IGLESIA, ANTIJUDAíSMO E INQUISICIóN
Prof. José Hinojosa Montalvo
Universidad de Alicante
A finales del año 1999, en una
entrevista realizada al escritor
José Luis Sampredro, éste manifestaba públicamente su aversión hacia cualquier
religión, y en concreto su repulsa hacia la Iglesia católica, a la que
consideraba responsable de ir en contra del progreso; una vez más salía a
reducir el nombre de Galileo. Junto con Inquisición, son las palabras mágicas
que abren la veda en cualquier ataque contra la Iglesia. No se trataba de un
hecho aislado, sino de una postura vital muy arraigada entre el mundo
intelectual y las gentes del común, que identifican la Iglesia con el
oscurantismo, el terror, el freno al progreso y todo lo que el lector quiera
imaginar. Basta ojear la prensa diaria, semanarios, y ver las opiniones en
torno al aborto, sexualidad, etc. Y de ahí a preguntarse para qué sirven Dios
y la Iglesia, en un mundo en que el individuo considera que debe renunciar a
cualquier atadura para conseguir su plena libertad, no hay más que un paso.
Parece como
si la Iglesia fuera la culpable de todos los males que suceden o han
acontecido a la humanidad, sobre todo en el terreno de las ideas y la
religión: Juan Hus, Galileo, La Inquisición, los judíos ?entre otros? son
dardos que continuamente se arrojan contra la Iglesia, con una clara intención
de desprestigio que a menudo consigue sus objetivos, sobre todo por la falta
de cultura y desconocimiento de las gentes sobre estos temas, la manipulación
de los mismos y la falta de información -o de la utilización de los cauces
adecuados para transmitirla- por parte de la propia Iglesia. De ahí la
trascendencia que tiene para la humanidad la política del papa Juan Pablo II
de reconocer los errores cometidos por la Iglesia, asumirlos y pedir perdón,
tal como se expone en los objetivos de la carta apostólica Tertio millenio
adveniente, promulgada el 10 de noviembre de 1994, de fomentar la unidad
de los cristianos y de mejorar el diálogo Iglesia-mundo.
?Así es
justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la
Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando
todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado
del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez de
testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de
modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de
escándalo?.
Dos son los
ámbitos en los que La Iglesia va hacer particular hincapié: el del judaísmo y
el de la Inquisición. Temas del pasado en ambos casos, pero también del
presente; y mucho nos tememos que del futuro, al menos en lo que a la
Inquisición se refiere. Las imágenes negativas transmitidas durante
generaciones están tan profundamente arraigadas en el subconsciente de la
civilización occidental, que deberá hacerse un gran esfuerzo informativo y
educativo, honesto y sin prejuicios, para que la paz y la fraternidad vuelvan
a reinar en los espíritus. Pero el primer paso, imprescindible, es acercarnos
a la verdad del pasado, en su doble vertiente histórica y teológica, ya que de
lo contrario todo se quedará en meras declaraciones sin avances realmente
positivos. De la primera nos encargamos los historiadores, de la segunda, los
teólogos. Veamos, pues, cuáles fueron las causas que han llevado a la Iglesia
a pedir perdón por los errores de sus hijos en el tema del judaísmo y la
Inquisición.
En el Documento
de la Comisión vaticana para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo del 16
de marzo de 1998, titulado "Nosotros recordamos: una reflexión sobre la "Shoah",
sus autores reconocían que las relaciones entre hebreos y cristianos eran
"una historia atormentada", siguiendo la línea emprendida por el Santo Padre
Juan Pablo II en sus numerosos llamamientos a los católicos para considerar
nuestra actitud de enemistad, odio y enfrentamiento con los judíos; algo, por
desgracia, todavía vigente en muchos corazones. Cerrar heridas cuesta, por
ambas partes. En este sentido creo que la labor realizada por el Concilio
Vaticano II, rechazando las interpretaciones erróneas del Nuevo Testamento
sobre el pueblo judío, marcan una inflexión en el tema.
El problema
es muy antiguo y con muchas ramificaciones. Para empezar, no hay acuerdo en la
utilización de la terminología, en la que se mezclan indistintamente dos
conceptos, uno religioso y otro étnico, de forma que se identifican
antijudaísmo y antisemitismo, algo inadmisible antes del siglo XV. Los autores
actuales consideran que un judío es siempre judío si ha nacido en el seno de
esta comunidad, aunque no profese la religión mosaica. Para la Iglesia
judaísmo era un término religioso, aplicado sólo a aquella parte del pueblo de
Israel que había rechazado a Jesús, al Mesías. El bautizado dejaba de ser
judío al convertirse en cristiano. Este fenómeno del rechazo al converso que
se dio a partir del siglo XV señaló el pasó al antisemitismo, al surgir la
teoría "racial". Lo veremos al hablar de la Inquisición. Los conversos pasaron
a ser llamados "cristianos nuevos", "lindos" o "marranos", para distinguirlos
de los "cristianos viejos", que presumían de no tener mancha judía, de no ser
de "nación judía".
