9. EL TRATO CON DIOS

Homilía pronunciada el 5-IV-1964, Domingo in albis.


141.

        El domingo in albis trae a mi memoria una vieja tradición piadosa de mi tierra. En este día, en el que la liturgia invita a desear el alimento espiritual -rationabile, sine dolo lac concupiscite [268] , apeteced la leche del espíritu y sin mezcla de fraude-, era costumbre entonces que se llevara la Sagrada Comunión a los enfermos -no hacía falta que fuesen casos graves-, para que pudieran cumplir el precepto pascual.

     En algunas ciudades grandes, cada parroquia organizaba una procesión eucarística. Recuerdo de mis años de estudiante universitario, que resultaba corriente que se cruzasen, por el Coso de Zaragoza, tres comitivas en las que sólo iban hombres -¡miles de hombres!-, con grandes cirios ardiendo. Gente recia, que acompañaba al Señor Sacramentado, con una fe más grande que aquellos velones que pesaban kilos.

     Cuando esta noche me he despertado varias veces, he repetido, como jaculatoria, quasi modo geniti infantes [269] : como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!

     Somos hijos de Dios

     Quasi modo geniti infantes, rationabile, sine dolo lac concupiscite [270] : como niños que acaban de llegar al mundo, bramad por la leche limpia y pura del espíritu. Es estupendo este versículo de San Pedro, y entiendo muy bien que a continuación la liturgia haya añadido: exsultate Deo adiutori nostro: iubilate Deo Iacob [271] ; saltad de júbilo en honor de Dios: aclamad al Dios de Jacob, que es también Señor y Padre Nuestro. Pero me gustaría que hoy, vosotros y yo, meditásemos no sobre el Santo Sacramento del Altar, que arranca de nuestro corazón las más altas alabanzas a Jesús; querría que nos detuviésemos en esa certeza de la filiación divina y en alguna de sus consecuencias, para todos los que pretenden vivir con noble empeño su fe cristiana.

142.

        Por motivos que no son del caso -pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario-, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía.

     Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

     El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres -leemos en la Epístola-, de mayor autoridad es el testimonio de Dios [272] . Y, ¿ en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios [273] .

     A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención.

143.

El ejemplo de Jesucristo

     Quasi modo geniti infantes... Me ha dado alegría difundir por todas partes esta mentalidad de hijos pequeños de Dios, que nos hará paladear las palabras que también se recogen en la liturgia de la Misa: todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo [274] , supera las dificultades, logra la victoria, en esta gran batalla por la paz de las almas y de la sociedad.

     Nuestra sabiduría y nuestra fuerza están precisamente en tener la convicción de nuestra pequeñez, de nuestra nada delante de los ojos de Dios; pero es El quien nos estimula para que nos movamos, al mismo tiempo, con una segura confianza y prediquemos a Jesucristo, su Hijo Unigénito, a pesar de nuestros errores y de nuestras miserias personales, siempre y cuando, junto a la flaqueza, no falte la lucha con el fin de superarla.

     Me habréis oído repetir con frecuencia aquel consejo de la Escritura Santa: discite benefacere [275] , porque es cierto que debemos aprender y enseñar a hacer el bien. Hemos de comenzar por nosotros mismos, empeñándonos en descubrir cuál es el bien que hay que ambicionar para cada uno de nosotros, para cada uno de nuestros amigos, para cada uno de los hombres. No conozco camino mejor para considerar la grandeza de Dios: aprender a servir, con el punto de mira inefable y sencillo de que El es nuestro Padre y nosotros somos hijos suyos.

144.

        Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel [276] ; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! [277] , te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre -con tu auxilio- voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad.

     Unas páginas antes, en el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre [278] .

     Notad lo sorprendente de la respuesta: los discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con El, como un hijo charla con su padre.

     Cuando veo cómo algunos plantean la vida de piedad, el trato de un cristiano con su Señor, y me presentan esa imagen desagradable, teórica, formularia, plagada de cantilenas sin alma, que más favorecen el anonimato que la conversación personal, de tú a Tú, con Nuestro Padre Dios -la auténtica oración vocal jamás supone anonimato-, me acuerdo de aquel consejo del Señor: en la oración no afectéis hablar mucho, como hacen los gentiles, que se imaginan haber de ser oídos a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarles, que bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester, antes de pedírselo [279] . Y comenta un Padre de la Iglesia: pienso que Cristo nos manda que evitemos las largas oraciones; pero larga, no en cuanto al tiempo, sino por la multitud inacabable de palabras... El Señor mismo nos puso el ejemplo de la viuda que, a fuerza de súplicas, venció la resistencia del juez inicuo; y el otro de aquel inoportuno que llegó a deshora en la noche y, por su tozudez más que por la amistad, logró que se levantara de la cama el amigo (cfr. Lc XI, 5-8; XVIII, 1-8). Con esos dos ejemplos, nos manda que pidamos constantemente, pero no componiendo oraciones interminables, sino contándole con sencillez nuestras necesidades [280] .

     De todos modos, si al iniciar vuestra meditación no lográis concentrar vuestra atención para conversar con Dios, os encontráis secos y la cabeza parece que no es capaz de expresar ni una idea, o vuestros afectos permanecen insensibles, os aconsejo lo que yo he procurado practicar siempre en esas circunstancias: poneos en presencia de vuestro Padre, y manifestadle al menos: ¡Señor, que no sé rezar, que no se me ocurre nada para contarte!... Y estad seguros de que en ese mismo instante habéis comenzado a hacer oración.

145.

Piedad, trato de hijos

     La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse?

     Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también -sin que se sepa cómo, ni por qué camino- ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y -esto es lo que más cuenta- se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos.

     Si os fijáis, existe una gran diferencia cuando se cae un niño y cuando se cae una persona mayor. Para los niños, la caída de ordinario no tiene importancia: ¡tropiezan con tanta frecuencia! Y si se les escapan unos lagrimones, su padre les explica: los hombres no lloran. Así se concluye el incidente, con el empeño del chico por contentar a su padre.

     Mirad, en cambio, lo que ocurre si pierde el equilibrio un hombre adulto, y viene a dar de bruces contra el suelo. Si no fuera por la compasión, provocaría hilaridad, risa. Pero, además, el golpe quizá traiga consecuencias graves, y, en un anciano, incluso produzca una fractura irreparable. En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta -cuando resulta preciso- el consuelo de sus padres.

     Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos -por lo demás inevitables- en la vida interior no desembocarán nunca en amargura. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre. He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios. Y esto os pido a vosotros: que seáis quasi modo geniti infantes, niños que desean la palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios, para conducirnos en adelante como hombres cristianos.

146.

        ¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años -¡qué largos y qué cortos se me han hecho!-, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor.

     Las grandes caídas, las que causan serios destrozos en el alma, y en ocasiones con resultados casi irremediables, proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no sólo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación, en el descamino.

     Roguemos a Dios, ahora mismo, que no permita jamás que nos sintamos satisfechos, que acreciente siempre en nosotros el ansia de su auxilio, de su palabra, de su Pan, de su consuelo, de su fortaleza: rationabile, sine dolo lac concupiscite: fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina. En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos [281] .

147.

        De nuevo vienen a mi cabeza los recuerdos de mi juventud. ¡Qué demostración de fe, aquélla! Me parece oír todavía el canto litúrgico, respirar el aroma del incienso, ver miles y miles y miles de hombres, cada uno con su gran cirio -que es como el símbolo de su miseria-, pero con corazón de niños: una criatura que quizá no logra alzar sus ojos hacia la cara de su padre. Reconoce y advierte cuán malo y amargo es para ti haberte apartado de tu Dios [282] . Renovemos la firme decisión de no apartarnos nunca del Señor por los afanes de la tierra. Aumentemos, con propósitos concretos para nuestra conducta, la sed de Dios: como criaturas que reconocen la propia indigencia, y buscan, llaman, incesantemente a su Padre.

     Pero, vuelvo a lo que os comentaba antes: hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe [283] , fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios.

     ¿Quién de vosotros no se acuerda de los brazos de su padre? Probablemente no serían tan mimosos, tan dulces y delicados como los de la madre. Pero aquellos brazos robustos, fuertes, nos apretaban con calor y con seguridad. Señor, gracias por esos brazos duros. Gracias por esas manos fuertes. Gracias por ese corazón tierno y recio. ¡Iba a darte gracias también por mis errores! ¡No, que no los quieres! Pero los comprendes, los disculpas, los perdonas.

     Esta es la sabiduría que Dios espera que ejercitemos en el trato con El. Esa sí que es una manifestación de ciencia matemática: reconocer que somos un cero a la izquierda... Pero nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos; ¡tal como somos! Yo -y no soy más que un pobre hombre- os quiero a cada uno como sois; ¡imaginaos cómo será el Amor de Dios!, con tal que luchemos, con tal de que nos empeñemos en poner la vida en la línea de nuestra conciencia, bien formada.

148.

