Moral social

(La doctrina social en el Catecismo de la Iglesia Católica)

 

Teodoro López
Scripta Theologica, XXV (1993/2) 697-717




Durante las últimas décadas, incluso se podría decir durante el último siglo, la moral social cristiana, en su tratamiento sistemático ha experimentado una evolución continuada. Por una parte ha seguido vigente el tradicional tratado sobre la virtud de la justicia que fijaba su atención, de modo casi exclusivo, en la justicia conmutativa, es decir, en los deberes de justicia a nivel interindividual, justicia que se realiza primordialmente en los intercambios, en los contratos. Esto no significa, en modo alguno, que la conciencia cristiana no fuera sensible a otras exigencias de justicia distintas de las que brotan de la conmutativa, o incluso de la distributiva, como formas ambas de la clásicamente llamada justicia «particular». Lo que ocurría normalmente era que los deberes que son exigibles desde la denominada justicia «general», o según la terminología acuñada en el último siglo «justicia social», eran contemplados en una disciplina científica distinta: la que viene denominándose como «doctrina social de la Iglesia».

La historia de esta disciplina, en su etapa moderna, se inicia hace un siglo con la publicación de la encíclica Rerum novarum y ha ido enriqueciéndose progresivamente con las aportaciones del Magisterio y de la reflexión sistemática, hasta formar lo que Juan Pablo II llama un «corpus» doctrinal(1), o «cuerpo de doctrina» como dice el Catecismo (nº 2422). Desde el pontificado de Pio XII a dicha disciplina se le denomina «doctrina social de la Iglesia» y su historia está unida a los avatares sufridos por dicha expresión. A grandes trazos podría resumirse así: una etapa que va desde Pio XII a Juan XXIII en la que esta expresión es aceptada pacíficamente, si bien no se definen los rasgos de su identidad, hasta el punto de que es considerada más afín al campo de la filosofía que al propio del saber teológico; la etapa del Concilio Vaticano II en que el uso de esta fórmula es cuestionado en el aula conciliar, si bien no deja de ser utilizada en los textos; la etapa del posconcilio en la que la fórmula es poco utilizada sin que se llegue a un absoluto abandono, y, por fin, la etapa que se inicia con el pontificado de Juan Pablo II en la que la fórmula es expresamente rehabilitada(2). Desde ese momento se impone la tarea de definir el estatuto científico de la doctrina social de la Iglesia: fuentes, método, en definitiva todo lo que atañe a su epistemología. Este esfuerzo, es bien sabido, culmina en la afirmación clara de su carácter teológico, concretamente de su pertenencia a la teología moral(3).

Dado el progreso experimentado en la comprensión de la naturaleza de la doctrina social de la Iglesia, y su ascripción al ámbito teológico aceptada en la actualidad, parece deseable y asequible el objetivo de unificar la moral social en un único tratado, que sistemáticamente contemple los deberes de justicia tanto a nivel interindividual como en la dimensión inmediata y directamente social. En este contexto y al servicio de este objetivo, considero que puede valorarse la exposición que el nuevo Catecismo hace de la moral social.


1. Carácter «social» de la moral cristiana


La tercera parte del Catecismo, dedicada a «La vida en Cristo», es decir, a la vida moral cristiana, se divide en dos secciones que corresponden a lo que en el tratamiento sistemático viene llamándose Moral Fundamental y Moral Especial. La sección segunda --Moral Especial-- se desarrolla en torno al Decálogo, siguiendo así la tradición catequética, distinta a este respecto de la tradición sistemática que organiza esta parte en torno a otros esquemas, preferentemente en torno a las virtudes.

Pero nos interesa ahora detenernos en la sección primera dedicada a la Moral fundamental. Se divide ésta en tres capítulos de los que los dos primeros tratan del sujeto moral, mientras que el tercero considera la parte que a Dios corresponde en el obrar moral humano, es decir, la ley y la gracia. Pues bien, en el capítulo primero --«La dignidad de la persona humana»-- aborda el texto los temas clásicos de la Moral Fundamental: imagen de Dios, vocación a la bienaventuranza, la libertad, los actos humanos, las pasiones, la conciencia, la virtud y el pecado. El capítulo segundo, que sigue tratando del sujeto moral, constituye una cierta novedad si se compara con los manuales de Moral Fundamental al uso. Efectivamente, bajo el título «La comunidad humana», trata de la dimensión social de la persona como sujeto moral, del carácter comunitario de la vocación humana. Este planteamiento tiene, a mi modo de ver, un hondo significado para la comprensión de la moral cristiana. Significa que la «moral social» no es solamente una parte de la moral cristiana, sino un aspecto constitutivo de la misma, una dimensión esencial presente, de modo habitual, en todo obrar moral, y también, por tanto, en el obrar moral cristiano. De ahí que hablar de «moral social cristiana», no deja de ser, en realidad, una redundancia, ya que toda la moral cristiana es esencialmente social, dado el carácter comunitario de la persona humana como sujeto del actuar moral. Estaríamos ante un pleonasmo idéntico al que De Lubac criticaba, con razón, al referirse a la expresión «catolicismo social»(4).