Ahora bien,
el antijudaísno no nació en el seno de la Iglesia, como pensaban autores como
James Parkes o E. H. Flanery, sino que, en opinión de Benzion Netanyahu,
surge en el Egipto faraónico y se difunde más tarde por el mundo griego. Para
este autor, la pregunta clave es: ¿cuándo se produjo la total separación entre
cristianismo y judaísmo en cuanto religión, culto y forma de vida?
[1] . Esta tendencia a
la separación entre ambos la había iniciado ya Pablo, al liberar a los
gentiles del lastre de los preceptos judíos haciéndoles más fácil aceptar su
versión de un judaísmo cristianizado. Pero la ruptura radical se detecta en el
Evangelio según Juan (hacia el 125), en el que "se reemplazó la idea judía de
Dios con la concepción básica de la Trinidad, la visión judía del Mesías (hijo
de David) con la noción del logos encarnado y el programa paulino de su
misión universal, con una orientación revisada que no otorga al judío
preferencia en ningún aspecto".
No voy a entrar
en detalles del proceso de escisión y ruptura total del cristianismo respecto
al judaísmo, bien conocido, que le proporcionó unas claras señas de identidad
que cortaron toda conexión con la raíz judía. El esfuerzo de los pensadores
cristianos por eliminar del cristianismo todo lo judío se tradujo en una
animosidad al judaísmo y al pueblo judío visible ya desde el 125 d.C. "El
instinto de odio se solidificó en una doctrina que constituye la base del
nuevo edificio religioso" (Netanyahu).
La Iglesia veía al judío como
"aquél que todavía no era cristiano", aquel cuya ceguera le impedía conocer al
verdadero Mesías (cecitate iudaica, en la terminología de la época), y
si se le permitía vivir en territorio cristiano era para que "siguiendo la
doctrina agustiniana" pudiera llegar a la verdad, recibir el mensaje cristiano
y, por fin, convertirse. Algo a lo que no parecían muy dispuestos los judíos.
La hostilidad
contra los judíos por parte cristiana comenzó ya en el mundo romano,
apoyándose en interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento, y ya
no cesaron en el futuro en todo Occidente. Merece especial atención el caso
español, donde el judaísmo alcanzó una de las más brillantes etapas de su
historia, además de ser la parte que más directamente atañe a la Iglesia y a
nuestro pasado.
Ahora bien,
antes de este breve repaso histórico, conviene dejar claro un punto respecto a
la presunta convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en la España
medieval, que en nuestros días, por razones políticas, se ha calificado de
"ejemplar". Nada más lejos de la realidad. Los historiadores preferimos hablar
de "coexistencia", y no siempre pacífica, lo que no excluye que en
determinados momentos hubiera buenas relaciones personales, a nivel
individual, entre cristianos y judíos. Lo habitual fue la tolerancia de los
monarcas, respaldada por el mensaje de la Iglesia, a la espera de su
conversión.
La situación
socio-histórica de las tres religiones (cristianismo, judaísmo, islam) cambió
a lo largo de casi un milenio, entre el año 589 (IIIer
concilio de Toledo, con graves medidas políticas y religiosas contra los
judíos) y 1492, en que fueron obligados a convertirse o partir camino del
exilio. Hay dos periodos con predominancia política cristiana (la etapa
visigoda y los reinos cristianos) y uno con dominante musulmana (Al-Andalus).
En ellos encontramos tres religiones, pero nunca tres culturas o tres grupos
sociorreligiosos que vivan en un pie de igualdad. No hay, en cada época y
lugar, más que una cultura dominante y un solo grupo dominante, el que ostenta
el poder político, con dos subculturas o minorías, basadas en su religión
(judaísmo, cristianismo e islam).
Los judíos no podían
formar parte de la comunidad política ni considerarse súbditos de los reyes,
porque dicha comunidad era la proyección de la Cristiandad en el orden
temporal, de modo que sólo los que estaban bautizados podían participar en
ella. Por tanto la permanencia de los judíos en territorio cristiano tendría
su base en aquella figura del Derecho romano que era la "hospitalitas":
habitaban en el territorio, pagando por ello a cambio una compensación
económica, pudiendo disfrutar del ejercicio de su religión ("su ley", como se
decía en los documentos), el uso de su lengua, jueces y leyes propias,
posesión de casas de oración y enseñanza y cementerios propios.
