15.
EN LA FIESTA DEL CORPUS CHRISTI
Homilía pronunciada el 28-V-1964, fiesta del Corpus Christi.
149.
Hoy,
fiesta del Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor,
que le ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece
como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre:
salió un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca
del camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en
pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la
superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron, porque no tenían
raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron y los sofocaron;
otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno,
otros el sesenta, otros el treinta .
La
escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla. La obra
de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros:
desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos
invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo,
hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la
sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes,
cada uno sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las obligaciones
del propio estado.
Si
miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina,
advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda,
suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el
comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso
muchos de los que no conocen al Señor se mueven -sin saberlo quizá- por
ideales nacidos del cristianismo.
Vemos
también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y
abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz,
de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y proclamados, pero -no pocas
veces- son desmentidos con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente
en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con
un arma menos ruidosa, pero quizá más cruel, porque insensibiliza al
espíritu: la indiferencia.
150.
El Pan de vida eterna
Me
gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión
de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús
que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis
corpus Christi et membra de membro , vosotros sois el cuerpo de Cristo y
miembros unidos a otros membros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el
Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar
eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el
sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna.
Este
milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las
características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto
hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más
natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es
mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.
Viene
a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X
el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María
poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su
deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no
reconocía a ninguno de los moradores del monasterio: su oración, que a él le
había parecido brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada,
para un corazón amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del
Señor en la Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos
busca, que nos quiere tal como somos -limitados, egoístas, inconstantes-, pero
con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El
enteramente.
Por
amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre
nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el
mundo, los amó hasta el fin ; con esas palabras comienza San Juan la narración
de lo que sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús -nos lo
refiere San Pablo- tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo: tomad y
comed; éste es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en
memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado,
diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi sangre; haced esto cuantas
veces lo bebiereis, en memoria mía .
151.
Una vida nueva
Es
el momento sencillo y solemne de la institución del Nuevo Testamento. Jesús
deroga la antigua economía de la Ley y nos revela que el mismo será el
contenido de nuestra oración y de nuestra vida.
Ved
el gozo que inunda la liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora, alegre .
Es el júbilo cristiano, que canta la llegada de otro tiempo: ha terminado la
antigua Pascua, se inicia la nueva. Lo viejo es sustituido por lo nuevo, la
verdad hace que la sombra desaparezca, la noche es eliminada por la luz .
Milagro
de amor. Este es verdaderamente el pan de los hijos : Jesús, el Primogénito
del Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí
nos robustece, nos espera en el cielo como comensales, coherederos y socios ,
porque quienes se nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal,
pero vivirán eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera .
La
felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el difinitivo maná de
la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo
caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las palabras y las obras .
Esta es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad
de Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos
íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque,
de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad.
152.
Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan
Jesús
se esconde en el Santísimo Sacramento del altar, para que nos atrevamos a
tratarle, para ser el sustento nuestro, con el fin de que nos hagamos una sola
cosa con El. Al decir sin mí no podéis nada , no condenó al cristiano a la
ineficacia, ni le obligó a una búsqueda ardua y difícil de su Persona. Se ha
quedado entre nosotros con una disponibilidad total.
Cuando
nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio de la Misa,
cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos
escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe, pensar en esa existencia
nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios.
Perseveraban
todos en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del
pan, y en las oraciones . Así nos describen las Escrituras la conducta de los
primeros cristianos: congregados por la fe de los Apóstoles en perfecta unidad,
al participar de la Eucaristía, unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra.
Jesús,
en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su
poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que
la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en
la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo:
Trinidad Beatísima, Dios Unico. Es toda nuestra fe la que se pone en acto
cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del
vino.
153.
No
comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una
amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la
Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas
generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística. Unas
veces, con prácticas multitudinarias, profesando públicamente su fe; otras,
con gestos silenciosos y callados, en la sacra paz del templo o en la intimidad
del corazón.
Ante
todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si
vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el
pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para
trabajar como El trabajaba y amar como El amaba? Aprendemos entonces a agradecer
al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al
momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia
Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario.
Os
diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y
apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones,
nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma
sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María
y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo,
me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un
nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con
el deseo junto al Señor Sacramentado.
154.
Fecundidad de la Eucaristía
Cuando
el Señor en la Ultima Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche, lo
que -comenta San Juan Crisóstomo- manifestaba que los tiempos habían sido
cumplidos . Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos
signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse
plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La
Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana
de la Resurrección.
También
en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco, lo dañoso y
lo que no sirve -el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía- todo
eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de
Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus , con una
renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un
principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No
podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de
siempre.
155.
En
esta fiesta, en ciudades de una parte y otra de la tierra, los cristianos
acompañan en procesión al Señor, que escondido en la Hostia recorre las
calles y plazas -lo mismo que en su vida terrena-, saliendo al paso de los que
quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús
aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa
llamada del Maestro?
Porque
las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con
testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados con la recepción del
Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos
sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean
verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre
todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes,
eficaces, acertades: que tengan ese bonus odor Christi , el buen olor de Cristo,
porque recuerden su modo de comportarse y de vivir.
La
procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del
mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se
escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos
descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión
solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida
corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de
haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve
el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados.
Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de
nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.
Vamos,
pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro
trato personal con El se exprese en alegría, en serenidad, en afán de
justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo,
contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se
cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo
atraeré hacia mí .
