Es Cristo que Pasa

 

Por San Josemaría Escrivá de Balaguer

 

 

 

1. VOCACIÓN CRISTIANA


Homilía pronunciada el 2-XII-1951, primer domingo de Adviento.


Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración intimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me ; Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad .

Me figuro que vosotros, como yo, al pensar en las circunstancias que han acompañado vuestra decisión de esforzaros por vivir enteramente la fe, daréis muchas gracias al Señor, tendréis el convencimiento sincero - sin falsas humildades- de que no hay mérito alguno por nuestra parte. Ordinariamente aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros, conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo.

Un día -no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia-, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana -que es la razón más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El.

No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados. Pero es Cristo quien habla, quien elige. Es el lenguaje de la Escritura: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem -dice San Pablo- ut essemus sancti . Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos. Yo sé que esto no te llena de orgullo, ni contribuye a que te consideres superior a los demás hombres. Esa elección, raíz de la llamada, debe ser la base de tu humildad. ¿Se levanta acaso un monumento a los pinceles de un gran pintor? Sirvieron para plasmar obras maestras, pero el mérito es del artista. Nosotros -los cristianos- somos sólo instrumentos del Creador del mundo, del Redentor de todos los hombres.

1.

Los Apóstoles, hombres corrientes

A mí me anima considerar un precedente narrado, paro a paso, en las páginas del Evangelio: la vocación de los primeros doce. Vamos a meditarla despacio, rogando a esos santos testigos del Señor que sepamos seguir a Cristo como ellos lo hicieron.
Aquellos primeros apóstoles -a los que tengo gran devoción y cariño- eran, según los criterios humanos, poca cosa. En cuanto a posición social, con excepción de Mateo, que seguramente se ganaba bien la vida y que dejó todo cuando Jesús se lo pidió, eran pescadores: vivían al día, bregando de noche, para poder lograr el sustento.

Pero la posición social es lo de menos. No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam , Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan .
Pobres, ignorantes. Y ni siquiera sencillos, llanos. Dentro de su limitación, eran ambiciosos. Muchas veces discuten sobre quién sería el mayor, cuando -según su mentalidad- Cristo instaurase en la tierra el reino definitivo de Israel. Discuten y se acaloran durante ese momento sublime, en el que Jesús está a punto de inmolarse por la humanidad: en la intimidad del Cenáculo .

Fe, poca. El mismo Jesucristo lo dice . Han visto resucitar muertos, curar toda clase de enfermedades, multiplicar el pan y los peces, calmar tempestades, echar demonios. San Pedro, escogido como cabeza, es el único que sabe responder prontamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo . Pero es una fe que él interpreta a su manera, por eso se permite encararse con Jesucristo para que no se entregue en redención por los hombres. Y Jesús tiene que contestarle: apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres . Pedro razonaba humanamente, comenta San Juan Crisóstomo, y concluía que todo aquello -la Pasión y la Muerte- era indigno de Cristo, reprobable. Por eso, Jesús lo reprende y le dice: no, sufrir no es cosa indigna de mí; tú lo juzgas así porque razonas con ideas carnales, humanas .

Aquellos hombres de poca fe, ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vamos y muramos con El . Pero a la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte .
Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia . Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres , corredentores, administradores de la gracia de Dios.

2.

Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos.
Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. San Pablo evoca con temblor su vocación: después de todos se me apareció a mí, que vengo a ser como un abortivo, siendo el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios . Así escribe Saulo de Tarso, con una personalidad y un empuje que la historia no ha hecho sino agrandar.

Sin que haya mediado mérito alguno por nuestra parte, os decía: porque en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma -la fe-, el amor con el que amamos -la caridad- y el deseo por el que nos sostenemos -la esperanza-, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal.
Ahora, desde esa humildad, podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro.

3.

Ya es hora de despertar


La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz .
Me diréis que no es fácil, y no os faltará razón. Los enemigos del hombre, que son los enemigos de su santidad, intentan impedir esa vida nueva, ese revestirse con el espíritu de Cristo. No encuentro otra enumeración mejor de los obstáculos a la fidelidad cristiana que la que nos trae San Juan: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitae ; todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.

4.

La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza, ya que a todos alcanzan las palabras de Cristo: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios . Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros.

Al tratar de la virtud de la pureza, suelo añadir el calificativo de santa. La pureza cristiana, la santa pureza, no es el orgulloso sentirse puros, no contaminados. Es saber que tenemos los pies de barro , aunque la gracia de Dios nos libre día a día de las asechanzas del enemigo. Considero una deformación del cristianismo la insistencia de algunos en escribir o predicar casi exclusivamente de esta materia, olvidando otras virtudes que son capitales para el cristiano, y también en general para la convivencia entre los hombres.

La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa.
Decía que la concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios.

Comportare así, sería como abandonarse incondicionalmente al imperio de una de esas leyes, la del pecado, contra la que nos previene San Pablo: cuando quiero hacer el bien, encuentro una ley por la que el mal está pegado a mí; de aquí es que me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo que hay otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado... Infelix ego homo!, ¡infeliz de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? . Oíd lo que contesta el apóstol: la gracia de Dios, por Jesucristo Señor Nuestro . Podemos y debemos luchar contra la concupiscencia de la carne, porque siempre nos será concedida, si somos humildes, la gracia del Señor.

5.

El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no sabe descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea -los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo- sólo con visión humana.

Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.

La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra .

6.

La misericordia de Dios

Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios , hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!
Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia .

Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra , se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem ; nos rodea , nos antecede , se multiplica para ayudarnos , y continuamente ha sido confirmada . Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia : una misericordia suave , hermosa como nube de lluvia .

Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia . Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso . Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím . ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano.

¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso . Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno . Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si -por nuestra culpa y nuestra debilidad- caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón .

7.

