El Sacramento de la Penitencia y la santidad de los cónyuges

(Reflexiones sobre el Vademecum para los confesores)

 

por Mons. Francisco Gil Hellín

 


La Iglesia es santa. En Ella «todos, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad según aquello del Apóstol: Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (I Tes 4, 3; cfr Ef 1, 4)» (LG, 39). Esta misma y única santidad de la vocación cristiana es, por tanto, también propia de aquellos fieles que en el Pueblo de Dios reciben el sacramento del matrimonio. « El amor, con que el Esposo 'amó hasta el extremo' a la Iglesia, hace que ella se renueve siempre y sea santa en sus santos, aunque no deja de ser una Iglesia de pecadores» (Gratissimam sane -Carta a las Familias-, 19).


I. SANTIDAD DE LOS CÓNYUGES


Cuando se habla de santidad del cristiano no se puede descuidar el aspecto sustantivo que para tantos fieles constituye ser esposos y padres. Ellos «siguiendo su propio camino» (LG, 41), han de sostenerse con la ayuda de la gracia durante toda su vida por el amor fiel y formar en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a los hijos acogidos como don de Dios. Están, pues, llamados, ayudados por la gracia de dicho sacramento, a santificar las realidades específicas de su estado matrimonial. Una respuesta a esta vocación conyugal que no asumiese y pusiese de relieve el amor al propio cónyuge y a los hijos como programa de vida cristiana de los esposos sería, sin duda, incompleta.

Dios, en efecto, creó al hombre y a la mujer grabando en ellos una intrínseca orientación a la donación conyugal. El compromiso conyugal, por tanto, es para ellos algo natural e intrínseco a su misión humana, puesto que dicha relación de compromiso matrimonial refleja y traduce de modo eminente la sociabilidad propia de la persona. Una de las coordenadas para entender el "Vademecum" es, ciertamente, la llamada universal a la santidad que afecta a todos y a cada uno de los miembros del pueblo de Dios en las circunstancias concretas de su vida y lógicamente a los esposos cristianos. Esta vocación a la santidad de los cónyuges cristianos, como la de todo otro miembro del pueblo de Dios, implica en sí misma la glorificación de Dios.

La condición de esposos hace que para ellos aquella llamada universal quede configurada por las tareas propias y específicas de su misión de cónyuges y padres. Es decir, la santidad a la que están llamados pasa a través de su entrega conyugal y parental. Un cristiano casado no puede ser santo independientemente de su condición conyugal; no puede ser santo a pesar de ser casado, porque toda su vida humana y por tanto cristiana queda penetrada e inmersa en la realización del misterio del amor de Cristo a la Iglesia que su misma unión conyugal significa y del cual además participa.


II. PROMOVER LA SANTIDAD DE LOS ESPOSOS


Una pastoral de la Iglesia que no apreciase y tomase en consideración esta condición específica de tantos cristianos reflejaría un menor aprecio del valor humano y cristiano del estado y vocación matrimonial. Además, para tantos esposos el modo apropiado de su entrega a los demás y de su orientación y compromiso social radical consiste en la entrega conyugal y las exigencias que de ella se derivan. Ahora bien, una falta de consideración pastoral o una superficial atención a la calidad de la entrega que requiere, no sólo empobrece a los propios esposos sino que merma y debilita la riqueza de todo el tejido social.

Esto es lo que ha sucedido por mucho tiempo en la pastoral matrimonial y familiar, especialmente en la predicación sobre las exigencias sociales derivadas del estado matrimonial y en la guía espiritual de las conciencias a través de la administración del sacramento de la Penitencia. La desorientación y la falta de claridad en los criterios rectores han contribuido a que tantos esposos hayan trivializado la calidad de su amor, haciéndolo compatible a veces con expresiones contradictorias, las cuales lejos de fortalecerles en su entrega de esposos ha potenciado el egoísmo personal y minado la calidad de su donación.

Vivir la castidad en toda la riqueza que como virtud comporta es para todos una exigencia que supera las fuerzas humanas. Vivirla con plena coherencia en cada uno de los aspectos de la entrega conyugal requiere un grado de bondad y rectitud moral no indiferente. Amar al cónyuge según el grado de la total donación prometida en el fieri del matrimonio es ya de por sí prueba patente de verdadera santidad.

