El sublime amor de Cristo

Matrimonio y virginidad

Romano Guardini

Vid. R. Guardini, El Señor, Rialp


«
Acabados estos discursos, se alejó Jesús de Galilea y vino a los términos de Judea, al otro lado del Jordán. Le siguieron numerosas muchedumbres, y allí los curaba. Se le acercaron unos fariseos con propósito de tentarle, y le preguntaron: "¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?" Él respondió: "¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?" Dijo: "Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Ellos le replicaron: "Entonces, ¿cómo es que Moisés ordenó dar libelo de divorcio al repudiar?" Díjoles Él: "Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fué así.

Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera". Dijéronle los discípulos: "Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse": Él les contestó: "No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por el amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda"».

San Mateo nos refiere estas palabras en el capítulo 19, versículos 1 a 12. Estas palabras del Señor han determinado la existencia humana en sus fuerzas más vivas desde hace dos mil años y siguen siendo eficientes. Antes de acercarnos conscientemente a su contenido echemos una mirada a Aquel que las pronuncia. Preguntemos respetuosamente qué sentido tuvieron para Jesús estas potencias vitales de las que habla; lo que fué para Él la mujer.

La pregunta es importante. No sólo para comprender la persona sino también la obra redentora de Jesús. Las personalidades religiosas históricas difieren sensiblemente entre sí en este aspecto. Algunas de ellas consideraron sencillamente malas las relaciones entre los dos sexos, combatieron y se esforzaron por extinguir el instinto sexual. En cambio, otras lo anexionaron a la misma religión, llegando incluso a convertirlo en su coronación. Para otros no parece existir siquiera este instinto, habiendo sido rechazado o totalmente mortificado.

Algunos hay también que luchan arduamente contra él durante toda la vida... Ninguna de las posibilidades acabadas de señalar pueden aplicarse a Jesús. Ni para sus deseos ni para su conducta personal tuvo importancia alguna la relación entre los sexos. Jesús es soberanamente libre. Su libertad es tan perfecta que no acertamos a concebirla, de tal forma, que para formular nuestras preguntas hemos de esperar un momento propicio. Jesús tampoco conoce la lucha, ni teme el instinto sexual, ni lo odia, ni lo desprecia, ni lo combate.

Ningún indicio hallaremos que nos induzca a sospechar que Jesús se viese obligado a dominar este instinto. No es extraño, pues, que nos preguntemos si fué tal vez insensible, a semejanza de aquellas personas que, por ser indiferentes, desconocen tanto la lucha como la victoria. Nada de eso. El ser de Jesús arde con vida profunda, todas sus fibras se estremecen, todo su ser está alerta y pletórico de energía creadora. ¡Con qué interés se enfrenta con los hombres! Su amor hacia ellos no es hijo de un sentimiento del deber o de una voluntad férrea, sino que fluye espontáneamente. El amor es la potencia nuclear de su vida.

Al ir a buscar al niño para mostrar a los discípulos la actitud propia del reino de Dios lo toma en brazos. A pesar de su cansancio, bendice a los pequeñuelos que las madres le presentan, y los niños se hallan a gusto a su lado. Sus discípulos no son para Él tan sólo mensajeros de sus ideas, sino seres amados y apreciados. "Ya no os llamo siervos .... mas a vosotros os he llamado amigos", les dice (Jn 15,15). Las últimas horas de despedida que pasa entre ellos rebosan de amor. San Juan era el que más le conmovía, puesto que era "el discípulo a quien Jesús amaba" (Jn 13,23).. Bien claramente nos lo hace sentir el que, en la última noche, reclinara su cabeza sobre el corazón de Jesús. Y no debió ser la primera vez. Al oír los discípulos la terrible predicción: "En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará", se estremecen hondamente. Nadie se atreve a interrogarle. Sólo Pedro hace una seña a Juan, diciéndole: "Di quién es aquel de quien habla" y Juan "dejándose caer confiadamente sobre el pecho de Jesús", pregunta: "Señor, ¿quién es? (Jn 13,21-25). Conocemos también los cuidados afectuosos y abnegados que las mujeres le prodigan, a los cuales Él correspondería seguramente con bondad y gratitud (Lc 8,23). Conocernos a los hermanos de Betania, "a los que amaba" (Jn 11,3).