Constituye este planteamiento un eficaz antídoto contra cualquier tentación de individualismo en la consideración de los concretos comportamientos morales que se contemplan en la Moral Especial. La persona, el sujeto moral, es al mismo tiempo un ser individual y social y, por tanto, en el actuar moral está siempre presente esta doble dimensión. De ahí que la moral social, y concretamente la doctrina social de la Iglesia, no pueda ser considerada exclusivamente como una parte adecuadamente distinta de la moral cristiana, y mucho menos como un apéndice extrínseco a la misma. Razones de índole sistemática justifican que sigamos hablando de la moral social como de una parte de la moral cristiana, es decir, aquella que contempla comportamientos más directa e inmediatamente vinculados con el carácter social de la persona, pero a condición de no olvidar que, en realidad, la dimensión social está presente en todo el actuar moral. El hecho de que el Catecismo dedique un capítulo, en la sección dedicada a Moral Fundamental, a tratar del carácter comunitario de la vocación humana tiene un importante significado para la consideración de toda la moral cristiana que no debería pasar desapercibido.


2. Perspectiva teológica


La definición del carácter teológico de la doctrina social de la Iglesia, como antes hemos recordado, y la incorporación de la misma al conjunto sistemático de la moral cristiana, tiene como lógica consecuencia la afirmación de la perspectiva teológica desde la que deben ser considerados los concretos contenidos de la moral social. Y así procede el Catecismo. Una vez más, como ocurre en toda la moral cristiana, el punto de partida es una antropología formulada a la luz de la Revelación: el hombre, creado a imagen de Dios, ha sido dotado de libertad y llamado a ejercer un señorío sobre las cosas de este mundo en obediencia al Creador, conviviendo con los demás hombres en el respeto de una común dignidad por su origen y su destino; elevado a un fin sobrenatural, caído en el pecado y redimido en Cristo. Son elementos esenciales en la antropología cristiana que establecen el marco de sentido de los deberes morales en la vida social.

En primer lugar la imagen de Dios, presente en todo hombre, tiene importantes connotaciones y compromisos en la convivencia humana. En efecto, dice el Catecismo, la imagen de Dios «resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí» (nº 1702). Y, al mismo tiempo, «la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre» (nº 1877). Además la dimensión individual y comunitaria del hombre, su profunda conexión en la realidad de la persona, se expresan claramente en la vocación del hombre a manifestar la imagen de Dios, que si bien «reviste una forma personal, puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina, concierne también al conjunto de la comunidad humana» (Ibidem). Siguiendo a Gaudium et spes(5), el Catecismo afirma que «existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor» (nº 1878). Se asigna así una tarea, se abren unas posibilidades a la convivencia humana sugeridas por la oración del Señor: «que todos sean uno, como nosotros también somos uno» (Jn 17,21-22). Ciertamente, como ya lo había advertido la Constitución conciliar, el texto evangélico «abre perspectivas cerradas a la razón humana»(6).

La creciente interdependencia de los hombres, la más clara conciencia de la unidad del género humano en la sensibilidad de nuestro tiempo, encuentran en la luz de la Revelación, en la consideración teológica de la vida social, una profundidad de sentido y un compromiso moral que fundamenta concretos deberes de conducta que enuncia la moral social cristiana, más allá, insisto, de lo que es comprensible desde una pura racionalidad humana.

Es la perspectiva teológica de la moral social la que permite comprender, en íntima conexión con la condición creatural del hombre y dimensión social, las leyes que deben regular la vida de la comunidad humana, leyes que se sitúan en la interacción entre racionalidad humana y luz de la Revelación. La constitución Gaudium et spes había enseñado que «la Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre»(7). La moral social asume la racionalidad humana, pero no es una pura ética filosófica, es teología y, por tanto, se sitúa en el campo de la fe y a la luz de la Revelación contempla las normas morales que brotan de la naturaleza humana y hace de ellas una formulación teológica. Es la tarea específica que ha venido desarrollando la doctrina social cristiana, ya que «la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social, como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos»(8). De ahí la importante función que la Iglesia cumple en la vida social, y esto tanto a nivel institucional, concretamente en su magisterio, como a través del comportamiento responsable de los cristianos con una conciencia de sus deberes morales iluminada por la fe. Si bien la misión de la Iglesia es de orden religioso, «precisamente de esta misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina»(9).

La moral cristiana, al contemplar la vida social a la luz de la Revelación, es decir, desde una perspectiva teológica, tiene la posibilidad de hacer, no sólo un diagnóstico certero de los problemas que surgen en la convivencia humana, sino de descubrir la profunda etiología de los mismos, situando, en consecuencia, al cristiano ante su radical protagonismo y responsabilidad. En este sentido el Catecismo, al tratar del pecado original y de su incidencia en la naturaleza humana, hace una referencia a las consecuencias negativas que conlleva para la sociedad, al mismo tiempo que llama la atención sobre el riesgo que lleva consigo el olvido de las mismas. Dice, efectivamente, el texto: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (nº 407). Y en el texto hay una referencia a la encíclica Centesimus annus en la que, con mayor detalle, Juan Pablo II reconoce que «el hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación»(10). Es una exigencia de lo que ha dado en llamarse realismo cristiano en la consideración del orden social, actitud que contrasta con los planteamientos ideológicos que frecuentemente desembocan o bien en un cerrado pesimismo o en un optimismo ilusorio, que el mismo Juan Pablo II denuncia: «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política se conviene entonces en una "religión secular", que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo»(11). El realismo cristiano, que tiene en cuenta la realidad del pecado y sus consecuencias, acepta, sin escándalo, que no ha habido nunca, ni habrá en la historia humana, un orden social plenamente perfecto, por lo que la necesidad de reformas sociales se impone como una tarea moral permanente. Y es que «el pecado atenta contra la solidaridad humana» (nº 1849) y «convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado" son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un "pecado social"» (nº 1869)(12).

