La santidad de Jesucristo

 

Fernando Ocáriz
El misterio de Jesucristo, 2ª ed
Eunsa 1993, pp. 271-297

 

Sumario

1. El mediador Santo.- 2. La gracia de unión y la gracia sustancial.- 3. La gracia habitual, las virtudes infusas y los dones del espíritu Santo.- 4. La gracia capital.- 5. La plenitud de gracia en Cristo. Infinitud de la gracia en Cristo.- 6. La impecabilidad de Cristo y su libertad.- 7. Las tentaciones de Cristo.

 

Introducción

La obra del Mediador consiste en reconciliar a los hombres con Dios. Esta reconciliación tiene lugar precisamente en y por la santidad del Mediador. «La redención del mundo ?ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada? es en su raíz más profunda la plenitud de la justicia en un Corazón humano: el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la gracia, llamados al amor» [139]. Así pues, tras el estudio de los ministerios del Mediador, procedemos a la consideración de su santidad.

La santidad es un atributo propio de Dios. Se trata de un concepto que, sobre todo, cuando se aplica a Dios, es más fácil de intuir que de definir. Santidad, en efecto, es una palabra que designa la transcendencia divina, la perfección de Dios, su Majestad, su Bondad infinita como Bien último y sujeto de la adoración y del amor de la criatura racional en reconocimiento de su justicia, de su rectitud, de su misericordia. Se trata de su trascendencia ontológica, de su eminencia sobre todo lo creado. Dios es totalmente santo, puesto que es la misma bondad subsistente. El es la santidad subsistente. De ahí que todas sus obras sean santas [140]. Se trata de una santidad que infunde veneración, amor, respeto, temblor y temor santos (cfr p.e., Ex 3 y 20).

De aquí, de la relación especial a Dios y de su unión con El, deriva la cualidad y la denominación de santo para designar lugares, cosas y personas. Así, se llama santo al sábado por estar dedicado a Dios (Ex 35,2); al templo, dedicado exclusivamente al culto de Dios (cfr p.e., Mt 24,15; Hch 6,13; 1 Cor 3,17; Hebr 8,2-3); por la misma razón es santa la ciudad de Jerusalén (cfr p.e., Mt 4,5; 27,53), la Jerusalén celestial (Apoc 21,2.10).

A un nivel distinto, se habla de la santidad de la criatura ángeles (cfr Mc 8,38; Lc 9,26), como de hombres. La santidad de Dios se comunica a los hombres, y ha de reflejarse también en sus vidas. Así, p.e., los levitas y sacerdotes han de santificarse y ser santos, porque Yahvé es santo (cfr p.e., Lev 11,44; 20,26; 21,8). Esta santificación, en el sumo sacerdote, se realiza por medio de la unción y consagración por la que es constituido sacerdote (Lev 21,10-15). Otras veces, el apelativo santo es aplicado a todo el pueblo de Israel, como posesión especial de Dios (Dt 7,6; 14,2).

Los cristianos constituyen el pueblo santo de Dios (cfr 1 Pet 1,15-16); más aún, los cristianos son linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa, pueblo escogido (1 Pet 2,9). Esta santidad exige también que las obras sean santas, porque está escrito: sed santos, porque santo soy yo (1 Pet 1,16; Lev 11,44). También se llama santos a los que durante su vida sirvieron a Dios (Mt 27,52).

«Es claro que tal comunicación de la vida y de la bondad de Dios no puede hacerse sino por gracia: se trata de un don que eleva a la persona a un nivel superior en el que se encontraría por su propia naturaleza, hasta el nivel de las operaciones divinas. La santidad es, pues, un don de la gracia» [141]. Esta participación en la vida divina ?no otra cosa es la vida de la gracia?, llega a su consumación en el cielo, donde seremos semejantes a El (Dios), porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). Esta divinización del hombre, esta transformación en Dios, esta comunicación que hace Dios al hombre de su vida íntima, comporta la filiación adoptiva, es decir, que el hombre es amado con amor de Padre por Dios y es constituido hijo suyo. Como escribe San Juan, Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos realmente (1 Jn 3,1).

1. El Mediador Santo

Todo el sentido de la mediación de Jesucristo es la unión de los hombres con Dios, es decir, su santificación. El es el Mediador santo que, uniendo consigo a los hombres, los santifica al comunicarles su propia vida. La gracia de unión, que constituye a Cristo en mediador, es al mismo tiempo la raíz de su santidad [142]. Los ministerios con que ejerce su mediación están en dependencia de su santidad y, a su vez, santifican a los hombres. Esta relación intrínseca e indisoluble entre la santidad del Mediador y su eficacia santificadora, aparece especialmente destacada cuando se le considera en su condición de sacerdote y víctima. Cristo es Pontífice santo, inocente, inmaculado (Hebr 7,26); no conoció el pecado (2 Cor 5,21). Más aún, El es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).

La Sagrada Escritura habla con nitidez e insistencia de la santidad de Jesucristo. El Espíritu de Yahvé reposará sobre El (Is 11,1-5); el ángel, en el anuncio de su concepción, dice a la Madre de Jesús: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto lo que nacerá de ti será santo, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35). El es el Santo y Justo (Act 3,14); El es Aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,36); El está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14).

Al hablar de la santidad de Jesucristo, no nos referimos como es obvio, a la santidad del Verbo, esencialmente santo por ser uno con el Padre y el Espíritu Santo. Corresponde al Verbo la santidad absoluta y total que corresponde a la Divinidad. Cuando tratamos de la santidad de Jesucristo, nos referimos exclusivamente a Jesucristo en cuanto hombre, es decir, tratamos de la divinización de su naturaleza humana. Nos preguntamos, pues, cómo la santidad de Dios se comunica a la naturaleza humana de Jesús, unida al Verbo en unidad de persona.

Existe en Cristo una triple gracia: la gracia de unión ?es decir la unión hipostática considerada en su aspecto de don o gracia a la humanidad de Jesús?, la gracia habitual ?la gracia que llamamos santificante? y la gracia capital, es decir la gracia en cuanto cabeza de todo el género humano.

¿Por qué es necesario hablar de la gracia habitual en Cristo, si ya tiene la gracia de unión? Porque la unión hipostática no cambia nada en la naturaleza humana, por lo que ésta permanece susceptible de ser elevada al orden sobrenatural mediante la gracia habitual y la infusión de las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Desde esta perspectiva, se pone de relieve la distinción de naturalezas y, como enseñó el Concilio de Calcedonia, el hecho de que «de ningún modo queda suprimida por la unión la diferencia de naturalezas, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de ellas» [143]. A pesar de la unión hipostática, por la que el Verbo se une tan íntimamente con la naturaleza humana, esta naturaleza no es cambiada en sus cualidades y, por ello, ha de ser elevada al orden sobrenatural mediante la gracia.

Pero es necesario tener en cuenta que el sujeto de esa santificación accidental mediante la gracia es el Verbo ?es decir la santidad infinita? en su naturaleza humana. De ahí que, aunque estemos hablando de la santificación y santidad de la Humanidad del Verbo encarnado, no debemos olvidar que esta humanidad no es considerada aislada en sí misma, sino en cuanto hipostasiada por el Verbo. En otras palabras, quien es santo y santificado es este hombre, Jesús, cuya naturaleza de hombre está hipostasiada, personalizada, por y en el Verbo. El Verbo es, pues, el sujeto de esta santificación de su naturaleza humana.

2. La gracia de unión

La santidad es, en el hombre, pertenencia a Dios, unión con Dios, relación a El, participación en la santidad del Bien infinito, una participación en la íntima vida divina, mediante la cual el hombre es elevado a la dignidad de hijo [144].