Ni los reyes ni
la Iglesia pensaron en España en su expulsión o en su conversión forzosa. Los
judíos, a pesar de la legislación restrictiva contra ellos, les eran muy
útiles en numerosos aspectos de la vida cotidiana y, sobre todo, eran una
fuente regular de ingresos, por lo que no había razón para expulsarlos. Eso
sí, tanto los monarcas como los judíos tenían clara la idea de que los
primeros podían prohibir su residencia en determinados lugares o en todo el
reino, si lo consideraban oportuno. La situación de inferioridad del judío fue
clara en todo momento y, de forma más o menos rigurosa según las épocas, se
les obligaba a vivir en barrios especiales (kahal, call, judería). Para
los dirigentes cristianos, del Estado o de la Iglesia, el judaísmo era en sí
mismo un mal, llamado a desaparecer, y como tal fue definido en la sentencia
de la Universidad de París, que condenó a la hoguera el Talmud en 1248.
Aunque el
recelo y el desprecio era mutuo entre los sabios judíos y cristianos, éstos
eran conscientes de que los judíos se hallaban en posesión del texto fidedigno
de la Escritura en su original hebreo, conocida como "hebraica veritas", y en
más de una ocasión los eclesiásticos hubieron de acudir a los rabinos y sabios
hebreos en busca de versiones fiables de textos de la Escritura, que
sustituyesen las deformadas versiones cristianas.
El resentimiento entre
cristianos y judíos en nuestras tierras era muy viejo, de época visigoda. Los
judíos asentados en Hispania eran en su mayoría de origen oriental, como en el
resto del Imperio romano, aunque no pueda excluirse la existencia de algunos
convertidos, indígenas o gentes de origen helenístico oriental. Ya en el
concilio de Elvira, de los años 303 y 309, se prohibían los matrimonios mixtos
o las relaciones sexuales entre los miembros de las dos comunidades
religiosas, prohibiciones de bendiciones de frutas y de comidas compartidas,
etc. Estas medidas de segregación, que buscaban impedir las influencias
mutuas, habían sustituido a los códigos de diferenciación de las comunidades
cristianas primitivas y preparaban medidas más estrictas, en un contexto de
propaganda religiosa donde las autoridades cristianas intentaban impedir el
proselitismo judío, a la vez que buscaban las conversiones de los judíos al
cristianismo. El fondo del problema se encuentra, con todo, en la búsqueda de
una unidad diferenciada del cristianismo como elemento fundamental del Estado
visigodo, y en la búsqueda, por parte de ese Estado, de una unificación de su
poder político, también en el campo religioso, mediante la eliminación de las
disidencias.
Los rasgos diferenciales de
los judíos hacían de éstos las víctimas más visibles de esta política
religiosa, por su vida regida por la Biblia, por los preceptos rabínicos y su
modo de vida oriental. A ello se añadían las condenas de los teólogos
cristianos, entre ellos San Isidoro, obispo de Sevilla, que hacían una
simplista lectura antijudía de los textos del Nuevo Testamento cristiano y de
las polémicas de los Padres de la Iglesia, orientales y occidentales.
El resultado final de estas
premisas teológicas fue una persecución política que pretendía eliminar el
judaísmo, forzándoles a la conversión al cristianismo. Ningún medio se ahorró
para ello, a partir de una legislación que seguía precedentes bizantinos.
Incluso se preveía separar a los niños de sus padres, para educarlos como a
los cristianos.
Este odio y
persecución de los visigodos a los judíos explica por qué los judíos acogieron
a los invasores musulmanes (711) como libertadores y colaboraron militarmente
con ellos en el momento de la conquista de la península. Ello les acarrearía
graves consecuencias para el futuro, pues los cronistas medievales se
encargaron de difundir la imagen del judío como colaborador en la "pérdida de
España", como traidor, lo que se añadió al cúmulo de calumnias que tuvieron
que padecer en el futuro.
La
instalación del islam en la Península Ibérica (Al-Andalus) modificó
radicalmente la situación social de los cristianos y los judíos hispanos. La
conversión de la mayoría de los cristianos al islam hizo que los que quedaron
pasaran a ser una minoría, los mozárabes, tolerados por el poder musulmán,
igual que los judíos, por su condición de "portadores de Libro Revelado". Los
judíos se adaptaron a la legislación referente a las minorías religiosas y
formaron comunidades locales regidas por sus tradiciones. El califato de
Córdoba, en el siglo X, será un momento de gran esplendor de las comunidades y
de la cultura judía en Al-Andalus, que se mantuvo en el siglo XI en algunos de
los reinos de taifas en que se fragmentó el califato. Pero en los siglos XII y
XIII la toma del poder en Al-Andalus por dos potentes dinastías reformistas
"lo que hoy calificamos como "integristas"?, los almorávides y los almohades,
hizo que los judíos fueran perseguidos y obligados a convertirse, lo que les
forzó a emigrar a los territorios cristianos de la Península o al Próximo
Oriente, como hizo Maimónides.