Esta actitud de realismo se basa en la confianza en la responsabilidad de la persona que, si bien es proclive al mal, conserva, con la ayuda de la gracia, la capacidad de obrar el bien. Es preciso entonces, dice el texto, apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio» (nº 1888). El hecho de afirmar la prioridad de la necesaria conversión del corazón no significa olvidar la necesidad de reformas sociales, incluso de reformas en profundidad que afecten a las mismas estructuras de la vida social. Lo que afirma el Catecismo es el papel determinante de las actitudes personales, de los comportamientos virtuosos en la convivencia humana. Por eso asegura que «ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas» (nº 1931), al mismo tiempo que advierte que no se debe «olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos» (nº 2832).


3. Los valores en juego


La moral social cristiana formula los principios morales que, en el ámbito de la vida social, traducen las exigencias de unos valores como garantía del servicio a la dignidad de la persona en la convivencia humana. Cada vez con más claridad la Iglesia ha justificado su preocupación por la sociedad en el compromiso de defensa del hombre que es «el camino primero y fundamental de la Iglesia»(13). Pero la defensa del hombre, de sus derechos fundamentales, está condicionada en la vida social por el delicado respeto a unos valores morales que constituyen la más sólida garantía del servicio a la dignidad de la persona. Entre estos valores tienen una especial relevancia la libertad y la igualdad.

Los sistemas ideológicos han hecho de uno u otro de estos dos valores bandera de sus proyectos de organización de la vida social. De este modo el liberalismo se define por su proclamación de la libertad como valor supremo, mientras la ideología colectivista hace de la igualdad el objetivo absoluto al que debe subordinarse todo lo demás. De ahí que frecuentemente, en la organización de la vida social, se haya subrayado uno de estos valores en detrimento del otro: o bien se ha hipertrofiado el valor libertad olvidando en consecuencia la igualdad, o bien se ha magnificado ésta a costa de la libertad. Normalmente estos planteamientos han adolecido de un concepto inadecuado de libertad e igualdad, consecuencia de haber perdido la obligada referencia a la verdad sobre el hombre, referencia en la que se verifica la autenticidad de la libertad y el sentido correcto de la igualdad. La moral social cristiana lleva a defender el sentido genuino de estos valores humanos y el compromiso de su defensa en la vida social. Es la tarea y el compromiso que, a su vez, hace suyos el Catecismo.


a) Libertad


La libertad expresa y realiza la dignidad humana como «fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad» (nº 1731). El sentido de la libertad se establece en la referencia a la verdad que afirma la condición creatural del hombre, por lo que «está sometido a las leyes de la creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad» (nº 396), «implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal» (nº 1732), «es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana» (nº 1738). Pero la libertad del hombre es finita y falible. De ahí que «la historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia del mal uso de la libertad» (nº 1739).

El derecho al ejercicio de la libertad debe ser «reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público» (nº 1738). Y es que la libertad es un bien constantemente amenazado en la vida social. En efecto las «condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas» (nº 1740).

Las amenazas contra la libertad provienen en la vida social de instancias diversas. El Catecismo pone especial énfasis en señalar el peligro que supone para la libertad el abusivo intervencionismo del Estado en la vida pública. En este sentido recuerda la importancia de respetar uno de los principios clásicos de la moral social: el principio de subsidiaridad. La definición de su significado está tomada a la letra de Centesimus annus en expresa referencia a Quadragessimo anno (cfr. nº 1883). El sentido e importancia de este principio, que garantiza espacios de libertad de la persona en la vida social, es afirmada con claridad: «una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales» (nº 1883); «El principio de subsidiaridad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado» (nº 1885).

La libertad se expresa de modo positivo en la participación, definida como «el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales» (nº 1913). La participación, que es presentada como expresión de la dignidad de la persona humana y como exigencia del bien común, «se realiza ante todo con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación de la familia, por la responsabilidad en el trabajo» (nº 1914). No deja de ser significativo que se recuerde que la participación se realiza primordialmente al nivel de la responsabilidad profesional y en el cumplimiento de los deberes del propio estado social. Es en este ámbito donde es especialmente necesaria «una conversión renovada sin cesar» (nº 1916) para no caer en conductas fraudulentas que evaden el cumplimiento de la ley.

Pero el Catecismo considera, al mismo tiempo, el deber que tiene toda persona de participar en la vida pública en cuanto ciudadano. De ahí que subraye la importancia de crear cauces que posibiliten esta participación exigida por el ejercicio de la libertad: «es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa» (nº 1882). Crear un clima de participación responsable es, por otra parte, uno de los deberes de quienes ejercen la autoridad, ya que «la participación comienza por la educación y la cultura» (nº 1917).