Por la encarnación, la naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a la mayor unión con la divinidad ?con la Persona del Verbo? a que pueda ser elevado ser alguno. De ahí que la gracia de unión sea para Cristo el mayor don que El mismo haya podido recibir. Una gracia infinita con la misma infinitud del Verbo con el que queda ontológicamente unida su naturaleza humana [145]. Y por esta unión, el hombre Jesús ?la naturaleza humana de Jesús hipostasiada en el Verbo?, al ser persona en y por el Verbo, no recibe una filiación adoptiva, sino que es Hijo natural del Padre.

Por esta razón, no hay en Cristo más que una única filiación al Padre. Esta filiación es la filiación natural; no hay en El filiación adoptiva [146]. El es Hijo, el Unigénito, de quien dijera la voz del cielo: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt 3,17; Mc 1,11). No se puede dar mayor unión con Dios que ésta. De ahí que no se pueda dar mayor santidad.

Para expresar esta santidad, suele utilizarse la expresión santidad sustancial. En efecto, no se puede estar más unido a Dios, ni pertenecer más a El, que como hijo natural. Si la Escritura es llamada santa por contener la palabra de Dios, y los sacerdotes son llamados santos por su consagración a Dios, Jesús ?Hijo de Dios por naturaleza? es santo sustancialmente también en su misma naturaleza humana. Su Humanidad es santa, porque es la humanidad del Verbo. Por esta misma razón, Jesús es adorable también en su Humanidad: esta Humanidad es santa sustancialmente con la santidad de Dios.

Esta santidad sustancial, sobre todo en los escritores de los primeros siglos, es designada también como Unción, que santifica y consagra a Cristo como sacerdote. Esta es la forma habitual en que los Padres hablan de la unción del Verbo encarnado: uniendo ?aunque, como es obvio, no con el lenguaje técnico que utilizaría después la Escolástica? la gracia de unión con la santidad ontológica de Cristo. «(El Hijo) es el Ungido (Jristós) a causa de su divinidad; ésta es, en efecto, la unción de su humanidad; santificada, no por operación como en los otros ungidos, sino por la total presencia de aquel que unge» [147]. y Cirilo de Alejandría: «Santo por esencia en cuanto Dios, se santifica a sí mismo según su humanidad» [148]. Y San Agustín escribe: «Santo desde el principio de su existencia, cuando el Verbo se hizo hombre se santificó a sí mismo en sí mismo: a saber, a sí mismo como hombre, ensímismo como Verbo» [149].

Esta santidad, que el Verbo otorga a la humanidad al asumida en unidad de persona, se llama sustancial, precisamente porque la naturaleza humana no se une al Verbo accidental, sino sustancialmente [150]. y del mismo modo que no puede haber unión mayor que esta unión entre el Verbo y su naturaleza humana, tampoco puede haber santidad mayor que la santidad con que la naturaleza humana del Señor es santificada sustancialmente o esencialmente por la gracia de unión [151]. En efecto, por esta unión no sólo el alma de Cristo pertenece y está unida íntima e indisolublemente al Verbo, sino también su mismo cuerpo le está unido sustancialmente.

Sobre este tema hay una cuestión discutida entre tomistas y escotistas, que es útil considerar para precisar mejor lo que se entiende por santidad sustancial, como distinta de santidad accidental. Ambas gracias, como veremos, están estrechamente relacionadas, de forma que la gracia de unión ?que hace «sustancialmente santa» a la Humanidad de Cristo? comporta la exigencia de la gracia habitual ?que santifica accidentalmente? y de la gloria como última perfección de la unión operativa con Dios [152].

Durando había defendido la opinión hipotética de que si el alma de Cristo no hubiese recibido la gracia santificante, a pesar de la unión hipostática hubiera sido falible y hubiera podido pecar [153]. La razón aducida para defender esta opinión, que lógicamente presenta como absolutamente necesaria la gracia habitual para la santificación de Cristo, no es otra que el mantener que ninguna naturaleza ?ni la humana ni la divina? es modificada por la unión hipostática, como enseñara el Concilio de Calcedonia y, que por eso, sin la gracia habitual, Cristo no podría obrar santamente. La dificultad mayor contra la opinión de Durando estriba en que si, según el célebre axioma actiones sunt suppositorum, es la persona la que responde de sus acciones, y la Persona del Verbo es impecable, no se comprende cómo para tornar tan santa a su naturaleza humana que sea impecable no le baste con su unión personal ?sustancial? a esta naturaleza, sino que sea absolutamente necesario que le otorgue esa impecabilidad por un don accidental, como es la gracia habitual [154].

Pero la cuestión estaba levantada. Los escotistas defienden que la unión hipostática santifica la humanidad de Cristo sólo en el sentido de que ella es el fundamento, la fuente y la raíz de la gracia habitual de Cristo, de forma que torna necesario el don de esta gracia a Cristo. Es decir, la gracia de unión no santificaría formalmente la humanidad de Cristo, sino sólo fontalmente, en cuanto que exigiría para ella la gracia habitual.

Según los tomistas, la humanidad de Cristo es santificada por la gracia de unión no sólo radicaliter, sino también formaliter. El término formaliter es utilizado aquí en un sentido bien preciso: como contrapuesto a radicaliter. Por lo tanto, cuando se presenta la cuestión de si la Humanidad de Cristo es santificada formaliter por la gracia de unión, se pregunta si la gracia de unión por sí sola es suficiente para hacer a la humanidad de Cristo propiamente santa con independencia de la gracia habitual, o, dicho de otra forma, si la gracia de unión por sí sola otorga a Cristo la impecabilidad. La respuesta de los tomistas y, con ellos, de la mayoría de los teólogos es afirmativa [155]. En efecto, piensan que, si la santidad no es otra cosa que una tan firme unión con Dios que excluye todo pecado [156], esta indisoluble conjunción con Dios se da ya en Cristo por la gracia de unión.

En efecto, la santidad en sentido propio comporta 1) la participación en la divina naturaleza (consortium divinae naturae) , participación o consortium que no puede ser mayor que el de la unión en unidad de persona; 2) la filiación divina, por la que el justo es constituido en hijo adoptivo de Dios, filiación que es de tal grado en Cristo, gracias a la unión hipostática, que no es adoptiva, sino natural; 3) ser grato a Dios, y la humanidad de Cristo es incomparablemente grata a Dios, precisamente por ser la humanidad del Hijo. Todo esto hace que parezca justo afirmar que la gracia de unión santifica a Cristo propiamente, es decir, formaliter, y no sólo fontalmente. Como hace notar Garrigou-Lagrange, Santo Tomás nunca llama a la gracia habitual de Cristo gracia santificante, pues la santificación deriva para Cristo de la gracia de unión [157]. En cualquier caso, es claro que mientras que la gracia habitual puede otorgar al alma de Cristo el don de evitar todo pecado, sólo la gracia de unión le otorga esa impecabilidad absoluta de que goza Cristo. De ahí que la mayor parte de los teólogos entienda que la gracia de unión santifica propia y formalmente la naturaleza humana de Cristo, pues de ella deriva su impecabilidad absoluta.

3. La gracia habitual, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo

La humanidad de Cristo es santa sustancialmente por haber sido asumida por el Verbo en unidad de persona. Esta pertenencia al Verbo hace muy congruente que se le otorgue en plenitud a esta humanidad la gracia habitual con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. En efecto, aunque por la unión hipostática la humanidad de Cristo sea humanidad del Verbo y haya sido santificada propiamente, si no tuviera gracia habitual permanecería en sí misma simplemente humana, sin ser divinizada con esa transformación accidental que eleva la naturaleza y las operaciones del alma hasta el plano de la vida íntima de Dios [158].

Han sido muy pocos los autores que han negado en Cristo la existencia de esta gracia habitual [159]. Como es obvio, ningún autor cristiano ha negado que Cristo fuese santo. Los pocos autores que han negado que el alma de Cristo estuviese adornada por la gracia habitual, lo han hecho por estimar que era inútil, pues ya todo Cristo era santo sustancial y formalmente por la gracia de unión.

