la Judea dicta contra Él sentencia de muerte. Todos los judíos le miran como a malhechor, y todos los transeúntes blasfeman de Él.

¿Puede contemplarse al Hombre Dios en estado tan lastimoso sin concebir horror del pecado y sumo arrepentimiento de todos los cometidos? Pues no podemos ignorar que nuestros pecados son la causa de su muerte y de tantos padecimientos.

No querer abstenerse de pecar es no querer que Jesucristo cese de padecer. ¿No sabemos que cuantas veces pecamos otros tantos tormentos le infligimos? Le crucificamos de nuevo (4), según san Pablo, y le causamos otra clase de muerte, que le es aún más dolorosa y cruel que la primera.

 

28. PARA EL SÁBADO SANTO

 

Sobre las cinco llagas de Jesucristo

Adorad las cinco llagas de Jesucristo nuestro Señor y ponderad que no las conserva en su sagrado Cuerpo sino como señales gloriosas de la victoria que alcanzó sobre el infierno y el pecado; de los cuales rescató a los hombres por sus padecimientos y muerte.

Sabed, dice san Pedro, que habéis sido rescatados del vano vivir que habíais aprendido de vuestros padres, no con oro y plata, sino la sangre preciosa de Jesucristo, cordero sin mancilla (1).

¡Y sangre tan preciosa manó precisamente de esas sagradas heridas, las cuales nos recuerdan tan singular favor!

Poned, pues, con frecuencia los ojos en objeto tan santo; considerad las llagas del cuerpo de vuestro Salvador como otras tantas bocas que os echan en cara los pecados cometidos y os avivan el recuerdo de cuanto tuvo que padecer para borrarlos.

Estas sagradas heridas, según testimonio de san Pedro, no sólo adornan el cuerpo de Jesucristo; sirven también para enseñarnos que Jesucristo padeció con el fin de darnos ejemplo y de que caminemos en pos de El siguiendo sus pisadas. Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la Cruz para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, después de haber sido curados por sus contusiones y amorosas heridas (2).

Puesto que, según el mismo Apóstol, Jesucristo padeció en su carne la muerte: entended, al contemplar sus llagas, que deben estimularos a morir a vosotros mismos, y que todo el que ha muerto a la carne ha roto con el pecado, para vivir el resto del tiempo que ha de vivir en cuerpo mortal, no según las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios (3).

Eso es lo que debemos deducir de cuanto aquí nos enseña el Príncipe de los Apóstoles.

Así, pues, el fruto que la contemplación de las llagas de Jesucristo nuestro Señor debe producir en nosotros, ha de ser apartarnos por completo del pecado, mortificar las pasiones, y combatir las inclinaciones demasiado humanas y demasiado naturales.

Otro provecho pueden producir en nosotros las llagas del Señor: alentarnos al amor de los padecimientos, pues nos descubren cuán inclinado a padecer se mostró Jesucristo. Y si Él ha conservado en su cuerpo glorioso las cicatrices de sus heridas como ornamento y distintivo de honor; en vuestra condición de miembros de Jesucristo, habéis de teneros también por honrados vosotros cuando padezcáis como Él y por Él.

A ejemplo de san Pablo, " no debéis gloriaros sino en la Cruz de vuestro Salvador " (4).

Prosternaos con frecuencia ante las divinas llagas; miradlas como los manantiales de vuestra salvación; " meted la mano, con santo Tomás, en la herida del costado " (5), no tanto para consolidar vuestra fe; cuanto para penetrar, si es posible, hasta el Corazón de Jesús, y trasfundir de él al vuestro los sentimientos de la paciencia verdaderamente cristiana, de la entera resignación, de la perfecta conformidad con la voluntad divina y de valor tal, que os induzca a buscar las ocasiones de padecer.

 

29. PARA EL DOMINGO DE PASCUA

 

Sobre la Resurrección de Jesucristo

Es hoy fiesta y día de júbilo para toda la Iglesia. Por eso, tan repetida y solemnemente, se cantan en él aquellas palabras del Real Profeta: Éste es el día que hizo el Señor, ¡jubilemos y alegrémonos en él! (1). La Resurrección de Jesucristo es, verdaderamente a un mismo tiempo, gloriosísima para Él y utilísima a todos los fieles.