Correspondencia humana


En este clima de la misericordia de Dios, se desarrolla la existencia del cristiano. Ese es el ámbito de su esfuerzo, por comportarse como hijo del Padre. ¿Y cuáles son los medios principales para lograr que la vocación se afiance? Te señalaré hoy dos, que son como ejes vivos de la conducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo de nuestra fe.

Vida interior, en primer lugar. ¡Qué pocos entienden todavía esto! Piensan, al oír hablar de vida interior, en la oscuridad del templo, cuando no en los ambientes enrarecidos de algunas sacristías. Llevo más de un cuarto de siglo diciendo que no es eso. Describo la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y en los ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día. ¿Y qué es esto sino vida de oración continua? ¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte? Esa es la fe cristiana y así lo han comprendido siempre las almas de oración: se hace Dios aquel hombre, escribe Clemente de Alejandría, porque quiere lo mismo que quiere Dios .

Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa -aunque no es cosa de sentimientos-, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo . ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con El? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo?

En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia -ayudada por la gracia- penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas. Como fruto, saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo -con el afán de los buenos deportistas- en esta lucha cristiana de amor y de paz.

La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso. Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida contemplativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa .

8.

La sal de la mortificación

Para santificarse, el cristiano corriente -que no es un religioso, que no se aparta del mundo, porque el mundo es el lugar de su encuentro con Cristo- no necesita hábito externo, ni signos distintivos. Sus signos son internos: la presencia de Dios constante y el espíritu de mortificación. En realidad, una sola cosa, porque la mortificación no es más que la oración de los sentidos.

La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados -¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!- y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús . Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz.
No miramos al mundo con gesto triste. Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas...

Ahora, con el auxilio de Dios hemos aprendido a descubrir, a lo largo de la jornada en apariencia siempre igual, spatium verae poenitentiae, tiempo de verdadera penitencia; y en esos instantes hacemos propósitos de emendatio vitae, de mejorar nuestra vida. Este es el camino para disponernos a la gracia y a las inspiraciones del Espíritu Santo en el alma. Y con esa gracia -repito- viene el gaudium cum pace, la alegría, la paz y la perseverancia en el camino .
La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles, durante todo el día-, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos .

9.
La fe y la inteligencia

La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos, como niños pequeños delante de Dios. La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto.

Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos.

El afán por adquirir esta ciencia teológica -la buena y firme doctrina cristiana- está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador. Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema.

Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si El ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe -aunque sea con un duro trabajo- desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas . Yo soy la verdad.
El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo .

Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte.

10.
La esperanza del Adviento

No quería deciros más en este primer domingo de Adviento, cuando empezamos a contar los días que nos acercan a la Natividad del Salvador. Hemos visto la realidad de la vocación cristiana; cómo el Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a El, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones. El Señor nos quiere entregados, fieles, delicados, amorosos. Nos quiere santos, muy suyos.
De un lado, la soberbia, la sensualidad y el hastío, el egoísmo; de otro, el amor, la entrega, la misericordia, la humildad, el sacrificio, la alegría. Tienes que elegir. Has sido llamado a una vida de fe, de esperanza y de caridad. No puedes bajar el tiro y quedarte en un mediocre aislamiento.

En una ocasión vi un águila encerrada en una jaula de hierro. Estaba sucia, medio desplumada; tenía entre sus garras un trozo de carroña. Entonces pensé en lo que sería de mí, si abandonara la vocación recibida de Dios. Me dio pena aquel animal solitario, aherrojado, que había nacido para subir muy alto y mirar de frente al sol. Podemos remontarnos hasta las humildes alturas del amor de Dios, del servicio a todos los hombres. Pero para eso es preciso que no haya recovecos en el alma, donde no pueda entrar el sol de Jesucristo. Hemos de echar fuera todas las preocupaciones que nos aparten de El; y así Cristo en tu inteligencia, Cristo en tus labios, Cristo en tu corazón, Cristo en tus obras. Toda la vida -el corazón y las obras, la inteligencia y las palabras- llena de Dios.

Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza. Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria.

Pídelo conmigo a Nuestra Señora, imaginando cómo pasaría ella esos meses, en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!


2. EL TRIUNFO DE CRISTO EN LA HUMILDAD
Homilía pronunciada el 24-XII-1963.


11.


Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus , hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma.

Nos detenemos delante del Niño, de María y de José: estamos contemplando al Hijo de Dios revestido de nuestra carne. Viene a mi recuerdo el viaje que hice a Loreto, el 15 de agosto de 1951, para visitar la Santa Casa, por un motivo entrañable. Celebré allí la Misa. Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna. Su piedad les llevaba a manifestaciones no del todo apropiadas, si se consideran las cosas -¿cómo lo explicaré?- sólo desde el punto de vista de las leyes rituales de la Iglesia.

Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa -que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José-, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.

12.
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre

El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo , perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.

Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei , de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad . A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.

No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.

Vemos -dice San Juan Crisóstomo- que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escrudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido . Así, con ese acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.

13.
Sentido divino del andar terreno de Jesús

He procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús.

Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración, como ahora, delante del pesebre. Hay que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres.
Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.

Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius , el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae , el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas .

14.

Como cualquier otro suceso de su vida, no deberíamos jamás contemplar esos años ocultos de Jesús sin sentirnos afectados, sin reconocerlos como lo que son: llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad. El Señor conoce nuestras limitaciones, nuestro personalismo y nuestra ambición: nuestra dificultad para olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos a los demás. Sabe lo que es no encontrar amor, y experimentar que aquellos mismos que dicen que le siguen, lo hacen sólo a medias. Recordad las escenas tremendas, que nos describen los Evangelistas, en las que vemos a los Apóstoles llenos aún de aspiraciones temporales y de proyectos sólo humanos. Pero Jesús los ha elegido, los mantiene junto a El, y les encomienda la misión que había recibido del Padre.

También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum? : ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz -este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre- que yo voy a beber? Possumus! ; ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar.

Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es El quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor: Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos errores!: en esta ocasión y en aquélla, y aquí y allá. Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo.
No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque El lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Este fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia .

La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. El nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a El y os renovéis en el espíritu de vuestra alma .

