Prudencia y libertad

 

Tomás Trigo
Facultad de Teologia
Universidad de Navarra
Pamplona (España)
SCRIPTA THEOLOGICA, 34 (2002/1) 273-307

 

Sumario

Introducción.- 1. La prudencia en la Sagrada Escritura: A) Antiguo Testamento; B) Nuevo Testamento.- 2. La prudencia cristiana.- 3. La virtud de la prudencia en la teología.- 4. Necesidad de la prudencia para la comprensión y desarrollo de la vida moral.- 5. Razón y voluntad en la constitución de la virtud de la prudencia.- 6. La prudencia como medida o guía de las virtudes morales.- 7. Las partes o divisiones de la virtud de la prudencia.- 8. Los actos propios de la prudencia: el consejo, el juicio y el imperio.- 9. La dimensión social de la prudencia.- 10. Norma moral y actuación concreta.- 11. La imprudencia y la falsa prudencia.

 

Introducción

            La virtud de la prudencia, de auriga virtutum, ha pasado a ser pieza empolvada de museo arqueológico. Una de las causas de este arrinconamiento ?tal vez la más importante- es la ruptura producida en el pensamiento moderno entre verdad y libertad. El objetivo del presente trabajo es ofrecer una sucinta exposición de la virtud de la prudencia en la que puedan apreciarse dos características esenciales de la vida moral: La prudencia es condición de libertad, y la libertad es necesaria para ser prudentes.

            1. La prudencia es condición de libertad. Sólo a partir del conocimiento de la verdad sobre el bien se puede elegir la acción prudente, y sólo la conducta prudente hace libre a la persona: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).

            2. La libertad es necesaria para ser prudentes. Para conocer la verdad sobre el bien y, por tanto, para ser prudentes, se requieren buenas disposiciones morales, es decir, el deseo eficaz de liberarse del pecado, de tener un ?corazón limpio?. Únicamente el corazón libre de ataduras, que ama a Dios sobre todas las cosas, es capaz de ?ver? la verdad. El citado texto de san Juan, implica que para poder ?conocer la verdad? se requiere ?permanecer en la palabra de Cristo, ser su discípulo?. «La libertad hará florecer la verdad», podríamos decir con J. Stuart Mill, a condición de entender la libertad en un sentido diferente al del autor de On Liberty.

            La constatación de esta intrínseca dependencia entre conocimiento de la verdad y buenas disposiciones morales es muy antigua en el ámbito filosófico. Ya Platón enseñó que la verdad sólo se manifiesta a los hombres de mente y corazón puros. Aristóteles la expresa brevemente diciendo que «el bueno... juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad» [1].

            Sin embargo, para entender adecuadamente la relación prudencia-libertad, es imprescindible advertir que el concepto de libertad al que nos referimos es aquél que sitúa su esencia no en la posibilidad de elegir entre el bien y el mal (libertad de indiferencia), sino en el poder de obrar con perfección moral cuando se quiere. La diferencia entre ambos conceptos es fundamental, y la opción por uno u otro lleva consigo un cambio profundo en el modo de entender toda la vida moral [2].

            Mientras la primera rechaza toda influencia encaminada a realizar la elección adecuada, la libertad como poder de obrar el bien acepta agradecida todo lo que suponga una ayuda en ese sentido. No adopta una actitud ?objetiva?, ?neutral?, sino ?interesada?, una disposición interior de amor al bien,que es necesaria para ?conocer? y ?reconocer? la verdad moral. «La voluntad no es ajena al juicio de la inteligencia» [3]. Por el contrario, es ella la que dirige la mirada de la inteligencia hacia lo que le gusta ver. Si la voluntad está deseosa de identificarse con el bien, si es la voluntad de una persona recta, de corazón limpio, verdaderamente libre, dirigirá a la inteligencia hacia la consideración de la verdad. «No se encuentra la verdad si no se la ama; no se conoce la verdad si no se quiere conocerla» [4].

            La verdad práctica es mucho más difícil de reconocer que la verdad teórica, por la sencilla razón de que es toda la persona (no sólo su inteligencia), con sus virtudes y defectos, quien tiene que buscarla, y tropieza en sí misma con el mayor obstáculo: la resistencia a subordinarse a ella y a conformar a ella la propia conducta. Kierkegaard llega a decir que los hombres tienen más miedo a la verdad que a la muerte, y Carlos Cardona explica así esa afirmación aparentemente exagerada: «La verdad es como la sentencia de muerte de la soberbia, de la ambición, de la lujuria y de los demás desórdenes de las pasiones; de ahí que quien se obstina en vivir en la ?triple concupiscencia? de la que hablara el apóstol Juan, tenga horror a la verdad y la rehuya siempre. Pero incluso sin esa obstinación, la verdad, decía, asusta siempre un poco porque compromete personalmente. La verdad tiene consecuencias prácticas, y eso da miedo, porque no se sabe bien a dónde me puede llevar, qué sacrificios me puede exigir, qué renuncias me puede imponer» [5}.

            La soberbia se muestra sin duda como el gran inconveniente para reconocer la verdad. «El mayor dilema humano consiste, de hecho, en cómo enfocar la verdad: si tratarla humildemente o arrogantemente. Aquí radica la tentación más básica. Lo mismo que aquí se encuentra el pecado más básico: el pecado original, que está en el origen de todo pecado, y que consiste en dejarse llevar por la tentación de manipular, de dominar la verdad» [6]. La persona soberbia se rebela contra toda sumisión, contra todo aquello que no le permite ser dueño absoluto. La voluntad de afirmación propia le lleva a rechazar la verdad, porque es algo sobre lo que no tiene dominio. «Al deleitarse en la propia excelencia ?afirmaba Santo Tomás-, los soberbios sienten fastidio por la excelencia de la verdad» [7]. Por eso, sólo la persona que trata de liberarse del orgullo puede adoptar ante la verdad una actitud de sumisión.

            Pero además del impedimento que supone nuestra propia resistencia, es preciso liberarse también de otras trabas que colaboran con ella: la influencia del ambiente, las ideas de moda, los prejuicios que impregnan el modo de pensar, y la opinión de los demás, que tantas veces nos inclina a traicionar las convicciones más arraigadas ante el temor de ?quedar mal?.

            La libertad, el poder de hacer el bien moral cuando se quiere, que la persona conquista con la educación en las virtudes, se muestra así necesaria para encontrar la verdad práctica y, por tanto, la actuación prudente, y para realizarla efectivamente.

 

1. La prudencia en la Sagrada Escritura

            La reflexión teológica sobre la prudencia debe tomar la Sagrada Escritura como punto de referencia fundamental. Al estudiar esta virtud es especialmente importante evitar una consideración exclusivamente filosófica, que impediría hacerse cargo de su verdadera función en el obrar moral del cristiano. Sólo la Palabra de Dios revelada, en la que la prudencia aparece situada en el contexto de la historia de la salvación, nos puede hacer comprender la riqueza de esta virtud.

            Desde esta perspectiva teológica, el vocablo tiene menos importancia que el contenido. Bajo términos diversos (prudencia, sabiduría, discreción, sensatez, etc.) reconocemos un concepto común que consiste en el conocimiento en cuanto dirige la conducta concreta para vivir según la voluntad de Dios.

 

            A) Antiguo Testamento

            En el Antiguo Testamento, las ideas más interesantes sobre la prudencia y la sabiduría se encuentran en los libros sapienciales: Proverbios, Job, Eclesiastés, Sabiduría y Eclesiástico [8].

            En la Sagrada Escritura, la prudencia aparece, en primer lugar, como una propiedad de Dios: «Yo, la Sabiduría, habito con la prudencia, yo he inventado la ciencia de la reflexión. Míos son el consejo y la habilidad, mía la inteligencia, mía la fuerza» (Prov 8, 12-14). Job exclama: «Con él sabiduría y poder, de él la inteligencia y el consejo» (Job, 12, 13). En consecuencia, es Dios el que concede la prudencia al hombre. Ésta es, ante todo, un don de Dios, una gracia: «Yahvéh es el que da la sabiduría, de su boca nacen la ciencia y la prudencia» (Prov 2, 6).