Gloriosa para Jesucristo, porque con ella venció a la muerte, lo que obliga a decir a san Pablo: Jesucristo resucitó para gloria de su Padre y, una vez resucitado, ya no muere; la muerte no tiene ya dominio sobre El (2).

Útil para nosotros porque es la prenda segura de nuestra resurrección: " Estamos ciertos, añade el Apóstol, de que así como todos murieron en Adán, todos también resucitarán en Jesucristo " (3). Éste es, pues, el día venturoso en que, como agrega asimismo san Pablo, la muerte fue destruida sin remedio (4).

Alegraos, con toda la Iglesia, de favor tan señalado, y tributad por él a Jesucristo nuestro Señor humildísimas acciones de gracias.

La Resurrección de Jesucristo resulta, además, gloriosa para Él y venturosa para nosotros, porque por ella acabó con el pecado: No resucitó Jesucristo, según enseña el Apóstol, sino con el fin de que vivamos vida nueva; seguros de que, pues fuimos injertados en El por la semejanza de la muerte, lo seremos también por la semejanza de su Resurrección y de que, si morimos con Jesucristo al pecado, viviremos también con Él (5).

Pues, al resucitar, exterminó Jesucristo el pecado; procurad vosotros, siguiendo el aviso del Apóstol, que no reine ya e¿ pecado en vuestro cuerpo mortal (6): clavad la carne con todas sus aficiones desordenadas, a la Cruz de Jesucristo " (7), y Él hará de antemano partícipe a vuestro cuerpo de la incorruptibilidad del suyo, preservándolo del pecado, que es principio de toda corrupción.

La Resurrección de Jesucristo debe procuraros también la ventura de resucitar espiritualmente, haciéndoos vivir según la gracia, o sea, impulsándoos a emprender vida del todo nueva y celestial.

Para conseguirlo en la práctica, y dar pruebas de que habéis resucitado con Jesucristo, buscad las cosas de arriba: amad las cosas del cielo y no las de la tierra, como dice san Pablo. Alejaos tan resueltamente del trato con los hombres, que vuestra vida les quede oculta y se deslice toda ella escondida con Jesucristo en Dios (8). Mortificad vuestros cuerpos terrenales, dice el mismo Apóstol; despojaos del hombre viejo y vestíos del nuevo (9).

Haced patente con vuestro proceder que la Resurrección de Jesús ha producido en vosotros tan excelentes resultado.

 

30. PARA EL LUNES DE PASCUA

 

Sobre el modo de comportarse en las conversaciones

Una de las cosas que primero deben hacer quienes han resucitado con Jesucristo y aspiran a llevar vida nueva, es ordenar bien sus conversaciones, procurando que sean santas y agradables a Dios.

Pues acontece de ordinario que, cuando se cometen más faltas y de mayor entidad, sobre todo en las comunidades, es durante los recreos. Por lo cual ha de velarse con el mayor cuidado para que no resulten dañosos.

A fin de conseguirlo, nada mejor puede hacerse que imitar el ejemplo dado por Jesucristo en la plática que mantuvo con los dos discípulos que se dirigían a Emaús, y en la que éstos tuvieron entre sí antes de que Jesucristo se juntara con ellos, y después que los dejó.

¿Tenéis la precaución de tomar a Jesucristo por dechado de vuestras conversaciones y recreos? ¿Vais a ellos con el propósito de edificaros mutuamente? Como los discípulos de Emaús, ¿salís de ellos abrasados en el amor divino, mejor informados acerca de vuestras obligaciones, y más resueltos a cumplirlas fielmente? ¿Es semejante al suyo el tema de vuestros coloquios? ¿Sus máximas y prácticas son, de cuando en cuando, asunto de vuestras conversaciones?

Ese será el medio de sacar provecho hasta de los ratos que os concede la obediencia para dar tregua a vuestros quehaceres, y recrearos.