Plan de vida

     Al examinar cómo es y cómo debería ser nuestra piedad; en qué puntos determinados debería mejorar nuestra relación personal con Dios, si me habéis entendido, rechazaréis la tentación de imaginar hazañas insuperables, porque habréis descubierto que el Señor se contenta con que le ofrezcamos pequeñas muestras de amor en cada momento.

     Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa -diaria, si te es posible- y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón -aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal-; la vista a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender.

     No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa.

     Tampoco me olvides que lo importante no consiste en hacer muchas cosas; limítate con generosidad a aquellas que puedas cumplir cada jornada, con ganas o sin ganas. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios.

149.

        Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios -pocas, pero constantes, insisto-, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo.

     Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina -verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio -la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles. Estamos vacíos, y quizá empezamos a soñar con nuevos planes, para acallar la voz de nuestro Padre del Cielo, que reclama una total lealtad. Y con una pesadilla de grandezas en el alma, echamos en olvido la realidad más cierta, el camino que sin duda nos conduce derechos hacia la santidad: clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad.

150.

Los palos pintados de rojo

     Se quedaron muy grabadas en mi cabeza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, colocaban a los bordes de los caminos; me llamaron la atención unos palos altos, ordinariamente pintados de rojo. Me explicaron entonces que, cuando cae la nieve, y cubre senderos, sementeras y pastos, bosques, peñas y barrancos, esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta.

     En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor.

     Por eso, en los momentos de nevada y de ventisca, unas prácticas piadosas sólidas -nada sentimentales-, bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos palos pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue sólo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrificio.

151.

        No os escondo que, a lo largo de estos años, se me han acercado algunos, y compungidos de dolor me han dicho: Padre, no sé qué me pasa, me encuentro cansado y frío; mi piedad, antes tan segura y llana, me parece una comedia... Pues a los que atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ¡Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos.

     Se lee en la Escritura: ludens in orbe terrarum [284] , que El juega en toda la redondez de la tierra. Pero Dios no nos abandona, porque inmediatamente añade: deliciae meae esse cum filiis hominum [285] , son mis delicias estar con los hijos de los hombres. ¡El Señor juega con nosotros! Y cuando se nos ocurra que estamos interpretando una comedia, porque nos intamos helados, apáticos; cuando estemos disgustados y sin voluntad; cuando nos resulte arduo cumplir nuestro deber y alcanzar las metas espirituales que nos hayamos propuesto, ha sonado la hora de pensar que Dios juega con nosotros, y espera que sepamos representar nuestra comedia con gallardía.

     No me importa contaros que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se puede interpretar una comedia con Dios?, ¿no es eso una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste.

     ¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a Nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia nuestra -déjame que te lo repita- son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la Virgen Santísima, San José y todos los Angeles y Santos del Cielo. Nuestra vida interior no encierra más espectáculo que ése: es Cristo que pasa quasi in occulto [286] .

152.

        Iubilate Deo. Exsultate Deo adiutori nostro [287] . Alabad a Dios. Saltad de alegría en el Señor, nuestra única ayuda. Jesús, quien no lo comprenda, no conoce nada de amores, ni de pecados, ¡ni de miserias! Yo soy un pobre hombre, y entiendo de pecados, de amores y de miserias. ¿Sabéis lo que es estar levantado hasta el corazón de Dios? ¿Comprendéis que un alma se enfrente con el Señor, le abra su corazón, le cuente sus quejas? Yo me quejo, por ejemplo, cuando se lleva junto a El a gente de edad temprana, cuando aún podría servirle y amarle muchos años en la tierra; porque no lo entiendo. Pero son gemidos de confianza, pues sé que, si me apartara de los brazos de Dios, tropezaría enseguida. Por eso, inmediatamente, despacio, mientras acepto los designios del Cielo, añado: hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén.

     Este es el modo de proceder que nos enseña el Evangelio, la picardía más santa y la fuente de eficacia para el trabajo apostólico; y éste es el manantial de nuestro amor y de nuestra paz de hijos de Dios, y la senda por la que podemos transmitir cariño y serenidad a los hombres, y sólo por esto lograremos acabar en el Amor nuestros días, habiendo santificado nuestro trabajo, y buscando ahí la felicidad escondida de las cosas de Dios. Nos conduciremos con la santa desvergüenza de los niños, y rechazaremos la vergüenza -la hipocresía- de los mayores, que se atemorizan de volver a su Padre, cuando han pasado por el fracaso de una caída.

     Termino con el saludo del Señor, que recoge hoy el Santo Evangelio: pax vobis! La paz sea con vosotros... Y llenáronse de gozo los discípulos a la vista del Señor [288] , de ese Señor que nos acompaña al Padre.


[268] 1 Pet II, 2 (Introito de la Misa).
[269] Ibidem.
[270] Ibidem.
[271] Ps LXXX, 2 (Introito de la Misa).
[272] 1 Ioh V, 9.
[273] 1 Ioh III, 1-2.
[274] 1 Ioh V, 4.
[275] Is 1, 17.
[276] Ioh XX, 27.
[277] Ioh XX, 28.
[278] Lc XI, 1-2.
[279] Mt VI, 7-8.
[280] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 19, 4 (PG 57, 278).
[281] Mt XVIII, 3.
[282] Ier II, 19.
[283] 1 Pet V, 9.
[284] Prv VIII, 31.
[285] Ibidem.
[286] Cfr. Ioh VII, 10.
[287] Ps LXXX, 2 (Introito de la Misa).
[288] Ioh XX, 19-20.



10. VIVIR CARA A DIOS Y CARA A LOS HOMBRES

Homilía pronunciada el 3-XI-1963, Domingo XXII después de Pentecostés.


153.

        Aquí estamos, consummati in unum! [289] , en unidad de petición y de intenciones, dispuestos a comenzar este rato de conversación con el Señor, con el deseo renovado de ser instrumentos eficaces en sus manos. Ante Jesús Sacramentado -¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!-, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas. Porque, gracias a la inefable realidad de la Comunión de los Santos, somos solidarios -cooperadores, dice San Juan [290] - en la tarea de difundir la verdad y la paz del Señor.

     Es razonable que pensemos en nuestro modo de imitar al Maestro; que nos detengamos, que reflexionemos, para aprender directamente de la vida del Señor algunas virtudes que han de resplandecer en la conducta nuestra, si de veras aspiramos a extender el reinado de Cristo.

154.

La prudencia, virtud necesaria

     En el pasaje del Evangelio de San Mateo, que trae la Misa de hoy, leemos: tunc abeuntes pharisaei, consilium inierunt ut caperent eum in sermone [291] ; se reunieron los fariseos, con el fin de tratar entre ellos cómo podían sorprender a Jesús en lo que hablase. No olvidéis que ese sistema de los hipócritas es una táctica corriente también en estos tiempos; pienso que la mala hierba de los fariseos no se extinguirá jamás en el mundo: siempre ha tenido una fecundidad prodigiosa. Quizá el Señor tolera que crezca, para hacernos prudentes a nosotros, sus hijos; porque la virtud de la prudencia resulta imprescindible a cualquiera que se halle en situación de dar criterio, de fortalecer, de corregir, de encender, de alentar. Y precisamente así, como apóstol, tomando ocasión de las circunstancias de su quehacer ordinario, ha de actuar un cristiano con los que le rodean.

     Alzo en este momento mi corazón a Dios y pido, por mediación de la Virgen Santísima -que está en la Iglesia, pero sobre la Iglesia: entre Cristo y la Iglesia, para proteger, para reinar, para ser Madre de los hombres, como lo es de Jesús Señor Nuestro-; pido que nos conceda esa prudencia a todos, y especialmente a los que, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, deseamos trabajar por Dios: verdaderamente nos conviene aprender a ser prudentes.

155.

        Continúa la escena evangélica: y enviaron discípulos suyos -de los fariseos- con algunos herodianos que le dijeron: Maestro [292] . Mirad con qué retorcimiento le llaman Maestro; se fingen admiradores y amigos, le dispensan un tratamiento que se reserva a la autoridad de la que se espera recibir una enseñanza. Magister, scimus quia verax es [293] , sabemos que eres veraz..., ¡qué astucia tan infame! ¿Habéis visto doblez mayor? Andad por este mundo con cuidado. No seáis cautelosos, desconfiados; sin embargo, debéis sentir sobre vuestros hombros -recordando aquella imagen del Buen Pastor que aparece en las catacumbas- el peso de esa oveja, que no es un alma sola, sino la Iglesia entera, la humanidad entera.

     Al aceptar con garbo esta responsabilidad, seréis audaces y seréis prudentes para defender y proclamar los derechos de Dios. Y entonces, por la entereza de vuestro comportamiento, muchos os considerarán y os llamarán maestros, sin pretenderlo vosotros: que no buscamos la gloria terrena. Pero no os extrañéis si, entre tantos que se os acerquen, se insinúan esos que únicamente pretenden adularos. Grabad en vuestras almas lo que me habéis oído repetidas veces: ni las calumnias, ni las murmuraciones, ni los respetos humanos, ni el qué dirán, y mucho menos las alabanzas hipócritas, han de impedirnos jamás cumplir nuestro deber.

