6.
LA CONVERSIÓN DE LOS HIJOS DE DIOS
Homilía pronunciada el 2-III-1952, I Domingo de Cuaresma.
56.
Hemos
entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de
conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es camino cómodo: no basta
estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida
de los cristianos, la conversión primera -ese momento único, que cada uno
recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide- es
importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas
conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas
conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor,
saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón.
Invocabit
me et ego exaudiam eum, leemos en la liturgia de este domingo : si acudís a
mí, yo os escucharé, dice el Señor. Considerad esta maravilla del cuidado de
Dios con nosotros, dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la
palabra del hombre. En todo tiempo -pero de un modo especial ahora, porque
nuestro corazón está bien dispuesto, decidido a purificarse-, El nos oye, y no
desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado .
Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos
del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum , lo libraré y lo
glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí,
como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida
espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula
nuestra caridad. De este modo, las tres virtudes teologales, virtudes divinas,
que nos asemejan a nuestro Padre Dios, se han puesto en movimiento.
¿Qué
mejor manera de comenzar la Cuaresma? Renovamos la fe, la esperanza, la caridad.
Esta es la fuente del espíritu de penitencia, del deseo de purificación. La
Cuaresma no es sólo una ocasión para intensificar nuestras prácticas externas
de mortificación: si pensásemos que es sólo eso, se nos escaparía su hondo
sentido en la vida cristiana, porque esos actos externos son -repito- fruto de
la fe, de la esperanza y del amor.
57.
Arriesgada seguridad del cristiano
Qui
habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei coeli commorabitur , habitar
bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad
del cristiano. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está
pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con
Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta
compartiendo: lo quiere todo. Y acercarse un poco más a El quiere decir estar
dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más
atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra
alma, y a ponerlos por obra.
Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina
de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su
Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?,
¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una
nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que,
disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet
crescere, me autem minui , hace falta que El crezca y que yo disminuya.
No
es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San
Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí . La
ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad.
Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por
el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en
santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana.
Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día,
arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por
eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse.
Recordad
las palabras de San Agustín: Si dijeses basta, estás perdido. Ve siempre a
más, camina siempre, progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no
retrocedas, no te desvíes .
La
Cuaresma ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi
fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en
mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?
Cada
uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es
necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que
su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta.
Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día
y sígame . Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente:
la Cruz cada día. No sólo -escribe San Jerónimo- en el tiempo de la
persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda
situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello
que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en
Cristo .
Esas
consideraciones no son en realidad más que el eco de aquellas otras del
Apóstol: verdad es que en otro tiempo no erais sino tinieblas, pero ahora sois
luz en el Señor; y así, proceded como hijos de la luz. El fruto de la luz
consiste en caminar con toda bondad y justicia y verdad: buscando lo que es
agradable a Dios .
La
conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la
vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas,
aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada
momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar
dispuestos a recomenzar, a reencontrar -en las nuevas situaciones de nuestra
vida- la luz, el impulso de la primera conversión. Y ésta es la razón por la
que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que
podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro
camino, si hemos de convertirnos de nuevo.
58.
El tiempo oportuno
Exhortamur
ne in vacuum gratiam Dei recipiatis , os exhortamos a no recibir en vano la
gracia de Dios. Porque la gracia divina podrá llenar nuestras almas en esta
Cuaresma, siempre que no cerremos las puertas del corazón. Hemos de tener estas
buenas disposiciones, el deseo de transformarnos de verdad, de no jugar con la
gracia del Señor.
No
me gusta hablar de temor, porque lo que mueve al cristiano es la Caridad de
Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los
hombres y a la creación entera; pero sí debemos hablar de responsabilidad, de
seriedad. No queráis engañaros a vosotros mismos: de Dios nadie se burla nos
advierte el mismo Apóstol.
Hay
que decidirse. No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que,
según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al
diablo. Hay que apagar la vela del diablo. Hemos de consumir nuestra vida
haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de
santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios,
todo irá bien. Porque El está siempre dispuesto a darnos su gracia y,
especialmente en este tiempo, la gracia para una nueva conversión, para una
mejora de nuestra vida de cristianos.
No
podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del
tiempo litúrgico. Este momento es único; es una ayuda divina que hay que
acoger. Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros -hoy, ahora- una gran
mudanza.
Ecce
nunc tempus acceptabile, ecce nunc dies salutis : éste es el tiempo oportuno,
que puede ser el día de la salvación. Otra vez se oyen los silbidos del buen
Pastor, con esa llamada cariñosa: ego vocavi te nomine tuo . Nos llama a cada
uno por nuestro nombre, con el apelativo familiar con el que nos llaman las
personas que nos quieren. La ternura de Jesús, por nosotros, no cabe en
palabras.
Considerad
conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que
espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio
que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son
también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a
la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de
podernos llamar su discípulos. Basta percibir esas íntimas palabras de la
gracia, que son como un reproche tantas veces afectuoso, para que nos demos
cuenta de que no nos ha olvidado en todo el tiempo en el que, por nuestra culpa,
no lo hemos visto. Cristo nos quiere con el cariño inagotable que cabe en su
Corazón de Dios.
Mirad
cómo insiste: te oí en el tiempo oportuno, te ayudé en el día de la
salvación . Puesto que El te promete la gloria, el amor suyo, y te la da
oportunamente, y te llama, tú, ¿qué le vas a dar al Señor?, ¿cómo
responderás, cómo responderé también yo, a ese amor de Jesús que pasa?
Ecce nunc dies salutis, aquí está frente a nosotros, este día de salvación.
La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo, te he
llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar -amor con amor que paga-
diciendo: ecce ego quia vocasti me , me has llamado y aquí estoy. Estoy
decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las
piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me
dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como El desea ser querido.
Amarás
al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
mente . ¿Qué queda de tu corazón, comenta San Agustín, para que puedas
amarte a ti mismo?, ¿qué queda de tu alma, qué de tu mente? "Ex toto",
dice. "Totum exigit te, qui fecit te" ; quien te hizo exige todo de
ti.
59.
Después
de esta protesta de amor, hay que comportarse como amadores de Dios. In omnibus
exhibeamus nosmetipsos sicut Dei ministros , comportémonos en todas las cosas
como servidores del Señor. Si te das como El quiere, la acción de la gracia se
manifestará en tu conducta profesional, en el trabajo, en el empeño para hacer
a lo divino las cosas humanas, grandes o pequeñas, porque por el Amor todas
adquieren una nueva dimensión.
Pero
en esta Cuaresma no podemos olvidar que querer ser servidores de Dios no es
fácil. Sigamos con el texto de San Pablo, que recoge la Epístola de la Misa de
este domingo, para recordar las dificultades: Como servidores de Dios -escribe
el Apóstol-, con mucha paciencia en medio de tribulaciones, de necesidades, de
angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones, de trabajos, de vigilias, de
ayunos; con pureza, con doctrina, con longanimidad, con mansedumbre, con
Espíritu Santo, con caridad sincera, con palabras de verdad, con fortaleza de
Dios .
En
los momentos más dispares de la vida, en todas las situaciones, hemos de
comportarnos como servidores de Dios, sabiendo que el Señor está con nosotros,
que somos hijos suyos. Hay que ser conscientes de esa raíz divina, que está
injertada en nuestra vida, y actuar en consecuencia.
Estas
palabras del Apóstol deben llenaros de alegría, porque son como una
canonización de vuestra vocación de cristianos corrientes, que vivís en medio
del mundo, compartiendo con los demás hombres, vuestros iguales, afanes,
trabajos y alegrías. Todo eso es camino divino. Lo que os pide el Señor es
que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos.
Pero
esas circunstancias ordinarias de la vida serán camino divino, si de verdad nos
convertimos, si nos entregamos. Porque San Pablo habla un lenguaje duro. Promete
al cristiano una vida difícil, arriesgada, en perpetua tensión. ¡Cómo ha
sido desfigurado el cristianismo, cuando ha querido hacerse de él una vía
cómoda! Pero también es una desfiguración de la verdad pensar que esa vida
honda y seria, que conoce vivamente todos los obstáculos de la existencia
humana, sea una vida de angustia, de opresión o de temor.
El
cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos
los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el
ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo.
El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de entereza humana y de
la fortaleza que recibe de Dios.
60.
Las tentaciones de Cristo
La
Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como
preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la
gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar,
tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración,
recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo .
Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender -Dios que
se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser
meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene.
