11.
CRISTO PRESENTE EN LOS CRISTIANOS
Homilía pronunciada el 26-III-1967. Domingo de Resurrección.
101.
Cristo
vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que
murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las
tinieblas, del dolor y de la angustia. No temáis, con esta invocación saludó
un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no temáis. Vosotras venís a
buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí.
Haec est dies quam fecit Dominus, exsultemus et laetemur in ea; éste es el día
que hizo el Señor, regocijémonos .
El
tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa
época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón
del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que
existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo
maravillosos.
No:
Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos
revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de
su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se
olvidare, yo no me olvidaré de ti , había prometido. Y ha cumplido su promesa.
Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres .
Cristo vive en su Iglesia. "Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré" . Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida.
Cristo
permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación,
en toda su actividad.
De
modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la
Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En
toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en El, lo
encontramos todo; fuera de El, nuestra vida queda vacía. En Jesucristo, e
instruidos por El, nos atrevemos a decir -audemus dicere- Pater noster, Padre
nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de los cielos y de la tierra.
La presencia de Jesús
vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su
presencia en el mundo.
102.
Cristo
vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está
endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con
corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización
redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo
ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los
difuntos: porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe
venir la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así
en Cristo todos serán vivificados .
La
vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el
día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él . El
cristiano debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los
sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo
ego, vivit vero in me Christus , no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en
mí.
103.
Jesucristo, fundamento de la vida cristiana
He
querido recordar, aunque fuera brevemente, algunos de los aspectos de ese vivir
actual de Cristo -Iesus Christus heri et hodie; ipse et in saecula -, porque
ahí está el fundamento de toda la vida cristiana. Si miramos a nuestro
alrededor y consideramos el transcurso de la historia de la humanidad,
observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor
conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en
épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto
nivel de cultura, de vida material, de unidad.
Algunos
quizá se sientan movidos a matizar ese cuadro, recordando que los hombres
padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les
falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar
que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo
Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y
omega, principio y fin .
En
la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado
en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que
unirse a El por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera
que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus,
¡el mismo Cristo!
104.
Instaurare
omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso ; informar el
mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de
todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum , cuando
sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su
Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros
por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su
Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda
criatura.
Nuestra
misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra
palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las
encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de
los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres
recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les
encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del
mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar
a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la
fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las
calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña.
Me
gusta recordar a este propósito la escena de la conversación de Cristo con los
discípulos de Emaús. Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han
perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin
sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la
vida que habita en El.
Cuando,
al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos
discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen
luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. Entonces se
dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón,
mientras nos hablaba por el camino, y nos explicaba las Escrituras? . Cada
cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal
manera que quienes le traten perciben el bonus odor Christi , el buen olor de
Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda
descubrirse el rostro del Maestro.
105.
El
cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por
Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación
en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con
Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como
Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a
cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera.
La
fe nos lleva a reconocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a
identificarnos con El, obrando como El obró. El Resucitado, después de sacar
al apóstol Tomás de sus dudas, mostrándole sus llagas, exclama:
bienaventurados aquellos que sin haberme visto creyeron . Aquí -comenta San
Gregorio Magno- se habla de nosotros de un modo particular, porque nosotros
poseemos espiritualmente a Aquel a quien corporalmente no hemos visto. Se habla
de nosotros, pero a condición de que nuestras acciones sean conformes a nuestra
fe. No cree verdaderamente sino quien, en su obrar, pone en práctica lo que
cree. Por eso, a propósito de aquellos que de la fe no poseen más que
palabras, dice San Pablo: profesan conocer a Dios, pero le niegan con las obras
.
No
es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El
Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant , para
salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales,
somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los
hombres.
Es
necesario que resuene una y otra vez aquel mandamiento que permanecerá nuevo a
través de los siglos. Carísimos -escribe San Juan-, no voy a escribiros un
mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, que recibisteis desde el
principio; el mandamiento antiguo, es la palabra divina que oísteis. Y no
obstante yo os digo que el mandamiento de que os hablo, es un mandamiento nuevo,
que es verdadero en sí mismo y en vosotros, porque las tinieblas
desaparecieron, y luce ya la luz verdadera. Quien dice estar en la luz
aborreciendo a su hermano, en tinieblas está todavía. Quien ama a su hermano,
en la luz mora, y en él no hay escándalo .
Nuestro
Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres.
No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a
los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de
un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de
Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que
una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras,
pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros.
106.
Contemplación de la vida de Cristo
Es
ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en
la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en El. No basta con
tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de El
detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra,
sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
Cuando
se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su
existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de
meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su
muerte y su resurrección. En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía
regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús.
Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la
cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de
ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de
forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria
las palabras y los hechos del Señor.
Así
nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús,
de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser
actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los
primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se
agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las
palabras de Cristo entrarán hasta en los pliegues del alma y del espíritu,
hasta el fondo del alma y nos transformarán. Porque la palabra de Dios es viva
y eficaz, y más penetrante que espada de dos filos, y se introduce hasta en las
junturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón .
Si
queremos llevar hasta el Señor a los demás hombres, es necesario ir al
Evangelio y contemplar el amor de Cristo. Podríamos fijarnos en las escenas
cumbres de la Pasión, porque, como El mismo dijo, nadie tiene amor más grande
que el que da su vida por sus amigos . Pero podemos considerar también el resto
de su vida, su trato ordinario con quienes se cruzaron con El.
Cristo,
perfecto Dios y perfecto Hombre, para hacer llegar a los hombres su doctrina de
salvación y manifestarles el amor de Dios, procedió de modo humano y divino.
Dios condesciende con el hombre, toma nuestra naturaleza sin reservas, con
excepción del pecado.
Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente
hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un
Dios que ama con corazón de hombre.
107.
Entre
tantas escenas como nos narran los evangelistas, detengámonos a considerar
algunas, comenzando con los relatos del trato de Jesús con los doce. El
apóstol Juan, que vuelca en su Evangelio la experiencia de toda una vida, narra
aquella primera conversación con el encanto de lo que nunca se olvida. Maestro,
¿dónde habitas? Díceles Jesús: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron
donde habitaba, y se quedaron con El aquel día .