156.

        ¿Os acordáis de la parábola del buen samaritano? Ha quedado aquel hombre tumbado en el camino, malherido por los ladrones que le han robado hasta el último céntimo. Cruzan por ese lugar un sacerdote de la Antigua Ley y, poco después, un levita; los dos siguen su marcha sin preocuparse. Pasó a continuación un viajero, de nación samaritana, se acercó y, viendo lo que sucedía, se movió a compasión. Arrimándose, vendó las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino, puso al enfermo sobre su cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él en todo [294] . Fijaos en que no es éste un ejemplo que el Señor expone sólo para pocas almas selectas, porque enseguida añadió, contestando al que le había preguntado -a cada uno de nosotros-: anda, y haz tú lo mismo [295] .

     Por lo tanto, cuando en nuestra vida personal o en la de los otros advirtamos algo que no va, algo que necesita del auxilio espiritual y humano que podemos y debemos prestar los hijos de Dios, una manifestación clara de prudencia consistirá en poner el remedio oportuno, a fondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas.

     La prudencia exige que, siempre que la situación lo requiera, se emplee la medicina, totalmente y sin paliativos, después de dejar al descubierto la llaga. Al notar los menores síntomas del mal, sed sencillos, veraces, tanto si habéis de curar como si habéis de recibir esa asistencia. En esos casos se ha de permitir, al que se encuentra en condiciones de sanar en nombre de Dios, que apriete desde lejos, y a continuación más cerca, y más cerca, hasta que salga todo el pus, de modo que el foco de infección acabe bien limpio. En primer lugar hemos de proceder así con nosotros mismos, y con quienes, por motivos de justicia o de caridad, tenemos obligación de ayudar: encomiendo especialmente a los padres, y a los que se dedican a tareas de formación y de enseñanza.

157.

Los respetos humanos

     Que no os detenga ninguna razón hipócrita: aplicad la medicina neta. Pero obrad con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropezones infantiles. Cuando es preciso esperar unas horas, se espera; nunca más tiempo del imprescindible, ya que otra actitud entrañaría comodidad, cobardía, cosa bien distinta de la prudencia. Rechazad todos, y principalmente los que os encargáis de formar a otros, el miedo a desinfectar la herida.

     Es posible que alguno susurre arteramente al oído de aquellos que deben curar, y no se deciden o no quieren enfrentarse con su misión: Maestro, sabemos que eres veraz... [296] . No toleréis el irónico elogio: los que no se esfuerzan en llevar a cabo con diligencia su tarea, ni son maestros, porque no enseñan el camino auténtico; ni son verdaderos, pues con su falsa prudencia toman como exageración o desprecian las normas claras, mil veces probadas por la recta conducta, por la edad, por la ciencia del buen gobierno, por el conocimiento de la flaqueza humana y por el amor a cada oveja, que empujan a hablar, a intervenir, a demostrar interés.

     A los falsos maestros les domina el miedo de apurar la verdad; les desasosiega la sola idea -la obligación- de recurrir al antídoto doloroso en determinadas circunstancias. En una actitud semejante -convenceos- no hay prudencia, ni piedad, ni cordura; esa postura refleja apocamiento, falta de responsabilidad, insensatez, necedad. Son los mismos que después, presas del pánico por el desastre, pretenden atajar el mal cuando ya es tarde. No se acuerdan de que la virtud de la prudencia exige recoger y transmitir a tiempo el consejo reposado de la madurez, de la experiencia antigua, de la vista limpia, de la lengua sin ataduras.

158.

        Sigamos el relato de San Mateo: sabemos que eres veraz, y enseñas el camino de Dios conforme a la pura verdad [297] . Nunca acabo de sorprenderme ante este cinismo. Se mueven con la intención de retorcer las palabras de Jesús Señor Nuestro, de cogerle en algún descuido y, en lugar de exponer llanamente lo que ellos consideraban como un nudo insoluble, intentan aturdir al Maestro con alabanzas que sólo deberían salir de labios adictos, de corazones rectos. Me paro de intento en estos matices, para que aprendamos a no ser recelosos, pero sí prudentes; para que no aceptemos el fraude del fingimiento, aunque aparezca revestido de frases o de gestos que en sí mismos responden a la realidad, como sucede en el pasaje que estamos contemplando: Tú no haces distinción, le dicen; Tú has venido para todos los hombres; a Ti, nada te detiene para proclamar la verdad y enseñar el bien [298] .

     Repito: prudentes, sí; cautelosos, no. Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí, vale más la palabra de un cristiano, de un hombre leal -me fío enteramente de cada uno-, que la firma auténtica de cien notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esa confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona y como hijo de Dios. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder.

159.

Actuar con rectitud

     Si en cada momento no sacamos del Evangelio consecuencias para la vida actual, es que no lo meditamos suficientemente. Sois jóvenes muchos; otros habéis entrado ya en la madurez. Todos queréis, queremos -si no, no estaríamos aquí-, producir buenos frutos. Intentamos poner, en la conducta nuestra, el espíritu de sacrificio, el afán de negociar con el talento que el Señor nos ha confiado, porque sentimos el celo divino por las almas. Pero no sería la primera vez que, a pesar de tanta buena voluntad, alguno cayera en la trampa de esa mezcla -ex pharisaeis et herodianis [299] - compuesta quizá por los que, de un modo o de otro, por ser cristianos deberían defender los derechos de Dios y, en cambio, aliados y confundidos con los intereses de las fuerzas del mal, cercan insidiosamente a otros hermanos en la fe, a otros servidores del mismo Redentor.

     Sed prudentes y obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios. Mostraos naturales en vuestro lenguaje y en vuestra actuación. Llegad al fondo de los problemas; no os quedéis en la superficie. Mirad que hay que contar por anticipado con el disgusto ajeno y con el propio, si deseamos de veras cumplir santamente y con hombría de bien nuestras obligaciones de cristianos.

160.

        No os oculto que, cuando he de corregir o de adoptar una decisión que causará pena, padezco antes, mientras y después: y no soy un sentimental. Me consuela pensar que sólo las bestias no lloran: lloramos los hombres, los hijos de Dios. Entiendo que en determinados momentos también vosotros tendréis que pasarlo mal, si os esforzáis en llevar a cabo fielmente vuestro deber. No me olvidéis que resulta más cómodo -pero es un descamino- evitar a toda costa el sufrimiento, con la excusa de no disgustar al prójimo: frecuentemente, en esa inhibición se esconde una vergonzosa huida del propio dolor, ya que de ordinario no es agradable hacer una advertencia seria. Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas.

     Me escuchan ahora varios médicos. Perdonad mi atrevimiento si vuelvo a tomar un ejemplo de la medicina; quizá se me escape algún disparate, pero la comparación ascética va. Para curar una herida, primero se limpia bien, también alrededor, desde bastante distancia. De sobra sabe el cirujano que duele; pero, si omite esa operación, más dolerá después. Además, se pone enseguida el desinfectante: escuece -pica, decimos en mi tierra-, mortifica, y no cabe otro remedio que usarlo, para que la llaga no se infecte.

     Si para la salud corporal es obvio que se han de adoptar estas medidas, aunque se trate de escoriaciones de poca categoría, en las cosas grandes de la salud del alma -en los puntos neurálgicos de la vida de un hombre-, ¡fijaos si habrá que lavar, si habrá que sajar, si habrá que pulir, si habrá que desinfectar, si habrá que sufrir! La prudencia nos exige intervenir de este modo y no rehuir el deber, porque soslayarlo demostraría una falta de consideración, e incluso un atentado grave contra la justicia y contra la fortaleza.

     Persuadíos de que un cristiano, si de veras pretende actuar rectamente, cara a Dios y cara a los hombres, necesita de todas las virtudes, por lo menos en potencia. Padre, me preguntaréis: ¿y de mis flaquezas, qué? Os responderé: ¿acaso no cura un médico que esté enfermo, aun cuando el trastorno que le aqueja sea crónico?; ¿le impedirá su enfermedad prescribir a otros enfermos la receta adecuada? Claro que no: para curar, le basta poseer la ciencia oportuna y ponerla en práctica, con el mismo interés con el que combate su propia dolencia.

161.

El colirio de la propia debilidad

     Vosotros, como yo, os encontraréis a diario cargados con muchos errores, si os examináis con valentía en la presencia de Dios. Cuando se lucha por quitarlos, con la ayuda divina, carecen de decisiva importancia y se superan, aunque parezca que nunca se consigue desarraigarlos del todo. Además, por encima de esas debilidades, tú contribuirás a remediar las grandes deficiencias de otros, siempre que te empeñes en corresponder a la gracia de Dios. Al reconocerte tan flaco como ellos -capaz de todos los errores y de todos los horrores-, serás más comprensivo, más delicado y, al mismo tiempo, más exigente para que todos nos decidamos a amar a Dios con el corazón entero.