Jesucristo
tentado. La tradición ilustra esta escena considerando que Nuestro Señor, para
darnos ejemplo en todo, quiso también sufrir la tentación. Así es, porque
Cristo fue perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado . Después de
cuarenta días de ayuno, con el solo alimento -quizá- de yerbas y de raíces y
de un poco de agua, Jesús siente hambre: hambre de verdad, como la de cualquier
criatura. Y cuando el diablo le propone que convierta en pan las piedras,
Nuestro Señor no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja
de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar, si
podemos hablar así, un problema personal.
Lo
habréis notado a lo largo de los Evangelios: Jesús no hace milagros en
beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos de Caná ;
multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta .
Pero El se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo. Y, más
tarde, durante el tiempo de su peregrinar por tierras de Israel, vive con la
ayuda de aquellos que le siguen .
Relata
San Juan que, después de una larga caminata, al llegar Jesús al pozo de Sicar,
hace que sus discípulos vayan al pueblo a comprar comida; y viendo acercarse a
la samaritana, le pide agua, porque El no tenía con qué obtenerla . Su cuerpo
fatigado por el largo caminar experimenta el cansancio, y otras veces, para
reponer las fuerzas, acude al sueño . Generosidad del Señor que se ha
humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su
poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a
ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear
las consecuencias del entregamiento.
En
la segunda tentación, cuando el diablo le propone que se arroje desde lo alto
del Templo, rechaza Jesús de nuevo ese querer servirse de su poder divino.
Cristo no busca la vanagloria, el aparato, la comedia humana que intenta
utilizar a Dios como telón de fondo de la propia excelencia. Jesucristo quiere
cumplir la voluntad del Padre sin adelantar los tiempos ni anticipar la hora de
los milagros, sino recorriendo paso a paso el duro sendero de los hombres, el
amable camino de la Cruz.
Algo
muy parecido vemos en la tercera tentación: se le ofrecen reinos, poder,
gloria. El demonio pretende extender, a ambiciones humanas, esa actitud que debe
reservarse sólo a Dios: promete una vida fácil a quien se postra ante él,
ante los ídolos. Nuestro Señor reconduce la adoración a su único y verdadero
fin, Dios, y reafirma su voluntad de servir: apártate Satanás; porque está
escrito: adorarás al Señor Dios tuyo, y a El solo servirás .
61.
Aprendamos
de esta actitud de Jesús. En su vida en la tierra, no ha querido ni siquiera la
gloria que le pertenecía, porque teniendo derecho a ser tratado como Dios, ha
asumido la forma de siervo, de esclavo . El cristiano sabe así que es para Dios
toda la gloria; y que no puede utilizar como instrumento de intereses y de
ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio.
Aprendamos
de Jesús. Su actitud, al oponerse a toda gloria humana, está en perfecta
correlación con la grandeza de una misión única: la del Hijo amadísimo de
Dios, que se encarna para salvar a los hombres. Una misión que el cariño del
Padre ha rodeado de una solicitud colmada de ternura: Filius meus es tu, ego
hodie genui te. Postula a me et dabo tibi gentes hereditatem tuam : Tú eres mi
hijo, yo te he engendrado hoy. Pide, y te daré las gentes como heredad.
El
cristiano que -siguiendo a Cristo- vive en esa actitud de completa adoración
del Padre, recibe también del Señor palabras de amorosa solicitud: Porque
espera en mí, lo libraré; lo protegeré, porque conoce mi nombre .
62.
Jesús
ha dicho que no al demonio, al príncipe de las tinieblas. Y en seguida se
manifiesta la luz. Con eso le dejó el diablo; y he aquí que se acercaron los
ángeles y le servían . Jesús ha soportado la prueba. Una prueba real, porque,
comenta San Ambrosio, no obró como Dios usando de su poder (¿de qué,
entonces, nos hubiera aprovechado su ejemplo?), sino que, como hombre, se
sirvió de los auxilios que tiene en común con nosotros .
El
demonio, con intención torcida, ha citado el Antiguo Testamento: Dios mandará
a sus ángeles, para que protejan al justo en todos sus caminos . Pero Jesús,
rehusando tentar a su Padre, devuelve a ese pasaje bíblico su verdadero
sentido. Y, como premio a su fidelidad, cuando llega la hora, se presentan los
mensajeros de Dios Padre para servirle.
Vale
la pena considerar este modo, que Satanás ha utilizado con Jesucristo Señor
Nuestro: argumenta con textos de los libros sagrados, torciendo, desfigurando de
modo blasfemo su sentido. Jesús no se deja engañar: bien conoce el Verbo hecho
carne la Palabra divina, escrita para salvación de los hombres, y no para
confusión y condena. Quien está unido a Jesucristo por el Amor, podemos
concluir, no se dejará nunca engañar por un manejo fraudulento de la Escritura
Santa, porque sabe que es típica obra del diablo tratar de confundir la
conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos
empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer -de la luz- tinieblas.
Contemplemos
un poco esta intervención de los ángeles en la vida de Jesús, porque así
entenderemos mejor su papel -la misión angélica- en toda vida humana. La
tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes
amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus
caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos.
La
Iglesia, al hacernos meditar estos pasajes de la vida de Cristo, nos recuerda
que, en el tiempo de Cuaresma, en el que nos reconocemos pecadores, llenos de
miserias, necesitados de purificación, también cabe la alegría. Porque la
Cuaresma es simultáneamente tiempo de fortaleza y de gozo: hemos de llenarnos
de aliento ya que la gracia del Señor no nos faltará, porque Dios estará a
nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros compañeros de
viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo del camino, nuestros
colaboradores en todas nuestras empresas. In manibus portabunt te, ne forte
offendas ad lapidem pedem tuum , sigue el salmo: los Ángeles te llevarán con
sus manos, para que tu pie no tropiece en piedra alguna.
Hay
que saber tratar a los Ángeles. Acudir a ellos ahora, decir a tu Ángel
Custodio que esas aguas sobrenaturales de la Cuaresma no han resbalado sobre tu
alma, sino que han penetrado hasta lo hondo, porque tienes el corazón contrito.
Pídeles que lleven al Señor esa buena voluntad, que la gracia ha hecho
germinar de nuestra miseria, como un lirio nacido en el estercolero. Sancti
Angeli, Custodes nostri: defendite nos in proelio, ut non pereamus in tremendo
iudicio . Santos Ángeles Custodios: defendednos en la batalla, para que no
perezcamos en el tremendo juicio.
63.
Filiación divina
¿Cómo
se explica esa oración confiada, ese saber que no pereceremos en la batalla? Es
un convencimiento que arranca de una realidad que nunca me cansaré de admirar:
nuestra filiación divina. El Señor que, en esta Cuaresma, pide que nos
convirtamos no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es
nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra
falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su
Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a
nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre.
La
filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Todos los hombres
son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas
maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el
Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de
este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo,
que tengamos esa familiaridad y confianza con El que nos hace pedir, como el
niño pequeño, ¡la luna!
Un
hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni
una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y
de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de
nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando
el hijo vuelve de nuevo a El, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro
Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se
adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.
Mirad
que no estoy inventando nada. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos
contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la
parábola del hijo pródigo .
Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y
enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos
al cuello y le dio mil besos . Estas son las palabras del libro sagrado: le dio
mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede
describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con
San Pablo, Abba, Pater! , Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del
universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de
menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que
saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo.
La
vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro
Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone
el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por
tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa
del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar
nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos,
miembros de la familia de Dios.
Dios
nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo
merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso de hijo pródigo, hace
falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro
Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de
podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra
parte, verdaderamente hijos suyos.
64.
¡Qué
capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más
maravillosas, para acostumbrarse al misterio! Consideremos de nuevo, en esta
Cuaresma, que el cristiano no puede ser superficial. Estando plenamente metido
en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado,
ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente
en Dios, porque es hijo de Dios.
La
filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación
divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a
conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra
lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más
aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a
contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las
manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del
mundo, amando al mundo.
En la Cuaresma la liturgia tiene presentes la consecuencias del pecado de Adán
en la vida del hombre. Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló.
Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa -culpa feliz,
dichosa- que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del
Domingo de Resurrección .
Dios
Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito,
para restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem
filiorum reciperemus , fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo
del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad.
Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los
hijos de Dios , liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas
las cosas en Cristo , que los ha reconciliado con Dios .
Tiempo
de penitencia, pues. Pero, como hemos visto, no es una tarea negativa. La
Cuaresma ha de vivirse con el espíritu de filiación, que Cristo nos ha
comunicado y que late en nuestra alma . El Señor nos llama para que nos
acerquemos a El deseando ser como El: sed imitadores de Dios, como hijos suyos
muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino
propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar
lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina,
de restablecer la divina concordia de todo lo creado.
65.
La
liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la
meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta
conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la
palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra
filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia
nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo
seamos en efecto . Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de
quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres .
Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama
capaz de encender los corazones hechos de carne.