Diálogo
divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de
Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra
imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea. Caminando Jesús por
la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y
Andrés, su hermano, echando la red en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo:
seguidme y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los
dos, dejadas las redes, le siguieron .
En
los tres años sucesivos, Jesús convive con sus discípulos, los conoce,
contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que
habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible,
cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban
cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús
vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes
discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y
Jesús les respondió: Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea
santificado tu nombre... .
Con
autoridad de Dios y con cariño de hombre recibe igualmente el Señor a los
Apóstoles que, asombrados de los frutos de su primera misión, le comentaban
las primicias de su apostolado: Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario,
y reposaréis un poquito .
Una
escena muy similar se repite hacia el final de la estancia de Jesús sobre la
tierra, poco antes de la Ascensión. Venida la mañana, se apareció Jesús en
la ribera; pero los discípulos no conocieron que fuese El. Y Jesús les dijo:
muchachos, ¿tenéis algo que comer? El que ha preguntado como hombre, habla
después como Dios: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis.
Echáronla, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había.
Entonces el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: Es el Señor.
Y
Dios les espera en la orilla: Al saltar a tierra, vieron preparadas brasas
encendidas y un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed acá de los
peces que acabáis de coger. Subió al barco Simón Pedro y sacó a tierra la
red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos, no
se rompió la red. Díceles Jesús: Vamos, almorzad. Y ninguno de los que
estaban comiendo osaba preguntarle: ¿quién eres?, sabiendo que era el Señor.
Acércase Jesús, y toma el pan y se lo distribuye y lo mismo hace con el pez .
Esa
delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no sólo con un grupo pequeño de
discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del
Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos,
con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con
muchedumbres enteras.
Nos
narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos
cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo
en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los
que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la
muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que
se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim.
108.
Cada
uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud
de la divinidad corporalmente . Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto,
hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad.
Al
recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los
otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos
descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a
conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos
creó y que quiere llevarnos a su intimidad. Yo he manifestado tu nombre, a los
hombres que me has dado del mundo; tuyos eran, y me los diste; y ellos han
puesto por obra tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de
ti , exclamó Jesús en la larga oración que nos conserva el evangelista Juan.
Por eso, el trato de Jesús no es un trato que se quede en meras palabras o en actitudes superficiales. Jesús toma en serio al hombre, y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida. Jesús sabe exigir, colocar a cada uno frente a sus deberes, sacar a quienes le escuchan de la comodidad y del conformismo, para llevarles a conocer al Dios tres veces santo.
Conmueven
a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. Vio
Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las
entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos
sobre muchas cosas .
109.
Aplicación a nuestra vida ordinaria
Hemos
recorrido algunas páginas de los Santos Evangelios para contemplar a Jesús en
su trato con los hombres, y aprender a llevar a Cristo hasta nuestros hermanos,
siendo nosotros mismos Cristo. Apliquemos esa lección a nuestra vida ordinaria,
a la propia vida. Porque no es la vida corriente y ordinaria, la que vivimos
entre los demás conciudadanos, nuestros iguales algo chato y sin relieve. Es,
precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la
inmensa mayoría de sus hijos.
Es
necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de
privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los
hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera
que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u
oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los
caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos
llama a identificarnos con El, para realizar -en el lugar donde estamos- su
misión divina.
Dios
nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el
sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los
afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de
familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos
y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de
gran parte de la humanidad.
110.
Se
comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes,
con un alma naturalmente cristiana , no se resignan ante la injusticia personal
y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre
los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo
acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los
bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura,
encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas
que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como
números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me
impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en
práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Todas
las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino,
nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás. Cuando venga el Hijo
del hombre con toda su majestad y acompañado de todos sus ángeles, sentarse ha
entonces en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de él a todas las
naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas
de los cabritos, poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda.
Entonces
el rey dirá a los que estarán a su derecha: venid, benditos de mi padre, a
tomar posesión del reino, que os está preparado desde el principio del mundo.
Porque yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber;
era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubresteis; enfermo, y me
visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme. A lo cual los justos le
responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento y te
dimos de comer, sediento y te dimos de beber?, ¿cuándo te hallamos de
peregrino y te hospedamos, desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo
o en la cárcel y fuimos a visitarte? Y el rey en respuesta les dirá: en verdad
os digo, siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis más pequeños
hermanos, conmigo lo hicisteis .
Hay
que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los
hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con
otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino formamos todos parte de un
mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad.
111.
No
hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad
teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional;
hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun
indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha
fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha
trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha
experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo plugo al Padre poner la
plenitud de todo ser, y reconciliar por El todas las cosas consigo,
restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que
derramó en la Cruz .
Hemos
de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno;
fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios
Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que
nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del
desorden, reconciliar todas las cosas con Dios.
Cada
situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe
vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Así, viviendo
cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente
con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres.
112.
Al
considerar la dignidad de la misión a la que Dios nos llama, puede quizá
surgir la presunción, la soberbia, en el alma humana. Es una falsa conciencia
de la vocación cristiana, la que ciega, la que nos hace olvidar que estamos
hechos de barro, que somos polvo y miseria. Que no sólo hay mal en el mundo, a
nuestro alrededor, sino que el mal está dentro de nosotros, que anida en
nuestro mismo corazón, haciéndonos capaces de vilezas y egoísmos. Sólo la
gracia de Dios es roca fuerte: nosotros somos arena, y arena movediza.
Si
se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del
mundo, causa dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que
se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces
infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón,
pero que no tenía fe, señalado un mapamundi, me comentó: He aquí el fracaso
de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina,
y vea los resultados: no hay cristianos.
No
faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su
palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea
que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia
trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a El,
entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó
todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios .
En
esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores
suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del
alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén: un niño
indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de
los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros.
Jesucristo
teniendo la naturaleza de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios, y
no obstante se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo . Dios condesciende
con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras miserias.
Consiente en que los tesoros divinos sean llevados en vasos de barro, en que los
demos a conocer mezclando nuestras deficiencias humanas con su fuerza divina.
113.
La
experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión.
Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por
tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la
purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta
sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia
mea , te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado
del aguijón que le humillaba.
