Laicidad y laicismo

 

Andrés Ollero
(Nueva Revista, nº 86
marzo-abril 2003)

 


Se pide a una buena parte de los ciudadanos que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política».

Esta denuncia, en absoluto de escaso calibre, haría saltar las alarmas en cualquier sistema democrático que se tomara a si mismo en serio. Claro que ello ocurriría inevitablemente si la denuncia fuera tomada en sus propios términos. Si a ello se añade que los ciudadanos aludidos son católicos y que quien formula la denuncia es el mismísimo prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe (antes Santo Oficio, apuntarán más de cuatro...) y con el visto bueno del Papa, entonces el asunto cambia...

Ya no nos encontraríamos ante una llamada a la reflexión sino ante una repudiable e interesada injerencia clerical en el neutro recinto de lo público. Más importante que lo que se diga sea verdad -que ciertamente lo es- seria quién y para qué lo dice. La estampa, de peculiar raigambre latina, bordea lo surrealista; pero quizá no venga mal reflexionar sobre las claves que la hacen posible.


Déficit de laicidad


Podría pensarse que nos hallamos ante un perverso ataque laicista, que pretende expulsar de la vida pública a todo católico del que se pueda sospechar con fundamento que será fiel a sus convicciones. Aparentemente no faltarían motivos, sin salir de nuestro país, para pensar así. Por las mismas fechas en que el documento llega a la opinión pública -unos dos meses después de su firma- nuestro democrático Consejo General del Poder Judicial se vio sacudido por un leve amago de crisis: se desveló, con notable credibilidad, que parte del sector conservador había roto su envidiable monolitismo para pactar in extremis con sus eternos rivales progresistas un candidato de emergencia para la Comisión Nacional de Reproducción Asistida. Se trataba así de evitar una catástrofe: que el elegido friera, como estaba previsto, un juez de prestigio indiscutido, pero nada menos que católico y padre de familia numerosa, del que cabria esperar que actuara de acuerdo con sus convicciones, previsiblemente nada proclives a permisivismos bioéticos.

Se supone, al parecer, que el resto de los miembros de la citada Comisión o no tienen convicciones, o se guardan muy mucho de actuar con arreglo a ellas. Todo lo cual lleva a pensar en la existencia de una secreta metacomisión encargada de dictar qué convicciones, aun siendo constitucionalmente impecables, no gozarían del salvoconducto de lo políticamente correcto. Se garantizaría de este modo un curioso pluralismo con inevitable vocación de unanimidad.

Pienso, sin embargo, que sean cuales sean las simpatías que el laicismo pueda despertar en cada cual, resultaría injusto achacarle triunfos que le son ajenos. Todo invita a pensar que los aludidos vocales del Consejo no son laicistas, o al menos no se saben tales. La obvia discriminación sufrida por el católico de turno puede más bien atribuirse, paradójicamente, al déficit de laicidad que es fácil todavía observar dentro de la propia Iglesia.

El Vaticano II resaltó cómo corresponde a los fieles laicos -en clara mayoría dentro de la Iglesia- animar a conciencia el ámbito público, colaborando a encontrar la mejor solución de sus problemas. A los obispos quedaría el nada irrelevante papel de brindarles ayuda para que esa conciencia cuente con principios en los que encontrar sólido fundamento, dejando su aplicación práctica a los auténticos protagonistas de la cuestión, que no han de renunciar siquiera a su plural y sacrosanto derecho a equivocarse.

Decenios después se constata un déficit de laicidad que cabría resumir, de modo un tanto abrupto, en una notoria escasez de fieles católicos laicos en el ámbito público. Tal fenómeno se expresa por partida doble: muchos, siendo laicos, no parecen fieles y otros, que pretenden ser fieles, pueden acabar por no parecer laicos. Vayamos por partes.

Algunos laicos católicos puede que no sean fieles por la sencilla razón de que, pese a su buena voluntad, no saben serlo. Faltos de esa «unidad de vida» a la que reiteradamente apela la nota vaticana, no han dedicado a su formación doctrinal el tiempo y empeño que consideran obligado en su ámbito profesional. Quizá incluso presumen que las actividades públicas se rigen por una lógica propia, por lo que sería un tanto ingenuo pretender proyectar sobre ellas bienintencionadas prédicas, que confrontadas con la realidad cotidiana quedarían en música celestial. Si la caída del muro berlinés produjo tanto estupor en muchos ambientes cristianos fue, en buena medida, por la escasa confianza que conferían a la doctrina social de la Iglesia como fermento eficaz de cambio social. Experiencias como la de la resistencia polaca les dejé perplejos. Pero, pese a todo, no creo que esta situación sea la mayoritaria.


Sobredosis de laicismo


A mi modo de ver, la mayor parte de los laicos católicos no son fieles en el ámbito público porque consideran que no deben serlo. Nos encontramos, pues, ante un curioso laicismo: no impuesto sino autoasumido. Tres elementos pueden alimentar tan curiosa actitud: la resaca del franquismo, con su tópica condena del llamado nacional-catolicismo; la generalización en la transición de una idea de la democracia vinculada a que en el ámbito público nada es verdad ni mentira, lo que convertiría en antidemócrata a quien considerara algo verdadero; la admisión acrítica de una receta de imposible cumplimiento, según la cual no cabe imponer Convicciones a los demás.