Son tres las razones que suelen aducirse para afirmar la existencia de la gracia habitual en Cristo: a) la proximidad de la humanidad de Cristo a la fuente de la gracia ?el Verbo?, hacía muy conveniente que recibiese de El el influjo de la gracia; b) el alma de Cristo, por su cercanía al Verbo, debía alcanzar a Dios lo más íntimamente posible por medio de sus operaciones de conocimiento y amor, para lo que necesitaba ser elevada por la gracia; c) Cristo, en cuanto hombre, es mediador entre Dios y los hombres y cabeza de todos los santos, con una capitalidad en la que se cumple aquello de Jn 1,16: De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia.. Para esto era preciso que tuviese la gracia que debía redundar en los demás.

Es opinión común que, en Cristo, la gracia habitual sigue a la gracia de unión como una consecuencia exigida moralmente por la misma gracia de unión, es decir, como una deificación

de la esencia del alma y de sus potencias coherente con la pertenencia ontológica de esa humanidad al Verbo. Sin embargo, cabe pensar también que la unión hipostática lleva consigo necesariamente la deificación de la naturaleza humana de Jesús mediante la plenitud de gracia habitual, sin que esto atente lo más mínimo a la no confusión de naturalezas en Cristo [160].

Como en nosotros, también en Cristo la elevación sobrenatural de su naturaleza humana es necesaria para realizar las operaciones sobrenaturales. De ahí que, tras hablar de la gracia habitual en Cristo, convenga considerar las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Cristo tuvo todas las virtudes en la forma conveniente a su perfección de Hijo y a su misión de Redentor. Existe, en efecto, un estrecho vínculo entre esas virtudes y la plenitud de la gracia propia de Cristo. Algunas de ellas, como su fidelidad y obediencia al Padre, su caridad y su misericordia, han quedado gráficamente descritas en el Nuevo Testamento.

Otras virtudes ?las que son exclusivas del status viatoris, como la fe y la esperanza, o las que incluyen en sí una imperfección, como la penitencia? no están formalmente en Cristo, pero lo que tienen de perfección se encuentra en El asumido en una perfección superior. Así sucede con la virtud de la fe, como ya se indicó anteriormente [161]. Aquellos que hablan de la existencia de fe en Cristo, lo hacen, o porque niegan que tuviese ya en la tierra ciencia de visión, o porque entienden la virtud de la fe no en su sentido habitual ?creer lo que no se ve fiado de la autoridad de Dios que revela?, sino, porque de una forma u otra, la entienden en el sentido de fidelidad [162].

Parecida dificultad plantea la existencia en Cristo de la virtud de la esperanza, que incluye en su concepto la no posesión de lo que se espera; incluye el aún no tan característico del anhelo. Al ser el Verbo encarnado, Cristo no puede esperar para su humanidad lo que ya tiene por naturaleza: la unión con Dios. Sí espera en cambio todo aquello que no posee durante su caminar por la tierra como, p.e., la glorificación de su cuerpo [163]. Cristo no tuvo formalmente la virtud de la penitencia, pues, dada su impecabilidad, no tenía lo propio de esta virtud que es la contrición por el propio pecado, aunque Cristo, solidario de la humanidad, satisfizo por nuestros pecados [164].

Se dan en Cristo en forma excelsa todos los dones y los frutos del Espíritu Santo (cfr Is 11,2 y Gal 5,22). También el don de temor de Yahvé, como señala el profeta Isaías, es decir, el sentido de la majestad y grandeza de Dios, la reverencia al Padre, que le lleva a responder con presteza e indignación: Al Señor tu Dios adorarás ya El solo darás culto (Mt 4, 10).

Los dones del Espíritu Santo llevan a su última perfección las virtudes uniéndolas en la unidad superior de la suma perfección [165]. De ahí que fuesen necesarios en Cristo para que la perfección de todas sus virtudes fuese plena. Repetidas veces se nos dice en los evangelios que Jesús estaba lleno del Espíritu Santo, y que era conducido por el Espíritu (cfr, p.e., Lc 4,1). «Fue obra del Espíritu Santo ?afirma León XIII? no sólo la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, que es llamada unción en los libros sagrados (Act 10,38). Toda acción (de Cristo) era realizada con la presencia del Espíritu, sobre todo el sacrificio de Sí mismo: Por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios» [166].

También estuvieron en Cristo todas las gracias gratis dadas y todos los carismas, como corresponde «al primer y principal Doctor de la fe» [167]. La razón más universalmente aducida fue formulada por San Agustín con estas palabras: «De igual forma que en la cabeza están todos los sentidos, así en Cristo estuvieron todas las gracias». En efecto, de la plenitud de la gracia de Cristo se reciben todas las gracias [168]. Algunas de estas gracias, como la de la profecía estaban predichas de El (cfr Dt 18,15), Y Jesús mismo se aplica el título de profeta (Jn 4,44). Es claro que Cristo no sólo es profeta, sino más que profeta. Pero, aunque en El el don de profecía carece de la imperfección ?la oscuridad y limitación? inherentes a los otros profetas, sin embargo «puede ser considerado como profeta al conocer y anunciar cosas que escapan al conocimiento de los demás hombres viadores. Y, por esto, se dice que poseyó el don de profecía» [169].

4. La gracia capital

Cristo es el nuevo Adán, que mantiene con los redimidos relación análoga a la que mantiene la vid con los sarmientos. Sólo se puede dar fruto si se permanece unido a El en forma parecida a como el sarmiento está unido a la vid. Es de la vid de donde el sarmiento recibe la savia, la vida (cfr Jn 15,1-8). A la luz de esta alegoría, cobra relieve la afirmación de Jn 1,16: De su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia. Cristo es también Cabeza de la Iglesia, como con tanta insistencia enseñó San Pablo [170]. A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).

La gracia le ha sido otorgada a Cristo no sólo en atención a su dignidad de Hijo, sino también en atención a su misión de nuevo Adán y Cabeza de la Iglesia, para santificarla. Como afirma Pío XII, «no hay acción saludable que no se derive de El como de fuente. De El mana a todo el cuerpo de la Iglesia toda la luz que ilumina sobrenaturalmente a los creyentes, y toda la gracia con que se santifican. El es el autor y el principio de la santidad. Toda gracia y toda gloria nacen de la inagotable plenitud que El posee» [171].

No se trata, pues, de una gracia distinta de la gracia personal de la Humanidad del Señor, sino de un aspecto de esa misma gracia: de su capitalidad, de su causalidad santificadora [172]. Así pues, esa gracia habitual de Cristo en cuanto es fuente y causa de toda gracia que reciben los hombres se llama gracia capital. Toda gracia nos viene de El y por El. De ahí las enérgicas afirmaciones paulinas que hablan de nuestra salvación y santificación en el Hijo, de revestirse de Cristo, de morir y resucitar con Cristo, de incorporarse a El [173]. Somos hechos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo [174]. El es la fuente y causa de todo don que se hace a los hombres, también de la resurrección de los cuerpos [175]. De ahí que los Padres llamen al cuerpo de Cristo caro vivifica, carne que da la vida [176]. No se trata, como es obvio, de que la gracia que se da a los hombres sea materialmente la misma gracia habitual de Cristo, «como la transfusión de una entidad corporal» [177], sino de que somos amados por Dios en Cristo, de que toda gracia se nos da en El y por El; de que El es la causa instrumental ?instrumentum conjunctum? de toda santificación [178].