El
poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a
combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del
todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante
comenzar y recomenzar, un renovarse cada día.
Cristo
resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte.
Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. El optimismo cristiano no
es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá
bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en
la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a
esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios.
De
esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de
nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se
manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que
aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los
demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio.
114.
No
quiero terminar sin una última reflexión. El cristiano, al hacer presente a
Cristo entre los hombres, siendo él mismo ipse Christus, no trata sólo de
vivir una actitud de amor, sino de dar a conocer el Amor de Dios, a través de
ése su amor humano.
Jesús
ha concebido toda su vida como una revelación de ese amor: Felipe, respondió a
uno de sus discípulos, quien me ve a mí ve también al Padre . Siguiendo esa
enseñanza el apóstol Juan invita a los cristianos a que, ya que han conocido
el amor de Dios, lo manifiesten con sus obras: Carísimos, amémonos los unos a
los otros, porque la caridad procede de Dios; y todo aquel que ama, es hijo de
Dios y conoce a Dios.
Quien
no tiene este amor no conoce a Dios: puesto que Dios es amor. En esto se
demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo unigénito al
mundo, para que por El tengamos la vida. Y en esto consiste su amor, que no es
porque nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero a nosotros, y
envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos,
si así nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros .
115.
Es
necesario, pues, que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en
Dios y a mantener un constante diálogo con El. La vida cristiana deber ser vida
de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana
a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre
solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a
nosotros y en los cielos.
Sine
intermissione orate, manda el Apóstol, orad sin intermisión . Y, recordando
ese precepto apostólico, escribe Clemente Alejandrino: se nos manda alabar y
honrar al Verbo, a quien conocemos como salvador y rey; y por El al Padre, no en
días escogidos, como hacen otros, sino constantemente a lo largo de toda la
vida, y de todos los modos posibles .
En
medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al
egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos
esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el
Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y
recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este
mundo se incoa y prepara.
Hay
que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la
Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo
lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la Epístola a los Hebreos, como
siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede
perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que
está siempre vivo para interceder por nosotros .
Cristo,
Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver
sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace
desear su compañía definitiva. El espíritu y la esposa dicen: ven. Diga
también quien escucha: ven. Asimismo el que tiene sed, venga; y el que quiera,
tome de balde el agua de vida, la felicidad eterna... Y el que da testimonio de
estas cosas dice: ciertamente, vengo pronto. Así sea. Ven, Señor Jesús .
12. LA ASCENSIÓN DEL
SEÑOR A LOS CIELOS
Homilía pronunciada el 19-V-1966, fiesta de la Ascensión del Señor
116.
La
liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de
la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el
Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna,
adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de
trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de
Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos.
Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo
acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al
dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más
claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como
los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión,
preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? ;
¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades,
y todas nuestras miserias?
El
Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles,
permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en
realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar
que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se
nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su
palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien.
Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado
por el duro camino , cuando llora por Lázaro , cuando ora largamente , cuando
se compadece de la muchedumbre .
Siempre
me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad
de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta
tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que
sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre,
perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa
de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
117.
Trato con Jesucristo en el Pan y en la Palabra
Si
sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los
ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos
íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el
camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y
conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con
El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo
en él . Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el
que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él .
No
son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida
de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si
cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los
mandatos de mi Padre y permanezco en su amor . Esta afirmación de Jesús, en el
discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la
Ascensión. Cristo sabía que era preciso que El se fuera; porque, de modo
misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría
-en una nueva efusión del Amor divino- la tercera Persona de la Trinidad
Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el
Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré .
Se
ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al
actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que
somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para
obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del
cual clamamos: Abba, ¡Padre! .
¿Veis?
Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa
inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia
que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada
Hostia y en la oración. La Iglesia trae a nuestra consideración cada día la
realidad del Pan vivo, y le dedica dos de las grandes fiestas del año
litúrgico: la del Jueves Santo y la del Corpus Christi. En este día de la
Ascensión, vamos a detenernos en el trato con Jesús, escuchando atentamente su
Palabra.
118.
Vida de oración
Una
oración al Dios de mi vida . Si Dios es para nosotros vida, no debe
extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en
oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se
abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a
esa ley tiende, durante el día y durante la noche . Por la mañana pienso en ti
; y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso . Toda la
jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a
la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño
debe ser oración .
Recordad
lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera
ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros
discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante
actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare , Señor,
enséñanos a orar así.
San
Pablo -orationi instantes , en la oración continuos, escribe- difunde por todas
partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la
manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu,
perseveraban juntos en oración .
El
temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la
oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un
cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas
oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus
ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el
tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las
de la liturgia -lex orandi-, las que han nacido de la pasión de un corazón
enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium..., Memorare...,
Salve Regina...
En
otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como
saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la
historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres,
puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te , Señor, Tú lo
sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam
, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum
dignus , ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus , ¡Señor mío y
Dios mío!... U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo
del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La
vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados
exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras,
junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera
-¡tan solo!- desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con
Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia
y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a
dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria
corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las
jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin
espectáculo, en una alabanza continua a Dios.
Nos
mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su
pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones -aun las más
pequeñas- se llenarán de eficacia espiritual.
Por
eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el
Señor -y es un camino para todos, no una senda para privilegiados-, la vida
interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y
exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.
Desde
la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de
hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a
los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en
Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo .
119.
Apostolado, corredención
Con
la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en
afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego
en mi meditación . ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo:
fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? . Fuego
de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para
desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que
cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a
Cristo .
Jesús
se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en
la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su
celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar
la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos
exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno
sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en
aquel que me conforta . Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar
estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar
obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice -a
través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora.
Apóstol
es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por
el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a
servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los
fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que
-siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio
ministerial- capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar
a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del
ejemplo, con la oración y con la expiación.
Cada
uno de nosotros ha de ser ipse Christus. El es el único mediador entre Dios y
los hombres ; y nosotros nos unimos a El para ofrecer, con El, todas las cosas
al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que
no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los
senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los
obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos
corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura que ha de
informar la masa entera .