b) Igualdad


El valor igualdad es considerado por el Catecismo expresamente en un artículo dedicado a la justicia social. El mismo título --Igualdad y diferencias entre los hombres-- indica claramente la intención: defender la igual dignidad de todos los hombres sin por ello caer en un igualitarismo que destruye las individualidades o la espontaneidad vital. Porque todos los hombres tienen el mismo origen, naturaleza y vocación, «todos gozan por tanto de una misma dignidad» (nº 1934). Toda discriminación en los derechos fundamentales que brotan de la común dignidad es contraria al plan de Dios. Sin embargo «hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los talentos no están distribuidos por igual» (nº 1936). Son diferencias que pertenecen al plan de Dios y que «alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación» (nº 1937). Pero el Catecismo pone especial énfasis en llamar la atención sobre la existencia de desigualdades que califica como escandalosas, que están en abierta contradicción con el Evangelio, y que son, por tanto, contrarias a la voluntad de Dios (Cfr. nº 1938). El texto se refiere concretamente a las «excesivas desigualdades económicas y sociales» que hieren la dignidad de las personas, conculcan la justicia social y la equidad, y ponen en peligro la paz, también a nivel internacional. Son estas desigualdades escandalosas las que dan a los documentos del Magisterio en el último siglo un tono de denuncia profética de la injusticia y, al mismo tiempo, urgen a la moral cristiana a formular concretos deberes morales en defensa de la igual dignidad de todos los hombres.

Igualdad y libertad son valores morales irrenunciables en la vida social, deben ser defendidos y nunca manipulados. La mejor garantía de su autenticidad será la referencia obligada a la verdad del hombre: imagen de Dios, condición creatural, unidad del género humano. La antropología teológica dota de sentido a la igualdad y a la libertad y cimenta múltiples deberes morales en la vida social.


4. La justicia social


Conviene recordar que el tratado sobre la virtud de la justicia ha merecido una muy especial atención en los Manuales de Teología Moral. Analizando esos Manuales, incluso desde un punto de vista meramente cuantitativo, se observa de inmediato que han dedicado a la justicia un espacio muy superior que a cualquiera de las otras virtudes. Se tenía la convicción de que la justicia abarcaba un campo de deberes morales especialmente amplio, o bien que daba lugar a una casuística muy variada que necesitaba desarrollos más pormenorizados. El hecho de que los comentaristas de Santo Tomás, concretamente la llamada Escuela de Salamanca, concibiesen el tratado De iustitia et iure como dotado de entidad propia, es significativo en este sentido.

No obstante, como ya hemos aludido, cabe criticar a los Manuales del siglo pasado y principios de nuestro siglo por considerar casi exclusivamente los deberes morales que brotan en el ámbito de la justicia conmutativa, mientras que los deberes que se sitúan en el campo de la llamada justicia social venían siendo considerados en una especie de apéndice de la moral cristiana: la doctrina social de la Iglesia.

El Catecismo claramente adopta una perspectiva que reclama un tratamiento sistemático que englobe todos los deberes de justicia que brotan de las múltiples relaciones de la persona en el entramado social. Ciertamente en el Catecismo hay explícitas referencias a la justicia conmutativa y también a la distributiva (Cfr. nº 2411). Sin embargo el concepto clave, el referente obligado que fundamenta y da sentido a múltiples deberes morales, es el de justicia social.

Es bien sabido que durante mucho tiempo se ha mantenido un amplio debate sobre cuáles sean los contenidos específicos, el significado concreto del concepto de justicia social. Las respuestas han sido muy diversas(14) y han sido formuladas desde distintos saberes científicos. Incluso no han faltado quienes han manifestado reticencias por considerar que se trata de una redundancia sin sentido, ya que toda justicia, por definición, es social, o, más aún, han expresado un decidido rechazo por entender que se trata de un concepto vacío de contenido real(15). Sin embargo es muy importante tratar de explicitar y concretar el concepto de justicia social ya que la moral social cristiana, cada vez con mayor insistencia, apela a esta justicia para urgir concretos deberes morales --deberes de justicia-- que no encontrarían justificación posible en las otras especies de justicia, es decir, en la conmutativa y en la distributiva.

El Catecismo dedica un artículo a tratar de la justicia social, dentro del capítulo en que trata de La comunidad humana y, por tanto, en la parte de Moral Fundamental. Sin embargo no nos ofrece una precisa definición del concepto. Se limita a decir que «está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad» (nº 1928), que sirve al respeto de la dignidad de la persona humana y de la igualdad esencial de los hombres, y que impone deberes de solidaridad. Considero que hubiese sido oportuna una «definición» de la justicia social, o bien una aclaración del concepto que en la moral social, y también en el Catecismo, resulta ser un concepto clave al que se apela frecuentemente.

En el debate a que antes aludíamos y en el intento de definición de la justicia social, una buena parte de los moralistas han venido inclinándose por identificar el concepto de justicia social con lo que Santo Tomás llamaba «justicia general o legal»(16). Pienso que ésta es la dirección adecuada, por lo que los intentos de definir o explicar el sentido del concepto de justicia social, deben intentar una más profunda comprensión de lo que el Aquinate entendía por justicia general o legal(17).

No es éste lugar adecuado para un intento de esta índole. Únicamente recordar que, según afirma Santo Tomás, la justicia general o legal, es decir, la que nosotros llamamos «justicia social», ordena todos los comportamientos humanos hacia el bien común. Dice el Aquinate: «Así como la caridad puede decirse virtud general en cuanto ordena el acto de todas las virtudes al bien divino, así también la justicia legal (general o social) en cuanto ordena el acto de todas las virtudes al bien común»(18). El objeto propio, por tanto, de la justicia social es el bien común, como viene siendo afirmado constantemente y el mismo Catecismo recuerda. Es verdad que toda justicia tiene una referencia al bien común, por lo que, efectivamente toda justicia es en algún sentido «social». Pero mientras que la justicia conmutativa y la distributiva ordenan de modo inmediato al bien de la persona particular y sólo de modo mediato al bien común, la justicia social ordena el comportamiento concreto inmediatamente al bien común y mediatamente al bien de las personas individuales.