            Al mismo tiempo, el hombre debe poner los medios para adquirir la sabiduría, acogerla y vivirla. Con este fin, la Sagrada Escritura ensalza en múltiples ocasiones su valor y sus beneficios: «El comienzo de la sabiduría es: adquiere la sabiduría, a costa de todos tus bienes adquiere la inteligencia. Haz acopio de ella, y ella te ensalzará; ella te honrará, si tú la abrazas» (Prov 4, 7-8). Es preferible a las riquezas (Prov 16, 16), preserva de los caminos tortuosos del pecado (Prov 2), guía todos los pasos del hombre (Prov 15, 21), lo hace discreto en el hablar (Prov 10, 9)y justo en sus juicios (Prov 28, 11).

            La prudencia es, por una parte, obra de la razón. Por eso, uno de sus actos propios es el conocimiento: «El corazón inteligente busca la ciencia, los labios de los necios se alimentan de necedad» (Prov 15, 14). Pero, por otra, para ser prudente se requieren las buenas disposiciones morales. El amor al bien es indispensable para discernir adecuadamente. De ahí que se afirme, por ejemplo, que el arrogante busca la sabiduría, pero en vano (cfr Prov 14, 6). En cambio, la lucha por cumplir la voluntad de Dios proporciona más prudencia y sabiduría que la edad: «Más sabio me haces que mis enemigos, por tu mandamiento que por siempre es mío. Tengo más prudencia que todos mis maestros, porque mi meditación son tus dictámenes. Poseo más cordura que los viejos, porque guardo tus ordenanzas» (Sal 119 (118) 98-99). He aquí como, si bien la prudencia lleva a la conducta recta, la rectitud de vida -guardar los mandatos de Dios- proporciona más prudencia que la larga vida.

            Para alcanzar la sabiduría son necesarias, en primer lugar, la oración y la meditación de la Palabra de Dios: «Por eso pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría» (Sab 7, 7); «Pero, comprendiendo que no podría poseer la Sabiduría si Dios no me la daba ?y ya era un fruto de la prudencia saber de quién procedía esta gracia-, me dirigí al Señor y se la pedí» (Sab 8, 21).

            Es preciso escuchar dócilmente los consejos de los padres y maestros, de las personas que tienen experiencia: «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre y no desprecies la lección de tu madre» (Prov 1, 8); «Escuchad, hijos, la instrucción del padre, estad atentos para aprender la inteligencia, porque es buena la doctrina que os enseño; no abandonéis mi lección» (Prov 4, 1-2). La petición de consejo y la escucha suponen la humildad de la persona que no confía en su propia razón y reconoce sus límites ante la sabiduría de Dios: «Confía en Yahvéh de todo corazón y no te apoyes en tu propia inteligencia» (Prov 3, 5).

            La prudencia de Israel es específicamente distinta a la de los otros pueblos, posee una novedad que deriva de la Revelación, y tiene como alma y raíz el temor de Dios: «El temor de Yahvéh es el principio de la ciencia» (Prov 1, 7). Es preciso tener en cuenta esta originalidad de la sabiduría de Israel para no confundirla con una sabiduría solamente humana, asimilable a la de cualquier otra moral filosófica o religiosa.

 

B) Nuevo Testamento

            En Cristo, la Sabiduría de Dios hecha carne, encontramos la prudencia perfecta y la perfecta libertad. Con sus obras nos enseña que la prudencia dicta que convirtamos la vida en un servicio a los demás, amigos y enemigos, por amor al Padre; con su muerte en la cruz nos muestra que la verdadera prudencia lleva incluso a entregar la propia vida, en obediencia al Padre, por la salvación de los hombres. Esta prudencia de Cristo parece exageración e imprudencia a los ojos humanos. Cuando manifiesta a sus discípulos que debe ir a Jerusalén, padecer y morir, Pedro «se puso a reprenderle diciendo: ?¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso?. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ?¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tropiezo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!?» (Mt 16, 22-23).

            La medida de la nueva prudencia la da un amor sin medida al Reino de Dios, valor absoluto que convierte en relativo todo lo demás: «Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33). Por el Reino vale la pena darlo todo (cfr Mt 13, 44-46), hasta la vida misma, porque según la lógica divina, el que encuentra su vida, la pierde, y el que la pierde, la encuentra (cfr Mt 10, 39). En consecuencia, muchas actitudes que parecen prudentes a los ojos humanos, en realidad son necias, como la del hombre que acumula riquezas pero se olvida de su alma (cfr Lc 12, 16-20), la del joven que no quiere seguir a Cristo porque tiene muchos bienes (cfr Lc 18, 18-23), o la del siervo que guarda su talento en lugar de hacerlo fructificar para el Señor (cfr Mt 25, 24-28). Son conductas imprudentes que tienen su raíz en la falta de libertad, en la esclavitud voluntaria con respecto a los bienes materiales o a de la propia comodidad.

            En la Carta a los Romanos, San Pablo distingue cuidadosamente entre la prudencia del espíritu y la prudencia de la carne. La primera es consecuencia de la gracia y del Espíritu Santo, que ilumina la razón: «Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom 8, 9). La segunda procede de las tendencias de la carne ?es decir, de las inclinaciones al pecado-, que son muerte, pues «son contrarias a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así los que están en la carne, no pueden agradar a Dios» (Rom 8, 7-8). La prudencia del espíritu, fruto de la renovación de la mente, da la capacidad para poder distinguir «cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2).

            El cristiano debe actuar de acuerdo con la renovación de su juicio y de su capacidad para discernir (dokimàzein) la voluntad de Dios (cfr Rom 12, 2) 9. En este aspecto, el cristiano, renovado ontológicamente, está en una situación distinta a la del pagano y a la del judío: el primero es incapaz de discernir y realizar lo que es conforme a la voluntad de Dios (cfr Rom 1, 28-32); el segundo, aun conociéndola mediante la ley, no tiene la fuerza para cumplirla (cfr Rom 2, 17-18).

            La nueva sabiduría del cristiano es radicalmente diferente a la que puede proporcionar la experiencia del mundo: «Hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de sabiduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que se van debilitando; sino que hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra» (1 Cor 1, 6-7). Esta sabiduría ha sido revelada por medio del Espíritu de Dios, y sólo es accesible al hombre espiritual, «pues el hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él» (1 Cor 2, 14). Se puede decir que el hombre espiritual posee el pensamiento de Cristo (cfr 1 Cor 2, 16), y que, por tanto, está capacitado para vivir de acuerdo con el criterio de la Cruz de Cristo, que para unos es necedad y para otros escándalo, pero para él es fuerza de Dios (cfr 1 Cor 1, 18-25).

            Las consecuencias para la vida moral son enormes, y sólo teniendo en cuenta la entidad de esta nueva prudencia se puede apreciar el contraste entre la ética cristiana y una ética simplemente humana: es el contraste entre la vida que se despliega según la lógica de la sabiduría revelada en la Cruz y la vida fundada en la sabiduría humana. Para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios ya no basta la mera sabiduría del hombre sabio; se requiere la sabiduría de Dios, contra la que se estrella la razón humana. «La sabiduría del hombre rehusa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero San Pablo no duda en afirmar: ?pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte? (2 Cor 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera ?locura? y ?escándalo?» [10].

 

2. La prudencia cristiana

            El cristiano, incorporado a Cristo por la gracia, no cuenta sólo con las luces de la razón para actuar con prudencia, ni la función de ésta virtud se reduce a buscar fines humanitarios. «Esta virtud cardinal es indispensable en el cristiano; pero las últimas metas de la prudencia ?señala Josemaría Escrivá- no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios, que nos quiere sencillos, pero no pueriles; amigos de la verdad, pero nunca aturdidos o ligeros. El corazón prudente poseerá la ciencia (Prv XVIII, 15); y esa ciencia es la del amor de Dios, el saber definitivo, el que puede salvarnos, trayendo a todas las criaturas frutos de paz y de comprensión y, para cada alma, la vida eterna» [11].

            La situación y horizonte del cristiano son nuevos. Por una parte, sabe que el fin al que está destinado es la comunión con la Santísima Trinidad, sabe que el camino es el seguimiento de Cristo y la identificación con Él, conoce por la fe las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. Todo esto le proporciona una nueva concepción de la realidad, un modo característico de valorar las cosas, los acontecimientos y las personas, y unas motivaciones específicas para su conducta. Y le otorga también nueva luz en su inteligencia para juzgar acertadamente qué le pide Dios en cada momento de su existencia.