     Los cristianos, los hijos de Dios, hemos de asistir a los demás llevando a la práctica con honradez lo que aquellos hipócritas musitaban aviesamente al Maestro: no miras a la calidad de las personas [300] . Es decir, rechazaremos por completo la acepción de personas -¡nos interesan todas las almas!-, aunque, lógicamente, hayamos de comenzar por ocuparnos de las que por una circunstancia o por otra -también por motivos sólo humanos, en apariencia- Dios ha colocado a nuestro lado.

162.

        Et viam Dei in veritate doces [301] ; enseñar, enseñar, enseñar: mostrar los caminos de Dios conforme a la pura verdad. No ha de asustarte que vean tus defectos personales, los tuyos y los míos; yo tengo el prurito de publicarlos, contando mi lucha personal, mi afán de rectificar en este o en aquel punto de mi pelea para ser leal al Señor. El esfuerzo para desterrar y vencer esas miserias será ya un modo de indicar los senderos divinos: primero, y a pesar de nuestros errores visibles, con el testimonio de la vida nuestra; luego, con la doctrina, como Nuestro Señor, que coepit facere et docere [302] , comenzó por las obras, y más tarde se dedicó a predicar.

     Después de confirmaros que este sacerdote os quiere mucho y que el Padre del Cielo os quiere más, porque es infinitamente bueno, infinitamente Padre; después de manifestaros que nada os puedo echar en cara, sí considero que he de ayudaros a amar a Jesucristo y a la Iglesia, su rebaño, porque en esto pienso que no me ganáis: me emuláis, pero no me ganáis. Cuando señalo algún error en mi predicación o en las charlas personales con cada uno, no es por hacer sufrir; me mueve exclusivamente el afán de que amemos más al Señor. Y, al insistiros en la necesidad de practicar las virtudes, no pierdo de vista que a mí esa necesidad me urge también.

163.

        En cierta ocasión, oí comentar a un desaprensivo que la experiencia de los tropiezos sirve para volver a caer, en el mismo error, cien veces. Yo os digo, en cambio, que una persona prudente aprovecha esos reveses para escarmentar, para aprender a obrar el bien, para renovarse en la decisión de ser más santo. De la experiencia de vuestros fracasos y triunfos en el servicio de Dios, sacad siempre, con el crecimiento del amor, una ilusión más firme de proseguir en el cumplimiento de vuestros deberes y derechos de ciudadanos cristianos, cueste lo que cueste: sin cobardías, sin rehuir ni el honor ni la responsabilidad, sin asustarnos ante las reacciones que se alcen a nuestro alrededor -quizá provenientes de falsos hermanos-, cuando noble y lealmente tratamos de buscar la gloria de Dios y el bien de los demás.

     Luego hemos de ser prudentes. ¿Para qué? Para ser justos, para vivir la caridad, para servir eficazmente a Dios y a todas las almas. Con gran razón a la prudencia se le ha llamado genitrix virtutum [303] , madre de las virtudes, y también auriga virtutum [304] , conductora de todos los hábitos buenos.

164.

A cada uno lo suyo

     Leed con atención la escena evangélica, para aprovechar esas estupendas lecciones de las virtudes que han de iluminar nuestro modo de proceder. Acabado el preámbulo hipócrita y adulador, los fariseos y herodianos plantean su problema: qué te parece esto: ¿es lícito o no pagar tributo al César? [305] . Notad ahora -escribe San Juan Crisóstomo- su astucia; porque no le dicen: explícanos qué es lo bueno, lo conveniente, lo lícito, sino dinos qué te parece. Estaban obsesionados en traicionarle y hacerle odioso al poder político [306] . Pero Jesús, conociendo su malicia, respondió: ¿por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Y ellos le mostraron un denario. Jesús les preguntó: ¿de quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: de César. Entonces les replicó: pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios [307] .

     Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay -no existe- una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste.

     También aquí se manifiesta esa unidad de vida que -no me cansaré de repetirlo- es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división: ninguno puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al segundo [308] . La elección exclusiva que de Dios hace un cristiano, cuando responde con plenitud a su llamada, le empuja a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde.

165.

        No cabe escudarse en razones aparentemente piadosas, para expoliar a los otros de aquello que les pertenece: si alguno dice: sí, yo amo a Dios, al paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso [309] . Pero también se engaña el que regatea al Señor el amor y la reverencia -la adoración- que le son debidos como Creador y Padre Nuestro; y el que se niega a obedecer a sus mandamientos, con la falsa excusa de que alguno resulta incompatible con el servicio a los hombres, pues claramente advierte San Juan que en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, si amamos a Dios y guardamos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste en que observemos sus mandatos; y sus mandatos no son pesados [310] .

     Quizá oiréis a muchos -¡en nombre de la funcionalidad, cuando no de la caridad!- que peroran y se inventan teorías, con el fin de recortar las muestras de respeto y de homenaje a Dios. Todo lo que sea para honrar al Señor les parece excesivo. No les hagáis caso: vosotros continuad vuestro camino. Esas elucubraciones se limitan a controversias que a nada conducen, como no sea a escandalizar a las almas y a impedir que se cumpla el precepto de Jesucristo, de entregar a cada uno lo suyo, de practicar con delicada entereza la virtud santa de la justicia.

166.

Deberes de justicia con Dios y con los hombres

     Grabémoslo bien en nuestra alma, para que se note en la conducta: primero, justicia con Dios. Esa es la piedra de toque de la verdadera hambre y sed de justicia [311] , que la distingue del griterío de los envidiosos, de los resentidos, de los egoístas y codiciosos... Porque negar a Nuestro Creador y Redentor el reconocimiento de los abundantes e inefables bienes que nos concede, encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias. Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios -porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido? [312] -, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura.

     Entonces se avivará en vosotros el espíritu bueno de piedad filial, que os hará tratar a Dios con ternura de corazón. Cuando los hipócritas planteen a vuestro alrededor la duda de si el Señor tiene derecho a pediros tanto, no os dejéis engañar. Al contrario, os pondréis en presencia de Dios sin condiciones, dóciles, como la arcilla en manos del alfarero [313] , y le confesaréis rendidamente: Deus meus et omnia! [314] , Tú eres mi Dios y mi todo. Y si alguna vez llega el golpe inesperado, la tribulación inmerecida de parte de los hombres, sabréis cantar con alegría nueva: hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén.

167.

        Las circunstancias de aquel Siervo de la parábola, deudor de diez mil talentos [315] , reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina. El sí se puede dar por satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su misericordia [316] .

     La parábola -lo recordáis bien- termina con una segunda parte, que es como el contrapunto de la precedente. Aquel siervo, al que acaban de condonar un caudal enorme, no se apiada de un compañero, que le adeudaba apenas cien denarios. Es ahí donde se pone de manifiesto la mezquindad de su corazón. Estrictamente hablando, nadie le negará el derecho a exigir lo que es suyo; sin embargo, algo se rebela en nosotros y nos sugiere que esa actitud intolerante se aparta de la verdadera justicia: no es justo que quien, tan sólo un momento antes, ha recibido un trato misericordioso de favor y de comprensión, no reaccione al menos con un poco de paciencia hacia su deudor. Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas.

168.

        La virtud cristiana es más ambiciosa: nos empuja a mostrarnos agradecidos, afables, generosos; a comportarnos como amigos leales y honrados, tanto en los tiempos buenos como en la adversidad; a ser cumplidores de las leyes y respetuosos con las autoridades legítimas; a rectificar con alegría, cuando advertimos que nos hemos equivocado al afrontar una cuestión. Sobre todo, si somos justos, nos atendremos a nuestros compromisos profesionales, familiares, sociales..., sin aspavientos ni pregones, trabajando con empeño y ejercitando nuestros derechos, que son también deberes.

     No creo en la justicia de los holgazanes, porque con su dolce far niente -como dicen en mi querida Italia- faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo. No hemos de olvidar que Dios creó al hombre ut operaretur [317] , para que trabajara, y los demás -nuestra familia y nación, la humanidad entera- dependen también de la eficacia de nuestra labor. Hijos, ¡qué pobre idea tienen de la justicia quienes la reducen a una simple distribución de bienes materiales!

169.

Justicia y amor a la libertad y a la verdad

     Desde mi infancia -como se expresa la Escritura [318] : en cuanto tuve oídos para oír-, ya empecé a escuchar el clamoreo de la cuestión social. No supone nada de particular, porque es un tema antiguo, de siempre. Surgiría quizá en el mismo instante en el que los hombres se organizaron de alguna manera, y se hicieron más visibles las diferencias de edad, de inteligencia, de capacidad de trabajo, de intereses, de personalidad.

     No sé si es irremediable que haya clases sociales; de todos modos, tampoco es mi oficio hablar de estas materias, y mucho menos aquí, en este oratorio, donde nos hemos reunido para hablar de Dios -no quisiera en mi vida tratar nunca de otro tema-, y para charlar con Dios.