156.
El pan y la siega: comunión con todos los hombres
Jesús,
os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue
su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con
su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa
los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé
testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor.
Si
estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora,
dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y
convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir .
Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será
convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en
Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos,
somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan .
No
perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso
-por tanto- esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres
conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de El. Es buena ocasión
esta fiesta del Corpus Christi -Cuerpo de Cristo, Pan de vida- para meditar en
esas hambres que se advierten en el pueblo: de verdad, de justicia, de unidad y
de paz. Ante el hambre de paz, hemos de repetir con San Pablo: Cristo es nuestra
paz, pax nostra . Los deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el
camino, la verdad y la vida . A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles
frente a Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la
unidad . El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la
concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos.
Paz,
verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las
barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos
estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con
la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos
las cargas de los otros , viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de
la perfección y resumen de la ley .
157.
No
se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando
quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus
discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al
dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo . Como entonces, ahora
siguen faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor . Y si
los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel:
destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el
vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el
trigo y la cebada. No hay cosecha .
No
hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante
trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la
simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia, en
el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa
tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la
Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la
jornada continúa.
Se ha recogido en el libro de los Proverbios; el que labra su campiña tendrá
pan a saciedad . Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no
labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a
los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo
que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para
apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús:
ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto
abundante: ¡el ciento por uno! .
Ese
camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande,
sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender:
sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de
Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor.
Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo
lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la
tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo
en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo
experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas
de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.
158.
El optimismo cristiano
Quizá
alguna vez pueda venir la tentación de pensar que todo eso es hermoso, como lo
es un sueño irrealizable. Os he hablado de renovar la fe y la esperanza;
permaneced firmes, con la seguridad absoluta de que nuestras ilusiones se verán
colmadas por las maravillas de Dios. Pero resulta indispensable que nos
anclemos, de verdad, en la virtud cristiana de la esperanza.
Que
no nos acostumbremos a los milagros que se operan ante nosotros; a este
admirable portento de que el Señor baje cada día a las manos del sacerdote.
Jesús nos quiere despiertos, para que nos convenzamos de la grandeza de su
poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite post me, et faciam vos
fieri piscatores hominum , si me seguís, os haré pescadores de hombres;
seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto,
en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las
velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc
in altum et laxate retia vestra in capturam! : bogad mar adentro, y echad
vuestras redes para pescar.
Ese
celo apostólico, que Cristo ha puesto en nuestro corazón, no debe agotarse
-extinguirse-, por una falsa humildad. Si es verdad que arrastramos miserias
personales, también lo es que el Señor cuenta con nuestros errores. No escapa
a su mirada misericordiosa que los hombres somos criaturas con limitaciones, con
flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que
luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para
arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores.
Además,
hemos de recordar siempre que somos sólo instrumentos: ¿qué es Apolo?, ¿qué
es Pablo? Unos ministros de aquel en quien habéis creído, y eso según el don
que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, regó Apolo, pero Dios es
quien ha dado el crecer . La doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene
una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo. Es Dios
mismo quien está empeñado en realizar la obra salvadora, en redimir el mundo.
159.
Fe,
pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos
meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando,
metiéndose de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a
abrir nuevas veredas. Ante cualquier dificultad, ésta es la panacea: santidad
personal, entrega al Señor.
Ser
santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me
diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil:
está al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma, ocurre en
ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede
así. La medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada
Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que
instituyó.
Repitamos, con la palabra y con las obras: Señor, confío en Ti, me basta tu
providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios
grandes milagros. Hemos de suplicar, en cambio, que aumente nuestra fe, que
ilumine nuestra inteligencia, que fortalezca nuestra voluntad. Jesús permanece
siempre junto a nosotros, y se comporta siempre como quien es.
Desde
el comienzo de mi predicación, os he prevenido contra un falso endiosamiento.
No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo
somos hijos de Dios -y éste es endiosamiento bueno-, escogidos por llamada
divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de
la creación del mundo para que seamos santos en su presencia . Nosotros que
somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria
personal, seremos eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza.
Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad.
Si
sentís decaimiento, al experimentar -quizá de un modo particularmente vivo- la
propia mezquindad, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en
las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un
pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran
señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía
tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien
soy.
Aun
en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación,
podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo,
sabiéndonos partícipes de la vida divina. No existe jamás razón suficiente
para volver la cara atrás : el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser
fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el
amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar
nuestros propios errores. Así todos esos decaimientos -los tuyos, los míos,
los de todos los hombres-, serán también soporte para el reino de Cristo.
Reconozcamos
nuestras enfermedades, pero confesemos el poder de Dios. El optimismo, la
alegría, el convencimiento firme de que el Señor quiere servirse de nosotros,
han de informar la vida cristiana. Si nos sentimos parte de esta Iglesia Santa,
si nos consideramos sostenidos por la roca firme de Pedro y por la acción del
Espíritu Santo, nos decidiremos a cumplir el pequeño deber de cada instante:
sembrar cada día un poco. Y la cosecha desbordará los graneros.
160.
Acabemos
esto rato de oración. Recordad -saboreando, en la intimidad del alma, la
infinita bondad divina- que, por las palabras de la Consagración, Cristo se va
a hacer realmente presente en la Hostia, con su Cuerpo, con su Sangre, con su
Alma y con su Divinidad. Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su
presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le
queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y
fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este
misterio de Amor; el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no
abandonarme si yo me aparto de El.
