La vocación en el Antiguo y Nuevo Testamento

 

José Morales
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La criatura humana es un ser moral y libre con un destino eterno. Su fin último es la felicidad de gozar de Dios en el cielo para siempre. Durante la vida terrena debe elegir continuamente entre el bien y el mal, hasta llegar al Termino de su camino. Es decir, ha de optar voluntariamente y muchas veces a lo largo de su existencia. Cada opción es respuesta positiva o negativa a una llamada divina. La persona es por lo tanto un ser buscado por Dios y atraído por una vocación de lo alto. Este es el factor más determinante de la existencia y el destino del hombre.

La Biblia narra una historia -historia de salvación- cuyo argumento principal es el diálogo nunca interrumpido entre Dios e Israel, el pueblo de la promesa. "Tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios. Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra" (Dt 7, 6).

La llamada de Israel se asocia estrechamente a un conjunto de llamamientos personales que se remontan hasta la creación del primer ser humano. En la Biblia no es principalmente el hombre el que busca a Dios, sino Dios el que busca y alcanza al hombre. Dios crea las cosas por la fuerza omnipotente de su Palabra, pero al hombre lo llama. Adán no es un ser que primero existe en sí y que en un momento posterior comienza a relacionarse con Dios. El inicio mismo de su existencia se produce ya como relación al Creador. El hecho de que Dios haya creado y llamado a Adán mediante la Palabra supone que el Creador espera de él una respuesta. Enseña el Concilio Vaticano II: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios" (Gaudium et Spes, 19).

Dios dirige en Adán una primera llamada a todos y cada uno de los hombres, hijos del primer Hombre, que componen la humanidad a lo largo de los siglos. De este modo el género humano no resulta una simple cadena de eslabones vivos intercambiables, sino un conjunto, contado y medido, de personas distintas e irrepetibles.

La llamada amorosa y llena de misterio que Dios hace al hombre es una llamada a la salvación. "Los que han sido llamados reciben la herencia eterna prometida (Heb 9, 15). La vocación dice en efecto relación directa al destino del hombre, que es llegar a la patria definitiva después de haber participado y a en la tierra de un adelanto de bienes divinos. La vocación implica también una invitación a la santidad, porque solamente los santos pueden ver a Dios cara a cara. Solo los santos pueden ver al Santo.

Pero los relatos bíblicos de vocación no recogen únicamente un llamamiento personal y concreto a la salvación y a la santidad sino que asignan asimismo una misión. Llamada y misión en la Biblia no se entienden nunca por separado y lo que leemos en la Escritura sagrada es pauta para toda vida humana. Escribe el Fundador del Opus Dei: "La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía" (Amigos de Dios, n. 45).

La vocación divina del hombre y su auténtica naturaleza se aprecian de manera excelente en las vidas de patriarcas, profetas y apóstoles tal como nos lo relatan el Antiguo y Nuevo Testamentos. El hecho de que sea Dios mismo el que llama confiere a la vocación de los elegidos un sentido absoluto y nos la presenta como un misterio que hunde sus raíces en designios eternos y providentes. Abraham, Moisés, David, Isaías y el resto de los profetas experimentan todos ellos el llamamiento directo de su Dios, que llamará más tarde, en y por Jesucristo, a apóstoles y discípulos. Cristo es en efecto el nuevo Adán, que "en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium el Spes, 22).

El carácter personal de esta llamada se expresa admirablemente en los relatos de vocaciones proféticas, que han servido de modelo para narrar más tarde el llamamiento de Jesús a sus discípulos. Los relatos veterotestamentarios de vocaciones encierran la particularidad de estar redactados en primera persona. Numerosas afirmaciones de los Salmos acerca de las relaciones entre Dios y los que esperan en Él se dicen también en primera persona. Pero al salmista habla en nombre de muchos. Sus palabras recogen sentimientos de alabanza, penitencia y amor que puede y debe manifestar cualquier individuo religioso. El yo de estos lugares bíblicos es entonces un yo colectivo porque quien habla incluye a muchas otras personas que se hallan en idénticas circunstancias espirituales. El yo de los escritos proféticos es, por el contrario, un yo exclusivo (Cfr. Amos 7, 15; Isai 6, 1. 8-9; Jer 1, 4-5. 7. 9; Ez 1, 1. 28; 1 Sam 3, 1 s.).

Es interesante observar que, a diferencia de otros líderes de su tiempo con mensajes de renovación o de carácter escatológico, Jesús nunca llamó al pueblo como conjunto para seguirle. Jesús llama a personas concretas, una a una. Es un llamamiento del todo gratuito, que no supone necesariamente cualidades o méritos previos en los hombres y mujeres llamados. Se repite así en cada individuo lo que era verdad para el pueblo de Israel: "No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha vinculado Yahveh a vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramente hecho a vuestros padres" (Dt 7, 7-8).