El Catecismo ha subrayado --como dijimos-- el carácter comunitario de la vocación humana en la sección de Moral Fundamental, y, por tanto, concibe a la sociedad como «un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas... por lo que se debe afirmar que cada uno tiene deberes con las comunidades de que forma parte» (nº 1880); en plena coherencia con ello, afirma que la justicia social formula esos deberes para con la comunidad ordenando a este objetivo actos de todas las virtudes. «Actos de todas las virtudes», no «todos» los actos de todas las virtudes(19). Por lo cual aquellos actos de una u otra virtud, que deben servir de manera inmediata al bien común, se con vierten lógicamente en deberes morales exigidos por la justicia, por la justicia social. Actos concretos, por ejemplo, de la virtud de la honestidad, de la virtud de la fortaleza o de la virtud de la caridad, pueden ser exigidos por la justicia, por el bien común, por la justicia social(20). Quizás parezca especialmente paradójica la posibilidad de afirmar, en este contexto, como un deber de justicia lo que en principio es un deber de caridad, dada la preocupación entre los moralistas en distinguir estos dos ámbitos de deberes morales. Posiblemente nos encontramos ante deberes morales, cada vez más importantes en la vida social, que se sitúan en el ámbito de la virtud de la solidaridad, cuya relación con la caridad y con la justicia no ha sido, de forma sistemática, plenamente identificada(21).

En una sociedad en la que el actuar pensando exclusivamente en el interés individual es causa de tantas injusticias, la apelación a la justicia social constituye un antídoto eficaz contra toda forma de individualismo exacerbado, difícilmente subsanable, por lo demás, con las formas de justicia particular: conmutativa y distributiva. El Catecismo así lo ha entendido, sobre todo en el ámbito de la vida económica como luego veremos.


5. La comunidad política


La comunidad política tiene como fin propio procurar el bien común, a cuya consecución la autoridad debe ordenar el esfuerzo de todos los ciudadanos. La cooperación de todos en el bien común se presenta como un importante núcleo de deberes morales. Quienes en la organización de la vida política detentan el poder son sujetos de peculiares deberes morales en orden a garantizar el efectivo respeto del derecho de todas las personas, tanto en su condición de seres individuales como en cuanto miembros de la comunidad.

La Iglesia, y por tanto la moral cristiana, se preocupa de la vida política por su obligada preocupación por el respeto a la dignidad de la persona. El Catecismo, citando Gaudium et spes, justifica esta preocupación en los siguientes términos: «Pertenece a la misión de la Iglesia emitir un juicio moral incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones» (nº 2246)(22). La Iglesia no se confunde con la comunidad política ni interfiere en sus propias competencias. El sentido y finalidad de su misión consiste en ser «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana» (nº 2245), velando para que las instituciones, las leyes y los individuos respeten esta dimensión constitutiva de la persona.

Es precisamente el carácter trascendente de la persona, el reconocimiento de que Dios es el origen y el destino de hombre, la razón de la obligada referencia a un criterio objetivo del bien y del mal en la organización de la vida social. La Iglesia, «que aprecia el sistema de la democracia»(23), advierte del peligro que supone prescindir de una correcta antropología ya que «toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores, su línea de conducta» (nº 2244). El Catecismo, siguiendo casi a la letra a Centesimus annus, denuncia el peligro de totalitarismo que amenaza al sistema democrático cuando pretende construirse sin referencia a valores éticos objetivos, ya que «una democracia sin valores se conviene con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia»(24). Se señala así una inevitable consecuencia del intento de construir un sistema político, sea el que sea, y también el democrático, sobre un agnosticismo y un relativismo escéptico, del intento de cimentar el sistema sobre la arenas movedizas de las ideologías en lugar de la roca firme de una verdad que verifica los elementos esenciales de una correcta antropología.

El Catecismo acepta, pues, la validez del sistema democrático sin reticencias, si bien advierte del peligro que amenaza cuando se prescinde de la referencia a valores éticos objetivos y permanentemente válidos, referencia con la que de suyo es compatible como sistema político. Al mismo tiempo reconoce que es moralmente admisible la diversidad de regímenes políticos. Siempre que cumplan el obligado servicio al bien de la comunidad «la determinación del régimen y la designación de los gobernantes ha de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos» (n. 1901).

Un tema clave de la moral social cristiana, en relación con la vida política, es el del origen del poder y su referencia a Dios. Lógicamente también el Catecismo le presta atención. Esto lleva consigo, al menos, dos importantes consecuencias. En primer lugar la afirmación del origen divino del poder, es decir, de su referencia constitutiva a Dios, constituye un límite ineludible al ejercicio del mismo: «el ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino» (nº 2235). Por eso toda ley humana debe conformarse a la justa razón, realizando así su conexión con la ley eterna. Cuando la ley cumple esta condición se produce la segunda consecuencia del origen divino del poder: se conviene en voluntad de Dios, obliga en conciencia, es decir, el obedecer a la ley es un comportamiento virtuoso, mientras que su incumplimiento es pecado. Debería recordarse siempre el apremio con que la moral cristiana urge el cumplimiento de la leyes civiles, al mismo tiempo que la responsabilidad de los legisladores en formular las leyes en respeto delicado a la racionalidad, es decir, a la ley de Dios. Cuando no se da este respeto la ley es injusta y la conciencia cristiana debe negarse a su cumplimiento mediante la objeción de conciencia.