     Pensad lo que prefiráis en todo lo que la Providencia ha dejado a la libre y legítima discusión de los hombres. Pero mi condición de sacerdote de Cristo me impone la necesidad de remontarme más alto, y de recordaros que, en todo caso, no podemos jamás dejar de ejercitar la justicia, con heroísmo si es preciso.

170.

        Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad [319] ; si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra? Debemos difundir también la verdad, porque veritas liberabit vos [320] , la verdad nos libera, mientras que la ignorancia esclaviza. Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia -si es recta- descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas.

     Precisamente por eso, urge repetir -no me meto en política, afirmo la doctrina de la Iglesia- que el marxismo es incompatible con la fe de Cristo. ¿Existe algo más opuesto a la fe, que un sistema que todo lo basa en eliminar del alma la presencia amorosa de Dios? Gritadlo muy fuerte, de modo que se oiga claramente vuestra voz: para practicar la justicia, no precisamos del marxismo para nada. Al contrario, ese error gravísimo, por sus soluciones exclusivamente materialistas que ignoran al Dios de la paz, levanta obstáculos para alcanzar la felicidad y el entendimiento de los hombres. Dentro del cristianismo hallamos la buena luz que da siempre respuesta a todos los problemas: basta con que os empeñéis sinceramente en ser católicos, non verbo neque lingua, sed opere et veritate [321] , no con palabras ni con la lengua, sino con obras y de veras: decidlo, siempre que se os presente la ocasión -buscadla, si es preciso-, sin reticencias, sin miedo.

171.

Justicia y caridad

     Leed la Escritura Santa. Meditad una a una las escenas de la vida del Señor, sus enseñanzas. Considerad especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a otro confín de la tierra. ¿Cuál es la pauta principal que les marca? ¿No es el mandato nuevo de la caridad? Fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido.

     Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor [322] . Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos.

     Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer. Y se muestran tan satisfechos de sí mismos, como el fariseo que pensaba haber colmado la medida de la ley porque ayunaba dos días por semana y pagaba el diezmo de todo cuanto poseía [323] .

172.

        La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo [324] . Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús.

     Para mí, no existe ejemplo más claro de esa unión práctica de la justicia con la caridad, que el comportamiento de las madres. Aman con idéntico cariño a todos sus hijos, y precisamente ese amor les impulsa a tratarlos de modo distinto -con una justicia desigual-, ya que cada uno es diverso de los otros. Pues, también con nuestros semejantes, la caridad perfecciona y completa la justicia, porque nos mueve a conducirnos de manera desigual con los desiguales, adaptándonos a sus circunstancias concretas, con el fin de comunicar alegría al que está triste, ciencia al que carece de formación, afecto al que se siente solo... La justicia establece que se dé a cada uno lo suyo, que no es igual que dar a todos lo mismo. El igualitarismo utópico es fuente de las más grandes injusticias.

     Para actuar siempre así, como esas madres buenas, necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir [325] . Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio.

173.

        Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras El me conceda vida, continuaré ocupándome -como sacerdote de Cristo- de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!

     Acudamos a Santa María, la Virgen prudente y fiel, y a San José, su esposo, modelo acabado de hombre justo [326] . Ellos, que vivieron en la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, las virtudes que hemos contemplado, nos alcanzarán la gracia de que arraiguen firmemente en nuestra alma, para que nos decidamos a conducirnos en todo momento como discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de caridad.


[289] Ioh XVII, 23.
[290] 3 Ioh, 8.
[291] Mt XXII, 15.
[292] Mt XXII, 16.
[293] Ibidem.
[294] Lc X, 33-34.
[295] Lc X, 37.
[296] Mt XXII, 16.
[297] Ibidem.
[298] Cfr. Mt XXII, 16.
[299] Mc XII, 13.
[300] Mt XXII, 16.
[301] Ibidem.
[302] Act I, 1.
[303] S. Tomás de Aquino, In III Sententiarum, dist. 33, q. 2, a. 5.
[304] S. Bernardo, Sermones in Cantica Canticorum, 49, 5 (PL 183, 1018).
[305] Mt XXII, 17.
[306] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 70, 1 (PG 58, 656).
[307] Mt XXII, 18-21.
[308] Mt VI, 24.
[309] 1 Ioh IV, 20.
[310] 1 Ioh V, 2-3.
[311] Mt V, 6.
[312] 1 Cor IV, 7.
[313] Ier XVIII, 6.
[314] Cfr. Mt XVIII, 24.
[315] Cfr. Mt XVIII, 24.
[316] Ps CV, 1.
[317] Gen II, 15.
[318] Cfr. Mt XI, 15.
[319] Gal IV, 31.
[320] Ioh VIII, 32.
[321] 1 Ioh III, 18.
[322] 1 Ioh IV, 16.
[323] Cfr. Lc XVIII, 12.
[324] Gal VI, 2.
[325] Mt XX, 28.
[326] Cfr. Mt I, 19.


 

11. PORQUE VERÁN A DIOS

Homilía pronunciada el 12-III-1954.

174.

        Que Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos, lo conocéis perfectamente porque lo habéis oído y meditado con frecuencia. Lo habéis enseñado además a tantas almas, en ese apostolado -trato humano con sentido divino- que forma ya parte de vuestro yo; y lo habéis recordado, cuando era conveniente, sirviéndoos de ese medio maravilloso de la corrección fraterna, para que el que os escuchaba comparase su comportamiento con el de nuestro Hermano primogénito, el Hijo de María, Madre de Dios y Madre nuestra.

     Jesús es el modelo. Lo ha dicho El: discite a me [327] , aprended de Mí. Y hoy deseo hablaros de una virtud que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica: la virtud de la santa pureza.

     Ciertamente, la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta el medio sine qua non, una condición imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios [328] .

     Nosotros queremos mirar con ojos limpios, animados por la predicación del Maestro: bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios [329] . La Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad. Guardan un corazón sano, escribe San Juan Crisóstomo, los que poseen una conciencia completamente limpia o los que aman la castidad. Ninguna virtud es tan necesaria como ésta para ver a Dios [330] .

175.

El ejemplo de Cristo

     Jesucristo, Señor Nuestro, a lo largo de su vida terrena, ha sido cubierto de improperios, le han maltratado de todas las maneras posibles. ¿Os acordáis? Propalan que se comporta como un revoltoso y afirman que está endemoniado [331] . En otra ocasión interpretan mal las manifestaciones de su Amor infinito, y le tachan de amigo de pecadores [332] .

     Más tarde, a El, que es la penitencia y la templanza, le echan en cara que frecuenta la mesa de los ricos [333] . También le llaman despectivamente fabri filius [334] , hijo del trabajador, del carpintero, como si fuera una injuria. Permite que le apostrofen como bebedor y comilón... Deja que le acusen de todo, menos de que no es casto. Les ha tapado la boca en eso, porque quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras: un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar todo el mundo para purificarlo.

     A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor. El puso de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos en lo que relata San Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem [335] , cansado del camino, se sentó sobre el brocal del pozo.

     Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus Deus, perfectus homo [336] , está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino, para buscar algo de comer. Y tiene sed.

     Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed.

     Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad, mientras volvían los Apóstoles de la ciudad, y mirabantur quia cum muliere loquebatur [337] , se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!

176.

        Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación... Que sepa cada uno de vosotros usar de su cuerpo santa y honestamente, no abandonándose a las pasiones, como hacen los paganos, que no conocen a Dios [338] . Pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias. Rogadle con confianza: ¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas.

     Nuestro cuerpo es santo, templo de Dios, precisa San Pablo. Esta exclamación del Apóstol trae a mi memoria la llamada universal a la santidad, que el Maestro dirige a los hombres: estote vos perfecti sicut et Pater vester caelestis perfectus est [339] . A todos, sin discriminaciones de ningún género, pide el Señor correspondencia a la gracia; a cada uno, de acuerdo con su situación personal, exige la práctica de las virtudes propias de los hijos de Dios.

     Por eso, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado.

     Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor.

     Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas -también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes- pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor.

177.

Llevar a Dios en nuestros cuerpos

     Siempre me ha causado mucha pena la norma de algunos -¡de tantos!- que escogen, como pauta constante de sus enseñanzas, la impureza; con la que logran -lo he comprobado en bastantes almas- lo contrario de lo que pretenden, porque es materia más pegajosa que la pez, y deforma las conciencias con complejos o con miedos, como si la limpieza de alma fuese un obstáculo poco menos que insuperable. Nosotros, no; nosotros hemos de tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras.

     Discurrir sobre este tema significa dialogar sobre el Amor. Acabo de señalaros que me ayuda, para esto, acudir a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor, a esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! El no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma. Responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad.