Al
callarme yo ahora y seguir la Santa Misa, cada uno de nosotros debe considerar
qué le pide el Señor, qué propósitos, qué decisiones quiere promover en él
la acción de la gracia. Y, al notar esas exigencias sobrenaturales y humanas de
entrega y de lucha, recordad que Jesucristo es nuestro modelo. Y que Jesús,
siendo Dios, permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y
estemos seguros de la victoria. Porque El no pierde batallas y, encontrándonos
unidos a El, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad
vencedores: buenos hijos de Dios.
Que
vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida,
haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico
de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una
vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo,
decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay
que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos;
qué cosas hay que entregar, y las entregaremos.
La
tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la
que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el
Espíritu Santo actúe en nostros y nos purifique, para poder así abrazarnos al
Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con El, porque la alegría de la
Resurrección está enraizada en la Cruz.
María,
Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu
Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros
corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo
más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de
los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te
espera.LIBERTAD"
7. EL RESPETO
CRISTIANO A LA PERSONA Y A SU LIBERTAD
Homilía pronunciada el 15-III-1961, miércoles de la IV semana de Cuaresma.
Hemos
leído, en la Santa Misa, un texto del Evangelio según San Juan: la escena de
la curación milagrosa del ciego de nacimiento. Pienso que todos nos hemos
conmovido una vez más ante el poder y la misericordia de Dios, que no mira
indiferente la desgracia humana. Pero quisiera ahora fijarme en otros rasgos:
concretamente, para que veamos que, cuando hay amor de Dios, el cristiano
tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe
también tratar a todos con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el
peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los
demás.
Al pasar -dice el Santo Evangelio- vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento .
Jesús que pasa. Con frecuencia me he maravillado ante esta forma sencilla de
relatar la clemencia divina. Jesús pasa y se da cuenta en seguida del dolor.
Considerad, en cambio, qué distintos eran entonces los pensamientos de los
discípulos. Le preguntan: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste
naciera ciego, los suyos o los de sus padres? .
66.
Los falsos juicios
No
debemos extrañarnos de que muchos, también gentes que se tienen por
cristianas, se comporten de forma parecida: imaginan, antes que nada, el mal.
Sin prueba alguna, lo presuponen; y no sólo lo piensan, sino que se atreven a
expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre.
La
conducta de los discípulos podría, benévolamente, ser calificada de
desaprensiva. En aquella sociedad -como hoy: en esto, poco ha cambiado- había
otros, los fariseos, que hacían de esa actitud una norma. Recordad de qué
manera Jesucristo los denuncia: vino Juan que no come ni bebe, y dicen: está
poseído del demonio. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y murmuran:
he aquí un hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores .
Ataques
sistemáticos a la fama, denigración de la conducta intachable: esta crítica
mordaz y punzante sufrió Jesucristo, y no es raro que algunos reserven el mismo
sistema a los que, conscientes de sus lógicas y naturales miserias y errores
personales, menudos e inevitables -añadiría- dada la humana debilidad, desean
seguir al Maestro. Pero la comprobación de esas realidades no debe llevarnos a
justificar tales pecados y delitos -habladurías se les llama, con sospechosa
comprensión- contra el buen nombre de nadie. Jesús anuncia que si al padre de
familia lo han apodado Belcebú, no es de esperar que se conduzcan mejor con los
de su casa ; pero aclara también que quien llamare a su hermano fatuo, será
reo del fuego del infierno .
¿De
dónde nace esta apreciación injusta con los demás? Parece como si algunos
tuvieran continuamente puestas unas anteorejas, que les alteran la vista. No
estiman, por principio, que sea posible la rectitud o, al menos, la lucha
constante por portarse bien. Reciben todo, como reza el antiguo adagio
filosófico, según el recipiente: en su previa deformación. Para ellos, hasta
lo más recto, refleja -a pesar de todo- una postura torcida que,
hipócritamente, adopta apariencia de bondad. Cuando descubren claramente le
bien, escribe San Gregorio, escudriñan para examinar si hay además algún mal
oculto .
67.
Es
difícil hacer entender a esas personas, en las que la deformación se convierte
casi en una segunda naturaleza, que es más humano y más verídico pensar bien
de los prójimos. San Agustín recomienda el siguiente consejo: procurad
adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no
veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros . Para algunos, este modo
de proceder se identifica con la ingenuidad. Ellos son más realistas, más
razonables.
Erigiendo
en norma de juicio el prejuicio, ofenderán a cualquiera antes de oír razones.
Luego, objetivamente, bondadosamente, quizá concederán al injuriado la
posibilidad de defenderse: contra toda moral y derecho, porque, en lugar de
cargar ellos con la prueba de la supuesta falta, conceden al inocente el
privilegio de la demostración de su inocencia.
No
sería sincero si no os confesara que las anteriores consideraciones son algo
más que un rápido espigueo de tratados de derecho y de moral. Se fundamentan
en una experiencia que han vivido no pocos en su propia carne; lo mismo que
otros muchos han sido, con frecuencia y durante largos años, la diana de
ejercicios de tiro de murmuraciones, de difamación, de calumnia. La gracia de
Dios y un natural nada rencorosa han hecho que todo eso no les haya dejado el
menor rastro de amargura. Mihi pro minimo est, ut a vobis iudicer , se me da muy
poco el ser juzgado por vosotros, podrían decir con San Pablo. A veces,
empleando palabras más corrientes, habrán añadido que todo les ha salido
siempre por una friolera. Esa es la verdad.
Por
otro lado, sin embargo, no puedo negar que a mi me causa tristeza el alma del
que ataca injustamente la honradez ajena, porque el injusto agresor se hunde a
sí mismo. Y sufro también por tantos que, ante las acusaciones arbitrarias y
desaforadas, no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen
posibles, piensan si será todo una pesadilla.
Hace
unos días leíamos en la Epístola de la Santa Misa el relato de Susana,
aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos
corrompidos. Rompió a llorar Susana y contestó a sus acusadores: por todas
partes me siento en angustia; porque si hago lo que me proponéis, vendrá sobre
mi la muerte; y si me niego, no escaparé de vuestras manos . ¡Cuántas veces
la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas
limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al
Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo
tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en
vuestras manos a pecar contra el Señor .
68.
Derecho a la intimidad
Volvamos
a la escena de la curación del ciego. Jesucristo ha replicado a sus discípulos
que aquella desgracia no es consecuencia del pecado, sino ocasión para que se
manifieste el poder de Dios. Y, con maravillosa sencillez, decide que el ciego
vea.
Comienza
entonces, junto con la felicidad, el tormento de aquel hombre. No le dejarán en
paz. Primero son los vecinos y los que antes le habían visto pedir limosna . El
Evangelio no nos cuenta que se alegrasen, sino que no acertaban a creerlo, a
pesar de que el ciego insistía en que ése, que antes no veía y ahora ve, es
él mismo. En lugar de permitirle disfrutar serenamente de aquella gracia, lo
llevan a los fariseos, que le preguntan de nuevo cómo ha sido. Y él responde,
por segunda vez: puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo .
Y
los fariseos quieren demostrar que lo que ha pasado, un bien y un gran milagro,
no ha pasado. Algunos recurren a razonamientos mezquinos, hipócritas, muy poco
ecuánimes: ha curado en sábado y, como trabajar en sábado está prohibido,
niegan el prodigio. Otros inician lo que hoy se llamaría una encuesta. Van a
los padres del ciego: ¿es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que
nació ciego? Pues, ¿cómo ve ahora? . El miedo a los poderosos induce a que
los padres contesten con una proposición, que reúne todas las garantías del
método científico: sabemos que éste es hijo nuestro y que nació ciego; pero
cómo ahora ve no lo sabemos, ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos.
Preguntádselo a él: ya es mayor y dará razón de sí .
Los
que realizan la encuesta no pueden creer, porque no quieren creer. Llamaron otra
vez al que había sido ciego y le dijeron: ... nosotros sabemos que ese hombre
-Jesucristo- es un pecador .
Con
pocas palabras, el relato de San Juan ejemplifica aquí un modelo de atentado
tremendo contra el derecho básico, que por naturaleza a todos corresponde, de
ser tratados con respeto.
El
tema sigue siendo actual. No costaría trabajo alguno señalar, en esta época,
casos de esa curiosidad agresiva que conduce a indagar morbosamente en la vida
privada de los demás. Un mínimo sentido de la justicia exige que, incluso en
la investigación de un presunto delito, se proceda con cautela y moderación,
sin tomar por cierto lo que sólo es una posibilidad. Se comprende claramente
hasta qué punto la curiosidad malsana por destripar lo que no sólo no es un
delito, sino que puede ser una acción honrosa, deba calificarse como
perversión.