Durante la etapa de
nacimiento de los Estados cristianos los judíos eran pocos y no hubo fobia
contra ellos. Los ataques eran doctrinales, repetición de los textos clásicos
del cristianismo, en particular los de San Agustín y San Isidoro.
La
interrelación entre las tres religiones se puso de manifiesto en muchas
ciudades, pero quizá Toledo ha sido la más ensalzada por la historia en esta
faceta. Alfonso VII de Castilla no dudó en llamarse "emperador de las tres
religiones". Todas ellas invocan a Abraham como padre común y todas se
consideran en posesión de la verdad, mientras que las demás se equivocan. Los
judíos lo reflejaron en el cuento de los tres anillos. Un rey tenía tres hijas
a las que quería mucho, pero una de ellas era la preferida. A ésta quería
dejarle un anillo de mucho valor que poseía, pero sin provocar el disgusto de
sus hermanas. Llamó a un orfebre y le encargó que elaborara dos anillos tan
semejantes al primero que nadie pudiera descubrir la diferencia: así, sólo la
poseedora del secreto sabría que el suyo era el anillo legítimo. Los tres
anillos son las tres religiones, y que el pueblo predilecto disfruta del
privilegio de la legitimidad. Por supuesto, también los judíos pensaban que
los cristianos vivían en el error y consideraban que "Jesús defraudó a Israel,
pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe" (rabino Yehiel, en París, siglo
XIII).
Reyes,
nobles, la propia Iglesia, protegían a los judíos, pero las relaciones con el
pueblo cristiano "las horizontales" estaban cargadas de odio, tanto por
razones religiosas como de orden económico, dado su papel de arrendadores y
recaudadores de impuestos, excelentes artesanos y, sobre todo, usureros. La
herida nunca se pudo cerrar; al contrario, a partir del siglo XIII no hizo
sino agrandarse, hasta culminar con la expulsión de 1492. Los reyes y la
Iglesia defendían la permanencia de los judíos en sus tierras por razones
económicas y para que un día descubrieran su error y se convirtiesen. Los
judíos eran "propiedad del rey", igual que en Alemania lo eran de la Cámara
imperial, no del emperador. La prohibición del judaísmo hubiera resultado un
grave perjuicio económico en los países cristianos.
La
tolerancia que emanaba de Roma hacia los judíos no siempre era respetada por
muchos obispos y predicadores, que consideraban que la presencia judía no
acarreaba ningún bien, y lanzaron contra los judíos toda clase de invectivas.
En 1199, Inocencio III publicó la Constitutio contra iudaeis,
estableciendo las normas de obligado cumplimiento para los cristianos en
relación con los judíos: estancia legal en tierra cristiana, protección de
personas y bienes, conservación de la fe mosaica, inviolabilidad de sinagogas
y cementerios. Para la Iglesia, el judaísmo se presentaba como el depósito de
la revelación de la Verdad hasta la llegada de Jesucristo y, un día, acabarían
por llegar al "nuevo" Israel.
Esta
doctrina oficial fue tergiversada en la vida diaria por los ministros de la
Iglesia, que no entendían como los judíos permanecían aferrados a su ceguera,
al no querer reconocer al auténtico Mesías en Jesús, y desde el púlpito se
recordaba continuamente a los fieles que los judíos crucificaron a Dios, que
eran el pueblo deicida. No hace falta insistir en el odio que latía entre
ambas comunidades. A pesar de todo, la Península era un remanso de paz para
los judíos, en comparación con otros países, como Inglaterra, Francia o
Alemania, donde fueron perseguidos y expulsados.
Las leyes,
sin embargo, aunque reconocían jurídicamente a los judíos, les impusieron
severas restricciones: prohibición de convivir con los cristianos o de
contactos sexuales, ningún judío podía ostentar cargo u oficio que tuviera
poder sobre un cristiano, la conversión al judaísmo era castigada con la pena
de muerte, los judíos no podían formar parte de las corporaciones de oficios,
obligación de vivir en barrios separados, de llevar señales distintivas, etc.