     Hemos de gritar al mundo entero, con la boca y con el testimonio de nuestra conducta: no emponzoñemos el corazón, como si fuéramos pobres bestias, dominados por los instintos más bajos. Un escritor cristiano así lo explica: mirad que no es pequeño el corazón del hombre, pues abraza tantas cosas. Medid esa grandeza no en sus dimensiones físicas, sino en el poder de su pensamiento, capaz de alcanzar el conocimiento de tantas verdades. En el corazón es posible preparar el camino del Señor, trazar una senda derecha, para que pasen por allí el Verbo y la Sabiduría de Dios. Con una conducta honesta, con obras irreprochables, preparad el camino del Señor, aplanad el sendero, para que el Verbo de Dios camine en vosotros sin tropiezo y os dé el conocimiento de sus misterios y de su venida [340] , 21 (PG 13, 1856)..

     Nos revela la Escritura Santa que esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, clama el Apóstol. ¿He de abusar de los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? (...) ¿Por ventura no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que ya no os pertenecéis, puesto que fuisteis comprados a gran precio? Glorificad a Dios y llevadle en vuestro cuerpo [341] .

178.

        Algunos, por ahí, oyen hablar de castidad y se sonríen. Es una risa -una mueca- sin alegría, muerta, de cabezas retorcidas: ¡la gran mayoría -repiten- no cree en eso! Yo, a los muchachos que me acompañaban por los barrios y los hospitales de la periferia de Madrid -han pasado ya tantos, tantos años-, les solía decir: considerad que hay un reino mineral; otro, el reino vegetal -más perfecto- en el que, a la existencia, se ha añadido la vida; y después viene un reino animal, formado por seres con sensibilidad y movimiento, casi siempre.

     Les explicaba, de un modo quizá poco académico, pero gráfico, que deberíamos instituir otro reino, el hominal, el reino de los humanos: porque la criatura racional posee una inteligencia admirable, chispazo de la Sabiduría divina, que le permite razonar por su cuenta; y esa estupenda libertad, por la que puede aceptar o rechazar una cosa u otra, a su arbitrio.

     Pues en este reino de los hombres -les comentaba con la experiencia que provenía de mi abundante labor como sacerdote-, para una persona normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar. Primero están las aspiraciones de la vida espiritual, la que cada uno tenga; inmediatamente, muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión. Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual.

     Por eso, cuando he conocido gente que convertía este punto en el argumento central de su conversación, de sus intereses, he pensado que son anormales, pobres desgraciados, quizá enfermos. Y añadía -con esto había un momento de risa y de broma, entre los chicos a quienes me dirigía- que esos desventurados me producían tanta lástima como me la producía un niño deforme con la cabeza gorda, gorda, de un metro de perímetro. Son individuos infelices, y de nuestra parte -además de las oraciones por ellos- brota una fraterna compasión, porque deseamos que se curen de su triste enfermedad; pero, desde luego, no son jamás ni más hombres ni más mujeres que los que no andan obsesionados por el sexo.

179.

La castidad es posible

     Todos arrastramos pasiones; todos nos encontramos con las mismas dificultades, a cualquier edad. Por eso, hemos de luchar. Acordaos de lo que escribía San Pablo: datus est mihi stimulus carnis meae, angelus Satanae, qui me colaphizet [342] , se rebela el estímulo de la carne, que es como un ángel de Satanás, que le abofetea, porque si no, sería soberbio.

     No se puede llevar una vida limpia sin la asistencia divina. Dios quiere que seamos humildes y pidamos su socorro. Debes suplicar confiadamente a la Virgen, ahora mismo, en la soledad acompañada de tu corazón, sin ruido de palabras: Madre mía, este pobre corazón mío se subleva tontamente... Si tú no me proteges... Y te amparará para que lo guardes puro y recorras el camino al que Dios te ha llamado.

     Hijos: humildad, humildad; aprendamos a ser humildes. Para custodiar el Amor se precisa la prudencia, vigilar con cuidado y no dejarse dominar por el miedo. Entre los autores clásicos de espiritualidad, muchos comparan al demonio con un perro rabioso, sujeto por una cadena: si no nos acercamos, no nos morderá, aunque ladre continuamente. Si fomentáis en vuestras almas la humildad, es seguro que evitaréis las ocasiones, reaccionaréis con la valentía de huir; y acudiréis diariamente al auxilio del Cielo, para avanzar con garbo por este sendero de enamorados.

180.

        Mirad que el que está podrido por la concupiscencia de la cane, espiritualmente no logra andar, es incapaz de una obra buena, es un lisiado que permanece tirado como un trapo. ¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza. Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están paralíticos y como locos. Cada uno de nosotros debe invocar al Señor, a la Madre de Dios, y rogar que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la confesión. No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos.

     Que la castidad es posible y que constituye una fuente de alegría, lo sabéis igual que yo; también os consta que exige de cuando en cuando un poquito de lucha. Escuchemos de nuevo a San Pablo: me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero al mismo tiempo echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Oh qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? [343] . Grita tú más, si te hace falta, pero no exageremos: sufficit tibi gratia mea [344] , te basta mi gracia, nos contesta Nuestro Señor.

181.

        En algunos momentos me he fijado cómo relucían los ojos de un deportista, ante los obstáculos que debía superar. ¡Qué victoria! ¡Observad cómo domina esas dificultades! Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia. Y no importa entonces que haya contienda, porque El no nos abandona.

     Es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática. ¿Te has convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse? No basta, insisto, ser continente, cada uno según su estado: hemos de vivir castamente, con virtud heroica. Esta postura comporta un acto positivo, con el que aceptamos de buena gana el requerimiento divino: praebe, fili mi, cor tuum mihi et oculi tui vias meas custodiant [345] , entrégame, hijo mío, tu corazón, y extiende tu mirada por mis campos de paz.

     Y te pregunto ahora: ¿cómo afrontas esta pelea? Bien conoces que la lucha, si la mantienes desde el principio, ya está vencida. Apártate inmediatamente del peligro, en cuanto percibas los primeros chispazos de la pasión, y aun previamente. Habla además enseguida con quien dirija tu alma; mejor antes, si es posible, porque, si abrís el corazón de par en par, no seréis derrotados. Un acto y otro forman un hábito, un inclinación, una facilidad. Por eso hay que batallar para alacanzar el hábito de la virtud, el hábito de la mortificación para no rechazar al Amor de los Amores.

     Meditad el consejo de San Pablo a Timoteo: te ipsum castum custodi [346] , para que también estemos siempre vigilantes, decididos a custodiar ese tesoro que Dios nos ha entregado. A lo largo de mi vida, a cuántas personas he oído exclamar: ¡ay, si hubiera roto al principio! Y lo decían llenas de aflicción y de vergüenza.

182.

Todo el corazón entregado

     Necesito recordaros que no encontraréis la felicidad fuera de vuestras obligaciones cristianas. Si las abandonarais, os quedaría un remordimiento salvaje, y seríais unos desgraciados. Hasta las cosas más corrientes que traen un poquito de felicidad, y que son lícitas, se pueden volver entonces amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar.

     Cada uno de vosotros, y yo también, confíamos a Jesús: ¡Señor, que yo me propongo luchar y sé que Tú no pierdes batallas; y comprendo que, si alguna vez las pierdo, es porque me he alejado de Ti! ¡Llévame de tu mano, y no te fíes de mí, o me sueltes!

     Pensaréis: Padre, ¡si soy tan feliz! ¡Si amo a Jesucristo! ¡Si, aunque soy de barro, deseo llegar a la santidad con la ayuda de Dios y de su Santísima Madre! No lo dudo; únicamente te prevengo con estas exhortaciones por si acaso, por si se presenta una dificultad.

     Al mismo tiempo, he de repetirte que la existencia del cristiano -la tuya y la mía- es de Amor. Este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios -la limpieza de vida, por tanto- se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón.

     Es una pena no tener corazón. Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente.

183.

Amor humano y castidad

     Para mantener el trato con mi Señor, os lo he explicado frecuentemente, me han servido también -no me importa que se sepa- esas canciones populares, que se refieren casi siempre al amor: me gustan de veras. A mí y a algunos de vosotros, el Señor nos ha escogido totalmente para El; y trasladamos a lo divino ese amor noble de las coplas humanas. Lo hace el Espíritu Santo en el Cantar de los Cantares; y lo han hecho los grandes místicos de todos los tiempos.

     Repasad estos versos de la Santa de Avila: Si queréis que esté holgando, / quiero por amor holgar; / si me mandáis trabajar, / morir quiero trabajando. / Decid ¿dónde, cómo y cuándo? / Decid, dulce Amor, decid: / ¿Qué mandáis hacer de mí? [347] . O aquella canción de San Juan de la Cruz, que comienza de un modo encantador: Un pastorcito solo está penado, / ajeno de placer y de contento, / y en su pastora puesto el pensamiento / y el pecho del amor muy lastimado [348] .

     El amor humano, cuando es limpio, me produce un inmenso respeto, una veneración indecible. ¿Cómo no vamos a estimar esos cariños santos, nobles, de nuestros padres, a quienes debemos una gran parte de nuestra amistad con Dios? Yo bendigo ese amor con las dos manos, y cuando me han preguntado que por qué digo con las dos manos, mi respuesta inmediata ha sido: ¡porque no tengo cuatro!