Se observa efectivamente en el Antiguo Testamento que, dentro de una familia o grupo, Dios acostumbra a elegir casi siempre no tanto al heredero natural o más legitimo, según previsiones y costumbres humanas, sino a un heredero de gracia, que lo es por pura decisión divina. Es así como elige a Isaac y no a Eliezer o a Ismael; a Jacob en vez de Esaú; a José e lugar de Rubén; y a David, que es antepuesto primero a todos sus hermanos mayores y luego a la dinastía reinante de Saúl. El Evangelio insiste en la gratuidad imponderable de la llamada divina cuando dice que Jesús "subió al monte y llamó a los que él quiso" (Mc 3, 13).

La vocación suele resultar totalmente inesperada. Lo más destacado de los relatos bíblicos que nos ocupan es la sorprendente iniciativa de Dios. Ninguno de estos hombres o mujeres invitados a enterar en los planes divinos podía haber imaginado semejante llamamiento. Dios ha desbordado cualquier previsión y pulverizado cualquier conjetura. Si profetas, apóstoles y discípulos habían pensado, antes de ser llamados, en tener experiencias de los divino a lo largo de sus vidas, se encontraron con una experiencia de Dios que nunca había entrado en sus cálculos. La llamada simplemente les ha sobrevenido sin ser buscada y algunas veces a pesar de ser inicialmente resistida.

Se trata de un llamamiento inapelable, porque el Señor no admite excusas ni dilaciones, que podrían a veces parecer razonables bajo una perspectiva humana, y también porque Dios concede sus dones "sin arrepentimiento" (Rom 11, 29). Esto no significa que Dios imponga coactivamente al hombre su vocación. Significa que el hombre llamado debe abandonarse en Dios y aceptar y seguir libremente el llamamiento divino.

Ni la llamada irresistible de Yahveh violenta la voluntad libre de los profetas n i la llamada de Cristo elimina la voluntad de sus seguidores. Porque el poder de Dios actúa desde dentro de ellos y, cuando lo ha decidido así, hace que quieran aceptar libremente su misión. Si el llamamiento se puede calificar de ineludible es porque la conciencia del hombre llamado lo percibe como un deber personal que no puede ignorar ni rehuir.

Habla Isaías: "Dije: heme aquí: envíame" (6, 8). El Salmista, que representa la experiencia de muchos hombres y mujeres elegidos, exclama: "He aquí que vengo, oh Dios, a cumplir tu voluntad" (39, 7). Pablo explica al rey Agripa: "yo no podía ser desobediente a la visión celestial" (Hech 26, 9). "Justamente la victoria de la gracia -escribe Newman- radica en que Dios penetra en el corazón del hombre, lo persuade y prevalece sobre él al mismo tiempo que lo cambia. No violenta en absoluto la naturaleza del espíritu y de la mente que originariamente dio al ser humano. Le trata como a hombre. Le respeta la libertad de obrar de un modo o de otro. Apela a sus potencias y facultades, a su razón, su prudencia, su sentido moral y su conciencia. Despierta tanto sus temores como su amor" (Discursos sobre la Fe, 1981, 96).

El discípulo discierne de alguna manera, que sigue la llamada y elige a Dios porque ha sido previamente elegido por Él. "No me habéis elegido vosotros a mí -dice el Señor-, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y sea un fruto que permanezca" (Juan 15, 16). El llamamiento externo de Jesús va acompañado de una llamada interior dirigida al corazón. Dios llama y mueve simultáneamente a responder. Escribe Sto. Tomás de Aquino: "La voz de Cristo poseía una fuerza por la que no solamente movía el corazón exteriormente sino también por dentro. La de Jesús se llamaba voz no solo por su sonido sino porque inflamaba con su amor las entrañas de sus fieles" (In Ioannem I, lect. 16, n. 1).

Todos los hombre y mujeres reciben de un modo y otro la llamada -la vocación- a la vida eterna y con ello a la salvación. La Iglesia no se cansa en efecto de proclamar "la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en él se oculta" (Gaudium et Spes, 3). Anuncia sin cesar a la humanidad el hecho maravilloso de que Dios "no hace acepción de personas" (Hech 10, 34) y desea que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad única (Cfr. 1 Tim 2, 4).

La dinámica de este llamamiento lleva coherentemente y por su propio peso al seguimiento y a la imitación de Cristo, dado que un cristiano debe serlo no solamente en el nombre sino sobre todo en la conducta y el modo de vivir. Leemos en Camino: "Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos?.

"A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"" (n. 291).

El Concilio Vaticano II enseñará, años más tarde, la misma doctrina de raíz evangélica con las siguientes palabras: "Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, ?en la fe del bautismo han sido hechos?santos. Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles?son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad?Quedan, por tanto, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección en su propio estado" (Lumen Gentium 40, 42; Cfr. id., 11).

Aquellos cristianos que ha penetrado con ayuda de la gracia divina el sentido profundo de estas palabras y han decidido llevarlas a la práctica han visto como subrayada por Dios su vocación bautismal, que despliega así en ellos todas sus consecuencias. Son hombres y mujeres a quienes el Señor dice de manera especial que deben ser perfectos, a la vez que les proporciona la luz, el amor y los medios necesarios para que lo sean realmente.