Cristo
ha subido a los cielos, pero ha trasmitido a todo lo humano honesto la
posibilidad concreta de ser redimido. San Gregorio Magno recoge este gran tema
cristiano con palabras incisivas: Partía así Jesús hacia el lugar de donde
era, y volvía del lugar en el que continuaba morando. En efecto, en el momento
en el que subía al Cielo, unía con su divinidad el Cielo y la tierra. En la
fiesta de hoy conviene destacar solemnemente el hecho de que haya sido suprimido
el decreto que nos condenaba, el juicio que nos hacía sujetos de corrupción.
La naturaleza a la que se dirigía las palabras tú eres polvo y volverás al
polvo (Gen III, 19), esa misma naturaleza ha subido hoy al Cielo con Cristo .
No
me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los
cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de
pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia
espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro
esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente
profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana
íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos.
La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la
caridad de Cristo , para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea
divina de rescatar las almas.
120.
Mirad:
la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en
la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles ,
por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del
Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse
enviado, como El, peccatores salvos facere , para salvar a todos los pecadores,
convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la
misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores
con Cristo, de salvar con El a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse
Christus, el mismo Jesucristo, y El se dio a sí mismo en rescate por todos .
Tenemos
una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el
Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo . Mientras esperamos
el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no
podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo
tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han
recibido de El los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi , vosotros
también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto
de negociar hasta el fin.
Queda
tanto por hacer. ¿Es que, en veinte siglos, no se ha hecho nada? En veinte
siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado, el afán de
algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos
se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien.
Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay
retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad.
Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso
continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su
vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador
y a nuestro prójimo.
121.
Cristo
nos enseñó, definitivamente, el camino de ese amor a Dios: el apostolado es
amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone
crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de
apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida
interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No
cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en
Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso
encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con El una sola cosa. Esta
es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó
del cielo, rezamos en el Credo.
Para
el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido,
yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he
dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata
de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar
a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio
estado.
El
apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de
Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por
almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía
como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad:
porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos
según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque
su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás
puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe
comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos,
porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.
122.
El trigo y la cizaña
Os
he trazado, con la doctrina de Cristo, no con mis ideas, un camino ideal de
cristiano. Convenís en que es alto, sublime, atractivo. Pero quizá alguno se
pregunte: ¿es posible vivir así en la sociedad de hoy?
Ciertamente,
el Señor nos ha llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay
paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre
los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las
castas: cerradas, impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama
por la comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre
personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque -no lo
olvidéis- la caridad, más que en dar, está en comprender.
Atravesamos
una época en la que los fanáticos y los intransigentes -incapaces de admitir
razones ajenas- se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que
son sus víctimas. Nos ha llamado, en fin, cuando se oye parlotear mucho de
unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda tolerarse mayor desunión entre
los mismos católicos, no ya entre los hombres en general.
Yo
no hago jamás consideraciones políticas, porque ése no es mi oficio. Para
describir sacerdotalmente la situación del mundo actual, me basta pensar de
nuevo en una parábola del Señor: la del trigo y la cizaña. El reino de los
cielos es semejante a un hombre que sembró buena simiente en su campo; pero, al
tiempo de dormir los jornaleros, vino cierto enemigo suyo, esparció cizaña en
medio del trigo, y se fue . Está claro: el campo es fértil y la simiente es
buena; el Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio
y con arte consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la
siembra reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido
correspondencia, porque los hombres -los cristianos especialmente- se han
dormido, y han permitido que el enemigo se acercara.
Cuando
los servidores irresponsables preguntan al Señor por qué ha crecido la cizaña
en su campo, la explicación salta a los ojos: inimicus homo hoc fecit , ¡ha
sido el enemigo! Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para
que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al
servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido -¡triste pereza, ese
sueño!-, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar. Ya
veis cómo ha crecido la cizaña: ¡qué siembra tan abundante y en todas
partes!
No
tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros
un panorama desolador, sin esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en
los que vivimos por providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque
es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No
admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor.
Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la
predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones,
comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio.
Pero
tampoco es lógico negar que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo
este campo de Dios, que es la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado
cizaña: no sólo cizaña, ¡abundancia de cizaña! No podemos dejarnos engañar
por el mito del progreso perenne e irreversible. El progreso rectamente ordenado
es bueno, y Dios lo quiere. Pero se pondera más ese otro falso progreso, que
ciega los ojos a tanta gente, porque con frecuencia no percibe que la humanidad,
en algunos de sus pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado.
El
Señor -repito- nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la
inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una
conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo
el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el
mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos
de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios
-Dios no pierde batallas-, con un optimismo que no procede de la satisfacción
humana, de una complacencia necia y presuntuosa.
123.
Siembra de paz y de alegría
¿Qué
hacer? Os decía que no he procurado describir crisis sociales o políticas,
hundimientos o enfermedades culturales. Con el enfoque de la fe cristiana, me
vengo refiriendo al mal en el sentido preciso de la ofensa a Dios. El apostolado
cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la
difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y
de alegría. Sin duda, de ese apostolado se derivarán beneficios espirituales
para todos: más justicia, más comprensión, más respeto del hombre por el
hombre.
Hay
muchas almas alrededor de nosotros, y no tenemos derecho a ser obstáculo para
su bien eterno. Estamos obligados a ser plenamente cristianos, a ser santos, a
no defraudar a Dios, ni a todas esas gentes que esperan del cristiano el
ejemplo, la doctrina.
Nuestro
apostolado ha de basarse en la comprensión. Insisto otra vez: la caridad, más
que en dar, está en comprender. No os escondo que yo he aprendido, en mi propia
carne, lo que cuesta el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme
comprender, pero hay quienes se han empeñado en no entenderme. Otra razón,
práctica y viva, para que yo desee comprender a todos. Pero no es un impulso
circunstancial el que ha de obligarnos a tener ese corazón amplio, universal,
católico. El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del
buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de
la tierra, para extender la semilla de la fraternidad -no de la cizaña-, de la
disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos
de nadie.
El
cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos
-con su trato- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse
gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos
estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos
disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería
miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos .
¡Si
viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de
generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría
la legítima independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su
responsabilidad, por los quehaceres que le competen en las labores temporales.