            Por otra parte, las virtudes de la caridad y de la esperanza le conceden una nueva fuerza en su voluntad y en sus pasiones, y le capacitan para obrar como hijos de Dios, lo cual redunda positivamente en su inteligencia, pues las buenas disposiciones de la voluntad son necesarias para ser prudentes. La prudencia, como las demás virtudes morales, está íntimamente relacionada con la caridad. Según San Agustín, la prudencia «es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos». Este amor es el amor de Dios. Por eso, precisando más, añade que la prudencia «es el amor que sabe discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que le puede alejar de Él» [12]. Con razón afirma en otro lugar que «no se entra en la verdad si no es a través de la caridad» [13].

            La prudencia es la forma de todas las virtudes morales. Pero la prudencia, a su vez, debe ser informada por la caridad. Esto quiere decir que, por encima de los motivos de la prudencia natural, hay otro más elevado: el amor sobrenatural a Dios. La prudencia cristiana, mediante la fe informada por la caridad, abre al hombre a un ámbito de motivos determinantes de su conducta que son nuevos con respecto a la prudencia natural.

            La prudencia cristiana no sería verdadera prudencia si no contase con la gracia de Dios. «Desde este punto de vista ?advierte Ph. Delhaye- hay que establecer cierta conexión entre prudencia y esperanza. Porque si desde el punto de vista natural es imprudente emprender algo que humanamente no tiene probabilidades de éxito, no es contrario a la prudencia cristiana ir buscando lo que la gracia de Dios nos permite esperar. La virtud teologal de la esperanza se aplica a la vez a los bienes divinos y a los medios de obtener estos bienes. El juicio práctico concerniente a una acción apostólica, a un acto de caridad se verá evidentemente influido en sentido favorable por la auténtica prudencia» [14].

            Este organismo sobrenatural es completado y perfeccionado por todos los dones del Espíritu Santo, pero la prudencia guarda una relación especial con el don de consejo. La prudencia, como las demás virtudes morales, está subordinada a los dones, del mismo modo que un modo superior de acción dispone de elementos inferiores de realización. Así, el don de consejo, bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, pone en movimiento los actos de la prudencia, de manera que esta virtud encuentra en el don de consejo su fuente, su fin y su perfección [15].

            Los actos de la prudencia y los elementos que la hacen posible ?explica M.M. Philipon- siguen un ritmo discursivo, a veces muy lento debido a las dificultades que pueden presentarse. Gracias al don de consejo todo se simplifica e ilumina bajo la acción directa, especial, del Espíritu Santo, que se convierte en Guía de nuestra conducta. «En lugar de referirse a las normas de la moralidad mediante una lenta reflexión discursiva y con la ayuda de largas deliberaciones, el alma es esclarecida directamente por Dios, que le inspira la elección de los medios y le va indicando, gradualmente, los caminos que le conviene seguir, hasta cuando el alma no los entiende; con lo cual puede avanzar segura, apoyada en Dios, a través de las oscuridades de la fe y en medio de la noche» [16].

            El Espíritu Santo cuenta, sin embargo, con la colaboración de la persona. Para que el don de consejo pueda desplegarse con toda su virtualidad, es preciso que la inteligencia no ofrezca resistencia a su luz. Y para ello, el hombre debe poner en acto los medios de los que dispone -su razón iluminada por la fe-, para aprender las lecciones del pasado, comprender el presente, ser dócil a los consejos, prever las consecuencias de la acción, etc. Confiar en la iluminación del Espíritu Santo despreciando los medios ordinarios que Dios nos proporciona, está fuera de toda lógica.

            Puede decirse, por tanto, que el cristiano, en la medida en que es otro Cristo, ve las cosas como las ve Cristo, tiene su modo de pensar, su mente (cfr 1 Cor 2, 16); y, a la vez, tiene una nueva fuerza para realizar lo que dicta la prudencia: tiene la libertad de los hijos de Dios (cfr Rom 8, 21). Nueva luz y nueva libertad que redundan positivamente una en la otra. Como ha puesto de relieve A. Feuillet, a la metamorfosis, inaugurada por el Espíritu Santo en el bautismo y continuada con su asistencia y ayuda, se encuentra unida una renovación cotidiana del sentido moral del hombre. Mientras que el discernimiento moral se falsea por una existencia viciosa, se perfecciona sin cesar por la conducta espiritual del bautizado. «La vida cristiana íntegramente vivida es fuente de luz; si es necesario ver mejor para actuar mejor, es necesario también actuar mejor para ver mejor. El cristiano auténtico comprende así cada vez mejor lo que Dios quiere de él» [17]. La nueva condición del bautizado le capacita para un discernimiento superior de la voluntad de Dios, pues ésta se le ha manifestado en una dimensión inalcanzable para la sola razón, y, al mismo tiempo, le ha dado la capacidad de ponerla en práctica por medio de la fe y la gracia. Aparece así uno de los fundamentos de la moral cristiana que pasa a veces desapercibido: la capacidad de discernimiento entre el bien y el mal se encuentra mejorado gracias al don creado de la fe y al don increado del Espíritu [18].

            De todo ello se desprende que la prudencia cristiana es específicamente distinta a la simple prudencia humana. Al actuar en virtud de su nuevo ser y de unas motivaciones e intenciones propiamente cristianas, de la sabiduría revelada en Cristo, sus acciones, aunque sean materialmente idénticas a las del no cristiano, son sustancialmente distintas, pues las motivaciones no son algo que toque de modo superficial el obrar, sino que determina su valor y su significado moral. Pero además, la prudencia cristiana lleva muchas veces al hombre cristiano a elecciones materialmente diferentes a las que elegiría en las mismas circunstancias una persona sin la luz y la fuerza que proporciona la gracia. Así, si el cristiano tiene en cuenta la Cruz del Señor y trata de vivir su vocación de corredentor con Cristo uniéndose a su obediencia amorosa al Padre, sentirá también el deseo ?que se concretará en obras- de ofrecerse a sí mismo con Cristo en todas las acciones que realice, aceptará con alegría el dolor, buscará la mortificación voluntaria y muy posiblemente orientará muchos aspectos de su vida ?su tiempo, su trabajo, etc.- de un modo que puede resultar desconcertante para una consideración puramente racional.

 

3. La virtud de la prudencia en la teología

            No encontramos entre los Padres de la Iglesia un estudio amplio y sistemático sobre la prudencia. La presencia de esta virtud es, sin embargo, muy frecuente en sus escritos [19]. La influencia de la filosofía griega y romana es en ellos evidente. Pero no lo es menos la transformación que sufre la prudencia al ser puesta en relación con las virtudes teologales, entrando de este modo en un nuevo organismo moral.

            De la concepción de la prudencia que encontramos en los escritos de los Padres pueden subrayarse dos aspectos: a) es una virtud intelectual que capacita paraaplicar rectamente la verdad a la vida moral; b) es madre y moderadora de las demás virtudes: sin la prudencia no existen la justicia, la fortaleza ni la templanza.

            Sobre la prudencia que debe vivir el pastor de almas, el escrito más notable tal vez sea la Regula pastoralis de San Gregorio Magno. No consiste, como es sabido, de un tratado sobre la prudencia, pero como su objetivo es orientar al presbítero en el cuidado de los fieles que le están encomendados, son frecuentes los consejos sobre esta virtud: el pastor de almas ?afirma- «debe discernir con un examen sutil lo bueno y lo malo, y pensar, además, con gran celo, qué y a quién, cuándo y cómo tal cosa conviene. No ha de buscar nada propio sino que juzgará como su provecho el bien ajeno» [20].

            En el siglo XII, aparece el tema de la prudencia (discretio) en San Bernardo, Ricardo de San Víctor y Pedro Lombardo. Pero hay que esperar hasta Guillermo de Auxerre (-1231) para encontrar un tratamiento más profundo sobre esta virtud. Su elaboración es recogida por Felipe el Canciller (-1237), en quien se inspira San Alberto Magno 21. Los avances de estos autores desembocarán en el estudio sistemático que realiza Santo Tomás de Aquino [22].

            Desde la baja edad media, la importancia concedida a la prudencia se traslada paulatinamente a la conciencia. En Santo Tomás, por ejemplo, el tema de la conciencia no ocupa un lugar autónomo. En la Summa Theologiae, los principales problemas sobre la conciencia se resuelven en la cuestión sobre la moralidad del acto interior [23]. Pero, por influencia del nominalismo, la conciencia dejará de ser considerada simplemente como el instrumento para que el hombre se incorpore libremente al plan de Dios, y pasará a ocupar un lugar central. La causa de esta inversión es precisamente el cambio en la concepción de la libertad, que ya no se entiende como poder de hacer el bien, sino como indiferencia de la voluntad. En consecuencia, al presentar la ley exclusivamente como producto de la voluntad divina, aparece frente a ella la libertad humana, y entre ambas, la conciencia como juez que debe decidir en las acciones humanas qué parte corresponde a la ley de Dios y qué parte corresponde a la libertad del hombre.