Pero este acto de amor inicial comporta una entrega que ha de realizarse en el tiempo. Los esposos no es que parten siendo ya santos y luego, ante las primeras dificultades conyugales, constatan que se desmorona su santidad. Los esposos, potencialmente santos, experimentan día a día la propia fragilidad en las dificultades que conlleva vivir aquella donación con entrega y coherencia; es entonces cuando con frecuencia descubren la necesidad de la gracia y acuden a los medios de la oración y de los sacramentos para ser capaces de amar con un amor más grande, para amar con el mismo amor de Cristo. Ellos por sí mismos no pueden, no obstante que en los primeros tiempos creyeran todo lo contrario. No es que aquel amor recio y fuerte con el que antes se amaban haya ahora decaído o desaparecido, es sólo que ha disminuido en su fuerza y entusiasmo. No es que la presencia de las primeras dificultades para vivir las exigencias de la castidad signifique que han retrocedido en la virtud. Hay dificultades que son compatibles con la virtud, y aun ayudan a crecer en ella.


III. EL MATRIMONIO, UN MISTERIO


El matrimonio ha sido desde la misma creación del hombre un misterio: hombre y mujer comprometidos en mutua y personal entrega son cooperadores de Dios en la transmisión de la vida. Pero esta revelación, presente ya en la misma creación, «alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia» (FC, 13). El texto transcrito indica estos dos momentos de una misma plenitud de revelación: la Encarnación y la muerte de Cristo en la cruz.

Efectivamente, el aspecto religioso inscrito en el matrimonio de Adán y Eva siguió explicitándose en toda la historia de la salvación a través de la institución del matrimonio en el pueblo de Israel. Entonces el compromiso conyugal, más allá de significar la relación del Dios creador con los hombres, hacía presente a Yahvé -«el que soy»- en la historia en estrecha relación con el pueblo elegido. Pero desde que el Verbo se hizo carne es el mismo Cristo, en el misterio de su Persona, quien significa y hace real esta divina presencia entre los hombres. La mayor relación y unión posible entre el Eterno y los hombres es Cristo en persona, verdadero Dios y verdadero hombre. El matrimonio cristiano no sólo significa el misterio de las relaciones de Dios con los hombres, sino que realiza este misterio de unión en Cristo Jesús.

En este sentido el comentario de San Juan Crisóstomo sobre la participación de Cristo en las bodas de Caná adquiere un especial significado: Jesús se hizo presente en aquellos desposorios para desvelar el misterio que encerraban, puesto que en realidad allí el verdadero Esposo era Él. Juan Pablo II en su homilía en el segundo encuentro mundial con las Familias resaltó cómo la alianza conyugal, que tiene su origen en el Verbo eterno de Dios, adquiere por Cristo «su carácter sacramental, su santificación» (5 oct. 1997).

Ahora bien, este misterio de amor de Dios en Cristo, presente ya en la misma Encarnación del Verbo, viene explicitado y hecho mayormente inteligible a los hombres a través de la entrega sacrificial de Cristo en la cruz. Lo que la Encarnación ya contiene -«tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16)-, el sacrificio del Calvario lo hace plenamente claro y patente -«nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13)-. Tanto la Encarnación como el sacrificio redentor dan contenido y expresividad al misterio transcendente de la comunión del hombre y la mujer, inscrito ya en el mismo designio creador. «En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación (cfr Ef 5, 32s); el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo» (FC, 13).


IV. LA VIDA MATRIMONIAL, CAMINO DE SANTIDAD


Hoy es prioritariamente necesario anunciar este «gran misterio», significado y participado en el matrimonio cristiano, y proclamar coherentemente la llamada a la santidad propia de los esposos. En efecto, el matrimonio y por tanto la vida de los casados es un camino de santidad. Los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio participan de la realidad de la entrega de Cristo a su Iglesia y poseen además aquella capacidad de respuesta con una vida en plena correspondencia. Es por ello que el Vademécum recuerda que los cónyuges como «todos los cristianos deben ser oportunamente instruidos de su vocación a la santidad» (1, l).

La Iglesia no ve en la condición de los casados una simple respuesta decorosa y adecuada con la dignidad de la persona humana y con las exigencias de la sociedad; ve en ella además una participación en la misma vida y en el misterio esponsal de Cristo, una participación que contiene la capacidad de respuesta a la voluntad concreta de Dios que les llama a santificarse en la más íntima encrucijada de las relaciones humanas. En el matrimonio, donde están los nexos más estrechos que ligan al hombre y a la mujer entre sí y con los demás, ha querido Dios que tantos fieles cristianos hagan presente el espíritu de la oblación de Cristo. A través de esa entrega, los esposos santifican estas radicales relaciones humanas que enriquecen la sociedad y la misma Iglesia; a la vez adquieren una creciente identificación con Cristo.