5. La plenitud de gracia en Cristo

Repetidas veces, al citar la Sagrada Escritura, nos ha salido al paso la afirmación de la plenitud de gracia en Cristo: Jesús estaba lleno de gracia y de verdad; de su plenitud, todos hemos recibido (Jn 1,14 y 16). A El, Dios le dio el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Toda la tradición ha afirmado constantemente no sólo la santidad de Cristo, sino su plenitud de gracia, con argumento parecido a este del Crisóstomo: «Toda gracia fue derramada en aquel templo, pues no le fue dada con medida. Y todos nosotros la recibimos de su plenitud. Mas aquel templo (la Humanidad de Jesucristo) la recibió íntegra y universalmente» [179].

Hay una doble faceta de la plenitud de gracia: Cristo tuvo la plenitud intensiva de la gracia, es decir, en cuanto a su perfección, y la plenitud extensiva, es decir, en cuanto a los dones y gracias a que se extiende. Las razones que abogan por esta doble plenitud son las mismas que se aducen a la hora de hablar de la santidad de Jesús: esta plenitud debía estar en la naturaleza humana de Cristo por su unión en unidad de persona con el Verbo, y por su misión de Cabeza de la humanidad. En El están, como diría San Pablo, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (cfr Col 2,3). Esta realidad ha llevado a plantear la cuestión de si esta gracia la poseyó Cristo en grado infinito. Es decir, si Cristo fue infinitamente santo, no sólo por la gracia de unión, sino también por la gracia habitual.

La respuesta de Santo Tomás es matizadamente afirmativa, basándose ante todo en la comparación de dos textos de la Sagrada Escritura: Jn 3,34 (no se le dio el Espíritu Santo con medida) y Ef 4,7 (A cada uno de nosotros se nos ha dado la gracia a la medida del don de Cristo), donde aparece una clara contraposición entre la gracia que posee Cristo, sin medida, y la nuestra, que recibimos con medida. Los argumentos racionales en que se apoya son los mismos que los aducidos para afirmar la plenitud de gracia en Cristo. Lógicamente, puesto que se está hablando de la gracia creada, tanto en razón del ser creatural de la gracia como del ser creatural del alma de Cristo, hay que decir ?es el pensamiento de Santo Tomás?, que, considerada bajo este aspecto, la gracia no se puede decir infinita en Cristo. Sí puede decirse, en cambio, que es infinita, si se considera como tal gracia. En este sentido, Cristo posee gracia infinita, «porque posee todo lo que pertenece al concepto de gracia sin restricción alguna», pues «le fue conferida a Cristo como principio universal de justificación para la naturaleza humana» [180].

Las afirmaciones anteriores en torno a la infinitud de la gracia de Cristo se encuentran fundamentadas en unas razones válidas para cualquier momento de la vida del Señor: la unión hipostática y la capitalidad de Jesús sobre el género humano. De ahí que, generalmente, la teología haya entendido que Jesucristo posee esta plenitud de gracia desde el primer momento de su concepción, pues ya entonces era Hijo natural de Dios y nuevo Adán [181]. Esta afirmación, sin embargo implica dos consecuencias, aceptadas explícitamente por quienes defienden la infinitud de gracia, es decir, por la unanimidad de la teología clásica: a) Cristo poseyó desde el primer instante de su concepción la visión beatífica; b) Cristo no pudo aumentar en gracia a lo largo de su vida.

La primera consecuencia, es obvia. La consumación de la gracia ?el grado más excelso de gracia?, tiene lugar por medio de la visión beatífica. Decir, pues, que Cristo tiene la gracia intensiva y extensivamente infinita, equivale a decir que la posee en sumo grado y, en consecuencia, que goza de la visión beatífica.

La segunda consecuencia también es obvia. Defender que Cristo tuvo gracia infinita implica negar que pudiese crecer en gracia, ya que la tenía en grado sumo desde el primer momento [182]. Aceptar el crecimiento en gracia de Cristo sería lo mismo que decir que no la posee en grado infinito [183]. Y viceversa, si se niega que Cristo posea la visión beatífica, hay que decir que no tuvo la gracia en grado infinito y que durante su vida creció en ella como un caminante más.

La doctrina clásica considera que no parece lógico que camine hacia Dios ?eso es el status viatoris? quien ya es Dios, y que, por tanto, es preferible afrontar las dificultades de explicar cómo se unen en el Cristo terreno estado de término y estado de caminante que prescindir de su infinitud de gracia. También en lo humano, es decir, en su corazón de hombre Cristo posee una caridad infinita, lleva su cruz con infinita caridad y obediencia [184], pues esa infinitud de caridad va necesariamente unida a la infinitud de gracia.

La dificultad que se suele presentar a esta posición puede formularse así: si Cristo es verdaderamente hombre, y los hombres, en la vida terrena, están en estado de caminantes y pueden crecer en gracia, el negarle a Cristo este crecimiento parece equivalente a ignorar su verdadera condición humana; por tanto hay que entender que Cristo creció en gracia durante su vida terrena. Y se suele recurrir al texto de Lc 2,52: Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres. Es muy ilustrativo el comentario de Santo Tomás a este texto: «Alguno puede progresar en sabiduría y gracia de dos maneras: bien porque crecen los hábitos de sabiduría y gracia, y en este sentido Cristo no progresaba; bien porque lleva a cabo obras más sabias y notables, y en este sentido Cristo crecía en sabiduría y en gracia de la misma forma que crecía en edad, pues, en la medida en que crecía en edad, llevaba a cabo obras más perfectas, de forma que manifestaba que era un verdadero hombre tanto en las cosas de Dios, como en las cosas humanas» [185]. Cristo, como decía con tanta insistencia la patrística, es perfecto hombre, pero no es un hombre común, un vulgaris homo, sino un hombre que, al mismo tiempo, es Dios [186]. De ahí que pedir una total equivalencia entre Jesús y los demás hombres ?manteniendo al mismo tiempo que es Dios?, es sencillamente imposible. Así sucede, p.e., con la impecabilidad: Cristo, incluso en su vida terrena, era metafísicamente impecable, como veremos a continuación.

6. La impecabilidad de Cristo, y su libertad

Consecuencia de la unión hipostática, de la santidad sustancial y de la infinitud de gracia habitual es la afirmación unánime en torno a la ausencia de pecado en Cristo ?la impecancia? y a su incapacidad de pecar, su impecabilidad.

La Sagrada Escritura afirma explícitamente que Cristo no cometió pecado. ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46). El es el Cordero inmaculado (1 Pet 1,19); que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). El es el sacerdote santo, igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hebr 4,15), que se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios (Hebr 9,14). A quien no conoció el pecado, (Dios) le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios (2 Cor 5,21). (Cfr también 1 Pet 2,22; 1 Jn 3,5).

Dada la unanimidad existente en esta cuestión, las intervenciones del Magisterio son muy escasas, y se limitan a la afirmación de la ausencia de pecado en Cristo. Jesús, por haber ignorado todo pecado, «no tuvo necesidad de ofrecer la oblación en favor de sí mismo» [187]; «fue concebido sin pecado, nació sin pecado, y murió sin pecado» [188]. La ausencia de pecado en Cristo, se entiende a la luz de tres realidades fundamentales: la unión hipostática, la santidad de Cristo, y su misión de Redentor. Las personas son las que responden de las acciones realizadas a través de su propia naturaleza; si Cristo hubiese cometido pecado, sería la Persona del Verbo la que habría pecado a través de su naturaleza humana. La misma santidad infinita de Cristo es incompatible con cualquier sombra de pecado. Finalmente, su misión de Redentor ?es la argumentación que hemos visto usada por el Concilio de Éfeso?, era contraria a que Cristo cometiese pecado. El es el sacerdote santo que no necesita ofrecer víctimas y sacrificios por sí mismo, sino sólo por sus hermanos, y no hubiese sido modelo perfecto si hubiese habido pecado en El [189].

Aunque coinciden los autores católicos en afirmar la impecabilidad de Cristo, hay divergencias en el modo de explicar la dimensión y el fundamento en que se apoya esta incapacidad de pecar.