El relato del banquete en el capítulo 12 de San Juan patentiza el amor profesado a María, la hermana de Lázaro. En el encuentro divinamente hermoso del huerto, después de la Resurrección, se manifiesta el íntimo aprecio que une a Jesús y a María de Magdala: "¡María! Rabboni, ¡Maestro! " (Jn 20,16 -17). Pero nadie que vea claro y sienta rectamente acertará a ver en ello ni un atisbo de secreto enlazamiento o de deseos rechazados. Son, por el contrario, expresiones de una libertad diáfana y ardiente.

Si evocamos la figura de Jesús, la hallaremos del todo viviente y generosa; todas sus fuerzas se concentran en su corazón y se tornan pura energía del corazón que se abre al Padre y fluye constantemente hacia Él. A guisa de "manjar y bebida" para su ser más íntimo, atrae sin cesar a su interior sediento el amor y la generosidad del Padre para darles amorosa expresión mediante sus obras (Jn 4,32 ss.). Que la plenitud de su energía espiritual vaya tan sencilla y naturalmente diáfana y rectamente hacia Dios, y de Dios hacia los hombres, que todo sea en Él tan puro y transparente, he aquí el misterio inconcebible de la persona de Jesús.

Aunque haya hablado tan poco del problema sexual, emana de su persona una fuerza que serena, purifica y domeña todas estas potencias turbias y nadie ha podido igualarle en ello. El orden cristiano acerca de este problema no debe ser fijado según la actitud de una personalidad cristiana determinada o una opinión teológica precisa, sino en función de la voluntad de Jesús. Está por encima de todo el mundo, aun de los mayores santos y maestros. Hemos de referirnos a Él cuando nos enfrentamos con las personas, las épocas y las doctrinas. Sólo Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). También a este respecto, como a todos los demás.

Volvamos ahora a nuestro texto.

La situación que nos presenta se parece a otras, ya evocadas. Los fariseos "teólogos, jurisconsultos, especialistas de la ortodoxia" preguntan: "¿Puede el hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?" Esta pregunta es tan aviesa como aquella que inquiría cuál era "el gran mandamiento", ya citada más arriba (Mt 22,34-40). No quieren ser aleccionados, sino que pretenden tenderle un lazo. Toda una red casuística se había formado alrededor de este problema, la cual decía si tal motivo o tal otro bastaba para establecer el libelo de divorcio; si había circunstancias agravantes o atenuantes; preveía las excepciones posibles y establecía un sinfín de distinciones subjetivas, entregándose, además, a discusiones interminables.

Los adversarios cuentan con que Jesús, que tan poco habla de las sutilezas jurídicas y tan a menudo, mejor dicho, siempre, de la providencia, del amor y de la pureza de corazón, se perderá en este laberinto y se contradirá a sí mismo. Pero Jesús, gesto único y majestuoso, aleja todas las dificultades y coloca la cuestión en un plano diverso: no debe repudiarla en absoluto.

El matrimonio es una institución de Dios. Es Él quien, al crear al hombre y a la mujer, los hizo para que se complementaran. Legítimamente contraído, el matrimonio es una unión surgida del mismo Dios. Ambos esposos forman una unidad en Dios, tan íntima, que no son más que "una carne" y todo lo que atañe a uno importa al otro. El hombre no puede separar más que lo que él ha unido; lo que ha unido Dios escapa a su poder. El hombre es libre de contraer o no matrimonio. Esto es de su incumbencia. Pero, si lo contrae, Dios imprime a la unión un carácter que el hombre no puede borrar. He aquí el carácter sobrehumano del matrimonio que puede constituirse en misterio venturoso y le confiere la paz y el sostén vencedores de todas las vicisitudes; carácter que puede, ciertamente, convertirlo también en pesada carga.