Reconfortados
por la presencia de Cristo, alimentados de su Cuerpo, seremos fieles durante
esta vida terrena, y luego, en el cielo, junto a Jesús y a su Madre, nos
llamaremos vencedores. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? ¿Dónde
está, ¡oh muerte!, tu aguijón? Demos gracias a Dios que nos ha traído la
victoria, por la virtud de nuestro Señor Jesucristo .NOS"
16. EL CORAZÓN DE
CRISTO, PAZ DE LOS CRISTIANOS
Homilía pronunciada el 17-VI-1966, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
161.
Dios
Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos
dilectionis thesauros , tesoros inagotables de amor, de misericordia, de
cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama -de que no sólo
escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta-, nos basta seguir el mismo
razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le
entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El todas las
cosas? .
La
gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte -de pecador y rebelde- en
siervo bueno y fiel . Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos
tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con
los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima
Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra
condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum
spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor .
El
amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por
nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se
manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado
con una lanza, y al instante salió sangre y agua . Agua y sangre de Jesús que
nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el
consummatum est , el todo está consumado, por amor.
En
la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra
fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas -ese amor de Dios Padre
que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia
el Gólgota- se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige
a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres . Jesús jamás se muestra lejano
o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado,
porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en
seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para
sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío,
dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?
. Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por
qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón
como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del
misterio inenarrable de la caridad divina.
162.
Conocer el Corazón de Cristo Jesús
No
puedo dejar de confiaros algo, que constituye para mí motivo de pena y de
estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo,
que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los
cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que
ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la
auténtica felicidad. Qué bien se entiende lo que debió sentir el Apóstol
Pablo aquella noche en la ciudad de Tróade cuando, entre sueños, tuvo una
visión: un varón macedonio se le puso delante, rogándole: pasa a Macedonia y
ayúdanos. Acabada la visión, al instante buscaron -Pablo y Timoteo- cómo
pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamada para predicar el Evangelio a
aquellas gentes .
¿No
sentís también vosotros que Dios nos llama, que -a través de todo lo que
sucede a nuestro alrededor- nos empuja a proclamar la buena nueva de la venida
de Jesús? Pero a veces los cristianos empequeñecemos nuestra vocación, caemos
en la superficialidad, perdemos el tiempo en disputas y rencillas. O, lo que es
peor aún, no faltan quienes se escandalizan falsamente ante el modo empleado
por otros para vivir ciertos aspectos de la fe o determinadas devociones y, en
lugar de abrir ellos camino esforzándose por vivirlas de la manera que
consideran recta, se dedican a destruir y a criticar. Ciertamente puede surgir,
y surgen de hecho, deficiencias en la vida de los cristianos. Pero lo importante
no somos nosotros y nuestras miserias: el único que vale es El, Jesús. Es de
Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos.
Las
reflexiones que acabo de hacer, están provocadas por algunos comentarios sobre
una supuesta crisis en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No hay tal
crisis; la verdadera devoción ha sido y es actualmente una actitud viva, llena
de sentido humano y de sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo
frutos sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad de
Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención.
Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese sentimentalismo
ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo. Tampoco a mí me gustan
las imágenes relamidas, esas figuras del Sagrado Corazón que no pueden
inspirar devoción ninguna, a personas con sentido común y con sentido
sobrenatural de cristiano. Pero no es una muestra de buena lógica convertir
unos abusos prácticos, que acaban desapareciendo solos, en un problema
doctrinal, teológico.
Si
hay crisis, se trata de crisis en el corazón de los hombres, que no aciertan
-por miopía, por egoísmo, por estrechez de miras- a vislumbrar el insondable
amor de Cristo Señor Nuestro. La liturgia de la santa Iglesia, desde que se
instituyó la fiesta de hoy, ha sabido ofrecer el alimento de la verdadera
piedad, recogiendo como lectura para la misa un texto de San Pablo, en el que se
nos propone todo un programa de vida contemplativa -conocimiento y amor,
oración y vida-, que empieza con esta devoción al Corazón de Jesús. Dios
mismo, por boca del Apóstol, nos invita a andar por ese camino: que Cristo
habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la
caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la
grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor
de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la
plenitud de Dios .
La
plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en
el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de Aquel en quien habita toda la
plenitud de la divinidad corporalmente . Por eso, si se pierde de vista este
gran designio de Dios -la corriente de amor instaurada en el mundo por la
Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés-, no se comprenderán las
delicadezas del Corazón del Señor.
163.
La verdadera devoción al Corazón de Cristo
Tengamos
presente toda la riqueza que se encierra en estas palabras: Sagrado Corazón de
Jesús. Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los
sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los
demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas
Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es
considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los
pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su
corazón, podemos decir con lenguaje nuestro.
Al
corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu socorro ; el
arrepentimiento: mi corazón es como cera que se derrite dentro de mi pecho ; la
alabanza a Dios: de mi corazón brota un canto hermoso ; la decisión para oír
al Señor: está dispuesto mi corazón ; la vela amorosa: yo duermo, pero mi
corazón vigila . Y también la duda y el temor: no se turbe vuestro corazón,
creed en mí .
El
corazón no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida
en el corazón , y en él permanece escrita . Añade también la Escritura: de
la abundancia del corazón habla la boca . El Señor echó en cara a unos
escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? . Y, para resumir todos
los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos
pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos
testimonios, blasfemias .