            En los siglos XVI y XVII alcanza todo su vigor la polémica sobre los ?sistemas de moralidad?, gracias, en gran parte, al papel que se le atribuye a la conciencia, y a la necesidad de decidir qué corresponde a la ley y a la libertad cuando la conciencia es dudosa. El tratado de la conciencia crece cada vez más y se somete a revisión la costumbre de encuadrarla en el tratado sobre los actos humanos. Algunos autores, en los siglos XVII y XVIII, sitúan la conciencia en primer término, antes del estudio de la ley y del pecado, llegando a dejar para el último lugar el estudio de los actos humanos, lo que denota una clara pérdida del sentido directivo de la conducta por parte de la conciencia. La misma mentalidad de fondo prevalece durante el siglo XIX y parte del XX. Para algunos autores, el estudio de la obligatoriedad de la conciencia tiene más importancia que los problemas que comporta su formación.

            Al mismo tiempo, el papel de la prudencia en la vida moral se hace cada vez menos relevante, no sólo en los manuales que adoptan el plan del Decálogo, sino también en los que prefieren seguir el esquema de las virtudes. «A pesar de que no se les oculta la importancia que el Doctor Común atribuye a esta virtud ?tanto en la moral general como en la especial-, suelen limitarse a una reseña puramente informativa sobre su naturaleza, partes y pecados contrarios, a un encarecimiento de su insustituible misión en la formación de la conciencia, e incluso a un breve análisis de las relaciones psicológicas entre una y otra.

            Pero tras ese encarecimiento y ese análisis se encierra casi siempre una pérdida del sentido de esta virtud» [24].

            A comienzos del siglo XX, se inicia un movimiento encaminado a restaurar el papel de la prudencia en la vida moral. Uno de los primeros en emprender esta tarea fue H.D. Noble [25], que al estudio de los actos de la razón y de la voluntad que intervienen en el discernimiento moral, añade un análisis de las partes potenciales de la prudencia, precisando así de qué modo se inserta esta virtud en el perfeccionamiento de la conciencia, y qué influjo ejerce sobre ella la falsa prudencia.

            En este proceso de rehabilitación de la prudencia, tienen una importancia especial las obras de C. Spicq y O. Lottin sobre la conciencia y la prudencia en la Sagrada Escritura y en el pensamiento clásico y cristiano [26], y, sobre todo, los trabajos de T.H. Deman [27], que contribuyen a clarificar la confusión en las relaciones entre prudencia y conciencia.

 

4. Necesidad de la prudencia para la comprensión y desarrollo de la vida moral

            El concepto de prudencia que aparece en las Escrituras, en los Padres y en los grandes teólogos se ha ido desvirtuando de tal manera que apenas puede reconocerse en la idea que de esta virtud tienen muchos contemporáneos. Según una mentalidad muy extendida, se considera prudente a la persona que no se compromete, que no arriesga nunca su propia seguridad, que opta siempre por lo útil más que por lo honrado, que sabe mantener un ?sabio? equilibrio para ser considerada ?buena persona?. La decisión de entregar la vida al servicio de Dios y a los demás, la generosidad del matrimonio que quiere formar una familia numerosa, el compromiso de los esposos de ser fieles durante toda la vida, la valentía de defender la verdad aun a riesgo de perder beneficios materiales, etc., no rara vez se consideran conductas imprudentes e irresponsables.

            Para esta mentalidad, santidad y prudencia no son compatibles, y rresulta imprudente decidirse a vivir las exigencias de Cristo. «La teoría clásico-cristiana de la vida sostiene, por el contrario, que sólo es prudente el hombre que al mismo tiempo sea bueno; la prudencia forma parte de la definición del bien. No hay justicia ni fortaleza que puedan considerarse opuestas a la virtud de la prudencia; todo aquel que sea injusto es de antemano y a la par imprudente» [28]. La importancia de la prudencia en la vida moral puede resumirse diciendo que es condición imprescindible de toda conducta moralmente buena, es decir, de toda conducta verdaderamente libre. No puede haber vida virtuosa, no puede haber libertad sin prudencia.

            El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece la siguiente definición: «La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» [29]. La vida moral consiste en querer y obrar el bien, es decir, en ser verdaderamente libres. Pero para que el querer y el obrar sean buenos deben ser conformes a la verdad objetiva del ser, es decir, a la realidad natural y sobrenatural. La verdad es el supuesto de la bondad, de la libertad. Pues bien, gracias a la prudencia, el hombre quiere y obra conforme a la verdad.

            De ahí que la prudencia pueda llamarse genitrix virtutum, madre y causa de las demás virtudes: sólo aquel que actúa de acuerdo con la verdad sobre la realidad natural y sobrenatural puede ser justo, fuerte y templado. Esta primacía de la prudencia ?afirma J. Pieper- «refleja, mejor quizá que ningún otro postulado ético, la armazón interna de la metafísica cristiano-occidental, globalmente considerada; a saber; que el ser es antes que la verdad y la verdad antes que el bien» [30].

            Pero para poder conocer la verdad sobre la realidad y someterse a ella, para ver las cosas como son y aceptar y reconocer su verdad, es necesaria una actitud interior humilde y dócil; se requiere, en definitiva, la condición para poder ver: limpieza de corazón (cfr Mt 5, 8), o lo que es lo mismo, libertad: el corazón limpio es el que ?libre de toda atadura- ama a Dios sobre todas las cosas.

 

5. Razón y voluntad en la constitución de la virtud de la prudencia

            La prudencia se refiere al conocimiento de las acciones que debemos desear o rechazar. El hombre prudente compara lo pasado con lo presente para prever y disponer la acción futura; delibera sobre lo que puede suceder y sobre lo que conviene hacer u omitir para alcanzar su fin. La prudencia implica conocimiento y discurso. Es, por tanto, una virtud de la razón práctica, un hábito cognoscitivo, una virtud intelectual.

            La razón especulativa conoce y contempla la verdad. Su objeto es lo necesario y universal, lo que no cambia, como las verdades de la ética y de la metafísica. Pero la prudencia tiene como objeto propio las acciones concretas, contingentes, temporales, que debemos realizar aquí y ahora en orden a un fin. Y todo esto pertenece a la razón práctica [31]. Ahora bien, las acciones concretas son objeto de la prudencia no en cuanto a su bondad, sino en cuanto a su verdad. En caso contrario no sería una virtud intelectual, sino moral: «Las cosas agibles son materia de la prudencia según que son objeto de la razón, a saber, bajo la razón de verdad» [32].

            Por todo ello, Aristóteles definía brevemente la prudencia como la «recta razón de lo agible» (recta ractio agibilium). Es razón porque su sujeto es esta potencia cognoscitiva. Es de lo agible porque se refiere a los actos humanos libres en cuanto hacen moralmente mejor o peor a la persona que los realiza, y no a las acciones en cuanto medios para producir o fabricar alguna cosa (aspecto al que se refiere el arte o la técnica). Y es recta por ser una virtud que perfecciona, rectifica, corrige a la razón para que el acto que se realice sea acertado, el mejor desde el punto de vista moral [33].

            Aunque la prudencia es una virtud cognoscitiva, lo que se conoce se refiere a la vida moral, es decir, a algo en lo que interviene la voluntad con sus actos y virtudes. Por eso afirma Santo Tomás que «la prudencia no está sólo en la razón, sino que tiene algo en el apetito» [34]. Si bien ?formalmente? es una virtud intelectual, su ?materia? es moral; de ahí que pueda considerarse una virtud ?media? entre las intelectuales y las morales [35].

 

6. La prudencia como medida o guía de las virtudes morales

            Las virtudes morales no se autodirigen, pues la voluntad no conoce. Es la prudencia la que las dirige, orienta y regula, de modo que se puede llamar ?forma de las virtudes?. Incluso la conexión entre las distintas virtudes depende de la prudencia, pues para unir los actos de la voluntad es preciso conocer y comparar, y esto es propio de la razón.

            La orientación que ejerce la prudencia consiste en determinar no el fin, sino el justo medio para alcanzar el fin: «No pertenece a la prudencia fijar el fin de las virtudes morales, sino sólo disponer de aquellas cosas que miran al fin» [36]. Gracias a la prudencia encontramos, conocemos, elegimos la acción que aquí y ahora, en estas circunstancias concretas, constituye el medio adecuado, verdadero, para llegar al fin, que es la felicidad. Y de este modo las virtudes morales pueden realizar el bien conforme a la verdad; verdad que es conforme a una realidad caracterizada por circunstancias determinadas.

            De todas formas, la prudencia no es la única condición para que se dé la virtud moral. Previamente, se requiere conocer el fin al que se dirige la misma prudencia, y este conocimiento previo y superior es propio de la sindéresis o hábito de los primeros principios prácticos.

            También es previa a la prudencia la inclinación de la voluntad al fin. Este fin sólo es asequible por parte de la voluntad si hay en ella una recta inclinación a él. Ahora bien, esta inclinación se fortalece con las virtudes morales. Por tanto, si la prudencia es requisito de las virtudes morales, también las virtudes morales son un requisito de la prudencia. Esta especie de ?círculo virtuoso? no constituye un difícil problema si se tiene en cuenta que la prudencia y las demás virtudes no están en el mismo plano ni tienen la misma función. Pero es importante no considerar esta interconexión como una simple cuestión académica. Se trata, precisamente y en último término, de la relación -que, a lo largo de este trabajo, queremos poner de relieve- entre verdad y libertad. En muchas ocasiones, la falta de prudencia, la incapacidad de discernir lo verdadero de lo falso, o lo que se ha llamado ?ceguera para los valores?, no se debe tanto a una deficiencia intelectual cuanto a la mala disposición de la voluntad, es decir, a una conducta inmoral más o menos arraigada. Con dos versos de Lope, podemos decir «que los vicios ponen, a los ojos vendas». La imprudencia puede estar causada por la falta de libertad. Analizando cada una de las partes de la prudencia, se puede constatar esta relación de modo más concreto.

 

7. Las partes o divisiones de la virtud de la prudencia

            Las partes de la prudencia no son virtudes diversas de la prudencia, sino requisitos imprescindibles para que se dé esta virtud [37]. Santo Tomás señala ocho: cinco pertenecen a la prudencia en cuanto es cognoscitiva: memoria, inteligencia, docilidad, solercia o sagacidad y razón; y tres en cuanto es preceptiva: providencia o previsión, circunspección y precaución.

            1. La memoria es el sentido interno cuyo objeto propio son los recuerdos referidos a realidades particulares y concretas del pasado. Para llevar a cabo una acción se requiere experiencia del pasado, saber qué sucede en la mayoría de los casos, aprender las lecciones que da la vida. Hay que recurrir a la memoria individual si se trata de la conducta personal, y a la memoria colectiva o historia si se trata de la prudencia social, la que se refiere a la dirección de un grupo de personas. No se trata, pues, de acumular datos en la memoria, sino extraer de ellos, mediante la meditación, la verdad que nos puede dirigir en el futuro. Es la actitud que encontramos en María, de la que nos dice el Evangelio que «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 51).

            Si la función de la prudencia es que el conocimiento de la realidad sea la medida del obrar, es imprescindible que el conocimiento del pasado (la memoria) sea fiel a la realidad. «El falseamiento del recuerdo, en oposición a lo real, mediante el sí o el no de la voluntad, constituye la más típica forma de perversión de la prudencia, pues contradice del modo más inmediato el sentido primordial de la misma: el de ser el ?recipiente? donde se guarda la verdad de las cosas reales» 38. Tenemos una gran facilidad para falsear los recuerdos, acentuando aquellos que favorecen nuestros intereses, negando los que no nos conviene considerar, creando incluso situaciones o intenciones que sólo existen en nuestra imaginación. De este modo deformamos casi imperceptiblemente la conducta propia o ajena, lo que redunda muchas veces en la deformación de la conciencia y abre el camino al subjetivismo. En consecuencia, se advierte aquí la importancia de que la voluntad ejerza su dominio sobre la memoria y la imaginación. La persona que quiere buscar la verdad sobre el bien, trata de evitar los obstáculos que pueden ponerle sus sentidos. Algo muy distinto es lo que sucede cuando se entiende la libertad como indiferencia de la voluntad. El interés se pone entonces en ?liberarse? de todo conocimiento del pasado, porque se considera la docilidad a la experiencia como una atadura y no como una ayuda para actuar de acuerdo con la verdad. Y si la libertad se entiende como poder hacer lo que piden las pasiones ?actitud que suele estar a un paso de la anterior-, del pasado se tomará sólo lo que sirva para justificar el propio capricho.

            2. La inteligencia, en cuanto parte integral de la prudencia, consiste, en primer lugar, en el hábito natural de los primeros principios, y, en segundo lugar, en el uso práctico de la inteligencia [39], que puede ser obstaculizado, oscurecido, por las propias pasiones desordenadas, mientras que las virtudes morales lo facilitan.

            La inteligencia de la que aquí se trata «designa lo que hoy día se llamaría el sentido de lo real o también el sentido de lo posible (...). En principio puede parecer cosa fácil abrir los ojos, los del espíritu como los del cuerpo. Pero la experiencia muestra que muchas personas son miopes de espíritu como de los ojos, y sólo se dan cuenta de ello con ocasión de un accidente. En efecto, muchos hombres no ven las cosas como son, sino como ellos querrían que fueran. Obedecen a veces a prejuicios, a ideas preconcebidas» [40].

            Para poder ver las cosas como son, es preciso, antes de nada, querer que las cosas sean lo que son y no lo que a nosotros nos gustaría que fueran. Esto significa ?respeto a la realidad?, actitud de apertura a lo real, y sólo es posible al hombre libre. El esclavo de su orgullo, del placer o de cualquier pasión, no respeta la realidad porque no impone silencio a sus pasiones, todo lo refiere a sí mismo y sólo se oye a sí mismo [41].

            En el campo moral, ver bien no depende exclusivamente de la inteligencia: se requiere libertad con respecto a los propios intereses y deseos, pues son ellos quienes nos hacen ver las cosas no como son sino como nos gustaría que fueran. He aquí otro aspecto de la verdadera libertad. «La expresión tantas veces repetida, ?ver las cosas como son?, no debe tomarse a broma; se trata de una elevadísima exigencia y una empresa que entraña múltiples riesgos.

            Goethe nos brinda esta sentencia: ?En el hacer y actuar, lo que ante todo importa es captar perfectamente los objetos y tratarlos conforme a su naturaleza?. Muy bien dicho, pero tales objetos no son meras entidades neutras que se ofrecen a la pura ?contemplación?, sino cosas que delimitan e integran una situación decisoria; son, en el sentido más enérgico, lo concreto, que cambia constantemente y pone nuestro interés en juego, aunque de modo muy indirecto. Lo que aquí se nos pide es reducir ese interés al silencio, como requisito para oír y percibir algo (...). Este primer requisito ?de toda decisión moral- consiste en ver y considerar la realidad. Cierto que el ver no constituye sino la mitad de la prudencia; la otra mitad es ?traducir? ese conocimiento de la realidad en el decidir y obrar. Podría decirse que la prudencia es el arte de decidirse bien, o sea, correcta y objetivamente, ya tenga esto relación con la justicia, fortaleza o templanza» [42].

            3. La docilidad nos es necesaria para recibir los consejos de otras personas. «La prudencia tiene por objeto ?afirma Santo Tomás-, las acciones particulares. Pero, como éstas se presentan en infinita variedad de modalidades, no puede un solo hombre considerarlas todas a través de corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que, en materia de prudencia, el hombre necesita de la instrucción de otros, sobre todo de los ancianos, que han llegado a formar un juicio sano acerca de los fines de las operaciones (...). Pero es propio de la docilidad el disponernos para recibir bien la instrucción de otros. En consecuencia, debemos colocarla entre las partes de la prudencia» [43].

            Para ser dócil se requiere ser humilde, aceptar la verdad sobre uno mismo, sobre las propias limitaciones. Por eso, como afirma Josemaría Escrivá, «el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto» [44].

            Ser dócil quiere decir no sólo pedir consejo, sino escuchar, prestar atención a lo que nos aconsejan, con el deseo sincero de aceptar lo que se nos dice. No se debe pedir consejo y ser dócil a cualquier persona, sino a las que «han llegado a formar un juicio sano acerca de los fines de las operaciones», es decir, a las personas prudentes, que si lo son serán también virtuosas.

            Además, no se trata de pedir consejo en todo momento, sino cuando conviene y respecto a lo que vale la pena. Lo contrario podría ser fruto ?y causa- de una personalidad insegura e inmadura, que necesita apoyarse siempre en el parecer de los demás por miedo a la responsabilidad que implican las propias decisiones. Incluso cuando conviene pedir consejo, debemos hacerlo propio y asumirlo con responsabilidad personal. La búsqueda de consejo no pretende sustituir la propia decisión, sino buscar seriamente la verdad para ilustrar el conocimiento, y actuar en consecuencia de modo personal y responsable. «La docilidad no conlleva una sumisión irracional a lo que no se entiende, sino una obediencia inteligente, que intenta penetrar en lo que la realidad ofrece a nuestra mirada o al consejo que se nos ofrece oportunamente. Para ser dócil uno debe ser dúctil, maleable, esto es, no empecinarse en sus propios pareceres, puntos de vista o gustos que, tal vez por falta de información, pueden ser erróneos. Además, aunque uno sepa que posee la razón, si quiere evitarse disgustos, debe tener la suficiente flexibilidad para tomar otra decisión si varían las circunstancias» [45].

            En este aspecto tiene especial importancia entender bien qué significa ser libre. Pedir consejo, ser dóciles a los consejos de personas experimentadas, parece hoy a muchos algo opuesto a libertad. Y ciertamente lo es si se identifica la libertad con la indiferencia de la voluntad y con la absoluta autonomía de la persona. Esto es precisamente lo que muchos entienden, y por ello consideran que lo ideal es decidirse a actuar sin ningún tipo de influencia, con independencia absoluta. Pero como esto es imposible, quien lo pretende termina dejándose influir por su egoísmo, por su orgullo o por lo que agrada a los demás, y afirmando que en realidad eso es lo que él quiere. Por el contrario, para quien quiere actuar de acuerdo con la verdad y ser verdaderamente libre, busca y agradece el consejo como una ayuda inapreciable.

            4. La solercia, solicitud o sagacidad se refiere a «la adquisición de una recta opinión por sí mismo» [46]. Sucede a veces que no podemos pedir consejo ni detenernos a deliberar durante mucho tiempo sobre una acción a realizar. Para que tal actuación no sea precipitada se necesita la solercia (del latín solers, hábil, ingenioso, de dónde deriva solicitud), que es una fácil y pronta apreciación para encontrar los medios que hemos de poner, y que supone autodominio. «La solertia ?afirma J. Pieper- es una ?facultad perfectiva? por la que el hombre, al habérselas con lo súbito, no se limita a cerrar instintivamente los ojos y arrojarse a ciegas a la acción (...), sino que se halla dispuesto a afrontar objetivamente la realidad con abierta mirada y decidirse al punto por el bien, venciendo toda tentación de injusticia, cobardía o intemperancia. Sin esta virtud de la ?objetividad ante lo inesperado? no puede darse la prudencia perfecta» [47].

            5. «La prudencia necesita que el hombre sepa razonar bien» [48], que sepa hacer buen uso de la razón, de la deliberación, necesaria para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares. Designa, por tanto, la actividad de nuestro espíritu que combina diversos conocimientos para extraer una conclusión.

            6. La providencia o previsión es, según Santo Tomás, la parte más importante de la prudencia [49]. Significa ver de lejos, prever, anticiparse al futuro. Dispone para apreciar con acierto si determinada acción concreta es el medio más adecuado para conseguir el fin propuesto.

            La previsión implica un cierto riesgo. En las acciones que se realizan bajo el imperio de la prudencia no cabe la seguridad absoluta. Hay que actuar con certeza, pero «la certeza que acompaña a la prudencia no puede ser tanta que exima de todo cuidado» [50]. Si se espera a poseer una certeza metafísica no se llegará nunca a la acción. Es propio de la persona prudente no tratar de tener más seguridad de la que se puede tener, ni dejarse engañar por falsas certezas. «No es prudente ?afirma Josemaría Escrivá- el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar» [51].

            7. Mientras la previsión descubre qué acción es conveniente para alcanzar un fin, la circunspección considera si esa acción es conveniente en las actuales circunstancias. Circunspicere, mirar alrededor, indica la actitud de la persona que, antes de actuar, considera las circunstancias para ver si su acción es o no oportuna. En esta consideración es preciso valorar bien, dar importancia a los elementos determinantes, pues «sucede a veces que una operación en sí misma es buena y proporcionada al fin, pero que por alguna circunstancia se hace mala o no oportuna para tal fin. Así, dar a uno muestras de amor, considerado en sí mismo, parece ser conveniente para moverle a amar; pero no lo es si es un soberbio o lo toma como adulación. Por ello es necesaria en la prudencia la circunspección, para que el hombre compare lo que se ordena al fin con sus circunstancias» [52].

            8. La cautela (cautio) o precaución consiste en evitar los males que nos impiden realizar el bien, y que la razón puede prever, no aquellos que suceden de modo impredecible o por azar. Mientras la previsión o providencia busca el bien y evita el mal, la precaución evita los obstáculos extrínsecos al bien, es decir, las circunstancias que impiden realizar la obra buena [53].

 

8. Los actos propios de la prudencia: el consejo, el juicio y el imperio

            La prudencia, como la razón práctica, es cognoscitiva e imperativa. Primero aprehende, conoce la realidad, y después, manda, impera el querer y el obrar. El conocimiento de la realidad es previo al imperio. Éste toma su medida del conocimiento, al que sigue y se subordina.

            En la prudencia hay tres actos; los dos primeros son cognoscitivos y el tercero es imperativo: el consejo (consilium), el juicio práctico (iudicium practicum) y el precepto (praeceptum), imperio (imperium) o mandato [54].

            1. Aconsejarse o deliberar quiere decir sopesar los pros y los contras de una acción, tratar de saber cuál de las posibles soluciones a un problema es la mejor, qué bien a realizar es mayor que otro, etc. Es un acto cognoscitivo. No consiste, por tanto, propiamente en el hecho de pedir consejo ?algo que también se debe hacer cuando convenga-, sino en el acto de deliberación que realiza uno mismo. Cuando la razón se perfecciona adquiriendo el saber aconsejarse de modo recto, se dice que tiene un hábito propio, llamado eubulia (buen consejo) 55. A este hábito se opone la precipitación.

            La precipitación o atolondramiento consiste en la falta de deliberación necesaria. La voluntad zanja prematuramente la deliberación racional sin motivos suficientes, porque cede ante el deseo de satisfacer la propia soberbia o algún deseo sensible. En lugar de seguir los pasos que deben darse para que la acción sea prudente (la memoria del pasado, la inteligencia de las cosas presentes, la solicitud en la consideración de los eventos futuros, el razonamiento que compara lo pasado con lo futuro y la docilidad ante los consejos y experiencias de otras personas), la persona se deja llevar por el ímpetu de la voluntad o de la pasión [56].

            Las pasiones que más fácilmente llevan a la precipitación son, según Santo Tomás, la lujuria y la ira [57]. Pero, en general, cualquier pasión, en la medida en que no se domina, puede ser un obstáculo para la deliberación paciente y objetiva. Por otra parte, en muchas ocasiones, es la soberbia, la excesiva confianza en el propio saber, la causa de que no se busque o acepte el consejo de otras personas, tomando así decisiones precipitadas y, por tanto, imprudentes.

            2. El juicio práctico es un acto cognoscitivo por el que la razón destaca por encima de las demás una acción a realizar. Este acto engendra el hábito llamado synesis, que quiere decir sensatez, sentenciar bien, juzgar rectamente, tener buen sentido. «El juicio recto consiste en que la inteligencia aprehenda las cosas tal como son en sí mismas. Esto se da cuando está bien dispuesta, como un espejo en buenas condiciones reproduce las imágenes de los cuerpos como son en sí mismos» [58].

            Para que la inteligencia esté bien dispuesta se requiere la buena voluntad, que sólo se da en la persona libre, virtuosa. Sólo ella puede reducir el propio interés al silencio para poder ver la verdad sobre la realidad. Además, de un modo más directo, se requiere que la inteligencia no esté imbuida de ideas y concepciones erróneas, y ésta es precisamente la función de la synesis [59], a la que se opone la inconsideración.

            La inconsideración es el acto contrario al juicio práctico recto. La persona inconsiderada o insensata es aquella que no sabe juzgar o destacar por encima de lo demás lo que vale la pena, en un momento y lugar determinados y del modo apropiado, debido a que desprecia o se niega a tener en cuenta la circunspección y la cautela, de las que procede el juicio recto [60].

            La inconsideración o insensatez, la falta de sentido, puede tener diversas causas: la pereza mental, el cansancio, una enfermedad mental, la ligereza que todo lo toma a broma, una cierta indiferencia ante la verdad o, por el contrario, una actitud fanática ante determinados valores relativos que se convierten en absolutos. Sea cual sea el motivo, se desemboca siempre en no valorar lo real en su justa medida.

            La insensatez, la falta de juicio recto, es un síntoma claro de inmadurez. «(La madurez) se manifiesta, precisamente, en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres» [61]. Pero tal insensatez, característica de la persona inmadura, no es necesariamente proporcional a la edad.

            Con Aristóteles, Santo Tomás distingue la synesis de la gnome o saber sentenciar ad casumn [62]. Mientras que la synesis se refiere al juicio recto sobre las cosas que suceden de modo plural, la gnome se refiere al recto juicio sobre lo legalmente justo [63]. El defecto contrario a la gnome es la inflexibilidad o rigidez en el juicio, es decir, el juzgar de igual modo todos los casos. Si la gnome facilita la epiqueia, que consiste en no aplicar en ciertos casos la justicia común, el defecto opuesto a la gnome es disponer de un juicio ya fijado, una falta de flexibilidad que impide cambiar de parecer aunque cambien las circunstancias. Esta rigidez puede ser también manifestación de inmadurez, de inseguridad: ante el miedo al riesgo, se opta imprudentemente por la seguridad que proporciona la letra de la ley, sin tener en cuenta las consecuencias negativas de ese modo de proceder. Como en el fondo lo que falta es la virtud de la prudencia, la rigidez está a un paso de la laxitud, paso que puede darse fácilmente como vía de escape de la situaciónagobiante producida por la propia rigidez.

            3. Para ser prudentes no basta con deliberar o aconsejarse bien y juzgar rectamente lo que debe hacerse. Es preciso poner en práctica lo que se ha juzgado conveniente. No hacerlo, omitirlo, sería imprudente. Este acto, que consiste en mandar sobre uno mismo para poner por obra lo que ha de hacerse, es el acto propio de la virtud de la prudencia [64], por eso puede definirse la prudencia como «la virtud de la función imperativa de la razón práctica que determina directamente la acción» [65].

            Es precisamente aquí donde mejor puede apreciarse la íntima relación entre la prudencia y la libertad. Para poner en práctica lo que se ha visto conveniente es necesario no dejarse atenazar por el miedo, por la pereza, por ningún lazo que nos tienda, en último término, el egoísmo o la soberbia.Si bien puede ser conveniente saber esperar para aconsejarse y deliberar, una vez que se ha tomado una determinación hay que ponerla en práctica con rapidez y diligencia. Aquí la palabra diligencia (de diligo, amar) dice más de lo que puede entenderse en el lenguaje corriente. Se trata de actuar con rapidez movidos por el amor al bien.

            El acto contrario al imperio o mandato es la inconstancia, que consiste en despreocuparse de llevar a cabo lo propuesto o decidido. «La inconstancia conlleva cierto abandono del buen propósito definido. El principio de este abandono está, sin duda, en la facultad apetitiva, pues nadie abandona el buen propósito previo a no ser por algo que le place desordenadamente. Pero este abandono no se consuma a no ser por defecto de la razón, que falla al repudiar eso que había aceptado rectamente. Y puesto que puede resistir al impulso de la pasión, si no lo resiste, esto acaece por su debilidad, que no se mantiene firmemente en el bien concebido. Y por ello, la inconstancia, en cuanto a su consumación, pertenece al defecto de la razón» [66].

            La persona inconstante es aquella que, a pesar de haber formulado propósitos correctos, sensatos, después no los pone en práctica ya sea por pereza, debilidad, cobardía, sensualidad, es decir, por dejarse llevar de alguna pasión desordenada. Frecuentemente se pretende legitimar esta actitud negligente en nombre de la misma prudencia, de la bondad o de la humildad.

            La importancia de poner en práctica diligentemente lo que se ha visto conveniente es mayor de lo que parece. Basta con pensar que, si no se realiza lo decidido, se falta necesariamente a las demás virtudes. Pero además, la falta de diligencia lleva al oscurecimiento y ceguera de la razón con respecto al bien moral: «Si cuando el hombre conoce por su inteligencia lo que está bien o está mal, lo que debe hacer o no hacer, no lo pone libremente en práctica enseguida, su inteligencia se debilita. La voluntad, cuando tiene que actuar, y para ello realizar un esfuerzo, tiende a dilatar la decisión: ¡esperemos hasta mañana, y ya veremos lo que hacemos!, y deja pasar un poco de tiempo. Entre tanto la inteligencia se va oscureciendo cada vez más y las tendencias inferiores van tomando la delantera. Así el conocimiento del bien y del mal se enturbia, y llega un momento en que la inteligencia y la voluntad se entienden mejor, hasta que se ponen completamente de acuerdo, porque la razón, ya oscurecida, se ha identificado con la voluntad y con los instintos, y acaba pensando que es perfectamente justo lo que éstos le sugieren» [67].

 

9. La dimensión social de la prudencia

            La prudencia no es una virtud exclusivamente individual, para el gobierno de la propia vida moral. Es más, la forma más perfecta y específica de la prudencia pertenece a la persona que, además de gobernarse a sí misma, tiene la función de gobernar a la comunidad [68].

            La prudencia adquiere, pues, una especial importancia en la vida de quienes, de un modo u otro, tienen la función de dirigir, gobernar, enseñar, formar: políticos, maestros, padres de familia, pastores de la Iglesia. Y también en la vida de cualquier cristiano que es consciente de su misión de apóstol, que ?como Cristo- se sabe enviado para colaborar con Él en la salvación de todos los hombres. Por motivos de justicia o de caridad, serán muchas las ocasiones en las que tenemos que mandar, corregir o aconsejar.

            La dimensión social de la prudencia exigiría un estudio especial. Aquí nos reducimos a señalar algunas ideas sobre la necesidad de conjugarla con la fortaleza y la caridad.

            En ciertas situaciones, la prudencia puede mandar esperar al momento oportuno, pero otras veces es la falta de fortaleza y de diligencia, la cobardía o la comodidad ?que tratamos de justificar con falsas razones de caridad- lo que nos lleva a omitir la acción conveniente: «Cuando en nuestra vida personal o en la de los otros advirtamos algo que no va, algo que necesita del auxilio espiritual y humano que podemos y debemos prestar los hijos de Dios, una manifestación clara de prudencia consistirá en poner el remedio oportuno, a fondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas» [69].

            En muchos casos, la prudencia encuentra el obstáculo del miedo a quedar mal, a parecer incomprensivos o intolerantes. Pero hay que contar con el disgusto ajeno y con el propio para obrar con verdadera prudencia. El que tiene la obligación de mandar o enseñar tiene que ser humilde para rechazar el deseo de ser apreciado a toda costa. Tiene que ser fuerte para superar el obstáculo del temor y el dolor propio y ajeno cuando lo que manda la prudencia producirá sufrimiento. Tiene que ser verdaderamente libre. «A los falsos maestros les domina el miedo de apurar la verdad; les desasosiega la sola idea -la obligación- de recurrir al antídoto doloroso en determinadas circunstancias. En una actitud semejante -convenceos- no hay prudencia, ni piedad, ni cordura; esa postura refleja apocamiento, falta de responsabilidad, insensatez, necedad. Son los mismos que después, presas del pánico por el desastre, pretenden atajar el mal cuando ya es tarde. No se acuerdan de que la virtud de la prudencia exige recoger y transmitir a tiempo el consejo reposado de la madurez, de la experiencia antigua, de la vista limpia, de la lengua sin ataduras» [70].

            Enseñar, mandar o corregir con prudencia y fortaleza es compatible con el respeto y la delicadeza, con la amabilidad y la mansedumbre. La virtud de la prudencia lleva precisamente a realizar la acción que vemos necesaria ?la corrección fraterna, por ejemplo- del modo más adecuado y oportuno. Además, la corrección realizada con amabilidad y mansedumbre muestra que el motivo de nuestra acción es la caridad y no el celo amargo, la propia inseguridad o un disimulado afán de dominio.

            Un campo especialmente importante para ejercitar la prudencia es la dirección espiritual. Como diremos más adelante, nadie puede sustituir al sujeto en la decisión moral, como nadie puede descargarlo de su responsabilidad. Y esto es necesario tenerlo en cuenta. La dirección espiritual no consiste en sustituir a la persona en sus decisiones. «La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad» [71].

            Sin embargo, el director espiritual sí debe conocer la situación concreta en la que la persona tiene que tomar su decisión para poder aconsejar oportunamente. Y ese conocimiento de la situación sólo puede alcanzarse verdaderamente si existe amor de amistad. Este «amor de amistad (amor amicitiae) auténtico y prudente, que no sólo no tiene nada que ver con especie alguna de intimidad sentimental, sino que corre el riesgo, cuando ésta existe, de dejar de ser lo que es, es el supuesto necesario de toda auténtica dirección espiritual» [72].

 

10. Norma moral y actuación concreta [73]

            El hábito de la sindéresis, además de captar el primer principio de la razón práctica, presenta también los fines de las virtudes como bienes que deben ser realizados en la acción. Se trata de proposiciones prácticas todavía demasiado genéricas. Para regular las elecciones particulares y concretas se requieren proposiciones prácticas más específicas: las normas. Pero no basta con las normas, pues existen ámbitos de la conducta en los que no son posibles normas específicas, y cuando lo son, no son suficientes por sí solas para regular la acción concreta en toda su complejidad. Además de las normas, se necesita el juicio de la razón práctica, y este juicio se basa, por una parte, en las normas, y por otra en la concepción sapiencial que la persona tiene del mundo y del hombre. En virtud de esta concepción sapiencial, valoramos las cosas, las personas y los acontecimientos desde el punto de vista de nuestro ideal de perfección. Ahora bien, dicha concepción se desarrolla sólo bajo la influencia de las virtudes.

            Por otra parte, el juicio necesario para regular la elección concreta, requiere no sólo la capacidad de razonar sobre la base de normas, sino también, como hemos visto, la inteligencia, que capta la situación y sus circunstancias moralmente relevantes, encuentra la elección moralmente conveniente, regula la conducta allí donde no existen normas o las que existen no son suficientes. Pues bien, esta inteligencia también se desarrolla bajo la influencia de las virtudes.

            En resumen, en la realización de la acción concreta por parte de la persona, cuentan los siguientes factores: a) la sindéresis; b) el conocimiento de las normas; c) la concepción sapiencial del mundo; d) la inteligencia de la situación concreta; e) el juicio prudencial; y f) las virtudes de la persona, reguladas por los elementos anteriores, pero que a la vez influyen también en ellos.

Cuando se considera en abstracto el acto moral, puede parecer que lo que hace el sujeto es conocer las normas morales que tiene obligación de cumplir y aplicarlas al caso concreto. La realización del bien aparece así como el cumplimiento fáctico de una norma que se impone al hombre desde fuera. Pero este modo de entender la acción moral no corresponde a la realidad. Quien actúa en concreto es la persona con su inteligencia, su voluntad, sus pasiones, sus virtudes o sus vicios. Para que la elección concreta sea correcta no basta con el conocimiento de las normas morales. En la elección juegan un papel de primer orden las disposiciones morales y la concepción del mundo, que implica una determinada jerarquía de valores. Aunque se conozcan las normas morales, la realidad no es vista del mismo modo por la persona que quiere ser justa, santa, seguir a Cristo, etc., que por la persona que desea sobre todo su propia excelencia o su utilidad. El juicio práctico al que llegarán ambos en las mismas circunstancias puede ser diferente, pues está en conexión con los rasgos virtuosos o viciosos de la persona.

 

            Prudencia y personalización de la norma.- Es característico de la concepción nominalista considerar la ley exclusivamente como expresión de la voluntad divina, sin que tenga nada que ver con la realidad humana, con su naturaleza, con su ser personal, de modo que Dios podría establecer leyes morales totalmente contrarias a las que ha establecido. Cumpliendo esas leyes, el hombre actuaría bien, porque en último término la bondad de la acción radica ?para dicha concepción- en el hecho de cumplir lo que está mandado por la ley. En esta perspectiva, la ley moral aparece como una imposición exterior a la persona, contraria a su libertad.

            Sabemos, sin embargo, que la ley moral no es fruto de una voluntad caprichosa, sino que responde a la verdad sobre la realidad de nuestra naturaleza. Ahora bien, la prudencia no es otra cosa que el conocimiento directivo de la realidad. Implica conocer la realidad tal como es, de modo que nuestra conducta moral sea configurada por ella. Esto equivale a decir que la norma moral debe ser personalizada por el sujeto. Es el sujeto, la persona que actúa, quien descubre la norma moral a partir del conocimiento de la realidad natural o sobrenatural, de modo que dicha norma no aparece como algo impuesto desde fuera, algo que no tiene nada que ver con el ser de la persona, sino como algo propio.

            De ahí que sin la virtud de la prudencia no hay verdadero obrar moral. Santo Tomás llega a afirmar que «si el apetito concupiscible fuese templado y faltara la prudencia a la razón, esa templanza no sería virtud» [74]. Porque la virtud no consiste en el hecho de realizar una acción materialmente buena porque está mandada, o en evitar una acción mala porque está prohibida. Actuar así denotaría falta de libertad [75]. La persona actúa moralmente bien (con libertad) cuando quiere el bien porque es un bien; pero para actuar así ha tenido que conocer previamente ese bien como verdad, y la verdad es la adecuación del pensamiento con lo real. De este modo, lo real, el ser, configura la acción moral. La bondad de una acción responde a una realidad: no es una etiqueta que se pone a la acción porque está mandada, y que podría cambiarse por la etiqueta contraria si estuviese prohibida.

            Casos de conciencia y actuación prudente.- El hombre puede realizar múltiples y diferentes actividades, y cada una de sus acciones está rodeada de circunstancias que pueden ser muy variadas. De ahí que el bien humano posea un amplio margen dentro del cual puede variar de múltiples maneras, según la constitución de las personas y las distintas circunstancias de tiempo, lugar, etc [76].

            No cambian los fines del obrar ni sus orientaciones fundamentales. La persona siempre debe ser justa, fuerte, templada, humilde. Pero la forma concreta de cumplir esos deberes es variadísima. Como afirma Santo Tomás, «en los asuntos humanos, las vías que conducen al fin no están determinadas, sino que se diversifican de múltiples modos, conforme a la diversidad de negocios y personas» [77]. Ante esta diversidad, surge el intento de determinar un cierto número de casos que sirvan como modelos para orientar la conducta. «De la muy humana aspiración a la seguridad de lo cierto, a la claridad de las visiones panorámicas y a lo determinado y exacto en las demarcaciones, no pudo menos de nacer el intento de ?ordenar? el impreciso caos que representan las innumerables formas posibles de realizar el bien, habilitándolo para ser integrado en un sistema de conjunto, determinado en longitud y latitud por los grados de una medición racional y abstracta. Fruto de tal intento es la casuística, ese capítulo ?no raras veces considerado el más importante- de la doctrina moral que tiene por objeto la construcción, análisis y valoración de ?casos? concretos» [78].

            Los así llamados ?casos de conciencia? tienen su razón de ser y pueden facilitar mucho el juicio de la conducta moral: son un instrumento auxiliar útil para ejercitar el juicio, una vía de aproximación provisional. Pero tienen también un riesgo cuando, por el afán de contar con unos juicios determinados que sean ciertos y seguros, no se toman como lo que son, cuando se consideran recetas válidas para todos los casos semejantes, o como modelos a los que debe ajustarse la realidad. Se modifica entonces la realidad para que encaje en un molde artificial al que se le considera la medida exacta para enjuiciar la acción moral. De este modo, se podría caer en una rigidez inhumana, sin alcanzar por ello la seguridad a la que se aspira.

            Por otra parte, cuando la teología moral concede una importancia desmesurada a la casuística suele suceder que deja de ser una doctrina de la virtud para convertirse en una doctrina del pecado, en la que lo único importante es determinar los límites de lo permitido y lo prohibido.

Durante los últimos decenios ha sido frecuente derivar hacia el extremo contrario, igualmente alejado de la prudencia: se ha puesto un énfasis desmedido en el carácter de indeterminación y de riesgo de la acción moral concreta. Como cada caso es absolutamente único, se llega a pensar que ninguna norma general puede tener validez universal. En consecuencia, se afirma que es el sujeto quien debe ?crear? la norma para su caso concreto, tomando