     ¡Bendito sea el amor humano! Pero a mí el Señor me ha pedido más. Y, esto lo afirma la teología católica, entregarse por amor del Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres, es algo más sublime que el amor matrimonial, aunque el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum [349] .

     Pero, en cualquier caso, cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma -soltero, casado, viudo, sacerdote- ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz. No os preocupe si en algún momento sentís la tentación que os acecha. Una cosa es sentir, y otra consentir. La tentación se puede rechazar fácilmente, con la ayuda de Dios. Lo que no conviene de ningún modo es dialogar.

184.

Los medios para vencer

     Veamos con qué recursos contamos siempre los cristianos para vencer en esta lucha por guardar la castidad: no como ángeles, sino como mujeres y hombres sanos, fuertes, ¡normales! Venero con toda el alma a los ángeles, me une a ese ejército de Dios una gran devoción; pero compararnos con ellos no me gusta, porque los ángeles tienen una naturaleza distinta de la nuestra, y esa equiparación supondría un desorden.

     En muchos ambientes se ha generalizado un clima de sensualidad que, unido a la confusión doctrinal, lleva a tantos a justificar cualquier aberración o, al menos, a demostrar la tolerancia más indiferente por toda clase de costumbres licenciosas.

     Hemos de ser lo más limpios que podamos, con respeto al cuerpo, sin miedo, porque el sexo es algo santo y noble -participación en el poder creador de Dios-, hecho para el matrimonio. Y, así, limpios y sin miedo, con vuestra conducta daréis el testimonio de la posibilidad y de la hermosura de la santa pureza.

     En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una buena formación, distinguiendo bien entre la conciencia delicada -auténtica gracia de Dios- y la conciencia escrupulosa, que es algo muy diverso.

     Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo -la modestia y el pudor-, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía -la valentía de ser cobarde- para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia.

185.

        Si, por desgracia, se cae, hay que levantarse enseguida. Con la ayuda de Dios, que no faltará si se ponen los medios, se ha de llegar cuanto antes al arrepentimiento, a la sinceridad humilde, a la reparación, de modo que la derrota momentánea se transforme en una gran victoria de Jesucristo.

     Acostumbraos también a plantear la lucha en puntos que estén lejos de los muros capitales de la fortaleza. No se puede andar haciendo equilibrios en las fronteras del mal: hemos de evitar con reciedumbre el voluntario in causa, hemos de rechazar hasta el más pequeño desamor; y hemos de fomentar las ansias de un apostolado cristiano, continuo y fecundo, que necesita de la santa pureza como cimiento y también como uno de sus frutos más característicos. Además debemos llenar el tiempo siempre con un trabajo intenso y responsable, buscando la presencia de Dios, porque no hemos de olvidar jamás que hemos sido comprados a gran precio, y que somos templo del Espíritu Santo.

     ¿Y qué otros consejos os sugiero? Pues los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos -que no conviene mirar lo que no es lícito desear, advertía San Gregorio Magno [350] - y la penitencia.

     Me diréis que todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos. No puede abandonarnos. Sión decía: Yavé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaría [351] . ¿No os infunden estas palabras un gozo inmenso?

186.

        Suelo afirmar que tres son los puntos que nos llenan de contento en la tierra y nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: un fidelidad firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación que cada uno ha recibido y a la pureza. El que se quede agarrado a las zarzas del camino -la sensualidad, la soberbia...-, se quedará por su propia voluntad y, si no rectifica, será un desgraciado por haber dado la espalda al Amor de Cristo.

     Vuelvo a afirmar que todos tenemos miserias. Pero las miserias nuestras no nos deberán mover nunca a desentendernos del Amor de Dios, sino a acogernos a ese Amor, a meternos dentro de esa bondad divina, como los guerreros antiguos se metían dentro de su armadura: aquel ecce ego, quia vocasti me [352] -cuenta conmigo, porque me has llamado-, es nuestra defensa. No hemos de alejarnos de Dios, porque descubramos nuestras fragilidades; hemos de atacar las miserias, precisamente porque Dios confía en nosotros.

187.

        ¿Cómo lograremos superar esas mezquindades? Insisto, por su importancia capital: con humildad, y con sinceridad en la dirección espiritual y en el Sacramento de la Penitencia. Id a los que orientan vuestra almas con el corazón abierto; no lo cerréis, porque si se mete el demonio mudo, es difícil de sacar.

     Perdonad mi machaconería, pero juzgo imprescindible que se grabe a fuego en vuestras inteligencias, que la humildad y -su consecuencia inmediata- la sinceridad enlazan los otros medios, y se muestran como algo que fundamenta la eficacia para la victoria. Si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder; en cambio, si se le arroja fuera inmediatamente, todo sale bien, somos felices, la vida marcha rectamente: seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación.

     Quiero que esto quede claro; a mí no me preocupan tanto el corazón y la carne, como la soberbia. Humildes. Cuando penséis que tenéis toda la razón, no tenéis razón ninguna. Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porqué -repito- se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar.

     Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; sólo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno. En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo.

188.

     Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor.

     Para apartarse de la sinceridad total no es preciso siempre una motivación turbia; a veces, basta un error de conciencia. Algunas personas se han formado -deformado- de tal manera la conciencia que su mutismo, su falta de sencillez, les parece una cosa recta: piensan que es bueno callar. Sucede incluso con almas que han recibido una excelente preparación, que conocen las cosas de Dios; quizá por eso encuentran motivos para convencerse de que conviene callar. Pero están engañados. La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas.

     Terminamos este rato de conversación, en la que tú y yo hemos hecho nuestra oración a Nuestro Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad.

     Se lo pedimos por intercesión de Santa María, que es la pureza inmaculada. Acudimos a Ella -tota pulchra!-, con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a los que se sentían intranquilos en su lucha diaria para ser humildes, limpios, sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. No desconfíes. Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma [353] .


[327] Mt XI, 29.
[328] 1 Cor II, 14.
[329] Mt V, 8.
[330] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 4 (PG 57, 227).
[331] Cfr. Mt XI, 18.
[332] Cfr. Mt IX, 11.
[333] Cfr. Lc XIX, 7.
[334] Mt XIII, 55.
[335] Ioh IV, 6.
[336] Símbolo Quicumque.
[337] Ioh IV, 27.
[338] 1 Thes IV, 3-5.
[339] Mt V, 48.
[340] Orígenes, In Lucam homiliae
[341] 1 Cor VI, 15, 19-20.
[342] 2 Cor XII, 7.
[343] Rom VII, 22-24.
[344] 2 Cor XII, 9.
[345] Prv XXIII, 26.
[346] 1 Tim V, 22.
[347] S. Teresa de Jesús, Vuestra soy, para Vos nací. Poesías, 5, 9.
[348] S. Juan de la Cruz, Otras canciones a lo divino de Cristo y el alma. Poesías, 10.
[349] Eph V, 32.
[350] S. Gregorio Magno, Moralia, 21, 2, 4 (PL 76, 190).
[351] Is XLIX, 14-15.
[352] 1 Reg III, 6, 8.
[353] Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 53.




12. VIDA DE FE

Homilía pronunciada el 12-X-1947.


189.

        Se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe? Dios no puede faltar a su promesa: pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra [354] . Nuestro Dios es la Verdad, el fundamento de todo lo que existe: nada se cumple sin su querer omnipotente.

     Como era en un principio y ahora y siempre, y por los siglos de los siglos [355] . El Señor no cambia; no necesita moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la belleza y toda la grandeza. Hoy como antes. Pasarán los cielos como humo, se envejecerá como un vestido la tierra (...) Pero mi salvación durará por la eternidad y mi justicia durará por siempre [356] .

     Dios ha establecido en Jesucristo una nueva y eterna alianza con los hombres. Ha puesto su omnipotencia al servicio de nuestra salvación. Cundo las criaturas desconfían, cuando tiemblan por falta de fe, oímos de nuevo a Isaías que anuncia en nombre del Señor: ¿acaso se ha acortado mi brazo para salvar o no me queda ya fuerza para librar? Con sólo mi amenaza, seco el mar y torno en desierto los ríos, hasta perecer sus peces por falta de agua y morir de sed sus vivientes. Yo revisto los cielos de un velo de sombra y los cubro como de saco [357] .

190.

        La fe es virtud sobrenatural que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder que sí a Cristo, que nos ha dado a conocer plenamente el designio salvador de la Trinidad Beatísima. Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas, nos ha hablado últimamente en estos días, por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien crió también los siglos. El cual, siendo como el resplandor de su gloria, vivo retrato de su substancia, y sustentándolo todo con su poderosa palabra, después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en lo más alto de los cielos [358] .

191.

Junto a la piscina de Siloé

     Yo querría que fuese Jesús quien nos hablara de fe, quien nos diera lecciones de fe. Por eso abriremos el Nuevo Testamento, y viviremos con El algunos pasajes de su vida. Porque no desdeñó enseñar a sus discípulos, poco a poco, para que se entregaran con confianza en el cumplimiento de la Voluntad del Padre. Les adoctrina con palabras y con obras.