Cuando
en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento
pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para
referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda
ella -alma y cuerpo- a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro,
allí estará también tu corazón .
Por
eso al tratar ahora del Corazón de Jesús, ponemos de manifiesto la certidumbre
del amor de Dios y la verdad de su entrega a nosotros. Al recomendar la
devoción a ese Sagrado Corazón, estamos recomendando que debemos dirigirnos
íntegramente -con todo lo que somos: nuestra alma, nuestros sentimientos,
nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, nuestros trabajos
y nuestras alegrías- a todo Jesús.
En
esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en conocer a Dios
y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a El, que nos
anima, nos enseña, nos guía. No cabe en esta devoción más superficialidad
que la del hombre que, no siendo íntegramente humano, no acierta a percibir la
realidad de Dios encarnado.
164.
Jesús
en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta
elocuente -sobran las palabras- a la pregunta por el valor de las cosas y de las
personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de
Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no
amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma contemplativa. Y
seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará
un Corazón tan puro? Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor,
abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el
costado y el Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el
vínculo de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente .
Son
pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas han dedicado a
Jesús desde siempre. Pero, para entender ese lenguaje, para saber de verdad lo
que es el corazón humano y el Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta
fe y hace falta humildad. Con fe y humildad nos dejó San Agustín unas palabras
universalmente famosas: nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti .
Cuando
se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa
manera divina, que el mismo Cristo ha hecho posible, diciendo tomad y comed,
porque esto es mi cuerpo : sino intentando reducir la grandeza divina a los
limites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia
que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de
gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a
sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que
recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las mociones del
Espíritu Santo. La pobre inteligencia nuestra estaría perdida, si no fuera por
el poder misericordioso de Dios que rompe las fronteras de nuestra miseria: os
dará un corazón nuevo y os revestiré de un nuevo espíritu; os quitaré
vuestro corazón de piedra y os daré en su lugar un corazón de carne . Y el
alma recobra la luz y se llena de gozo, ante las promesas de la Escritura Santa.
Yo
tengo pensamientos de paz y no de aflicción , declaró Dios por boca del
profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en El se
nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a
condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a
salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si
reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán
necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos
se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz.
165.
Llevar a los demás el amor de Cristo
Pero
fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad
de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de
Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a
las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis
padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al
Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo:
tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.
El
amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda
a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y
el que mediará entre nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en
todas las cosas . Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará
a manifestarnos habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados.
Hemos
de dar lo que recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer partícipes a los
demás -sin engreimiento, con sencillez- de ese conocimiento del amor de Cristo.
Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la
sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de
servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en
cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función,
útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el
egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido
cristiano de la vida.
Con
ocasión de esa labor, en la misma trama de las relaciones humanas, habéis de
mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de
comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien por
todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia,
de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de
la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de
paz. Será la mejor prueba de que a vuestro corazón ha llegado el reino de
Dios: nosotros conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida -escribe
el Apóstol San Juan- en que amamos a los hermanos .
Pero
nadie vive ese amor, si no se forma en la escuela del Corazón de Jesús. Sólo
si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se
libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo
cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor.
Recordad
la escena que nos cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba cerca de la ciudad de
Naím . Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba
ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una
petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción
de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.
El
evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también
exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible
ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de
los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se
quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de
informar la auténtica existencia cristiana.
Cristo
conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e
irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa
artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el
sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se
acercó a ella y le dijo: no llores . Que es como darle a entender: no quiero
verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz.
Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero
antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del
Corazón de Cristo Hombre.
166.
Si
no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que
conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no
contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos
insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad
oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es
cariño, calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes
excusas para desviar los corazónes -apartándolos de Dios-, y llevarlos a malas
ocasiones y a la perdición.
En
la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno,
capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que,
para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas
en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás
consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y
desesperación.
Si
queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea
comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué
el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en
realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo
nuestro corazón .
Quizá
penséis ahora que a veces los cristianos -no los otros: tú y yo- nos olvidamos
de las aplicaciones más elementales de ese deber. Quizá penséis en tantas
injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en
situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin
que se ponga en camino una solución desde la raíz.
No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos
problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la
Escritura Santa dice. Meditad en la escena del juicio, que el mismo Jesús ha
descrito: apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido preparado
para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve
sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis; desnudo, y no
me cubristeis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis .
Un
hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias,
y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida
del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más
amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas
soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el
idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será
la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de
cara a los hombres.
167.
La paz de Cristo
Pero
he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo
por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres
nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para
que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la
indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una
razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la
sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o
el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la
experiencia de la propia limitación.
Ante
esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una
respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios
que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro
Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como
respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor
no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque -después del pecado
original- forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de
Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas:
nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de
justicia.
La
enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es,
en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de
hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar -con alegría, porque
siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está
Cristo, el Amor- que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de
una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi
disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no
podía hacer nada, que -a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos- no conseguía
mejorar aquellas inicuas situaciones.
Cuando
os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías, ni me limito tampoco a recoger
una experiencia de otros, al confirmaros que, si -ante la realidad del
sufrimiento- sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a
Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser
santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.
Porque
las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en
reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de
Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del
dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado,
insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición
y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del
castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en
la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que el es Cabeza, y
Primogénito, y Redentor.