Pedro Lombardo [190], San Buenaventura [191], Santo Tomás [192], Suárez [193], estiman que esta impecabilidad le viene a Cristo por la misma unión hipostática y que es, por tanto, absoluta y antecedente a toda otra gracia. En efecto, argumentan, son las personas las que responden de sus acciones, porque es la persona la que se expresa y realiza en las operaciones que obra a través de su naturaleza. Decir, pues, que Cristo podría pecar equivale a afirmar que Dios podría pecar, pues sería el Verbo el que se expresaría en el pecado qué cometiese su humanidad. Así, pues, Cristo sería impecable con la impecabilidad del Verbo.

Escoto, consecuente con la divergencia ya expresada en torno a la santidad sustancial de Cristo, entiende que Cristo es impecable, pero no en razón de la unión hipostática, sino en razón de la providencia divina y de la visión beatífica, que también atribuye a Cristo desde el primer instante de su concepción [194]. En consecuencia, Cristo sería impecable no por su propia cualidad de Verbo hecho carne, sino por una gracia exterior. Es evidente que Escoto ?que también admite la impecabilidad del Verbo?, pone el fundamento de la impecabilidad de Cristo en una gracia externa precisamente porque, de una forma o de otra, concibe la relación de la naturaleza humana a la Persona del Verbo como una autonomía de cuyos actos no responde directamente la misma Persona del Verbo [195].

Afirmar la impecabilidad de Cristo, sobre todo en la forma en que lo hace S. Tomás de Aquino, lleva inevitablemente a plantearse la cuestión de su libertad. ¿Cómo puede decirse que Cristo era absolutamente impecable en razón de su propia Persona y al mismo tiempo poseía una auténtica libertad humana? Ya Santo Tomás advierte el problema, y hace notar algo que es muy importante tener en cuenta: «El pecado no prueba la realidad de la naturaleza humana, porque no es constitutivo de esta naturaleza, que tiene a Dios por causa; más bien fue introducido contra la naturaleza por una semilla del diablo, como dice el Damasceno» [196].

Pertenece a la fe que Cristo fue libre, entre otras muchas razones, porque así se manifiesta en los evangelios, y porque sin libertad no hubiera podido obedecer. De ahí que la teología haya visto incluida la afirmación de la libertad de Cristo ?una libertad meritoria como la de los demás hombres en estado de caminante? en aquellos textos que hablan de su obediencia (p.e., Fil 2, 5-11) [197], y en tantos otros lugares en que Jesús afirma que no hace su voluntad, sino la del Padre que le ha enviado (cfr p.e., Jn 5,30).

Es al hilo de la libertad obediente de Cristo en su muerte como se ha acostumbrado a plantear y resolver la cuestión de cómo se conjugan en Cristo libertad e impecabilidad: si Cristo era impecable, ¿cómo podía desobedecer? Y si obedecía sin poder desobedecer, ¿cómo se puede decir que fuese libre en su muerte?

La cuestión pareció tan insoluble a importantes teólogos, que algunos de ellos procuraron eludirla. Sin embargo, conviene afrontarla con la humildad de quien se sabe ante el misterio, pero también con la certeza de que los dos extremos de la cuestión ?libertad e impecabilidad de Cristo? pertenecen a la fe. He aquí algunas de las soluciones dadas a lo largo de los siglos: Cristo no tuvo visión beatífica o al menos le fue suspendida durante el tiempo de la Pasión, o bien esa visión beatífica no hacía al alma de Cristo intrínsecamente impecable y, por tanto, no le quitaba la libertad (escotistas); Cristo no tuvo un estricto precepto de morir, sino sólo un consejo que fue libre de seguir o no (Franzelin); Cristo tuvo verdadero precepto de morir, pero era libre a la hora de elegir las circunstancias de su muerte (Lugo, Vázquez); Cristo tuvo verdadero precepto de morir, que obedeció con libertad impecable (tomistas, Salmanticenses, Belarmino) [198].

Esta última posición, aunque a primera vista más difícil, parece la más razonable. En efecto, defender que Cristo fue obediente y que al mismo tiempo era libre aunque no podía desobedecer, parece concordar mejor con la enseñanza de la Escritura que habla de la obediencia de Cristo, sobre todo en su muerte, y de su impecabilidad, y que sitúa en la obediencia de Cristo ?y no hay obediencia, si no hay libertad?, la razón de que fuese grato a Dios su sacrificio: Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y, por esta razón, Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre (cfr Fil 2,8-9).

La aceptación libremente obediente de la muerte por parte de Cristo presenta especial dramatismo por la dureza de la muerte; sin embargo, la dificultad para unir libertad e impecabilidad es siempre la misma en cualquier momento de su vida. En efecto, Cristo fue libre e impecable a la hora de cumplir los preceptos divinos y la misma ley natural a lo largo de su caminar terreno. Por esta razón, libertad y obediencia en la muerte no son más que un momento más de ese misterio con que se unen en Cristo lo humano y lo divino [199].

Los caminos de solución para esta aparente aporía se encuentran, en primer lugar, en la consideración de Santo Tomás que hemos citado: el pecado no pertenece a la naturaleza humana, sino que ha sido introducido en el hombre contra esta naturaleza. De igual forma que el error ni perfecciona la inteligencia, ni es conforme a ella, aunque es señal de que existe la inteligencia, también el pecar, ni perfecciona la libertad, ni es conforme a la naturaleza de la libertad, aunque

muestra que el hombre tiene libertad [200]. La libertad se manifiesta en la elección, pero el elegir en cuanto tal no es esencial en el acto libre, y menos aún el elegir entre el bien y el mal. La esencia de la libertad está en el modo de querer: en querer sin que la voluntad sea movida más que por sí misma, como afirma Santo Tomás, dando un sentido algo diverso a una expresión de Aristóteles: Liberum est quod causa sui est [201]. La voluntad es libre porque es causa de su propio acto, porque no es movida necesariamente ni por la inteligencia ni por ningún otro factor interno o externo. Siendo el bien el objeto propio de la voluntad, no hay contradicción entre ser libre y no poder elegir el mal: lo que hay es, precisamente, perfección de la libertad.

7. Las tentaciones de Cristo

En razón de la unión hipostática, Cristo era esencialmente impecable. También en razón de la unión hipostática y de su carencia de pecado, Cristo careció del fomes peccata, es decir, del desorden introducido en el hombre por el pecado original [202]. En consecuencia, Cristo no experimentó la tentación ab intrinseco, desde dentro. Existe en esto unanimidad entre los teólogos, sólo rota por Teodoro de Mopsuestia, al aceptar la existencia en Cristo de pasiones desordenadas y concupiscencia de la carne [203]. Las razones teológicas que avalan semejante unanimidad han sido ya citadas repetidamente: la infinita santidad de Cristo y su carencia de todo pecado, también del original, que es el que introduce el desorden en el hombre [204].