15.
Pasó por la tierra haciendo el bien

¿Veis qué necesario es conocer a Jesús, observar amorosamente su vida? Muchas veces he ido a buscar la definición, la biografía de Jesús en la Escritura. La encontré leyendo que, con dos palabras, la hace el Espíritu Santo: Pertransiit benefaciendo . Todos los días de Jesucristo en la tierra, desde su nacimiento hasta su muerte, fueron así: pertransiit benefaciendo, los llenó haciendo el bien. Y en otro lugar recoge la Escritura: bene omnia fecit : todo lo acabó bien, terminó todas las cosas bien, no hizo más que el bien.

Tú y yo entonces, ¿qué? Una mirada para ver si tenemos algo que enmendar. Yo sí que encuentro en mí mucho que rehacer. Como me veo incapaz por mí solo de obrar el bien, y como nos ha dicho el mismo Jesús que sin El no podemos nada , vamos tú y yo al Señor, a implorar su asistencia, por medio de su Madre, con estos coloquios íntimos, propios de las almas que aman a Dios. No añado más porque es cada uno de vosotros el que tiene que hablar, según su propia necesidad. Por dentro y sin ruido de palabras, en este mismo momento, mientras os doy estos consejos, aplico personalmente la doctrina a mi propia miseria.

16.

Pertransiit benefaciendo. ¿Qué hizo Jesucristo para derramar tanto bien, y sólo bien, por donde quiera que pasó? Los Santos Evangelios nos han transmitido otra biografía de Jesús, resumida en tres palabras latinas, que nos da la respuesta: erat subditus illis , obedecía. Hoy que el ambiente está colmado de desobediencia, de murmuración, de desunión, hemos de estimar especialmente la obediencia.

Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural.

El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que El nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad. Y para saber llevarlo a cabo, hemos de ser humildes, hemos de sentirnos hijos pequeños y amar la obediencia bendita con la que respondemos a la bendita paternidad de Dios.

Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que El nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres. Sólo así percibiremos la verdad de aquellas palabras de San Pablo: Ahora, habiendo quedado libres del pecado y hechos siervos de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación y por fin la vida eterna, ya que el estipendio del pecado es la muerte. Pero la vida eterna es una gracia de Dios, por Jesucristo Nuestro Señor .

Estemos precavidos, entonces, porque nuestra tendencia al egoísmo no muere, y la tentación puede insinuarse de muchas maneras. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe, pues su voluntad no se manifiesta con bombo y platillo. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles.

En muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos los datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer.

Todo esto puede tener una significación divina, porque Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente, y hemos de sentir la responsabilidad de ayudar a los demás con las luces de nuestro entendimiento. Pero seamos sinceros con nosotros mismos: examinemos, en cada caso, si es el amor a la verdad lo que nos mueve, o el egoísmo y el apego al propio juicio. Cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios.

No lo olvidemos: para obedecer, repito, hace falta humildad. Miremos de nuevo el ejemplo de Cristo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo.

17.

Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría.

No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como El, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás.

Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas.

Cristo fue humilde de corazón . A lo largo de su vida no quiso para El ninguna cosa especial, ningún privilegio. Comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema. De sobra sabía el Señor que la humanidad padecía una apremiante necesidad de El. Tenía, por eso, hambre de venir a la tierra para salvar a todas las almas, y no precipita el tiempo. Vino a su hora, como llegan al mundo los demás hombres. Desde la concepción hasta el nacimiento, nadie -salvo San José y Santa Isabel- advierte esa maravilla: Dios que viene a habitar entre los hombres.

La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre.
¿Cómo es posible tanta dureza de corazón, que hace que nos acostumbremos a estas escenas? Dios se humilla para que podamos acercarnos a El, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.

Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y El está ahí, en un pesebre, quia non era eis locus in diversorio , porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado.

18.
Cumplió la voluntad de su Padre Dios

No me aparto de la verdad mas rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras almas.
No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. El ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis , hasta la muerte y muerte de la cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya .

Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida -como tú, Señor, usque ad mortem-, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres.

Aprendamos a obedecer, aprendamos a servir: no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor.

19.

Permitidme que vuelva de nuevo a la ingenuidad, a la sencillez de la vida de Jesús, que ya os he hecho considerar tantas veces. Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad.

Sueño -y el sueño se ha hecho realidad- con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que El las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre.

20.

Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres. Al contrario, en muchos casos el mandamiento recibido del Señor es que nos amemos los unos a los otros como El nos ha amado , viviendo junto a los demás e igual que los demás, entregándonos a servir al Señor en el mundo, para dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios: para decirles que se han abierto los caminos divinos de la tierra.

No se ha limitado el Señor a decirnos que nos amaba, sino que lo ha demostrado con las obras. No nos olvidemos de que Jesucristo se ha encarnado para enseñar, para que aprendamos a vivir la vida de los hijos de Dios. Recordad aquel preámbulo del evangelista San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Primum quidem sermonem feci de omnibus, o Theophile, quae coepit Iesus facere et docere , he hablado de todo lo más notable que hizo y predicó Jesús. Vino a enseñar, pero haciendo; vino a enseñar, pero siendo modelo, siendo el Maestro y el ejemplo con su conducta.

Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú -lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo-, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?

Hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum . Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean.

Y cuando venga la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas, en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si hemos imitado a Cristo en hacer el bien -en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias-, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere! , que resucitó de verdad.
Jesús, que se hizo niño, meditadlo, venció a la muerte. Con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor.

Este ha sido el triunfo de Jesucristo. Así nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres.


3. EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA
Homilía pronunciada el Navidad de 1970.

21.

Estamos en Navidad. Los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazareth. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia?

Entre las muchas consideraciones que podríamos hacer, una sobre todo quiero comentar ahora. El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de los tiempos , el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos.