A fin de conformar vuestras pláticas con la de estos dos discípulos y la de Jesucristo con ellos, bueno será que consideréis, primero, sobre qué hablaban entre sí; es a saber, exclusivamente de cosas edificantes: lo que había ocurrido en Jerusalén a la muerte de Jesucristo, sus obras santas, sus milagros y vida admirable, que le había granjeado tanta honra delante de todo el pueblo, el cual le tenía por altísimo profeta e incluso por el Mesías que había de libertar a Israel. Hablaban también del rumor que se propalaba sobre su resurrección (1).

Asuntos de esta índole son los que deben dar materia ordinaria de conversación a los religiosos y a las personas que viven juntos en comunidad. Pues se han retirado y alejado del mundo, sus pláticas tienen que ser también totalmente distintas de las que acostumbran los mundanos: de poco les serviría haber dejado el siglo con el cuerpo, si no adquiriesen un espíritu que se le oponga también. Y deben manifestarlo, particularmente, en las conversaciones.

Los preciosos bienes que de su conversación sacaron estos dos discípulos fueron los siguientes:

En primer lugar, Jesucristo se les juntó (2); ése es también el fruto de los coloquios santos: contar con Jesucristo en ellos.

En segundo lugar, su corazón ardía vivamente en deseos de practicar el bien, y se inflamó en el amor divino (3); es otro de los provechos que traen consigo las pláticas espirituales tenidas durante los recreos: salir de ellas enardecidos y animados a obrar el bien.

En tercer lugar, como prueba del contento que recibió Jesús de la conversación de los discípulos, les acompañó al lugar adonde se dirigían, y permaneció allí con ellos (4); de igual manera se complacerá Jesús con vosotros cuando habléis gustosos de El y de cuanto a El, pueda aficionaros.

En cuarto lugar, por fin, Jesús les dio su sagrado Cuerpo, y ellos le reconocieron (5). Vosotros experimentaréis felicidad semejante siempre que platiquéis gustosos sobre asuntos de piedad: Jesucristo, que estará en medio de vosotros, se os dará y os comunicará su Espíritu.

Y en la proporción en que habléis de Él y de cuanto le concierne, aprenderéis a conocerle, y a gustar el bien y sus sagradas máximas.

 

31. PARA EL MARTES DE PASCUA

 

De la paz interior y de los medios para conservarla.

Al aparecerse Jesucristo a sus discípulos el día de la Resurrección, les dijo: La paz sea con vosotros (1). Nos dio a entender con ello que una de las principales muestras de que alguien ha emprendido vida nueva, o sea, vida interior y espiritual, y de que ha resucitado con Jesucristo, es si goza de paz dentro de sí.

Muchas personas que, al parecer, son espirituales y tienen paz interior, carecen realmente de ella - debe aplicárseles aquello que dice Jeremías: Gritan. ¡Paz, paz! cuando no hay paz (2).

Tales personas son, en apariencia, las más piadosas y devotas del mundo; hablan muy bien y con gusto de cosas espirituales, y sienten con frecuencia la presencia de Dios en la oración, pero decidles una palabra más alta que otra; haced algo que les desagrade, y las veréis luego descompuestas y turbadas.

Pierden la paz porque no están sólidamente establecidas en la virtud, ni han trabajado seriamente en dominar dentro de sí los movimientos de la naturaleza.

¿No os contáis, acaso, vosotros entre ellas? Hay que entregarse a Dios de forma más sólida y sincera.

Como la verdadera paz interior procede de la caridad, nada tan propio para perderla como aquello que destruye la caridad, y el amor de Dios.