Frente
a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata
de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al
silencio. En esta defensa suelen coincidir todos los hombres honrados, sean o no
cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno
mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías,
sus penas y dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo,
a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas
tareas en servicio de los demás y, mucho menos, de poner al descubierto la
intimidad de su alma ante la mirada indiscreta y oblicua de gentes que nada
alcanzan ni desean alcanzar de vida interior, si no es para mofarse impíamente.
Pero,
¡qué difícil resulta verse libres de esa agresividad oliscona! Los métodos,
para no dejar al hombre tranquilo, se han multiplicado. Me refiero a los medios
técnicos, y también a sistemas de argumentar aceptados, contra los que es
difícil enfrentarse si se desea conservar la reputación. Así, se parte a
veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de
discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa
sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es
hipócrita y arrogante.
En
ocasiones, se procede de otro modo: el que habla o escribe, calumniando, está
dispuesto a admitir que sois un individuo íntegro, pero que otros quizá no
harán lo mismo, y pueden publicar que eres un ladrón: ¿cómo demuestras que
no eres un ladrón? O bien: usted ha afirmado incansablemente que su conducta es
limpia, noble, recta. ¿Le molestaría considerarla de nuevo, para comprobar si
-por el contrario- esa conducta suya es acaso sucia, innoble y torcida?
69.
No
son ejemplos imaginarios. Estoy persuadido de que cualquier persona, o cualquier
institución un poco renombrada, podría aumentar la casuística. Se ha creado
en algunos sectores la falsa mentalidad de que el público, el pueblo o como
quieran llamarlo, tiene derecho a conocer e interpretar los pormenores más
íntimos de la existencia de los demás.
Permitidme
unas palabras sobre algo que está bien unido a mi alma. Desde hace más de
treinta años, he dicho y escrito en mil formas diversas que el Opus Dei no
busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente
difundir, entre multitudes de todas las razas, de todas las condiciones
sociales, de todos los países, el conocimiento y la práctica de la doctrina
salvadora de Cristo: contribuir a que haya más amor de Dios en la tierra y, por
tanto, más paz, más justicia entre los hombres, hijos de un solo Padre.
Muchos
miles de personas -millones-, en todo el mundo, lo han entendido. Otros, más
bien pocos, por los motivos que sean, parece que no. Si mi corazón está más
cerca de los primeros, honro y amo también a los otros, porque en todos es
respetable y estimable su dignidad, y todos están llamados a la gloria de hijos
de Dios.
Pero
nunca falta una minoría sectaria que, no entendiendo lo que yo y tantos amamos,
querría que lo explicásemos de acuerdo con su mentalidad: exclusivamente
política, ajena a lo sobrenatural, atenta únicamente al equilibrio de
intereses y de presiones de grupos. Si no reciben una explicación así,
errónea y amañada a gusto de ellos, siguen pensando que hay mentira,
ocultamiento, planes siniestros.
Dejad
que os descubra que, ante esos casos, ni me entristezco ni me preocupo.
Añadiría que me divierto, si se pudiera pasar por alto que cometen una ofensa
al prójimo y un pecado, que clama delante de Dios. Soy aragonés y, hasta en lo
humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por
todo lo que suponga tapujos. Siempre he procurado contestar con la verdad, sin
prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados,
arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad.
Me
ha venido a la cabeza con frecuencia la respuesta del ciego de nacimiento a los
fariseos, que preguntaban por enésima vez cómo había sucedido el milagro: os
lo he dicho ya, y lo habéis oído. ¿Para qué queréis oírlo de nuevo?
¿Será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos? .
70.
Colirio en los ojos
El
pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en
encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la
luz, les abriera los ojos . Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la
vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no
deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente
al prójimo: yo te doy gracias de que no soy como los otros hombres, que son
ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano , reza. Y al
ciego de nacimiento, que persiste en contar la verdad de la cura milagrosa, le
ofenden: saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das
lecciones? Y le arrojaron fuera .
Entre
los que no conocen a Cristo hay muchos hombres honrados que, por elemental
miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados.
Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía
queda en nuestros ojos, si permitimos que el Señor nos aplique ese lodo que, en
sus manos, se convierte en el colirio más eficaz, percibiremos las realidades
terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe:
habremos adquirido una mirada limpia.
Esta
es la vocación del cristiano: la plenitud de esa caridad que es paciente,
bienhechora, no tiene envidia, no actúa temerariamente, no se ensoberbece, no
es ambiciosa, no es interesada, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la
injusticia, se complace en la verdad, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta .
La
caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no
se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el
alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta
sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien.
Contemplad la escena de la curación del cojo, que nos cuentan los Hechos de los
Apóstoles. Subían Pedro y Juan al templo y, al pasar, encuentran a un hombre
sentado a la puerta; era cojo desde su nacimiento. Todo recuerda aquella otra
curación del ciego. Pero ahora los discípulos no piensan que la desgracia se
deba a los pecados personales del enfermo o a las faltas de sus padres. Y le
dicen: en el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina . Antes
derramaban incomprensión, ahora misericordia; antes juzgaban temerariamente,
ahora curan milagrosamente en el nombre del Señor. ¡Siempre Cristo, que pasa!
Cristo, que sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través
de sus discípulos, los cristianos: le pido fervorosamente que pase por el alma
de alguno de los que me escuchan en estos momentos.
71.
Respeto y caridad
Nos
sorprendía al principio la actitud de los discípulos de Jesús ante el ciego
de nacimiento. Se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal, y
acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo
que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión.
En
cualquier hombre -escribe Santo Tomás de Aquino- existe algún aspecto por el
que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del
Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por
superiores" (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse
mutuamente . La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de
respeto por la persona -por su honor, por su buena fe, por su intimidad-, no son
convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y
de la justicia.
La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes
económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo
en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador. Por
eso, los atentados a la persona -a su reputación, a su honor- denotan, en quien
los comete, que no profesa o que no practica algunas verdades de nuestra fe
cristiana, y en cualquier caso la carencia de un auténtico amor de Dios. La
caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud, porque la
razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos
al prójimo con caridad .
Espero
que seremos capaces de sacar consecuencias muy concretas de este rato de
conversación, en la presencia del Señor. Principalmente el propósito de no
juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en
abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la
justicia y la paz.
Y
la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal
entendida por otros; si el bien que -con la ayuda continua del Señor-
procuramos realizar, en interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de
un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y
simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos
claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y
dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio -Iesus
autem tacebat , Jesús callaba-, si se trata de ataques personales, por brutales
e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que El se
encargará de que brillen delante de los hombres .
8. LA LUCHA INTERIOR
Homilía pronunciada el 4-IV-1971, Domingo de Ramos.
Como toda fiesta cristiana, ésta que celebramos es especialmente una fiesta de
paz. Los ramos, con su antiguo simbolismo, evocan aquella escena del Génesis:
esperó Noé otros siete días y, al cabo de ellos, soltó otra vez la paloma,
que volvió a él a la tarde, trayendo en el pico una ramita verde de olivo.
Conoció, por esto, Noé que las aguas no cubrían ya la tierra . Ahora
recordamos que la alianza entre Dios y su pueblo es confirmada y establecida en
Cristo, porque El es nuestra paz . En esa maravillosa unidad y recapitulación
de lo viejo en lo nuevo, que caracteriza la liturgia de nuestra Santa Iglesia
Católica, leemos en el día de hoy estas palabras de profunda alegría: los
hijos de los hebreos, llevando ramos de olivo salieron al encuentro del Señor,
clamando y diciendo: Gloria en las alturas .
La
aclamación a Jesucristo se enlaza en nuestra alma con la que saludó su
nacimiento en Belén. Mientras Jesús pasaba, cuenta San Lucas, las gentes
tendían sus vestidos por el camino. Y estando ya cercano a la bajada del monte
de los Olivos, los discípulos en gran número, transportados de gozo,
comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían
visto: bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor, paz en el cielo y
gloria en las alturas .
72.
Paz en la tierra
Pax
in coelo, paz en el cielo. Pero miremos también el mundo: ¿por qué no hay paz
en la tierra? No; no hay paz; hay sólo apariencia de paz, equilibrio de miedo,
compromisos precarios. No hay paz tampoco en la Iglesia, surcada por tensiones
que desgarran la blanca túnica de la Esposa de Cristo. No hay paz en muchos
corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el
ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque
dejan siempre el amargo regusto de la tristeza.
Las
hojas de palma, escribe San Agustín, son símbolo de homenaje, porque
significan victoria. El Señor estaba a punto de vencer, muriendo en la Cruz.