Medidas que la Iglesia había aprobado en el IV concilio de Letrán (1215) y los
Estados pusieron en práctica con mayor o menor celo, según el interés personal
de los monarcas y la presión social y de la Iglesia. También los judíos se
vieron muchas veces obligados a asistir a las predicaciones cristianas en sus
sinagogas. Disputas públicas entre teólogos cristianos "no era raro que fueran
conversos" y rabinos organizadas en presencia de las autoridades: Barcelona en
1263, Ávila en 1375, Tortosa en 1413, etc. A pesar de los peligros de estas
reuniones, los dirigentes judíos no dejaban de responder a las
interpretaciones cristianas de la Biblia y de defender el Talmud, que siempre
salía derrotado. Los judíos se defendían atacando a la creencia fundamental
del cristianismo, la figura de Jesús, originando una abundante literatura. La
respuesta de los cristianos fue que Dios castigaba a los judíos su "perfidia"
"resistencia a la fe" pues habiendo enviado a su Hijo en cumplimiento de la
Promesa, le habían rechazado y llevado a la muerte. Por ello son acreedores
del desprecio en el exilio y el desarraigo, condenados a vivir sin tierra
propia, a errar por el mundo. La sentencia de la Universidad de París en 1248
que condenó el Talmud como herético y peligroso, dejó claro que el judaísmo
era una perversión, principio que se mantuvo firme en obras de gran difusión
como el Pugio fidei de Ramón Martínez y el Fortalitium fidei de
fray Alonso de Espina.
Fueron precisamente las
acusaciones procedentes de la esfera religiosa las que desencadenaron las más
graves consecuencias. Se aplicó a todos los judíos la condición de usureros,
actividad que sólo practicaban unos pocos, y en el siglo XIV, procedentes de
centroeuropa, llegaron a España las dos grandes calumnias: se acusó a los
judíos de rememorar, sacrílegamente, la Crucifixión, asesinando ritualmente a
un niño para preparar con su sangre el matzot de la Pascua; también se dijo
que compraban o robaban Formas consagradas para profanarlas. El pueblo creyó,
sin más, tales calumnias.
Se fue creando
la conciencia de una "solución final" para el problema judío, cuyo primer paso
sería la práctica de su religión, mientras que otros, como Ramón Llull,
aconsejaban la predicación y la conversión, o de persistir en el error judío,
la expulsión. Pero la expulsión no fue una decisión tomada por el papado, sino
por las monarquías europeas, que identificaron el reino con la comunidad
política, a la que se reconocía una esencial dimensión religiosa. La paradoja
se dio a finales del siglo XV y principios del XVI, cuando los judíos
expulsados de todo Occidente encontraron refugio en los Estados pontificios.
Durante el
siglo XIV, y a partir del concilio de Vienne (1311), se aceleró el
antijudaísmo en la sociedad, tanto teórico como práctico, sobre todo desde
mediados de siglo "en cuya trayectoria no me voy a detener" en el que
intervinieron factores religiosos, sociales, políticos y económicos. La
hostilidad contra los judíos alcanzó su punto culminante con las predicaciones
incendiarias del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, que provocó el saqueo y
la destrucción de numerosas juderías hispanas, comenzando por la de Sevilla y
siguiendo por Andalucía, Valencia, Cataluña, etc., con el resultado de la
muerte y conversión de millares de judíos. A este duro golpe siguió la "era
bautismal", con las predicaciones de San Vicente Ferrer y la disputa de
Tortosa (1413) y las leyes de Ayllón de Benedicto XIII (1411). Con todo, una
vez vueltas las aguas a su cauce, la comunidad judía hispana comenzó a
reconstruirse, sobre todo en Castilla, y reyes y nobles le brindaron su apoyo.
La situación se complicó, sin embargo, con el problema converso, su imparable
ascenso social y las sospechas de judaizar, lo que despertó el recelo y el
odio de los cristianos viejos. Todo ello, mezclado con la compleja situación
política de Castilla y la propaganda antijudía de un buen número de
eclesiásticos "muchos de origen judío", como el Fortalitium fidei,
llevó hacia la solución final: la introducción en Castilla del procedimiento
inquisitorial, para castigar a los culpables de judaizar, es decir de ser
herejes, y la resolución del problema judío.
El judaísmo
era un mal que los Reyes Católicos soportaban por utilidad; pero, salvo
excepciones, la población y las autoridades, sobre todo las urbanas, odiaban a
los judíos; lo cual facilitó el decreto de 31 de marzo de 1492, redactado por
Torquemada, prohibiendo la estancia en Castilla y la Corona de Aragón de
cuantos profesaran la religión judía, salvo el caso de que se convirtieran.