Los fariseos contestan enfurecidos: ¿Por qué dió Moisés todas las normas concernientes al libelo de divorcio? Jesús contesta: Por la dureza de vuestro corazón. Porque no tenéis amor ni fidelidad inspirada por el amor; porque sois egoístas y sensuales y porque os habríais rebelado si no se os hubiesen hecho concesiones y porque Dios fué demasiado misericordioso al permitirlo. La Ley no era, tal como dijimos más arriba, la expresión de la voluntad inicial de Dios, tal como aparece en su actitud respecto de Abraham y sobre todo en el Paraíso terrenal y en su intención creadora, sino una señal de la apostasía del pueblo, una constitución, establecida por Dios, tras haber desaparecido la verdadera constitución de la fe y de la libertad.

Los discípulos quedan profundamente impresionados. Recuerdan tal vez las palabras de Jesús pronunciadas en el Sermón de la Montaña: "Habéis oído que fué dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5,27-28). Si es así, el matrimonio es un lazo terrible. ¡Casarse con una sola mujer, sin posibilidad de separación y siendo adulterio una sola mirada lasciva dirigida a otra! Si la unión del hombre y la mujer ha de ser tal, el matrimonio es terrible. Jesús contesta: "No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado" (Mt 19,2). Esta manera de expresarse es frecuente en Jesús. Recordemos sus palabras: "Quien tenga oído, oiga" (Mt 11,15). De ella se desprende que lo que dice no puede ser comprendido inmediata y naturalmente por el hombre, que no es una sencilla aplicación de la Ley, sino que requiere la fe y la gracia. Algo parecido ocurre aquí. La naturaleza humana, el mundo y la Ley no bastan para hacernos comprender lo que aquí se dice acerca del matrimonio. Necesitamos la ayuda de la fe. Tampoco podremos practicar lo que se nos dice con nuestro solo esfuerzo personal, sino sólo apoyados por la gracia.

El pensamiento del Señor va más lejos todavía. Hay un orden mucho más alejado de lo que cada uno de nosotros puede "comprender", más que el matrimonio, y que nos induce a renunciar a toda vida sexual. Y para que todo quede bien claro, Jesús precisa lo que nos quiere decir: no es una abstención forzada, impuesta por una incapacidad para el matrimonio, a consecuencia de un defecto corporal o de una intervención que ha cegado las fuentes de la vida, sino una abstención, hija de la voluntad libre e inspirada por el amor del reino de los cielos. Hay un orden de cosas y una forma de vida en las cuales el hombre orienta toda su potencia de amar hacia Dios y su reino, y no se dirige a los hombres más que partiendo de Dios. La Ley no dice nada acerca de ello. Y las palabras: "El que pueda entender, que entienda" se aplican aquí con mucha más propiedad que en otros lugares.

Se ha preguntado más de una vez cuál de estos dos órdenes es superior. Nos ocuparemos de ello más adelante. Lo que aquí importa saber es que ambos surgen de las palabras mismas del Señor. Ambos encierran un gran misterio respecto a la mera naturaleza. Ambos rebasan, en su grandiosidad, "lo que se puede comprender". Ninguno de los dos puede ser derivado del instinto, de la sociedad humana o del corazón. Sólo se conocen mediante la Revelación, se aceptan por la fe y se ponen por obra mediante la gracia.