¿Qué nos separará, dice san Pablo, de la caridad de Jesucristo? ¿Será la tribulación, esto es, las penas, tanto interiores como exteriores? ¿Será la desolación, quiere decir, lo que puede ocasionarnos algún disgusto, como el apartamiento o pérdida de cierta cosa a la que vivíamos apegados? ¿Será el hambre, porque vivimos en casa pobre, y la alimentación lo es también? ¿Será la desnudez por vestir hábitos raídos y remendados, que os ocasionan confusión ante el mundo? ¿Será algún peligro en que os veáis expuestos a perder la salud y quizá la vida? ¿Será la persecución que pueda sobrevenir, ya a la comunidad, ya a vosotros personalmente, como las injurias o los ultrajes que intenten inferiros? ¿Será la espada de alguna calumnia que acaso os levantaren, o una fuerte reprensión que hubiereis tenido que soportar, por cierta falta que se os impute? Nada de todo esto será suficiente para alterar en vosotros la paz interior si es verdadera, porque nada de ello podrá arrebataros la caridad (3).

¿Os halláis en esa disposición? Si no la tenéis, procurad adquirirla por la violencia frecuente que os hagáis a vosotros mismos.

La razón que aduce san Pablo de que todos los males que él enumera, ni ninguna otra cosa sea suficiente para arrebataros la caridad y la paz interior, es que habéis de estar dispuestos, por amor de Dios, a mortificaros a vosotros mismos y a soportar que los demás os mortifiquen de continuo interior y exteriormente.

Y también, que " debéis holgaros de que los demás os consideren y de consideraros a vosotros como ovejas destinadas al matadero, que se dejan degollar sin quejarse ni descubrir exteriormente el menor disgusto " (4).

De ahí que prosiga diciendo el Apóstol: " En medio de todos esos males que puedan causaros, debéis triunfar siempre por la virtud de Aquel que os amó, Jesucristo; porque ni la muerte, ni la vida, ni criatura alguna podrán jamás separaros de la caridad de Dios que os une a Jesucristo nuestro Señor " (5).

 

32. PARA EL DOMINGO DE CUASIMODO

 

De la Fe que penetra al alma resucitada según la Gracia.

Jesucristo entra hoy en el aposento donde, a puerta cerrada, se habían congregado los Apóstoles después de la Resurrección (1), para significarnos que el alma no vivificada por la vida nueva, por la vida de gracia, cierra sus puertas a todos los impulsos interiores del espíritu de Dios, y las abre solo a los movimientos humanos y naturales.

Es ése uno de los efectos producidos por la ceguera espiritual y la dureza del corazón, que causa en nosotros la culpa: de él se sigue que hombres expertos en los negocios humanos carezcan de toda luz y capacidad para lo referente a Dios y a su servicio, según Jesucristo nos lo da a conocer cuando dice que, de ordinario, son más sagaces y avisados en sus negocios temporales los hijos del siglo, que la mayor parte de los hijos de la luz, en lo concerniente a su bien espiritual y a la salvación del alma (2).

¿No os halláis vosotros entre éstos?

Al penetrar en aquella estancia, irradió Jesucristo de Sí tal impresión de divinidad, que santo Tomás, hasta entonces incrédulo, se sintió totalmente penetrado por ella, a la sola vista del Señor y de sus llagas. Es que Jesucristo le inundó de fe y le descubrió en un instante, por cierta luz y penetración de esa misma fe, lo que hasta entonces le había estado escondido.

De igual modo, al entrar en el alma Jesucristo, la eleva en tal forma, por la fe que le infunde, sobre todos los sentimientos humanos, que ya no percibe cosa alguna sino a su luz; y nada que pueda acontecerle es capaz de perturbarla o apartarla del servicio de Dios, ni síquiera de entibiar lo más mínimo el ardor con que tiende hacia Él. Porque las tinieblas que antes ofuscaban su espíritu se han trocado en luz admirable, de forma que, en lo sucesivo, nada ve ya que no sea con los ojos de la fe.

¿Os sentís vosotros en tal disposición? Pedid a Jesucristo resucitado que os ponga en ella.

Penetrado santo Tomás de esa luz y sentimiento de fe, no pudo menos de exclamar a la vista de Jesucristo: Señor mío y Dios mío (3). Hasta entonces había mirado únicamente a Jesucristo con los ojos viciados y entenebrecidos de la incredulidad, y no había podido descubrir su condición divina, velada por las sombras de la naturaleza humana. Pero, a favor de esta iluminación de fe, por la que tan vigorosa impresión había recibido su alma, gracias a la presencia del Salvador resucitado; descubrió en El todo lo divino que en Sí encerraba. Su fe, así fortalecida, le dio arrojo para confesar que quien murió en cruz y había permanecido enterrado en el sepulcro era su " Señor y su Dios ".