Era el triunfo del principio monárquico: "cuius regio eius religio",
identificando comunidad política y religión, a la vez que daba al príncipe
poder absoluto para imponer la religión de sus súbditos. Había triunfado el
principio propuesto por la Inquisición de que era imposible alcanzar la unidad
mientras los judíos permaneciesen en nuestro suelo (en base a las acusaciones
de usura y "herética pravedad"), principio que más tarde se aplicó a los
musulmanes. La Iglesia acogió la medida con gran alegría y el papa celebró
festejos, en tanto que la Universidad de París felicitaba a los monarcas, que,
no en vano, han pasado a la posteridad como "Reyes Católicos".
La
expulsión fue interpretada por cristianos y judíos desde una óptica religiosa.
Para los primeros era resultado de la terquedad judía en reconocer al
verdadero Mesías; para los segundos una prueba más enviada por Dios por el
incumplimiento de la Ley, mediante la cual se avanzaba hacia la Purificación
de Israel.
En el
futuro, el antijudaísmo, transformado en antisemitismo, no hizo sino crecer
con el transcurso del tiempo, y la historia de los judíos está llena de
persecuciones, matanzas, vejaciones y discriminación de todo tipo, hasta
culminar con "la Shoah", el exterminio final del régimen nazi, en el que por
desgracia no todos los católicos mostraron la sensibilidad acorde con la
doctrina que profesaban. Razones todas ellas que llevan a la Iglesia del
presente a pedir el perdón por tanto odio y tantas injusticias.
EL PESO DE LA INQUISICIÓN
Savonarola,
Huss, Galileo, la Inquisición, son nombres que pesan como una losa sobre la
Historia de la Iglesia, sobre todo a nivel popular y en determinados ámbitos
intelectuales, que pretenden hacer a la Iglesia responsable de todos los males
del pasado, depósito de oscurantismo y rémora para el progreso. El caso de la
Inquisición es el más llamativo, porque casi doscientos años después de su
supresión sigue siendo objeto de apasionados debates y encontradas posturas
entre historiadores, habiéndose convertido en símbolo de fanatismo e
intolerancia, en un mito en el que lo más difícil, como siempre, es encontrar
la verdad. El propio Juan Pablo II, en 1998, no ha dudado en referirse a la
"atormentada historia de la Inquisición" y en calificar el periodo de su
actuación "sobre todo los siglos XIII al XVII" como una fase atormentada de la
historia de la Iglesia, de la que hay que arrepentirse y pedir perdón. Pero,
¿qué fue lo que llevó a la Iglesia a crear un tribunal inquisitorial, que
acabó convirtiéndose en un auténtico instrumento de terror?.
La bibliografía sobre la
Inquisición es tanta y tan diversa que no voy a entrar en detalles sobre las
corrientes historiográficas en torno al tema ni hacer un análisis detallado
del funcionamiento del tribunal. Simplemente hay que recordar que el Tribunal
de la Santa Inquisición era el organismo eclesiástico encargado de la
represión de la herejía y demás delitos contra la fe cristiana (superstición,
brujería, iluminismo, apostasía, etc.) establecido por el papado a mediados
del siglo XIII "1233"en diversos países de Europa occidental. El nombre de
Inquisición (inquisitio) venía dado por el procedimiento procesal que
informaba su actuación, distinto del usual, que sólo actuaba a instancia de
parte. En el sistema inquisitivo, era el juez el que procedía a buscar los
herejes, para ser juzgados y sentenciados por dicho tribunal.
Hay que
distinguir en este tribunal dos manifestaciones distintas: la llamada
Inquisición medieval o Inquisición papal que funcionó en algunos países de
Occidente entre los siglos XIII y XV, bajo la dependencia directa del Papa, y
la Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio, la que conocemos
vulgarmente como Inquisición, creada por los Reyes Católicos, con la
aprobación del papa Sixto IV. Aunque los principios que las inspiraban eran
los mismos, presentan diferencias externas: más eclesiástica y universal la
primera, más nacional y sometida a la autoridad civil, la segunda.
La Inquisición
medieval fue creada para combatir la herejía de los cátaros o albigenses, la
segunda para combatir la herejía judía que "supuestamente" practicaban en el
siglo XV los conversos del judaísmo en la Península Ibérica. Recordemos, y
esto es algo muy importante que se olvida cuando se escribe sobre la
Inquisición "o que la gente ignora" que la Inquisición no podía actuar contra
los judíos, que tenían reconocida la libre práctica de su religión "igual que
los musulmanes", ni lo hizo de forma habitual, sólo en algún caso excepcional.
Lo que se trataba de perseguir era a los judaizantes, los falsos cristianos.
Este era el problema, los conversos, sobre todo en la Corona de Castilla.