El amor humano en el sacramento del matrimonio ha sido elevado a ser una participación del amor mismo de Cristo por la Iglesia. El Concilio Vaticano II nos recuerda que «el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia» (GS, 48). Ese amor vivifica todas las realidades conyugales y familiares haciendo que cuajen en frutos de buenas obras agradables a Dios.

La realización, pues, plena y acabada de cuanto los esposos se entregan en el matrimonio no es realizable humanamente si la gracia de Cristo no interviene fortaleciéndoles en su debilidad. Es el mismo Señor quien se ha dignado sanar este amor, por el don especial de su gracia y caridad, y lo ha perfeccionado y elevado (cfr GS, 49); con él los esposos podrán superar la dureza de corazón. Así, con su Espíritu «el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó» (FQ, 13). Como agrega el Vademécum «la caridad -don que el Espíritu infunde en el corazón- asume y eleva el amor humano y lo hace capaz de la perfecta donación de sí mismo» (1, 2). Es Cristo quien revela la verdad plena y originaria del matrimonio y capacita al hombre y a la mujer para un amor total, liberándoles de la dureza del corazón.


V. LA CARIDAD CONYUGAL EN EL MISTERIO PASCUAL


El amor conyugal comporta tal generosidad en la donación al otro y en el olvido de sí, que para vivirlo con coherencia requieren no sólo el influjo del modelo de Cristo en su entrega por la Iglesia, sino la misma fuerza que dimana de dicho misterio pascual. «El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz» (FC, 13).

La vocación matrimonial si bien pertenece al orden de la creación, la realización de este misterio original (del «principio») en la vida de los esposos adquiere toda su consistencia, potencialidad y significado en el radio de acción del misterio de Cristo y de la Iglesia. El amor conyugal del cristiano «asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don mutuo y libre de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, que impregna toda su vida» (GS, 49).

Es por ello que para los fieles cristianos su matrimonio no puede realizarse sino en Cristo y en la Iglesia. No es imaginable una donación conyugal del cristiano haciendo abstracción de su condición bautismal; es por ello que su vocación a la santidad está necesariamente impregnada y especificada por su condición de esposos y padres.

La conyugalidad como condición de la criatura humana ha sido también cristificada por el bautismo, de modo que los novios no pueden comprometerla por la donación matrimonial sino como cristianos. El sacramento del matrimonio no es pues sino esa misma entrega conyugal de los configurados con Cristo por el bautismo. No existen dos posibilidades para el cristiano de realizar su matrimonio, el natural y el sacramental, como no es tampoco posible separar ya en el bautizado la criatura y el ser cristiano.

Esta nueva condición no es algo advenedizo y extrínseco, sino que transforma desde dentro la misma realidad natural que adquiere así una peculiar dimensión filial en Cristo. Desde esta configuración con Cristo especificada para los esposos por el sacramento del matrimonio, procede y se desarrolla la santidad de la vida conyugal: en virtud del sacramento, «cumpliendo su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su pleno desarrollo y a su mutua santificación y, por tanto, a la glorificación de Dios » (GS, 48).

Las virtudes teologales penetran todas las acciones de los cónyuges haciendo de cada una de sus vidas una ofrenda agradable al Padre. «Sólo si participan en este amor (de Cristo) y en este 'gran misterio' los esposos pueden amar 'hasta el extremo': o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias » (Gr S, 19). Serán luego las virtudes, las virtudes cristianas, las que impregnarán las obras y actividades comunes y las propias de la vida conyugal del espíritu de Cristo secundando, con plena docilidad a la acción del Espíritu Santo, la voluntad del Padre. Percibirán, pues, los esposos que la santidad propia y específica de su condición no les aleja de sus tareas ordinarias del hogar y de la familia, sino que es allí, en la diaria actividad que les ocupa, donde deben descubrir su misión peculiar a través de la cual son singularmente fecundos para el bien de la Iglesia y de la entera sociedad.


VI. SANTIDAD EN Y A TRAVÉS DEL MATRIMONIO


Si las realidades conyugales y familiares configuran desde dentro la identidad cristiana de los casados, su respuesta cotidiana y concreta a la llamada a la santidad ha de tener lugar en y a través de tales realidades conyugales y familiares. De lo contrario, todo intento de santidad podría llevar a una división interna, a una esquizofrenia, y en definitiva a una farsa, bien diversa de la vida según el Espíritu.