Dícese que el matrimonio cristiano es adecuado a la naturaleza humana. Esta aserción puede comprenderse bien o mal. Cierto que es conforme a la naturaleza humana, pero tal como ésta era cuando la conducía la voluntad clara de Dios y estaba orientada hacia Él y penetrada por su gracia. Para el hombre del Paraíso terrestre el matrimonio, realizado bajo el impulso de los corazones libres, amantes y entregados a Dios, hubiera sido, naturalmente y sin dificultades, único e indisoluble. Pero, ¿puede decirse lo mismo para el hombre caído? ¿Es que el hombre puede decir, después del pecado original, que su sentimiento inmediato y su experiencia -no digo su reflexión sobre los valores físicos y morales- le inducen a considerar "natural" el estar unido para siempre a un solo cónyuge?

La "naturaleza" es, sobre todo, tendencia instintiva, y ésta se ha desmandado, dividido, y, ante la conciencia, es mendaz, ciega, violenta, inconstante y cambiante. Lo que sobre ella se edifique, la unión de dos seres humanos, ha de presentar forzosamente los mismos rasgos... La inclinación del corazón pertenece también a la "naturaleza". ¿Puede ser ella garante de sí misma? No puede garantizar más de lo que ella conoce, pero no lo que se oculta en lo inconsciente y menos aún para el porvenir. Toda la literatura relata la historia de la inconstancia del corazón humano...

¿Y la persona? ¿Considera "natural", evidente, con una garantía emanada del hecho mismo, el quedar para siempre atado a otra persona a través de las vicisitudes de la vida, de los acontecimientos, de la evolución personal, del desarrollo espiritual de los demás? Lo que ha decidido su libertad caída puede ser deshecho por ella... ¿Y la conciencia humana? ¿Su juicio, sus decisiones, su fidelidad? ¿Son absolutamente leales y dignos de confianza? Quien eso afirma se nubla los ojos... Admitamos, no obstante, que la libertad moral puede producir un lazo moral absoluto.

Pero el matrimonio quiere mucho más. Su intento y sentido es que, por encima del instinto fluctuante, de las tornadizas inclinaciones del corazón, de la libertad que lucha por el deber moral, surja algo procedente de lo alto: una energía unificadora, que no se limita a ser "sólida" y "buena", sino que es "eterna" y "santa". Que esos dos seres humanos, inconstantes, confusos, dispuestos a rebelarse contra la gracia como seres caídos que son, acojan en su conciencia y en su voluntad esta unidad sagrada; que sea ésta la que mantenga y transfigure su comunidad de vida, a pesar de todas las miserias humanas y de los trágicos destinos, no es "natural" y sólo puede ser comprendido por aquellos "a los que ha sido dado ", es decir, por los que, tienen fe.

Es indudable que el matrimonio indisoluble es conforme a las intenciones más profundas de la naturaleza y que es la única modalidad justa a pesar de todos los sufrimientos y bancarrotas. No obstante, no debe presentarse como sencillamente natural, en cuyo caso correríamos el riesgo de despojarla de su sentido sagrado y convertirla en una institución moral o social. Si se comprende el matrimonio a la luz de la fe y se vive con la ayuda de la gracia, se convierte verdaderamente en algo natural en un sentido superior.

Esta "naturalidad" es, sin embargo, diferente de la de nuestro ser. Es fruto de la gracia y de la fe. No se empieza por esta naturalidad, sino que se llega a ella mediante prolongados esfuerzos. Es como el espíritu de la infancia del que hablábamos más arriba. He aquí por qué hay que plasmarla con aquella misma fuerza que informa a la virginidad, es decir, con la abnegación cristiana. El matrimonio cristiano resurge siempre del sacrificio. Es cierto que el matrimonio otorga a los cónyuges la fecundidad y la perfección de su ser, las cuales rebasan las posibilidades individuales de cada uno. Pero eso no se consigue mediante el mero goce y la actividad febril, sino mediante la mortiticación, los sacrificios que imponen la exigencia apasionada del instinto, la inconstancia del corazón las decepciones mutuas que surgen a cada paso, las crisis de la energía moral, las exigencias de la vida en común y los cambios producidos por los acontecimientos exteriores.