Sobre los conversos hay dos
puntos de vista, opuestos: uno, representado por buena parte de la
historiografía clásica y de la judía actual, que opina que su cristianismo era
fingido: judíos en la práctica que durante el siglo XV siguieron practicando
el rito judío, de forma más o menos pública. La otra corriente histórica, que
tiene su máximo representante en Benzon Netanyahu, y cada vez con más adeptos,
considera que éstos hacia 1480 eran cristianos con apenas rescoldos de
judaísmo residual. La Inquisición operaría, desde su punto de vista, sobre una
auténtica ficción. Sostiene el citado autor que al principio los conversos
trataron de vivir secretamente como judíos, pero pronto comenzaron a sentir la
dificultad de llevar una doble vida. Gradualmente fueron abandonando en número
creciente las costumbres y leyes judías, y comenzaron a vivir como verdaderos
cristianos. La falta generalizada de esperanza sobre el futuro del judaísmo
aceleró ese proceso, así como el deseo de librar a los hijos de una crisis de
identidad. Por eso los hijos se educaron como cristianos y a partir de la
segunda generación la mayor parte no sabía nada del judaísmo. Cuando se creó
la Inquisición, aunque había criptojudíos en España "esto nadie lo niega" eran
pocos.
Para
reconstruir la identidad de aquellos conversos, Netanyahu se sumergió en las
fuentes hebreas de la época, especialmente en los responsa rabínicos, y
estas fuentes demuestran que los citados conversos eran considerados por las
autoridades judías como apóstatas, gentiles o renegados, pero en ningún caso
criptojudíos. Ello forma parte de una corriente historiográfica judía
minoritaria (a la que se sumó Cecil Roth antes de morir) que replanteaba su
propio devenir histórico. No se trataba de llorar las penas de lo que fue el
holocausto español, sino de deslegitimar desde el principio todo el discurso
represivo, subrayando la paradoja de que no fue la Inquisición la culpable del
exterminio judío, sino al revés, la provocadora de que la identidad judía,
prácticamente residual, resurgiera de sus cenizas como reacción a la propia
represión inquisitorial.
El problema
es por qué la Inquisición atacó tan duramente a una comunidad que ya existía
desde 1391, era esencialmente cristiana y en la no existía el problema
religioso.
Netanyahu sitúa los
orígenes de la Inquisición en el Toledo de 1449 como un proyecto "urdido por
los racistas eclesiásticos dirigidos por el vicario de la diócesis toledana".
El proyecto se aparcó momentáneamente, Alonso de Espina con su Fortalitium
fidei desarrolló una campaña de relanzamiento de la idea, secundado por
franciscanos, jerónimos y dominicos, y los Reyes Católicos en 1480,
legitimados por la bula de Sixto IV de 1478, nombraron los primeros
inquisidores de Sevilla.
¿Por qué la Inquisición?
Por supuesto que hace tiempo que quedó abandonada la teoría de Menéndez y
Pelayo, quien vio la amenaza de que toda España se volviera judía a causa de
la influencia de los conversos sobre toda la cristiandad peninsular; o la de
aquellos que la atribuían al deseo de los Reyes Católicos de quedarse con las
riquezas de los conversos. Para Netanyahu la clave está en el racismo
(obsesión por la conspiración y la amenaza de contaminación), que traslada el
odio hacia los judíos existente en la sociedad española a los conversos,
acrecentado por el éxito de éstos en la vida social. También los matrimonios
mixtos entre conversos y cristianos viejos, en particular en la nobleza eran
vistos como una amenaza. El racismo tendría un substrato de factores
socioeconómicos (la competencia por el poder en el seno de la oligarquías
urbanas) y político-nacionales (configuración de los conversos como elemento
étnico aparte en un momento de formación de la identidad española). Los Reyes
Católicos crearían la Inquisición como concesión a los racistas del partido
anticonverso. Al mismo tiempo tendría un sentido pragmático y no se violaría
el sistema legal, permitiendo discriminar convenientemente a los conversos
auténticos de los herejes, desviando la atención de unas masas que podían
haber puesto en peligro a la propia monarquía. La Inquisición sería el
resultado de la combinación de un fondo ideológico racial con una estratégica
maniobra política de los Reyes Católicos. El citado autor compara el racismo
español con el nazismo alemán ("En Alemania, como en España cuatro siglos
antes, la teoría racial reemplazó ampliamente a la doctrina religiosa para
justificar la discriminación de los judíos") y fustiga a la Inquisición más
que por la crueldad, por los "falsos pretextos" y por la hipocresía que
alimentaba su "impulso destructivo".
El
planteamiento es arriesgado y rompe los clásicos esquemas en torno a la
Inquisición. Se le ha acusado de hacer historia desde la catástrofe por esa
identificación del nazismo alemán con la España del siglo XV, es decir la
tesis del eterno antisemitismo, y de tener una perspectiva monolítica del
cristianismo hispano del Cuatrocientos.