El
dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste
entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si
quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya .
En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús
va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.
Precisamente,
esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor
conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la
muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su
trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En
nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por
todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con
nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar -lucha de paz- contra el
mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual
condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el
Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.
168.
Evocábamos
antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros, porque los Evangelios
están llenos de escenas semejantes. Esos relatos han removido y seguirán
removiendo siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el
gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan
esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de
Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel, Dios con nosotros.
La
Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido . De ese Corazón, abierto
de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo no recordar aquí, aunque sea de
pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos
hace participes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con
agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo
Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa?
Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros,
todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas -la ayuda del
Espíritu Santo- que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro
modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.
El
fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en
nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes:
primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de
Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior
de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo
ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia
ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias
normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la
caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con
el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra
la alegría, la fuerza y la serenidad.
Estos
son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón
Sacratísimo. Porque -digámoslo una vez más- el amor de Jesús a los hombres
es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al
Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo,
encuentra en el Verbo un Corazón humano.
No
es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la
limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero,
aunque no podamos abarcar esas verdades, aunque nuestra razón se pasme ante
ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de
Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno la Trinidad, se derrama sobre
todos los hombres por el amor del Corazón de Jesús.
169.
Vivir
en el Corazón de Jesús, unirse a él estrechamente es, por tanto, convertirnos
en morada de Dios. El que me ama será amado por mi Padre , nos anunció el
Señor. Y Cristo y el Padre, en el Espíritu Santo, vienen al alma y hacen en
ella su morada .
Cuando
-aunque sea sólo un poco- comprendemos esos fundamentos, nuestra manera de ser
cambia. Tenemos hambre de Dios, y hacemos nuestras las palabras del Salmo: Dios
mío, te busco solícito, sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea, como
tierra árida, sin agua . Y Jesús, que ha fomentado nuestras ansias, sale a
nuestro encuentro y nos dice: si alguno tiene sed, venga a mí y beba . Nos
ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra
fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son
verdaderas: y aumentará nuestra hambre y nuestra sed, hasta desear que Dios
establezca en nuestro corazón el lugar de su reposo, y que no aparte de
nosotros su calor y su luz.
Ignem
veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?, fuego he venido a
traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? . Nos hemos asomado un
poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas,
sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo,
de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz
de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano que viva unido al
Corazón de Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en
la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando
venga a nosotros su reino.
María,
Regina pacis, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el
anuncio del Angel, ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a
profundizar en el Amor. Porque eso es lo que quiere hoy de nosotros tu Hijo, al
mostrarnos su Sacratísimo Corazón.A"
17. LA VIRGEN SANTA,
CAUSA DE NUESTRA ALEGRÍA
Homilía pronunciada el 15-VIII-1961, fiesta de la Asunción.
170.
Assumpta
est Maria in coelum, gaudent angeli . María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay
alegría entre los ángeles y entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo
que advertimos hoy, con el corazón que parece querer saltar del pecho, con el
alma inundada de paz? Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es
natural que sus hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la
Trinidad Beatísima.
Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano,
nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre
. Y nosotros la recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso
desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la antigua
profecía: y una espada traspasará tu alma . Todos somos sus hijos; ella es
Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad conmemora su inefable
Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo,
esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios.
El misterio de amor
Misterio de amor es éste. La razón humana
no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya
sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que
convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto.
Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más -si
es posible hablar así- que en otras verdades de fe.
¿Cómo nos habríamos comportado, si
hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la
que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo
Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor , su poder realizó todo su querer.
Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese razonamiento:
convenía -escribe San Juan Damasceno- que aquella que en el parto había
conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo
después de la muerte. Convenía que aquella que había llevado en su seno al
Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de
Dios entrara en la casa celestial. Convenía que aquellas que había visto a su
Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado
libre en el parto, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Convenía que
la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como
Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas .
Los teólogos han formulado con frecuencia un
argumento semejante, destinado a comprender de algún modo el sentido de ese
cúmulo de gracias de que se encuentra revestida María, y que culmina con la
Asunción a los cielos. Dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo .
Es la explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde
el primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo
libre del poder de Satanás; es hermosa -tota pulchra!-, limpia, pura en alma y
cuerpo.
171.
El misterio del sacrificio silencioso
Pero,
fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante
su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el
cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo,
que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el
vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde:
bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en
práctica . Era el elogio de su Madre, de su fiat , del hágase sincero,
entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en
acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada
jornada.
Al
meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos
cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean
realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de
la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el
menudo sacrificio diario.
Para
ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo
cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente
pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las
complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos
llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un
corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de sufrimientos y de
lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de Dios, Nuestra Señora
ignora que había sido escogida desde toda la eternidad para ser Madre del
Mesías. Se considera a sí misma llena de bajeza : por eso reconoce luego, con
profunda humildad, que en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso .
La
pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria,
con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos
movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos
esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas
grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale
poco, para que así brille mejor la potencia de su amor .
172.
Imitar a María
Nuestra
Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el
Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A
lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes
momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la
Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra
Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos
aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su
madre.
Imitar,
en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en
las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino
que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros:
cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que El quiere, debemos
comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo
aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel
que hace la voluntad de mi Padre celestial .
Hemos
de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada
de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros . Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir
alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios
de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora
de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En
Jerusalén, cuando Cristo -cabalgando un borriquito- es vitoreado como Rey, no
está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de
comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la
santidad de su alma.