El matrimonio no es tan sólo la realización del amor inmediato que reúne al hombre y a la mujer, sino la lenta transformación de ambos operada al contacto de la experiencia común. El primer amor no ve todavía esta realidad. La ocultan el ímpetu de los sentidos y del corazón, envolviéndola en una atmósfera de sueño y eternidad. Se abre paso lentamente y ahuyenta esta neblina de cuento de hadas, al contacto con las costumbres cotidianas, las insuficiencias, las defecciones del otro consorte. Si acepta entonces a su cónyuge tal cual es, siempre de nuevo y a través de todas las decepciones, si comparte con él las alegrías y las penas de la vida cotidiana al igual que las grandes vivencias de la vida, ante Dios y con la fuerza de Dios, entonces se desarrolla paulatinamente el segundo amor, el verdadero misterio del matrimonio. Está por encima del primero como la personalidad madura sobre la juventud y el corazón que renuncia sobre el que se limita a abrirse y entregarse. Prodúcese entonces algo muy grande, fruto de muchos sacrificios y renuncias. En el matrimonio hace falta mucha energía, fidelidad profunda y un corazón animoso para no ser víctima de las pasiones, de la cobardía, del egoísmo, del espíritu de dominación.

¿Sucede muy a menudo que en el matrimonio de dos seres unidos durante largo espacio de tiempo llegue a ser victoriosa esta forma de amor superior? Compréndese, por tanto, muy bien que Jesús remate sus disquisiciones sobre el matrimonio con palabras destinadas a fijar el carácter a la virginidad (1).

Si el matrimonio cristiano no es natural, la virginidad lo es mucho menos. El hombre no se siente impulsado naturalmente a renunciar a su deseo de amor correspondido y de fecundidad. Jesús no quiere decir solamente que hay que aceptar una imposibilidad fisiológica primitiva o adquirida, lo cual sería hacer de la necesidad virtud, sino que hay que renunciar libremente, y eso no por debilidad, aburrimiento o filosofía, sino por amor al "reino de los cielos". Más exactamente todavía: no por mandato de un "deber religioso", sino a impulso de un amor que, venido de Dios, le abre perspectivas magníficas y le subyuga totalmente.

La psicología ilumina hoy en día todos los recovecos y sinuosidades de la conducta humana. De ahí que nos veamos obligados a añadir algunas aclaraciones. Podría objetarse que, en el caso de la virginidad, se trata sencillamente de una mera transposición del objeto amado. Dícese que por razones muy complejas puede suceder que el ser humano no alcance su plenitud humana, en cuyo caso la busca veladamente en la esfera religiosa. Amando a Dios o el reino de los cielos, amaría realmente, aunque sin saberlo, a la persona que debía ser su complemento. Si esto fuese verdad, no sólo en casos anómalos o en el umbral de los sentimientos, sino en el fondo de las cosas, en el centro de lo que se llama virginidad, ésta sería horrible, en cuyo caso se privaría al ser humano de su esfera más viviente y se ofrecerían a Dios disposiciones de ánimo desleales e impuras. Los incrédulos se imaginan, efectivamente, que la virginidad es algo así. Algunos abusos en la vida cristiana les dan aparentemente la razón. Pero el sentido y la esencia de la virginidad son muy otros.

Sólo la Revelación puede decirnos lo que es la virginidad cristiana, pero no el hombre, ni su instinto ni su espíritu. Jesucristo nos dice: Es realmente posible que el hombre concentre pura y absolutamente todo su amor en Dios. Dios es tal que el hombre puede amarle con toda su plenitud de vida, que Dios puede ser todo para él, el principio y el fin. Y eso no como sucedáneo o pretexto, como imagen traspuesta de un ser humano, sino auténtica y primariamente. Dios es el amor soberano, el que ama y puede ser amado sencilla y absolutamente. Dios es, en efecto, el único ser que puede ser amado sin reservas. Acaso los corazones profundamente amantes y sinceros, aun los más felices y ricos, confiesan que en el fondo de sí mismos se halla una insatisfacción radical.