En íntima conexión con el uso abusivo de la autoridad que supone el emanar leyes injustas, el Catecismo, al tratar del escándalo, hace una clara denuncia del escándalo que puede ser producido por la ley y por las instituciones. Definido el escándalo como «la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal» (nº 2284), el texto adviene que «se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos» (nº 2286).

La preocupación de la Iglesia por la vida pública da origen a responsabilidades diversas de sus miembros en relación con la política. Por eso el Catecismo recuerda que «No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad de vías concretas» (nº 2442). En efecto, las enseñanzas de la doctrina social cristiana, relativas a la vida social, ayudan a la formación de la conciencia para que los cristianos den una respuesta responsable, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena»(25). Entre la doctrina enseñada y su plasmación en la realidad social se sitúa la tarea propia de los laicos, como recuerda el Catecismo: «La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia. Los fieles laicos se encuentran en la linea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad» (nº 899).


6. Compromiso moral en la actividad económica


El tema de las relaciones entre economía y ética viene siendo objeto de una atención creciente tanto por parte de los moralistas como por parte de los cultivadores de la ciencia económica. El Magisterio eclesial y la teología moral han entendido siempre que la actividad económica es una actividad humana que tiene su sentido en el servicio a la persona y debe realizarse, por tanto, en obligada referencia a concretos valores morales. La constitución Gaudium et spes ha concretado con claridad lo que constituye el marco ético de referencia en la economía al afirmar que el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social(26). Por su parte los economistas se han planteado con frecuencia la cuestión de si su disciplina científica ha de ser considerada como una ciencia puramente positiva o si, por el contrario, tiene también un carácter normativo. Si bien se acepta que el campo de la ética y el de la economía son lógicamente distintos, se reconoce que en la práctica son inevitables las conexiones entre ambas. La economía no es una actividad neutra en relación con la ética, por lo que la explicitación de las opciones éticas, que subyacen a las decisiones y actuaciones en el ámbito económico, se presenta como un tema importante, que interesa tanto a moralistas como a economistas(27).

El Catecismo comienza reconociendo, como una exigencia del respeto a la legítima autonomía de las realidades temporales y, por tanto, de la autonomía de las ciencias, que la actividad económica, «ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana», está lógicamente «dirigida según sus propios métodos». Añade a continuación que «debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre» (nº 2426). Ya se comprende que la apelación a la justicia social, como referente obligado de la actividad económica, está indicando la existencia de deberes concretos en este campo más allá de las exigencias de la justicia conmutativa, deberes morales que, exigidos por la justicia del bien común, pueden pertenecer en su raíz a otras virtudes.

Recuerda el Catecismo que en materia económica, para que efectivamente se respete la dignidad de la persona, es necesaria la práctica de tres virtudes: templanza, justicia y solidaridad (cfr. nº 2407). La templanza asegura el mantener una actitud adecuada ante los bienes económicos moderando el excesivo apego a los mismos. Garantiza, así, el señorío del hombre sobre las cosas e impide caer en un burdo servilismo que degenera en esclavitud. Es lo que ocurre cuando se cae en el vicio del consumismo en cuanto implica una manipulación artificiosa de las necesidades humanas un volcarse en la búsqueda de la satisfacción del tener en detrimento del ser. Por otra parte es la virtud de la justicia la que, en el ámbito económico, vela por el respeto a los derechos del prójimo, al inclinar la voluntad a darle lo que le es debido, como indica el texto del Catecismo. No se explicita de qué justicia se trata. En todo caso no se puede pensar únicamente en la justicia conmutativa, en la que tiene especial vigencia en el ámbito contractual. Debe entenderse de la justicia en sentido más genérico, comprendiendo por tanto la justicia social. De ahí que a la justicia debe acompañarle la solidaridad como expresión de deberes morales no formulables desde la justicia considerada a nivel únicamente interindividual.

La libertad es un bien que debe respetarse también en el campo de la actividad económica. En línea de continuidad con el Magisterio social de las últimas décadas, el Catecismo defiende el derecho de propiedad «para garantizar la libertad y la dignidad de las personas» (nº 2402)(28). De manera positiva la libertad se despliega en la participación en la vida económica: «Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos» (nº 2429). En este contexto el Catecismo aborda la cuestión de la responsabilidad del Estado en la actividad económica (cfr. nº 2431), y lo hace con una cita literal de Centesimus annus (nº 48). La responsabilidad del Estado viene expresada en dos niveles: por una parte las tareas que le son propias en la vida económica, por otra los límites de su intervención. Las tareas consisten, fundamentalmente, en crear un marco institucional, jurídico y político que garantice un correcto funcionamiento del mercado. Los límites vienen impuestos por el respeto al principio de subsidiaridad. En este sentido un buen comentario, o mejor un más amplio desarrollo doctrinal, es el texto de Centesimus annus, en el que se critican los excesos del allí llamado «Estado de bienestar», consistentes en el asumir de manera habitual por parte del Estado tareas y funciones de suplencia que sólo se justificarían, en el caso de ser necesarias, con carácter excepcional y limitadas temporalmente.