Es el diálogo del alma con Dios el que les lleva a percibir con claridad y corresponder con generosidad a los requerimientos de la gracia: «Dentro y a través de los hechos, los problemas, las dificultades, los acontecimientos de la existencia de cada día, Dios viene a ellos, revelando y proponiendo las 'exigencias' concretas de su participación en el amor de Cristo por su Iglesia, de acuerdo con la particular situación -familiar, social, y eclesial- en la que se encuentran» (FC, 5 l).

Dóciles, pues, a la acción del Espíritu Santo, los esposos cristianos se van haciendo más conscientes de la grandeza de la vocación cristiana y de la dignidad de esta llamada al amor conyugal; pero es también en su vida diaria donde experimentan la propia debilidad humana y el amor benevolente y misericordioso de Dios cuando se vuelven a Él implorando perdón. El camino de la santidad de los esposos, como de toda santidad cristiana, comporta la conciencia de la personal fragilidad para una respuesta adecuada a las exigencias y la experiencia concreta de la misericordia y del perdón de Dios para con las deficiencias y pecados personales.

La contrición y la penitencia son, pues, aspectos integrantes y necesarios de la santidad conyugal por la que uno o ambos cónyuges reconociéndose pecadores se disponen mejor a participar de modo creciente en la santidad de Dios. Dios, rico en misericordia, derrama su perdón sobre todos aquellos que confesando su pecado imploran la piedad divina. «Reconocer el propio pecado, es más reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios» (Rec et poen, 13).


VII. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA VIDA DE LOS ESPOSOS


Por tanto, el sacramento de la Penitencia se inscribe en el camino de santidad de los fieles, y por ello también en el de los esposos cristianos. Es necesario para perdonarles los pecados y las infidelidades a la propia vocación cristiana, para acrecentar en ellos los deseos de una vida santa, para curarles y fortalecerles con la gracia de la debilidad y de las heridas de los pecados precedentes. Una parte, pues, muy importante del ministerio de la reconciliación, tarea propia de los sacerdotes, es todo cuanto se refiere a esa área de los fieles como cónyuges y padres. «En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de la reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al 'conocimiento de sí mismo'» (Rec et poen, 13).

El Vademécum es, sin duda, un instrumento que ayudará a los confesores en este delicado ministerio de la confesión de los esposos cristianos. Según él indica un punto de referencia especialmente necesario es presentar y enmarcar toda la atención sacerdotal como ministros del perdón en esta perspectiva propia de la santidad conyugal a la que los esposos cristianos han sido llamados: abrirles los horizontes de su amor como participación en el Amor del Esposo, Cristo, que ama hasta el extremo, iluminarles y formarles la conciencia, acogerles y explanarles las tareas y los deberes de su estado; y, sobre todo, disponer sus corazones a la contrición para administrarles la gracia del perdón. Éste es un ministerio pastoral que contribuye eficazmente al crecimiento de la santidad del Pueblo de Dios.

Además de la llamada universal a la santidad hay en el Vademécum otras dos coordenadas específicas, absolutamente necesarias para hablar con profundidad y contenido de la santidad conyugal: la entrega conyugal, y la generosa y responsable orientación a la transmisión de la vida y la educación de los hijos. Estos dos elementos que son los bienes radicales del matrimonio constituyen la materia propia que los esposos han de vivir en el espíritu de Cristo para conseguir esa santidad concorde con su vocación cristiana.

Todos los aspectos que cada uno de ellos comprenden han de ser vivificados por el amor conyugal. El mismo amor que les llevó a donarse un día como esposos actualiza la entrega conyugal en el hoy de cada día. Asimismo, es esa misma fuerza dinámica la que hace que tal entrega se traduzca y concrete en los frutos del amor conyugal: la vida física, humana y cristiana de los hijos. Este amor conyugal se manifiesta, pero a la vez crece y se desarrolla en tales expresiones de la entrega cotidiana y de la transmisión y cuidado de la vida: procreación y la educación de los hijos.


VIII. ELEMENTOS DE LA ESPIRITUALIDAD CONYUGAL


La entrega conyugal, requerida por la bíblica «una caro», comporta una profunda comunión de vida entre los esposos y una plena cohesión en la orientación del propio hogar, y constituye la base para que la familia sea el ámbito adecuado de una comunión de personas. El aspecto unitivo de la comunión conyugal no se reduce a la relación física que directa y explícitamente puede indicar la expresión «una caro», sino que significa la plena comunión de sus personas, es decir, requiere e implica también todo el plano moral y jurídico. Dicho aspecto unitivo, expresado por la «una caro» comporta una unión plenamente humana, una específica communio personarum.