Iba a triunfar, en el signo de la Cruz, sobre el Diablo, príncipe de la muerte
. Cristo es nuestra paz porque ha vencido; y ha vencido porque ha luchado, en el
duro combate contra la acumulada maldad de los corazones humanos.
Cristo,
que es nuestra paz, es también el Camino . Si queremos la paz, hemos de seguir
sus pasos. La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha
ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, es su
vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la
superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego
exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque
del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, los
adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las
blasfemias .
73.
Lucha, compromiso de amor y de justicia
Pero
este lenguaje, ¿no resulta ya anticuado? ¿Acaso no ha sido sustituido por un
idioma de ocasión, de claudicaciones personales encubiertas con un ropaje
pseudocientífico? ¿No existe un acuerdo tácito en que los bienes reales son:
el dinero que todo lo compra, el poderío temporal, la astucia para quedar
siempre arriba, la sabiduría humana que se autodefine adulta, que piensa haber
superado lo sacro?
No
soy, ni he sido nunca pesimista, porque la fe me dice que Cristo ha vencido
definitivamente y nos ha dado, como prenda de su conquista, un mandato, que es
también un compromiso: luchar. Los cristianos tenemos un empeño de amor, que
hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación
que nos anima a pelear con tenacidad, porque sabemos que somos tan frágiles
como los demás hombres. Pero a la vez no podemos olvidar que, si ponemos los
medios, seremos la sal, la luz y la levadura del mundo: seremos el consuelo de
Dios.
Nuestro
ánimo de perseverar con tesón en este propósito de Amor es, además, deber de
justicia. Y la materia de esta exigencia, común a todos los fieles, se concreta
en una batalla constante. Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los
cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la
serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales
malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un
descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como
milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi, cabe
el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de banderías.
Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que suele ir
unida a la comodidad y a la cobardía.
Nada
más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los
extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean.
Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado:
como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar
más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar
a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano derrotado,
aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en complacencias mezquinas.
Para
el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en
la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno
no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que
es la Iglesia.
74.
Lucha incesante
La
guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo
comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya
perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no
encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre
tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos
contra esos delirios más o menos vehementes.
Advertir
en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la
envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería
significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado
por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual
para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte.
Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura,
no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no
sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado .
El
cristiano no debe esperar, para iniciar o sostener esta contienda,
manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. La vida interior no es
cosa de sentimientos, sino de gracia divina y de voluntad, de amor. Todos los
discípulos fueron capaces de seguir a Cristo en su día de triunfo en
Jerusalén, pero casi todos le abandonaron a la hora del oprobio de la Cruz.
Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente
anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza
insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores
sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de
entrega, de sacrificio y de renuncia, con el suplicio de la contradicción, la
felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.
En
este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas
graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la
Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de
servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la
inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece
con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia
sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el
esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos
discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le
enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos
y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a El,
precisamente porque conoce nuestra debilidad.
75.
La lucha interior
Soporta
las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús , nos dice San Pablo. La
vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en
nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la
división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra
el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero
no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son
carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con
ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia
de Dios . Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia
que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.
En
este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para
nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo
central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender
es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la
fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con
constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra
eterna felicidad.
Sé
que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra
debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es
inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de
defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en
nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y
nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará
humanos, humildes, comprensivos, generosos.
No
nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias,
deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la
peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los
altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han
gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con
falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen
confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de
los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y
perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.
No
nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun
siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha.
Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en
nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque
vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los
fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad
de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.
76.
Pero nos acecha un potente enemigo, que se opone a nuestro deseo de encarnar acabadamente la doctrina de Cristo: la soberbia, que crece cuando no intentamos descubrir, después de los fracasos y de las derrotas, la mano bienhechora y misericordiosa del Señor.
Entonces
el alma se llena de penumbras -de triste oscuridad-, se cree perdida. Y la
imaginación inventa obstáculos que no son reales, que desaparecerían si
mirásemos sólo con un poquito de humildad. Con la soberbia y la imaginación,
el alma se mete a veces en tortuosos calvarios; pero en esos calvarios no está
Cristo, porque donde está el Señor se goza de paz y de alegría, aunque el
alma esté en carne viva y rodeada de tinieblas.
Otro
enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla
interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que
respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero
estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes.
Hemos
de convencernos de que le mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni
el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua
menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar
su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea
en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda,
quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios.
Oigamos
al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y
quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho . Que es como si nos
recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero
grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a
quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el
tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la
justicia, ampliándola con la gracia de la caridad.
Son
éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de
nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte
sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine, para
percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en
la victoria; que no nos abandone en la hora de la caída, porque así nos
encontraremos siempre en condiciones de levantarnos y de seguir combatiendo.
No
podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más rápido, cada
vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a superarnos, porque
en esta competición la única meta es la llegada a la gloria del cielo. Y si no
llegásemos al cielo, nada habría valido la pena.
77.
Los Sacramentos de la gracia de Dios
El
que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte
siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos.
Como la mortificación es también oración -plegaria de los sentidos-, podemos
describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos.
Quisiera
que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos,
maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la
definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles
que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de
los ojos . Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia
y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de
muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente -sólo El podía hacerlo-
estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y
asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la
Redención.
Si
se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin
embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan
quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora
de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se
llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance
el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación.
Deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos,
privándoles -con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad- de
la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad
Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original.
Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la
Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un
robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del
Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar
-miles Christi, como soldado de Cristo- en esa batalla interior contra el
egoísmo y la concupiscencia.
Si
se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el
Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano,
sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre
todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador,
sino que se convierta y viva .
Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia , un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios.
De
ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos. Con
razón, el cuarto mandamiento puede llamarse -lo escribí hace tantos años-
dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere,
santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre.
78.
Nuestro
Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos
fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban
un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para
actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico . Con este
sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles
esencialmente y no con diferencia de grado , los ministros sagrados pueden
consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio,
perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de
adoctrinar a las gentes, in iis quae sunt ad Deum , en todo y sólo lo que se
refiere a Dios.
Por
eso el sacerdote debe ser exclusivamente un hombre de Dios, rechazando el
pensamiento de querer brillar en los campos en los que los demás cristianos no
necesitan de él. El sacerdote no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni un
antropólogo: es otro Cristo, Cristo mismo, para atender a las almas de sus
hermanos. Sería triste que el sacerdote, basándose en una ciencia humana -que,
si se dedica a su tarea sacerdotal, cultivará sólo a nivel de aficionado y
aprendiz-, se creyera facultado sin más para pontificar en teología dogmática
o moral. Lo único que haría es demostrar su doble ignorancia -en la ciencia
humana y en la ciencia teológica-, aunque un aire superficial de sabio
consiguiese engañar a algunos lectores u oyentes indefensos.
Es
un hecho público que algunos eclesiásticos parecen hoy dispuestos a fabricar
una nueva Iglesia, traicionando a Cristo, cambiando los fines espirituales -la
salvación de las almas, una por una- por fines temporales. Si no resisten a esa
tentación, dejarán de cumplir su sagrado ministerio, perderán la confianza y
el repeto del pueblo y producirán una tremenda destrucción dentro de la
Iglesia, entrometiéndose además, indebidamente, en la libertad política de
los cristianos y de los demás hombres, con la consiguiente confusión -se hacen
ellos mismos peligrosos- en la convivencia civil. El Orden Sagrado es el
sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe; algunos parecen
querer convertirlo en el instrumento terreno de un nuevo despotismo.
79.
Pero
sigamos contemplando la maravilla de los Sacramentos. En la Unción de los
enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa
preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre. Y con la Sagrada
Eucaristía, sacramento -si podemos expresarnos así- del derroche divino, nos
concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente
presente siempre -y no sólo durante la Santa Misa- con su Cuerpo, con su Alma,
con su Sangre y con su Divinidad.
Pienso
repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a
todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios
viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta,
personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la
dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada
uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de
Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único,
insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.
Hablábamos
antes de lucha. Pero la lucha exige entrenamiento, una alimentación adecuada,
una medicina urgente en caso de enfermedad, de contusiones, de heridas. Los
Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se
abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del
seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el
circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que
el Señor quiere de nosotros.
La
ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el
Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad,
y El es salud robusta; somos la debilidad, y El nos sustenta, quia tu es, Deus,
fortitudo mea , porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay
en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de
Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan
la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y
especialmente de los que tienen el oficio de dirigir -de servir- espiritualmente
al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de
la Cruz de Cristo.
80.