Esto no quiere decir que no hubiese en el alma y en la carne de Cristo apetencia de lo que era bueno para ellas y rechazo de lo que les era nocivo, o que Cristo no tuviese las pasiones humanas. Decir que Cristo no padeció el desorden de la concupiscencia no equivale a decir que no tuvo sensibilidad. Al contrario, se encuentra adornado de una sensiblidad exquisita, como se muestra en sus reacciones, en su predicación, en sus parábolas. Jesús siente hambre y apetece el comer; tiene sed y sueño, y siente la apetencia de saciarlos; se indigna con ira santa; experimenta el gozo de la amistad; llora con auténtico dolor de hombre; siente miedo y angustia ante la muerte (cfr Mt 26,37-38). Recuérdese la ya tratada distinción, al hablar de la voluntad de Cristo, entre la voluntas ut ratio ?la voluntad en cuanto acto libre y razonable?, y la voluntas ut natura, la voluntad en cuanto tendencia natural hacia el bien. Así lo pone Cristo de manifiesto, p.e, en la Oración en el Huerto, cuando dice al Padre: no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42). Su naturaleza humana, santa y rectamente ordenada, rechaza lo que le hace daño, como son los tormentos y la muerte, sin que ese rechazo sea desordenado, sino todo lo contrario. Esa misma naturaleza humana, con su acto libre, domina la repulsión que le provocan los tormentos, obedeciendo al Padre. Como escribe S. Tomás de Aquino, Cristo se dolió «también por la pérdida de la propia vida corporal, que es naturalmente horrible a la naturaleza humana» [205]. Aquí se manifiesta la libertad de Cristo, siendo impecable: ni el mandato del Padre, ni la amorosa infalibilidad con que obedece a ese mandato, hacen que Cristo esté atraído directa e inevitablemente por la muerte que le sigue repugnando [206].

La Sagrada Escritura habla en lugar destacado de las tentaciones de Cristo, sobre todo en la escena presentada por los sinópticos inmediatamente después del bautismo (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Cristo ha tenido la experiencia de la tentación. No se trata de una tentación ab intrinseco, que brota del propio desorden, sino de una tentación ab extrinseco, desde fuera. Pero esto no quiere decir que la tentación o la experiencia de Cristo no haya sido real, auténtica. Cristo sintió sobre sí la presión del demonio, de los hombres, de las mismas circunstancias, que le pedían que fuese infiel a su misión, que desnaturalizase su mesianismo. Se trata de tentaciones reales, que no implican desorden interior en quien las padece, pero que, para ser rechazadas, requieren fortaleza: no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que siendo como nosotros, fue probado en todo, menos en el pecado (Hebr 4,15).

No es éste el lugar de entrar en el estudio exegético de los textos escriturísticos que relatan las tentaciones de Cristo, estudio que resulta verdaderamente sugestivo [207]. Bástenos sencillamente recordar que las tentaciones de Cristo han de enmarcarse en el contexto más amplio de la lucha entre Satanás y Cristo, tan fuertemente subrayada en los Evangelios. Jesús es atacado por Satanás con todos los medios con que éste cuenta a su alcance, pero le vence siempre y en todo.

En su materialidad, las tres tentaciones relatadas por los Sinópticos apuntan hacia el mesianismo de Cristo, y guardan un estrecho paralelismo con la interpretación terrena que el judaísmo daba al papel del Mesías. Satanás tienta a Jesús para que oriente su mesianismo en mezquino provecho propio y contra la voluntad del Padre. De hecho, Jesús tuvo que rechazar a lo largo de su vida las presiones de su ambiente, incluso de sus discípulos [208], contrarias al plan del Padre. Es la misma tentación que le propondrán los judíos, cuando está ya en la cruz: Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz, y creeremos (Mt 27,41-43; Mc 15,27-32).

Se trata, pues, de tentaciones numerosas y reales, que Cristo vence con perseverancia, dándonos auténtico ejemplo de cómo luchar contra el mal. El gran tentador de Jesús es Satanás, pero la tentación brota también de sus enemigos, del ambiente, de sus mismos discípulos. Para que la experiencia de la tentación sea real, y su vencimiento una auténtica victoria, no es necesario que el corazón del hombre esté inclinado al mal, ni tenga el fomes peccata. En Jesucristo no hay ninguna connivencia con el mal; no reina en sus miembros ninguna ley del pecado (cfr Rom 7,21-25). Pero es tentado verdaderamente. Y da ejemplo real de cómo se ha de vencer al Maligno. Sus victorias sobre estas tentaciones forman parte de su victoria sobre el príncipe de este mundo (cfr Jn 12,31; 14,30; 16,11).

En el plan divino, las tentaciones de Cristo no sólo tienen un sentido pedagógico, sino que forman parte de la lucha y victoria de Cristo sobre el Maligno [209]. Como escribe San Hilario, comentando Mt 12,29: «Cristo reconoce públicamente que todo el poder del diablo fue liquidado por El en la primera tentación, dado que nadie puede entrar en casa del fuerte y robarle su hacienda, si previamente no ha maniatado al fuerte. Y es evidente que quien tal cosa puede hacer ha de ser aún más fuerte que el fuerte aquél. Satanás quedó atado cuando el Señor le llamó por su nombre; la declaración pública de su maldad lo encadenó. Y una vez que lo tuvo así atado, lo despojó de sus armas y de su casa, es decir, de nosotros, sus armas de antaño. Volvió a hacemos militar en las filas de su reino, y se ha hecho con nosotros una casa despejada por el vencido y encadenado» [210]. La victoria de Cristo sobre el diablo se consumará en la cruz; pero ha comenzado ya ?y en forma contundente? mucho antes. Uno de los momentos cruciales de esa lucha y victoria de Jesús han sido precisamente las tentaciones.

Notas

[139]. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 9.

[140]. Cfr G. Kittel, Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament, Stuttgart 1932, 1,88.98; P. Van Imschoot, La Sainteté de Dieu dans l?A. T., VS (1946) 30-44; L. Scheffczyk, La santidad de Dios, fin y forma de la vida cristiana, ScrTh 11 (1979) 1021-1035.

[141]. J.H. Nicolás, Synthese Dogmatique, cit., 363.

[142]. Sobre la santidad de Cristo, además del los lugares habituales en manuales y en los artículos de Diccionario, será de utilidad consultar los siguientes trabajos: A. Michel, Jésus-Christ, en DTC, cit., 1274-1312; J.H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., 361-375; E. Hugon, Le mystere de l?lncarnation, Tegui 1913; R. Garrigou-Lagrange, Le Sauveur, 1933; J. Rohof, La sainteté substantielle du Christ dans la théologie scolastique, Saint Paul, Friburgo (Suiza) 1952; H. Boüessé, Le mystere de l?Incarnation, cit., 225-297; K. Adam, El Cristo de nuestra fe, cit., 327-345; E. Bailleux, L?impecable liberté du Christ, RT 67 (1967) 5-28. J. Auer, Curso de Teología Dogmática, VI/1, Jesucristo hijo de Dios e hijo de María, Herder, Barcelona 1989,469-485.

[143]. Conc. De Calcedonia, Symbolum, (DS 302).

[144]. «La gracia ?escribe Santo Tomás? es una participación de la divinidad en la criatura racional, como nos dice San Pedro: Y nos hizo merced de preciosas y ricas promesas, para hacemos así partícipes de la divina naturaleza» (STh III, q. 7, a. 1, obj. 1). Cfr F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural, cit., 69-92.

[145]. «La gracia de unión ?escribe Tomás de Aquino?, es el mismo ser personal que en la persona del Verbo ha sido dado, por gracia divina, a la naturaleza humana, y que es el término de la asunción» (STh III, q, 6, a, 6 in c.).

[146]. «En Cristo ?escribe Tomás de Aquino?, no hay más persona o hypóstasis que la increada, a la cual conviene la filiación natural. Ya hemos dicho antes que la filiación adoptiva es una semejanza participada de la filiación natural; mas como aquello que se predica por sí mismo no puede predicarse por participación, de ahí que Cristo, que es Hijo natural de Dios, no pueda llamarse en modo alguno adoptivo» (STh III, q. 23, a. 4, in c.).

[147]. S. Greogorio Nazianceno, Or. 30,21 (PG 36, 133).

[148]. S. Cirilo de Alejandría, De sancta consubstantiali Trinitate dialogi, ( 6, PG 75, 1017). Cfr J.M. Odero, La unción de Cristo y el bautismo de Cristo en S. Cirilo de Alejandría, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., 519-540.

[149]. S. Agustín, In Iohannis evangelium tractatus 108, 5, (PL 35, 1910).