Tal vez tengamos que decir que el amor no puede expresarse con toda su riqueza respecto del hombre Porque éste es demasiado pequeño, porque es imposible captar su suprema intimidad, porque se halla siempre envuelto en cierta lejanía. Acaso esta experiencia dolorosa y este último fracaso del amor humano hacen presentir al hombre que hay otro amor, pero que es imposible realizarlo con respecto a otro ser humano, un amor cuyo objeto mismo y cuyas condiciones han de sernos dados de lo alto. La Revelación los muestra. He aquí el misterio de la virginidad. Ante él tórnanse miserables e insoportablemente pretenciosas todas las objeciones presentadas por la Psicología y la Moral. No hay nada que nos diga que tal individuo esté llamado a realizar este misterio. Aplícanse aquí en el sentido más estricto las palabras: "El que pueda entender, que entienda". Es terreno vedado, dentro de aquel mismo dominio reservado a la gracia en relación con la naturaleza, del cual se habla en el versículo II.

Los dos órdenes de vida se constituyen sobre la fuerza de que hablábamos al principio de esta meditación. La fuerza de Jesucristo es su fundamento. Hemos de pensar aquí enérgica y claramente. El matrimonio y la virginidad cristianos no se fundamentan en verdades sociológicas, por muy claras que éstas sean, ni en energías morales y personales, ni en religiosidad inmediata, por muy buenas y piadosas que ambas sean. Todo esto nos aleja de lo esencial. Tampoco surgen de una "gracia", en el sentido general de la palabra, que muestra una actitud humana y religiosa especial, un instinto natural de pureza, etc. Surgen, por el contrario, de la fuerza que radica en el ser de Jesucristo, de la fuerza que Él encarna. El matrimonio cristiano sólo puede ser vivido si "Jesús está entre estos dos seres" (Mt 18,20), si Él mismo, actuando sobre los corazones, confiere las fuerzas para soportar, padecer, amar, vencer y perdonar "setenta veces siete" (Mt 18,22).

He aquí la fuerza decisiva... Ningún "reino de los cielos" abstracto hace posible la virginidad; tampoco "Dios" escuetamente, sino Jesucristo, lo que irradia su persona, su vida interior, sus acciones, su destino, es decir, todo lo que hay en Él de santo, inefable, luminoso, conmovedor, todo cuanto lleva nuestras aspiraciones a su plena realización. Todo esto se desvanecería si pretendiéramos reducirlo a conceptos universales diciendo, por ejemplo, que es la ética de Jesús, o su ontología o la axiología revelada por Él. No; no se trata de su moral, de su interpretación de la vida de su sistema de valores, sino de: Él mismo, de lo que sólo puede ser expresado por un nombre: Jesucristo, Hijo viviente de Dios al par que Hijo del hombre, el más hermoso de los seres humanos, la vida misma y el amor perfecto. La virginidad y el matrimonio cristianos tórnanse incomprensibles desde el momento en que Jesús no es ya, en ellos, la realidad esencial y la norma suprema.
 

Notas

(1) En general, se refiere el versículo 11 -"No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado"- al segundo párrafo del sermón de Jesús, relacionándolo con la virginidad. En este caso no sería más que la anticipación de la última frase del versículo 12: "El que pueda entender, que entienda." Jesús no habría contestado así a la objeción de los discípulos; habría dejado en pie su doctrina sobre el matrimonio y subrayado más todavía sus exigencias al hacerlas seguir de la doctrina sobre la virginidad. Pero, aun en este caso, la doctrina sobre el matrimonio quedaría íntimamente relacionada con la de la virginidad, y los dos párrafos estarían inspirados en la misma postura fundamental.