No es por eso extraño que la Iglesia se alegre, que se recree, contemplando la morada modesta de Jesús, María y José. Es grato -se reza en el Himno de maitines de esta fiesta- recordar la pequeña casa de Nazareth y la existencia sencilla que allí se lleva, celebrar con cantos la ingenuidad humilde que rodea a Jesús, su vida escondida. Allí fue donde, siendo niño, aprendió el oficio de José; allí donde creció en edad y donde compartió el trabajo de artesano. Junto a El se sentaba su dulce Madre; junto a José vivía su esposa amadísima, feliz de poder ayudarle y de ofrecerle sus cuidados.

Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad . Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones, escribe el apóstol . La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.

22.

El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo , y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque -queramos o no- el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra.

Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.

La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.

Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Hablando del matrimonio, de la vida matrimonial, es necesario comenzar con una referencia clara al amor de los cónyuges.

23.

Santidad del amor humano

El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas -escribe San Cirilo de Alejandría- para santificar el principio de la generación humana.


El matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, estó o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla.

Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite -con la libre voluntad, otro don de Dios- conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.

Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la verdad y con la autenticidad con que El nos ama. Quien conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar, ha escrito San Mateo en su Evangelio, con frase que parece paradójica .

Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás -también en el matrimonio-, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo.

Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales.

Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte .

24.

Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino , ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado.

La castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio.

¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras que nos conserva la Vulgata, con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel le amonestó así: Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de sí y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre éstos tiene potestad el diablo .

No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. Nunca he hablado de impureza, y he evitado siempre desceder a casuísticas morbosas y sin sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación gozosa del amor, sí que he hablado muchísimas veces, y debo hablar.

Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.

Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables.

Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.

Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo.

25.

No olvidéis que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñáis delante de los hijos jamás: les haréis sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente vuestra desunión. Pero reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa, que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a veces poco recio; aunque sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis.

Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a solas- reñid, que ya haréis en seguida las paces.

Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en el cuidado personal, recordad con el proverbio que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio. Mal signo, si sonréis con ironía, al leer este párrafo: sería muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia.

26.
Hogares luminosos y alegres

No se puede hablar del matrimonio sin pensar a la vez en la familia, que es el fruto y la continuación de lo que con el matrimonio se inicia. Una familia se compone no sólo del marido y de la mujer, sino también de los hijos y, en uno u otro grado, de los abuelos, de los otros parientes y de las empleadas del hogar. A todos ellos ha de llegar el calor entrañable, del que depende el ambiente familiar.

Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es señal entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen sus energías -si pueden- a servicios y tareas en beneficio de otras almas. Pero lo normal es que un matrimonio tenga descendencia. Para estos esposos, la primera preocupación han de ser sus propios hijos. La paternidad y la maternidad no terminan con el nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas.

Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable.

Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad -o la verdad entera- que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo, ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad.

27.

Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años.

Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean -lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones- que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras.

Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad.

28.

Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo vuestro, mostradles confianza: creedles cuando os digan, aunque alguna vez os engañen; no os asustéis de sus rebeldías, puesto que también vosotros a su edad fuisteis más o menos rebeldes; salid a su encuentro, a mitad de camino, y rezad por ellos, que acudirán a sus padres con sencillez -es seguro, si obráis cristianamente así-, en lugar de acudir con sus legítimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal. Vuestra confianza, vuestra relación amigable con los hijos, recibirá como respuesta la sinceridad de ellos con vosotros: y esto, aunque no falten contiendas e incomprensiones de poca monta, es la paz familiar, la vida cristiana.

¿Cómo describiré -se pregunta un escritor de los primeros siglos- la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?... Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu... Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también El, y donde El está no puede haber nada malo .

29.

Hemos procurado resumir y comentar algunos de los rasgos de esos hogares, en los que se refleja la luz de Cristo, y que son, por eso, luminosos y alegres -repito-, en los que la armonía que reina entre los padres se trasmite a los hijos, a la familia entera y a los ambientes todos que la acompañan. Así, en cada familia auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia, escogida por Dios y enviada como guía del mundo.

A todo cristiano, cualquiera que sea su condición -sacerdote o seglar, casado o célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente en la epístola de la festividad de la Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y amados . Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo: hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a pesar de nuestros errores y procurando luchar contra ellos.

Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres.

Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles ; Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto y en Efeso y que colaboraron en el apostolado de San Pablo ; Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe . Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor.

Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.


4. EN LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
Homilía pronunciada el 6-I-1956, Epifanía del Señor.

30.

No hace mucho, he admirado un relieve en mármol, que representa la escena de la adoración de los Magos al Niño Dios. Enmarcando ese relieve, había otros: cuatro ángeles, cada uno con un símbolo: una diadema, el mundo coronado por la cruz, una espada, un cetro. De esta manera plástica, utilizando signos conocidos, se ha ilustrado el acontecimiento que conmemoramos hoy: unos hombres sabios -la tradición dice que eran reyes- se postran ante un Niño, después de preguntar en Jerusalén: ¿dónde está el nacido rey de los judíos? .

Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre , en un lugar que es sitio adecuado sólo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño. ¿Cómo no recordar aquellas palabras del Apóstol: se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo ?

Nuestro Señor se encarnó, para manifestarnos la voluntad del Padre. Y he aquí que, ya en la cuna, nos instruye. Jesucristo nos busca -con una vocación, que es vocación a la santidad- para consumar, con El, la Redención. Considerad su primera enseñanza: hemos de corredimir no persiguiendo el triunfo sobre nuestros prójimos, sino sobre nosotros mismos. Como Cristo, necesitamos anonadarnos, sentirnos servidores de los demás, para llevarlos a Dios.

¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma? No puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo.

A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamente de mi personalidad sea la identificación contigo.

31.

El camino de fe

La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental -la Eucaristía- que El nos ha dado por alimento, porque el camino del cristiano es andador, como recuerda una antigua canción de mi tierra. Dios nos ha llamado clara e inequívocamente. Como los Reyes Magos, hemos descubierto una estrella, luz y rumbo, en el cielo del alma.

Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle . Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino. Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria -y no sólo posible- la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales...

Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre... Tú eres mío . Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para nos desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios.

32.

Un camino de fe es un camino de sacrificio. La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio, pero exige que abandonemos todo lo que estorba al querer de Dios. La luz que se enciende es sólo el principio; hemos de seguirla, si deseamos que esa claridad sea estrella, y luego sol. Mientras los Magos estaban en Persia -escribe San Juan Crisóstomo- no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia. Se puede decir que no hubieran continuado viendo la estrella, si hubiesen permanecido en su país. Démonos prisa, pues, también nosotros; y aunque todos nos lo impidan, corramos a la casa de ese Niño.

Firmeza en la vocación

Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el Rey Herodes se turbó y, con él, toda Jerusalén . Todavía hoy se repite esta escena. Ante la grandeza de Dios, ante la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe, no faltan personas que se extrañan, y aun se escandalizan, desconcertadas. Se diría que no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes terrenos. Ante los hechos de generosidad, que perciben en la conducta de otros que han oído la llamada del Señor, sonríen con displicencia, se asustan o -en casos que parecen verdaderamente patológicos- concentran todo su esfuerzo en impedir la santa determinación que una conciencia ha tomado con la más plena libertad.

Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos, que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo? Las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes, ¿son sólo para oírlas, o para oírlas y ponerlas en práctica? El dijo: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto .

Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles . Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios.

Considerad el caso de Herodes: era un potente de la tierra, y tiene la oportunidad de servirse de la colaboración de los sabios: reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías . Su poder y su ciencia no le llevan a reconocer a Dios. Para su corazón empedernido, poder y ciencia son instrumentos de maldad: el deseo inútil de aniquilar a Dios, el desprecio por la vida de un puñado de niños inocentes.

Sigamos leyendo el santo Evangelio: ellos contestaron: en Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel . No podemos pasar por alto estos detalles de misericordia divina: quien iba a redimir al mundo, nace en una aldea perdida. Y es que Dios no hace acepción de personas , como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos: la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el Niño, se detuvo .

La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a El, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro . Nuestro Señor no sólo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a El; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño.

33.

Buen pastor, buen guía

Si la vocación es lo primero, si la estrella luce de antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar -nuestras miserias- forma una nube opaca, que impide el paso de la luz.

¿Qué hacer, entonces? Seguir los pasos de aquellos hombres santos: preguntar. Herodes se sirvió de la ciencia para comportarse injustamente; los Reyes Magos la utilizan para obrar el bien. Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro infinito de ciencia: la Palabra de Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de Cristo, que se administra en los Sacramentos; el testimonio y el ejemplo de quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con sus vidas un camino de fidelidad a Dios.

Permitidme un consejo: si alguna vez perdéis la claridad de la luz, recurrid siempre al buen pastor. ¿Quién es el buen pastor? El que entra por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se comporta como el mercenario que viendo venir el lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño . Mirad que la palabra divina no es vana; y la insistencia de Cristo -¿no veis con qué cariño habla de pastores y de ovejas, del redil y del rebaño?- es una demostración práctica de la necesidad de un buen guía para nuestra alma.

Si no hubiese pastores malos, escribe San Agustín, El no habría precisado, hablando del bueno. ¿Quién es el mercenario? El que ve el lobo y huye. El que busca su gloria, no la gloria de Cristo; el que no se atreve a reprobar con libertad de espíritu a los pecadores. El lobo coge una oveja por el cuello, el diablo induce a un fiel a cometer adulterio. Y tú, callas, no repruebas. Tú eres mercenario; has visto venir al lobo y has huido. Quizá él diga: no; estoy aquí, no he huido. No, respondo, has huido porque te has callado; y has callado, porque has tenido miedo .
La santidad de la Esposa de Cristo se ha demostrado siempre -como se demuestra también hoy- por la abundancia de buenos pastores. Pero la fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos. Hay mercenarios que callan, y hay mercenarios que hablan palabras que no son de Cristo. Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor, al que entra por la puerta ejercitando su derecho, al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo.

Si vuestra conciencia os reprueba por alguna falta -aunque no os parezca grave-, si dudáis, acudid al Sacramento de la Penitencia. Id al sacerdote que os atiende, al que sabe exigir de vosotros fe recia, finura de alma, verdadera fortaleza cristiana. En la Iglesia existe la más plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias; pero un cristiano de vida clara acudirá -¡libremente!- a aquel que conoce como buen pastor, que puede ayudarle a levantar la vista, para volver a ver en lo alto la estrella del Señor.

34.

Oro, incienso y mirra

Videntes autem stellam gavisi sunt gaudio magno valde , dice el texto latino con admirable reiteración: al descubrir nuevamente la estrella, se gozaron con un gozo muy grande. ¿Por qué tanta alegría? Porque, los que no dudaron nunca, reciben del Señor la prueba de que la estrella no había desaparecido: dejaron de contemplarla sensiblemente, pero la habían conservado siempre en el alma. Así es la vocación del cristiano: si no se pierde la fe, si se mantiene la esperanza en Jesucristo que estará con nosotros hasta la consumación de los siglos , la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor.

Entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y, arrodillados, le adoraron . Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de El; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones. Tú, en tu alma, y también yo -porque hago una oración íntima, con hondos gritos silenciosos- estamos contando al Niño que anhelamos ser tan buenos cumplidores como aquellos siervos de la parábola, para que también a nosotros pueda contestarnos: alégrate, siervo bueno y fiel .

Y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra . Detengámonos un poco para entender este pasaje del Santo Evangelio. ¿Cómo es posible que nosotros, que nada somos y nada valemos, hagamos ofrendas a Dios? Dice la Escritura: toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene . El hombre no acierta ni siquiera a descubrir enteramente la profundidad y la belleza de los regalos del Señor: ¡Si tú conocieras el don de Dios! , responde Jesús a la mujer samaritana. Jesucristo nos ha enseñado a esperarlo todo del Padre, a buscar, antes que nada, el reino de Dios y su justicia, porque todo lo demás se nos dará por añadidura, y bien sabe El qué es lo que necesitamos .