El cristiano sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder
después defender la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son
-porque cada uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores-,
ayudándoles con la gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a
arrancar la cizaña, a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar
con dignidad nuestra condición de hombres y de cristianos.
124.
La vida futura
La
tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce, por
tanto resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que,
para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la
naturaleza humana. Todo, hasta el más pequeño de los acontecimientos honestos,
encierra un sentido humano y divino. Cristo, perfecto hombre, no ha venido a
destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana,
menos el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la
triste aventura del mal.
El
cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde
dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que
tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado-
de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
125.
La
fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo
que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras
palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos
aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura ciudad
inmutable.
Cuidemos,
sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos
horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos,
esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices
también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad,
que sólo El puede colmar enteramente.
En
esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de
la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a
Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a
día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de
vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras
acciones.
Cristo
nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo , siendo plenamente ciudadanos
de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero
también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado
de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en
número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de
corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al
Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la
noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro,
llegando a El por Nuestra Madre Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu
Santo.
Si,
a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo
regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces
tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de
Jesús .
13. EL GRAN DESCONOCIDO
Homilía pronunciada el 25-V-1969, fiesta de Pentecostés.
126.
Los
Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de
Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de
fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran
manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre
las naciones. La victoria que Cristo -con su obediencia, con su inmolación en
la Cruz y con su Resurrección- había obtenido sobre la muerte y sobre el
pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.
Los
discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en
sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron
a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero
no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara
el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas . Sabían que
sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos
a seguirle y a dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó la hora
de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha
pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes,
seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las
calles y plazas de Jerusalén.
Los
hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en
aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los
moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de
Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que
han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes,
oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas . Estos
prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la
predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los
discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.
Nos
cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la
Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando:
¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced
penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para
remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel
día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca
de tres mil personas .
La
venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso
aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se
nos hable de El y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las
obras de la primitiva comunidad cristiana: El es quien inspira la predicación
de San Pedro , quien confirma en su fe a los discípulos , quien sella con su
presencia la llamada dirigida a los gentiles , quien envía a Saulo y a Bernabé
hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús . En
una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.
127.
Actualidad de la Pentecostés
Esa
realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un
recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la
historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de
nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los
tiempos. Yo rogaré al Padre -anunció el Señor a sus discípulos- y os dará
otro Consolador para que esté con vosotros eternamente . Jesús ha mantenido
sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno
Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.
La
fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo
continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea -siempre y en todo-
signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y
el amor de Dios . Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres
podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios
nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu
Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de
esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.
También
nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de
Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha
tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha
enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha
salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu
Santo, que El derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador
nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la
vida eterna conforme a la esperanza que tenemos .
La
experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que
puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la
mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la
desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso -el comprobar la
realidad del pecado y de las limitaciones humanas- puede sin embargo constituir
una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda:
¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de
practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de
procurar que sea más firme nuestra fidelidad.
128.
Permitidme
narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un
amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un
mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le
pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando
meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en
un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son
muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son
muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero
esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al
agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de
su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando
continuamente el mundo. La redención, por El realizada, es suficiente y
sobreabundante.
Dios
no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación
continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que -según las
palabras fuertes de San Pablo- cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida,
aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia .
Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
Confesamos
que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo,
animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados,
y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran
hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino
de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento
inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.
129.
Fuerza de Dios y debilidad humana
Non
est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios : no es
menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los
hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la
tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de
positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios
y a Dios se ordena.
La
acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a
conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones
divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es El quien
nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la
creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios .
Por
eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el
Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el
Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los
carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los
afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo
realiza en el mundo las obras de Dios: es -como dice el himno litúrgico- dador
de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo,
consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y
valioso, pues es El quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien
enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los
hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno .
Pero
esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una
creencia vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los
signos y realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su
fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad -anunció Jesús-, me glorificará
porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará . El Espíritu Santo es el
Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que El
nos mereció en la tierra.
No
puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la
doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es
coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo
quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace
sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan,
quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la
mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y
abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva
el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
130.
Los
cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro ; Dios ha
confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del
Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y
nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas
ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar
mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado
a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me
pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo
eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera
humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de
determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse
en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos
los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre
nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su
revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos
llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar
personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa con un acto
de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar
de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación
y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la
realidad de la venida del Espíritu Santo.
Antes
de que Cristo fuera crucificado -escribe San Juan Crisóstomo- no había ninguna
reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el
Espíritu Santo... La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina.
Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si
preguntaron: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su
presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y
curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os
preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre
nosotros...
Si
no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie
puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (I Cor XII,
3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. al
rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt VI, 9). Si
no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo
sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gal. IV, 6).
Cuando
invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al
mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no
habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está
escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si
el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la
Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta .
Por
encima de las deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso:
el signo y en cierto modo -no en el sentido estricto en el que se ha definido
dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza- el
sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber
sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la
salvación. Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a
Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la
época apostólica.
Porque
ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad
de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a
cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos
corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de
Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no
querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado
había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es
viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos y, lo mismo
que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del
Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus
criaturas.
131.
Dar a conocer a Cristo
Veo
todas las incidencias de la vida -las de cada existencia individual y, de alguna
manera, las de las grandes encrucijadas de las historia- como otras tantas
llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y
como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras
obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que
pertenecemos .
Cada
generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para
eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder
a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del
Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos
días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo
del Evangelio.
No
es verdad que toda la gente de hoy -así, en general y en bloque- esté cerrada,
o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el
ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de
las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan
ideologías -y personas que las sustentan- que están cerradas, hay en nuestra
época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones
y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más
humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos
ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en
permanecer inmersas en el error.
A
todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos
de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio
solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la
Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida,
porque fuera de El no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por
el cual podamos ser salvos .
132.
Entre
los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial
necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a
Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad
sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con
nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la
historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro
corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas
muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como
ovejas sin pastor .
No
es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no
aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales
terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma,
y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre
alguno las profundidades del espíritu humano.
La
fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma,
puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no
estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a
penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a
Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los
ángeles y a todos los hombres.
Esa
es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la
humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden
sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios.
Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de
Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y
hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo.
Hemos
de vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de
nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes
Doctores de la Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparente
nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian
brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se
vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia.
Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la
inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la
distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los
ángeles. De El, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la
semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios .
La
conciencia de la magnitud de la dignidad humana -de modo eminente, inefable, al
ser constituidos por la gracia en hijos de Dios- junto con la humildad, forma en
el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y
nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede
olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se
convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en
derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.
¿Me
atreveré a decir: soy santo? -se preguntaba San Agustín-. Si dijese santo en
cuanto santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio
y mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se
lee en el Levítico: sed santos, porque yo, Dios, soy santo; entonces también
el cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la
tierra y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo .
Amad
a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de
vuestro ser las mociones divinas -esos alientos, esos reproches-, caminad por la
tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos
colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros
siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo .
133.
Tratar al Espíritu Santo
Vivir
según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que
Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para
hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no
se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de
Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva
comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban
todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la
fracción del pan y en la oración .
Fue
así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la
meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con
Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal -la oración sin anonimato- cara
a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra
conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o
menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia
cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real
y vivida en la obra divina de la salvación.
Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente
llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a
poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos
recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y
de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones
divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad .
Podemos,
por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol:
¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?
, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios.
Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un
nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno -una de las tres Personas del
único Dios-, con quien se habla y de quien se vive.
Hace
falta -en cambio- que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos
enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más
a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso
don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la
verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que
ya antes me refería.
Porque
el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia,
como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la
semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime
en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por
la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la
belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios .
134.
Para
concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos
impulse a tratar al Espíritu Santo -y, con El, al Padre y al Hijo- y a tener
familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades
fundamentales: docilidad -repito-, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad,
en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos
empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la
imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así
acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu
de Dios, esos son hijos de Dios .
Si
nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el
Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos
en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con
que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a
los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor . Viejo
camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta
de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las
maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente
nuestra voluntad con la de Dios.
135.
Vida
de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre
del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a
la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante
con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu
Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del
hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido
sino el Espíritu de Dios . Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo,
nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e
hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro .
Acostumbrémos
a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en
El, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando
nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por El, a todas
las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del
Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia -y cada
cristiano- que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté
con nosotros para siempre .
136.
Unión
con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la
Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la
vida de cada cristiano: somos -nos dice San Pablo- coherederos con Jesucristo,
con tal que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados . El
Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar
exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.
Sólo
cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de
su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive
verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el
gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.
Es
entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha
ganado , que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del
Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad : y donde está el Espíritu
del Señor, allí hay libertad .
137.
En
medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el
pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con
claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce
plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se
hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
Es
en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las
bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la
bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho
el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto
amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la
humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras
de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres.
Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del
Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una
invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas
las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos
casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen
graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la
paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal
es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras
humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el
Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la
petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de
Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera:
Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia
celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del
Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en
Ti, Espíritu que procedes de uno del otro .
14. POR MARIA, HACIA JESÚS
Homilía pronunciada el 4-V-1957.
138.
Una
mirada al mundo, una mirada al Pueblo de Dios , en este mes de mayo que
comienza, nos hace contemplar el espectáculo de esa devoción mariana que se
manifiesta en tantas costumbres, antiguas o nuevas, pero vividas con un mismo
espíritu de amor.
Da
alegría comprobar que la devoción a la Virgen está siempre viva, despertando
en las almas cristianas el impulso sobrenatural para obrar como domestici Dei,
como miembros de la familia de Dios .
Seguramente
también vosotros, al ver en estos días a tantos cristianos que expresan de mil
formas diversas su cariño a la Virgen Santa María, os sentís más dentro de
la Iglesia, más hermanos de todos esos hermanos vuestros. Es como una reunión
de familia, cuando los hijos mayores, que la vida ha separado, vuelven a
encontrarse junto a su madre, con ocasión de alguna fiesta. Y, si alguna vez
han discutido entre sí y se han tratado mal, aquel día no; aquel día se
sienten unidos, se reconocen todos en el afecto común.
María
edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil
tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los
demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible,
el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!,
¡todos, con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia
e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la
fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada
por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos .
Esto
que acabo de decir es algo que hemos experimentado todos, puesto que no nos han
faltado ocasiones de comprobar los efectos sobrenaturales de una sincera
devoción a la Virgen. Cada uno de vosotros podría contar muchas cosas. Y yo
también. Viene ahora a mi memoria una romería que hice en 1935 a una ermita de
la Virgen, en tierra castellana: a Sonsoles.
No
era una romería tal como se entiende habitualmente. No era ruidosa ni masiva:
ibamos tres personas. Respeto y amo esas otras manifestaciones públicas de
piedad, pero personalmente prefiero intentar ofrecer a María el mismo cariño y
el mismo entusiasmo, con visitas personales, o en pequeños grupos, con sabor de
intimidad.
En
aquella romería a Sonsoles conocí el origen de esta advocación de la Virgen.
Un detalle sin mucha importancia, pero que es una manifestación filial de la
gente de aquella tierra. La imagen de Nuestra Señora que se venera en aquel
lugar, estuvo escondida durante algún tiempo, en la época de las luchas entre
cristianos y musulmanes en España. Al cabo de algunos años, la estatua fue
encontrada por unos pastores que -según cuenta la tradición-, al verla
comentaron: ¡Qué ojos tan hermosos! ¡Son soles!
139.
Madre de Cristo, Madre de los cristianos
Desde
aquel año de 1933, en numerosas y habituales visitas a Santuarios de Nuestra
Señora, he tenido ocasión de reflexionar y de meditar sobre esta realidad del
cariño de tantos cristianos a la Madre de Jesús. Y he pensado siempre que ese
cariño es una correspondencia de amor, una muestra de agradecimiento filial.
Porque María está muy unida a esa manifestación máxima del amor de Dios: la
Encarnación del Verbo, que se hizo hombre como nosotros y cargó con nuestras
miserias y pecados. María, fiel a la misión divina para la que fue criada, se
ha prodigado y se prodiga continuamente en servicio de los hombres, llamados
todos a ser hermanos de su Hijo Jesús. Y la Madre de Dios es también
realmente, ahora, la Madre de los hombres.