"La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: El Matrimonio y la Virginidad" (Familiaris Consortio, 11). El Matrimonio es una forma de vivir la vocación cristiana y supone en sí mismo una llamada específica y concreta de Dios a la santidad. El celibato realiza de modo especial la imitación de Jesucristo y ha sido considerado desde los tiempo primeros de la Iglesia una vocación de particular excelencia. Enseña el Concilio Vaticano II: "Esta perfecta continencia por el reino de los cielos ha sido tenida siempre en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo" (Lumen Gentium, 42).

La llamada al celibato evangélico es una vocación magnífica que indica una gran predilección por parte del Señor hacia los hombres y mujeres que invita a permanecer continentes de por vida, como Él permaneció en la tierra. Este llamamiento no es propiamente un mandato, dado que no encierra carácter general, pero representa una invitación de tanta trascendencia que engendra en la persona invitada el deber moral de seguirla. No en vano dice Jesús en el Evangelio: "el que pueda entender, que entienda" (Mt 19, 12). Es decir, el que ha oído la voz de Dios que le mueve a seguir a Cristo de este modo ha de llevar a la práctica lo que para él se ha convertido de hecho en un precepto.

Aceptado el llamamiento, el hombre "debe estar dispuesto a permanecer durante su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y todo lo que tuvo hasta entonces" (Ad Gentes, 24). Dado que la aceptación de la vocación supone un encuentro profundo del hombre consigo mismo y con Dios, se esconde en ella la naturaleza de lo irrevocable. Cualquier acto humano libre que se relaciona, como ocurre en este caso, con el destino último de la persona tiene el carácter de algo definitivo.

El hombre llamado que acepta la voluntad de Dios ha contraído un compromiso, y "no puede ser que Dios, que dio el impulso para decir sí, desee más tarde oír un no" (Juan Pablo II, Discurso a sacerdotes en Filadelfia, oct. 1979: Insegnamenti II, 2, p. 601). El cristiano que ha escogido el celibato o que ha abrazado el estado matrimonial y que considera el camino elegido como su vocación, ha hecho una decisión libre que comporta una opción irrepetible sobre su propia vida.

Dado que la vocación tiene tanto que ver con la identidad del sujeto es por naturaleza irrevocable, en cuanto palabra entregada a Dios. Por eso el compromiso vocacional indica entre otras cosas madurez humana, además de confianza y seguridad plenas en la voz de Dios que ha llamado. Si el hombre nunca optase en serio por nada nunca llegaría a ser hombre. Comenzar un proyecto vital sin voluntad firme de llevarlo hasta el final es signo de puerilidad e infantilismo.

La llamada divina descubre a la persona el sentido vocacional del lugar que ocupa y de la tarea que desempeña en la sociedad. Los mismos cometidos que hasta el momento de recibir y aceptar la vocación se realizaban solo en base a los impulsos y fines naturales de la vida, se contemplan y desarrollan ahora con una conciencia de misión evangélica. La vocación envía a la persona al lugar en el que ya estaba, pero le proporciona una nueva visión de sí misma y del trabajo que Dios espera de ella.

Las perspectivas que abre este planteamiento para la vida de la Iglesia y su relación con la sociedad son de una importancia decisiva. Supone por un lado la existencia de hombres y mujeres cristianos que viven célibes en el mundo por amor de Jesucristo y se ocupan en todos los menesteres y profesiones seculares nobles. Supone también entender seriamente el matrimonio como una vocación, que puede y debe llevar a los cónyuges hasta el más alto grado de las virtudes cristianas y por tanto de la santidad.

Dios, que ha elegido al hombre, suscitado la vocación y movido a responderle sigue paternalmente ocupado en asegurar la perseverancia en el camino vocacional. Cuando el Señor ha llamado una vez, continúa llamando las veces necesarias, para hacer posible la fidelidad en todas y cada una de las etapas de la vida. "A uno mismo ?escribe Sto. Tomás- pertenece dar origen a las cosas y llevarlas a su perfección" (Sth. I, 103, 5). La Providencia de Dios, siempre fiel y coherente en sus designios, trabaja solícitamente para que todos los hombres y mujeres que han sido llamados por Él puedan llegar hasta el final. El Señor ratifica de este modo el primer llamamiento y hace posible con su gracia que la vocación se mantenga a lo largo de toda la vida.

Esto quiere decir que el hombre ha de responder también con presteza a las sucesivas llamadas de Dios ciertamente le hará con vistas a conservar la eficacia, intención y vigor de la primera. Puede decirse entonces que en realidad la vocación como tal nunca se pierde. Si alguien abandona su vacación no la ha perdido. Sencillamente ha dejado de responder en un momento determinado a las invitaciones divinas dirigidas a asegurar la perseverancia. Ha apagado con ello una gran luz. Ha decidido tristemente interrumpir un proceso de recepción de dones, que Dios nunca cesó de facilitar. La infidelidad supone cerrar el corazón a la voz y a la gracia divinas, que siempre estuvieron activas.