Tratemos
de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada
combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella
actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra
Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende,
pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad
divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra .
¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña
ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos
mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios .
173.
La escuela de la oración
El
Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la correspondencia
fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan invitándonos a
tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su reciedumbre, su generosidad, su
fidelidad... Yo quisiera hablar de uno que los envuelve todos, porque es el
clima del progreso espiritual: la vida de oración.
Para
aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y para
secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo, pastor de
nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato
con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un
encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana.
Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida
de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de
responderle uno a uno: aquí estoy, Señor, porque me has llamado .
Oración,
lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de
qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra
jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su
ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de
su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo
por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor -a
quien tanto amo y venero-, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de
la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las
pequeñas mezquindades.
El
tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de esta
situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de cambiar,
de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito sincero, concreto.
Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada, de que el Espíritu Santo
no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza .
Somos
cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad
entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo
previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos... Pues, bien: ese
plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a
Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro
hasta las acciones más humildes.
Este
pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una
consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos inscribir
nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le interesa ese
trabajo que debemos realizar -una y mil veces- en la oficina, en la fábrica, en
el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la profesión manual o
intelectual: le interesa también el escondido sacrificio que supone el no
derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor.
Repasad
en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí para decirle
a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en medio del mundo,
en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la primera lección, en la
escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, María es la mejor maestra,
porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de fe, de visión sobrenatural,
ante todo lo que sucedía a su alrededor: guardaba todas esas cosas en su
corazón ponderándolas .
Supliquemos
hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las
llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón.
Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela
el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes
de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos
escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia.
174.
Maestra de apóstoles
Pero
no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la
humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean -parientes,
amigos, colegas- y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la
amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas honradas, capaces de
estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas concretamente a Nuestra
Señora. Y pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los
hombres estamos embarcados en la misma barca.
Sed
leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de
Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que buscan
limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los
demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser
egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la
actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz -falsa paz es ésa-,
despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica
significación de la vida humana -y se nos ha revelado por la fe-, no cabe que
continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos personalmente bien, si
no hacemos de forma práctica y concreta que los demás se acerquen a Dios.
Hay
un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas
espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en
determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades.
¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del egoísmo! No se trata de
herir a nadie, sino de todo lo contrario: de servir. Aunque seamos personalmente
indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los
demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad .
¿Y
será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. Cristo
se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó también con los
primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a
su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les
dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres . Cada
uno conserva la libertad, la falsa libertad, de responder que no a Dios, como
aquel joven cargado de riquezas , de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y
nosotros -obedeciéndole: id y enseñad - tenemos el derecho y el deber de
hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo más
profundo que brota en el corazón del hombre.
Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a
conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide
perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha
sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió
insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la
fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los
demás la fe de Cristo.
175.
Una única receta: santidad personal
El
mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres eficaces
de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la vida de fe, de
esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No encuentro otra receta más
que ésa: santidad personal.
Hoy,
en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija y Esposa
de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de Resurrección del
Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos alegres porque María,
después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la Cruz, está junto a El en
cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda la eternidad. Esta es la
misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de
la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo:
la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la
manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y
el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.
Todo
esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser
también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es
segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la
glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia
salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostrae laetitiae, nuestra
esperanza y causa de nuestra felicidad.
No
podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las
invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado
en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo . Porque si el
Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El, que ni a su propio Hijo
perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después
de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa? .
En
esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra
santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer
pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame . ¿Le veis? La cruz
cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la
que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo. Por
eso, no he querido tampoco dejar de recordaros que la alegría de la
resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.
No
temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí todos los
que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre
vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el
reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera . Venid
-glosa San Juan Crisóstomo-, no para rendir cuentas, sino para ser librados de
vuestros pecados; venid, porque yo no tengo necesidad de la gloria que podáis
procurarme: tengo necesidad de vuestra salvación... No temáis al oír hablar
de yugo, porque es suave; no temáis si hablo de carga, porque es ligera. , 37,
2 (PG 57, 414).
El
camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no
es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El no cabe la
tristeza. In laetitia, nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma
traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.
176.
La alegría cristiana
Recojamos
de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a los cielos en
cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborozan! Pienso también en el júbilo de San
José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el paraíso. Pero volvamos a la
tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida presente, estamos en
tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los sacrificios, el dolor, las
privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser siempre el contrapunto del
camino.
Servid
al Señor, con alegría : no hay otro modo de servirle. Dios ama al que da con
alegría , al que se entrega por entero en un sacrificio gustoso, porque no
existe motivo alguno que justifique el desconsuelo.
Quizá
estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen
sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la
ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás,
¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?
S
ería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre.
No
simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del
cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad
puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e
indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la
Patria.
La
fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa
esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y
nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que,
si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro
ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición -Monstra te esse
Matrem -, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud
maternal.
177.
La
alegría es un bien cristiano. Unicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque
el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún
entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que
Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si
brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo
sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya
no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha
resucitado; estaba perdido y ha sido hallado .
Esas
palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que
nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se
inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará
que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una
reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso;
tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete .
El
amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué
hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima,
siempre fiel?
Si
el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano
-traidor, con frecuencia- es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María,
que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?