En la economía de la salvación, Nuestro Padre cuida de cada alma con delicadeza amorosa: cada uno ha recibido de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra . Parecería inútil, por tanto, afanarse por presentar al Señor algo de lo que El tuviera necesidad; desde nuestra situación de deudores que no tienen con qué pagar , nuestro dones se asemejarían a los de la Antigua Ley, que Dios ya no acepta: Tú no has querido, ni han sido de tu agrado, los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos por el pecado, cosas todas que ofrecen según la Ley .
Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y El mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón . ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor.

Démosle, por tanto, oro: el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad.

Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en El se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón .

35.

Ofrecemos incienso: los deseos, que suben hasta el Señor, de llevar una vida noble, de la que se desprenda el bonus odor Christi , el perfume de Cristo. Impregnar nuestras palabras y acciones en el bonus odor, es sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo. Nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano.

Así nos lo enseña Jesucristo. La Humanidad esperaba desde hacía siglos la venida del Salvador; los profetas lo habían anunciado de mil formas; y hasta en los últimos rincones de la tierra -aunque estuviese perdida, por el pecado y por la ignorancia, gran parte de la Revelación de Dios a los hombres- se conservaba el deseo de Dios, el ansia de ser redimidos.

Llega la plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión, no aparece un genio filosófico, como Platón o Sócrates; no se instala en la tierra un conquistador poderoso, como Alejandro. Nace un Infante en Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras. No trae ninguna fórmula mágica, porque sabe que la salvación que ofrece debe pasar por el corazón del hombre. Sus primeras acciones son risas, lloros de niño, sueño inerme de un Dios encarnado: para enamorarnos, para que lo sepamos acoger en nuestros brazos.

Nos damos cuenta ahora, una vez más, de que éste es el cristianismo. Si el cristiano no ama con obras, ha fracasado como cristiano, que es fracasar también como persona. No puedes pensar en los demás como si fuesen números o escalones, para que tú puedas subir; o masa, para ser exaltada o humillada, adulada o despreciada, según los casos. Piensa en los demás -antes que nada, en los que están a tu lado- como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.

Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman!

No se trata de un ideal lejano. El cristiano no es un Tartarín de Tarascón, empeñado en cazar leones donde no puede encontrarlos: en los pasillos de su casa. Quiero hablar siempre de vida diaria y concreta: de la santificación del trabajo, de las relaciones familiares, de la amistad. Si ahí no somos cristianos, ¿dónde lo seremos? El buen olor del incienso es el resultado de una brasa que quema sin ostentación una multitud de granos; el bonus odor Christi se advierte entre los hombres no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría.

36.

Y, con los Reyes Magos, ofrecemos también mirra, el sacrificio que no debe faltar en la vida cristiana. La mirra nos trae al recuerdo la Pasión del Señor: en la Cruz le dan a beber mirra mezclada con vino , y con mirra ungieron su cuerpo para la sepultura . Pero no penséis que, reflexionar sobre la necesidad del sacrificio y de la mortificación, signifique añadir una nota de tristeza a esta fiesta alegre que celebramos hoy.

Mortificación no es pesimismo, ni espíritu agrio. La mortificación no vale nada sin la caridad: por eso hemos de buscar mortificaciones que, haciéndonos pasar con señorío sobre las cosas de la tierra, no mortifiquen a los que viven con nosotros. El cristiano no puede ser ni un verdugo ni un miserable; es un hombre que sabe amar con obras, que prueba su amor en la piedra de toque del dolor.

Pero he de decir, otra vez, que esa mortificación no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que los busquemos -contrariedades, dificultades, sinsabores-, a lo largo de cada día.

37.

Sancta Maria, Stella Orientis

Termino, repitiendo unas palabras del Evangelio de hoy: entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre. Nuestra Señora no se separa de su Hijo. Los Reyes Magos no son recibidos por un rey encumbrado en su trono, sino por un Niño en brazos de su Madre. Pidamos a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo.

Los Reyes Magos tuvieron una estrella; nosotros tenemos a María, Stella maris, Stella orientis. Le decimos hoy: Santa María, Estrella del mar, Estrella de la mañana, ayuda a tus hijos. Nuestro celo por las almas no debe conocer fronteras, que nadie está excluido del amor de Cristo. Los Reyes Magos fueron las primicias de los gentiles; pero, consumada la Redención, ya no hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra -no existe discriminación de ningún tipo-, porque todos sois uno en Cristo Jesús .

Los cristianos no podemos ser exclusivistas, ni separar o clasificar las almas; vendrán muchos de Oriente y de Occidente ; en el corazón de Cristo caben todos. Sus brazos -lo admiramos de nuevo en el pesebre- son los de un Niño: pero son los mismos que se extenderán en la Cruz, atrayendo a todos los hombres .

Y un último pensamiento para ese varón justo, Nuestro Padre y Señor San José, que, en la escena de la Epifanía, ha pasado, como suele, inadvertido. Yo lo adivino recogido en contemplación, protegiendo con amor al Hijo de Dios que, hecho hombre, le ha sido confiado a sus cuidados paternales. Con la maravillosa delicadeza del que no vive para sí mismo, el Santo Patriarca se prodiga en un servicio tan silencioso como eficaz.

Hemos hablado hoy de vida de oración y de afán apostólico. ¿Qué mejor maestro que San José? Si queréis un consejo que repito incansablemente desde hace muchos años, Ite ad Ioseph , acudid a San José: él os enseñará caminos concretos y modos humanos y divinos de acercarnos a Jesús. Y pronto os atreveréis, como él hizo, a llevar en brazos, a besar, a vestir, a cuidar a este Niño Dios que nos ha nacido. Con el homenaje de su veneración, los Magos ofrecieron a Jesús oro, incienso y mirra; José le dio, por entero, su corazón joven y enamorado.


5. EN EL TALLER DE JOSE
Homilía pronunciada el 19-III-1963.

38.