¡Tan cierto es que el alma penetrada por sentimientos de fe, en tal grado se eleva hasta Dios, que ya no conoce más que a Dios, no estima nada sino a Dios ni gusta de otra cosa que de Dios! Y de tal modo, que no puede en adelante aplicarse sino a Dios. Porque, iluminada con las luces sobrenaturales, pierde el alma todo gusto a las cosas de la tierra, y no puede mirarlas en lo sucesivo sino con desdén.

En tal disposición se hallaba san Francisco cuando totalmente transido de fe, y abrasado en el amor de Dios, repetía de continuo: " ¡Dios mío y todas mis cosas! "

Procurad poneros hoy vosotros en parecidas disposiciones.

 

33. PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA

 

Sobre el modo de proceder los maestros con sus escolares.

En el evangelio de hoy compara Jesucristo a los que tienen cargo de almas con el buen pastor (1), que cuida sus ovejas con singular esmero, y una de cuyas cualidades ha de ser conocerlas distintamente a todas, según añade el Salvador.

Esta ha de ser también una de las preocupaciones principales de quienes se dedican a instruir a los demás: acertar a conocerlos, y discernir la manera de proceder con cada uno.

Porque hay quienes exigen más bondad, y otros, mayor firmeza; no faltan algunos que requieren mucha paciencia, y otros, en cambio, que se los estimule y aliente; es necesaria la reprensión y el castigo para que unos se corrijan de sus faltas, mientras hay otros sobre los cuales es preciso velar de continuo para impedir que se perviertan o extravíen.

Este distinto modo de proceder supone el conocimiento y discernimiento de los espíritus, que vosotros debéis pedir a Dios frecuente e instantemente, como una de las cualidades más necesarias para guiar a quienes tenéis a vuestro cargo.

Dice también Jesucristo que las " ovejas deben conocer a su pastor " para poderle seguir. Dos cosas son necesarias y aun tienen que descollar en los conductores de almas.

Primeramente, virtud no común que sirva de ejemplo a los demás; pues si ellos perdieren el recto camino, no podrían menos de extraviarse quienes siguieran sus pasos.

En segundo lugar, debe ser patente en ellos su especial ternura con las almas que les están confiadas; de modo, que cuanto pueda interesar o perjudicar a las ovejas sea vivamente sentido por ellos. Esto es cabalmente lo que despierta en las ovejas el amor a su pastor y las mueve a complacerse en su compañía, porque en ella encuentran su descanso y su alivio.

¿Queréis que se aficionen al bien vuestros discípulos? Practicadlo vosotros. Mucho mejor los convenceréis con el ejemplo de un proceder reservado y modesto, que con todas las palabras que pudierais decirles. ¿Queréis que guarden el silencio? Guardadlo vosotros. Sólo en la medida en que seáis vosotros comedidos y circunspectos, conseguiréis que lo sean ellos a su vez.

Es también obligación de las ovejas de Jesucristo escuchar la voz de su pastor. Por tanto, deber vuestro es, y deber de todos los días, adoctrinar a los niños que os están encomendados; de modo que escuchen vuestra voz y la comprendan, porque les dais instrucciones acomodadas a su capacidad, sin lo cual resultarían poco útiles para ellos.

De ahí que os debéis esmerar e iros capacitando en el arte de daros perfectamente a entender cuando preguntáis o respondéis durante el Catecismo, y de explicaros con nitidez, utilizando palabras de fácil comprensión.

En las exhortaciones, descubridles ingenuamente sus faltas, proponedles los medios de corregirlas, indicadles las virtudes en que pueden ejercitarse y ponderadles su facilidad; infundidles sumo horror al pecado y el alejamiento de las malas compañías. En una palabra, habladles de todo cuanto puede moverlos a la piedad.

Así es como deben escuchar los discípulos la voz de su maestro.