No falta en el Catecismo una breve pero importante referencia a la existencia de conflictos en la actividad económica. Reconoce que «la vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí» (nº 2430). No califica estos conflictos ni los valora. Únicamente insiste en la necesidad de superarlos mediante la negociación entre las partes implicadas, reclamando la intervención de los poderes públicos solamente en caso necesario, es decir, cuando se hubiesen agotado las posibilidades de arreglo mediante la negociación entre los interesados.

Tienen quizás un especial interés los juicios que formula el Catecismo sobre los sistemas económicos, por ser este un tema que ha merecido detenida atención por parte de los moralistas y también por parte de recientes documentos del Magisterio. En primer lugar comienza rechazando lo que suele denominarse «economismo» o «materialismo»(29), es decir, «todo sistema según el cual las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores económicos» (nº 2423). No es posible, en efecto, una comprensión adecuada del hombre o del sentido de la vida social desde una absolutización del sector de la economía.

La valoración que hace el Catecismo de los sistemas económicos podría resumirse en los siguientes puntos:

a) Es moralmente inaceptable toda «teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica» (nº 2424,1). Convendría subrayar los adjetivos exclusiva y último ya que constituyen la razón por la que se afirma la incompatibilidad con la moral.

b) 'Todo sistema que sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción es contrario a la dignidad del hombre (nº 2424,2). Con estas palabras, tomadas de Gaudium et spes, queda descalificado todo sistema que no respete la libertad del hombre en la vida económica, su condición de protagonista, de autor, centro y fin de la misma.

c) «La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al "comunismo" o "socialismo"» (nº 2425). Se trata de la ideología subyacente al colectivismo como sistema económico declarada lógicamente incompatible con la fe cristiana.

d) La Iglesia «ha rechazado en la práctica del "capitalismo" el individualismo y la primacía absoluta de la ley del mercado sobre el trabajo humano (Ibidem). El individualismo es incompatible con la concepción cristiana del hombre, con su vocación comunitaria, con la concepción cristiana del sentido de la vida social. Ahora bien, ¿el individualismo es consustancial al capitalismo? El texto no lo afirma, sino que más bien rechaza el individualismo presente en la «práctica» del capitalismo.

e) «La regulación de la economía por la sola planificación centralizada pervierte en su base los vínculos sociales» (Ibidem). Claramente se rechaza el planteamiento colectivista que no respeta la libertad y la iniciativa de la persona en la vida económica.

f) La regulación de la economía «únicamente por la ley del mercado quebranta la justicia social» (Ibidem). Y, tomando un texto de Centesimus annus, se da la razón: «existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado». ¿De qué necesidades se trata? De diversa índole, sin duda, culturales, religiosas, por ejemplo. Pero entiendo que el texto se refiere también, e incluso sobre todo, a necesidades que no son solventables por la sola ley del mercado, pero que deben solventarse por medio de la actividad económica, es decir que están dentro de los objetivos y finalidades que debe perseguir la economía.

g) «Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común» (Ibidem). La racionalidad en el mercado viene dada por la referencia al bien común, es decir, por el respeto a las exigencias de la justicia social. El mercado, abandonado a sus propias leyes, puede salvar las exigencias de la justicia conmutativa, interindividual, pero no las que dimanan de la condición social del hombre, de su vocación comunitaria, con sus derechos y deberes.

Claramente el Catecismo opta por una economía de libre mercado(30), poniendo de relieve, por una parte, las limitaciones del mercado abandonado a sus propias leyes, y, por otra, la necesidad de entender el adjetivo «libre» en los parámetros en que debe ser comprendida la libertad humana, en su referencia obligada a la verdad sobre el hombre, en un marco obligado de referencia a valores éticos y a normas jurídicas, que permitan a la actividad económica cumplir el obligado servicio a la persona.

Cabe por último observar que, de las dos finalidades propias de la actividad económica, es decir, la producción y la distribución de bienes o riquezas, el Catecismo, como viene siendo habitual en la moral cristiana, presta una especial atención al segundo de los objetivos, a los comportamientos que afectan a la justa distribución. Quizás sea necesario un esfuerzo para destacar, a su vez, la importancia de los comportamientos morales relativos a la producción de riqueza como finalidad importante de la actividad económica.

 

Notas

1. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (SRS), nº 1.

2. Juan Pablo II, Discurso inaugural de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Puebla de los Ángeles (28-I-1979), II,7. Para una información más detallada de esta historia aquí resumida, cfr T. López, La doctrina social de la Iglesia: balance del posconcilio, en "Scripta Theologica" 22, 3 (1990) 809-842.

3. He intentado poner de relieve el significado y alcance de esta afirmación en mi trabajo, Naturaleza de la Doctrina social de la Iglesia. Estatuto teológico, en F. Fernández (Coord.), Estudios sobre la encíclica "Sollicitudo rei socialis", Madrid 1990, pp. 41-62. Cfr también J.L. Illanes, La comprensión de la doctrina social de la Iglesia como teología moral, en "Scripta Theologica" 24, 3 (1992) 839-875.

4. «Se nos reprendía ser individualistas, incluso a pesar nuestro, por la lógica de nuestra fe, mientras que, en realidad, el catolicismo es esencialmente social. Social, en el más profundo sentido del término: no solamente por sus aplicaciones en el dominio de las instituciones naturales, sino en sí mismo, en su centro más misterioso, en la esencia de su dogmática. Social hasta tal punto, que la expresión de "catolicismo social" debería haber parecido siempre un pleonasmo» (H. De Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, p. 17).