Responsabilidad de los pastores
En
la Iglesia de Dios, el tesón constante por ser siempre más leales a la
doctrina de Cristo, es obligación de todos. Nadie está exento. Si los pastores
no luchasen personalmente para adquirir finura de conciencia, respeto fiel al
dogma y a la moral -que constituyen el depósito de la fe y el patrimonio
común-, cobrarían realidad las proféticas palabras de Ezequiel: Hijo del
hombre, profetiza contra los pastores de Israel. Profetiza, diciéndoles: así
habla el Señor Yavé: ¡ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí
mismos! ¿Los pastores no son para apacentar el rebaño? Vosotros comíais la
grosura de las ovejas, os vestíais de su lana... No confortasteis a las flacas,
no curasteis a las enfermas, no vendasteis a las heridas, no redujisteis a las
descarriadas, no buscabais a las que se habían perdido, sino que dominabais a
todas con violencia y dureza .
Son
reprensiones fuertes, pero más grave es la ofensa que se hace a Dios cuando,
habiendo recibido el encargo de velar por el bien espiritual de todos, se
maltrata a las almas, privándoles del agua limpia del Bautismo, que regenera al
alma; del aceite balsámico de la Confirmación, que la fortalece; del tribunal
que perdona, del alimento que da la vida eterna.
¿Cuándo
puede suceder esto? Cuando se abandona esta guerra de paz. Quien no pelea, se
expone a cualquiera de las esclavitudes, que saben aherrojar los corazones de
carne: la esclavitud de una visión exclusivamente humana, la esclavitud del
deseo afanoso de poder y de prestigio temporal, la esclavitud de la vanidad, la
esclavitud del dinero, la servidumbre de la sensualidad...
Si
alguna vez, porque Dios puede permitir esa prueba, tropezáis con pastores
indignos de este nombre, no os escandalicéis. Cristo ha prometido asistencia
infalible e indefectible a su Iglesia, pero no ha garantizado la fidelidad de
los hombres que la componen. A estos no les faltará la gracia -abundante,
generosa- si ponen de su parte lo poco que Dios pide: vigilar atentamente
empeñándose en quitar, con la gracia de Dios, los obstáculos para conseguir
la santidad. Si no hay lucha, también el que parece estar alto puede estar muy
bajo a los ojos de Dios. Conozco tus acciones, tu conducta; sé que tienes
nombre de viviente y estás muerto. Está atento y consolida lo que queda de tu
grey, que está para morir, pues no he hallado tus obras cabales en presencia de
mi Dios. Recuerda, qué cosas has recibido y oíste, y guárdalas y
arrepiéntete .
Son exhortaciones del apóstol San Juan, en el siglo primero, dirigidas a quien tenía la responsabilidad de la Iglesia en la ciudad de Sardis. Porque el posible decaimiento del sentido de la responsabilidad en algunos pastores no es un fenómeno moderno; surge ya en tiempos de los apóstoles, en el mismo siglo en el que había vivido en la tierra Jesucristo Nuestro Señor.
Y
es que nadie está seguro, si deja de pelear consigo mismo. Nadie puede salvarse
solo. Todos en la Iglesia necesitamos de esos medios concretos que nos
fortalecen: de la humildad, que nos dispone a aceptar la ayuda y el consejo; de
las mortificaciones, que allanan el corazón, para que en él reine Cristo; del
estudio de la Doctrina segura de siempre, que nos conduce a conservar en
nosotros la fe y a propagarla.
81.
Hoy y ayer
La
liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico:
levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que
entre el Rey de la gloria . El que se queda recluido en la cuidadela del propio
egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas
de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con El a combatir
contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia.
Levantad las puertas antiguas. Esta exigencia de combate no es nueva en el
cristianismo. Es la verdad perenne. Sin lucha, no se logra la victoria; sin
victoria, no se alcanza la paz. Sin paz, la alegría humana será sólo una
alegría aparente, falsa, estéril, que no se traduce en ayuda a los hombres, ni
en obras de caridad y de justicia, de perdón y de misericordia, ni en servicio
de Dios.
Ahora,
dentro y fuera de la Iglesia, arriba y abajo, da la impresión de que muchos han
renunciado a la lucha -a esa guerra personal contra las propias claudicaciones-,
para entregarse con armas y bagaje a servidumbres que envilecen el alma. Ese
peligro nos acechará siempre a todos los cristianos.
Por
eso, es preciso acudir insistentemente a la Trinidad Santísima, para que tenga
compasión de todos. Al hablar de estas cosas, me estremece referirme a la
justicia de Dios. Acudo a su misericordia, a su compasión, para que no mire
nuestros pecados, sino los méritos de Cristo y los de su Santa Madre, que es
también Madre nuestra, los del Patriarca San José que le hizo de Padre, los de
los Santos.
El
cristiano puede vivir con la seguridad de que, si desea luchar, Dios le cogerá
de su mano derecha, como se lee en la Misa de esta fiesta. Jesús, que entra en
Jerusalén cabalgando un pobre borrico, Rey de paz, es el que dijo: el reino de
los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan
. Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para
combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las
infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el
ambiente es contrario.
Hoy,
como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas,
si es preciso. Heroísmo -y será lo normal- en las pequeñas pendencias de cada
jornada. Cuando se pelea de continuo, con Amor y de este modo que parece
insignificante, el Señor está siempre al lado de sus hijos, como pastor
amoroso: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Yo mismo las llevaré a la majada.
Buscaré la oveja perdida, traerá la extraviada, vendaré a la que esté
herida, curaré a las enfermas... Habitarán en su tierra en seguridad, y
sabrán que yo soy Yavé, cuando rompa las coyundas de su yugo y las arranque de
las manos de los que las esclavizaron .
9. LA EUCARISTÍA,
MISTERIO DE FE Y DE AMOR
Homilía pronunciada el 14-IV-1960, Jueves Santo.
82.
La
víspera de la fiesta solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la
hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que
vivían en el mundo, los amó hasta el fin . Este versículo de San Juan
anuncia, al lector de su Evangelio, que algo grande ocurrirá en ese día. Es un
preámbulo tiernamente afectuoso, paralelo al que recoge en su relato San Lucas:
ardientemente, afirma el Señor, he deseado comer este cordero, celebrar esta
Pascua con vosotros, antes de mi Pasión . Comencemos por pedir desde ahora al
Espíritu Santo que nos prepare, para entender cada expresión y cada gesto de
Jesucristo: porque queremos vivir vida sobrenatural, porque el Señor nos ha
manifestado su voluntad de dársenos como alimento del alma, y porque
reconocemos que sólo El tiene palabras de vida eterna .
La
fe nos hace confesar con Simón Pedro: nosotros hemos creído y conocido que tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios . Y es esa fe, fundida con nuestra devoción, la
que en esos momentos trascendentales nos lleva a imitar la audacia de Juan:
acercarnos a Jesús y recostar la cabeza en el pecho del Maestro , que amaba
ardientemente a los suyos y -acabamos de escucharlo- los iba a amar hasta el
fin.
Todos
los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos,
el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los
sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba
con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren.
Desearían
estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán
sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande
que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un
recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que
sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las
criaturas no llega tan lejos como su querer.
Lo
que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y
perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá
al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que
nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo,
como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para
los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del
pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y
su Divinidad.
83.
La alegría del Jueves Santo
¡Qué
bien se explica ahora el clamor incesante de los cristianos, en todos los
tiempos, ante la Hostia santa! Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y
de la Sangre preciosa, que el Rey de todas las gentes, nacido de una Madre
fecunda, derramó para rescatar el mundo . Es preciso adorar devotamente a este
Dios escondido : es el mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo
que padeció, que fue inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado
manó agua y sangre .
Este
es el sagrado convite, en el que se recibe al mismo Cristo; se renueva la
memoria de la Pasión y, con El, el alma trata íntimamente a su Dios y posee
una prenda de la gloria futura . La liturgia de la Iglesia ha resumido, en
breves estrofas, los capítulos culminantes de la historia de ardiente caridad,
que el Señor nos dispensa.
El
Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de
los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus
hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad
Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo
Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del
Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.
La
alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha
desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún
no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la
Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y -en lo que nos es posible
entender- porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere
prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden
de la gracia y hecho a su imagen y semejanza ; lo ha redimido del pecado -del
pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados
personales de cada uno- y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me
ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos
mansión dentro de él .
84.
La Eucaristía y el misterio de la Trinidad
Esta
corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en
la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la
Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y
que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en
el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo
de Cristo -Corpus Christi- presente en todos los tabernáculos del mundo. Hoy,
en el Jueves Santo, vamos a fijarnos en la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y
alimento, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.
Hablaba
de corriente trinitaria de amor por los hombres. Y ¿dónde advertirla mejor que
en la Misa? La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso
me gusta tanto repetir en la colecta, en la secreta y en la postcomunión
aquellas palabras finales: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo -nos
dirigimos al Padre-, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo,
Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
En
la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El sacerdote es un
representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la
Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni
menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se
efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo .
Esta
acción del Espíritu Santo queda expresada claramente cuando el sacerdote
invoca la bendición divina sobre la ofrenda: Ven, santificador omnipotente,
eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado a tu santo nombre , el
holocausto que dará al Nombre santísimo de Dios la gloria que le es debida. La
santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el
Hijo nos envían. Reconocemos también esa presencia activa del Espíritu Santo
en el sacrificio cuando decimos, poco antes de la comunión: Señor, Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo,
vivificaste el mundo con tu muerte... .
85.
Toda
la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre,
cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora.
Aprendamos a tratar a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino: tres Personas
divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente
santificadora.
Inmediatamente
después del lavabo, el sacerdote invoca: Recibe, Santa Trinidad, esta oblación
que te ofrecemos en memoria de la Pasión, de la Resurrección y de la
Ascensión de Jesucristo, Señor Nuestro . Y, al final de la Misa, hay otra
oración de encendido acatamiento al Dios Uno y Trino: Placeat tibi, Sancta
Trinitas, obsequium servitutis meae... que te sea agradable, oh Trinidad
Santísima, el tributo de mi servidumbre; dispón que el sacrificio que yo,
aunque indigno, he ofrecido a la Majestad tuya, merezca aceptación; y te pido
que, por tu misericordia, sea éste un sacrificio de perdón para mí y para
todos por los que lo he ofrecido , Oración que precede a la bendición final..
La
Misa -insisto- es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que
celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra
en nombre propio, sino in persona et in nomine Christe, en la Persona de Cristo,
y en nombre de Cristo.
El
amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la
Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias. Este
es el sacrificio que profetizó Malaquías: desde la salida del sol hasta el
ocaso es grande mi nombre entre las gentes; y en todo lugar se ofrece a mi
nombre un sacrificio humeante y una oblación pura . Es el Sacrificio de Cristo,
ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor
infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los
sacrificios de la Antigua Ley.
86.
La Santa Misa en la vida del cristiano
La
Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe,
porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que
la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin
de todos los sacramentos . En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de
la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece,
fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe
San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del
Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el
Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de
Cristo Jesús .
La
efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos
reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir
con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum , hechos una sola cosa
con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la
Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor .
No
descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una visión muy pobre
de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior, cuando no un
convencionalismo social. Y es que nuestros corazones, mezquinos, son capaces de
vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres. En la Misa, en
esta Misa que ahora celebramos, interviene de modo especial, repito, la Trinidad
Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del
cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos. Y cuando
las palabras no son suficientes, cantamos, animando a nuestra lengua -Pange,
lingua!- a que proclame, en presencia de toda la humanidad, las grandezas del
Señor.
87.
Vivir
la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada
uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos,
pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos
sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos.
Quizá,
a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios;
quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La
solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar
amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en
este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros.
Permitid
que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de
las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el
Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios
ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres.
El
sacerdote se dirige hacia el altar de Dios, del Dios que alegra nuestra
juventud. La Santa Misa se inicia con un canto de alegría, porque Dios está
aquí. Es la alegría que, junto con el reconocimiento y el amor, se manifiesta
en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un
espacio pequeño, santificado porque en esta ara se confecciona el Sacramento de
la infinita eficacia.
El
Confiteor nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de
la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras
faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de
nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos
estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el
alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la
misericordia de Dios, al que ya ensalzamos -Gloria!-, porque Tú solo eres
santo, Tú solo Señor, Tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo,
en la gloria de Dios Padre.
88.
Oímos
ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del
Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y
contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla. Porque
somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en
la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo .
A
continuación, la ofrenda: el pan y el vino de los hombres. No es mucho, pero la
oración acompaña: recíbenos, Señor, al presentarnos a Ti con espíritu de
humildad y con el corazón contrito; y el sacrificio que hoy te ofrecemos, oh
Señor Dios, llegue de tal manera a tu presencia, que te sea grato. Irrumpe de
nuevo el recuerdo de nuestra miseria y el deseo de que todo lo que va al Señor
esté limpio y purificado: lavaré mis manos, amo el decoro de tu casa.
Hace
un instante, antes del lavabo, hemos invocado al Espíritu Santo, pidiéndole
que bendiga el Sacrificio ofrecido a su santo Nombre. Acabada la purificación,
nos dirigimos a la Trinidad -Suscipe, Sancta Trinitas-, para que acoja lo que
presentamos en memoria de la vida, de la Pasión, de la Resurrección y de la
Ascensión de Cristo, en honor de María, siempre Virgen, en honor de todos los
santos.
Que
la oblación redunde en salvación de todos -Orate, fratres, reza el sacerdote-,
porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad,
hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque sólo se
halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el
celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas
las tribus y lenguas y pueblos y naciones .
Todos
los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada
Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como
único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el
cielo se unen para entonar con los Angeles del Señor: Sanctus, Sanctus,
Sanctus...
Yo
aplaudo y ensalzo con los Angeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de
ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé
también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima
unión que tiene con la Trinidad Beatísima y por que es Madre de Cristo, de su
Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.
Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón,
por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa
Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa
Misa.
89.
Así
se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios
clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa,
por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con
corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido
de su celo entusiasta. Para que la petición sea acogida, hacemos presente
nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y
con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por
El.
Quam
oblationem... Se acerca el instante de la consagración. Ahora, en la Misa, es
otra vez Cristo quien actúa, a través del sacerdote: Este es mi Cuerpo. Este
es el cáliz de mi Sangre. ¡Jesús está con nosotros! Con la
Transustanciación, se reitera la infinita locura divina, dictada por el Amor.
Cuando hoy se repita ese momento, que sepamos cada uno decir al Señor, sin
ruido de palabras, que nada podrá separarnos de El, que su disponibilidad
-inerme- de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino, nos
ha convertido en esclavos voluntarios: praesta meae menti de te vivere, et te
illi semper dulce sapere , haz que yo viva siempre de ti y que siempre saboree
la dulzura de tu amor.
Más
peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por
nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas
nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero El quiere
llevarla por nosotros y con nosotros. Termina el canon con otra invocación a la
Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con
Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a Ti, Padre Todopoderoso, en unidad del
Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos.
90.
Jesús
es el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de El, nada. En Cristo, enseñados
por El, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el
cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a el
continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo.
Ecce
Agnus Dei... Domine, non sum dignus... Vamos
a recibir al Señor. Para acoger en la tierra a personas constituidas en
dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra
alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos
conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?
Cuando
yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente.
Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el
alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también
físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran
delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con
amor el Amor.
Con
Cristo en el alma, termina la Santa Misa: la bendición del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea
sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas.
Asistiendo
a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas: al
Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al
Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres
Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad,
tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero. Amad la Misa, hijos
míos, amad la Misa. Y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la
emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad.
91.
Tratar a Jesucristo
No
ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con
serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados
finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos,
pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de
asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír
una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también,
que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del altar.
El
amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar,
acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que
prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la
Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a El, cómo hablarle, cómo comportarse?
No
se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no
guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos,
inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del
Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro
diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede
ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro,
Amigo.
92.
Es
Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos
los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a
ser servido sino a servir .
Su
reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de
nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice
¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre celestial, ése entrará .
Es
Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo
del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el
orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es
imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir:
Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-,
puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas
otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay
pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho
o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.
Es
Maestro de una ciencia que sólo El posee: la del amor sin límites a Dios y, a
todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no
nos pertenece: El entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos,
hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de
manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de
Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las
almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las
exigencias cristianas.
Jesús
espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que
tenga sed, venga a mi y beba . Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de
nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor
nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir
-¿recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del
maestro?-, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que
es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta
cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.
Es
Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos , dice. Nos llama amigos y El fue quien
dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo
ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más
grande que el que entrega su vida por su amigos . Era amigo de Lázaro y lloró
por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados,
quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para
nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda , sal fuera de esa
vida estrecha, que no es vida.
93.
Termina
nuestra meditación del Jueves Santo. Si el Señor nos ha ayudado -y El está
siempre dispuesto, basta con que le franqueemos el corazón-, nos veremos
urgidos a corresponder en lo que es más importante: amar. Y sabremos difundir
esa caridad entre los demás hombres, con una vida de servicio. Os he dado
ejemplo , insiste Jesús, hablando a sus discípulos después de lavarles los
pies, en la noche de la Cena. Alejemos del corazón el orgullo, la ambición,
los deseos de predominio; y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y
la alegría, enraizadas en el sacrificio personal.
Finalmente un filial pensamiento amoroso para María, Madre de Dios y Madre nuestra. Perdonad que de nuevo os cuente un recuerdo de mi infancia: una imagen que se difundió mucho en mi tierra, cuando S. Pío X impulso la práctica de la comunión frecuente.