Hay quien
sugiere que el problema de los orígenes de la Inquisición 1478/1481 es el de
un cristianismo diversificado y tensionado quizá hasta el límite de la
ruptura, al que venía a superponerse, con la cristianización de los conversos,
un entendimiento de la Ley Nueva como cumplimiento "pero no necesariamente
abrogación" de la Ley Vieja: cristianos de Israel, capaces de
autoidentificarse como nación. Nación, esto es, "pueblo mesiánico", no
necesariamente "raza", concepto diferente al actual. La situación en el siglo
XV sería de larvada guerra de religión, que las partes contendientes estarían
dispuestas a decidir mediante una "inquisición" acerca de los fundamentos de
la fe. Se enfrentaba en suelo castellano dos entendimientos distintos y
distantes de la Ley.
El problema
de la herejía, real o supuesta, de los conversos fue la justificación que
utilizaron los Reyes Católicos para la creación de la Inquisición, habida
cuenta que la herejía era entonces no sólo una cuestión religiosa, que solo
afectaba al que caía en ella, sino que concernía a toda la comunidad al
desestabilizar la armonía del cuerpo social. Era un pecado y un delito
político, y como tal había de ser castigado. Y Fernando el Católico, por cuyas
venas corría sangre judía (su tatarabuela fue la amante de don Fadrique, hijo
bastardo de Alfonso XI de Castilla), se encontró con un nuevo poder político
institucional, la Inquisición, que no tenía fronteras entre Castilla y la
Corona de Aragón, y serviría no sólo para erradicar la herejía sino también
para afianzar el autoritarismo monárquico. La inútil oposición foral al rey de
Aragón, Valencia y Cataluña fue acallada con la fuerza del temor, y la
Inquisición desplegó su máquina represiva durante siglos contra conversos,
moriscos, homosexuales, iluminados, protestantes y cualquier desviacionismo de
la ortodoxia.
Antijudaísmo, envidias y recelos por el ascenso social, odio y fanatismo,
autoritarismo regio, etc. Factores todos ellos que propiciaron la creación de
la Inquisición y hacen muy difícil conocer la verdad histórica, porque la
recta visión de la misma se ha visto enturbiada por los prejuicios
ideológicos, políticos y religiosos. La leyenda negra española y los
enciclopedistas franceses la utilizaron para atacar a España y a la Iglesia,
mecanismo que sigue funcionando, aunque a distintos niveles, en nuestros días.
Los historiadores debaten su contenido histórico, intentando aproximarse "o
encontrar" la verdad, en tanto que la Iglesia analiza "si la teología
cristiana rectamente entendida, pudo ser la base lícita de la creación de este
tribunal, o si su origen está en razones de mera política eclesiástica, en
cuyo caso la Iglesia habría traicionado las bases mismas en que se apoya su
existencia histórica" (Ecclesia, nº 2.918, 7"11"1998, p. 23). La
opinión del cardenal Roger Etchegaray y del Santo Padre es muy clara: asumir
las culpas por el antijudaísmo y la Inquisición "entre otros temas" y entonar
el "mea culpa" en el jubileo del año 2000, pidiendo perdón por sus culpas a
Dios y a los hermanos. No es un acto de fingida humildad, ni se trata de dar
la razón a los enemigos de la Iglesia ni de rechazar su bimilenaria historia:
responde a la irrenunciable exigencia de la verdad, una verdad que nos libera
del error y que nos libera para amar. Se podrá estar o no de acuerdo con estos
perdones y su oportunidad, pero creemos que la reconciliación, el perdón, es
el camino hacia la unión auténtica con Cristo, con nuestros hermanos de fe y
con nuestros hermanos judíos.
Para saber
más
ALCALÁ, Angel y
otros, Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Ariel,
Barcelona, 1984.
BAER, Yitzhak,
Historia de los judíos en la España cristiana, edición original, Tel-Aviv,
1945. 2ª edición: Barcelona, 1998.
MARTINEZ
SARRADO, Sergio, "Las formas de antitestimonio y la Historia de la Iglesia",
en VV.AA., Qué es la Historia de la Iglesia, Actas del XVI Simposio
Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona, 1996,
pp. 671-687.
NETANYAHU,
Benzon, Los orígenes de la Inquisición, Crítica, Barcelona, 1999.
SUÁREZ
FERNANDEZ, Luis, La expulsión de los judíos de España, Mapfre, Madrid,
1991.
[1] . B. NETANYAHU,
Los orígenes de la Inquisición, Barcelona, Crítica, 1999. p. 18.