Así
es, porque así lo quiso el Señor. Y el Espíritu Santo dispuso que quedase
escrito, para que constase por todas las generaciones: Estaban junto a la cruz
de Jesús, su madre, y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y
María Magdalena. Habiendo mirado, pues, Jesús a su madre, y al discípulo que
él amaba, que estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Después, dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto el
discípulo la tuvo por Madre .
Juan,
el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su
vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo
Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos
también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua
esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos
a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se
manifieste como nuestra Madre .
Pero
es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas,
porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda,
demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos. Cada uno de
nosotros, al evocar su propia vida y ver cómo en ella se manifiesta la
misericordia de Dios, puede descubrir mil motivos para sentirse de un modo muy
especial hijo de María.
140.
Los
textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver
precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso,
asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con El, amando a
los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que
están a su lado.
Pensemos,
por ejemplo, en el relato de las bodas de Caná. Entre tantos invitados de una
de esas ruidosas bodas campesinas, a las que acuden personas de varios poblados,
María advierte que falta el vino . Se da cuenta Ella sola, y en seguida. ¡Qué
familiares nos resultan las escenas de la vida de Cristo! Porque la grandeza de
Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de
un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños
que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María.
Fijaos
también en que es Juan quien cuenta la escena de Caná: es el único
evangelista que ha recogido este rasgo de solicitud materna. San Juan nos quiere
recordar que María ha estado presente en el comienzo de la vida pública del
Señor. Esto nos demuestra que ha sabido profundizar en la importancia de esa
presencia de la Señora. Jesús sabía a quién confiaba su Madre: a un
discípulo que la había amado, que había aprendido a quererla como a su propia
madre y era capaz de entenderla.
Pensemos
ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la
Pentecostés. Los discípulos, llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado
y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los
encontramos cum María matre Iesu, con Maria, la madre de Jesús . La oración
de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una
familia unida.
Esta
vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con
más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender
que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del
Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la
Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.
Desde
el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado
el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se
han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su
maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de
todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con
su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella
cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo .
No
es pues extraño que uno de los testimonios más antiguos de la devoción a
María sea precisamente una oración llena de confianza. Me refiero a esa
antífona que, compuesta hace siglos, continuamos repitiendo aún hoy día: Nos
acogemos bajo tu protección, Santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas
que te dirigimos en nuestra necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los
peligros, Virgen gloriosa y bendita .
141.
Tratar a María
De
una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre
de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona
viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y
alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo.
Para
comprender el papel que María desempeña en la vida cristiana, para sentirnos
atraídos hacia Ella, para buscar su amable compañía con filial afecto, no
hacen falta grandes disquisiciones, aunque el misterio de la Maternidad divina
tiene una riqueza de contenido sobre el que nunca reflexionaremos bastante.
La
fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de
Dios: Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos
regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias
de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de
Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que
esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego
que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de
un hijo que se sabe amado por su Padre.
De
esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso
su nombre llega tan derecho al corazón. La relación de cada uno de nosotros
con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro
trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo
corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros
miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro
corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María.
¿Cómo
se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero
siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso
por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío,
sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo
necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez
los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño
obsequio, unas palabras expresivas.
En
nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de
piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella.
Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han
adquirido el hábito de saludar -no hace falta la palabra, el pensamiento basta-
las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles
de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en
el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan
los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos
centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de
la semana -precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado-,
ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su
maternidad.
Hay
muchas otras devociones marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No
tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano -crecer en
vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones-, pero
debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive
alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María.
Los
que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de
que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la
fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a
Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en
Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado
a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con
amor y con alegría de hijos.
142.
Hacerse niños en el Amor a Dios
Consideremos
atentamente este punto, porque nos puede ayudar a comprender cosas muy
importantes, ya que el misterio de María nos hacer ver que, para acercarnos a
Dios, hay que hacerse pequeños. En verdad os digo -exclamó el Señor
dirigiéndose a sus discípulos-, que si no os volvéis y hacéis semejantes a
los niños, no entraréis en el reino de los cielos .
Hacernos
niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros
solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre
Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige
abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir
como piden los niños.
Y
todo eso lo aprendemos tratando a María. La devoción a la Virgen no es algo
blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la
medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de
nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor. Es Yavé mi pastor
-canta uno de los salmos-, de nada careceré. Me hace descansar en frondosas
praderas, junto a aguas sabrosas me conduce; me devuelve la vida, y me guía por
caminos derechos, en virtud de su nombre. Aunque yo ande por valles tenebrosos,
ningún mal temeré, porque tú estás conmigo .
Porque
María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin
medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de
pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir
nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de
Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos
años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he
vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí
muchos razonamiento, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que
hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando
amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras
alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a
Jesús.
143.
Si
buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo
que hay en ese corazón de Dios que se anonada, que renuncia a manifestar su
poder y su majestad, para presentarse en forma de esclavo . Hablando a lo
humano, podríamos decir que Dios se excede, pues no se limita a lo que sería
esencial o imprescindible para salvarnos, sino que va más allá. La única
norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de
Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de una locura de
amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros
pecados.
¿Cómo
es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos
también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra
fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!:
el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra.
Dios
se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de
las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre . Esa certeza que nos
da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que,
permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es
expresión del amor de Dios.
Nuestra
vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz
que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de
las horas. Mi alma glorifica al Señor -cantó la Virgen María- y mi espíritu
está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos
en la bajeza de de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán
bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes
aquel que es todopoderoso, cuyo nombre es santo .
Nuestra
oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos
el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad
entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra.
144.
María nos hacer sentirnos hermanos
No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales. María lleva a Jesús, y Jesús es primogenitus in multis fratribus, primogénito entre muchos hermanos .
Conocer
a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con
otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano
no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a
la Iglesia universal, pensando en al salvación de todas las almas.
De
este modo, hasta esas facetas que podrían considerarse más privadas e íntimas
-la preocupación por el propio mejoramiento interior- no son en realidad
personales: puesto que la santificación forma una sola cosa con el apostolado.