[150]. «Como hemos visto antes ?escribe Chopin?, la unión hipostática es la unión sustancial de la naturaleza humana y la naturaleza divina en la persona preexistente del Verbo. Síguese de aquí, que la divinidad penetra la humanidad y que la humanidad está consagrada a la divinidad. Esta consagración es sustancial: la naturaleza humana se halla inmediatamente unida a la persona del Verbo por toda su sustancia. Por eso se ha podido comparar esta consagración a una unción, para indicar la íntima compenetración de la humanidad por la divinidad. La unión hipostática, que confiere esta santidad sustancial, tiene un carácter del todo sobrenatural. Es una gracia, la gracia de la unión» (C. Chopin, El Verbo encarnado y redentor, cit., 135).

[151]. Esta gracia, por tanto, se puede decir en cierto modo infinita, por la unión con el Verbo, esencialmente santo, en unidad de persona, aunque, como es obvio, no se dice que la naturaleza humana de Cristo sea santa con la santidad esencial de Dios mismo. En efecto, el Verbo da a su naturaleza humana su subsistencia, pero no sus atributos divinos, pues permanece a salvo en cada naturaleza la propiedad de cada una, como se afirma en el Concilio de Calcedonia.

[152]. Cfr J. Rohof, La sainteté substantielle du Christ dans la Théologie scholastique. Histoire du probleme, cit., 59 ss.

[153]. Cfr Durandus, In IV Sent., 1. III, dist. XIII, q. 11, n. 7; A. Michel, Iésus-Christ, cit, 1275-1279.

[154]. Cfr p.e., Mastrius, De incarnatione, disp. II, q. 1, n. 16.

[155]. Entre la sentencia escotista se encuadra K. Adam, que parece malenteder la forma en que los tomistas entienden las palabras substantialiter al identificarla con essentialiter. «Según ellos, escribe, por razón de la unión personal de la naturaleza humana de Jesús con la persona del Logos, el alma de Jesús posee in substantia, en toda su esencia, la santidad misma de Dios. Aún cuando supusiéramos al alma humana de Jesús despojada de toda santidad creada, de toda gracia santificante, habría de causar a Dios complacencia infinita por su unión personal con la santidad esencial del Verbo de Dios. Los escotistas combaten con razón esta tesis» (K. ADAM, El Cristo de nuestra fe, cit., 339).

[156]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 81, a. 8.

[157]. Cfr R. Garrigou-Lagrange, De Christo Salvatore, Marietti, Roma 1946, 182.

[158]. He aquí cómo resuelve esta objeción Tomás de Aquino: «Cristo es verdadero Dios por su persona y por su naturaleza divina. Pero, como en la unidad de la persona permanece la distinción de las naturalezas, el alma de Cristo no es divina en su esencia. Por lo cual es necesario que llegue a serio por participación. y esto es efecto de la gracia» (STh III, q. 7, a. 1, ad 1).

[159]. Entre estos autores suele citarse a Casiano (dr A. Grillmeier, Gesu il Christo..., cit., 852-858, algunos autores medievales según Petrus de Palude (In IV Sent., 1. III, dist. 13, q. 2) y, entre los contemporáneos, a Malmberg (cfr F. Malmberg, Uber den Gottmenschen, Herder, Friburgo 1960, 71-88).

[160]. Cfr F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., 133.

[161]. Recuérdese el razonamiento de Santo Tomás: «Si la realidad divina no es inevidente ?escribe Tomás de Aquino?, desaparecerá lo formal de fe. Y como Cristo desde el primer instante de su concepción vio plenamente la esencia divina, se concluye que en Cristo no pudo darse fe» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 3, in c).

[162]. Cfr n. 3 v) de este capítulo.

[163]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a 4, in c.

[164]. Para evitar malentendidos, el Santo Oficio prohibió el 15.VII.1893 el uso del término penitente referido al Corazón de Jesús, aunque se dijese bajo la forma poenitens pro nobis. Como nota González Gil, «si volvemos los ojos al mismo Jesucristo, advertimos que, a pesar de mostrar un sentimiento muy profundo de la santidad de Dios y de tener un concepto muy alto del ideal de la virtud, nunca manifiesta el menor indicio de remordimiento de pecado, nunca experimenta la necesidad de pedir perdón por sus culpas; al contrario, puede asegurar con toda serenidad que siempre hace lo que agrada a su Padre (Jn 8,29)» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, 1, cit., 338-339).

[165]. Cfr J. A. De Aldama, Los dones del Espíritu Santo. Problemas y controversias en la actual teología de los dones, RET 9 (1949) 3-30.

[166]. León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9.V.1897 (DS 3327).

[167]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 7, in c.

[168]. S. Agustín, Epist ad Dardanum, 13 (PL 33, 847).

[169]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 8, in c. Y en el ad 2, escribe: «La fe tiene por objeto las cosas que no ve el creyente; la esperanza, las cosas que aún no posee el que espera. En cambio, el don de profecía tiene por objeto las cosas que sobrepasan el conocimiento común de los hombres, de cuya condición de viador participa el profeta. Por tanto, la fe y la esperanza están en oposición con la perfección de la bienaventuranza de Cristo; no, en cambio, la profecía».

[170]. Cfr sobre todo Rom 8,29; 12,3-8; 1 Cor 15,45; Ef 1,22-24; 4,7-16; 5, 23.27.29; Col 1,18-20; Tit 3,6; Hebr 5,9.

[171]. Pío XII, Enc. Mystici corporis, cit, AAS 35 (1943) 193-248.

[172]. «El alma de Cristo ?explica Tomás de Aquino? poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en lo cual consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencial mente la misma gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás; entre ambas sólo hay una distinción de razón» (STh III, q. 8, a. 5, in c.).

[173]. L Cerfaux, Le Christ dans la théologie de saint Paul, Cerf, París 1951, esp. 315-328. F. Prat, La Teología de San Pablo, II, cit., 324-341. CH. Journet, Teología de la Iglesia, Gómez, Pamplona 1962, 41-54; E. Sauras, El cuerpo místico de Cristo, BAC, Madrid 1956, 182-482.

[174]. Cfr F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., 93-115.

175. Tomás de Aquino, en coherencia con toda la tradición, enseñará que el cuerpo resucitado de Cristo es causa eficiente y ejemplar de la resurreción de los justos (cfr STh III, q. 56, aa. 1 y 2. Cfr L.F. Mateo-Seco, Eucaristía e Ressurreiçao dos corpos, «Theologica» 8 (1973) 1-19.

[176]. Cfr p.e., S. Greogorio de Nisa, Oratio catechetica magna, 37 (PG 45, 93-97).

[177]. La expresión es de J. H. Nicolas, cfr Synthese Dogmatique, cit., 375.

[178]. Con precisión es expuesta esta doctrina en la Sesión VI del Concilio de Trento (13.1.1547): «Finalmente, la única causa formal (de la justificación del hombre) es la justicia de Dios, no aquella por la cual El es justo, sino aquella con la que El nos hace justos a nosotros (canon 10 y 11). Es decir, aquella por la que enriquecidos dadívosamente por El, somos renovados en lo más íntimo del alma, y no sólo se nos consídera justos, sino que en realidad de verdad nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros la justicia en la medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere (1 Cor 12, 11) Y según la propia disposición y cooperación de cada uno» (DS 1529). Sobre la participación de los hombres en la gracia capital de Cristo, cfr., por ejemplo, F. Ocáriz, La elevación sobrenatural como re-creación en Cristo, en «Atti dell?VIII Congresso Tomistico Internazionale», Citta del Vaticano 1981, 281-292.

[179]. S. Juan Crisóstomo, In Ps 44,2 (PG 55, 185).