Representaba
a María adorando la Hostia santa. Hoy, como entonces y como siempre, Nuestra
Señora nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y a encontrarle en las
diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese instante supremo
-el tiempo se une con la eternidad- del Santo Sacrificio de la Misa: Jesús, con
gesto de sacerdote eterno, atrae hacia si todas las cosas, para colocarlas,
divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de
Dios Padre.
10. LA MUERTE DE
CRISTO, VIDA DEL CRISTIANO
Homilía pronunciada el 15-IV-1960, Viernes Santo.
94.
Esta
semana, que tradicionalmente el pueblo cristiano llama santa, nos ofrece, una
vez más, la ocasión de considerar -de revivir- los momentos en los que se
consuma la vida de Jesús. Todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la
memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia
la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo .
No recorramos, sin embargo, demasiado de prisa ese camino; no dejemos caer en el
olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos
participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su
Muerte . Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es
necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola
cosa con El, muerto sobre el Calvario.
La
entrega generosa de Cristo se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de
aceptar, pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la
criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como
la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa
cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente,
nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el
pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo,
aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del
ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y
el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador.
Pero
Dios es Amor . El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido
salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios
divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad
perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la
entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar -para acercarnos de algún
modo a este misterio insondable- que la Trinidad Beatísima se reúne en
consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de
esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición
humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido
con clavos a un madero.
Este
fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la
vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A lo largo de los tres
años que con El convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente
que su alimento es hacer la voluntad de Aquel que le envía . Hasta que, a media
tarde del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la
cabeza, entregó su espíritu . Con estas palabras nos describe el apóstol San
Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas
de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados.
Meditemos
en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a
la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de
hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo
hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a
su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa
escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Donde están las masas que lo
seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es
victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la
Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su
obediencia.
95.
La muerte de Cristo nos llama a una plena vida cristiana
Acabamos
de revivir el drama del Calvario, lo que me atrevería a llamar la Misa primera
y primordial, celebrada por Jesucristo. Dios Padre entrega a su Hijo a la
muerte. Jesús, el Hijo Unigénito, se abraza al madero, en el que le habían de
ajusticiar, y su sacrificio es aceptado por el Padre: como fruto de la Cruz, se
derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo .
En
la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia
humana. La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la
consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el
cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el
mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de
nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean
agradables a Dios por Jesucristo , para realizar cada una de nuestras acciones
en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión
del Dios-Hombre.
Por
contraste, esa realidad nos lleva a detenernos en nuestras desdichas, en
nuestros errores personales. No debe desanimarnos esta consideración, ni
colocarnos en la actitud escéptica de quien ha renunciado a las ilusiones
grandes. Porque el Señor nos reclama tal como somos, para que participemos de
su vida, para que luchemos por ser santos. La santidad: ¡cuántas veces
pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso
un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una
realidad viva. No pensaban de este modo los primeros cristianos, que usaban el
nombre de santos para llamarse entre sí, con toda naturalidad y con gran
frecuencia: os saludan todos los santos , salud a todo santo en Cristo Jesús .
Ahora,
situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha
manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para
examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un
acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el
propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del
pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de
ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que
cueste, en esa misión sacerdotal que El ha encomendado a todos sus discípulos
sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo .
96.
Pensar
en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta
sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que
profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en
el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una
ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la
palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.
Pero
el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San
Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no
aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y
hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo . Son términos
duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el
pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras
del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se
interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan
tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús
que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma,
y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que
ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo
por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni
tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.
De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo.
Hace
falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca . El amor a Dios
nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de
la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del
trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad
del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con
su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo .
Aceptemos
sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de
edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe.
Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si
poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con
penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos
impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría
sobrenatural.
97.
El cristiano ante la Historia humana
Ser
cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre -sustancia-
de misión. Ya antes recordábamos que el Señor invita a todos los cristianos a
que sean sal y luz del mundo; haciéndose eco de este mandato, y con textos
tomados del Antiguo Testamento, San Pedro escribe unas palabras que marcan muy
claramente ese cometido: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, gente
santa pueblo de conquista, para publicar las grandezas de Aquel que os sacó de
las tinieblas a su luz admirable .
Ser
cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las
entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida
para actuar como quiere Dios. Se aprende así que el peregrinaje del cristiano
en el mundo ha de convertirse en un continuo servicio prestado de modos muy
diversos, según las circunstancias personales, pero siempre por amor a Dios y
al prójimo. Ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del
prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles,
como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir
hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al
morir por nosotros.
Se
dan, a veces, algunas actitudes, que son producto de no saber penetrar en ese
misterio de Jesús. Por ejemplo, la mentalidad de quienes ven el cristianismo
como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con
las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las
necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias.
Diría
que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que
el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre,
que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento
supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo
como un extraño en el ambiente de los hombres.
Otros -en cambio- tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner
en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como si la
vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante las
propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que, precisamente
Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el
servicio. Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios, de ese amor
que llega hasta la muerte, seremos capaces de entregamos totalmente a los
demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia.
98.
Es
la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los
momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a
participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la
historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y
que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un
apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del
deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el
que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra.
Si
interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor
de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno
frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que
Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia
santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de
una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el
respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de
la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la
indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no
ha querido cerrar.
Seguir
a Cristo no significa refugiarse en el templo, encogiéndose de hombros ante el
desarrollo de la sociedad, ante los aciertos o las aberraciones de los hombres y
de los pueblos. La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como
creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a
reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese
don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios
actos y podemos -con la gracia del Cielo- construir nuestro destino eterno.
Sería
empequeñecer la fe, reducirla a una ideología terrena, enarbolando un
estandarte político-religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué
investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son,
por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas
soluciones.
99.
Profundizar en el sentido de la muerte de Cristo
La
digresión que acabo de hacer no tiene otra finalidad que poner de manifiesto
una verdad central: recordar que la vida cristiana encuentra su sentido en Dios.
No han sido creados los hombres tan sólo para edificar un mundo lo más justo
posible, porque -además- hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en
comunión con Dios mismo. Jesús no nos ha prometido ni la comodidad temporal ni
la gloria terrena, sino la casa de Dios Padre, que nos espera al final del
camino .
La
liturgia del Viernes Santo incluye un himno maravilloso: el Crux fidelis. En ese
himno se nos invita a cantar y a celebrar el glorioso combate del Señor, el
trofeo de la Cruz, el preclaro triunfo de Cristo: el Redentor del Universo, al
ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con
la fuerza de las armas, y ni siquiera con el poder temporal de los suyos, sino
con la grandeza de su amor infinito.
No
destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente El nos ha hecho libres.
Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la
intimidad del corazón. Y espera de nosotros, los cristianos, que vivamos de tal
manera que quienes nos traten, por encima de nuestras propias miserias, errores
y deficiencias, adviertan el eco del drama de amor del Calvario. Todo lo que
tenemos lo hemos recibido de Dios, par ser sal que sazone, luz que lleve a los
hombres la nueva alegre de que El es un Padre que ama sin medida. El cristiano
es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del
amor de Dios; y no será sal, si no sirve para salar; no será luz si, con su
ejemplo y con su doctrina, no ofrece un testimonio de Jesús, si pierde lo que
constituye la razón de ser de su vida.
100.
Conviene
que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en
formas exteriores o en frases estereotipadas. Es necesario que nos metamos de
verdad en las escenas que revivimos durante estos días: el dolor de Jesús, las
lágrimas de su Madre, la huida de los discípulos, la valentía de las santas
mujeres, la audacia de José y de Nicodemo, que piden a Pilato el cuerpo del
Señor.
Acerquémonos,
en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del
Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento
interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la
Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige,
para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de
nuestras vidas.
Hace
ya muchos años vi un cuadro que se grabó profundamente en mi interior.
Representaba la Cruz de Cristo y, junto al madero, tres ángeles: uno lloraba
con desconsuelo; otro tenía un clavo en la mano, como para convencerse de que
aquello era verdad: el tercero estaba recogido en oración. Un programa siempre
actual para cada uno de nosotros: llorar, creer y orar.
Ante la Cruz, dolor de nuestros pecados, de los pecados de la humanidad, que
llevaron a Jesús a la muerte; fe, para adentrarnos en esa verdad sublime que
sobrepasa todo entendimiento y para maravillarnos ante el amor de Dios;
oración, para que la vida y la muerte de Cristo sean el modelo y el estímulo
de nuestra vida y de nuestra entrega. Sólo así nos llamaremos vencedores:
porque Cristo resucitado vencerá en nosotros, y la muerte se transformará en
vida.