5. Cfr Gaudium et spes (GS), 24, 3.

6. Ibidem.

7. GS, 23, 1.

8. GS, 63, 5.

9. GS, 42, 2.

10. Juan Pablo II, Centesimus annus (CA), nº 25, 3.

11. Ibidem.

12. Se hace en el texto una referencia a la Exhortación Reconciliatio et poenitentia, 16, que, como es sabido, hace una más amplia reflexión sobre "estructuras de pecado" y "pecado social". Para un estudio detallado de la expresión "estructuras de pecado" cfr. J. L. Illanes, Estructuras de pecado en F. Fernández (coord.), Estudios sobre la encíclica "Sollicitudo rei socialis", Aedos- Unión Editorial, Madrid 1990, pp. 379-398. Sobre el sentido del "pecado social" cfr. A. Sarmiento, El pecado social, en "Scripta Theologica" 19, 3 (1987) 869-881.

13. Juan Pablo II, Redemptor hominis (RH), nº 14, 1.

14. La bibliografía es muy abundante. Para un certero resumen de las distintas respuestas puede consultarse J. Castán Tobeñas, La idea de justicia social, Madrid 1966 así como A. Millán Puelles, Justicia social, en Gran Enciclopedia Rialp, 13, pp. 688-696.

15. Es la postura, por ejemplo, de F.A. Hayek, Law, legislation and liberty. II The Mirage of social justice, London 1976. Vid. Paz Molero, El concepto de justicia social en F.A. Hayek, Tesis doctoral, Facultad de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1991 (pro manuscrito).

16. Conviene recordar que Santo Tomás distinguía dos clases de justicia: general y particular. La particular se subdivide, a su vez, en conmutativa y distributiva, según contemplemos las relaciones del individuo con otros individuos o la relación del todo con las partes o individuos. En cambio la justicia general --llamada también legal-- contempla las relaciones de cada individuo con el todo.

17. Para esta cuestión cfr. T. Urdanoz, Introducciones al Tratado de justicia, en Suma teológica, VIII, BAC, Madrid 1956, pp. 242-268.

18. S. Th. II-II, q. 58, a. 6.

19. Conviene recordar, a este respecto, lo que Santo Tomás dice en relación con los contenidos de la ley humana. En efecto, a la ley humana le compete preceptuar actos de todas las virtudes, pero no todos los actos de todas las virtudes, por lo que le incumbe prohibir los vicios, pero no todos los vicios. Cfr. 1-2, q. 96, 2-3.

20. Cuando nuestro Código penal exige cumplir el deber de socorro está imponiendo un deber de justicia, es decir un comportamiento exigido por un derecho del otro, un derecho positivo creado por una ley. Prestar socorro, de suyo es un deber de caridad, que la ley conviene en un deber de justicia.

21. Juan Pablo II definía la solidaridad como «la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos», en Sollicitudo rei socialis, 38, 6.

22. De forma similar justifica su derecho a intervenir en la vida social en general citando el Código de Derecho Canónico (can. 747, 2) en el nº 2032.

23. CA, 45, 1.

24. CA, 46. Cfr. A. Ollero Tassara, Verdad y consenso democrático, en F. Fernández (Coord., Estudios sobre la encíclica "Centesimus annus", Aedos-Unión Editorial, Madrid 1992, pp. 295-322; R. Gómez Pérez, Creer no es "fundamentalismo". Algunas ideas para la renovación del pensamiento político, en Ibidem, pp. 323-332.

25. SRS, 1.

26. GS, 63, 1. El Catecismo hace suya esta afirmación, sin una explícita referencia al texto conciliar: cfr nº 2459.

27. En la obra, ya citada, F. Fernández (Coord.), Estudios sobre la encíclica "Centesimus annus", se incluyen algunos trabajos de interés para esta cuestión: M.A. Martínez Echevarría, Capitalismo y secularidad, pp.351-366; J. Irastorza, Rerum novarum,Centesimus annus y algo de economía, pp. 367-384; R. Rubio de Urquía, La encíclica "Centesimus annus", la ordenación de la actividad económica y la dinámica global y económica, pp. 395-454.

28. La defensa del derecho de propiedad invocando que constituye una garantía de la libertad adquiere una precisa formulación a partir de Mater et Magistra (cfr. nn. 108-109). Se superan así los argumentos tradicionales en favor de la propiedad que, siguiendo a Santo Tomás, no pasaban de ser razones de mera conveniencia, válidos únicamente en el supuesto del pecado original. Cfr. II-II, q. 66, a. 2.

29. Es la terminología, por ejemplo, de Laborem exercens (LE), nº 13.

30. En esta cuestión el Catecismo depende muy directamente de Centesimus annus. Sobre las aportaciones de la encíclica de Juan Pablo II en este tema puede consultarse F. Fernández (Coord.), Estudios sobre la encíclica "Centesimus annus", Aedos-Unión Editorial, Madrid 1992, y, concretamente mi trabajo, incluido en esta obra, Centesimus annus: nuevas perspectivas, pp. 123-142. Cfr. también E. Menéndez Ureña, La "Centesimus annus" y el futuro de la economía libre de mercado, pp.385-394; A. Argandoña, Capitalismo y economía de mercado en Centesimus annus, pp.455-474; F. Basañez, Una fundamentación antropológica de la economía de mercado desde la dimensión donal de la persona, pp. 475-516.