     Mirad el capítulo noveno de San Juan. Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego, los suyos, o los de sus padres? [359] . Estos hombres, a pesar de estar tan cerca de Cristo, piensan mal de aquel pobre ciego. Para que no os extrañe si, en el rodar de la vida, cuando servís a la Iglesia, encontráis discípulos del Señor que se comportan de modo semejante con vosotros o con otros. No os importe y, como el ciego, no hagáis caso: abandonaos de verdad en las manos de Cristo; El no ataca, perdona; no condena, absuelve; no observa con despego la enfermedad, sino que aplica el remedio con diligencia divina.

192.

     Nuestro Señor escupió en la tierra, formó lodo con la saliva, lo aplicó sobre los ojos del ciego, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé, que significa el Enviado. Fue, pues, el ciego y se lavó allí, y volvió con vista [360] .

        ¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad.

     Pareció útil -escribió San Agustín comentando este pasaje- que el Evangelista explicara el significado del nombre de la piscina, anotando que quiere decir Enviado. Ahora entendéis quién es este Enviado. Si el Señor no hubiese sido enviado a nosotros, ninguno de nosotros habría sido librado del pecado [361] . Hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos.

193.

        Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros además ante la triste realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán siempre las debilidades personales.

     Es éste el camino del cristiano. Resulta necesario invocar sin descanso, con una fe recia y humilde: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque El no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur [362] ; con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias -mejor, con nuestras miserias-, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza.

194.

La fe de Bartimeo

     Esta vez es San Marcos quien nos cuenta la curación de otro ciego. Al salir de Jericó con sus discípulos, seguido de muchísima gente, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino para pedir limosna [363] . Oyendo aquel gran rumor de la gente, el ciego preguntó: ¿qué pasa? Le contestaron: Jesús de Nazaret. Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí [364] .

     ¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!

     Os aconsejo que meditéis despacio los momentos que preceden al prodigio, con el fin de que conservéis bien grabada en vuestra mente una idea muy clara: ¡qué distintos son, del Corazón misericordioso de Jesús, nuestros pobres corazones! Os servirá siempre, y de modo especial a la hora de la prueba, de la tentación, y también a la hora de la respuesta generosa en los pequeños quehaceres y en las ocasiones heroicas.

     Había allí muchos que reñían a Bartimeo con el intento de que callara [365] . Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!

     Pero el pobre Bartimeo no les escuchaba, y aun continuaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí. El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó. Imitémosle. Aunque Dios no nos conceda enseguida lo que le pedimos, aunque muchos intenten alejarnos de la oración, no cesemos de implorarle [366] .

195.

        Parándose entonces Jesús, le mandó llamar. Y algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama [367] . ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate -nos indica-, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural.

     Aquel hombre, arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él [368] . ¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más aprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.

     No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así.

196.

Fe con obras

     E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro que vea [369] . ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí -¡algo que yo no sabía qué era!-, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam -Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla.

197.

        Rezad conmigo al Señor: doce me facere voluntatem tuam, quia Deus meus es tu [370] , enséñame a cumplir tu Voluntad, porque Tú eres mi Dios. En una palabra, que brote de nuestros labios el afán sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el convencimiento de que El no puede fallar.

     Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está sólo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia.

     Pero volvamos a la escena que se desarrolla a la salida de Jericó. Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino [371] . Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que El nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba.

198.

Fe y humildad

     Ahora es San Mateo quien nos cuenta una situación conmovedora. He aquí que una mujer, que hacia doce años que padecía un flujo de sangre, vino por detrás y rozó el borde de su vestidura [372] . ¡Qué humildad la suya! Porque pensaba ella entre sí: con que pueda solamente tocar su vestido me veré curada [373] . Nunca faltan enfermos que imploran, como Bartimeo, con una fe grande, que no tienen reparos en confesar a gritos. Pero mirad cómo, en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales. Grande es también la fe de esta mujer, y ella no grita: se acerca sin que nadie la note. Le basta tocar un poco de la ropa de Jesús, porque está segura de que será curada. Cuando apenas lo ha hecho, Nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado [374] .

     Tocó delicadamente el ruedo del manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido sanada... Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo [375] . ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos, para estar tan cerca de El? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a El. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con El, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No son imaginaciones.

199.

        Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? [376] . ¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?

     Este adverbio -siempre- ha hecho grande a Teresa de Jesús. Cuando ella -niña- salía por la puerta del Adaja, atravesando las murallas de su ciudad acompañada de su hermano Rodrigo, para ir a tierra de moros a que les descabezaran por Cristo, susurraba al hermano que se cansaba: para siempre, para siempre, para siempre [377] .

     Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre.

200.

Vida ordinaria y contemplación

     Volvemos al Santo Evangelio, y nos detenemos en lo que nos refiere San Mateo, en el capítulo veintiuno. Nos relata que Jesús, volviendo a la ciudad, tuvo hambre, y descubriendo una higuera junto al camino se acercó allí [378] . ¡Qué alegría, Señor, verte con hambre, verte también junto al Pozo de Sicar, sediento! [379] . Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo [380] : verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo [381] , para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama.

     Tuvo hambre. Cuando nos cansemos -en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica-, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha -una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado- para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos [382] .

201.

        Se acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! [383] , tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta El, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo.

     Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas [384] . Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que tristemente falta fe, vibración de humildad, que no aparecen sacrificios ni obras? ¿Que sólo está la fachada cristiana, pero que carecemos de provecho? Es terrible. Porque Jesús ordena: nunca jamás nazca de ti fruto. Y la higuera se secó inmediatamente [385] . Nos da pena este pasaje de la Escritura Santa, a la vez que nos anima también a encender la fe, a vivir conforme a la fe, para que Cristo reciba siempre ganancia de nosotros.

     No nos engañemos: Nuestro Señor no depende jamás de nuestras construcciones humanas; los proyectos más ambiciosos son, para El, juego de niños. El quiere almas, quiere amor; quiere que todos acudan, por la eternidad, a gozar de su Reino. Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos sólo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura.

202.

        Después, al mirar la higuera seca, los discípulos se maravillaron y comentaban: ¿cómo se ha secado en un instante? [386] . Aquellos primeros doce que han presenciado tantos milagros de Cristo, se pasman una vez más; su fe todavía no quemaba. Por eso el Señor asegura: en verdad os digo, que si tenéis fe y no andáis vacilando, no solamente haréis esto de la higuera, sino que aun cuando digáis a ese monte: arráncate y arrójate al mar, así lo hará [387] . Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis [388] .

     El hombre de fe sabe juzgar bien de las cuestiones terrenas, sabe que esto de aquí abajo es, en frase de la Madre Teresa, una mala noche en una mala posada [389] . Renueva su convencimiento de que nuestra existencia en la tierra es tiempo de trabajo y de pelea, tiempo de purificación para saldar la deuda debida a la justicia divina, por nuestros pecados. Sabe también que los bienes temporales son medios, y los usa generosamente, heroicamente.

203.

        La fe no es para predicarla sólo, sino especialmente para practicarla. Quizá con frecuencia nos falten las fuerzas. Entonces -y acudimos de nuevo al Santo Evangelio-, comportaos como aquel padre del muchacho lunático. Se interesaba por la salvación de su hijo, esperaba que Cristo lo curaría, pero no acaba de creer en tanta felicidad. Y Jesús, que pide siempre fe, conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree [390] . Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor!, yo creo: ayuda tú mi incredulidad [391] .

     Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que Tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!

     Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor [392] .


[354] Ps II, 8.
[355] Doxología Gloria Patri...
[356] Is LI, 6.
[357] Is L, 2-3.
[358] Hebr I, 1-3.
[359] Ioh IX, 1-2.
[360] Ioh IX, 6-7.
[361] S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 44, 2 (PL 35, 1714).
[362] 2 Cor XII, 9.
[363] Mc X, 46.
[364] Mc X, 47.
[365] Mc X, 48.
[366] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 66, 1 (PG 58, 626).
[367] Mc X, 49.
[368] Mc X, 50.
[369] Mc X, 51.
[370] Ps CXLII, 10.
[371] Mc X, 52.
[372] Mt IX, 20.
[373] Mt IX, 21.
[374] Mt IX, 22.
[375] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 6, 56, 58 (PL 15, 1682-1683).
[376] Mt XVI, 26.
[377] Cfr. Libro de la vida, 1, 6.
[378] Mt XXI, 18-19.
[379] Cfr. Ioh IV, 7.
[380] Símbolo Quicumque.
[381] Phil II, 7.
[382] Cfr. Ioh IV, 34.
[383] Ioh XIX, 28.
[384] Mt XXI, 19.
[385] Mt XXI, 19.
[386] Mt XXI, 20.
[387] Mt XXI, 21.
[388] Mt XXI, 22.
[389] Cfr. S. Teresa de Jesús, Camino de perfección, 40, 9 (70, 4).
[390] Mc IX, 22.
[391] Mc IX, 23.
[392] Lc I, 45.