Esta unión conyugal es uno de los aspectos que una auténtica espiritualidad conyugal y familiar ha de potenciar. La santidad matrimonial de la vida de los. esposos cristianos proclama, en el lenguaje más cercano y comprensible a los hombres, el misterio de unión y fecundidad de Cristo y la Iglesia. La santidad de los esposos hace patente e inteligible en las acciones corrientes de la convivencia matrimonial el misterio transcendente del amor indefectible y concreto de Dios por cada hombre: manifiesta «a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor de los esposos, la generosa fecundidad, unidad y fidelidad, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros» (GS, 48).

La vida de, los esposos santos nos da a conocer y percibir la presencia de Dios en la vida de los hombres y la naturaleza del misterio de la Iglesia. Comenta Juan Pablo II en la Gratissimam sane: «No se puede, pues, comprender a la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, como signo de la Alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al 'gran misterio', unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la paternidad y a la maternidad. No existe el 'gran misterio', que es la Iglesia y la humanidad en Cristo, sin el 'gran misterio' expresado en el ser 'una sola carne' (Gen 2, 24; Ef 5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de la familia» (Gr S, 19).

Esta dimensión mística de la comunión conyugal conviene que sea uno de los puntos especialmente presentes en el examen que prepara a recibir el sacramento de la penitencia. En el ámbito del «gran misterio» el misterio del amor matrimonial adquiere toda su profundidad y grandeza también como presencia e instrumento de la redención. Cultivar la contrición y la petición de perdón, a Dios y al propio cónyuge, de aquellas manifestaciones graves o leves que se oponen a la dinámica de la comunión esponsal favorece muy especialmente el crecimiento en la virtud.

La recepción del sacramento de la penitencia ayuda y promueve la comunión y el espíritu de comprensión entre los esposos y familiares. Con frecuencia los fallos contra este aspecto necesario de la vocación matrimonial no han sido puestos de relieve en la administración del sacramento de la penitencia. Sólo si se trataba de acciones graves como el rechazo del cónyuge en la intimidad o la infidelidad conyugal merecían especial atención. Las consecuencias de una comunión imperfecta y débil entre los cónyuges frecuentemente entorpece y dificulta la oportuna orientación de la vida conyugal no sólo a la procreación sino también a la eficaz educación de los hijos.

La madurez de la entrega, por el contrario, ayuda a vivir con generosidad su relación intima y ayuda a desdramatizar las dificultades que eventualmente pueden existir en la responsable transmisión de la vida. El crecimiento en el amor conyugal va purificando y eliminando sus relaciones de todo egoísmo y les fortalece en la entrega, vivida más como verdadera donación al cónyuge que como expresión de posesión o dominio. Además, un clima sereno de comunión afectiva y efectiva entre los cónyuges es el medio más adecuado para todo el auténtico servicio a la vida desde la procreación hasta el cuidado y la educación de los hijos.

Siendo el punto de referencia la santidad, una santidad posible por la participación sacramental en la vida de Cristo, la ayuda ofrecida por el sacramento de la penitencia se pone en el camino real y concreto de la vida cristiana de los esposos, que como viatores están en un proceso de pecado y de conversión. La contrición y la conversión iluminan su existencia terrena en el hiato de cuanto ya poseen por la gracia y cuanto todavía no realizan acabadamente dada la debilidad humana. Todo cuanto es don ha de ser injertado en la vida propia de los esposos para que su entrega manifieste plenamente la entrega de Cristo a su Iglesia.

Las familias cristianas edifican «el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su condición de vida. Es por ello en el amor conyugal y familiar -vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad- donde se expresa y realiza la participación de la familia en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia» (FC, 50).

El sacramento de la penitencia proclama la grandeza del amor y de la misericordia de Dios. Su ejercicio a través del ministerio sacerdotal en beneficio de los cónyuges y familiares ayuda grandemente a hacerles crecer según la medida de Cristo y contribuye a anunciar a los hombres el misterio escondido del amor de Cristo a su Iglesia. Es un grito de esperanza que ni los límites y las debilidades del amor humano pueden acallar: Cristo sigue siendo fiel en su amor a los hombres, a su Iglesia, de un modo indefectible. Los defectos y miserias de los cónyuges no pueden silenciar el valor transcendente de su amor, porque Cristo ha previsto que en todo momento su sangre redentora pueda purificar y renovar la santidad del amor humano.