Ved
cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de entender la
misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; más que explicar,
canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su entusiasmo en la
alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos: apareció un gran prodigio en el
cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza
una corona de doce estrellas . El rey se ha enamorado de tu belleza. ¡Cómo
resplandece la hija del rey, con su vestido tejido en oro! .
La
liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor humildad se
conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas las generaciones,
porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es todopoderoso .
Cor
Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y
seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque
tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de
Jesucristo.
18. CRISTO REY
Homilía pronunciada el 22-XI-1970, fiesta de Cristo Rey.
178.
Termina
el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el
ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de
justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio . Todos
percibís en vuestras lamas una alegría inmensa, al considerar la santa
Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que
es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone
dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos
llagadas.
¿Por
qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel:
nolumus hunc regnare super nos , no queremos que éste reine sobre nosotros? En
la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor
dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto
la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al
escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras
poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! ,
conviene que El reine.
Oposición
a Cristo
Muchos
no soportan que Cristo reine; se oponen a El de mil formas: en los diseños
generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la
ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo
-escribe S. Agustín- de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en
efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman
con la propia conducta .
A
algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial
cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con
fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les
llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto
entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios:
ambicionan sólo servir al propio egoísmo.
El
Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado:
serviam!, serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su
divina llamada -con naturalidad, sin aparato, sin ruido-, en medio de de la
calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración
de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y
de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de
libertad, de la libertad que El nos ganó .
179.
Cristo, Señor del mundo
Quisiera
que considerásemos cómo ese Cristo, que -Niño amable- vimos nacer en Belén,
es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos
y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo
la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la
cruz . Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles
de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las
nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué
estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha
subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir .
Por
El reinan los reyes , con la diferencia de que los reyes, las autoridades
humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad , su
reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación
.
El
reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive,
también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que
resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo
juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y
es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por
qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de
este mundo , aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy
rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que
pertenece a la verdad, escucha mi voz . Los que esperaban del Mesías un
poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en
el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del
Espíritu Santo .
Verdad
y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la
acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia
acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar
definitivamente a los hombres.
Cuando
Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político,
sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos ;
encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva , y enseña que se pida
en la oración el advenimiento del reino . Esto es el reino de Dios y su
justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero , lo único
verdaderamente necesario .
La
salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a
todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió
a los criados a llamar a los convidados a las bodas . Por eso, el Señor revela
que el reino de los cielos está en medio de vosotros .
Nadie
se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias
amorosas de Cristo: nacer de nuevo , hacerse como niños, en la sencillez de
espíritu ; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios . Jesús quiere
hechos, no sólo palabras . Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan
serán merecedores de la herencia eterna .
La
perfección del reino -el juicio definitivo de salvación o de condenación- no
se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra , como el crecimiento
del grano de mostaza ; su fin será como la pesca con la red barredera, de la
que traída a la arena-serán extraídos, para suertes distintas, los que
obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad . Pero, mientras vivimos
aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con
tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada .
Quien
entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por
conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que
posee, es el tesoro hallado en el campo . El reino de los cielos es una
conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo , pero el clamor humilde
del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los
ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de
mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo
que hoy estarás conmigo en el paraíso .
180.
El reino en el alma
¡Qué
grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el
sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de
tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo
podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra
debilidad, porque sabes que somos criaturas -¡y qué criaturas!- hechas de
barro, no sólo en los pies . también en el corazón y en la cabeza. A lo
divino, vibraremos exclusivamente por ti.
Cristo
debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si El
preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que
El reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último
latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la
palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un
hosanna a mi Cristo Rey.
Si
pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle
nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería
vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no
existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas
humanas.
Si
la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar
previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para
desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado
sobre un borrico . ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono.
No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor,
como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu
lado, porque tú me has tomado de tu diestra , tú me llevas por el ronzal.
Pensad
en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el
burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el
pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en
el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más
hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en e, para
presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué
hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la
hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón
mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a
su palabra de cariño. Así reina en el alma.
181.
Reinar sirviendo
Si
dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores,
seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta
palabra! Servir a mi Rey y, por El, a todos los que han sido redimidos con su
sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor
nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo
sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros
más lo amen.
¿Cómo
lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con
nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades,
porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única
y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese
testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la
doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere , primero enseñó con
obras, luego con su predicación divina.
Servir
a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana,
Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el
desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de disculpar a todos,
hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a
Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no
contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena:
ahogando el mal en abundancia de bien . Así Cristo reinará en nuestra alma, y
en las almas de los que nos rodean.
Intentan
algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios
corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible
efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de
Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad,
en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de
justicia, en un divino derroche de amor.
182.
Cristo en la cumbre de las actividades humanas
Esto
es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a
albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue
crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la
paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus
fuero a terra, omnia traham ad meipsum , si vosotros me colocáis en la cumbre
de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento,
siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia
traham ad meipsum, todo lo atraré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será
una realidad!
Cristo,
Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y
de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno
de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana,
el que rompió la armonía divina de lo creado.
Pero
Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo
Unigénito, que -por obra del Espíritu Santo- tomó carne en María siempre
Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado,
adoptionem filiorum reciperemus , fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces
de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este
hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios , liberar el universo
entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo , que los ha
reconciliado con Dios .
A
esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el
afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo,
que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el
bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga
colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que el
hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la
concordia de todo lo creado.