[180]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 11, in c. El ejemplo aducido a continuación por Santo Tomás muestra que está hablando de una infinitud relativa: «De modo semejante se puede decir que la luz del sol es infinita, no en cuanto a su ser, sino en cuanto luz, porque posee todo lo que pertenece al concepto de luz». Por esta razón generalmente se entiende esta afirmación como expresando una infinitud no en el sentido entitativo (en cuanto realidad), sino en sentido formal (en cuanto gracia).

[181]. Cfr p.e., A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1283-1284. En este sentido la plenitud de gracia de Cristo es netamente diferente de la plenitud de gracia de la Virgen. Cuando se aplica a Ella esta expresión, se hace teniendo presente que en cada momento de su existencia tuvo toda la gracia adecuada a la voluntad de Dios sobre Ella y diciendo al mismo tiempo que creció continuamente en gracia.

[182]. Buen ejemplo de este planteamiento es Santo Tomás de Aquino, quien defiende no sólo que Cristo tuvo la gracia en grado infinito, sino también que la tuvo así desde el primer instante de su concepción, y que, por tanto, no pudo crecer en cuanto a la gracia. No pudo aumentar la gracia en Cristo ?escribe?, «porque Cristo, en cuanto hombre, fue desde el primer instante de su concepción verdadera y plenamente bienaventurado. Por tanto no pudo aumentar en Ella gracia, ni tampoco en los demás bienaventurados que por estar en estado de término no son susceptibles de crecimiento» (STh III, q. 7, a. 12, in c.). La lógica seguida es evidente: las razones para decir que Cristo tuvo la gracia en grado infinito son las mismas que para decir que tuvo esta gracia desde el primer momento de su concepción. En efecto, ya entonces estaba unido hipostáticamente al Verbo y era Cabeza del género humano y de la Iglesia. Ahora bien, defender que Cristo tiene la gracia en grado infinito es lo mismo que defender que la tiene en grado sumo y, por tanto, que posee la gracia de la visión beatifica, es decir, que está en estado de término. Y ambas razones ?la infinitud y el estado de término? son incompatibles con el crecimiento en gracia.

[183]. Cfr J. A. Riestra, Historicidad y santidad en Cristo según Santo Tomás, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., 893-907.

[184]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, aa. 1-3.

[185]. STh III, q. 7, a. 12, ad 3.

[186]. Cfr p.e., S. Gregorio de Nisa, Adv. Apoll., 21 (PG, 1164-1165), donde repite que Cristo no es hombre común ?homo vulgaris, se suele traducir al latín?, ou día pánton koinós ánthropos.

[187]. Cfr Anathematismi Cyrilli Alexandrini, 10; Conc. De Éfeso (DS 261).

[188]. Conc. XI de Toledo, a. 675 (DS 539). Las mismas palabras se encuentran en el Concilio de Florencia, Decr. pro Jacobitis (DS 1347).

[189]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 15, a. 1.

[190]. Sententiarum Liber III, d. 12.

[191]. In III Sent. d. 12

[192]. In III Sent. d. 12; STh III, q. 15, a. 1.

[193]. Disp 33, sect. 2

[194]. «La naturaleza que asumió (Cristo) en sí misma podía pecar, porque no era bienaventurada en razón de la unión y tuvo libre albedrío y, en consecuencia, podía volverse a un lado y a otro; pero por la bienaventuranza fue confirmado desde el primer instante para que fuese impecable, como los bienaventurados son impecables» (Duns Escoto, In III Sent., disp. 13, q. 1, ad 2).

[195]. Entre los pocos autores que han negado la impecabilidad de Cristo se encuentran Günther y Farrar, quienes dicen que si Cristo no pecó fue debido a su sola líbertad, pero que no era realmente impecable (cfr A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1291).

[196]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 15, a. 1, in c. Cfr A. Durand, La liberté du Christ dans son rapport a l?impecabilite, NRT 70 (1948) 821 ss.

[197]. Así lo vió S. Máximo el Confesor en su lucha contra el monotelísmo. Cfr F.M. Lethel, Théologie de l?agonie du Christ..., cit., 76 ss. Cfr también A. C. Chacón, La libertad meritoria de Cristo y nuestra libertad, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit, 875-892.

[198]. Cfr CH. Pesch, De Verbo lncarnato, Herder, Friburgo 1909, 179-180. A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1297-1309. Cfr J. Stóhr, Reflexiones teológicas en torno a la libertad de Cristo en su Pasión y Muerte, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., 809-849.

[199]. Como escribe J. Auer, «puesto que todo pecado penetra hasta el núcleo personal del hombre, que en Jesús es el Logos divino y dado que además la naturaleza divina penetra por completo de gracia la naturaleza humana de Cristo, hay que decir de Jesús ante todo que es esencialmente impecable en virtud de la unión hipostática; con otras palabras, que no podía pecar, aun cuando su naturaleza humana fuera (en abstracto) pecadora» (J. Auer, Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, cit., 478). Esta última expresión «naturaleza (en abstracto) pecadora» no parece acertada, entre otros motivos, porque la naturaleza humana de Cristo «en abstracto» no existe; además, en cualquier hombre, la naturaleza humana «en abstracto» no es ni pecadora ni no pecadora; sólo por razón del pecado original se puede atribuir el calificativo «pecadora» a la naturaleza humana; toda otra atribución del concepto «pecadora» se refiere a las personas (pecado personal), no a la naturaleza. Sobre libertad y pecado, cfr L.F. Mateo-Seco, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, Emesa, Madrid 1978, 59-79.

[200]. Cfr S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 22, a. 6, in c.

[201]. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 24, a. 1. Cfr C. Fabro, Riflessioni sulla liberta, Maggioli editore, Rimini 1983, esp. 22-25.

[202]. Cfr p.e, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 30.VI.1968, n. 10.

[203]. Fue condenado en la sesión octava del Concilio Constantinopolitano II (2.VI.553), por decir, entre otras cosas, apoyado en su concepción de la existencia en Cristo de dos sujetos, que «uno era el Dios Verbo y otro Cristo, el cual fue molestado por las pasiones del alma y los deseos de la carne, y que así fue mejorando a causa de sus obras» (DS 434).

[204]. Santo Tomás hace notar, además, que no convenía que Cristo asumiese este defecto de la naturaleza humana, porque «en vez de ayudar a la satisfacción del pecado, le es contrario» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 15, a. 2, in c.).

[205]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 46, a. 6, in c. Y en el ad 4, prosigue luminosamente con esta afirmación, mostrando que la repulsa que siente Cristo por la muerte proviene precisamente de su santidad: «La vida corporal de Cristo fue de tanta dignidad, sobre todo a causa de su unión con la divinidad, que debía dolerse de su pérdida aunque fuese por una hora (...). De ahí que el Filósofo diga en III Ethic. que el virtuoso ama su vida tanto más cuanto que sabe que es mejor y, sin embargo, la arriesga por el bien de la virtud. De igual forma, Cristo expuso su vida, amada en grado sumo, por el bien de la caridad».

[206]. Valga el siguiente ejemplo, que ha de ser aplicado analógicamente. Mientras más quiere una madre a su hijo pequeño, más infaliblemente se levanta de noche si ese hijo la necesita. Yeso no significa que no tenga libertad, sino que tiene más amor. Pero por mucho amor que tenga, siempre el cuerpo apetecerá el descanso más que el levantarse a deshora.

[207]. Cfr p.e., R Schnackemburg, Der Sinn der Versuchung Jesu bei den Synoptikern, TQ 132 (1952) 297-326; J. Dupont, Les tentations de Jésus au désert, Desc1ée, Bruges 1968.

[208]. Baste recordar esta escena: Pedro intenta disuadir a Jesús de que se entregue a su Pasión, y Jesús contesta: Apártate de mí Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres (Mt 16, 23).

[209]. CEC, nn. 538-539.

[210]. S. Hilario, Commentarius in Mt (PL 9,988).