Nos hemos de esforzar, por tanto, en nuestra vida interior y en el desarrollo de
las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia, ya que no
podríamos hacer el bien y dar a conocer a Cristo, si en nosotros no hubiera un
empeño sincero por hacer realidad práctica las enseñanzas del Evangelio.
Impregnados
de este espíritu, nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos
en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del
servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella
hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos
de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre.
Los
problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad
cristiana debe encontrarse muy metida en lo hondo del alma, de manera que
ninguna persona nos sea indiferente. María, Madre de Jesús, que lo crió, lo
educó y lo acompañó durante su vida terrena y que ahora está junto a El en
los cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se
nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres.
145.
En
aquella romería de que os hablaba al principio, mientras caminábamos hacia la
ermita de Sonsoles, pasamos junto a unos campos de trigo. Las mieses brillaban
al sol, mecidas por el viento. Vino entonces a mi memoria un texto del
Evangelio, unas palabras que el Señor dirigió al grupo de sus discípulos:
¿No decís vosotros: ea, dentro de cuatro meses estaremos ya en la siega? Pues
ahora yo os digo: alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos y ved ya
las mieses blancas y a punto de segarse . Pensé una vez más que el Señor
quería meter en nuestros corazones el mismo afán, el mismo fuego que dominaba
el suyo. Y, apartándome un poco del camino, recogí unas espigas para que me
sirvieran de recordatorio.
Hay
que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas
llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir
de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así
como vivió Jesús. Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia,
de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás: se
compadece de la viuda de Naím , llora por la muerte de Lázaro , se preocupa de
las multitudes que le siguen y que no tienen qué comer , se compadece también
sobre todo de los pecadores, de los que caminan por el mundo sin conocer la luz
ni la verdad: desembarcando vio Jesús una gran muchedumbre, y
enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin
pastor, y se puso a instruirlos en muchas cosas .
Cuando
somos de verdad hijos de María comprendemos esa actitud del Señor, de modo que
se agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de misericordia. Nos duelen
entonces los sufrimientos, las miserias, las equivocaciones, la soledad, la
angustia, el dolor de los otros hombres nuestros hermanos. Y sentimos la
urgencia de ayudarles en sus necesidades, y de hablarles de Dios para que sepan
tratarle como hijos y puedan conocer las delicadezas maternales de María.
146.
Ser apóstol de apóstoles
Llenar
de luz el mundo, ser sal y luz : así ha descrito el Señor la misión de sus
discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del
amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas, de una manera o de otra,
todos los cristianos.
Diré
más. Hemos de sentir la ilusión de no permanecer solos, debemos animar a otros
a que contribuyan a esa misión divina de llevar el gozo y la paz a los
corazones de los hombres. En la medida en que progresáis, atraed a los demás
con vosotros, escribe San Gregorio Magno; desead tener compañeros en el camino
hacia el Señor .
Pero
tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino
el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola . Los hombres
estamos expuestos a dejarnos llevar del sueño del egoísmo, de la
superficialidad, desperdigando el corazón en mil experiencias pasajeras,
evitando profundizar en el verdadero sentido de las realidades terrenas. ¡Mala
cosa ese sueño, que sofoca la dignidad del hombre y le hace esclavo de la
tristeza!
Hay
un caso que nos debe doler sobre manera: el de aquellos cristianos que podrían
dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las
consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser
generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que
esté oculta, sino para que brille ante los hombres ; porque, además, está en
juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana
es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de
serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios , siendo
generosos sin tasa.
Es
necesario, pues, despertar a quienes hayan podido caer en ese mal sueño:
recordarles que la vida no es cosa de juego, sino tesoro divino, que hay que
hacer fructificar. Es necesario también enseñar el camino, a quienes tienen
buena voluntad y buenos deseos, pero no saben cómo llevarlos a la práctica.
Cristo nos urge. Cada uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol
de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también
ellos den a conocer a Jesucristo.
147.
Quizás
alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las
gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en
medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al cuidado de
vuestra familia, participando en los afanes nobles de los hombres, respetando la
legítima libertad de cada uno.
Desde
hace casi treinta años ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hace
comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio,
esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el
Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la
perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de
María.
No
olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la
tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros
millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en
sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que
muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de
cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las
conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita
normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!
Porque
eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el
extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde
la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace
que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste
lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino.
Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios
ha querido que vivamos.
Actuando
así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal,
con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana,
pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán
los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de
dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os
enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio
a los demás?
Es
entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia
cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El
momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa
locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones.
148.
San
Juan conserva en su Evangelio una frase maravillosa de la Virgen, en una escena
que ya antes considerábamos: la de las bodas de Caná. Nos narra el evangelista
que, dirigiéndose a los sirvientes, María les dijo: Haced lo que El os dirá .
De eso se trata; de llevar a las almas a que se sitúen frente a Jesús y le
pregunten: Domine, quid me vis facere?, Señor, ¿qué quieres que yo haga? .
El
apostolado cristiano -y me refiero ahora en concreto al de un cristiano
corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales-
es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad
leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a
descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el
ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de
la verdad divina.
Sed
audaces. Contáis con la ayuda de María, Regina apostolorum. Y Nuestra Señora,
sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus
precisas responsabilidades. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su
vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos
frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se
decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con
una reconciliación del hermano menor -tú y yo- con el Hijo primogénito del
Padre.
Muchas
conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido
precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos
de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho
aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que El os dirá se ha
convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que
ilumina desde entonces toda nuestra vida personal.
Este
rato de conversión delante del Señor, en el que hemos meditado sobre la
devoción y el cariño a la Madre suya y nuestra, puede, pues, terminar
reavivando nuestra fe. Está comenzando el mes de mayo. El Señor quiere de
nosotros que no desaprovechemos esta ocasión de crecer en su Amor a través del
trato con su Madre. Que cada día sepamos tener con Ella esos detalles de hijos
-cosas pequeñas, atenciones delicadas-, que se van haciendo grandes realidades
de santidad personal y de apostolado, es decir, de empeño constante por
contribuir a la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo.
Sancta Maria, spes nostra, ancilla Domini, sedes sapientiae, ora por nobis! Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor, asiento de la Sabiduría, ¡ruega por nosotros!