La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor.

San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabernos parte de la familia de Dios. San José nos da esas lecciones siendo, como fue, un hombre corriente, un padre de familia, un trabajador que se ganaba la vida con el esfuerzo de sus manos. Y ese hecho tiene también, para nosotros, un significado que es motivo de reflexión y de alegría.

Al celebrar hoy su fiesta, quiero evocar su figura, trayendo a la memoria lo que de él nos dice el Evangelio, para poder así descubrir mejor lo que, a través de la vida sencilla del Esposo de Santa María, nos transmite Dios.

39.
La figura de San José en el Evangelio

Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de Israel. Los detalles de esta ascendencia son históricamente algo confusos: no sabemos cuál de las dos genealogías, que traen los evangelistas, corresponde a María -Madre de Jesús según la carne- y cuál a San José, que era su padre según la ley judía. Ni sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.

Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años como uno más entre nosotros.
La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino, hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos ; quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de esfuerzo y de sudor.

De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.

No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana.

Para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad.

Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.

Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió -si se me permite hablar así- la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad.

José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mi cosas grandes Aquel que es todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez .

José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo . Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina ; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo . En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres.

40.
La fe, el amor y la esperanza de José

No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe . Vivir de la fe: esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo.

La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente.

Porque la historia del Santo Patriarca fue una vida sencilla, pero no una vida fácil. Después de momentos angustiosos, sabe que el Hijo de María ha sido concebido por obra del Espíritu Santo. Y ese Niño, Hijo de Dios, descendiente de David según la carne, nace en una cueva. Ángeles celebran su nacimiento y personalidades de tierras lejanas vienen a adorarle, pero el Rey de Judea desea su muerte y se hace necesario huir. El hijo de Dios es, en la apariencia, un niño indefenso, que vivirá en Egipto.

41.

Al narrar estas escenas en su Evangelio, San Mateo pone constantemente de relieve la fidelidad de José, que cumple los mandatos de Dios sin vacilaciones, aunque a veces el sentido de esos mandatos le pudiera parecer oscuro o se le ocultara su conexión con el resto de los planes divinos.

En muchas ocasiones los Padres de la Iglesia y los autores espirituales hacen resaltar esta firmeza de la fe de San José. Refiriéndose a las palabras del Angel que le ordena huir de Herodes y refugiarse en Egipto , el Crisóstomo comenta: Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho que El salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo, porque es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el Ángel lo había dejado indeterminado, puesto que le había dicho: está allí -en Egipto- hasta que yo te diga. Sin embargo, no por eso se crea dificultades, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas alegremente .

La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores.

José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos.

En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá . Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea.

Así fue la fe de San José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente. Y, con la fe, la caridad, el amor. Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abraham, a Jacob, a Moisés; con el cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él -un carpintero de Galilea-, estaba iniciando en el mundo: le redención de los hombres.

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Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada. Su fiesta es, por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación de cristianos, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor.
Cuando se desea sinceramente vivir de fe, de amor y de esperanza, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que estaba en desuso. Cuando hay fe, amor y esperanza, renovarse es -a pesar de los errores personales, de las caídas, de las debilidades- mantenerse en las manos de Dios: confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras.

El amor tiene necesariamente sus características manifestaciones. Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones.

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Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia. Dios se ha acercado a los hombres, pobres criaturas, y nos ha dicho que nos ama: Deliciae meae esse cum filiis hominum , mis delicias son estar entre los hijos de los hombres. El Señor nos da a conocer que todo tiene importancia: las acciones que, con ojos humanos, consideramos extraordinarias; esas otras que, en cambio, calificamos de poca categoría. Nada se pierde. Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación -en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos-, estamos llamados a participar del reino de los cielos.

Eso nos enseña la vida de San José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de San José, y ésta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción especial.

Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad.

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Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo

Describiendo el espíritu de la asociación a la que he dedicado mi vida, el Opus Dei, he dicho que se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios.

La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía.

Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum , seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos.

El que vive de fe puede encontrar la dificultad y la lucha, el dolor y hasta la amargura, pero nunca el desánimo ni la angustia porque sabe que su vida sirve, sabe para qué ha venido a esta tierra. Ego sum lux mundi -exclamó Cristo-; qui sequitur me non ambulat in tenebris, sed habebit lumen vitae . Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que poseerá la luz de la vida.

Para merecer esa luz de Dios hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios . Si actuamos de verdad así, si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad.

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La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad. La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios.

Vosotros, que celebráis hoy conmigo esta fiesta de San José, sois todos hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a tan distintas naciones, razas y lenguas. Os habéis educado en aulas de centros docentes o en talleres y oficinas, habéis ejercido durante años vuestra profesión, habéis entablado relaciones profesionales y personales con vuestros compañeros, habéis participado en la solución de los problemas colectivos de vuestras empresas y de vuestra sociedad.

Pues bien: os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis.

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El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.

Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra . Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.

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Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios .

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El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. Entre las indicaciones, que San Pablo hace a los de Efeso, sobre cómo debe manifestarse el cambio que ha supuesto en ellos su conversión, su llamada al cristianismo, encontramos ésta: el que hurtaba, no hurte ya, antes bien trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para tener con qué ayudar a quien tiene necesidad . Los hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico.

Si trabajamos con este espíritu, nuestra vida, en medio de las limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor, la entrega, la fidelidad, la amistad, la alegría. En vuestra ocupación profesional, ordinaria y corriente, encontraréis la materia -real, consistente, valiosa- para realizar toda la vida cristiana, para actualizar la gracia que nos viene de Cristo.

En esa tarea profesional vuestra, hecha cara a Dios, se pondrán en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus incidencias, las relaciones y problemas que trae consigo vuestra labor, alimentarán vuestra oración. El esfuerzo para sacar adelante la propia ocupación ordinaria, será ocasión de vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano, os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios.