Abrazar
la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de
Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro
Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande,
inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales,
llevando allí el fermento de la Redención.
Nunca
hable de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como
en el brotar de una corriente político-religiosa -sería una locura-, ni
siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en
todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el
corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para
que allí donde está -en circunstancias que no dependen sólo de su posición
en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes
situaciones históricas-, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra,
de la fe que profesa.
El
cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en
su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se
encontrará -bien fuerte- la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa
ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede
ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser
una cima cristiana, de santidad y de servicio.
183.
La libertad personal
El
cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar
las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las
actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me
negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las
actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un
calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión
contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra
fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta
para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.
Si
el mundo y todo lo que él hay -menos el pecado- es bueno, porque es obra de
Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas
a Dios -una lucha positiva de amor-, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a
codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la
dignidad de la persona.
Y
existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad
personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la
correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y
cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que
el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia
divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de
nosotros -para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje- integridad,
empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque
donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad .
El
Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que
libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos
hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no
podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural:
porque nos da la gana.
Algunos
de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis
atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal
responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes
buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas
terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.
Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros
problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote.
Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que
pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la
libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del
sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para
conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos
que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor
sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin
excepción.
Celebramos
hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo
que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no
habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso
de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es
suave y su carga ligera . Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo,
por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima
libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.
184.
Serenos, hijos de Dios
Me
sugeriréis, quizá: pero pocos quieren oír esto y, menos aún, ponerlo en
práctica. Me consta: la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata
mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes . Ya
nos había sido anunciado, aun antes de que Cristo viniese a la tierra.
Recordad
el salmo segundo: ¿por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos traman
cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los
príncipes contra el Señor y contra su Cristo . ¿Lo veis? Nada nuevo. Se
oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies
pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y
ahora, atacando a los miembros de su Cuero místico y real. ¿Por qué tanto
odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal
aplastamiento de la libertad de cada conciencia?
Rompamos
sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su yugo . Rompen el yugo suave,
arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia,
de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios
que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse . Si el Señor
admitiera la componenda, si sacrificase a unos pocos inocente para satisfacer a
una mayoría de culpables, aun podrían intentar un entendimiento con El. Pero
no es ésta la lógica, de Dios. Nuestro Padre es verdaderamente padre, y está
dispuesto a perdonar a miles de obradores del mal, con tal que haya sólo diez
justos . Los que se mueven por el odio no pueden entender esta misericordia, y
se refuerzan en su aparente impunidad terrena, alimentándose de la injusticia.
El
que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlarás de ellos el Señor.
Entonces les hablará en su indignación y les llenará de terror con su ira .
¡Qué legítima es la ira de Dios y qué justo su furor, qué grande también
su clemencia!
Yo
he sido por El constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su
Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy . La
misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se
enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a
Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse
Christus.
Las
palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios.
Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado,
no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que
vivamos con El la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la
desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada.
185.
¿Que
hay muchos empeñados en comportarse con injusticia? Sí, pero el Señor
insiste: pídeme, te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios
hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro y como a vaso
de alfarero los romperás . Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos
disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la
diestra del Padre. Es el terrible anuncio de lo que aguarda a cada uno, cuando
la vida pase, porque pasa; y a todos, cuando la historia acabe, si el corazón
se endurece en el mal y en la desesperanza.
Sin
embargo Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer: ahora, reyes,
gobernantes, entendedlo bien; dejaos instruir, los que juzgáis en la tierra.
Servid al Señor con temor y ensalzadle con temblor. Abrazad la buena doctrina,
no sea que al fin el Señor se enoje y perezcáis fuera del buen camino, pues se
inflama de pronto su ira . Cristo es el Señor, el Rey. Nosotros os anunciamos
el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres: la que Dios ha cumplido
delante de nuestros hijos al resucitar a Jesús, según está escrito en el
salmo segundo: Tú eres Hijo mío, yo te he engendrado hoy...
Ahora
pues, hermanos míos, tened entendido que por medio de Jesús se os ofrece la
remisión de los pecados y de todas las manchas de que no habéis podido ser
justificados en virtud de la ley mosaica: todo el que cree en El es justificado.
Mirad que no recaiga sobre vosotros lo que se halla dicho en los profetas:
reparad, los que despreciáis, llenaos de pavor y quedad desolados; porque voy a
realizar en vuestros días una obra, en la que no acabaréis de creer por más
que os la cuenten .
Es
la obra de la salvación, el reinado de Cristo en las almas, la manifestación
de la misericordia de Dios. ¡Venturosos los que a El se acogen! . Tenemos
derecho, los cristianos, a ensalzar la realeza de Cristo: porque, aunque abunde
la injusticia, aunque muchos no deseen este reinado de amor, en la misma
historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la
salvación eterna.
186.
Ángeles de Dios
Ego
cogito cogitationes pacis et non afflictionis, yo pienso pensamientos de paz y
no de tristeza, dice el Señor. Seamos hombres de paz, hombres de justicia,
hacedores del bien, y el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo,
hermano, Amor.
Que
en este caminar -¡alegre!- por la tierra, nos acompañen los ángeles de Dios.
Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe San Gregorio Magno, nosotros
habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros
pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza,... Pero desde el
momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han
reconocido como conciudadanos.
Y
como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles
ya nos se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la
suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la
persona del rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre
como un compañero .
María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi flumen pacis , como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena .