LA PERSONA SEGÚN LA ACCIÓN CATÓLICA

JESUS MORENO LED 

Consiliario General

www.sanitarioscristianos.com

 

 

Tenemos en la Acción Católica un punto de referencia para todos que es el libro “La Formación en la Acción Católica Española, editado en el pasado año 2000 por la Federación de Movimientos de la A.C.E. Tiene como objetivo que todos los Movimientos de A.C. lo tengamos presente en el momento de elaborar sus planes concretos de formación. Por eso es el proyecto común de formación.

Es un texto rico en contenido y claro en su expresión. En él hay un momento en que se describe qué modelo de persona ha de intentar llegar a ser todo militante de A.C. Las páginas 35 y 36  recogen esquemáticamente ese modelo de persona.

Me ha parecido oportuno desarrollar estos aspectos en el apartado “Formación” de nuestro boletín “Militante”. Con la intención de ayudarnos a revisar en nosotros y a profundizar en ese estilo y modo de ser persona en la A.C. No es que ese modo de ser sea exclusivo nuestro. Pero sí estamos llamados a vivirlo y encarnarlo en nuestra existencia diaria.

La primera característica que recoge es la de ser “persona cristiana encarnada”. Dejamos de desarrollar el aspecto de “cristiana”. Esto se supone. Es lo permanente en todo. Simplemente dejamos recordado desde el principio que cristiano es todo aquella persona que ha dejado seducir por Jesucristo, Hijo del Padre y lleno del Espíritu Santo, como camino, verdad y vida de toda su existencia. Es el que ha hecho una opción radical por Cristo con la ayuda y la gracia del Espíritu Santo. Este es el trasfondo de todo lo que digamos sobre las características de la persona, fruto del proceso educativo de la A.C.

 

 

1. PERSONA ENCARNADA

 

Construir una persona cristiana encarnada en el mundo, un ser que se vive a sí mismo  como ser-en-el-mundo.

(La Formación en la ACE, pág. 35)

 

 

Somos seres en el mundo. Fuera de él no hay persona humana. Aunque uno no quisiera, su existencia está afectada por todo lo que existe a su alrededor. Y su vida, aunque no lo piense o no lo crea, influye en su entorno más cercano y ayuda a que el mundo sea como es. Influjo personal, es verdad, pequeño. Pero que, unido a todas las demás personas, crea un estilo de vida y sufre las consecuencias positivas y negativas del ambiente cultural, social… creado entre todos.

Desentenderse del resto del mundo es imposible. Ni los más reacios a aceptar que viven en este mundo y en esta sociedad, se libran de su influjo. Ni los que han optado por una vida en soledad o viven alejados incluso espacialmente de la vida y sociedad actuales o han construido su vida en el más absoluto de los egoísmos (éstos menos, porque han edificado su vida sobre o a costa de los demás), pueden liberarse de “estar y ser” con los otros en la sociedad en que les ha correspondido existir.

Sólo quedan, entonces, dos opciones: acomodarse a este mundo como elemento pasivo y, por tanto, sometido a lo que le den y hagan los demás, o convertirse en actor consciente de su propia vida y de la sociedad en la que vive para mejorarlas según el proyecto personal y social que quiere imprimirles. O sometidos a lo que hay de modo pasivo o activo para que permanezca en su favor, o creadores de un mundo mejor y más justo para todos. No hay alternativa. No hay posibilidad de huida.  Dios, valga la expresión, “lo sabía”. Por eso, como su voluntad es salvar a la persona, darle motivos por los que vivir y comprometerse, ofrecerle otro modo de ser y de actuar… se hizo hombre..  No le quedaba más remedio. No por obligación, sino por amor. Su amor, para ser comprendido y aceptado, debía ser un amor ENCARNADO, hecho carne, historia humana, dolor y alegría, aceptación y rebeldía, realidad y esperanza, utopía y compromiso. Por eso, nuestro Dios es un Dios encarnado, sometido y libre. Es Jesús de Nazaret, Hijo del Padre y nuestro hermano real, “que ha experimentado todas nuestras flaquezas, excepto el pecado” (Heb. 4,15). Todo, menos el sometimiento a la maldad de este mundo, que es el verdadero pecado, porque sirve a otros dioses, los que oprimen al hombre, y no al Dios liberador y salvador.

A los cristianos nos corresponde “encarnarnos”, si queremos ser seguidores de un Dios

Encarnado. Tampoco tenemos alternativa. A no ser que queramos quedarnos con el nombre de cristianos, pero no con su verdad. Gran incongruencia, la mayor. El Gran Pecado: tomar el Nombre de Dios en vano.

 

1. Cuando la fe y la vida van por pistas paralelas

No por otras razones, debemos comenzar advirtiendo quién no es una persona encarnada desde la perspectiva cristiana. El Vaticano II dejó escrito que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Gaudium et spes, 43ª). Tenemos aquí un primer aspecto de la no encarnación: la separación fe y vida. Es la situación de aquellos que dicen profesar la fe cristiana, pero ésta para nada ni en nada transforma su vida. El Concilio llama a esta actitud, conviene recordarlo, “uno de los más graves errores de nuestra época”, de los cristianos de hoy y ¿de siempre?

Viven en este error quienes, llamándose a sí mismos cristianos, no se distinguen en su manera de pensar, sentir y actuar de quienes están perfectamente identificados con un modo de vivir egoísta, superficial y materialista. En su existencia, por un lado va la fe (si a eso se le puede llamar fe) y por otro la vida. Como líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse.

Pero hay que concretar más. También lo hace el Concilio en el mismo número de la Constitución Gaudium et spes. Rechaza la equivocación de quienes piensan que los asuntos temporales son ajenos del todo a la vida religiosa. Porque ésta se reduciría “meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales”.

No es, por tanto, una persona cristiana encarnada la que vive en la incoherencia entre lo que cree y vive o en el espiritualismo que reduce la fe al culto. Ambas posturas dan la espalda a las personas y al mundo. No sólo se desentienden de ellos, sino que falsean la fe cristiana que o es encarnada o simplemente no es. Unir la fe con la vida y la vida con la fe es la manera de ser cristiano encarnado. Porque la encarnación inevitable se da, ya lo hemos dicho, simplemente por ser humanos.  La encarnación cristiana se inscribe en esa encarnación humana que busca transformarse a uno mismo y a la sociedad. No es posible una encarnación cristiana pasiva o acomodada a lo que hay.

 

2. Vivir la fe en medio de la realidad

Cristo es el criterio por el que se ha de regir el cristiano para ser una persona  encarnada. Cristo es, dice nuestra fe, el Hijo de Dios encarnado. Que no significa solamente que se hizo “carne”, que se hizo hombre. Hay más: “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres” (Flp. 2,6-7). O como dice San Juan en su evangelio (1,14):”la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Este “habitó entre nosotros” indica que hizo suya la condición humana. Es decir, que no se encarnó como un superman divino . “Trabajó con manos de hombre, penso con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (Vat.II, G. et S. 22b).

El Concilio describe la consecuencia de este hecho para el cristiano: “Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios” (Vat. II; idem, 43ª)

Encarnarse cristianamente es correr la misma suerte de todos, vivir la vida -todos sus aspectos-humanamente, pero iluminándola desde le fe. El cristiano encarnado goza, trabaja, se alegra, sufre, ama, busca, duda, vive en esperanza o desconcierto igual que todos los demás. Vive identificado con la vida de su gente, de su barrio, de su pueblo, de las preocupaciones y conflictos por la justicia… Pero aporta una orientación y una luz fundamental: su fe.

El cristiano se siente humano entre los humanos. Vive entre ellos. El gozo de los demás es su gozo; el sufrimiento ajeno es su propio sufrimiento; padece la injusticia y goza de la justicia como toda persona; son suyas las esperanzas de los demás. Y, en medio de todo esto, vive como creyente en Cristo, guiándose y aportando el estilo y el mensaje de Jesús. Encarnado para transformar. Para “salvar”, en terminología cristiana.

El modo cristiano de afrontar la realidad tiene una característica importante que hemos de tener siempre en cuenta. La actuación de los cristianos no es parecida a la de este mundo. El cristianismo nace débil. El cristiano encarnado no tiene miedo a la debilidad. De ese miedo puede nacer en el cristiano algo realmente negativo en su modo de vivir la fe: la voluntad de imitar el modo de proceder de las personas impregnadas del espíritu de  este mundo: ser fuertes a su manera, lo cual es absurdo.  No es ésta la fuerza de los cristianos. 

Por otra parte, los cristianos no estamos destinados a ser espectadores de la historia, de manera lánguida y despreocupada. Existe una fuerza de los cristianos, como dice el apóstol Pablo: “Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor. 12,10). La debilidad y, por tanto, la pobreza no son condiciones de flaqueza para los cristianos, más bien son el terreno en el que se desarrolla nuestra fortaleza original. En esta perspectiva es como podemos entender esta expresión que parece contradictoria a primera vista: “la fortaleza débil” de los cristianos. Seguro que la hemos experimentado si nos hemos empleado decididamente en el trabajo transformador de este mundo nuestro.

El desprecio o el olvido de esta debilidad y de la pobreza nos coloca a los cristianos en una condición de sometimiento a la mentalidad corriente y, por tanto, casi reduciéndonos al silencio y a la inoperancia evangélica, porque así sólo podemos adherirnos a las propuestas según este mundo que otros presentan a la sociedad. La debilidad y la pobreza son el terreno en el que distanciarse de las idolatrías de este mundo, de su fascinación y de su arraigo en la vida cotidiana. Sin embargo, “la debilidad y la pobreza no remiten a una idea, sino más bien a una realidad muy concreta: a los pobres en la historia, a los que están cerca y a los que están lejos. En la Iglesia no se puede hablar de pobreza y de debilidad en abstracto, como una idea de privación de algo. Hablar de pobreza nos lleva a mirar a la cara de los pobres y a los débiles. La pobreza se conoce a través de los pobres que son contemporáneos nuestros” (Andrea Riccardi, SAN EGIDIO, ROMA Y EL MUNDO, Barcelona 2001, pág. 237).

 

3. Terminando

Todo esto que acabo de escribir es un simple esbozo, un sencillo punto de partida para seguir profundizando personalmente y en grupo. De modo teórico para conocer mejor en qué consiste una persona encarnada. Y de manera práctica haciendo la experiencia de vivir cada vez más conscientemente en medio del mundo, para construirlo según el corazón del Padre desde nuestros trabajos y desde nuestro compromiso transformador. Transformación que incluye tanto nuestra persona como  toda la realidad, guiados por nuestra fe en Cristo y nuestra opción por su mensaje, el Reino de Dios..

Encarnarse, como dice más técnicamente nuestro Proyecto de Formación es vivirse a sí mismo “como ser-en-el-mundo”. Así, construyendo una palabra con una frase. Ser-en-el-mundo. No podemos rechazar que somos personas en el mundo. Más aún: sólo podemos ser personas en el mundo. Y únicamente somos personas cristianas encarnadas si hacemos realidad nuestra fe en medio de todo lo que nos rodea, sintiéndonos uno más entre los otros, viviendo la misma historia y aportando la luz de la fe.

Podríamos aplicar a este tema estas claras palabras del Vaticano II: “El cristiano que falta a sus obligaciones temporales (es decir: el cristiano no encarnado) falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios (porque creemos, añado, en un Dios encarnado) y pone en peligro su eterna salvación” (idem, 43).

Ser una persona encarnada, ser-en-el-mundo, para el cristiano es vivir plenamente identificado con la realidad humana y con el mundo aportando la fe en la persona y experiencia de Cristo. Una fe que es encarnación transformadora.

 

 

2. PERSONA COMUNITARIA

“Construir… una persona comunitaria,

un ser de relaciones con los otros, con la naturaleza, con el Otro;

una persona consciente de que no puede realizarse en solitario,

sino en comunidad”

 

 

No es hoy lo habitual. Uno de los rasgos de nuestro mundo, de nuestra actual cultura occidental es el individualismo. En las ciudades de una manera que se mastica. También en los pueblos va echando raíces el individualismo. No es que se trate de un fenómeno totalmente nuevo. Es viejo. Ya viene de antiguo este refrán español: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Frase que quiere hacer de Dios un defensor de nuestra cerrazón a los demás: Dios está con todos, sí, pero… por separado, en la casa de cada uno. No es vínculo de unión con los demás.

No obstante se nos dice hoy, en algunos medios de comunicación y alguna vez, que somos solidarios, muy solidarios. Sobre todo cuando se hacen campañas de ayuda ante catástrofes naturales en naciones empobrecidas. Esto es relativamente cierto: porque damos siempre menos de lo que podemos y, precisamente por eso, porque se trata ¿de lo que nos sobra? No obstante aún queda la pregunta más importante: ¿es eso la solidaridad? Y no seré yo quien diga que no hay que ayudar económicamente en estas ocasiones y siempre contra la pobreza.

Estamos también en el tiempo del voluntariado organizado. Un fenómeno, sin duda, solidario.

Pero para un tiempo concreto y determinado. Escasean mucho más las vidas entregadas para siempre.

Pero es un buen síntoma el voluntariado.

Creo, por tanto, que en nuestra sociedad individualista hay también signos positivos de acercamiento a los otros. Pero prevalece más el individualismo como actitud más extendida. Y de lo que se trata es de ser una          persona comunitaria habitualmente. Lo bueno es tener una actitud comunitaria como modo de ser y, por tanto, de actuar.

A esta actitud permanente nos referimos cuando hablamos de ser una persona comunitaria.

 

1. UN SER DE RELACIONES

Una persona de talante comunitario es aquella que entiende que forma parte de su ser persona la apertura positiva a todo aquello que no es ella misma. Acepta que sólo puede llegar a ser persona si no está volcada en exclusiva en ella y en lo suyo.

Establece una relación positiva con los otros. Estos no sólo no son enemigos o simplemente seres con los que inevitablemente debo vivir; ni mucho menos seres de los que me  puedo servir cuando los necesito, porque los necesito para sobrevivir, y prescindir de ellos después de “usarlos”.

Para una persona comunitaria, los otros son todos ellos semejantes, personas iguales en dignidad, con quienes nos hemos de relacionar de forma positiva y acogedora, totalmente abierta a la realidad del otro. lo acaba de decir, de una manera bella y clara, Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Al comenzar el nuevo milenio”. En el nº 43 habla de las relaciones para con los hermanos en la fe, pero lo que dice es válido para la relación con cualquier persona, especialmente “con los hermanos que están a nuestro lado”. Esta relación comunitaria, o de comunión, nos ha de llevar a acercarnos al otro “para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad”. Esta relación nos ha de llevar a tener “la capacidad -sigue escribiendo el Papa- de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente”. Es necesario “dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias”.

Otra relación positiva que ha de establecer una persona comunitaria es con la naturaleza. Puede llamar la atención que se hable de esta relación como elemento constitutivo de una persona comunitaria. Pero hoy hemos caído en la cuenta de su importancia por la actuación negativa de la persona con la naturaleza y las consecuencias que ello ha traído hoy y las que traerá mañana, si seguimos abusando de ella. En esta relación positiva con la naturaleza los pueblos que llamamos primitivos nos llevan ventaja… mientras les dejemos los “desarrollados”.

La persona comunitaria es consciente de que entre ella y la naturaleza hay una profunda unión.  La persona comunitaria se sabe  parte de esa naturaleza. Y, por tanto, sabe también que una naturaleza querida y respetada en sus leyes repercute en una calidad de vida mejor para todos y en un desarrollo más armónico y beneficioso  para la totalidad de los seres humanos. Así que toda persona humana, si quiere ser comunitaria con la naturaleza, debe llevar una vida que respete y no abuse de la naturaleza y ha de tomar un compromiso serio con todo aquello y todos aquellos que trabajan por respetar cuidadosamente la naturaleza que ayuda a una vida más digna para todos.

Y, por último, la persona para ser comunitaria plenamente ha de abrirse al Otro, es decir, a Dios, estableciendo con El relaciones positivas. Unas relaciones de confianza y de amor que hagan de Dios alguien presente y cercano en la vida de la persona.

Este triple aspecto de relación comunitaria no puede faltar en una persona que quiera ser completamente humana. No solamente no puede faltar, sino que es un objetivo imprescindible a ir consiguiendo poco a poco, pero sin detenerse.

 

2. REALIZACIÓN DE LA PERSONA COMUNITARIA

El hecho de reconocer que el ser humano es un ser de relaciones con los otros, con la naturaleza y con Dios para ser una persona comunitaria, nos lleva a afirmar que este modo de ser debe concretarse, debe hacerse realidad en cada uno. Una persona comunitaria, por definición, por su propio ser, no puede realizarse en solitario. No es comunitaria estableciendo relaciones individualistas con los otros, con la naturaleza y con Dios.

El individualismo rompe la comunión y hace que la persona no sea comunitaria. Para evitar esto, es bueno trabajar juntos, participar en actividades comunes. Y mejor aún: tener un grupo, un equipo que se reúne periódicamente para profundizar y revisar las actitudes personales y del grupo sobre la solidaridad efectiva que ese grupo tiene o quiere tener. Para que  incluso el compromiso personal de cada miembro en el mundo, o en la Iglesia, si es un grupo cristiano, sea conocido y animado por los demás. Así la persona se ve respaldada y animada por los otros miembros del equipo que son realmente hermanos o compañeros de vida y de acción.

 

CONCLUSIÓN

Una de las características de toda persona es llegar a ser, construirse poco a poco como una persona comunitaria. Negativamente significa que no puede realizarse en solitario ni como persona, ni como cristiano. Porque una persona es comunitaria cuando vive en una actitud abierta con los otros, con la naturaleza y con Dios. Y cuando, además, esto lo hace realidad en su vida personal, en el grupo y en la Iglesia, si es cristiano comprometido con su fe. 

Una persona comunitaria no se conforma con pensar que es bueno estar en relación abierta con todos ante todos los componentes de la vida, sino que siente y vive una relación positiva con todo lo distinto a él. Siente y vive que no puede considerarse persona plena si no es haciendo de la relación positiva con los otros, con la naturaleza y con Dios una condición necesaria para sentirse realizada como tal.

 

3. PERSONA DINÁMICA Y TRANSFORMADORA

“Construir… una PERSONA DINÁMICA Y TRANSFORMADORA,

que va haciéndose y transformándose, pero también va transformando su entorno

en un proceso de liberación y de creación de la historia

cada día mas cercano al Plan de Dios”.

(La Formación en la A.C.E.; pág. 35)

 

Conformarse con lo que hay. Resignarse ante la propia realidad humana y espiritual, someterse a la sociedad tal como está organizada, a las pautas de comportamiento imperantes en nuestro mundo. Esta podría ser la descripción de lo que no  es una persona dinámica y transformadora.

Comienzo señalando este aspecto para rechazarlo desde el principio. De esta manera quitamos obstáculos para el acercamiento positivo al tema. Salimos así al paso de una afirmación frecuente:

“aquí no se puede hacer nada”, “nada cambia en la sociedad con mi actuación”, “todo sigue igual”, “no logro superarme: siempre cometo los mis fallos, no avanzo”. Frases, todas ellas, que no hacen sino expresar una excusa para no cambiar mi persona y para no comprometernos social y públicamente.

El punto de partida, por tanto, debe ser otro: el convencimiento de que el cambio personal y social es posible y la afirmación de que la persona humana debe ser quien dirija esa transformación.  Nos lo dice el C. Vat. II: “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se transciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (G. et S., nº 35ª).

El cambio personal y social es posible. La persona humana debe ser quien dirija esa transformación.

Por aquí va el retrato de persona humana que hace la Acción Católica cuando nos dice que ha de ser dinámica y transformadora.

1. Dos valores en uno.

Unir dinamismo y transformación no es caprichoso ni una casualidad. Esta unión recoge el medio y la finalidad para llegar a ser esa clase de persona.

·        El medio es la acción, no entendida como un hecho concreto, aislado y pasajero. Es la acción concebida como una postura o actitud permanente de la persona humana y que da origen a acciones concretas. Es lo contrario a una actitud miedosa o conformista ante la realidad. Opuesta también a todo posicionamiento desesperanzado ante la posibilidad del cambio transformador. Una persona dinámica es necesariamente una persona esperanzada y confiada, libre de todo lo que pueda atarle, imaginativa y creadora, confiada en la posibilidad de un futuro siempre mejor.

 

Una persona dinámica es necesariamente una persona esperanzada y confiada, imaginativa y creadora.

 

No se confunde la persona dinámica con la activista que, sin mucho planteamiento y sin apenas planificación, hace y hace, se mueve y se mueve, quiere que todos vayan a su ritmo y sigan totalmente su modo de proceder. Con esta concepción activista se excluye de la actitud dinamizadora a personas que trabajan de otra manera más reflexiva y planificadora. Y se corre el riesgo cierto de no llegar a ninguna parte ni de dar frutos duraderos. La persona dinámica es la persona activa que, según su carácter y reconociendo positivamente sus características individuales, trabaja, se compromete y apoya sin cesar y sin aspavientos la transformación personal y social.

·        Porque si el medio o la condición para ser una persona dinámica es la acción, ésta también debe tener un objetivo, una finalidad, para no dar golpes al aire. Y el fin no es otro que la transformación, el cambio tanto personal como social.

 

Una persona transformadora tiene claro lo que quiere conseguir, a dónde quiere llegar. Para ello ha de saber también de dónde parte, qué no le gusta de lo que hace, de lo que ve y experimenta a su alrededor y en el mundo entero. Entonces puede llegar a serlo porque es consciente del mal que le rodea o que lleva dentro de ella y porque tiene un objetivo al que quiere llegar y busca los medios adecuados para conseguirlo.

Jesús nos lo presenta claramente cuando habla de edificar (acción) una casa (finalidad) sobre roca o sobre arena (medios) en Mt. 7,24-27.

Al hablar, por tanto, de persona dinámica y transformadora estamos uniendo dos aspectos de una misma realidad: persona activa. Y, a la vez, damos la importancia que les corresponde a cada uno de ellos.

 

2. Transformar, ¿a quién? ¿hacia dónde?

·        Ya hemos reflejado la respuesta a la primera pregunta. Nos lo dice, además, la cita inicial: transformarse cada uno a sí mismo y a su entorno, a lo que le rodea -entorno cercano- y al mundo desde la acción concreta -entorno general-.

 

Este doble sujeto de la transformación nos recuerda un objetivo claro en la AC.: la conversión personal y el compromiso o presencia pública en la sociedad como cristianos laicos, como Iglesia en medio del mundo. Algo que nunca debemos olvidar. Algo que siempre debemos revisar y renovar. Para ser lo que debemos ser: levadura en la masa (Mt. 13,33) y testigos de Cristo en la sociedad (Hec. 1,8).

Un objetivo claro en la AC: la conversión personal y el compromiso o presencia pública en la sociedad.

 

 

·        ¿Hacia dónde? Hacia la realización del Plan de Dios sobre la persona humana y sobre la historia.

 

Brevemente debemos recordar ahora cuál es el Plan de Dios: llevarnos a la felicidad eterna participando de su gloria, como destino final: “Seremos semejantes a El porque le veremos tal cual es” (1ª Jn.3,2; cfr. Jn. 6,40; 17,24; 1ª Tim. 2,4….). Pero el camino no es otro que vivir en este mundo como hijos de Dios y como hermanos. Es decir: acercar el Reino de Dios, hacerlo presente y actuante en este mundo. “Buscad el Reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás” (Mt. 6,33). Lo que es propio de él: amor efectivo, paz, dignidad de la persona humana, opción por los pobres, vida digna para todos, etc…..

El texto citado al comienzo de este artículo propone dos palabras para la realización de este Plan de Dios: liberación y creación de la historia.

Liberación de todo lo que  no nos deja a cada uno de nosotros ser libres: egoísmo, odio, venganza, dinero, bienestar personal exclusivo, ansias de dominación…”Habéis sido llamados a la libertad. Pero no os toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados; antes bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor” (Gál. 5,13)

Liberación de todo lo que olvida, oprime, margina a la gran mayoría de seres humanos en la

sociedad actual: hambre, pobreza, violencia, injusticia, liberalismo salvaje, falta de educación, trabajo

y vivienda, salarios de miseria, marginación por sexo, raza o religión…

 

 

Liberación de todo lo que intenta reducirnos en los países enriquecidos a objetos de consumo y

de todo lo que nos quiere impedir ser sujetos libres: publicidad, poder de los medios de comunicación,

modas, pensamiento único: pasarlo bien, preocuparse sólo de sí mismo; superficialidad, deseo ansioso

de dinero y de cosas…

Creación, como tarea positiva, de un nuevo y alternativo modo de pensar, de vivir y de actuar.  Este proceso creativo consiste en vivir personalmente sustentados en el amor real y efectivo a los demás. Y se debe concretar en una acción y compromiso por los valores que representa para nosotros el Reino de Dios: una sociedad de hermanos respetados en su dignidad humana y en sus derechos inalienables.

 

Nuestra opción cristiana se debe concretar en un compromiso por los valores que representa para nosotros el Reino de Dios.

 

 

Por ahí tiene que ir nuestro compromiso militante como personas y como grupos de Acción Católica. Sólo así seremos personas dinámicas y transformadoras. Para ello siempre debemos concretar lo que debemos hacer cada uno y cada grupo allí donde se desarrolla nuestra existencia y siempre hemos de estar con ojos abiertos y críticos ante la injusta realidad de este mundo. Y confiados en la presencia del Espíritu siempre activo en nosotros y en la historia.

 

 

 

4. PERSONA ESPERANZADA

“Construir… una persona caminante con esperanza, que construye el presente consciente de su pasado y con proyección de futuro” (La Formación en la AC, pág.35)

“Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar”. (Con. Vat.II; Const. Gaudium et Spes, 31c)

Ante esta rotunda afirmación nos podemos preguntar: ¿Por qué el Concilio pone el futuro de la humanidad en quienes sepan dar “razones para esperar”?

Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y si miramos en profundidad a los que nos rodean y a toda la humanidad, obtendremos una evidente consecuencia: todos actuamos para conseguir algo que no tenemos o para encontrarnos bien o para ofrecer algo a las personas que queremos o simplemente para vivir. Todo lo que hacemos tiene una finalidad. Por eso ponemos los medios necesarios  para conseguirlo. Sencillamente porque las personas somos seres de esperanza. 

Pertenece a lo mas profundo de la existencia humana el esperar. Una vida dignamente humana no es posible sin esperanza, sin ilusión. Cuando una persona ha dejado de esperar, podemos decir que ha muerto en vida porque ha perdido la razón de vivir. Un ser humano sin esperanza es un ser triste, perennemente triste y negativo en todas sus percepciones de la realidad. Obra y actúa sin convencimiento.

 

1. HAY ESPERANZAS Y ESPERANZAS.

Sí, hay esperanzas y esperanzas. Está la de aquellos que han puesto su yo como el centro del universo. Su esperanza está encerrada en sí mismos, en su propia felicidad prescindiendo o a costa de los otros.. Tienen una esperanza alicorta. Persiguen el tener más, el triunfo personal, la puesta a su servicio de todo y de todos. Es una esperanza egoísta: sólo lo suyo es importante. El bienestar de los demás no importa. Se conforman con una esperanza chata: sin apertura a los otros y sin que les preocupe lo más mínimo el sentido trascendente de la existencia humana.

Existe también, entre los cristianos en este caso, una esperanza equivocada. Sólo tiene como objetivo el más allá. Lo de  aquí no tiene importancia. Su preocupación es conseguir su salvación personal “en el cielo”. “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales” (Con.  Vat, II, Gaudium et Spes, 43,a).  Por el contrario, “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana” (Idem, 39b).

La esperanza no es egoísta. No huye del mundo por difícil y dura que sea la tarea.

Un tercer tipo de esperanza: la que se empeña y se compromete en la transformación de este mundo para el bien de todos. La persona con esta esperanza acepta su vida como vocación a colaborar con el bien común., a trabajar ineludiblemente por la dignidad de todos. Está convencida de que este mundo, esta sociedad nuestra, debe y puede avanzar a mejor. Que no es imposible el cambio, sino posible y necesario. Y actúa en consecuencia. A este género de esperanza pertenece la cristiana.

 

2. ESPERANZA CRISTIANA.

La esperanza cristiana tiene algo fundamental que enriquece y fortalece la digna esperanza humana: “Jesucristo, nuestra esperanza” (1ª Tim. 1,1). “Si trabajamos y nos esforzamos es porque tenemos puesta nuestra esperanza en el Dios vivo” (1ª Tim. 4,10).

El contenido último de la esperanza cristiana es el Padre que se ha manifestado en Cristo. En Él esperamos y a Ël deseamos. La meta final de nuestra esperanza es estar para siempre con el Padre.  Por eso es una esperanza escatológica: la resurrección con Cristo, el encuentro definitivo y eternamente gozoso con la Trinidad es el fin último de nuestra vida.

Dos es, además, el fundamento de nuestra esperanza. Un fundamento que nunca desaparece, un fundamento fiel y seguro. “El que os llama es fiel y cumplirá su palabra” (1ª Tes. 5,24). “El Señor es fiel. El os fortalecerá” (2ª Tes. 3,3). “Si somos infieles, El permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (1ª Tim. 2,13). Un fundamento, pues, divinamente firme.

La razón de nuestra esperanza es la fidelidad de Dios y la certeza de su Palabra.

 

El cristiano, por tanto, nunca deja de esperar en Dios y su promesa. Cuando muchos abandonan la esperanza, abatidos por la dureza de la vida, el cristiano sigue siempre adelante en su esperanza y en su compromiso porque sabe que “ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza” (Rom. 8,24).

Esta esperanza escatológica, final y fundamentada en la fidelidad de Dios, tiene un objetivo claro: “Buscad ante todo el Reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás” (Mt.

6,33). Y propio del Reino de Dios es vivir como hermanos, buscar la justicia, extender el amor,

defender la dignidad de la persona, trabajar por una sociedad más libre en la que todos puedan

participar de los bienes de la tierra…

La esperanza cristiana es una esperanza encarnada en la vida. Sólo así será auténtica. Esperar cristianamente es comprometerse para que el Reino de Dios, para que los “nuevos cielos y una tierra nueva que esperamos” (2ª Ped. 3,13), se vayan haciendo realidad aquí, en el mundo. La esperanza encarnada está convencida de que mañana será mejor y se compromete para que efectivamente lo sea.  Por todo esto sabemos que “una viva esperanza es don del Espíritu Santo” (Vat.II, G.et S. 93,a).

 

3. EL ARDOR-DOLOR DE LA ESPERANZA.

Esperar no es fácil. Nunca lo ha sido y nunca lo será. La realidad con su dureza e injusticia siempre estará ahí retando, sometiendo a crisis, a la esperanza. Esto lo debe tener en cuenta toda persona que pretenda ser radical y conscientemente esperanzada.

El ardor de la esperanza vencerá el dolor de la esperanza. Esta es costosa: ha de mantenerse en

pie cuando las dificultades arremetan, cuando parezca que el camino no tiene salida. La esperanza tiene

enemigos muy fuertes y algunos muy enraizados en nuestra misma naturaleza humana: la tendencia a

lo fácil y cómodo, la tentación de que, por mucho que hagamos, todo seguirá igual, la resistencia de los

bien instalados, la desconfianza explicable de los desfavorecidos y pobres, la reducción a lo

exclusivamente espiritual, la incomprensión y el rechazo…

La esperanza cristiana es un ardor, una pasión que se enfrenta a las dificultades. El muro de resistencia al cambio en la persona y en la sociedad es fuerte. Enfrentarse a él produce dolor: el del aparente, o real, fracaso momentáneo, la inutilidad frecuente de tanto esfuerzo, la posible acusación de utopía inalcanzable, el propio cansancio… Pero, al final, la esperanza es más fuerte y suscita un gozo interior que nadie podrá quitar al que hace de su vida un continuo compromiso con ella como compañera inseparable.

 

La esperanza que no sufre y no se esfuerza ante las dificultades no es esperanza auténtica.

 

Los cristianos, “en medio de las adversidades de la vida, hallan fortaleza en la esperanza, pensando que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Vat.II; Dec, sobre el apostolado de los laicos, AA., 4e). Fortaleza que no puede olvidar que la esperanza es “un forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos” (Vat. II, Const. sobre la Iglesia, 35,a).

 

4. CONCLUSIÓN

La consecuencia para un militante de Acción Católica se impone por su evidencia. Nuestra fe, conscientemente aceptada, lleva consigo la esperanza. Debe llevarla. Se ha de manifestar en el compromiso personal y del grupo. La esperanza como actitud permanente e interiorizada. Ha de formar parte de nuestro modo de ser y de vivir. No puede ser algo superpuesto o para determinadas ocasiones.  Es parte integrante de nuestra espiritualidad.

Esto significa ser “caminante con esperanza”. La esperanza como talante y el camino, la vida, como su encarnación real y activa. El pasado, visto desde la esperanza, nos recuerda los logros y los fracasos. Para revitalizar los primeros y no caer en los segundos. Con esta experiencia vamos construyendo un presente mejor desde el trabajo y el compromiso. Y soñamos, en sentido positivo, con un futuro que, con nuestra colaboración, irá acercándose al proyecto del Padre para la humanidad, a su Reino de fraternidad.

Con la certeza de que “la esperanza no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom. 5,5). La esperanza es el Espíritu Santo, el amor de Dios, viviendo en nosotros, dentro de nosotros.. Por tanto, no tenemos razones para desesperar. Sólo tenemos motivos profundos para caminar en la esperanza.

 

 

 

 

5. PERSONA GOZOSA

“Construir… una persona gozosa que vive la vida como regalo y como tarea, una persona que está llamada a colaborar a través de su trabajo en la obra de Dios”. (La formación en la ACE. Pág.35)

 

En ninguna página del Evangelio aparece la risa en el rostro de Jesús. Así se deduce de la consulta a diferentes Concordancias Bíblicas del N.T. Solamente dos veces aparece el concepto “risa” en labios de Jesús, en los Evangelios Sinópticos. Una para anunciar el futuro y la segunda para condenar el presente: “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis… ¡Ay de los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc. 6,21.25). Incluso, en la primera parte de esta cita, llama dichosos a los que lloran.

Este dato no sirve para afirmar, como algunos han dicho, que Jesús no era alegre. Nada más lejos de la verdad. El texto citado refleja la realidad del mundo: hay una risa egoísta (la de los fuertes, ricos y poderosos) y lágrimas fruto de la injusticia (las de los pobres y marginados). Y, según Jesús, esta situación cambiará a la hora de la verdad, si no hay conversión. Hay, pues, en el evangelio, una alegría superficial y humilladora del otro como la de Herodes (Lc. 23,8) y la de los sumos sacerdotes (Mt. 14, 11). Y otra profunda y causada por el bien de los demás, como la del padre que acoge al hijo que se fue de casa (Lc. 15,32).

También sugiere el texto de Lc. 6, 21.25 que la risa  tiene un fundamento oculto para que sea auténtica e, incluso, sanadora. Ese fundamento profundo, del que la risa es una expresión entre otras, es la alegría. Alegría que nace de sentirse a gusto consigo mismo y con los demás. Alegría personal y solidaria.

Lo que sí hace Jesús con frecuencia es hablar de la alegría. No de una manera teórica y académica, sino como de una actitud que surge espontánea en muchas ocasiones normales o extraordinarias de la vida: el pastor que encuentra la oveja perdida (Lc. 15,5-6), la alegría del amigo del novio (Jn. 3,29), la de la mujer que acaba de tener un hijo (Jn.16,21) y una larga lista que no es posible recoger ahora.

Un paso más: la relación con Jesús produce alegría: como la de Zaqueo (Lc. 19,6), la del pueblo (Lc. 13,17), la de los “muchos” discípulos (Lc. 19,37;  24,41.52; Jn. 20,20). Esta misma alegría es la que tienen los apóstoles en muchos pasajes del libro de los Hechos.

Y un dato último y significativo: los evangelios, cuando se refieren a la alegría de Jesús emplean muchas veces la palabra “gozo”. Por ejemplo: “Os he dicho esto para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo” (Jn. 15,11). “En aquel momento Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo” (Lc. 10,21). No es de extrañar, por tanto, que las cartas de los diferentes apóstoles hablen y exhorten con frecuencia a los cristianos a la alegría y al gozo (Rom. 12,12; 2 Cor. 13,11; Flp.  3,1; 4,4; 1 Ped. 4,13…) Siguiendo a Jesús, nos dicen que “el Reino de Dios… es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom. 14,17); que “los discípulos quedaron llenos de gozo y de Espíritu Santo” (Hec. 13,52) y que “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Gal. 5,22).

Risa, alegría, gozo. Este proceso recorrido, que podría enriquecerse con nuevos y ricos aspectos por los muchísimos momentos en que el N.T. habla de la alegría, nos sirve de presupuesto necesario para encauzar cómo debe ser la alegría de una persona militante de A.C. Y para serlo, además, en un mundo carente en demasía de gozo profundo y, por otra parte, buscador infatigable y desorientado de sucedáneos superficiales con los que intenta encontrar salida a su necesidad de alegría: dinero, cosas, huida de la dura realidad, ruido ensordecedor, drogas…

 

1. GOZO EN EL ESPÍRITU SANTO.

Aquí está la raíz de nuestro gozo, de nuestra alegría. La presencia del Espíritu de Dios en nosotros. El cristiano tiene conciencia, por la fe, de que el Espíritu habita en él. Esta conciencia le hacerebosar de un gozo profundo, interior, que nadie le puede quitar (cfr. Jn. 16,22). El cristiano se sabe en las manos amorosas del Padre y vive su existencia en la serenidad gozosa de que, suceda lo que suceda, no le abandonará.

Esta conciencia, avalada por la experiencia creyente, le hace ver la vida como un don de Dios.  Y así surge en él la acción de gracias como actitud espontánea y natural con la que vive toda su existencia. La acción de gracias se convierte en manifestación del gozo profundo por haber recibido este don. Sentirse regalo del amor, y no fruto de la necesidad o de las circunstancias, es germen de alegría permanente.

El don se convierte en tarea. No tarea impuesta desde fuera, sino aceptada desde el interior, como fruto de la presencia del Espíritu y de concebir la vida como un don. La tarea, el trabajo, la misión tienen como componente esencial la dificultad de ponerlos por obra y la que surge de su misma puesta en acción por las resistencias o rechazos con los que inevitablemente se encuentra. Pero esta dureza y oposición no hace desaparecer ese gozo profundo que tiene sus raíces en el Espíritu.

El gozo en el Espíritu Santo es permanente, no depende de las circunstancias ni de nuestra fidelidad. De lo contrario, no sería gratuito, no sería don. Y el actuar gratuito pertenece al ser de Dios, que es Amor. El gozo en el Espíritu Santo nunca se pierde por el abandono de Dios, que no se puede dar en El; solamente puede desaparecer subjetivamente en el cristiano cuando éste comienza a desconfiar de esta presencia y se detiene más en las dificultades de la tarea que en la generosidad permanente de Dios.

 

2. GOZO EN COMUNIÓN CON LOS QUE LLORAN

El gozo no está reñido con el dolor. Aunque el camino para poder unir vitalmente gozo y dolor es arduo y sólo se puede avanzar por él desde una fuerte actitud de fe o desde una valoración de la vida por encima de todo fracaso y sufrimiento. La calidad de una vida humana tiene un punto de referencia esencial en la integración del dolor. Y la altura y profundidad de la fe tiene una medida de su autenticidad en la vivencia del dolor con gozo y esperanza. Como experiencia personal puedo decir que nadie me ha mostrado mejor la fuerza de su fe que los enfermos y apaleados por la vida que conservan y expresan de muchas maneras la unión entre gozo y sufrimiento. Son una gracia de Dios para todos los que se acercan a ellos con respeto y amor. Y una llamada, desde su propia experiencia, a trabajar contra todo dolor.

“Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran” (Rom. 12,15). Esta doble actitud sólo es posible desde la comunión y la solidaridad. La alegría con el que se alegra supera el egoísmo y la envidia. Las lágrimas con los que lloran vencen al desinterés y a la lejanía con respecto al que sufre.

El gozo cristiano es incompatible con el egoísmo. No es verdadero cuando se vive de espaldas al que sufre. Por el contrario, el gozo lleva a compartir el sufrimiento del otro. El gozo interior no ofende al que llora. La risa superficial, sí. El gozo interior lleva a la comunión en el dolor con el sufriente. Y le comunica, por contagio positivo, esperanza y serenidad.

El gozo lleva a compartir todo tipo de sufrimiento. Y no desaparece en este contacto; de lo contrario, no sería sanante. Además, el gozo verdadero implica el compromiso activo con todas las personas que sufren enfermedad, pobreza, oposición, injusticia o marginación. El mismo compromiso activa el gozo y lo reparte. La ausencia de compromiso con los que sufren entristece al que no lo ejerce, aunque intente justificarse. Por eso dice S. Pablo: “Me alegro por los padecimientos que sufro por vosotros” (Col. 1,24). Y S. Pedro: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo” (1 Ped. 4,13). 

Todo compromiso que no nace del gozo en el Espíritu o no permanece en él se convierte en una acción teñida de amargura, comunica actitudes negativas y transforma en lucha enconada contra alguien y no en actitud permanente de acompañamiento y trabajo a favor del que sufre o es víctima de la injusticia.

 

 

 

3. LA FIESTA, SACRAMENTO DEL GOZO

Con estos presupuestos sí que la fiesta adquiere todo su significado y tiene verdadero sentido.

La fiesta es el momento en que el gozo interior se desborda y se hace celebración comunitaria.  Entonces, sí, la risa, el chiste, la broma amable, el alimento compartido, el canto, el baile… son expresión de una vida gozosa y de un compromiso con los doloridos del mundo.

La fiesta es anticipo, pequeño y limitado, del gozo que nos espera junto al Padre y con toda la humanidad redimida. Deja de ser un sucedáneo vacío con resaca posterior para convertirse en desbordamiento gozoso de todo aquello que da sentido profundo a nuestra vida. Todos participan.  Nadie es excluido. El gozo se multiplica y se manifiesta en cada uno de los participantes según su carácter, personalidad y cualidades humanas.

En la fiesta se celebra el don de la vida, la profundidad de la fe, el fruto conseguido o el compromiso de seguir empeñados en lo todavía no alcanzado. Dios se hace presente y juega y ríe con sus hijos e hijas. La fiesta es descanso del alma y fuerza para el mañana que enlaza con un ayer entregado y esperanzado. Por eso es sacramento de la vida, es decir: signo expresivo del corazón gozoso y solidario con el otro, los otros, el mundo..

De ahí que la fiesta central e imprescindible del cristiano sea la Eucaristía. Es la fiesta agradecida por sabernos salvados por el amor del Padre en la entrega del Hijo, actualizados por la presencia del Espíritu. Es la fiesta en la que todos podemos participar unidos por el mismo gozo y en el empeño de seguir las huellas de Cristo, “abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1 Tes. 1,6).

 

CONCLUSIÓN

La persona gozosa, desde la fe, se cimienta en el don permanente del Espíritu Santo que la llena del todo y para todo. En esa presencia experimenta el amor del Padre y la entrega del Hijo. Ama la vida. Se alegra con todas las cosas bellas que Dios nos ha dado para disfrutarlas. Trabaja con serenidad y esperanza. Fortalece las relaciones familiares. Se comunica con todos amablemente. Vive la alegría junto con los demás, nunca a costa de los otros. Acepta el compromiso de trabajar solidariamente con todos, especialmente con los hermanos más desfavorecidos, para que la alegría sea patrimonio de todos.

Este es el camino y la expresión de todo militante de A.C. Nada postizo o impuesto, sino reflejo de su ser interior. El compromiso apostólico debe reflejar este gozo interior siempre, sea cual sea el resultado. Todo lo que no se hace con alegría es una carga, no transmite la dicha de ser cristiano y hace de barrera para que el otro pueda encontrarse con el Padre.

El poeta indio, no cristiano, Rabindranath Tagore nos dejó escrito: “Dormía y soñé que la vida era alegría; desperté y vi que la vida era servicio. Serví y descubrí que servir era la alegría”. S.  Atanasio, en el s. IV, acuñó este mensaje: “Cristo resucitado enciende una fiesta continua en el corazón del hombre”. Estamos en este espíritu.

 

 

 

6. PERSONA ABIERTA A LA TRANSCENDENCIA

“Construir… una persona con sentido de transcendencia, que descubre en sí misma y en lo que le rodea algo más que lo puro inmediato y cercano. Un ser abierto a lo transcendente que, como tal, es capaz de descubrir la profundidad y radicalidad de la vida y de la historia, vislumbrando en ella la acción amorosa de Dios.” (La Formación en la ACE. Pág. 35)

No debemos suponerlo. Aunque podría parecer que sí. Pero es el caso que no toda persona “religiosa” es, sólo por eso, una persona con sentido de transcendencia. Todos conocemos a personas “muy religiosas”: asisten a la Eucaristía, hacen novenas, rezan el rosario, no se dejan una procesión, incluso dan limosna… Pero en su vida se organizan sólo por su propio interés, son egoístas, rencorosas, vengativas, juzgan negativamente a los otros, su relación con Dios se rige por el “por-si-acaso” (por si acaso hay algo después, por si acaso me pasa algo…) y por el “para-que” (para que Dios no me castigue, para que no me suceda nada malo…). Estas no son personas abiertas a la transcendencia por muy “religiosas”  que sean.

Evidentemente que hay personas, sencillas o formadas, que participan en todos esos actos religiosos y tienen un verdadero sentido transcendente de la vida y viven de acuerdo con él. No se puede generalizar. Sería injusto y falso. Pero, con todo, podemos asegurar que hay personas “religiosas” con poca o ninguna apertura a la transcendencia. Con una religiosidad entendida y practicada como puros actos externos. Son personas carentes de auténtica fe.

“Dios lo ha querido así”. Es una frase que podemos escuchar de labios de una persona que ha padecido una desgracia en sí misma, en su familia o la ha visto en otra persona. Estas tienen un sentido equivocado de la transcendencia. Como aquel padre cuyo hijo salió ileso de un accidente de tráfico en el que murió un amigo que lo acompañaba: “Gracias a Dios, a mi hijo no le pasó nada”. Muy bien.  ¿Qué tendrán que decir los padres del hijo muerto: “Gracias a Dios, mi hijo ha muerto”? ¡Terrible, caprichoso e injusto un Dios que actuara así! No sería humano ni decente creer en él. Pero nuestro Padre Dios no quiere ni permite el mal. Lo padece con nosotros y como nosotros. Es un Padre con entrañas de misericordia que se le rasgan cuando sus hijos padecen o hacen el mal. El nos quiere libres con el riesgo de la libertad (¿para qué crear marionetas sin libertad manejadas desde arriba?). El está junto al que sufre, pero no enviando o frío ante el dolor. La fe en Dios nos fortalece para vivir en el sufrimiento y para no hacer el mal. Y tampoco depende de Dios nuestra buena suerte, si la tenemos.

 

1. “COMO TODO DEPENDE DE LA FE, TODO ES GRACIA” (Rom. 4,16)

Esta frase la refiere S. Pablo directamente al hecho de que la promesa, hecha a Abrahán, llegará a cumplirse como fruto de la fe y no del cumplimiento de la ley de Moisés. Por eso, la promesa llegará a todos, sean o no descendientes legales de Abrahán. Esta afirmación de Pablo también ilumina, además, nuestro tema.

Todo es gracia. “Somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para realizar las buenas obras que Dios nos señaló de antemano como norma de conducta” (Ef. 2,10). Nuestra existencia no es fruto de la casualidad. La sola evolución de la materia no explica definitivamente la creación. Es mucho más. La decisión libre y gratuita de Dios la origina. Por puro amor. Para que participemos de su gloria.  “Sabed que el Señor es Dios, él nos ha hecho y suyos somos, su pueblo y ovejas que él apacienta” (Slm. 99,2; cfr. Slm. 103).

Todo es gracia. “Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno” (Gen.  1,31). “Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura de sus fieles. El sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo” (Slm. 102, 13-14). Desde el principio y siempre, el amor de Dios es fiel El nos sigue acompañando en nuestra existencia personal y en el caminar de la historia, aunque estemos “hechos de polvo”. Pero “polvo” amado.

Todo es gracia. “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido

de mujer, nacido bajo el régimen de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de

 

Dios” (Gal. 4,4-5). “Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores” (Rom. 5,8). La cercanía del Padre a las personas y su compromiso con la historia tiene su mayor expresión  en el envío y en la entrega del Hijo. Jesús de Nazaret es el empeño del Padre, hecho historia concreta de amor, por llevar libremente a los seres humanos hacia la plenitud de vida, también aquí, en el mundo. El empeño por mostrarnos que la vida solo es vida cuando hay amor.

Todo es gracia. “Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ABBA, es decir, Padre. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios” (Gal. 4,6-7). Dios no nos contempla desde fuera, no es espectador del teatro del mundo. Se ha implicado hasta donde era impensable: vive en nosotros, habita en nosotros, nos inunda permanentemente por el Espíritu Santo. No sólo camina a nuestro lado, está dentro de nosotros.

Todo es gracia. “La creación vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8,20-21). Toda la obra creada por Dios tiene ansias de eternidad. Lleva en su interior un deseo y un germen de superación, de plenitud, dados por Dios. Deseo que no cesará hasta que progresiva y gratuitamente sea llenado por el mismo Dios. Este anhelo de perfección está actuando constantemente y tiene en la persona humana un contemplador que lo admira y un colaborador que lo potencia. También puede obstaculizarlo. Y vaya si lo hace.

Todo depende de la fe. Este breve recorrido por todo lo que, como gracia, ha hecho y sigue haciendo el Padre necesita, por parte del ser humano, la fe. “Sabemos, además, que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios” (Rom. 8,28). Los llamados por Dios somos todos. Sólo los que lo aman, es decir: los que creen en él, descubren el bien que se esconde dentro de todo lo que nos rodea y sucede, su sentido profundo y último. Sólo los que aman a Dios descubren su permanente presencia y su constante acción.

Este camino concreto desbozado es el que aceptamos por la fe los cristianos. Por él, por su revelación, sabemos que Dios ha actuado y actúa en la persona y en la historia. Todo creyente en Dios, sea cual sea su tradición religiosa, acepta y vive esta presencia oculta y actuante de Dios en su vida y en la historia. Su visión de la existencia y de la historia engloba como aspecto fundamental el aceptar que éstas tienen un sentido distinto cuando se viven desde la apertura a Dios, a la transcendencia. El creyente auténtico es el que se rige por esta apertura y vive dejándose iluminar por ella y descubriendo lo que Dios va haciendo en la historia y en cada uno. Porque es persona con sentido de la transcendencia.

 

2. DESCUBRIR Y SENTIR UNA PRESENCIA: DIOS.

Así podríamos definir a la persona abierta a lo transcendente: la que descubre y vive en una nueva presencia: Dios. Esta persona no cree que Dios está allí arriba, lejos. Lo siente cercano, próximo.  Dios está entre los pucheros, decía castizamente Sta. Teresa de Jesús. Pero no cocinando, añado.  Cocinamos nosotros; actuamos nosotros. Es nuestra responsabilidad. Hacerlo en la presencia de Dios, siendo conscientes o no de esa presencia en un momento determinado, y hacerlo bien. Este puede ser el sentido de la transcendencia como para andar por casa. El primer nivel. Fundamental.

La vida no es una sucesión de hechos inconexos, separados, sin relación. La vida es una tarea a la que Dios nos envía. Así lo siente toda persona creyente en él. Todos los actos, desde los más insignificantes a los más importantes, forman una corriente de vida que se abre a Dios, que lo acoge.  Detrás de ellos, de todos ellos, y en ellos se esconde una finalidad: colaborar con Dios en la edificación de un mundo mejor, hacer más agradable la existencia de todos con la seguridad de que no estamos solos. De esta manera, ninguna existencia humana, por simple y sencilla que nos parezca, es inútil, sin sentido. Todos somos colaboradores libres y responsables en el plan de Dios. Todos contribuimos en su realización por muy simples que nos veamos.

La historia, para una persona con sentido de transcendencia, no es una sucesión caprichosa de acontecimientos. Ni una fatalidad que camina hacia la destrucción. Es obra humana, sí.

 

Responsabilidad humana, por tanto. Pero camina hacia la plenitud. Porque Dios está implicado en ella.  No para sustituirnos, pero sí para encauzarla por medio de aquellos que creen en su designio de salvación y por medio de los que, sin creer en él, se implican con toda su energía vital por un mundo más fraterno, por una creación más respetada. Ahí está Dios haciendo la historia con nosotros.

¿Y lo doloroso de la vida? Algo hemos dicho al comienzo. También ahí se encuentra a Dios.  Pero no como quien lo envía o permite. La persona ligada a Dios libremente examina el dolor, sus causas, sus consecuencias y actúa según Dios: sanando, animando, trabajando contra el mal, aceptándolo cuando no se puede evitar, sufriendo con el que sufre y viviéndolo como una llamada a hacer el bien, a la misericordia y a la justicia. Todo el que acepta a Dios, vive el mal, el dolor, como algo inherente al ser humano y a la creación, pero no se resigna pasivamente ante él. No es un ser alienado, sometido, no deja todo como un esclavo en las manos de Dios, sino que se enfrenta con él como Dios, para que todo avance hacia mejor. Sabe que la cruz es  preludio de resurrección.

Aquí, por fin, entra la lectura creyente de la realidad. Partiendo de lo que sucede ¿qué nos quiere decir el Padre? ¿A qué aspiran las personas? ¿Qué reclama de mí, de nosotros, la historia y el ser humano contemplados desde Dios? ¿Qué nos propone el Señor en su Palabra? ¿Cómo se manifiesta aquí y ahora la acción siempre amorosa de Dios? ¿Qué nos está pidiendo? ¿A quién -por poner un ejemplo todavía actual- hemos de escuchar: al Sr. Busch y sus satélites o al Padre de la paz y de los pobres? Y, después, actuar en consecuencia.

De esta manera, la persona creyente en Dios sabe que no es sólo cuestión de participar en

“actos cultuales” o tener “costumbres religiosas”. Por el contrario, se compromete a andar por la vida

descubriendo a Dios, buscando ser como él     (“sed perfectos como vuestro Padre celestial es

perfecto”          (Mt. 5,28), querer lo que quiere él, implicarse por un mundo y por una sociedad mejor..

Porque está ante y con Dios y porque Dios está con ella y la llama a esta misión.

 

CONCLUSIÓN

Termino con dos breves textos, dos breves poemas. Uno y otro, cada uno en estilo diferente, nos hablan de lo mismo: la persona, la creación, la historia tienen una orientación transcendente: Dios.  La persona creyente lo vive.

“Qué importa lo que tengamos que hacer:

tomar una escoba o una pluma,

hablar o callar,

zurcir o dar una conferencia,

curar a un enfermo o escribir a máquina.

Todo esto sólo es

la corteza de una realidad espléndida,

el encuentro del alma con Dios

renovado cada minuto,

acrecentado en gracia cada minuto,

cada vez más bella para su Dios”.

 

“Dios es la unión profunda

de todo cuanto existe,

de todo cuanto hay

en el Universo.

Las palabras pueden abrir caminos

hacia realidades nuevas

que no se pueden aprender con palabras” (Phil Bosmans)

 

 

7. PERSONA CON AGUANTE (O PACIENTE)

“Construir…. Una persona capaz de vivir y superar la contradicción y el conflicto, que vive permanentemente en la inseguridad: por un lado experimenta una múltiple limitación y por otro advierte que posee en sí misma una ilimitada capacidad de desear”. (La Formación en la AC. pág. 32)

 

1.  ¿CON PACIENCIA?

 

“En el mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero tened ánimo: Yo he vencido al mundo” (Jn. 16,33). Esta es la realidad en la que vive el cristiano. Por una parte, dificultades, sufrimiento, como todos los seres humanos; con el añadido de padecer por ser cristiano, por su fe1. Con la certeza creyente, por otra parte, de que el Señor ha vencido ya lo negativo del mundo. Este es nuestro punto de partida.

Aguante ante las dificultades. Perseverancia a pesar de ellas, en medio de ellas. O paciencia.

¿Paciencia? Sí. Sólo que hace falta entender bien esta palabra. Estaremos de acuerdo  en que, normalmente, la paciencia suele ser entendida como resignación pasiva: “¿Qué le vamos a hacer? Las cosas se presentan o son así. No hay más remedio que aguantarse y sufrirlas con resignación”. Así reflejamos lo que pensamos sobre la paciencia. “La paciencia no cotiza demasiado alto en la bolsa de valores… La paciencia evoca, con excesiva facilidad, la imagen de la pasividad, la actitud de quien espera que las cosas vengan o sucedan”2. “La paciencia ha sufrido un deterioro que no merece. Se ha convertido en sierva de la sumisión, cuando en realidad es la gran ayuda de la rebelión y de la creación”.3

Esta última afirmación nos sitúa ante el verdadero sentido de la paciencia. Así podemos entender el hecho de que el Nuevo Testamento emplee este término con una cierta frecuencia. Porque no lo emplea en el sentido negativo, que muchos atribuyen a la paciencia. Nos puede servir, para empezar, esta definición de la paciencia: “es la virtud de quienes hacen la historia, la paciencia de la acción establecida en la duración del tiempo”4. “Tomás de Aquino, en su espléndido Tratado de las pasiones, decía que mediante la paciencia el hombre es dueño de su alma. En una bellísima frase dice:

+La paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu sea quebrantado por la tristeza y pierda

su grandeza+ Es decir, la relaciona con la grandeza, no con la mezquindad. Yo la valoro mucho como

una gran virtud creadora”4

Esta es la clase de paciencia que se refleja en la Sda. Escritura. Aquella que hace la historia porque persevera en sus proyectos y objetivos por muchas resistencias que encuentren. La paciencia la tienen todas aquellas personas que son constantes en la acción a través del tiempo por muy hostil y duradero que se presente éste. Es importante afirmarlo desde el principio. Para que, cuando nos encontremos con esta palabra en la Biblia, no la interpretemos mal, en sentido pasivo y negativo. El N.T. nos ofrece una idea de la paciencia como actitud o virtud activa, creadora, positiva, fuerte y resistente. Así la vamos a descubrir. Nuestro punto de partida no es la definición anterior para confirmarla desde la Biblia. Partimos de la Biblia en la que encontramos la paciencia tal como es vista desde Dios. Y que coincide con la definición anterior y la supera, precisamente porque la actuación de Dios la enriquece. 

La primera constatación sobre la paciencia en la Escritura es precisamente que se trata de una de las actitudes que se les atribuyen al Padre y a Cristo. “¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?” (Rom. 2,4)5. La paciencia de Dios es fruto de su bondad para con nosotros. De tal manera que la paciencia, aplicada a Cristo, es para nuestra salvación. Como si se nos dijera: ¡Pobres, si Dios no tuviera paciencia con nosotros! “Y no es que el Señor se retrase en cumplir su promesa como algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que alguno se pierda, sino que todos se conviertan” (2 Ped. 3,9). Y a continuación: “Considerad como salvación la paciencia de nuestro Señor” (v.15). El Padre y Cristo tienen paciencia, “aguantan”, para nuestra salvación. Saben que somos tozudos y lentos.

 

·        La paciencia tiene, en una primera aproximación, un significado de actitud vital permanente: aceptar y vivir serenamente las dificultades de la vida. Porque “la caridad es paciente” (1 Cor. 13,4). “Sed humildes, amables y pacientes. Soportaos los unos a los otros con amor” (Ef. 4,2). “Revestíos de sentimientos de compasión, de bondad, de humildad, de mansedumbre y de paciencia” (Col. 3,12). Se trata de la postura positiva de acoger, de comprender, de respetar a los otros “con amor”, de no tener prisas avasalladoras. Porque todo crecimiento humano es largo. Hace falta tiempo para llegar a ser persona adulta y, mucho más, transformada Se trata de una tarea a largo plazo que supone la implicación de los sujetos,  el vencimiento de posibles tentaciones de abandonar y la superación de reales resistencias.

 

Lo contrario a la paciencia es la intolerancia, el rechazo, el juicio duro, el nerviosismo, las prisas, el mal genio, la imposición, el no respetar personas, procesos, posibles retrocesos. La paciencia, por otra parte, no tiene nada que ver con la calma mortecina, con dejarlo todo para mañana por sistema, con el pasotismo al que todo le da igual. Ni las prisas irrespetuosas, ineficaces, impositivas; ni la tranquilidad pasiva e inoperante. La paciencia se sitúa entre esos dos extremos.

·        La paciencia también tiene mucho que ver con la perseverancia, con la insistencia en lo que uno cree, pero llena de respeto, sin atosigar, con humildad. Volver a ofrecer, volver a intentarlo a pesar del fracaso. “Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende y exhorta usando la paciencia y la doctrina” (2 Tim. 4,2). Esto es posible cuando se vive otro aspecto de la paciencia como perseverancia: “el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt. 10,22)6, dice Jesús después de hablar incluso de persecuciones. Se trata, pues, de la perseverancia en la fe. “Si perseveramos, también reinaremos con Él” (2 Tim. 2,12). Resulta, entonces, normal -y ahora lo podemos entender mejor- que se nos diga: “Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (Sant. 5,7-8). Paciencia es, en el fondo, confianza en el Señor y en el cumplimiento de sus promesas.

·        Y un último dato fundamental: “la tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud sólida, y la virtud sólida, esperanza” (Rom. 5,3-4). Aquí encontramos un breve tratado sobre la paciencia: se ejercita en la tribulación; sin ésta no hay paciencia. Sólo la resistencia, el aguante ante las dificultades, engendra paciencia. La prueba de una virtud sólida, consistente, fuerte, la encontramos en la paciencia.  La virtud sólida se prueba en la paciencia; la paciencia hace sólida a la virtud. No acaba todo aquí. El fruto último de la paciencia es la esperanza: una de las tres virtudes o actitudes teologales, es decir, uno de los componentes esenciales de la vida cristiana juntamente con la fe y el amor-caridad. Por lo tanto, la paciencia bien entendida está en relación directa con las virtudes teologales. Porque tiene su fundamento en Dios, su fin es el Reino de Dios esperado y trabajado. Y su posibilidad definitiva para nosotros está en el Espíritu Santo: “la esperanza no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom. 5,5).

 

 

·        La paciencia, gran conclusión, es madre, hija y prueba de la esperanza. Madre, porque engendra la virtud sólida. Hija, porque nace de ella, de la esperanza. Signo y señal, porque sin la paciencia, sin el aguante, la esperanza no sólo no es visible y activa, sino que no existe al no dar señales de vida por medio de la paciencia. Forman un círculo fecundo la paciencia, la virtud sólida y la esperanza. Tiene razón la sabiduría popular o quien acuñara la frase cuando dice: “La esperanza es la paciencia en tiempo de fiesta. La paciencia es la esperanza en tiempo de faena”. La relación entre ellas queda clara en esta afirmación.

 

 

2.  ENTRE LA CONTRADICCIÓN Y EL CONFLICTO

 

Hecho este breve recorrido bíblico, volvemos a la vida. Realmente, la Palabra de Dios no nos ha alejado de la realidad, más bien parte de ella y a ella nos remite enriquecidos con su mensaje de salvación y, por tanto, de luz profunda.

Realmente nuestra existencia personal y comunitaria se debate entre el ideal que soñamos y que querríamos llevar a nuestra vida, la contradicción en nosotros con ese ideal tal como lo encarnamos y el conflicto que experimentamos a nuestro alrededor y, también, dentro de nosotros.

Cuando hablamos de ideal lo entendemos en sentido positivo, de realización personal y comunitaria, de realización satisfactoria para mí, pero siempre incluyendo a los demás. Así es, al menos, en nuestra fe y opción cristianas.

·        El ideal al que nos sentimos llamados y al que hemos dicho sí, es alto, muy alto: “Sed santos, perfectos, misericordiosos, como vuestro Padre celestial es santo, perfecto y misericordioso” (Lev.  19,2; Mt. 5,48; Lc. 6,36; 1 Ped. 1,15). Y lo queremos sinceramente. Aunque no nos atrevamos a decirlo, es lo que perseguimos. De lo contrario no creeríamos verdaderamente en Dios. Soñamos y queremos también “una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada” (Ef. 5,27), tal como Cristo la quiere. Este ideal para nosotros y para la Iglesia lo buscamos en la Palabra de Dios. Y ahí lo encontramos descrito con detalle.

 

Pero nos miramos a nosotros mismos, a nuestros grupos y comunidades, a la Iglesia parroquial, diocesana y universal y nos encontramos lejos, muy lejos del ideal. Aunque reconozcamos, si no somos masoquistas, que algo hay en nosotros y en la Iglesia que responde a ese ideal, que vamos tras él y que no lo olvidamos, llegamos a sentirnos pesimistas, desilusionados, impotentes.

·        Esto produce en nosotros un conflicto que nos desasosiega y que, incluso, nos quita la paz y un poco o un mucho de alegría. Porque descubrimos que no somos fieles a Aquél y a aquello en que decimos creer. San Pablo nos dejó un aguafuerte de esta situación: “No acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero sino lo que aborrezco… El querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no… Cuando quiero hacer el bien, se me impone el mal… ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que es portador de muerte?” (Rom. 7,14-24). Conflicto que lo sentimos también en nuestro interior con la Iglesia: ¿Merece la pena pertenecer a eso que se atreve a llamarse comunidad y signo de Cristo en el mundo, que pretende extender la salvación a todos y es como es?

·        El conflicto se hace también exterior a nosotros. Queremos vivir y anunciar el Evangelio y, cuanto más fielmente creemos que lo hacemos, más oposición encontramos a nuestro alrededor, más rechazo y oposición. ¿Para qué me esfuerzo si lo que encuentro es incomprensión o risas en mi entorno o el silencio por respuesta? Cuando buscamos y trabajamos sinceramente y con amor por una Iglesia más fiel a su Señor y mejor servidora del hombre de hoy, nos sorprendemos con cierta frecuencia de las resistencias que descubrimos o sufrimos de parte de los mismos hermanos en la fe, incluso de los Pastores. Chocamos contra el muro de la rutina, de las costumbres folklórico-religiosas, de tradiciones de ayer que ya no responden al hoy que vivimos y que se empeñan, ineficazmente evangélicas, en permanecer. ¿Es verdad, nos preguntamos entonces, que la Iglesia quiere renovarse aunque lo esté constantemente proclamando? Las tentación de abandonar -¡ahí os quedáis con vuestro montaje!-, se nos hace fuerte, viva, atrayente, oferta de tranquilidad.

 

Se impone, para llegar a hacer de la paciencia una actitud interior asumida y vivida, aceptar con clarividencia que la paciencia “es también la capacidad de  padecer, pues la historia comporta, indefectiblemente, un         padecer. La experiencia nos enseña que actuar es, en la misma medida, someterse (padecer) y dominar. Los que hacen la historia saben obedecer a lo real: se toman el tiempo necesario para conocer la realidad material, social o humana que quieren transformar. Tienen la paciencia de aprender. Tienen también la paciencia de esperar su hora”.7Aceptar, pues, la dificultad de lo real, en la sociedad, en la Iglesia, y no dejarse vencer resignadamente por ella es componente esencial de la actitud paciente. Actitud que se convierte, entonces, en pasión, en decisión permanente, que no teme soportar y sufrir las resistencias de lo real.

·        Hay más todavía, si nos parecía ya mucho. El trabajo paciente va acompañado, además, por la inseguridad. No sabemos si lo estamos haciendo bien, si nuestro camino es el correcto, si somos sinceros y libres o interesados, si no estaremos equivocados. Y Dios no habla, está callado no sabemos dónde; le preguntamos y no responde con la claridad que queremos y que necesitamos según nos parece. Nos hacen dudar las diferentes concepciones y prácticas de tantos y tan diferentes grupos que todos igualmente nos llamamos cristianos. ¿No será mejor y más gratificante olvidarme de lo imposible y quedarme en lo mío y con los míos? Pero, ¿me sentiré, si abandono, más a gusto? La inseguridad nos acecha y no encontramos modo de olvidarnos de ella. Permanente situación de desconcierto y de hacerse preguntas.

 

No se trata de que nos quita la dificultad de esta postura ante la vida, pero la contemplación de Jesús es el camino para el creyente que quiere resistir en el intento. El permaneció firme hasta el final.  Con el mismo objetivo: el Reino de Dios, y siempre soportando y superando toda oposición.  Pongámonos en la misma óptica de Jesús y aceptemos su modo de proceder: entrega gratuita y generosa, servicio desinteresado, comunión solidaria con el hombre, confianza en el Padre. Si no nos salimos de ahí, vamos por el mejor de los caminos, aunque reduzcamos a veces la marcha, aunque nos tomemos un respiro de egoísmo o nos cansemos de tanto caminar entre pedruscos y rastrojos. Jesús, el caminante del Padre y del amor, dice a los que siguen sus huellas:

 

3.  “YO HE VENCIDO AL MUNDO”

 

·        La pregunta de San Pablo, recogida más arriba, tiene una respuesta que el mismo apóstol se da:

“¡Tendré que agradecérselo a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor!” (Rom. 7,25). Así lo creemos con Pablo. Esa afirmación nos sostiene.

No para cruzarnos de brazos. Sí para vivir pacientemente, resistiendo: “El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?… Si un ejército acampa junto a mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo” (Salmo 26; precioso para “pedir paciencia”, aguante, resistencia). Paciencia hasta la cruz, paciencia de Dios, resistencia de Cristo hasta el final.

Sin una fe fuerte, sin echar raíces en Dios, tarea inútil: “Si no creéis, no resistiréis!” (Is. 7,9).  “¡Auméntanos la fe!” (Lc. 17, 5). “Creo, ayuda a mi falta de fe” (Mc. 9,24). “¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc. 1,45).

·        Resistencia y sumisión, así resumió el teólogo luterano D. Bonhoefer la actitud cristiana en los momentos difíciles, duros de la existencia. Y lo formuló cuando estaba en un campo de concentración en el que fue asesinado, sacrificado brutalmente. No podremos encontrar hoy probablemente una situación peor que la suya. Desde ella y en ella convirtió la teología en actitud vital, creyente en el límite y hasta el límite. Como tantos pobres que viven y resisten, desde su pobreza, en el compromiso por la liberación.

 

Soportarlo todo desde la confianza en el Señor. Mantenerse firme. Ser fiel hasta el fin y sean cuales sean los rechazos, sufrimientos, dificultades y lentitudes con que nos encontremos. La paciencia es la esperanza encarnada, hecha realidad, en su aspecto más concreto de firmeza y aguante ante todo.

·        Y sumisión. No a cualquiera, sino al Señor. Aceptada libremente desde la fe. Sumisión aquí es confianza en el Señor. Nacida de una doble certeza: “El Señor es fiel” (2 Tes. 3,3)8. Y la segunda certeza: “Mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos” (Is. 55,8), son “inexcrutables” (Rom. 11,33). Nuestros proyectos y acciones no siempre coinciden con los de Dios.  Estos nos sorprenden muchas veces. No sólo eso, sino que además el ritmo de Dios es distinto al nuestro. Justamente porque nace del amor que respeta nuestra libertad. De ahí que su ritmo sea más bien lento. Ahí tenemos las parábolas del lento crecimiento del Reino: la semilla, el trigo y la cizaña, la mostaza y la levadura (cfr. Mt. 13). Lo cierto es que aunque el sembrador “duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece, sin que él sepa cómo” (Mc. 4,27).

 

Si partimos de esta doble certeza, la paciencia es posible y sabe esperar el fruto aun cuando éste no sea el previsto. Lo desacertado sería ponernos nerviosos o enfadarnos por este ritmo lento. La experiencia nos dice que el avance del Reino de Dios no es como el de una carrera en la que vence quien más corre. Crece poco a poco y entre dificultades. Lo constructivo es asumir la paciencia de Dios y las resistencias humanas y, desde ahí, vivir la paciencia como actitud permanente. Porque Dios ejercita la paciencia para nuestra salvación. El sabe esperar.

·        La paciencia cristiana es escatológica: el fruto definitivo será al final y don de Dios. Ahora nos debatimos entre el ya -“el Reino de Dios está entre vosotros” (Lc. 17,21)9 - y el todavía no -“hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino” (Mt. 16,28)10 -. Mientras llega, es tiempo de “violencia”12, es decir: tiempo de trabajo y de resistencia ante el mal, tiempo de esfuerzo, tiempo de paciencia.  Tiempo en que el verdadero cristiano con aguante sabe descubrir también los pequeños brotes de esperanza que surgen en su entorno, en la Iglesia y en el mundo: “Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? Trazaré un camino en el desierto, senderos en la estepa” (Is. 43,29).

·        Si el Padre nos respeta porque es fiel y paciente, el cristiano también debe respetar el proceso de las personas, también el suyo propio, sobre todo cuando es más lento de lo esperado o deseado. Respeto que no es lo mismo que dejación de responsabilidad. El verdadero cristiano con paciencia anima, propone, estimula sin cesar, y sin imponer, sin exigir demasiado o más de lo que puede o pueden dar los otros en cada momento. Actuará así si está convencido desde la confianza de que el Padre, Cristo y el Espíritu Santo no están ociosos, sino que siguen actuando sin períodos vacacionales. Y también será fundamental que no ponga la ilusión en los resultados, sino en la siembra, convencido de que fructificará antes o después, aunque haya tiempo de heladas, de pedrisco. Como el labrador.

 

 

CONCLUSIÓN

“La paciencia es un arte difícil. ¿Acaso cada uno de nosotros no se siente constantemente

tentado de perder la paciencia, de ponerse al margen de la historia?… Es un arte difícil y poco

practicado. Hasta tal punto que, cuando vemos a alguien que lo practica, a personas que son agentes de

la historia, a hombres y mujeres de acción, comprometidas, militantes, nos preguntamos: ¿qué energía

les dinamiza? ¿Qué interés les produce la historia?” 11

“Así, pues, hermanos, esperad con paciencia la venida del Señor. Ved cómo el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia las lluvias tempranas y tardías. Pues vosotros lo mismo: tened paciencia y buen ánimo, porque la venida del Señor está próxima” (Sant. 5,7-8)

 

 

8. PERSONA EN CRECIMIENTO CONSTANTE

 

“Todo ello (lo visto hasta ahora) teniendo en cuenta que el ser humano se va desarrollando como persona en la medida en que, abierto a la gracia y en fidelidad a Cristo y a su Iglesia, va desarrollando todo el conjunto de posibilidades y potencialidades que tiene. Estas potencialidades se refieren a su capacidad de conocimiento, afectividad y acción” (La Formación en la ACE. Pág. 36)

 

La vida da paso a la Vida. Es nuestra fe cristiana. Hasta que no llega ese paso, nuestra tarea como personas es seguir creciendo. En cualquier edad, en todo tiempo. Dejar de crecer es vivir en la muerte, no como paso a la Vida, sino como estancamiento en la imperfección, como sometimiento a la rutina.

Esta condición humana es extensible a nuestra condición cristiana. También estamos llamados a crecer en la experiencia interior y en el compromiso de la fe. Dios es siempre el inabarcable, el nunca poseído totalmente. La fe, como acceso y confianza en Él, es, por eso mismo, un camino que progresa, que crece. No puede ser de otra manera, si es que queremos avanzar en la experiencia de Dios, en nuestra conversión y en nuestra entrega al Reino de Dios.

 

1.  NUESTRO CRECIMIENTO HUMANO

 

La verdad es no podemos separar el crecimiento humano y el cristiano en cada uno de nosotros y en nuestros grupos de militantes. No tenemos dos vidas paralelas. Lo humano y lo cristiano constituyen en nosotros una sola persona. La fe cristiana creciendo hace más completa nuestra personalidad. La realización progresiva de nuestro ser persona hace que nuestra fe sea más auténtica y madura.

El crecimiento como personas es posible y necesario. Posible porque todos tenemos capacidades naturales que podemos desarrollar; no somos seres amorfos y vacíos. Y otras que podemos adquirir. Además es necesario si no queremos fracasar como personas y no sentirnos a disgusto con nosotros mismos. El mayor pecado que podemos cometer contra los demás, por eso mismo, es no desarrollar nuestras capacida- des y no dejar que los demás desarrollen las suyas. Aquí radica también la injusticia social. Quitar a los otros (personas, pueblos, regiones) los medios para alcanzar su dignidad personal. Medios materiales, culturales, económicos, políticos, religiosos. Lo grave es que así lo hace nuestra sociedad y cada uno de nosotros en y con ella.

·        Como seres humanos podemos y debemos crecer en CONOCIMIENTO. No sólo en conocimientos, aunque también. Pero éstos no son los que nos hacen más personas de una manera total. Los conocimientos pueden ser simplemente un lustre que esconde una personalidad inmadura, desequilibrada, con lagunas serias. Aunque, correctamente asimilados, son elemento que ayuda a crecer como personas. La ignorancia nunca es buena para nadie.  Crecer en conocimiento es más amplio y más enriquecedor. Es, en un primer momento, ir haciéndose capaz de pensar por uno mismo. Tener criterios bien formados y contrastados. Por eso, a los dueños de este mundo no les interesa que desarrollemos esta capacidad. Más bien, todo lo contrario.  ¿Por qué, por ejemplo, la televisión, que es  un instrumento de poder, baja la calidad de sus programas hasta límites vergonzosos e insultantes para la dignidad humana y convierte a personajes superficiales en “maestros” de opinión sobre todo lo divino y humano? La capacidad de pensar nos distingue de los animales, aunque a veces queramos imitarlos en sus aspectos más bajos. Que también los tienen muy nobles.

 

Pensar nos lleva a relacionar las cosas y los acontecimientos. Para descubrir las relaciones causa-efecto entre unas cosas y otras. Para no comulgar con ruedas de molino. Para no confundir las razones que nos dan con las verdaderas causas que originan los hechos. Para no creer, por ejemplo, que la pobreza de unos países es fruto de la pobreza de la tierra, de la alta natalidad, de la pereza de sus habitantes y no del olvido y de la explotación a que los sometemos los países enriquecidos.

En definitiva se trata de desarrollar nuestra capacidad racional. Usar nuestra mente, nuestro entendimiento para reflexionar con seriedad los problemas y los hechos que nos rodean. Y así no creer, otro ejemplo, que los embarazos de adolescentes o el sida se cortan de raíz con el uso indiscriminado del preservativo y no, especialmente, con una buena educación sexual y con unos criterios que no reduzcan la sexualidad a una simple pulsión corporal a la que hay que someterse sin más.

·        Desarrollar la propia persona es crecer en AFECTIVIDAD. Somos capaces, como seres humanos, de valorar lo que nos rodea y necesitamos no primero ni exclusivamente por el bien material que nos proporciona. Nuestro ser humano pide, sobre todo, valorar las cosas por el bien integral, material y espiritual, que nos aportan. Nuestra estima de las cosas debe tener unos criterios que persigan el bien total de la persona y de la sociedad: amor, paz, no violencia, libertad gozosa y constructiva, solidaridad, alegría profunda. Somos seres de sentimientos. Cultivarlos en nosotros y respetarlos en los demás es un criterio fundamental. Tan fundamental como que en los sentimientos expresados y vividos con intensidad encontramos un camino de felicidad y de bien-estar con nosotros y con los demás.

 

Es un error de imprevisibles consecuencias pensar que expresar sentimientos es señal de debilidad o de inmadurez afectiva. Llorar, reír, agradecer, dolerse, manifestar amor, comprender, ponernos en el lugar del otro, valorar lo sencillo, apreciar a los demás, estimarnos a nosotros mismos, perdonar y aceptar el perdón, animar… son sentimientos a expresar para que la vida no sea un desierto.

·        El mundo está en nuestras manos. No todo el mundo, claro. En unas manos más que en otras, también es verdad. No obstante, cada uno tenemos un lugar en el que actuar, una realidad positiva que potenciar, un problema en cuya solución podemos colaborar. Y un medio a emplear: LA ACCIÓN.  Podemos actuar. Es nuestra capacidad. Debemos activarla para que algo pueda ir a mejor. Crecer en el compromiso, en la acción nos convierte en seres positivos para los demás. Ninguno somos inútiles. En la medida en que avancemos personalmente y en el grupo en la acción transformadora de la realidad, nos iremos construyendo como personas razonablemente humanas. Sólo así seremos personas en crecimiento constante.

 

 

2.  LA GRACIA DE DIOS NO HA SIDO ESTÉRIL EN MÍ” (1 Cor. 15,10).

 

Todo lo dicho hasta aquí no sólo es válido para el cristiano, sino que debe suponerse. No para olvidarlo como innecesario, sino para retenerlo como condición indispensable y como objetivo inseparable del crecimiento en la fe. Ya lo he indicado más arriba. Lo humano y lo cristiano de cada uno de nosotros constituyen una sola persona sin divisiones. La fe no destruye la naturaleza, la perfecciona.

·        El objetivo propuesto a nuestra fe es impresionante: llegar “a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo” (Ef. 4,13). Ahí es nada: “¡la talla de Cristo!”. Un chiste malo para descansar del susto: como no sabemos la estatura de Cristo, debe referirse a otra clase de talla. Por lo tanto, tranquilicémonos: si somos pequeños, no tenemos que hacer estiramientos torturadores; si somos altos, no durmamos en camas pequeñas para encoger ni nos coloquemos pesas en la cabeza para menguar. ¡Gracias a dios no necesitamos esos tormentos!

 

Sí necesitamos otra cosa. Con la alegría de que la tenemos asegurada y ¡gratis!. “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Al contrario, he trabajado más que ellos; bueno, no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor. 15,10). “¡Desdichado de mí! ¿Quién me liberará de este cuerpo, que es portador de muerte? ¡Tendré que agradecérselo a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor!” (Rom. 7,24-25).

No es que la persona humana, por sí misma, no sea capaz de desarrollarse en el bien, no. Lo

que sí es cierto es que “la talla de Cristo” no la podemos conseguir nosotros solos. No es cuestión de

“puños” o de puro “voluntarismo”, como diría un psicólogo. Aquí necesitamos la gracia de Dios. Con

1

 

 

la seguridad gratificante de que no nos faltará nunca. “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo” (Mt. 28,20). Sin pasar por alto que esta es la frase final del evangelio de S. Mateo. Como si quisiera decirnos: el proyecto de Jesús, realizado por él y propuesto para vosotros en esta narración que ahora termino, podéis realizarlo porque él estará siempre con vosotros para que así lo hagáis.

La meta es alta y siempre está más allá, para que no nos sintamos orgullosamen- te satisfechos.  Porque se trata de ser fieles a Cristo, siempre podemos avanzar y crecer en fidelidad. La gracia que nos acompaña en todo momento no es un empujón que nos dan desde fuera. No es ni siquiera un empujón de Dios. Es Dios mismo en persona que habita dentro de nosotros. no está de más recordarlo de nuevo:

“al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom. 5,5). “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20). Se trata, por tanto, de abrirnos totalmente a la gracia de Dios, a Dios, y colaborar con Él. Sólo así seremos cristianos en crecimiento constante.

·        El crecimiento cristiana tiene también otro aspecto importante ligado a su crecimiento en Cristo: la fidelidad a la Iglesia, que es la Iglesia de Cristo, nuestra familia, nuestra madre en la fe que nos ha transmitido a Cristo y nos ha llevado a él. Un signo de madurez cristiana es la aceptación consciente de la Iglesia, un amor a ella a imitación de Cristo que la “amó y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,25).  Aceptación y amor que lleva a una pertenencia gozosa, agradecida, activa y sufriente “para consagrarla a Dios, purificándola” (Ef. 5,26), siguiendo los pasos de Cristo para que vaya siendo esa “Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada” (Ef. 5,27), tal como Cristo la diseñó.

·        La pertenencia consciente y adulta la Iglesia supera el escándalo por sus fallos y Trata de hacerla más fiel a Cristo desde la fidelidad personal, de grupo, comunitaria. Supera el masoquismo de quien no sabe hacer otra cosa que criticarla, especialmente cuando la identifica obsesivamente con la jerarquía, ministerio pastoral, creyendo que sólo haciendo eso ayuda a purificarla. La madurez eclesial no cae en la autosuficiencia de que los no fieles a Cristo son siempre los otros. Tampoco es maduro eclesialmente quien adopta la actitud vergonzante de ocultar su condición de cristiano en medio de un ambiente claramente hostil o increyente.

 

Crecer en madurez eclesial, ese debe ser un objetivo del cristiano. Es decir: agradecimiento por la mediación maternal de la Iglesia en la fe personal en Cristo; gozo por pertenecer a un pueblo que celebra la salvación de Dios y tiene como misión vivir y anunciar el amor del Padre; sentirse corresponsable en ella; alegrarse con los hermanos que Dios le ha dado; comprometerse con ella  y en ella en la transformación del mundo… Por ahí anda la fidelidad a la Iglesia. Así seremos, una vez más, cristianos en crecimiento constante.

 

CONCLUSIÓN

“Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, que me ha fortalecido, porque me ha juzgado digno de confianza al encomendarme el ministerio. A mí, que primero fui blasfemo, perseguidor y violento, y que hallé misericordia, porque lo hacía por ignorancia estando fuera de la fe. Pero la gracia de nuestro Señor se ha desbordado con la fe y el amor que me ha dado Cristo Jesús…Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad, de modo que yo sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener la vida eterna” (1ª Tim.  1,12-14.16).

Ante los sufrimientos, “yo no me avergüenzo, pues sé en quién he puesto mi confianza y estoy persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día en encargo que me dio” (2ª Tim. 1,12).

“Yo ya estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida es inminente.  He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Sólo me queda recibir la corona de salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa” (2ª Tim. 4,6-8).

Camino de Pablo. Crecimiento de Pablo. Ahí debemos estar nosotros.

 

1 Cfr. 1ª Pedro, 3,14-17; 4,12-16.

2 ANDRÉ LALIER; ¿Nos interesa creer en Dios? Santander 2001. Pág. 72

3 JOSE ANTONIO MARINA, Hablemos de la vida, Barcelona 2002, pág. 105

4 JOSE ANTONIO MARINA, o.c. pág. 106

5 cfr. Rom. 9,22; 1ª Ped. 3,20

6 cfr. Lc. 21,19.

7 ANDRÉ LALIER, o.c. pag.75

8 cfr. Rom.3,3; 1 Cor. 1,9; 10,13; 2 Cor. 1,18.

9 cfr. Mt. 12,28

10 cfr.. Mt. 25,34

11 ANDRÉ LALIER, o.c. pág. 74