El primero de los elementos vincula caprichosamente el régimen con una doctrina social que fue eficazmente utilizada contra él (piénsese en la bibliografía sociopolítica suscitada por la Pacem in terris), e ignora la bien conocida presencia de militantes cristianos en los más activos grupos de la oposición democrática.

El segundo olvida que toda democracia constitucional reposa sobre la existencia de valores y principios, tan verdaderos como para excluir- los de todo debate político y ser capaces incluso de condicionar el juego del principio de las mayorías.

El tercer elemento suscribe un maniqueo concepto de las convicciones, que acabaría atribuyéndose sólo a aquellas que pudieran encontrar respaldo confesional. Los que suscriben otras, a fuer de no estar convencidos, no necesitan ni siquiera convencer a los demás, dando cómodo paso -esta vez sí- a la imposición de las suyas sin coste argumental alguno.

Determinadas cuestiones meramente civiles acaban a la vez perezosamente revestidas de ornamentos confesionales. Así ocurrirá con el aborto, la eutanasia, la dignidad del embrión, la familia o la libertad de enseñanza. El déficit de laicidad intraeclesial antes aludido se verá civilmente reforzado más allá de sus muros. Como recuerda la nota vaticana, «la "laicidad" indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica».

La consecuencia de ese reforzado déficit será triple: el laicista denunciará como intromisión clerical la defensa de cualquiera de esos contenidos; el laico católico que considera que no debe ser fiel a sus convicciones se cuidará puntualmente de inhibirse; como habíamos adelantado, el católico que, fiel a sus convicciones, proponga fórmulas de solución de problemas sociales acordes con ellas, argumente como argumente, no parecerá laico por más que se empeñe, pues acabará siendo tratado como mera longa manus de su jerarquía.


Pluralismo o pensamiento único


Esta última vertiente del problema revestirá particular gravedad porque llegará a poner en cuestión la vigencia práctica de ese auténtico pluralismo que constituye, según las primeras líneas del articulado constitucional de nuestro país, uno de los «valores superiores de su ordenamiento jurídico».

El problema no consistirá sólo en que «aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivé para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante». La cuestión, en efecto, va bastante más allá: «se quiere negar no sólo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural».

Es bien sabido que la posibilidad de que contemos o no con una ética objetiva a la que remitirnos en nuestras perplejidades es una vieja cuestión civil, a fuer de filosófica, planteada ya desde siglos antes de nacer el cristianismo y mantenida, con las más diversas variantes, hasta la actualidad. Marginar a quienes admitan una ética de esas características equivale a arrojar a la hoguera toda la literatura aristotélica y convertir a los estoicos, Séneca incluido, en enemigos de la civilización. Por no respetar, no se respeta ni el relativismo, cuando se excomulga por lo civil a todo el que defienda la posibilidad de un uso práctico de la razón o se impone por decreto como pensamiento único el emotivismo ético.

La cuestión sería grave, de ser real; pero lo es aún más, precisamente por su irrealidad. A la hora de la verdad, tan curiosa tarea inquisitorial se realizará en nombre de unos derechos humanos que tienen «contenido esencial» (como los recogidos por nuestra Constitución, sin ir más lejos, razonadamente interpretables por vía jurídica, emociones al margen.

Nada impedirá, por otra parte, aplaudir como lo más natural del mundo las recetas morales que sí convengan a la causa. Junto al aborto o la eutanasia, la nota se refiere también a la paz y a la condena de la violencia; pero eso no las convertirá en valores confesionales. Por las mismas fechas de su aparición, buen número de obispos secundaron fielmente al Papa condenando moralmente la anunciada intervención bélica en Irak. Nadie observó en eso injerencia clerical alguna; se apreció más bien la benemérita actitud de la Iglesia, ilustrando la conciencia de sus fieles y de todo hombre de buena voluntad, al recordarles principios éticos elementales que ponen en duda que hoy pueda considerarse justa guerra alguna. Los mismos que pedían al PP que se quitara la sotana, al debatir semanas antes la eutanasia, demostrarían un conocimiento de las pastorales diocesanas tan exhaustivo como para provocar la envidia de la más fervorosa beata. Para algunos, todo vale al intentar imponer las propias convicciones con la misma firmeza de siempre.

Nos encontramos en pleno juego con cartas marcadas; pero, como en cualquier otro timo, si funciona es gracias a la entusiasta complicidad de la víctima. De allí el interés de la nota vaticana, que no en vano se dirige en primer lugar a los obispos; y no por mera cortesía, sino porque a ellos incumbe convencer a sus fieles de que esa curiosa creencia, de que en el ámbito público no deberían serlo, no deja de ser una memez que ningún otro ciudadano en su sano juicio practica. Va también dirigida a los políticos católicos; o sea, a quienes deben aportar a una política democrática sus propias convicciones, como todo el mundo; porque las de los demás ya las aportarán ellos con más acierto. Se invoca, por último, «a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y política en las sociedades democráticas»; porque, a la hora de la verdad, la política-por acción u omisión- la acabamos haciendo todos. Que Dios reparta suerte; porque sigo convencido de que el problema lo provoca, entre nosotros, más un déficit de laicidad que un laicismo opresor.