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Para servir, servir

Para comportarse así, para santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural. Quiero recordar ahora, por contraste, lo que cuenta uno de esos antiguos relatos de los evangelios apócrifos: El padre de Jesús, que era carpintero, hacía arados y yugos. Una vez -continúa la narración- le fue encargado un lecho, por cierta persona de buena posición. Pero resultó que uno de los varales era más corto que el otro, por lo que José no sabía qué hacerse. Entonces el Niño Jesús dijo a su padre: pon en tierra los dos palos e iguálalos por un extremo. Así lo hizo José. Jesús se puso a la otra parte, tomó el varal más corto y lo estiró, dejándolo tan largo como el otro. José, su padre, se llenó de admiración al ver el prodigio, y colmó al Niño de abrazos y de besos, diciendo: dichoso de mí, porque Dios me ha dado este Niño .

José no daría gracias a Dios por estos motivos; su trabajo no podía ser de ese modo. San José no es el hombre de las soluciones fáciles y milagreras, sino el hombre de la perseverancia, del esfuerzo y -cuando hace falta- del ingenio. El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora, porque non est abbreviata manus Domini , no ha disminuido el poder de Dios.

Pero los milagros son una manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios, y no un expediente para resolver las consecuencias de la ineptitud o para facilitar nuestra comodidad. El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional.

Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección.

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Pero también ese servir humano, esa capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de San José y debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres. El trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret.

En Nazaret, José sería uno de los pocos artesanos, si es que no era el único. Carpintero, posiblemente. Pero, como suele suceder en los pueblos pequeños, también sería capaz de hacer otras cosas: poner de nuevo en marcha el molino, que no funcionaba, o arreglar antes del invierno las grietas de un techo. José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado. Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas.

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A veces, cuando se tratara de personas más pobres que él, José trabajaría aceptando algo de poco valor, que dejara a la otra persona con la satisfacción de pensar que había pagado. Normalmente José cobraría lo que fuera razonable, ni más ni menos. Sabría exigir lo que, en justicia, le era debido, ya que la fidelidad a Dios no puede suponer la renuncia a derechos que en realidad son deberes: San José tenía que exigir lo justo, porque con la recompensa de ese trabajo debía sostener a la Familia que Dios le había encomendado.

La exigencia del propio derecho no ha de ser fruto de un egoísmo individualista. No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano.

Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan , se puede decir que quien afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él.
Como todos los cristianos que vivimos aquel momento, recibí también con emoción y alegría la decisión de celebrar la fiesta litúrgica de San José Obrero. Esa fiesta, que es una canonización del valor divino del trabajo, muestra cómo la Iglesia, en su vida colectiva y pública, se hace eco de las verdades centrales del Evangelio, que Dios quiere que sean especialmente meditadas en esta época nuestra.

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Ya hemos hablado mucho de este tema en otras ocasiones, pero permitidme insistir de nuevo en la naturalidad y en la sencillez de la vida de San José, que no se distanciaba de sus convecinos ni levantaba barreras innecesarias.

Por eso, aunque quizá sea conveniente en algunos momentos o en algunas situaciones, de ordinario no me gusta hablar de obreros católicos, de ingenieros católicos, de médicos católicos, etc., como si se tratara de una especie dentro de un género, como si los católicos formaran un grupito separado de los demás, creando así la sensación de que hay un foso entre los cristianos y el resto de la Humanidad. Respeto la opinión opuesta, pero pienso que es mucho más propio hablar de obreros que son católicos, o de católicos que son obreros; de ingenieros que son católicos, o de católicos que son ingenieros. Porque el hombre que tiene fe y ejerce una profesión intelectual, técnica o manual, es y se siente unido a los demás, igual a los demás, con los mismos derechos y obligaciones, con el mismo deseo de mejorar, con el mismo afán de enfrentarse con los problemas comunes y de encontrarles solución.

El católico, asumiendo todo eso, sabrá hacer de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve -con la coherencia de su vida- la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios.

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El trato de José con Jesús

Desde hace tiempo me gusta recitar una conmovedora invocación a San José, que la Iglesia misma nos propone, entre las oraciones preparatorias de la misa: José, varón bienaventurado y feliz, al que fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros. Esta oración nos servirá para entrar en el última tema que voy a tocar hoy: el trato entrañable de José con Jesús.

Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación. Recordábamos antes aquellos primeros años llenos de circunstancias en aparente contraste: glorificación y huida, majestuosidad de los Magos y pobreza del portal, canto de los Ángeles y silencio de los hombres. Cuando llega el momento de presentar al Niño en el Templo, José, que lleva la ofrenda modesta de un par de tórtolas, ve cómo Simeón y Ana proclaman que Jesús es el Mesías. Su padre y su madre escuchaban con admiración , dice San Lucas. Más tarde, cuando el Niño se queda en el Templo sin que María y José lo sepan, al encontrarlo de nuevo después de tres días de búsqueda, el mismo evangelista narra que se maravillaron .

José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos.

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Pero si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al Hijo de Dios. Hay algo que no me acaba de gustar en el título de padre putativo, con el que a veces se designa a José, porque tiene el peligro de hacer pensar que las relaciones entre José y Jesús eran frías y exteriores. Ciertamente nuestra fe nos dice que no era padre según la carne, pero no es ésa la única paternidad.

A José -leemos en un sermón de San Agustín- no sólo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno. Y luego añade: ¿cómo era padre? Tanto más profundamente padre, cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual. Por eso dice San Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios .

José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole todo lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por eso los vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri filius : artesano e hijo del artesano. Jesús trabajó en el taller de José y junto a José. ¿Cómo sería José, cómo habría obrado en él la gracia, para ser capaz de llevar a cabo la tarea de sacar adelante en lo humano al Hijo de Dios?

Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José.

No es posible desconocer la sublimidad del misterio. Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres .

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José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de El con abnegación alegre. ¿No será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con El. Y José sabrá decirnos muchas cosas sobre Jesús.

Por eso, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento .

Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José. Ite ad Ioseph. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret.